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El Padre J. Brown es un personaje de ficción creado por el novelista ingles Gilbert K. Chesterton (1874 1936). Es el protagonista de unas cincuenta historias cortas recopiladas posteriormente en cinco libros. Para crear este personaje Chesterton se inspiro en el Padre John OConnor (1870 - 1952).
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Veröffentlichungsjahr: 2017
LA SABIDURÍA DEL PADRE BROWN
Gilbert K. Chesterton
La consulta del doctor Orion Hood, el eminente criminólogo y especialista en ciertos desordenes morales, tenía vista al mar y estaba situada en Scarborough. Desde sus ventanas de estilo francés, grandes y bien iluminadas, se podía contemplar el mar del Norte como un infinito muro exterior de mármol azul verdoso. En un lugar así, el mar tenía algo de la monotonía de un friso monocromo, pues en las estancias regía una terrible pulcritud, no muy diferente a la del mar. No debe suponerse, sin embargo, que el apartamento del Dr. Hood carecía de lujo o, incluso, de poesía. Todo lo contrario, se podían percibir claramente, pero uno sentía que no se les permitía salir de allí. El lujo estaba presente: sobre una mesa había ocho o diez cajas de los mejores cigarros, aunque situadas de tal modo que los más fuertes siempre estaban más cerca de la pared y los más suaves de la ventana. Asimismo, un mueble bar, que contenía tres tipos de licores excelentes, permanecía siempre sobre la lujosa mesa. Pero la moda mandaba que el whisky, el brandy y el ron siempre parecieran situados al mismo nivel. La poesía también estaba presente: en una esquina de la habitación se alineaban los clásicos ingleses, en otra los fisiólogos ingleses y extranjeros. Pero si alguien tomaba un volumen de Chaucer o de Shelley de uno de los anaqueles, su ausencia irritaba tanto la mirada como la falta de un diente delantero en una persona. No se podría decir si esos libros se habían leído alguna vez, probablemente si, pero su ser mismo parecía encadenarlos a sus sitios, como las biblias en las iglesias antiguas. El doctor Hood trataba sus anaqueles como si fueran la biblioteca pública. Y si esa intangibilidad estrictamente científica inundaba incluso los anaqueles cargados de poesías y baladas, así como las mesas cargadas con bebidas y tabaco, para qué hablar de la santidad que protegía los anaqueles de la biblioteca especializada, y las otras mesas que sustentaban los instrumentos frágiles e, incluso, fantásticos, de química y mecánica.
El doctor Orion recorrió toda la longitud de sus estancias, limitadas, como dicen los niños en geografía, al este por el mar del Norte y al oeste por las series de anaqueles de su biblioteca sociológica y criminológica. Estaba vestido con una chaqueta de terciopelo, pero no con la negligencia de un artista; su pelo, moteado de canas, parecía abundante y saludable; su rostro era delgado, aunque sanguíneo y expectante. Todo en él y en su habitación indicaba algo al mismo tiempo rígido y desasosegado, como ese gran mar nórdico en el que (por puros principios de higiene) había edificado su hogar.
El destino, de buen humor, llamó a la puerta para introducir en una de esas salas largas y estrictas con vistas al mar a alguien que era lo más opuesto a ellas y a su dueño. En respuesta a una corta pero gentil invitación, la puerta se abrió; a continuación, una figura informe, que parecía encontrar su propio sombrero y paraguas tan inmanejables como un enorme equipaje, se internó en la habitación arrastrando los pies. El paraguas presentaba el aspecto de un envoltorio negro y prosaico lleno de cosidos; el sombrero era uno de esos sombreros negros y planos de clérigo, tan raros en Inglaterra; el hombre era la encarnación de todo lo que es sencillo e inofensivo.
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