La tentación de lo prohibido - Karen Booth - E-Book

La tentación de lo prohibido E-Book

Karen Booth

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Beschreibung

Miniserie Deseo 217 Una relación tan fuera de los límites que podría costarle muy caro... La agente inmobiliaria Tara Sterling aprovechó la oportunidad de empezar de cero cuando heredó parte de la empresa de su exmarido. Pero reclamar el lugar que ella creía que le correspondía en Sterling Enterprises significaba trabajar codo con codo con Grant Singleton, el mejor amigo de su exmarido y actual director. La lucha por hacerse con el poder del mayor número de acciones hizo peligrar el control de la empresa y también el de sus propias emociones.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2020 Karen Booth

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La tentación de lo prohibido, n.º 217 - octubre 2023

Título original: Once Forbidden, Twice Tempted

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805537

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La mayor alegría profesional para Tara Sterling era ver cómo sus clientes firmaban sonrientes la compra de una casa que valía millones.

–La familia está encantada con la adquisición. –Aquella ocasión podría haber sido el caso, pero la familia en particular no estaba presente para completar la compra. Los Bakers estaban esquiando en Aspen, como solían hacer cada primavera, y habían enviado a una mujer de su compañía de depósito de garantía como representante–. Y están muy agradecidos de que se la consiguieras a tan buen precio.

–Estoy encantada de ayudar –respondió Tara mientras su ayudante reunía y revisaba el papeleo–. Es mi trabajo.

–Y lo haces muy bien. Había mucha gente interesada en esta propiedad.

Tara sonrió y asintió, agradecida por esa muestra de aprecio. Aunque no viniera directamente del comprador, siempre era de agradecer. Tara trabajaba muy duro y se había ganado una buena reputación en el sector inmobiliario de San Diego. Tenía un don para encontrar las casas soñadas de sus clientes y la capacidad de negociación para conseguirlas al mejor precio. Era temida entre sus colegas de profesión, la consideraban despiadada. Algo que a ella le parecía un tanto exagerado. Simplemente era una persona que no estaba dispuesta a perder. Porque ya había perdido mucho. A su madre cuando solo tenía nueve años, su matrimonio siete años atrás y, hacía tan solo un año, a su querido padre.

Su muerte había sido un golpe especialmente duro. Había sido su guía durante la infancia y la adolescencia, había estado tan presente en su vida que perderlo había resultado devastador para ella. Habían pasado catorce meses desde su pérdida y no podía olvidar una de las últimas cosas que él le había dicho: «No esperes a ser feliz». Y no se había dado cuenta hasta ese momento de que no era feliz. A pesar de conocer gente nueva todos los días, su mundo se había ido reduciendo cada día que pasaba. Cada vez tenía más conocidos, pero menos amigos de verdad. Y una vida amorosa totalmente inexistente. La mayoría de los hombres se sentían intimidados por su éxito, y ella se sentía decepcionada con ellos por su falta de ambición. Si quería volver a encontrar el amor, necesitaba a un hombre inconformista y aventurero, alguien como su exmarido, Johnathon Sterling. Él tenía ambición. Era apasionado y excitante. Por desgracia, también era muy inquieto y se aburría con facilidad. Su matrimonio solo había durado tres años. La primera mitad había sido emocionante; la otra, la había hecho sentir como si nunca hubiese estado a la altura. Al menos, no como mujer.

Así que decidió volcarse en su carrera para sentirse realizada. Y durante un tiempo le funcionó. Ganó muchísimo dinero. Se quedó con la casa que ella y Johnathon habían compartido y la reformó por completo. Llenó armarios con ropa de diseño y alquiló un Mercedes nuevo cada año. Hizo todo lo posible para mostrar al mundo que su divorcio no la había frenado. Que un hombre se desenamorara de ella no la definía. El único problema era que muy poco de todo eso la hacía realmente feliz. Y no se había dado cuenta hasta que su padre había fallecido.

–Si ya no me necesita para nada más, entonces me iré. –La mujer de la empresa de fideicomisos se levantó y extendió la mano sobre la mesa de la sala de reuniones.

