La rosa del desierto - Liz Fielding - E-Book

La rosa del desierto E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Quint Damian había conseguido, por fin, localizar a Greeley Lassiter. Y por motivos personales, quería que esta se reuniera con su madre biológica, la mujer que la había abandonado veinticuatro años atrás... Jamás imaginó que Greeley sería tan diferente de su madre. ¡Era abierta, generosa y hermosa! Al poco tiempo, Quint olvidó que enamorarse jamás había formado parte de sus planes. Sin embargo, tendría que convencerla de que no la estaba utilizando y de que quería llegar con ella hasta el altar.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Liz Fielding

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La rosa del desierto, n.º 1543 - junio 2020

Título original: His Desert Rose

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-767-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA una periodista en el avión, Partridge –el príncipe Hasan al Rashid se unió a su secretario en la parte de atrás de la limusina–. Rose Fenton. Es una corresponsal extranjera de una de las nuevas cadenas de noticias. Averigua qué hace aquí.

–No hay ningún misterio al respecto, Excelencia. Convalece de neumonía. Eso es todo.

Hasan le lanzó una mirada que cuestionó su cordura. Pero Partridge era joven, británico e increíblemente inocente cuando se trataba de política, mientras que él había aprendido el juego sobre las rodillas de su abuelo y sospechaba que distaba mucho de ser «todo».

–Es la hermana de Tim Fenton –añadió Partridge, como si eso lo explicara–. Es el nuevo Veterinario Jefe –continuó al comprender que no era así–. Pensó que un poco de sol ayudaría a la recuperación de su hermana.

–¿Sí? –qué casualidad–. ¿Y desde cuándo estar emparentada con el Veterinario Jefe le da derecho a alguien, y más a una periodista, a viajar en el avión privado de Abdullah?

–Creo que Su Alteza consideró que la señorita Fenton agradecería un poco de comodidad después de haber estado tan enferma. Al parecer es un gran admirador… –Hasan agitó una mano, pero Partridge continuó–: Y como usted venía a casa…

–Solo me enteré de la programación del vuelo cuando le pedí a la embajada que organizara mi medio de transporte. Ambos sabemos que Abdullah no haría volar ni una cometa por mí. En cuanto a ofrecer su palacio aéreo personal…

–Creo que Su Alteza es plenamente consciente de la opinión que tiene usted sobre su extravagancia.

–Sí, bueno, incluso la reina de Inglaterra vuela estos días en líneas aéreas comerciales.

–Su Alteza no busca que la reina de Inglaterra escriba un artículo favorecedor sobre él para una de las revistas más importantes.

–Gracias, Partridge –reconoció Hassan ante su dosis de humor. Por lo visto no era tan inocente–. Sabía que tarde o temprano irías al grano.

Por desgracia, no era algo que fomentara la risa. Rose Fenton sin duda sería agasajada y alabada como parte de la ofensiva de seducción del regente, mientras Faisal, el joven emir, se hallaba fuera del país estudiando los métodos de negocios americanos sin mostrar gran entusiasmo por regresar a casa. «Mi propio regreso», pensó Hasan con tono sombrío, «se vio precipitado por un susurro amigo que me indicó que Abdullah estaba a punto de convertir su regencia en algo más permanente».

–¿Es consciente de lo que se espera de ella? –preguntó.

–No lo creo.

–¿Y qué hay de su hermano? –Hasan no quedó convencido–. ¿Lo conoces?

–Lo conocí en el Club de Campo, en el circuito social. Tim Fenton es una compañía agradable. Solicitó permiso para viajar a su casa cuando su hermana cayó enferma y antes de que supiera lo que pasaba, Su Alteza le había transmitido una invitación personal para que viniera a recuperarse a Ras al Hajar.

–Y cuando mi primo decide algo, es necio aquel que se opone –¿y por qué habría de oponerse Rose Fenton? Abdullah mantenía a los corresponsales extranjeros fuera de Ras al Hajar como cuestión política. Y no había ninguno local. Debió parecer un regalo.

