La sociedad de la externalización - Stephan Lessenich - E-Book

La sociedad de la externalización E-Book

Stephan Lessenich

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Beschreibung

Tenerlo todo y querer aún más, preservar el propio bienestar a costa de denegárselo a otros: esta es la máxima de las sociedades desarrolladas, aunque se intente disimular en el ámbito público. Esta obra presenta un riguroso y mordaz análisis de las relaciones de dependencia y explotación en el mundo globalizado. Occidente externaliza sistemáticamente los efectos negativos generados en pos de nuestro modo de vida sobre los países más pobres de otras regiones del mundo. A diferencia del ideal que querríamos creer, si nos va bien es porque desplazamos sistemáticamente muchos de los problemas que genera nuestro estilo de vida sobre los más desfavorecidos. Frente a las poderosas fuerzas que quieren obviar u ocultar los trasfondos y los efectos secundarios del capitalismo, hace falta asumir y aumentar la responsabilidad individual y colectiva con los demás para acabar con la pobreza y la explotación, la violencia y la devastación natural. Este libro contribuye a ello.

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Stephan Lessenich

La sociedad de la externalización

Traducción deALBERTO CIRIA

Herder

Esta obra ha recibido una ayuda del grupo de investigación «Sociedades del poscrecimiento», de la Universidad de Jena.

Título original: Neben uns die Sintflut. Die Externalisierungsgesellschaft und ihr Preis

Traducción: Alberto Ciria

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Edición digital: José Toribio Barba

© 2016, Carl Hanser Verlag, Múnich, a través de la Agencia Ute Körner

© 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4220-9

1.ª edición digital, 2019

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

1. A NUESTRO LADO EL DILUVIO

• Crónica de una catástrofe anunciada o el Río Doce está en todas partes

• La desigualdad en el bienestar global o me gustaría ser un perro

• Externalización, o de la «buena vida» a expensas de otros

2. EXTERNALIZACIÓN: DESIGUALDAD SOCIAL CONSIDERADA EN SUS CORRELACIONES

• Dinámica capitalista… y su precio

• La externalización considerada sociológicamente: vivir por encima de las posibilidades de otros

• Estructuras, mecanismos y prácticas de la externalización

• La externalización considerada psicoanalíticamente: el velo del no querer saber

3. VIVE Y DEJA MORIR: LA EXTERNALIZACIÓN COMO INTERCAMBIO DESIGUAL

• La inversión del imperativo categórico

• La maldición de la soja o qué nos importan los granos

• Más allá de la soja: extractos del diario de la sociedad de la externalización

• Los sucios serán los limpios: la paradoja económica global

• El mundo en el capitaloceno: el endeudamiento ecológico del norte global

• El estilo de vida imperial: ¿hay una vida correcta en la falsa?

• «Es el capitalismo, imbéciles»: querer saber o no querer saber, esta es aquí la cuestión

• «Diseño o desastre»... ¿o pese a todo democracia?

• Post scriptum

4. DENTRO CONTRA FUERA: EXTERNALIZACIÓN COMO MONOPOLIO DE MOVILIDAD

• La globalización demediada

• Yupi ya ya yupi: ¿nos salimos de la sociedad de la externalización...?

• ¿... y entramos en la sociedad de la externalización? El poder de los pasaportes

• Derechos de ciudadanía y democracia del carbón: el barco a vapor está lleno

• ¿Nada que perder salvo sus cadenas de valor añadido? El trabajo en la externalización

• Arriba el telón: la sociedad de la externalización, ¿desvelada?

• Post scriptum

5. TENEMOS QUE HABLAR: IMAGINARSE QUE EL PROBLEMA NO EXISTE ES COSA DE AYER

• ¿Desigualdad? ¿Qué desigualdad?

• Los campos de batalla del capitalismo global

• La sociedad de la externalización contraataca… a sí misma

• Vivir en el ojo del huracán: no hay nada bueno, a no ser que uno lo haga

• Epílogo: el Río Dulce antes de la catástrofe

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

Es una condición generalizada de los imperios ejercer influencia sobre amplias franjas del planeta sin que la población del imperio tenga conciencia de este impacto…, de hecho, sin tener siquiera conocimiento de la existencia de muchos de los lugares afectados.1Rob Nixon, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor (2011)

1 Traducción del original inglés (cf. Nixon, 2011, p. 35): «It is a pervasive condition of empires that they affect great swathes of the planet without the empire’s populace being aware of that impact-indeed, without being aware that many of the affected places even exist». Agradezco la cita de Nixon a Anna Landherr.