Tara se levantó para devolverle el gesto cuando su vista se dirigió a su teléfono, que se iluminó con una llamada de Grant Singleton. Por suerte, lo tenía silenciado. Había dejado que saltara el buzón de voz.

–Creo que ya está todo listo.

–Perfecto. Los Bakers se alegrarán mucho. También su contratista. Está ansioso por ponerse a trabajar ya, hay mucho que hacer.

Tara acompañó a la mujer a la puerta.

–¿Empezarán con la cocina? Sé que la isla central les parecía un poco pequeña y que pensaban añadir un horno para pizzas.

–Oh, no. Arrasarán con todo.

–¿Con toda la cocina? –dijo Tara con cara de estupefacción.

–Con toda la casa. Harán una nueva construcción. Es una casa estupenda, pero no es del gusto de los Bakers.

Era algo habitual en las zonas más caras del condado de San Diego. A menudo, el terreno valía más que el edificio que lo ocupaba. Pero a Tara seguía pareciéndole un despilfarro y un crimen derribar una casa tan bonita.

–Pero si me dijeron que les encantaba la casa. Negociamos basándonos en su petición personal de que querían criar allí a sus hijos.

La mujer se encogió de hombros.

–Y allí criarán a sus hijos. Pero no exactamente en esa casa.

Tara apretó los puños, clavándose las uñas. Por cosas así, a veces se cuestionaba lo que estaba haciendo. El dinero no era lo más importante. ¿Cómo podía sentir satisfacción cuando los clientes demolían todo en cuanto ella se daba la vuelta? Era como si su trabajo no hubiese servido de nada.

–Espero que sean muy felices –dijo Tara, y se despidió de ella. Tenía que dejarlo pasar. Como había hecho docenas de veces.

Cuando volvió a la sala de reuniones para agarrar su teléfono, la pantalla volvió a encenderse. Otra llamada de Grant. Un viejo amigo y socio de su exmarido. Grant y ella hablaban de vez en cuando, pero era extraño que la llamara dos veces en tan poco tiempo. Debería contestar.

–Grant, ¿qué pasa?

–Gracias a Dios que has contestado. –La voz de Grant sonaba desesperada, algo raro en él, que normalmente estaba tranquilo y lo mantenía todo bajo control.

–¿Qué pasa? –preguntó Tara con preocupación.

–Johnathon ha tenido un accidente. Estoy en el hospital del centro.

–Voy para allá –dijo Tara dirigiéndose a su despacho para agarrar su bolso.

–Date prisa, Tara. Es grave.

Entonces, ella se detuvo.

–¿No será una broma que habéis preparado entre los dos, verdad?

–No. Por supuesto que no. Por favor, ven. Su vida corre peligro.

–¿¡Pero qué ha pasado, Grant!?

–No hay tiempo para explicaciones. Tengo que dejarte –dijo Grant antes de colgar.

Tara bajó corriendo cuatro tramos de escaleras en tacones y cruzó a toda velocidad el aparcamiento hasta llegar a su Mercedes. Johnathon y ella llevaban siete años divorciados, pero seguía queriéndole y preocupándose por él. No podía soportar la idea de no tenerlo más en su vida. No podía cargar con otra pérdida…

Pero Johnathon era un hombre fuerte. Era un luchador.

–Estará bien –murmuró para sí misma mientras zigzagueaba entre el tráfico–. Tiene que estarlo.

En cuanto llegó al hospital, Tara se dirigió directamente al mostrador para preguntar dónde estaba. Aquel olor del hospital le traía recuerdos desagradables. Le hacía pensar en la pérdida de su padre. Y en la de su madre. Hacía tiempo que ya no soportaba los hospitales.

Se subió en un ascensor y, cuando llegó a la planta que le habían indicado, salió de él algo desorientada. Vio el cartel de la sala de enfermeras a la derecha y, en cuanto emprendió el paso para dirigirse hacia allí, una mano la agarró del codo y tiró de ella hacia atrás. Al girarse se encontró con Grant. Su rostro había perdido color, lo que hacía que el contraste entre su piel y su barba oscura fuera mucho más marcado de lo habitual. Abrió la boca para hablar, pero no hizo falta que lo dijera, Tara lo supo enseguida.

