La ruta inversa de Marco Polo - Carla Dulfano - E-Book

La ruta inversa de Marco Polo E-Book

Carla Dulfano

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Beschreibung

Una novela de aventuras y amistad en tiempos actuales. Ornar y Tamara, dos adolescentes refugiados, torcerán el destino de sus familias y construir un futuro mejor en el exilio al intentar resolver un misterio centenario.

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2022 / 1.a edición: enero 2022 / Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina / Teléfono: 7501 1267

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Dulfano, Carla

La ruta inversa de Marco Polo / Carla Dulfano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4419-57-6

1. Novelas. I. Título.

CDD A863.9283

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

LA RUTA INVERSA DE MARCO POLO

DEDICO ESTA NOVELA

A Fabián, Denise y Daniela,

a Graciela Repún y sus talleres,

y muy especialmente a Rajmún,

el primer refugiado sirio que conocí.

/ CAPÍTULO 1

El regalo fantástico

Hace cinco años, mis padres me regalaron un libro del viajero medieval Marco Polo. Mi primera reacción fue una carcajada, porque ambos tironeaban del paquete para dármelo y no lo soltaban.

Yo cumplía dieciséis años y, por supuesto, ¿qué iban a regalarme dos profesores universitarios?

Ellos tenían una librería en nuestro barrio de Alepo, en Siria, y coleccionaban libros antiguos.

Mi casa tenía una gran biblioteca y algunos vecinos venían a pedirnos ejemplares. Estudiar era común en mi barrio de edificios pedregosos, de estudiantes y turistas.

Yo iba a uno de los mejores colegios católicos de la zona. Había buenas escuelas musulmanas también, y a veces organizábamos partidos de fútbol intercolegiales.

Me senté en el sillón con el libro, e hice lo de siempre: lo olí.

Leí la dedicatoria: “De un viajero a otro”.

Firmado: Marco Polo.

A mis padres les gustaba simular que el protagonista me había dedicado el libro.

—Yo no soy un viajero —me reí.

—Nunca se sabe —dijo papá—; el mundo es muy…

—¿Grande?

—No, al contrario, muy pequeño; por eso, un viaje no es más que el paseo por la propia casa, la Tierra.

Más tarde, salieron rumbo a la librería y esa fue la última vez que los vi. Ahora me doy cuenta de que me despedí con la soberbia de quien cree conocer y planificar el futuro. Casi sin mirarlos, los saludé con una mano mientras, con la otra, buscaba una botella de jugo en la heladera.

Era el año 2011. Lo recuerdo porque la dedicatoria que me escribieron incluía las dos fechas: la de Marco Polo (1274) y la de mi cumpleaños.

Hojeé el libro salteándome algunas partes, y llegué a la conclusión de que las cosas no habían cambiado mucho en casi ochocientos años. Todavía había guerras, ricos y pobres.

Marco Polo nació en Venecia (Italia medieval), donde las tres principales religiones monoteístas convivían en paz, y en mi Alepo moderno también era así. Musulmanes, judíos, católicos; todos ejercían el respeto.

Marco Polo empezó a viajar a los quince años, o sea, casi a mi edad.

Guardé el libro en una bolsa de terciopelo que encontré en un cajón.

De pronto, escuché una explosión que hizo temblar el suelo y los ventanales. La lámpara del techo osciló unos instantes y cayó un trozo de revoque.

Corrí a la puerta: los edificios se derrumbaban, caían como piezas de dominó. El asfalto escupía lenguas de fuego. Un tanque se llevó por delante los árboles y bicicletas de la vereda. Los objetos que poblaban mi mundo dejaban de existir en un segundo. Salí de casa y corrí dando vueltas sin sentido. Los cielos se cubrieron de aviones y helicópteros que lanzaban bombas.

Gritos desaforados atravesaban la ciudad enrojecida. Mis vecinos salían en pijama, con bebés en brazos.

En medio de la huida me di cuenta de que no había soltado la bolsa con el libro… y ahora me alegro de eso, porque fue lo único que pude llevarme.

