Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"La verdad es que soy una snob. Papá también lo cree así y se ríe de mí. Ay, querido papá, me preocupas mucho. ¿Habrá engañado alguna vez a mamá? Seguro que sí. Varias veces. Mamá es bastante tonta. De mí no tiene ni idea. Y otras personas tampoco la tienen". Quien así habla es Else T., una joven de diecinueve años, despierta e inquieta, que pasa unas apacibles vacaciones de verano en un hotel de la frontera austroitaliana junto con su tía Emma y su primo Paul, hasta que la llegada de una carta de su padre rompe de modo irreversible la armonía un tanto crepuscular de su entorno. Irónica y amarga, "La señorita Else" (1924) lleva la capacidad de Schnitzler para dar un completo retrato psicológico de un personaje a una de sus más altas cimas, centrando la atención narrativa—como en "El regreso de Casanova", publicado en esta editorial—en el aislamiento humano y en la trágica separación del yo de su realidad circundante. "Un título imprescindible como el autor que lo firma". Mercedes Monmany, ABC "Con este libro, el arte está servido y bien servido. Humeante. Servido a tiempo". Enrique Vila-Matas, Diario 16
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 118
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
ARTHUR SCHNITZLER
LA SEÑORITA ELSE
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE MIGUEL SÁENZ
ACANTILADO
BARCELONA 2021
—¿De veras no quieres jugar más, Else?
—No, Paul, no puedo más. Adiós. Hasta la vista, señora.
—Pero Else, llámeme señora Cissy. O mejor aún: simplemente Cissy.
—Hasta la vista, señora Cissy.
—¿Pero por qué se va ya, Else? Todavía faltan dos horas largas para el dinner.
—Juegue su single con Paul, señora Cissy, conmigo no es hoy realmente ningún placer.
—Déjela, señora, tiene un mal día. Por cierto, el mal humor te sienta muy bien, Else. Y ese sweater rojo, mejor aún.
—Espero que el azul te sea más favorable, Paul. Adiós.
No ha estado mal como salida de escena. Espero que esos dos no crean que estoy celosa. Que hay algo entre ellos, el primo Paul y Cissy Mohr, lo juraría. Pero nada en el mundo podría importarme menos. Ahora me volveré y les haré un gesto. Les haré un gesto y les sonreiré. ¿No tengo un aspecto amable? Ay Dios, ya se han puesto a jugar otra vez. La verdad es que juego mejor que Cissy Mohr; y que tampoco Paul es precisamente un matador.1 Pero es bien parecido, con su cuello de la camisa abierto y su cara de niño malo. Si fuera un poco más natural. No tienes por qué preocuparte, tía Emma…
¡Qué tarde más maravillosa! Hoy hubiera hecho el tiempo ideal para la excursión al refugio de Rosetta. ¡Qué espléndido se recorta el Cimone contra el cielo! Hubiéramos salido a las cinco de la mañana. Al principio, naturalmente, me hubiera sentido mal, como siempre. Pero eso se me pasa. No hay nada más delicioso que andar al amanecer. El americano tuerto de Rosetta tenía aspecto de boxeador. Tal vez alguien le sacara el ojo boxeando. Me gustaría mucho casarme en América, pero no con un americano. O quizá me case con un americano, pero viviremos en Europa. Una villa en la Riviera. Una escalinata de mármol hasta el mar. Yo desnuda sobre el mármol. ¿Cuánto hace que estuvimos en Menton? Siete u ocho años. Yo tenía trece o catorce. Ay, entonces estábamos en una posición mejor. Realmente ha sido una tontería aplazar la excursión. En cualquier caso, ya estaríamos de vuelta. A las cuatro, cuando me vine al tenis, la carta urgente anunciada por el telegrama de mamá no había llegado aún. Quién sabe si ahora. Hubiera podido muy bien jugar otro set más. ¿Por qué me saludan esos dos chicos? No los conozco de nada. Desde ayer están en el hotel, en el comedor se sientan a la izquierda, junto a la ventana, donde antes se sentaban los holandeses. ¿He respondido de una forma poco amable? ¿Orgullosa incluso? No lo soy en absoluto. ¿Cómo dijo Fred cuando volvíamos del Coriolano a casa? Animada. No, animosa. Usted es animosa, Else, no orgullosa. Una