–Lo siento mucho. No han conseguido salvarle.

«No, no, no». No era posible.

–Pero… ¿cómo? ¿Qué ha pasado? ¿Ha sido por ir conduciendo demasiado rápido? Le dije un millón de veces que era peligroso.

Grant sacudió la cabeza y se pellizcó el puente de la nariz.

–Ha sido un accidente estúpido. Un golpe en la sien en el campo de golf; tuvo una hemorragia.

Tara se tapó la boca con la mano. Le costaba creer que estuviera muerto. Era tan joven… Tan solo tenía cuarenta y un años. Y encima odiaba el golf.

–¿Dónde está? –preguntó Tara.

–Pedí que lo subieran a una habitación privada. Miranda está con él ahora mismo. No quería que tuviera que despedirse de él en Urgencias. O, peor aún, en la morgue.

–¿Quién te ha avisado?

–Miranda. Estaba en el club de campo, en medio de una clase de tenis, cuando ocurrió. Pudo ir con él al hospital.

Miranda era la tercera esposa de Johnathon. Tara y ella tenían una relación bastante agradable. Miranda era una afamada diseñadora de interiores y había trabajado con Tara preparando casas para la venta.

–Es horrible. Apenas llevaban un año de casados.

Grant agarró a Tara de la mano y la condujo a una pequeña sala de espera para que pudieran sentarse.

–Eso es lo de menos. –Su rostro adoptó un aspecto aún más sombrío–. Miranda está embarazada y Johnathon no lo sabía. Tuvo que decírselo en la ambulancia mientras se moría. Había planeado darle la noticia esta noche. Iba a ser una sorpresa.

Una profunda oleada de tristeza la golpeó. Johnathon deseaba formar una familia desde hacía mucho tiempo. El tema de los hijos había sido uno de los mayores problemas que habían tenido entre ellos. Ella había querido esperar un poco, asumiendo que iban a vivir toda la vida juntos.

–Oh, Dios mío. Un bebé… Y ahora se ha ido.

–Lo sé. Ni siquiera puedo creerlo.

–La única familia que ella tiene es su hermano.

–Va a necesitar mucho apoyo. Y también ayuda con el bebé.

A Tara se le encogió el corazón. Miranda y ella no estaban muy unidas, pero Tara sabía lo que era estar sola, sin nadie en quien apoyarse.

–Estaré encantada de ayudarla en todo lo que necesite.

–Pero eres su exmujer…

–Eso no importa. No estábamos hechos el uno para el otro. Él quería tener hijos enseguida. Yo quería esperar hasta consolidar mi carrera. Él improvisaba y siempre intentaba exprimir todo lo que podía de la vida, yo necesitaba cierto orden.

–Pues para no estar hechos el uno para el otro, os casasteis muy pronto. –Grant se aclaró la garganta. No era la primera vez que manifestaba su disgusto por su relación.

Tara había conocido a Grant y a Johnathon la misma noche, en la fiesta de cumpleaños de un amigo común, hacía once años. Había sido Grant quien había flirteado con ella toda la noche, y Grant quien la había invitado a salir. Pero también fue Grant quien tuvo que ausentarse de la ciudad por una emergencia familiar al día siguiente y fue Johnathon quien acabó abalanzándose sobre Tara como un ave de rapiña.

–Lo sé. Pero así era él. Todo lo hacía por impulso. Éramos jóvenes y fue todo un poco loco, pero no me arrepiento –dijo con voz temblorosa. Comenzaba a ser consciente de que su primer amor se había ido para siempre.

Grant la estrechó en un fuerte abrazo.

–Claro que no. Él era un hombre increíble.

Tara apoyó la cabeza en el hombro de Grant y se permitió derramar unas lágrimas, algo que no solía hacer en público. No le gustaba sentirse débil y vulnerable. Pero aquello era diferente. Se trataba de Grant. Uno de los mejores amigos de su exmarido. El hombre del que se había enamorado durante uno o dos días antes de que se fijara en Johnathon.

