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¿Quieres saber la verdad sobre una mentira que dura desde hace dos mil años?<br />
Fray Remondino acaba de descubrir un antiguo manuscrito, enterrado en los sótanos de su convento desde hace 500 años. ¿Cuál es el secreto inconfesable que encierra y por qué alguien está dispuesto a matar a un fraile para ocultarlo?<br />
El Papa León X, durante el Renacimiento, pronunció la siguiente frase:
D
esde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo. ¿Qué quería decir?<br />
¿Por qué Sor Lucía dos Santos, la vidente de Fátima, envió una carta al Vaticano desde su lecho de muerte?<br />
Entre las intrigas de la corte papal, unos intentos de envenenamiento y una persecución emocionante, las maquinaciones oscuras de la Iglesia Católica nunca se acabarán, ni siquiera cuando en Egipto será exhumado un esqueleto con una costilla rota...
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Veröffentlichungsjahr: 2023
de
Copyright 2016-17 © Germano Dalcielo
Todos los derechos de autor reservados.
Gracias por respetar el trabajo del autor.
Ilustración portada por Markus Lovadina
malosart.blogspot.com/
Índice
Prólogo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
Epílogo
Nota del autor
Agradecimientos
ADVERTENCIA: la totalidad de los hechos y personajes descritos son ficticios y no están inspirados en la realidad, con la excepción de las personas históricas notoriamente conocidas.
La mayoría de las instituciones y lugares que se citan existen, pero no los hechos que se acontecen en relación a los mismos. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
El autor no tiene ninguna intención de minar las creencias religiosas o la fe de los lectores.
Dedicatoria:
A mi padre Bruno
que me mira desde el cielo
Prólogo
Gualdo Tadino, Italia
11 de febrero de 2001
Una oscuridad completa, casi innatural. Los párpados estaban pesados como piedras. Tenía la lengua pastosa y sentía un dolor palpitante un poco debajo de la nuca.
¿Qué diablos…?
Fray Remondino obedeció al atávico instinto de inspirar para inflar los pulmones, pero en cambio fue un estertor sordo a subirle de los bronquios hasta la tráquea. Algo sutil y limoso se le había pegado a la nariz.
Se humedeció los labios y la lengua le restituyó un sabor terroso de plástico mojado. Trató de mover un brazo para limpiarse la cara, pero le pareció levantar un costal de cemento.
Cuando con las manos rozó una superficie húmeda y gomosa, abrió de golpe los ojos, entendiendo perfectamente lo que estaba pasando.
Un grito cavernoso se le murió en la garganta, ahora completamente seca por la salivación casi inexistente.
Oh Dios Omnipotente, me han enterrado vivo…
I
Roma,
13 de marzo de 1514
León X estaba realmente satisfecho de la imagen que el espejo le restituía esa mañana. A la pomposa ceremonia necesaria para vestirse, dedicaba siempre al menos una buena hora de su tiempo, monopolizando cada vez dos sirvientes de la corte papal.
La capa roja forrada de armiño puro, amarrada en las caderas con cordones de seda y flecos de oro, no tenía que quedarle demasiado apretada y adherente al cuerpo, Dios no quiera que se notase la barriga flácida y colgada y la obesidad que lo afligía en la cintura a forma de rosca. La muceta de terciopelo en los hombros, cerrada con una hilera de botones en el pecho y causa de repentinas llamaradas de calor, terminaba por ponerle las mejillas de un particular color violeta, casi un maquillaje natural que - Giovanni di Médici estaba seguro - hacía juego con la elegante papalina roja en la cabeza, necesaria para ocultar el solideo pelado, muy embarazoso a sólo treinta y nueve años. Los hoyuelos a los lados de la boca, en fin, si de una parte traicionaban los excesos y los placeres de la mesa en los que demasiado a menudo caía, de la otra le conferían un aura entre pilluelo y bondadoso. El toque final estaba asegurado gracias a la cinta papal larga hasta debajo de las rodillas, revoloteante de orlas, hilos y cordoncitos en los dos bordes, y magníficamente bordada de oro.
Sí, León X estaba satisfecho: Dios le había dado el papado y él quería disfrutárselo todo.
“Hagan subir a Pietro Bembo y digan a los cocineros que quiero cincuenta diferentes platos para hoy: ¡voy a elegir el menú para el almuerzo del domingo! Y tráiganme a uno de los criados de la cocina, preferiblemente un muchacho robusto.” ordenó, insinuador, a los hombres que estaban a sus espaldas. “Antes de esta inútil parada oficial, quiero entretenerme un poco…” concluyó guiñando al espejo.