–No creo que deba preocuparse, señor. La reputación de la señorita Fenton como periodista es formidable. Si su primo busca alguna publicidad positiva, diría que ha elegido a la mujer equivocada.

–Tal vez. Dime, ¿le gusta a Fenton el trabajo que desarrolla aquí?

El silencio de Partridge era toda la respuesta que necesitaba. Rose Fenton tampoco requeriría que se lo deletrearan en palabras de una sílaba; era demasiado inteligente para eso. Y Abdullah se lo facilitaría. Le contaría a la mujer el gran trabajo que llevaba a cabo, y para demostrárselo la llevaría del lujo de aire acondicionado del nuevo centro médico al nuevo centro comercial, a través de las nuevas instalaciones deportivas. El progreso en acero inoxidable y cemento reforzado.

La mantendría bastante ocupada para que no tuviera tiempo de ir en busca de algo que pudiera darle otras ideas. Aunque lo deseara. Después de todo, una entrevista personal con el regente, hombre reacio a los medios de comunicación, sería una exclusiva importante para cualquier periodista, sin importar lo formidable que fuera su reputación.

A Hasan los periodistas no lo entusiasmaban tanto como a su secretario, ni siquiera cuando tenían una fachada tan bonita como Rose Fenton.

Cambió de enfoque.

–Dime, Partridge, ya que estás tan bien informado, ¿qué entretenimientos ha preparado mi primo para mantener divertida a la dama durante su estancia aquí? Imagino que tendrá planes para ello, ¿verdad? –la idea era desagradable, pero sabía que si Abdullah la admiraba, era por su cara bonita y su pelo rojo más que por sus habilidades periodísticas. El rápido rubor de Partridge demostró el efecto que surtía la señorita Fenton en los varones impresionables–. ¿Y bien?

–Se han preparado algunas actividades –confirmó–. Un viaje en barco a lo largo de la costa, una celebración en alguna parte del desierto, un recorrido de la ciudad…

–Parece que le van a dar el tratamiento de la alfombra roja. ¿Algo más?

–Bueno, hay un cóctel en la embajada británica, desde luego… –titubeó.

–¿Por qué me da la impresión de que reservas lo mejor para el final?

–Su Alteza dará una recepción en su honor en palacio.

–Será prácticamente como una visita de estado –sus peores temores se habían confirmado–. Pero es un programa agotador para una mujer convaleciente de neumonía, ¿no te parece?

–Ha estado enferma, Excelencia. Se desmayó mientras realizaba una transmisión en directo desde alguna parte del este de Europa. Yo lo vi. Se desplomó… durante un momento pensé que había recibido el disparo de un francotirador. ¿Qué aspecto tenía ahora? –preguntó con ansiedad–. ¿Usted la vio en el avión?

–Solo fugazmente. Parecía…

Hasan se detuvo unos instantes para considerar el aspecto de Rose Fenton. Un poco agitada, quizá. El cuello con volantes de su blusa blanca había proporcionado un marco para un rostro que era un poco más delgado que la última vez que la vio en una emisión por satélite. Tal vez por eso sus ojos oscuros habían parecido tan grandes.

Había alzado la vista de un libro que sostenía y encontrado su mirada con franca curiosidad; había exhibido una expresión abierta que evitaba toda coquetería, aunque aun así había logrado transmitir la sugerencia de que recibiría de buen grado su compañía para pasar las horas tediosas en el aire.

La sinceridad lo obligó a conceder que se había sentido tentado, despierta su curiosidad por la presencia de ella en el avión privado de su primo. Y no era inmune al placer de la compañía de una mujer hermosa. En un momento determinado llegó tan lejos como para llamar al auxiliar de vuelo para que la invitara a unirse a él. En los pocos segundos que el hombre tardó en responder, había recuperado el sentido común.