–¿Y qué va a pasar con Sterling Enterprises? –preguntó Tara. Johnathon y Grant habían convertido su empresa inmobiliaria en un verdadero imperio.

Tara había estado involucrada también al principio, pero su exmarido decidió que no era buena idea que trabajaran juntos. Él la había animado a que se centrara más en la venta en lugar de la construcción. Y así lo hizo.

–Sterling estará bien.

–¿Estás seguro? –Ella seguía aferrada a Grant. Su abrazo la hacía sentir bien.

–Habíamos hablado de que yo asumiera el cargo de director general si a él le pasaba algo. No pensé que eso llegara a ocurrir nunca –dijo Grant mientras frotaba suavemente la espalda de Tara–. Tendré que coordinar algunas cosas con Miranda, ya que ahora será la propietaria mayoritaria, pero supongo que, entre su propio negocio y el bebé que está en camino, estará de acuerdo en que yo tome las riendas.

Tara se sentó y Grant volvió a agarrarla de la mano.

–Debes ser tú quien se lo comunique al personal. Y lo más rápido posible. Antes de que se enteren los medios –dijo ella.

Él asintió, manteniendo sus dedos alrededor de los de ella.

–Y también hay un funeral que organizar.

–Eso va a ser demasiado para Miranda. Yo puedo encargarme. ¿Hay algo más que pueda hacer?

–También deberíamos llamar a Astrid. Será mejor que haga una lista.

–Por supuesto. –Astrid era la segunda esposa de Johnathon, una supermodelo noruega que a Tara no le caía especialmente bien. Se había casado con ella pocos meses después de separarse de Tara. Aun así, había logrado tener un trato cordial con Astrid. Era lo que hacía a diario en su trabajo como agente inmobiliaria. Siempre encontraba la manera de llevarse bien con todo el mundo–. Yo lo haré. Ya tienes bastante con lo tuyo.

–Gracias, Tara. Te lo agradezco mucho. ¿Estás segura de que podrás con todo? –La miró con sus profundos ojos marrones, llenos de sinceridad y compasión. Aquel hombre siempre había tenido un gran corazón.

–Estaré bien. ¿Y tú? –dijo Tara.

–Yo siempre estoy bien. Ya me conoces. Superaremos esto, te lo prometo. –Se inclinó más hacia ella y le besó la sien, despertando de repente una atracción dormida que había existido entre ellos la noche en que se conocieron.

Los ojos de Tara se cerraron mientras disfrutaba de su gesto cariñoso. Hasta que aquel pequeño momento de paz fue interrumpido.

–Max –dijo Grant.

Tara volvió a abrir los ojos y se encontró con Maxwell Hughes, el abogado de Johnathon desde hacía mucho tiempo, que acababa de entrar en la sala de espera. Era un hombre imponente, alto y delgado, con el pelo oscuro peinado hacia atrás.

–Tenemos que hablar –respondió Max con frialdad–. ¿Hay algún sitio en el que podamos hablar en privado? –Sin sutileza, miró a Tara de reojo, como si le estorbara.

–Debería irme. –Tara se levantó de su asiento. Ya estaba bastante alterada, y lo último que necesitaba era estar en presencia de Max. Había sido muy cruel con ella durante su divorcio de Johnathon–. Dudo que Miranda quiera verme o hablar conmigo ahora.

–Max, dame un minuto. –Grant sacó a Tara de la sala de espera y la llevó al ascensor. Pulsó el botón de la planta baja–. Lo siento mucho. Sus modales dejan mucho que desear.

–Por desgracia, lo sé de sobra. ¿Qué crees que quiere?

–Supongo que tendrá que ver algo con Sterling Enterprises. Espero que solo sea una formalidad para nombrarme director general.

–Oh. Claro. Eso tiene sentido.

