La sombra de la daga - Pilar Molina Llorente - E-Book

La sombra de la daga E-Book

Pilar Molina Llorente

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Tras la muerte de su padre, Ludovico ve cómo el lujoso palacio florentino donde él se ha criado deja de ser un lugar seguro y apacible, para convertirse en un intrincado laberinto donde el peligro acecha, y la conspiración se lee en las miradas. Ludovico descubre que ser el nuevo señor de Santostefano supone el fin de su infancia y la amenaza de nuevos riesgos. La inseguridad, el dolor ante la traición y la lucha entre lo que quiere y lo que debe hacer se agolpan en su cabeza, y le llevan finalmente a tomar una valiente decisión.

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La sombra de la daga

Pilar Molina

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byPilar Molina Llorente

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.

www.rialp.com

© Ilustraciones de Guillermo Altarriba

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6755-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-6756-0

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6757-7

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Flavia

ÍNDICE

El señor de Santostefano

Audiencias

Mi palacio

Dejarse llevar

La conjura

Piero de Médicis

Traición

La quinta mano

La fiesta

Justicia

Epílogo

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Notas

El señor de Santostefano

Mi padre había muerto. Podía ver sus manos cruzadas sobre la cruz de su espada y, sin embargo, aún oía su voz retumbando en las bóvedas de palacio.

Mi padre había muerto. Desde mi sitio en el altar de la capilla veía las puntas afiladas de sus calzas, inmóviles sobre el túmulo bordado con nuestro escudo, y yo temblaba.

Parecían años, pero solo habían pasado unas horas desde que Grimani, secretario y amigo de mi padre, me fuese a buscar a la biblioteca.

—Ludovico —había dicho con su voz apagada—, ven al estudio. Tu padre… tu padre ha muerto.

Cuatro palabras que encerraron mi infancia para siempre en un arcón de doradas añoranzas.

Portazos, carreras, gritos…, el palacio entero parecía estremecerse. En el estudio, mi madre rezaba arrodillada junto al cuerpo de mi padre. El médico se acercó a Grimani hablándole al oído. Por la galería avanzaban los pasos arrastrados de tía Caterina. Rosalba, mi hermana mayor, intentaba organizarlo todo dando órdenes al criado:

—Cerrad todas las ventanas y sacad los tapices de luto. Busca a fray Bernardo y asegúrate de que la capilla, los salones y todas las estancias de abajo estén bien limpias e iluminadas. Habla con el cocinero y…

Se volvió a mí, me miró de arriba abajo y añadió:

—Y tú ve a arreglarte. Mira qué aspecto tienes.

Ya en la galería, tía Caterina añadió:

—Ponte las calzas de lana y la casaca de seda negra.

Mientras me vestía intenté ordenar mis ideas. ¿Qué había pasado? ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Qué había alterado la rutina de mi casa? Pero mi pensamiento solo repetía de manera estúpida una cancioncilla que había oído tararear aquella mañana a la doncella de mi madre:

Si te entretienes

con el vuelo de una capa,

despacito, de puntillas,

el tiempo escapa.

Miré al patio desde la ventana de la galería. Todo estaba engalanado con flores y cintas, preparado para una fiesta que ya no se celebraría. La voz de Fiorina me sobresaltó.

—Vico, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué hay tanto alboroto? He oído llantos y gritos.

Allí, pálida, menuda, ligera, casi transparente, estaba mi hermanita, eternamente sentada en la butaca de mimbres trenzados que Gentile transportaba de un lado a otro en vilo, como si fuese de papel. Me daba miedo decirle la verdad, pero nunca le había mentido.

—Nuestro padre ha muerto, cariño —dije con tono suave.

Tembló asustada.

—¿Qué va a pasar ahora?

—Nada —contestó Gentile, mirándome a los ojos—, no va a ocurrir nada.

Levantó la butaca en la que estaba sentada la niña y la trasladó hasta la zona de la galería en la que daba el sol.

Gentile estaba al servicio de Fiorina. Era poco mayor que yo, pero tan fuerte y discreto que mi padre le había encargado el cuidado de la niña desde que a los tres años su enfermedad no le permitió a la pequeña valerse por sí misma. Poco a poco se había convertido en su compañero de juegos, su maestro, su enfermero y su amigo.

Casi en la puerta del estudio de mi padre me crucé con la escurridiza figura de Morcone, el cómico, aquel hombrecillo de boca enorme y ojos punzantes que tanto divertía a mi familia y tanto me fastidiaba a mí.