Mientras los sirvientes se despedían disimulando una cierta consternación, el Papa Médici continuaba admirando su reflejo, sobresaliendo los labios ligeramente hacia afuera, como si quisiera besárselo. Se enfadó por la forma a chupón que su boca había adquirido desde hacía un cierto tiempo y esperó que sus detractores no se aprovecharan de esto para aludir a las costumbres poco “ortodoxas” que cultivaba detrás de las cortinas de su alcoba. Sonrió malignamente en ese pensamiento, mordiéndose el pulgar y encogiéndose de hombros.
Un débil golpe a la puerta, casi temeroso, lo trajo bruscamente a la realidad. Aclarándose la voz, invitó a su secretario personal a entrar.
Pietro Bembo se deslizó con paso aterciopelado en la enorme habitación tapizada, cerrando con respetuosa lentitud la puerta detrás de sí, sin hacer ruido. Adelantándose como si pesara cada paso, con las manos juntas en el regazo sobre la túnica de lino, tenía los ojos entreabiertos, fijos en el perfil de la nariz aguileña o tal vez en los tortuosos rizados de la barba ya larga y descuidada. La frente alta y extensa parecía emanar un halo de cultura y de profunda educación, confiriendo a su aspecto exterior un toque de clase natural y una elegancia nobiliaria.
“Santidad, ¿me ha hecho llamar?” preguntó inclinando respetuosamente la cabeza.
El amor para la literatura clásica y su notable erudición desembocaban con naturalidad en un lenguaje castizo y áulico que nunca conocía imprecaciones o vulgaridades.
“Sí, Pietro, quiero saber si has resueltonuestroproblema.”
“Sí, Santidad, he dado la orden para que fuera ocultado en un lugar insospechable. A nadie le vendrá a la mente de buscarlo allí.”
“¿Continuas todavía pensando que sea mejor no destruirlo? ¿Será suficiente hacerlo desaparecer?”
“Sí, Santidad, no obstante constituye una amenaza para la Santa Iglesia Romana y su mismo pontificado, queda un tesoro de inestimable valor. ¿Quiénes somos nosotros para negarlo a la posteridad? ¿Cómo podemos arrogarnos el derecho de decidir su suerte y tener todavía el coraje para levantar los ojos al cielo? Ha hecho la justa elección, León, con esa puede vivir...”
“No podía correr peligro de perder todo lo que he obtenido, Pietro. Se desencadenaría el caos, sin contar con los tumultos, las reacciones incontrolables, las conjuras. No, no, ¡desde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo! Por lo tanto, puesto que Dios nos ha dado el papado, disfrutémoslo completamente y no echemos a rodar todo después de casi mil quinientos años...” dijo el Papa arqueando ligeramente una ceja.
Bembo asintió con la cabeza, inclinándose hacia delante en señal de sumisión.
“Ahora ándate, mi entretenimiento llegará dentro de poco.” le ordenó León en tono perentorio.
El secretario repitió la reverencia y se fue. Apoyando la espalda a la puerta, se dejó escapar un suspiro de frustración, cerró los ojos y comenzó a orar por el alma del pobre muchacho que procedía aterrorizado por el pasillo que llevaba a las cocinas.
II
El pánico afectó a la respiración ya precaria. La hiperventilación quemó segundos preciosos, devorando prematuramente las escasas reservas de oxígeno en el interior de la funda de basura en la que Remondino había sido envuelto.
¡Oh Dios mío, no, ayuda, ayúdame!
Un terror primordial se apoderó del corazón, acelerando peligrosamente la fibrilación atrial de la que ya sufría. El cerebro comenzó a bombear adrenalina en cada célula de su cuerpo mientras el instinto de supervivencia dominaba cualquier proceso sináptico. ¿Cuánto podía tener como máximo, un minuto de autonomía? Iría en apnea y en asfixia inmediatamente después. Tenía sesenta y cinco años y nunca había hecho deporte en toda su vida: moriría en unos treinta segundos.
Con un esfuerzo sobrehumano se llevó las dos manos a la cara empujando contra el cúmulo de tierra que lo aplastaba y estalló a llorar como un niño. Relajó la vejiga advirtiendo entre los muslos el calor de la orina que salía sin frenos y se concentró en esa sensación, esperando que el pecho dejara de bombear arriba y abajo. Tenía que parar la hiperventilación, tenía necesidad de un respiro largo y profundo si quería tratar de salir de allí. La tierra y el fango lo ahogarían inmediatamente, una vez roto el plástico de la funda.
[...]