Mezclarse con periodistas no era una buena idea. Nunca sabías qué iban a imprimir. O, más bien, sí lo sabías. Demasiado tarde había averiguado que era mucho más fácil ganar una reputación que perderla, en particular si encajaba con alguien que ocupaba una posición de jerarquía.

Y sin ninguna duda Abdullah se enteraría de cualquier conversación que hubieran compartido en cuanto el avión aterrizara. Que la vieran con él no la ayudaría en nada en los círculos de palacio.

Se dio cuenta de que Partridge aún aguardaba su respuesta.

–Bastante bien –repuso con irritación.

 

 

Rose Fenton se detuvo para recuperar el aliento al salir del aire acondicionado de la sala de desembarco del aeropuerto y entrar en el calor del mediodía de Ras al Hajar.

A pesar de la valerosa exhibición de narcisos en los parques, en Londres la primavera no había llegado a establecerse, y su madre la había obligado a ponerse ropa interior térmica y un jersey grueso.

–¿Te encuentras bien, Rose? Debes estar cansada del viaje.

–No te preocupes, Tim –la pregunta ansiosa de su hermano hizo que pareciera exactamente como su madre, y no estaba acostumbrada a que la cuidaran tanto. Se quitó el jersey–. No soy una inválida, solo tengo calor –espetó. Había estado de muy mal humor la semana anterior al caer con neumonía, pero la evidente preocupación de Tim hizo que se arrepintiera–. Diablos, lo siento. Lo que pasa es que durante el último mes mamá me ha tratado como a una heroína del siglo diecinueve a punto de morir de agotamiento –sonrió y enlazó el brazo con el de Tim–. Pensé que había escapado de su yugo.

–Bueno, he de reconocer que no tienes tan mal aspecto como había esperado después de los comentarios de mamá –bromeó como solían hacerlo–. Empezaba a preguntarme si debía alquilarte una silla de ruedas.

–No será necesario.

–Entonces, ¿solo un bastón?

–Únicamente si quieres que te golpee con él.

–Es obvio que te estás recuperando –rio.

–Me quedaban dos opciones: recuperarme con rapidez o morir de aburrimiento. Mamá no me dejó leer nada más exigente que una revista de tres años de antigüedad –le informó mientras la conducía en la dirección de un Range Rover polvoriento de color verde musgo–. Y cuando descubrió que veía las noticias, amenazó con confiscarme el televisor.

–Exageras, Rose.

–¡En absoluto! –entonces cedió–. Bueno, quizá un poco. Solo un poco –sonrió–. Pero no estoy cansada, de verdad. Viajar en el avión privado del emir se parece a hacerlo en clase turista tanto como una bicicleta a un Rolls Royce. Sí, es volar, Tim, pero no como nosotros lo conocemos –respiró el cálido aire del desierto–. Esto es lo que necesito. Espera a que me quite la ropa térmica, y no podrás pararme.

–Te lo advierto, tengo órdenes estrictas de evitar que hagas alguna actividad demasiado física.

–Aguafiestas. Anhelaba que algún príncipe del desierto de nariz aquilina me llevara en algún corcel negro –al ver que su hermano no parecía demasiado complacido con la idea, le apretó el brazo–. Bromea-ba. Gordon me dio un ejemplar de El Jeque para leer en el avión –sin duda era lo que su editor de noticias consideraba una broma. Tenía un extraño sentido del humor. O quizá había sido una excusa para transmitirle toda la información que había sido capaz de obtener de la situación en Ras al Hajar delante de los ojos atentos de su madre–. No sé si era una inspiración o una advertencia.

–¿Quieres decir que lo leíste?

–Es un clásico de ficción femenina –protestó.

–Bueno, espero que lo tomaras como advertencia. He recibido instrucciones de mamá, y, créeme, montar a caballo queda descartado. Se te permite estar a la sombra junto a la piscina con una lectura ligera por la mañana, pero solo si prometes no meterte en el agua…

–He pasado semanas así, Tim. No prometo nada.