1. A nuestro lado el diluvio*

La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder.1Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina (1971)

Crónica de una catástrofe anunciada2 o el Río Doce está en todas partes

Mariana, 5 de noviembre de 2015:3 en la ciudad minera situada en el estado federal brasileño de Minas Gerais se rompen los diques de dos presas de contención donde se recogen las aguas residuales de una mina de hierro. Sesenta millones de metros cúbicos de lodo con alto contenido de metal pesado —un volumen que llenaría veinticinco mil piscinas olímpicas— se vierten sobre la comunidad colindante de Bento Rodrigues y en el curso fluvial del Río Doce. Según Samarco Mineração S. A., la empresa que gestiona la mina, los lodos residuales, tras verterse de la presa a causa de un pequeño terremoto, sepultan los pue­blos de montaña adyacentes y parte de sus habitantes, convirtiendo el antiguo «Río Dulce», en las tres cuartas partes de sus 853 kilómetros de longitud, en una corriente tóxica de residuos de hierro, plomo, mercurio, zinc, arsénico y níquel. Como consecuencia de ello, unas doscientas cincuenta mil personas se quedan súbitamente sin suministro de agua potable. Al cabo de catorce días, la marea roja alcanza la costa atlántica y se vierte en el mar, dejando tras de sí un ecosistema devastado. Pocas semanas después, la presidenta brasileña Dilma Rousseff habla en la cumbre climática de París de la peor catástrofe medioambiental en la historia de su país.

Por muy impresionantes que sean las imágenes de paisajes inundados de lodo y de animales muertos, del río muerto y su desembocadura que se va tiñendo de una suciedad roja, lo más acongojante de cuanto sucedió en el Río Doce no es su singularidad, sino justamente su perversa normalidad, pues el Río Doce está en todas partes. Tanto en sus causas como en su gestión, en la previsibilidad tanto de esta «catástrofe» como de las reacciones ante ella, este caso es representativo de la situación global dominante. No solo simboliza un orden mundial económico y ecológico en el que las oportunidades y los riesgos de «desarrollo» social están sistemáticamente repartidos de modo desigual, sino que además remite, de forma directamente paradigmática, al businessas usual en política local, regional y mundial en la gestión de los costes del modelo de sociedad industrial y capitalista.

Lo que sucedió en el Río Doce fue una catástrofe completamente normal, y una catástrofe anunciada. Una catástrofe como las que se vienen produciendo reiteradamente desde hace muchos años, de modo igual o similar, en Brasil o en otros lugares de los países de este mundo ricos en materias primas. Como estrategia económica en la división global del trabajo, a estos países no les queda otro remedio que apostar por la explotación de sus recursos naturales, y eso lo hacen de una manera intensiva, y si hace falta sin contemplaciones. Sin embargo, este «lo hacen» enseguida queda autorizado, pues no pocas veces este negocio más o menos lucrativo —en función de los precios del mercado internacional— es adjudicado a consorcios transnacionales. Con casi cuatrocientos millones de toneladas extraídas (dato de 2011), Brasil es el tercer productor mundial de mena de hierro, después de China y Australia.4 Vale S. A., anteriormente llamada Companhia Vale do Rio Doce, que inicialmente fue estatal y en 1997 se privatizó, es junto con el consorcio británico-australiano Rio Tinto Group y el consorcio BHP Billiton una de las tres mayores empresas mineras del mundo; con un porcentaje de mercado del 35 por ciento, es el mayor exportador mundial de mena de hierro. Junto con BHP Billiton, Vale es, a través de su filial Samarco, la propietaria de la mina en Mariana.

En un primer momento Samarco notificó que el lodo vertido a causa de la ruptura de los diques no era tóxico y que constaba principalmente de agua y sílice. Esta declaración enseguida resultó ser tan falsa como la explicación de que la causa de la catástrofe habían sido unos seísmos. Uno sospecha que las causas hay que buscarlas más bien en los típicos atributos de la gestión administrativa en los llamados «países del tercer mundo», es decir, en la corrupción, el clientelismo y la falta de controles, pues esto es exactamente lo que cabe observar a primera vista en el suceso: las presas de lodos residuales que reventaron mostraban fallos de seguridad conocidos desde hacía tiempo, que la fiscalía competente había criticado ya en 2013. Al mismo tiempo las autoridades señalaron también el agudo riesgo que eso suponía para el pueblo de Bento Rodrigues, y que no había ningún tipo de medidas de seguridad para sus habitantes. Según se dijo, los informes de las inspecciones de seguridad que había exigido el estado federal de Minas Gerais —la mayor área de extracción minera de Brasil— en el caso de Samarco no habían sido elaborados por peritos independientes, sino por empleados de la propia empresa. Casi al mismo tiempo que se producía la ruptura de la presa, una comisión del Senado, que es la Cámara Alta en el Congreso Nacional de Brasil, en el que el lobby de la minería siempre puede contar con el apoyo político, votaba a favor de una «mayor flexibilidad» en las inspecciones estatales de las empresas que gestionaban las minas.

Por tanto, ¿es todo una cuestión de estatalidad subdesarrollada, de instituciones que fallan, de una cultura política «no occidental»? Según se mire. La otra cara de la crónica de una «catástrofe» anunciada es que el volumen de agua que contenían las presas ahora reventadas había aumentado enormemente hacía solo poco tiempo. A pesar de (o precisamente a causa de) la caída de los precios del mercado internacional que se había producido recientemente, los dos grandes consorcios habían incrementado la cantidad extraída de la mina de Samarco hasta treinta millones y medio de toneladas, casi un 40 por ciento más que el año anterior: una estrategia de inundar el mercado que en Mariana provocó un fuerte incremento de los escombros mineros y, como consecuencia de ello, la inundación de los alrededores. La tercera presa de contención de la mina de hierro en Mariana, que es la más grande y que de momento sigue intacta, muestra unas peligrosas grietas en su dique. Y estas son solo tres de un total de cuatrocientas cincuenta presas que solo en Minas Gerais retienen las aguas residuales de la minería y la industria. Aproximadamente una docena de estos embalses tóxicos amenazan el río Paraíba do Sul y por tanto, de forma mediata, el suministro de agua potable de la región metropolitana de Río de Janeiro, con sus diez millones de habitantes.