—Respeto y condolencia, mi señor, ¡oh, mi señor! —dijo con exagerada reverencia y voz afilada.

Me inquietaba y me molestaba. Tenía la costumbre de asustarme. Se escondía detrás de una columna o de un arcón y cuando yo pasaba tranquilo o distraído, salía dando un salto y gritando:

—¡Hop!

Y después su risa. Una risa sorda como un gorgojeo que no salía de su garganta.

Apenas entré en el estudio, Grimani me salió al encuentro. En su cara se dibujaban más surcos que otros días.

—Ludovico, acompáñame, por favor.

Le seguí como un sonámbulo por la galería y la escalera hasta el salón de recibir, cerca de la entrada del palacio. Todo estaba iluminado con lámparas; el sol de aquella mañana de junio tenía prohibida la entrada en nuestra casa enlutada.

—Ludovico —empezó el secretario con voz grave—, desgraciadamente tu padre ha muerto y…

—¿Cómo ha sido? —le interrumpí—. No estaba enfermo.

—Ha sido un accidente, un terrible accidente.

—¿En su estudio?

—Se desprendió la parte central del escudo… Tu padre estaba sentado comprobando unas cuentas y…

Grimani terminó su relato con un hondo suspiro.

—¿El centro del escudo? ¿La cabeza de león?

El secretario asintió con la mirada perdida. Sentí un escalofrío. ¡La cabeza de león del escudo! Mi padre había mandado fundir el escudo de nuestra familia en bronce y lo había hecho colocar en la pared de su estudio; justo encima de su enorme escritorio tallado. Se sentía tan orgulloso de él que siempre se lo enseñaba a los amigos y familiares que nos visitaban. Era una obra del taller de Verrochio. Un hermoso escudo que ahora le había costado la vida.

La voz triste de Grimani adquirió un tono trascendental que ahuyentó mis pensamientos.

—Escucha, Ludovico: mi señor Guido de Santostefano ha muerto. Ahora, tú eres el señor de Santostefano.

El corazón me dio un vuelco. ¿Yo? ¿Yo era el señor de Santostefano?

—Pero si soy casi un niño —tartamudeé.

—Tienes quince años y eres el único hijo varón del señor de Santostefano. Eso te convierte en su heredero y sucesor.

—Pero…

Grimani sacudió con cuidado una de mis mangas, centró el cuello de mi camisa de encaje y me empujó con suavidad hacia el vestíbulo.

—Debes recibir a las personas que vengan a presentar sus condolencias, amablemente pero con dignidad, con sencillez pero sin olvidar las normas de respeto debidas a cada jerarquía. Tendrás que estar muy atento a los nombres que yo te vaya indicando y deberás recordar el tratamiento según su título y el grado de amistad con esta familia. Pero recuerda: tú eres el señor.

Apretones de manos, palmadas en la espalda, palabras de consuelo, suspiros, alguna lágrima… Ancianos de mirada lenta, hombres de voz hueca y gesto distraído, familiares fisgones, representantes de los campesinos, amigos de mi padre, proveedores, clientes…, no había tenido un momento de respiro.

Apenas había descansado unas horas y solo había tomado unas sopas y un vaso de leche antes de que Grimani me pusiera el collar de mi padre y me condujese al sitial forrado de negro a un lado del altar de nuestra capilla.

Desde allí veía las manos sin color de mi padre y las puntas de sus calzas y, aun así, esperaba oír tronar su voz dando órdenes a todos.

A mi lado en el sitial disimulaba su bostezo mi padrino, Piero de Médicis, el hijo del Magnífico, que presidía junto a mí el funeral.

En primera fila, entre velos y sedas negras, se recortaban las caras de las cuatro mujeres que formaban mi familia: tía Caterina con la boca apretada y la mirada oscura, mi madre susurrando una oración, Rosalba, seria y atenta a todo, y mi dulce Fiorina tan transparente y ligera como las libélulas que danzaban de noche alrededor del farol del patio. Detrás de ella, de pie, vestido completamente de negro, la figura de Gentile destacaba entre las demás.

La capilla estaba llena de gente, y las oraciones y los responsos se sucedían sin parar. Hacía calor, me apretaba el cuello de la casaca y se me dormían los pies embutidos en aquellas estrechas medias de lana.