–Solo si prometes no meterte en el agua –repitió con una amplia sonrisa– y te echas una siesta por la tarde. Nos diste a todos un buen susto, ¿sabes?, al desmayarte en medio de las noticias.

–Muy mala costumbre –acordó con firmeza–. Se supone que yo las transmito, no que las produzco… –calló al ver una limusina negra, con los cristales ahumados, alejarse del aeropuerto.

El ocupante del coche sin duda era la razón para el vuelo del avión privado del emir en el que su hermano había conseguido acomodarla. Con un impecable traje oscuro a medida, una camisa a rayas discretas y una corbata de seda, podría haber sido el presidente de cualquier empresa pública. Pero no lo era.

Sus miradas se habían encontrado y el reconocimiento mutuo había sido instantáneo antes de que una azafata cerrara con presteza la puerta de su sección, más acostumbrada a llevar princesas que curiosas periodistas.

Lo cual había sido una pena. El príncipe Hasan al Rashid figuraba entre los primeros de su lista de personajes que debía conocer. Entre los recortes de periódicos, la fotografía del rostro anguloso con penetrantes ojos grises había sido la única que había captado su atención.

El príncipe Hasan se había detenido al entrar en la nave, y en el instante antes de que se cerrara la puerta, sus ojos la habían inmovilizado con una mirada que le provocó rubor en las mejillas y le hizo desear bajar hasta los tobillos la falda que le cubría las pantorrillas. Era una mirada que hizo que se sintiera enteramente femenina, vulnerable de un modo que para una periodista de veintiocho años resultaba embarazoso.

Una periodista de veintiocho años, con un matrimonio, una guerra y media docena de entrevistas exhaus-tivas con primeros ministros y presidentes a su espalda.

Pero era capaz de reconocer a un hombre muy peligroso cuando lo veía, y la fotografía del príncipe, un retrato formal, impasible y posado, no se acercaba a lo que de verdad representaba.

Sabía que, de acuerdo con las costumbres de él, le mostraba más respeto soslayando su presencia que si hubiera viajado a su lado, pero como periodista no podía evitar sentirse decepcionada. Lo que más la perturbaba era su decepción como mujer.

Además, semejante respeto contradecía su fama como playboy, cuya riqueza, según los rumores, pasaba directamente de los pozos de petróleo a las muñecas y cuellos de mujeres hermosas y a las mesas de juego más exclusivas del mundo.

Pero al llegar a Ras al Hajar, su hogar, al parecer había decidido seguir las costumbres. Al bajar del avión antes que ella, para ser recibido por los funcionarios formados en la pista, había prescindido del caro traje italiano para ponerse el atuendo de un príncipe del desierto. Un príncipe de negro.

Tim la vio mirar en dirección a la limusina mientras el sol de la mañana se reflejaba en las oscuras ventanillas.

–El príncipe Hasan –murmuró.

–¿El príncipe qué? –preguntó, fingiendo ignorancia. Hacía tiempo que había aprendido que la gente le revelaba más cosas de esa manera. Pero Tim no recurrió a los rumores locales tal como había esperado.

–Nadie que deba interesarte, Rose. Es solo el playboy del país.

–¿De verdad? Por las reverencias que le dedicaron al bajar del avión, pensé que debía ser el siguiente en la línea de sucesión.

–No es el siguiente en la línea de nada –Tim se encogió de hombros–. Hasan recibe tantos respetos porque su padre recibió una bala destinada al viejo emir. De hecho, varias balas.

–¿Oh? –«hazte la tonta, Rose, hazte la tonta»–. ¿Recibió disparos? –la mirada de incredulidad de Tim la advirtió de que quizá había ido demasiado lejos en su fingimiento.

–Sí, le dispararon, y su recompensa por una bala en el hombro y una pierna destrozada fue la mano de la hija predilecta del viejo emir y una vida de ocio. Aunque no vivió demasiado para disfrutarla.

–¿No sobrevivió al ataque, entonces?

–Se recuperó muy bien, pero unos meses después de la boda falleció en un accidente de tráfico.