/ CAPÍTULO 2

El escondite

Corrí a la librería de mis padres y solo encontré escombros ardientes y luminosos que se retorcían entre papeles entintados.

Llamé a mis padres hasta quedar afónico y me di cuenta de que no estaban adentro, así que respiré aliviado porque cabía pensar que todavía estuvieran vivos.

Una vitrina completa de libros antiguos se transformó en una humareda asfixiante.

Salí a la calle. Pasó un tanque veloz y me escondí dentro de una alcantarilla. Me senté en el piso oscuro y maloliente. Miré hacia un costado y noté que no estaba solo: una chica ya había encontrado refugio allí. Estábamos en penumbras y solo alcancé a ver el pañuelo oscuro que cubría su cabeza.

Ella lloraba y susurraba rezos.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Me llamo Omar —le dije.

—Yo soy Tamara. ¿Qué es lo que está pasando?

—La guerra. Mis padres la mencionaron en las últimas semanas. Pensé que exageraban, que eso les pasaba a otros... pero ahora “el otro” soy yo.

—Y yo —me corrigió.

El ruido cesó, pero no nos animábamos a salir. Cuando nos tranquilizamos, me contó que iba a una escuela para mujeres musulmanas y que nunca había conversado con un hombre, pero que en realidad se le permitía, siempre que no lo mirara a los ojos ni lo tocara.

—No soy un hombre —me reí—, solo soy un tonto.

Ella sonrió débilmente y me sentí útil.

Los bombardeos se reanudaron. Entorné levemente la tapa de la alcantarilla y vi zapatos gastados, corriendo sin sentido. Mi vecino, el verdulero, cargaba su cajón de frutas. Pensé en ofrecerle lugar en nuestro refugio pero ya no cabía más gente y volví a cerrar. Me sentí miserable y desesperado por querer sobrevivir. Descubrí en mí una nueva faceta de egoísmo: en cinco minutos había olvidado las buenas costumbres aprendidas. Una fuerza incontrolable decidía salvarme aun a costa de otros.

Miré a Tamara; parecía aliviada por mi decisión de no ayudar al hombre. ¿Y si ella no me hubiera dejado entrar? Yo podría haber sido ese verdulero a punto de morir… Creí no merecer aquel agujero precioso en el vientre oscuro de la Tierra.

—Busquemos una casa donde escondernos —le dije a Tamara—; aprovechemos ahora que se detuvo el bombardeo. Pronto vamos a tener hambre y sed.

Yo salí primero. Después le di la mano y ella me siguió.

—No le digas a mi papá que nos dimos la mano —me rogó—, a las mujeres no se nos permite.

Una bandada de helicópteros me impedía escuchar bien lo que ella me decía. Corrimos a escondernos en la parte de atrás de un camión con vacas. Nos cubrimos con una bolsa de arpillera y no salimos por mucho tiempo, hasta que llegó la noche. Las vacas no nos molestaron porque estaban atadas.

Le ofrecí a Tamara mi libro de Marco Polo para que apoyara su cabeza en la bolsa aterciopelada. Ella aceptó en silencio y nos quedamos dormidos…

El sonido del motor nos despertó; alguien estaba conduciendo el camión.

/ CAPÍTULO 3

Perdidos en Antioquía

Tamara abrió los ojos y tardó en reaccionar, hasta que comprendió, y se incorporó rápidamente.

—¡El camión se mueve! —gritó.

—Shhhh. ¡Habla más bajo! —susurré.

Los disparos y explosiones se escuchaban cada vez más lejanos.

Después de unas horas, el vehículo se detuvo y el conductor descendió; distinguimos sus botas a través de los tablones para el ganado.

Otro hombre se acercó y hablaron unas palabras:

—¿Me trajiste todo?

—Sí, tengo las vacas en el camión, ¿y mi permiso?

—Tranquilo, aquí está. Turquía no es la gran cosa, pero la guerra no va a llegar hasta aquí, vas a ver.