palabra bonita. Siempre encuentra palabras bonitas. ¿Por qué voy tan despacio? ¿Será que, después de todo, me da miedo la carta de mamá? Bueno, desde luego no será nada agradable. ¡Urgente! Tal vez tenga que volver. Ay de mí. Qué vida, a pesar del sweater de seda roja y de las medias de seda. ¡Tres pares! La pariente pobre invitada por la tía rica. Seguramente está ya arrepentida. ¿Quieres que te lo ponga por escrito, querida tía, que no pienso en Paul ni en sueños? Ay, no pienso en nadie. No estoy enamorada. De nadie. Ni he estado nunca enamorada. Tampoco de Albert lo estuve, aunque me lo imaginé durante ocho días. Creo que no puedo enamorarme. En realidad es extraño. Porque sensual sí que soy. Pero también orgullosa y poco amable, gracias a Dios. A los trece fue quizá la única vez que estuve enamorada de veras. De Van Dyck o más bien del abate Des Grieux, y de la Renard también. Y cuando tenía dieciséis, en el Wörthersee. Ay no, eso no fue nada. Para qué pensar en ello, al fin y al cabo no estoy escribiendo mis memorias. Ni siquiera un diario como Bertha. Fred me resulta simpático, eso es todo. Quizá si fuera más elegante. La verdad es que soy una snob. Papá lo piensa también y se ríe de mí. Ay, querido papá, me preocupas mucho. ¿Habrá engañado alguna vez a mamá? Seguro que sí. Varias veces. Mamá es bastante tonta. De mí no tiene ni idea. Y otras personas tampoco la tienen. ¿Fred? Sólo un poco de idea. Hace una tarde divina. Qué festivo parece el hotel. Se nota: nada más que gente a la que le van bien las cosas y que no tiene preocupaciones. Yo, por ejemplo. ¡Ja, ja! Lástima. Hubiera debido nacer para llevar una vida sin preocupaciones. Podría ser tan bonito. Lástima. Sobre el Cimone hay un resplandor rojo. Paul diría que es alpenglühen.2 Pero no tiene nada de alpenglühen. Es tan hermoso que dan ganas de llorar. ¡Ay, por qué tendré que volver a la ciudad!
—Buenas tardes, señorita Else.
—Mis respetos, señora.
—¿De jugar al tenis?
Si lo ve, ¿por qué me lo pregunta?
—Sí señora. Hemos jugado casi tres horas. ¿Y usted, señora, va a dar aún un paseo?
—Sí, mi paseo habitual de las tardes. Por el Rolleweg. Es tan bonito entre los prados, y de día hace casi demasiado sol.
—Sí, los prados son aquí espléndidos. Sobre todo al claro de luna, desde mi ventana.
—Buenas tardes, señorita Else. Mis respetos, señora.
—Buenas tardes, señor von Dorsday.
—¿De jugar al tenis, señorita Else?
—Qué vista tiene usted, señor von Dorsday.
—No se burle, Else.
¿Por qué no me llama «señorita Else»?
—Cuando se tiene con una raqueta tan buen aspecto como usted, se puede llevar también, por decirlo así, como adorno.
Qué borrico, a eso no le voy a responder.
—Hemos jugado toda la tarde. Por desgracia sólo éramos tres. Paul, la señora Mohr y yo.
—En otro tiempo yo era un jugador de tenis apasionado.
—¿Y ahora ya no?
—Ahora soy demasiado viejo para eso.
—Cómo que viejo, en Marienlyst había un sueco de sesenta y cinco años que jugaba todas las tardes de seis a ocho. Y el año anterior hasta había participado en un torneo.
—Bueno, gracias a Dios todavía no tengo sesenta y cinco, pero desgraciadamente tampoco soy sueco.
¿Por qué desgraciadamente? Sin duda se cree gracioso. Lo mejor será que sonría cortésmente y me vaya.
—Mis respetos, señora. Adiós, señor von Dorsday.
Qué reverencia más profunda y qué ojos pone. Ojos de carnero degollado. ¿Lo habré ofendido al final con eso del sueco de sesenta y cinco años? Le está bien empleado. La señora Winawer debe de ser una mujer desgraciada. Seguro que anda ya cerca de los cincuenta. Esas ojeras, como si hubiera llorado mucho. Qué horrible ser tan vieja. El señor von Dorsday se ocupa mucho de ella. Ahí va a su lado. Él tiene buen aspecto aún con su barbita entrecana. Pero simpático no es. Se esfuerza por darse importancia. ¿De qué le sirve tener un sastre de primera, señor von Dorsday? ¡Dorsday! Seguro que en otro tiempo se llamaba de otro modo. Ahí viene la encantadora hijita de Cissy con su institutriz.