–Qué terrible –luego–. ¿Fue un accidente?

–Eres suspicaz, ¿eh? –su hermano sonrió, luego se encogió de hombros–. Tu conjetura es tan válida como la mía, y eso es lo único que puede hacer la gente… conjeturar.

–Bueno, vivió lo suficiente para tener un hijo –sintió pesar ante los recuerdos profundamente enterrados–. Es lo más cerca que podemos llegar de la inmortalidad.

–Rose –musitó Tim.

Ella respondió con un «Hmm» distraído mientras observaba cómo se alejaba la limusina del aeropuerto. Podía ser su trabajo estar interesada en cualquiera tan próximo al trono sin poder llegar a aspirar a él, pero algo más avivaba su curiosidad sobre el hombre que había detrás de esos ojos grises.

Había conocido hombres capaces de dominar a la chusma más indisciplinada con ojos como esos. No era el color lo que importaba. Sino la fuerza, la convicción que había detrás de ellos. Los suyos no eran los ojos de un playboy. ¿Y si fingía?

Al darse cuenta de que le mantenía con paciencia la puerta abierta, sonrió.

–Me gusta una buena historia humana con gancho. Háblame de él. Su padre debió morir antes de que naciera.

–Así es. Quizá por eso el viejo emir mimó tanto a Hasan. Fue criado como uno de los favoritos. Demasiado dinero y muy poco que hacer; era algo que tenía que provocar problemas.

–¿Qué clase de problemas?

–Mujeres, juego… –se encogió de hombros–. ¿Qué cabe esperar? Un hombre ha de hacer algo, y a pesar del título, la política de palacio le está vedada.

–¿Oh? ¿Por qué? –fue demasiado rápida en formular la pregunta y Tim se dio cuenta de que le estaba sonsacando información.

–Olvídalo, Rose –afirmó–. Has venido aquí a descansar y a recuperarte, no a obtener una historia inexistente.

–Pero si no me cuentas por qué no puede participar en política, no dejaré de pensar en ello –expuso de forma razonable, mientras Tim la ayudaba a entrar en el interior del vehículo con aire acondicionado–. No podré evitarlo.

–Inténtalo –sugirió–. No estamos en una democracia y los periodistas entrometidos no son bienvenidos.

–No soy entrometida –repuso con una sonrisa–. Solo tengo interés –de hecho, el príncipe Hasan le interesaba mucho. Los hombres con ojos como esos no perdían el tiempo en jugar… no sin una buena causa.

–Estás aquí como invitada del príncipe Abdullah, Rosie. Quebranta las reglas y te pondrán en el primer avión que salga de aquí. Y yo también, así que déjalo, por favor.

Hacía años que Tim no la llamaba Rosie, y sospechó que era su manera de recordarle que a pesar de ser una periodista famosa y respetada, seguía siendo su hermana menor. Y se encontraba en su territorio. De momento decidió dejar el tema. Además, sabía, o sospechaba, la respuesta a su pregunta. Puede que el padre de Hasan fuera un héroe, pero había sido un extranjero, un escocés atraído por el desierto. Tenía los recortes de prensa para demostrarlo.

–Lo siento. Es por la fuerza de la costumbre. Y por el aburrimiento.

–Entonces tendremos que cerciorarnos de que no te aburres. He preparado una pequeña fiesta para presentarte a algunas personas, y el príncipe Abdullah se ha esforzado al máximo para que te lo pases bien.

Rose le permitió que le detallara las recepciones y fiestas que la esperaban, sin insistir en el tema que más le interesaba. Después de todo, las fiestas eran los sitios idóneos para oír los últimos rumores y, con suerte, conocer al playboy local.

–¿Qué era eso de una recepción en palacio? –preguntó.

–Solo si te sientes con ánimos –añadió Tim–. Debería advertirte de que el viaje en el avión privado de Abdullah puede tener un precio. No estará por encima de seducirte para que reflejes una visión halagüeña de su persona en la entrevista.