Mientras que los sucesos en el Río Doce son, por tanto, una catástrofe para la naturaleza (y para las personas que viven en ella y de ella), no fue una catástrofe por motivos naturales. Sus motivos de fondo son cualquier cosa menos «naturales»: radican en cómo está establecido el sistema económico mundial, en los modelos de desarrollo de los países ricos en materias primas que quedan definidos por aquel sistema, en las estrategias de mercado mundial de los consorcios transnacionales, en el hambre de recursos de los Estados industriales ricos y en las prácticas de consumo y los estilos de vida de sus habitantes. Lo que sucedió en Mariana, Minas Gerais, Brasil, y lo que sucede ahí todos los días más allá de las desgracias y catástrofes de las que se hacen eco los medios, no es una cuestión de las circunstancias locales, o en todo caso no únicamente o solo marginalmente —en el sentido más literal del término—. Lo que desde nuestro punto de vista sucede en la «periferia» del mundo, en las regiones externas del capitalismo global, remite de vuelta al epicentro del suceso o, dicho más exactamente, a las situaciones sociales en aquellas regiones que se consideran a sí mismas el ombligo del mundo, y que aprovechan su posición de poder en el sistema económico y político mundial para establecer las reglas de juego a las que se tienen que atener otros y cuyas consecuencias se padecen en otras partes.

Una de estas reglas de juego, quizá incluso la primera de todas, es que después de «incidentes» como los de Mariana se retome lo más rápidamente posible la rutina diaria. No solo en esos países, donde por motivos obvios resulta difícil organizar la resistencia contra la industria minera: la gente de Minas Gerais quiera que no depende de ella. Cuatro de cada cinco hogares en Mariana dependen materialmente de la mina. Si la cerraran, podrían cerrar ya directamente todo el lugar, como dijo el alcalde Duarte Júnior. Tras la «catástrofe», la gente de ahí salió reiteradamente a la calle a protestar… desde luego no contra la empresa gestora de la mina, sino para que volvieran a abrir la mina lo antes posible. Al mismo tiempo, por supuesto, aparecieron enseguida «expertos» que avisaron del cese de alarma o que previnieron de una inoportuna histeria medioambiental. Paulo Rosman, profesor de ingeniería de costas en la Universidad de Río de Janeiro y autor de una valoración del impacto elaborada a toda prisa por encargo del ministerio brasileño del medio ambiente, aunque declaró el Río Doce como «momentáneamente muerto», calculó sin embargo que el «período de restablecimiento» de la naturaleza en el lugar de la ruptura del dique sería solo de un año, y declaró los efectos en la zona de la desembocadura del río como «desdeñables». La situación ahí se depuraría al cabo de pocos meses, las lluvias torrenciales que se esperan para esta estación «lavarían» por así decirlo el Río Doce: «un proceso totalmente natural».

Esta manera de blanquear la desagradable situación, a su vez, es totalmente del gusto no solo de los consorcios mineros multinacionales que operan en ese lugar, sino también del público en las sociedades altamente industrializadas de Europa y Norteamérica, ya que en estos países la gente está plenamente involucrada en el complejo de causas de la catástrofe brasileña. Ellos —y por tanto «nosotros»— son parte de la calamitosa situación, y no solo en Brasil o en Sudamérica. Somos nosotros quienes apoyamos la explotación global y a gran escala de las fuentes de recursos, así como las contaminaciones medioambientales, las condiciones laborales y las condiciones de vida que aquella explotación conlleva en los países productores de materias primas.

Tomemos por ejemplo el mineral de aluminio bauxita,5 del que hay yacimientos en muchos países del cinturón tropical. En 2008 Brasil era, después de Australia y China y por delante de Guinea, el tercer mayor productor mundial de bauxita. En todos los países con importantes yacimientos la explotación se ha incrementado fuertemente en la pasada década: por ejemplo, de 2006 a 2014 la empresa minera Rio Tinto incrementó la extracción mundial de dieciséis a cuarenta y dos millones de toneladas (y paralelamente a eso incrementó la extracción de mena de hierro de 133 a 234 millones de toneladas). La roca de bauxita se descubrió y se explotó en Europa ya en el siglo XIX, pero los yacimientos en las regiones del hemisferio sur son incomparablemente mayores y más valiosos desde el punto de vista de las técnicas de producción. Prácticamente toda la explotación de bauxita se emplea para la fabricación de aluminio, que a su vez se emplea para la producción de numerosos bienes de uso cotidiano y extracotidiano en los países que aprovechan las materias primas. Por ejemplo en las cápsulas de café esmeradamente medidas en porciones y de fácil uso.