—Hola, Fritzi. Bon soir, mademoiselle. Vous allez bien?
—Merci, mademoiselle. Et vous?
—Pero qué veo, Fritzi, llevas un bastón de montaña. ¿Vas a escalar el Cimone?
—Qué va, no me dejan subir tan alto.
—Ya verás como te dejan el año próximo. Adiós, Fritzi. À bientôt, mademoiselle.
—Bon soir, mademoiselle.
Una chica guapa. ¿Por qué será institutriz? Y además en casa de Cissy. Qué destino más cruel. Ay Dios, me podría ocurrir a mí también. No, en todo caso me las arreglaría mejor. ¿Mejor? Preciosa tarde. «El aire es como champaña», decía ayer el doctor Waldberg. Y también anteayer lo dijo alguien. ¿Por qué, con este tiempo tan maravilloso, se queda la gente en el hall? Es incomprensible. ¿Estarán esperando todos una carta urgente? El portero me ha visto ya; si hubiera alguna carta urgente para mí, me la habría traído inmediatamente. O sea, que no la hay. Gracias a Dios. Me echaré un ratito aún antes de la cena. ¿Por qué dirá Cissy «dinner»? Tonta afectación. Son el uno para el otro, Cissy y Paul. Ay, preferiría que la carta estuviera ya ahí. Al final llegará durante el dinner. Y si no llega, pasaré una noche agitada. También la noche pasada he dormido pésimamente. Desde luego, son estos días. Por eso tengo también esos tirones en las piernas. Hoy es tres de septiembre. O sea que probablemente el seis. Tomaré un veronal. Oh, no me acostumbraré. No, querido Fred, no tienes por qué preocuparte. Cuando pienso en él, lo tuteo siempre. Hay que probarlo todo, también el hachís. El guardiamarina Brandel trajo hachís de China, creo. ¿El hachís se toma o se fuma? Al parecer se tienen visiones espléndidas. Brandel me ha invitado a beber o a fumar hachís con él, es un fresco. Pero guapo.
—Perdón, señorita, una carta.
¡El conserje! ¡O sea que sí! Me vuelvo con toda desenvoltura. ¿No podría ser también una carta de Karoline, o de Bertha, o de Fred o de Miss Jackson?
—Muchas gracias.
No, es de mamá. Urgente. ¿Por qué no me ha dicho enseguida que era una carta urgente?
—¡Oh, una carta urgente!
No la abriré hasta llegar a mi habitación y la leeré con toda calma.
La marchesa. Qué joven parece en la penumbra. Seguro que tiene cuarenta y cinco. ¿Dónde estaré yo a los cuarenta y cinco? Quizá ya muerta. Ojalá. Me sonríe muy amablemente, como siempre. Le cedo el paso, una ligera inclinación de cabeza, pero no como si considerase un gran honor que una marchesa me sonriera.
—Buona sera.
Me ha dicho buona sera. Ahora tengo que inclinarme al menos. ¿Habrá sido demasiado? Ella es mucho mayor que yo. Tiene un porte magnífico. ¿Estará divorciada? También yo tengo buen porte. Pero, lo sé. Sí, ésa es la diferencia. Un italiano podría resultarme peligroso. Lástima que aquel moreno guapo de cabeza romana se haya ido ya. «Parece un bribón», decía Paul. Ay Dios, yo no tengo nada contra los bribones, al contrario. Bueno, aquí estoy. Número setenta y siete. En realidad un número de suerte. Una bonita habitación. Madera de cembra. Ahí está mi lecho virginal. Ahora se ha convertido en un verdadero alpenglühen. Pero a Paul se lo negaré. En realidad, Paul es tímido. ¡Un médico, un ginecólogo! Quizá precisamente por eso. Anteayer en el bosque, cuando íbamos tan adelantados a los otros, hubiera podido ser un poco más emprendedor. Pero le hubiera salido mal. En realidad, verdaderamente emprendedor no se ha mostrado nadie conmigo. Todo lo más en el Wörthersee hace tres años, en el baño. ¿Emprendedor? No, sencillamente indecente. Pero hermoso. El Apolo de Belvedere. En realidad no lo comprendí del todo entonces. Bueno, yo tenía… dieciséis años. ¡Mi pradera divina! ¡Mi…! Si se pudiera transportarla a Viena. Una niebla ligera. ¿El otoño? Bueno, es tres de septiembre, alta montaña.