–Lo sé. No ha elegido el mejor momento para hacerlo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La última vez que Grant había estado en la iglesia de Point Loma, en California, había sido para ejercer como padrino de Johnathon en su boda con Miranda. Ahora, poco más de un año después, Grant estaba allí de nuevo para despedirse de su viejo amigo.

Grant se movió en su asiento de la primera fila y dio unas palmaditas en la mano de Miranda, aunque ella no pareció inmutarse. Llevaba tres días haciendo todo lo posible por consolarla desde que ella lo llamó para decirle que Johnathon había recibido un golpe en la cabeza. Grant había estado tan seguro de que su amigo se pondría bien… Pero esta vez no había sido así. Grant llegó al hospital justo unos segundos antes de que falleciera. Y se encontró con Miranda llorando desconsolada junto a la cama de Johnathon, rogándole que aguantara. «No puedes irte. Estoy embarazada». Había un bebé en camino, un niño que nunca conocería a su padre. Y una serie de acontecimientos se habían desencadenado, pero no era exactamente lo que Grant había previsto. Después de su reunión con Max, Grant se había enterado de que dirigir Sterling Enterprises le exigiría tratar con las tres esposas Sterling. Ellas aún no lo sabían, y Max le había sugerido que debía esperar hasta unos días después del funeral para comunicárselo.

–Johnathon tenía un corazón tan grande como el océano Pacífico en el que tanto le gustaba surfear. Fue bendecido en vida con tres hermosas esposas, las cuales están hoy con nosotros. Nuestro más sentido pésame a todas ellas.

Se oyó un profundo sollozo. Grant no necesitó mirar para saber que era Astrid, la segunda esposa, que había llegado de Oslo sin tener la menor idea de quién era Miranda ni de que Johnathon se hubiera vuelto a casar. A Grant le había tocado suavizar la situación, como había hecho en innumerables ocasiones para ayudar a su amigo. Se imaginaba lo que pasaría cuando Astrid descubriera que Miranda estaba embarazada de Johnathon.

Grant sintió una punzada de culpabilidad al darse cuenta de lo mucho que le enfurecía que Johnathon nunca le hubiera dicho la verdad a Astrid. Tal vez Johnathon amara profundamente a sus tres esposas, pero también les había creado muchos problemas. Y, a ojos de Grant, la esposa que peor había sido tratada había sido Tara.

Estaba sentada a solo dos personas de él. Era imposible no mirarla de vez en cuando, igual que no había podido apartar los ojos de ella el otro día en el hospital. Tenía una belleza singular, con un pelo rubio brillante, la piel impecable, unos preciosos ojos de un azul intenso y unos labios…Había querido besarlos innumerables veces, pero Johnathon había sido muy claro, incluso después de su divorcio: Tara estaba fuera de los límites.

Ahora Grant necesitaba tenerla de su mano. Ella tenía facilidad para tratar con la gente debido a su trabajo, podría ayudarle a lidiar con Miranda y Astrid. Pero ¿estaría ella de su lado? Esa era una gran pregunta. Sin duda, Tara amaba inmensamente a Johnathon y querría que Sterling Enterprises continuara su andadura. Pero nadie podía imaginar que él hubiese planeado quitarle el control a Grant. Y ahora tenía que recuperarlo.

Los feligreses se pusieron en pie al terminar la misa y Grant se dirigió al pasillo para portar el féretro junto a otros cinco hombres. Todos eran empleados de Sterling Enterprises, entre ellos Clay, el hermano de Miranda. La vida de Johnathon giraba en torno a la empresa. La única familia que le quedaba viva era su hermano menor Andrew, quien brillaba por su ausencia. Grant tenía la esperanza de que el hermano se presentara en el entierro, pero parecía que las desavenencias eran demasiado profundas entre ellos.

Mientras Grant levantaba el ataúd con los demás hombres, pensaba en el gran peso que ahora recaía sobre sus hombros en todos los sentidos. Tenía que estar pendiente de Miranda y el niño que nunca conocería a su padre. Tenía que cuidar de Sterling Enterprises y hacer que la compañía siguiera prosperando. También debía asegurarse de que Astrid tuviera el apoyo necesario para superarlo. Y tampoco podía negar que quería ser el hombro en el que Tara llorara.