Para producir el aluminio que se emplea para la cápsula de café se necesita una aplicación de energía extremadamente grande: para obtener un kilogramo de la materia prima bauxita se necesitan catorce kilovatios hora, que desprenden aproximadamente ocho kilogramos de dióxido de carbono. No hace falta observarla bajo esta luz para que resulte escandalosa la marcha triunfal de la cápsula de aluminio,6 que cuenta con el apoyo mercadotécnico de un atractivo y elegante actor conocido en todo el mundo: únicamente en Alemania se vaciaron en 2014 dos mil millones de cápsulas de café, que hasta hace pocos años eran totalmente desconocidas. Tendencia en alza. Según los cálcu­los del sector, la filial suiza de Nestlé Nespresso vende actualmente a nivel mundial por lo menos ocho mil millones de unidades al año: con un peso de un gramo por cápsula resulta ya una montaña de ocho millones de kilogramos de residuos de aluminio. Insistimos: en un año y solo de la basura que se forma con las cápsulas de aluminio. Y encima aún elogian a Nespresso por emplear cápsulas sin mezcla de variedades y que, por tanto, resultan más fáciles de reciclar: la competencia corona adicionalmente con una tapa de aluminio sus latitas de plástico bastante más pesadas. Así que el eslogan publicitario de la empresa, «Nespresso. What else?», también está plenamente justificado desde el punto de vista de la política medioambiental.

Pero seamos honestos y dejémonos de ironías. Que no se nos deshaga en la boca el «incomparable placer cafetero» («descubra nuestras veintitrés variedades», «entrega rápida» con la «Nespresso Mobile App»), sino el regusto amargo de las relaciones de producción y de consumo actuales. Para la breve pausa en mitad del trabajo en un hogar europeo medio se talan zonas de extracción de bauxita en la selva tropical brasileña. Para nuestro placer cafetero al final de una deliciosa cena que sin embargo fue algo pesada se saquean recursos minerales, se destruyen hábitats naturales y se llenan depósitos y vertederos de basura tóxica «en algún lugar de África». Para estimularse para el siguiente momento de plusvalía económica se consume rápidamente otro café en las oficinas administrativas de empresas que operan globalmente, pues las ruedas no deben detenerse, sino que tienen que mantenerse en movimiento: las ruedas de la producción de nuestro bienestar, bajo las que caen otros —¿qué se le va a hacer?— en lugares muy lejanos.

Y eso que hasta ahora únicamente nos hemos fijado en la punta del iceberg de la moda europea y norteamericana de la cáp­sula de café: ni siquiera hemos hablado de las condiciones laborales en los centros de producción de la minería brasileña; ni de que los residuos tóxicos no solo se generan con la producción de materias primas en el cinturón tropical de este mundo, sino que si hace falta vuelven a regresar ahí como exportación de basura desde las regiones ricas del mundo; ni de las condiciones sociales, económicas y ecológicas del cultivo de café, de su cosecha y transporte a los centros mundiales de consumo de café. Y la cadena del valor añadido del café, el mundo de la producción y el consumo de la pequeña cápsula de café, no es a su vez más que la punta de otro iceberg, todavía mucho mayor, de un gigantesco proceso global de permanente redistribución de ganancias y pérdidas. Da igual si nos fijamos en la producción de algodón o en el cultivo de soja, en la contagiosa fiebre de los todoterrenos deportivos o de los smartphones: el «Río Doce» está en todas partes.

Diciéndolo más exactamente: la inundación de gigantescas zonas con residuos tóxicos procedentes de la extracción de recursos naturales que van destinados al norte global podría haber sucedido en todas partes… en todas partes del sur global. En este mundo hay innumerables «Ríos Doce», y no es casual que la mayoría de las veces fluyan por sus campos meridionales. O más bien ya han dejado de fluir ahí, ya que de alguna manera el norte les ha absorbido el agua…, como sucede con el Río Doce…, que entre tanto se ha transformado en una densa y gelatinosa masa roja. Narrar la historia de la «catástrofe» del Río Doce significa tener que narrar ya dos historias: las historias entrelazadas, acopladas y que se entrecruzan de la desdicha de unos… y la dicha de otros.

Justamente en esta doble historia nos tenemos que fijar aquí. Se trata de ver las conexiones, de captar las dependencias, las estructuras de relaciones globales y las repercusiones recíprocas. Se trata de la otra cara de la modernidad occidental,7 de su «cara oscura», de su consolidación en las estructuras y los mecanismos de dominación colonial sobre el resto del mundo. Se trata de la producción de riqueza a costa de otros y del disfrute del bienestar a expensas de otros, de la externalización de los costes y las cargas del «progreso». Y se trata aún de una historia más, de una tercera historia: el rechazo del conocimiento de esta doble historia, la represión que lo expulsa de nuestra conciencia, su eliminación de los relatos sociales de «éxitos» individuales y colectivos. Quien hable en nuestros países sobre nuestra prosperidad no debería guardar silencio sobre la miseria que los hombres padecen en otras partes, una miseria vinculada y entretejida con aquel bienestar, con el que guarda incluso una relación causal. Pero esto es justamente lo que sucede de continuo.