Bien, señorita Else, ¿no se decide a leer la carta? Esa carta no tiene por qué referirse a papá. ¿No podría ser también algo sobre mi hermano? ¿Se habrá prometido con alguna de sus adoradas? ¿Con alguna corista o alguna vendedora de guantes? Ay no, para eso es demasiado listo. En realidad no sé mucho de él. Cuando yo tenía dieciséis y el veintiuno fuimos por algún tiempo francamente amigos. Me hablaba mucho de una tal Lotte. Luego dejó de hablarme de pronto. Esa Lotte debió de hacerle algo. Y desde entonces no me cuenta nada. Ahora la carta está abierta, sin que me haya dado cuenta de que la abría. Me sentaré en el alféizar para leerla. Cuidado con caerme. Según nos comunican de San Martino, en el Hotel Fratazza se ha producido un lamentable accidente. La señorita Else T., una bellísima muchacha de diecinueve años, hija del conocido abogado… Naturalmente dirían que me había suicidado por un amor desgraciado o porque estaba encinta. Amor desgraciado, ah no.
«Mi querida hijita.»
Ante todo voy a ver el final.
«Una vez más, no te enfades con nosotros, querida hijita, y recibe mil…»
Santo cielo, ¡no se habrán suicidado! No, en ese caso habría llegado un telegrama de Rudi.
«Mi querida hijita, puedes creerme lo mucho que lamento estropearte esas bonitas semanas de vacaciones…»
Como si, por desgracia, no estuviera siempre de vacaciones.
«…con una noticia tan desagradable.»
Qué estilo más horrible el de mamá.
«Pero después de reflexionar mucho no me queda realmente otro remedio. Así pues, en resumidas cuentas, lo de Papá se ha agravado. No sé qué hacer, ni a quién recurrir.»
¿Por qué tanto circunloquio?
«Se trata de una suma relativamente ridícula, treinta mil florines…»
¿Ridícula?
«…que hay que conseguir en un plazo de tres días, porque, si no, todo estará perdido.»
Santo cielo, ¿qué quiere decir?
«Imagínate, querida hijita, que el barón Höning…»
¿Cómo, el fiscal?
«…ha llamado esta mañana a Papá. Ya sabes cuánto aprecia el barón, quiere incluso, a Papá. Hace año y medio, cuando faltó también un pelo, habló personalmente con los principales acreedores y arregló la cosa en el último momento. Pero esta vez no hay absolutamente nada que hacer si no se consigue el dinero. Y, prescindiendo de que estaremos arruinados, habrá un escándalo sin precedentes. Imagínate, un abogado, un abogado famoso que, no, no puedo escribirlo. No hago más que luchar contra las lágrimas. Tú sabes, hija, porque eres inteligente, que unas cuantas veces, el Cielo lo ha querido así, hemos estado en parecida situación y nuestra familia nos ha ayudado siempre. La última vez se trataba incluso de ciento veinte mil. Pero en aquella ocasión Papá tuvo que firmar una declaración asegurando que nunca más volvería a recurrir a los parientes, especialmente al tío Bernhard.»
Bueno, sigue, sigue, ¿adónde quieres ir a parar? ¿Y qué puedo hacer yo?
«El único en quien se podría pensar aún sería el tío Viktor, pero desgraciadamente está de viaje, en el cabo Norte o en Escocia…»
Sí, ese tipo repugnante se da buena vida.
«… y resulta absolutamente inaccesible, al menos de momento. En los colegas, especialmente el Dr. Sch., que ha ayudado ya a Papá varias veces a salir de apuros…»
Santo Dios, adónde hemos llegado.
«…no se puede pensar ya, desde que se ha vuelto a casar.»
Entonces qué, ¿qué queréis de mí?
«Y entonces ha llegado tu carta, querida hijita, en la que, entre otros, citas a Dorsday, que se aloja también en el Fratazza, y eso nos ha parecido un signo del Destino. Ya sabes con cuánta frecuencia venía a nuestra casa Dorsday en años anteriores…»
Bueno, con tanta frecuencia…