El conductor vino a buscar las vacas.

—Estamos en Turquía —le dije a Tamara en secreto, y en ese momento alguien levantó nuestro cobertor. Era un hombre de barba negra, que abrió los ojos y la boca al mismo tiempo:

—¡Corre, Tamara! —le grité.

Nos lanzamos del camión y escapamos. Al principio nos persiguieron, pero la noche nos abrigó entre grillos y sonidos de aves.

sonidos de aves. Nos acostamos a dormir sobre una superficie rocosa cubierta de maleza blanda y seca.

—Tengo sed —sollozó Tamara.

—No llores, por lo menos aquí estamos lejos de la guerra.

Casi al instante se durmió. Solo necesitaba que yo le dijera algo amable. El cielo estrellado y limpio cubría los montes lejanos y negros.

Yo, en cambio, no podía dormir. Tenía miedo de que apareciera un animal o algo peor: un humano. Marco Polo al menos viajaba en caravana; Tamara y yo estábamos solos.

Hasta el día anterior no sabíamos nada el uno del otro y de pronto éramos lo único que teníamos en el mundo. La escuché respirar y observé su boca con forma de corazón y sus pestañas negras, largas y sedosas. Su nariz era pequeña como la de una muñeca. Su piel era de color crema, pero no crema de leche, sino de café. Recordé que mis padres desayunaban con crema Moka, y me propuse sobrevivir para encontrarlos, aunque me llevara toda la vida.

—¿Cómo es la Navidad? —preguntó Tamara medio dormida, con la boca pastosa y los ojos cerrados.

—Hay un pesebre, regalos, y comemos mucho.

—Yo celebro el Ramadán1, y hay que ayunar.

—Bueno, ahora los dos celebramos lo mismo: estar vivos.

Tamara se dio vuelta para el otro lado, y ahí pude agarrar el libro. La luna amarilla me permitió leer una página que abrí al azar:

“En Turcomanía hay tres suertes de habitantes, que son: los turcos, que rezan a Mahoma2 y observan su ley; son gentes sencillas y de lenguaje rudo; viven en las mesetas en donde saben que hay abundantes pastizales, porque se dedican al pastoreo. Crían especies caballares de gran enjundia3. El resto de la población se compone de armenios y griegos, mezclados a ellos en villas y castillos. Viven del comercio y del arte, pues sabed que fabrican los más bellos tapices, superiores a los del resto del mundo, y también tejen paños de seda, púrpura y otros colores bellos”.

Supuse que el texto casi milenario se refería a lo que hoy conocemos como Turquía y sus alrededores.

Necesitaba saber cómo era la región y tomé la información de Marco Polo como un folleto turístico. Memoricé lo que pude, igual que en mis clases de geografía. Repetí en voz baja como una lección:

“Hay cristianos y musulmanes. Es gente sencilla y ruda… crían caballos, hay pastoreos, les interesa el arte, los tapices y la seda”.

“Quizás podamos instalarnos aquí hasta que la guerra termine”, pensé. “Podría ofrecerme para trabajar al igual que lo hicieron ellos. Si Marco Polo consiguió recorrer el mundo hace ochocientos años, ¿por qué yo no?”

Y entonces me dormí tranquilo con ese pensamiento.

Al amanecer, abrí los ojos. Una cabra me miraba con los ojos muy abiertos.

Moví levemente a Tamara sin quitar la vista del animal.

—¿Qué pasa? —preguntó bostezando.

—Hay una cabra. Podemos ordeñarla y tomar un poco de leche.

—Ah, conoces a los animales.

—No, pero confío en que no nos va a patear. Marco Polo dice que esta es tierra de pastores, así que estará acostumbrada.

—¿Marco qué?

—El libro de los viajes de Marco Polo...

Una voz cascada nos interrumpió:

—¿Qué hacen aquí? —preguntó un anciano flaco de barba blanca y ojos hundidos, que abrazó a su cabra con recelo.

—Perdón, señor, no sabíamos que era suya —le dije—. Teníamos hambre.