–Bueno, pues su suerte se ha agotado –mentalmente tachó la entrevista con Abdullah, número dos en su lista. Una pena, pero le daría más tiempo para concentrarse en el príncipe Hasan. Después de todo, estaba de vacaciones–. He venido a relajarme.

–¿Desde cuándo relajarte se ha interpuesto en tu trabajo? No te imagino rechazando una entrevista en exclusiva con el gobernante de un país rico de importancia estratégica, sin importar lo enferma que hayas podido estar.

–Regente –le recordó, abandonando toda pretensión de ignorancia–. ¿El joven emir no debe volver pronto de los Estados Unidos? ¿O es posible que ahora que ha probado la vida en la cima, el príncipe Abdullah sea reacio a dejarla? Me refiero a que una vez que has sido rey, todo lo demás pierde importancia. ¿No? –Tim frunció el ceño y puso expresión ansiosa. Ella sonrió y lo tranquilizó con la mano en el brazo–. Lo mejor será que me ciña a sentarme tranquila junto a la piscina con alguna lectura ligera, ¿verdad?

–Quizá sería lo mejor –tragó saliva–. Le diré a Su Alteza que estás demasiado débil todavía para una fiesta.

–¡No te atrevas! Dile… Dile que estoy demasiado débil para trabajar.

 

 

Después de que el coche se detuviera, Hasan permaneció largo rato enfrascado en sus pensamientos.

–Tendrás que ir a los Estados Unidos, Partridge. Es hora de que Faisal regrese a casa.

–Pero, Excelencia…

–Lo sé, lo sé –agitó una mano con impaciencia–. Disfruta de libertad y no querrá venir, pero ya no puede postergarlo más.

–Se lo tomará mejor viniendo de usted, señor.

–Tal vez, aunque el hecho de que yo sienta que no debo abandonar el país hará que entienda mejor el mensaje de lo que cualquiera de nosotros pueda expresar.

–¿Qué quiere que le diga?

–Que si quiere conservar su país, es hora de que regrese antes de que Abdullah se lo quite. Es imposible manifestarlo de forma más directa.

Bajó de la limusina y se dirigió hacia las enormes puertas talladas de la torre costera que había convertido en su hogar.

–¿Y la señorita Fenton? –preguntó Partdrige, con ritmo más lento mientras se apoyaba en su bastón.

Hasan se detuvo ante la entrada de su residencia privada.

–Puedes dejármela a mí –aseveró.

Partridge se puso pálido y se plantó delante de él.

–Señor, no olvidará que ha estado enferma…

–No olvidaré que es una periodista –el rostro de Hasan se ensombreció al notar la ansiedad en la cara del otro. Vaya, vaya. La afortunada Rose Fenton. Necesitada por un hombre mayor fabulosamente rico y poderoso por su capacidad para proyectar su persona bajo una buena luz y por uno joven y necio sin nada más en la cabeza que tonterías románticas. Todo en un día. ¿Cuántas mujeres podían comenzar unas vacaciones con esa clase de ventaja?

Se le ocurrió que Rose Fenton, bendecida con cerebro y belleza, probablemente comenzaba todas sus vacaciones con ese tipo de ventaja.

–¿Qué piensa hacer, señor?

–¿Hacer? –no estaba acostumbrado a que cuestionaran sus intenciones.

Partdrige podía estar nervioso, pero no intimidado.

–Con la señorita Fenton.

–¿Qué crees que voy a hacer con ella? –soltó una risa breve–. ¿Secuestrarla y llevármela al desierto como un bandido de tiempos antiguos?

–No… no –el otro se ruborizó.

–No pareces muy seguro –insistió Hasan–. Es lo que habría hecho mi abuelo.

–Su abuelo vivía en una época distinta, señor. Iré a hacer las maletas.

Hasan lo observó partir. El joven tenía agallas y lo admiraba por el modo en que se enfrentaba a la discapacidad y el dolor, pero no pensaba tolerar la disensión en nadie. Haría lo que fuera necesario.