La desigualdad en el bienestar global o me gustaría ser un perro

La vida a costa de terceros se puede examinar también desde una perspectiva distinta de estadística social. Lo que a primera vista puede parecer la visión más abstracta, enseguida resulta ser tan plástica como las imágenes del rojo infierno brasileño de vertidos tóxicos. La organización humanitaria internacional Ox­fam presentó puntualmente en el Foro Económico Mundial celebrado en Davos en 20158 unos impresionantes datos sobre la desigualdad social a nivel mundial. Según su estudio, prosiguiendo con la reciente tendencia de agravamiento de la desigualdad global del nivel de bienestar, en 2016 el uno por ciento más rico de la población mundial acumulaba tanta riqueza como el 99 por ciento restante: un pequeño grupo de adinerados y el enorme resto de los demás disponen a partes iguales de la prosperidad mundial. El eslogan de protesta de Ocupa Wall Street que se creó en 2011 («Nosotros somos el 99 por ciento») queda, por tanto, consagrado estadísticamente a escala mundial. A primera vista aún parece ser más impresionante el diagnóstico de Oxfam de que las ochenta personas más ricas del globo disponen de la misma cantidad de recursos materiales que toda la mitad más pobre de la población mundial en su conjunto.

Ochenta frente a tres mil quinientos millones: esta proporción cuantitativa podrá parecer muy absurda, pero al mismo tiempo estos datos amenazan con ser igual de engañosos para la opinión pública interesada, o con decir justamente lo que tal opinión pública quiere escuchar, pues sugieren la interpretación de que el problema de la desigualdad social global se debe sobre todo a un círculo extremadamente pequeño de superricos, y que su solución está en manos de una política que cargue de impuestos como Dios manda a estas pocas docenas de multimillonarios (si es que no ya directamente en manos de los mismos que más ganan en el mundo, siguiendo el modelo de los generosos magnates Bill Gates o Mark Zuckerberg). Sin duda es totalmente escandalosa la polarización de la riqueza que queda reflejada en los datos que aporta Oxfam. Y poco hay que objetar a una política fiscal coordinada internacionalmente, por ejemplo frente a transacciones financieras globales, como la que recientemente ha exigido la nueva estrella del cielo de los economistas,9 Thomas Piketty…, salvo que es sumamente improbable que se pueda imponer políticamente y llevar a cabo administrativamente.

Pero el núcleo del problema es mucho más profundo —por desgracia, cabría decir—. Pues el diagnóstico social «Tenerlo todo y querer aún más», que es el elocuente título del susodicho estudio sobre la riqueza (Wealth: Having It All and Wanting More), en modo alguno describe solo las circunstancias vitales, los intereses y los objetivos operativos de los «diez mil de arriba» de este mundo. Tenerlo todo y querer aún más: eso no es solo el programa de la praxis vital de aquellos happy few del extremo superior de la distribución social de la riqueza, a los que el ciudadano europeo medio y el consumidor corriente podrían señalar con el dedo de una aguda conciencia moral y con tajantes exigencias de redistribución. En el fondo es también al mismo tiempo una descripción bastante certera de los modos de vida, los estados emocionales y los deseos de futuro de amplias mayorías sociales en los países ricos del mundo. Tenerlo todo y querer aún más no es una actitud privilegiada de «los de arriba». Conservar el propio bienestar privando de él a los demás es el lema vital tácito e inconfesado de las sociedades «avanzadas» del norte global, y su mentira vital colectiva es negar ante sí mismos la dominancia de este principio de distribución y los mecanismos de su aseguramiento. Mirando a escala mundial la distribución de la riqueza por naciones, nosotros, los europeos medios, estamos «arriba de todo», y a gusto apartamos olímpicamente la vista de la situación de «ahí abajo».

Eso resulta totalmente comprensible. Y no ya solo porque también «en casa» hay unas desigualdades considerables, que últimamente siguen aumentando y que resultan más patentes para nosotros y para la percepción que tenemos de lo que nos parece verdadero, sino también porque si lanzáramos una mirada más allá de la distribución del bienestar por naciones descubriríamos aberraciones. Quien eche un vistazo aunque solo sea estadístico, en números secos, a las enormes diferencias de ingresos entre las regiones más ricas y las más pobres del mundo,10 «en realidad» ya no puede seguir comportándose como antes. Una escala de las desigualdades mundiales, tal como la que los sociólogos estadounidenses Roberto Korzeniewicz y Timothy Moran calcularon para el año 2007, muestra que prácticamente todos los grupos de ingresos en los países europeos se pueden incluir en el 20 por ciento más rico de la población mundial: en Noruega, incluso el diez por ciento con menores ingresos aún forma parte del diez por ciento más rico del mundo. A la inversa, grandes partes de África del sur y, por ejemplo, también el 80 por ciento de los casi cien millones de personas que componen la población etíope pertenecen al diez por ciento más pobre del mundo.

Para recalcarlo una vez más: aquí no se trata de minimizar o incluso negar las desigualdades sociales de dimensiones más o menos aberrantes que existen dentro de todos los países de este mundo. Hay pobreza en Europa igual que hay ricos en Etiopía. La contraposición entre las condiciones en las sociedades del norte global —que en conjunto son ricas, tienen un alto nivel medio de vida, amplios márgenes de elección del estilo de vida y gran consumo de recursos— y las condiciones de vida en las sociedades del sur global —que por media son incomparablemente más pobres y por tanto también tienen menos oportunidades y contaminan menos— no debe hacer olvidar las desigualdades internas en ambas partes. Pero sí que debe sensibilizar para percibir por ejemplo que el tratado de Piketty sobre El capital en el siglo XXI —que ha sido muy elogiado y que en Alemania ha sido bastante discutido— defiende un enfoque bastante unilateral: Piketty muestra que en los países más ricos del mundo hay ricos que recientemente se están enriqueciendo aún más y que —en contra de lo que supone la ideología del rendimiento que reina en estas sociedades— agradecen su posición y el mantenimiento de ella no tanto a sus propios esfuerzos cuanto, sobre todo, al aprovechamiento del capital heredado. Por el contrario, lo que el estudio del economista francés no tematiza es el hecho de que también a escala mundial se ha establecido una estructura bastante similar.