En el hospital, se había dado cuenta de que su atracción por ella seguía estando presente. Jamás se le ocurriría acercarse a ella estando Johnathon vivo, pero las cosas ahora eran diferentes. Todo había cambiado.

 

 

Tara se colocó obedientemente detrás de las demás esposas mientras sacaban a Johnathon de la iglesia. Miranda fue la primera en seguir el féretro, seguida de Astrid. Miranda lloraba en silencio y Astrid estaba tan abrumada que le costaba caminar. Tara ocupaba el último lugar en la procesión. En ese instante, sintió que era su deber mantener la compostura y atender los saludos y condolencias de los allí presentes. Apenas podía creer que hubiera muerto. Esperaba que saliera de detrás de una columna y dijera que todo era una broma.

Tara sabía que asumir su pérdida no sería fácil. Debía enfrentarse a la mezcla de buenos y malos sentimientos hacia Johnathon, a todo lo que no se había enfrentado cuando se divorciaron. Aunque no se atrevía a derramar lágrimas en ese momento. Había aprendido que no le convenía mostrar sus emociones cuando los niños del colegio se burlaban de ella por seguir llorando meses después de la muerte de su madre. Johnathon también le había enseñado a ser dura. Y Tara había aprendido que mostrándose fuerte siempre acababa consiguiendo lo que quería.

Sintió cierto alivio cuando notó el sol en la cara. Era un hermoso día de verano del mes de julio con una ligera brisa. Se moría de ganas de volver a su casa de Coronado, al otro lado de la bahía, quitarse los tacones y dar un paseo por la playa. Despejarse y seguir adelante. Pero no podía irse sin antes hablar con las otras dos esposas.

–Miranda –dijo Tara, acercándose a la viuda de Johnathon–. ¿Cómo estás? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?

Miranda se volvió, oculta bajo unas oscuras gafas de sol, aunque las manchas de rímel en las mejillas evidenciaban su dolor.

–¿Que cómo estoy? Mi marido ha muerto –dijo abrazándose a su bolso Louis Vuitton como si fuera un salvavidas.

A Tara le sorprendió la respuesta tan brusca de Miranda. La relación entre ellas no era mala.

–Lo siento. Esto es muy difícil. No debí preguntarte. Lo lamento…

–No, perdóname –respondió Miranda hundiendo los hombros en señal de derrota–. La que lo siente soy yo. –Miró a su alrededor y luego se acercó a Tara–. Soy un revoltijo de hormonas. No sé cómo voy a criar a este niño yo sola.

–Supongo que no se lo has dicho a nadie.

–Mi hermano Clay lo sabe. También tú, Grant y algunas de mis amigas íntimas. Eso es todo. No quiero que nadie más lo sepa. Todavía no. Y no quiero que Astrid se entere antes de volver a Noruega. Johnathon me contó que intentaron tener un bebé, pero nunca lo consiguieron. Además, él nunca le contó que se había casado de nuevo. Seguro que ella me odia.

–No digas eso, anda.

–Ahora mismo, solo deseo meterme en mi cama, dormirme y despertarme en una realidad diferente –dijo Miranda negando con la cabeza, consternada.

–Lo siento, Miranda. Lo siento mucho –le dijo Tara mientras la abrazaba.

De repente, Miranda se puso rígida en los brazos de Tara.

–Oh, mierda. Astrid viene hacia aquí. No estoy preparada.

Miranda se soltó del abrazo de Tara, giró sobre sus talones y desapareció entre la multitud. Antes de que Tara tuviera tiempo de mentalizarse, Astrid ya la estaba agarrando de un brazo.

–No sé qué vio en ella. –El acento noruego de Astrid era más marcado ahora que la última vez que habían hablado. Astrid se había mudado a Noruega, su país natal, justo después de divorciarse de Johnathon hacía dos años.

–Miranda es encantadora –dijo Tara–. Pero tú eres la mujer más guapa de este funeral, así que no veo motivo para estar celosa.