No conseguía retener ningún pensamiento. Mi mente se distraía con los frescos que decoraban las paredes, contando las cabecitas talladas del friso, observando los gestos ceremoniosos del cardenal que presidía el oficio… El tiempo se reía de mí desde la torre de Santa María.

Cuando el cuerpo de mi padre descansó en la urna de mármol que él mismo había reservado debajo del altar, la pequeña vidriera de colores que coronaba la capilla solo dejaba pasar reflejos grises.

Anochecía.

Los asistentes a las honras fúnebres se despidieron y se marcharon enseguida; fuera palpitaba la ciudad en fiestas, banquetes y desfiles. Los miembros de mi familia se retiraron a sus habitaciones y el palacio quedó en silencio, hueco y vacío, con un pesado olor a aceite, a cera, a incienso…

Salí al patio. De la calle llegaban los ecos de las canciones y la alegría de la fiesta. Florencia celebraba la noche de San Juan. Una noche que los jóvenes esperábamos cada año con ilusión y que toda la ciudad preparaba desde el primero de mayo.

En nuestra casa las guirnaldas y los faroles habían muerto con mi padre.

La tristeza y el cuello de la casaca me ahogaban. Me senté en el borde de la fuente. La lima reflejó en el agua el medallón que remataba el collar de mi padre y que aún pesaba sobre mi pecho. Iba a quitármelo cuando una sombra surgió de entre los arcos que bordeaban el patio. Enseguida reconocí sus pasos silenciosos y su pelo, tan claro, que parecía blanco en la oscuridad.

—Gentile —dije cuando estuvo cerca—, ¿y Fiorina?

—Duerme —contestó en voz baja.

—¿Cómo está?

—Asustada.

—Yo también —suspiré.

—No debéis asustaros. Vos sois la única persona que no debe asustarse.

¿Por qué me trataba de vos? ¿Por qué me apartaba? Habíamos jugado juntos, compartido pequeñas aventuras en la sala de armas, escaramuzas en la cocina y pillerías en las fiestas. Habíamos temblado con las historias de miedo que contaba el ama junto a la chimenea, en las noches de invierno y en las tardes de fiebre y picores de nuestras enfermedades infantiles. Junto a Fiorina era mi compañero de juegos, de lecturas, de ideas, de fracasos, de ilusiones…

—¿Estás enfadado conmigo? —le pregunté.

—No, mi señor.

—¿Estás jugando?

—No, mi señor.

—Ya sé. Es una broma.

Pero sus ojos estaban más serios que nunca.

—Gentile —dije con un nudo en la garganta—, no me hagas esto. No sé muy bien qué ha ocurrido. Parece como si el suelo se hundiese bajo mis pies. No domino mi pensamiento ni puedo sentir nada que no sea vértigo. Llevo horas perdido y ahora que te encuentro pareces un extraño.

Me miró, se sentó junto a mí y dijo muy bajo:

—No soy un extraño, soy Gentile, un huérfano recogido por caridad. Un criado al servicio de un importante señor florentino: el señor de Santostefano. Vos sois ahora mi señor, Ludovico de Santostefano.

Me faltaba el aire. En unas horas había perdido junto con mi padre, la infancia, la alegría de mi casa, la fiesta de San Juan y a Gentile. A cambio había recibido un título y un collar que no deseaba. ¿Quién era el gran señor Ludovico de Santostefano? Un niño, solo un niño perdido.

Las lágrimas abrasaban mi cara. La voz de Gentile sonó profunda.

—Os aliviará llorar, señor. Es triste perder un padre.

Pero no solo lloraba por mi padre. Me dolía no haber tenido tiempo de conocerle demasiado. Cuando no viajaba, mi padre estaba ocupado con sus visitas y sus amigos, cazando o encerrado en su estudio. Por más que buscase en mi memoria, solo podía recordar su sonrisa el día que me regaló un caballo por haber terminado mis estudios, y su voz disgustada y sus consejos la tarde en que me escapé sin permiso a la fiesta de Carnaval de los Médicis. No, no solo lloraba por mi padre. Lloraba por todo lo que perdía con él.

Me levanté sin decir nada y me dirigí a mi habitación. No había llegado a la escalera cuando el estrépito de los fuegos artificiales anunció que Florencia despedía su fiesta. El ruido hacía retumbar los cristales y las luces de colores iluminaron el patio como si fuese de día mientras caían mil chispitas encendidas.

Desde la fuente, los ojos de Gentile brillaban más que las bengalas.