Si uno no se fija solo —como hace Piketty—11 en las dinámicas de desigualdad social interna en los Estados Unidos, en Gran Bretaña y en Francia, mirando de reojo a Japón y a Alemania, sino que amplía la mirada al modelo estructural de las desigualdades globales entre sociedades distintas, entonces también aquí se vuelve a encontrar el diez por ciento más rico que cada vez se enriquece más a costa del resto. En cierta manera, de este diez por ciento más rico forman parte los cinco países mencionados como totalidad, y su posición colectiva en el extremo superior de la distribución mundial de la riqueza no se debe —y menos aún exclusivamente— a la «aplicación» de sus ciudadanos ni a la «productividad» de su economía, sino sobre todo también a su posición estratégica en la economía mundial y al aprovechamiento de su «capital»: un capital que tal posición conlleva y que ha sido heredado históricamente. A escala mundial, la desigualdad entre los países ricos y los pobres es aún mayor que la desi­gualdad entre las personas más ricas y las más pobres dentro de los países con mayores desigualdades internas del mundo, es decir, es aún más extrema que, por ejemplo, en Brasil. En consonancia con esto, la relativa desigualdad de oportunidades que resulta de la suerte o la desgracia de haber nacido en Europa o en Brasil, en caso de duda, es mayor que aquel desigual reparto de oportunidades que la lotería de la vida12 reserva para los recién nacidos dentro de la sociedad europea o brasileña.

Así pues, lo que muy gustosamente se oculta en nuestras latitudes y lo que jamás percibirá una mirada que se fije en la riqueza de personas aisladas o que se concentre en las desigualdades sociales internas es la circunstancia de que los patrones de distribución que de tal modo resultan visibles se enmarcan en una coyuntura global y más amplia de desigualdades. Una coyuntura que, sin embargo, claramente es invisible… y que debe seguir siéndolo. En su obra Unveiling Inequality (que en castellano se traduciría como Poniendo al descubierto la desigualdad), Korzeniewicz y Moran hacen la chanza estadística de construir una sociedad ficticia a la que pertenecen exclusivamente los perros mantenidos en los hogares estadounidenses.13 Ponen los gastos medios que tuvieron los hogares en 2008 para el mantenimiento de los perros como «ingresos per cápita» de esta sociedad inventada, y he aquí que «Perrolandia» (dogland) se sitúa a escala mundial entre los países de ingresos medios, por encima de Estados como Paraguay o Egipto, y mejor situados que el 40 por ciento de la población mundial. Qué suerte ser un perro…, al menos en los Estados Unidos.

Este pequeño juego estadístico les sirve a los autores solo como ilustración de las insospechadas dimensiones que alcanzan las desi­gualdades sociales globales. Pero la repentina riqueza de los ladrado­res unidos de América ilustra en gran medida la plausibilidad del hecho de que tampoco queremos saber nada de estas desigualdades extremas. Ni menos aún de que nuestra riqueza —cuyo reflejo es al fin y al cabo la posición relativa de la virtual república canina en la escala de ingresos— no solo se contrapone a la pobreza imperante en amplias partes del resto del mundo, sino que también está correlacionada con ella: es decir que nuestro relativo bienestar solo se puede entender en correlación con los ingresos menores, los márgenes de acción más reducidos y las oportunidades vitales más escasas de la gran mayoría de la población mundial. Las posiciones dentro de la estructura global de la desigualdad guardan entre sí una relación funcional: a uno le va «bien» o mejor porque al otro le va «mal» o al menos no tan bien.

Pero al parecer bajo ningún concepto se quiere correr la voz de que esto es así. Si uno se fija en los debates públicos que se hacen en las regiones ricas del mundo, entonces parece que las vinculaciones entre «nuestra» riqueza —por muy desigualmente repartida que pueda estar—, por un lado, y las condiciones laborales, vitales y de supervivencia fuera de los centros económicos y políticos mundiales, por otro lado, siguen siendo aún «información secreta» de grupos marxistas, de organizaciones de política de desarrollo y del papa Francisco I. Y también hay muchos y —al menos subjetivamente— buenos motivos para que no queramos saber nada de estas correlaciones: las correlaciones entre riqueza y pobreza, bienestar y privación, seguridad e inseguridad, múltiples oportunidades y falta de perspectivas, pues quien advierte y reconoce estas correlaciones no podrá menos que dudar de la legitimidad de las desigualdades que aquellas generan. O al menos se verá en la aguda necesidad de encontrar una justificación para su propia posición privilegiada.

Así pues, no querer darse cuenta de esto resulta tan obvio como el miedo a las consecuencias que acarrearía un cambio en la situación de desigualdad global. Nosotros, los ciudadanos prósperos de la sociedad mundial, tenemos indudablemente más que perder que solo nuestras cadenas.14 Que secretamente tengamos miedo a perder lo nuestro revela que estamos enterados de las condiciones globales en las que se basa y de las que depende por completo nuestro estilo de vida. Y que prefiramos reprimir este conocimiento, que no queramos enterarnos de que vivimos a expensas de otros o que prefiramos «olvidar enseguida» ocasionales asomos de correspondiente malestar son cosas que no sorprenden a los analistas sociales. Pues bien, este libro va dirigido justamente contra ese olvido.

Externalización, o de la «buena vida» a expensas de otros

En este libro hay que formular con toda precisión la correlación que se entabla cuando la vida de unos es a expensas de otros. Hasta aquí hemos esbozado esa correlación y al menos hemos señalado de momento toda su complejidad. O mejor dicho, hay que formular un concepto de esa correlación: el de externalización. «Externalizar» designa el proceso en el que algo se traslada de dentro hacia afuera. Lo que habitualmente se atribuye a organizaciones, por ejemplo a empresas que no quieren hacerse cargo de los daños medioambientales que ellas causan y que sacan provecho de transferir esos costes a terceras partes ajenas, también se puede extrapolar a unidades sociales mayores: las sociedades ricas y altamente industrializadas de este mundo deslocalizan los efectos negativos de su actividad trasladándolos a países y personas en regiones del mundo más pobres y menos «desarrolladas». Las naciones industriales ricas no solo aceptan sistemáticamente estas repercusiones negativas, sino que más bien cuentan con ellas, y ellas les salen rentables, pues toda la estrategia de desarrollo socioeconómico de la sociedad industrial europea y norteamericana se basa —y se basó desde el comienzo— en el principio del desarrollo a expensas de otros. En este sentido, externalización significa explotación de recursos ajenos, transferencia de los costes a personas ajenas, acaparamiento de las ganancias en el interior, fomento del ascenso propio a base de obstaculizar (e incluso llegando a impedir) el progreso de otros.

Desde luego, la externalización no es meramente una estrategia «social» abstracta, ni en modo alguno es solo el efecto de una lógica sistemática que, por así decirlo, va procesando por sí misma sin concurso de agentes. Sin duda la externalización designa aquella lógica con la que funciona el sistema capitalista mundial, pero es ejercida por agentes sociales que existen realmente. Y quienes la ejercen no son únicamente grandes consorcios y gobernantes, ni son solo élites económicas y políticos poderosos. Sino que también es ejercida con la aprobación tácita y la participación activa de amplias mayorías sociales. «Nosotros», los ciudadanos y las ciudadanas del mundo que se declara a sí mismo «occidental», vivimos en sociedades externalizadoras, o en la gran sociedad externalizadora del norte global. Vivimos en la sociedad externalizadora, la vivimos… y vivimos bien así. Vivimos bien porque otros viven peor. Vivimos bien porque vivimos de otros, de lo que otros tienen que realizar y sufrir, hacer y padecer, sostener y soportar. Esta es la división internacional del trabajo que el escritor uruguayo Eduardo Galeano15 examinó críticamente hará ya pronto medio siglo: nosotros nos hemos especializado en ganar… y hemos condenado a otros a perder.

Vivimos en una sociedad que se establece y reproduce por vía de la externalización —a costa y a expensas de otros— y que solo es capaz de estabilizarse y reproducirse de esta manera. Esta forma de organización social, este modo de desarrollo social, no es en modo alguno nuevo. En este sentido, «sociedad de la externalización» no es un diagnóstico de la época en sentido estricto, como sí lo es por ejemplo el diagnóstico que Ulrich Beck hizo de la «sociedad del riesgo»,16 que debe caracterizar esencialmente las nuevas condiciones de vida en la modernidad de posguerra asociadas con el auge de grandes tecnologías industriales. Por el contrario, la sociedad de la externalización no existe solo desde ayer ni anteayer, y en cuanto tal no es la figura actual y más reciente de la civilización moderna. «Externalización» no es tanto una fórmula de diagnóstico de la época cuanto una fórmula de análisis estructural. «Sociedad de la externalización» es más un concepto genérico que un concepto del presente, pues la formación moderna de la sociedad capitalista fue siempre y desde el comienzo una sociedad de la externalización… aunque jamás lo haya reconocido. Las sociedades capitalistas son sociedades externalizadoras, aunque con figuras históricamente cambiantes, con mecanismos que siempre se van modificando y en coyunturas globales que constantemente se transforman.

No obstante, esta constante transformación de la sociedad de la externalización, la larga historia de la constitución y reproducción del capitalismo del bienestar occidental o septentrional a costa y a expensas del sur global es lo que, pese a todo, le da también al concepto —que se ha acuñado hoy y que se ajusta al presente— un matiz de diagnóstico de la época, pues el modelo estructural y procesual social de la externalización ha ganado nuevos contornos en el transcurso del último cuarto de siglo, con la implosión del socialismo estatal y la propagación global del modelo capitalista de producción y de consumo, de trabajo y de vida. En principio, desde entonces ya no queda ningún «afuera» de la sociedad mundial adonde se pueda externalizar. Por tanto, ha aumentado estructuralmente la probabilidad de que los costes sociales y ecológicos del capitalismo industrial del bienestar no se generen simplemente en alguna otra parte distinta, muy lejos de quienes son los causantes y sacan provecho, sino que, pese a todo, también repercutan sobre ellos —es decir, sobre nosotros mismos—. Y no hace falta mucha imaginación, sino que basta con observar y analizar, para suponer que ya en el futuro inmediato estos efectos de retroalimentación se incrementarán enormemente.

Así pues, aquí se confirma de nuevo lo que había quedado claro hacía mucho tiempo: que tras el triunfo del capitalismo en la competencia global de sistemas no se ha producido el proclamado «final de la historia». El final del «socialismo real» no ha hecho sino inaugurar una nueva fase del desarrollo histórico del capitalismo global. El «mundo unificado» se hace ahora realidad. Se hace realidad en forma de una externalización radicalizada… y en forma de dificultades cada vez mayores para que los costes externalizados se puedan seguir manteniendo efectivamente como externos, aunque no nos queramos enterar realmente de esto. Es típico que el capitalismo del bienestar exija su tributo más allá de sus fronteras. Pero ahora parece que poco a poco el imperio es contraatacado, que las consecuencias de la externalización en cierta manera retornan a casa. En noviembre de 2015 Wolfgang Schäuble opinaba certeramente que Alemania tiene una imprevista «cita con la realidad de la globalización»,17 en vista de la «crisis de refugiados» que se produjo ahí. La mayoría de los alemanes esperan que esta cita no llegue a resultar demasiado agobiante. Y el presidente del Parlamento alemán y anterior ministro de economía es uno de esos que aún suponen que es posible quedarse únicamente con las ventajas de la globalización para la economía y la sociedad alemanas, manteniendo apartados de ellas los inconvenientes. Pero justamente esta idea resultará ser una conclusión errónea y un caso típico —y posiblemente trágico— de wishful thinking o ilusión vana.

Al fin y al cabo, resulta perfectamente comprensible que en las sociedades externalizadoras haya amplias mayorías sociales que tengan miedo a perder lo que tienen. Por eso quieren que todo siga siendo como hasta ahora… y que los otros se sigan quedando donde están. Por eso, el conocimiento de los presupuestos en que se basa aquel aberrante privilegio social que ahora podríamos perder se barre bajo la alfombra o se tira a la calle, es decir, se externaliza igualmente, y se delega a la ciencia y a círcu­los de expertos para que se quede ahí bien guardado y no acabe teniendo consecuencias sociales. Por eso uno se aferra a la utopía de un «efecto ascensor» global18 generado por un crecimiento económico, a raíz del cual también son favorecidos los pobres y los paupérrimos de este mundo sin que con ello se toque seriamente ni tenga que cuestionarse el privilegio relativo de las sociedades prósperas. O a la ilusión de un capitalismo «verde»,19 que supuestamente pudiera desacoplar el crecimiento del consumo de recursos y que esté en condiciones de reconciliar el estilo de vida colectivo de una modernidad expansiva20 con los límites materiales de la capacidad de aguante del planeta Tierra.

Por muy tentadoras que puedan ser estas visiones de futuro, mucho más probable es que vaya a suceder de otro modo, y mucha gente en los centros de prosperidad capitalistas también lo percibe así. Muchos se huelen que, a la larga y en general, el capitalismo global no produce ningún efecto ascensor, sino que más bien es un gran juego de suma cero en el que las ganancias de unos son las pérdidas de otros, y que curiosamente siempre se encuentran los mismos en uno u otro lado,21 en el lado de los vencedores o en el de los perdedores. De alguna manera alguno se empieza a dar cuenta, ya sea visitando las regiones de pobreza de este mundo o en un momento de reflexión tras el telediario, que eso de la «buena vida» a expensas de otros no podrá seguir así eternamente: la fabulosa riqueza de unos pocos y la penuria vital y existencial de muchos; un desinhibido consumo de recursos en una parte del mundo y sus consecuencias destructivas, por no decir mortales en el resto del globo; la despreocupación exhibida a diario en los niveles superiores de la jerarquía social mundial y la permanente preocupación por la supervivencia en los niveles inferiores.

Este libro pretende expresar y estimular este malestar que por el momento es aún subliminal, pero que —así lo suponemos— cada vez se va propagando más, a causa de la sociedad de la externalización y del precio que hay que pagar por ella. Para evitar todo malentendido: aquí no se afirma ningún «análisis total» de la situación mundial. Con el diagnóstico de la externalización no se puede ni se debe explicar «todo», pero con él sí que se nombra una dimensión central para la comprensión de modelos de desigualdad de la sociedad mundial tanto históricos como actuales. Y asimismo insistimos de entrada en que el discurso sobre la sociedad de la externalización no marca el siguiente acto de la larga historia del eurocentrismo académico e intelectual, un acto que esta vez se escenifica como autoinculpación consciente de su culpa: la «modernidad europea» ya no tiene aquí de nuevo la sartén por el mango, ni desde el punto de vista del análisis social ni desde el de la ética de la responsabilidad, ni menos aún desde la agitación política. Todo lo contrario: la referencia a la realidad social de la sociedad de la externalización no hace sino volver comprensible lo que desde hace décadas, por no decir siglos,22