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Has visto demasiado. Ahora, ningún lugar es seguro. Cuando Jane Kinnear presencia el asesinato de su amante, su vida da un giro de ciento ochenta grados y se convierte en el próximo objetivo. La policía la traslada a una casa segura, donde no tarda en descubrir que su amante era un informante de los servicios secretos con datos cruciales sobre un inminente ataque terrorista. El inspector Ray Mason, del Comando Antiterrorismo, es un hombre con un pasado polémico, pero su eficacia en obtener resultados ha hecho que le asignen la responsabilidad de prevenir el ataque. Pero ¿se puede confiar en él? ¿Sabe más sobre el ataque de lo que aparenta? Jane intenta recordar y ayudar con el retrato robot del sospechoso, pero desconoce que mientras tanto el asesino ya sabe quién es y dónde la esconden. Y ahora, viene por ella… --- «¡Agárrate fuerte!». Harlan Coben ⭐⭐⭐⭐⭐ «Con los personajes despreocupados y moralmente ambiguos de Kernick, este libro es entretenimiento puro». Sunday Mirror ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura vertiginosa y cautivadora». Lovereading ⭐⭐⭐⭐⭐ «Lleno de tensión y adrenalina». Reseña de lector ⭐⭐⭐⭐⭐ «No pude soltarlo, lo terminé en menos de 24 horas desde que llegó a mis manos». Reseña de lector ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller trepidante con giros y sorpresas que te mantienen en vilo de la primera a la última página». Reseña de lector ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 470
Veröffentlichungsjahr: 2025
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La testigo
La testigo
Título original: The Witness
© 2016 Simon Kernick. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción, Maribel Abad Abad
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1356-0
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Published by agreement with Luigi Bonomi Associates and ILA.
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Para Janine. Has sido y eres una inspiración.
Prólogo
Ahora
El disparo retumba en mis oídos, la bala impacta en la puerta a escasos centímetros de mi cabeza y, aunque estoy sentada en el suelo, doy un respingo de terror.
Tengo miedo. Joder, tengo miedo.
—Dime la verdad o la próxima bala no fallará —exige el pistolero. Está de pie a apenas dos metros de mí, con la pistola humeante apuntándome a la cabeza. Sus ojos están llenos de odio e ira y sé que lo que dice va en serio. Va a matarme.
—Es la verdad —le digo con más confianza de la que siento.
—Mentira —grita, con la mano firme sobre la pistola—. Última oportunidad; después, te mato.
La habitación apesta a muerte. Frente a mí, un hombre yace tendido contra un mueble de cocina, con la cara y el cuerpo convertidos en una masa sanguinolenta. No se mueve. Tampoco la mujer tumbada de lado detrás del pistolero. Un charco de sangre espesa y oscura se está formando poco a poco alrededor de su cabeza, donde una bala de la misma pistola que ahora me apunta le ha hecho un agujero del tamaño de una pelota de golf hace solo unos minutos.
Abro la boca, sabiendo que voy a tener que darle a este hombre la información que busca, aunque me cueste todo.
Y entonces lo oigo. El sonido de la puerta trasera de la casa abriéndose de una patada, seguido de gritos airados de «¡Policía armada!» que se acercan corriendo por el pasillo.
—Soy policía —grita un hombre desde el otro lado de la puerta—. Nadie tiene por qué salir herido.
—No es lo que parece —responde el pistolero, que me mira fijamente—. Yo también soy policía.
—Entonces, podemos solucionar esto —dice el otro hombre.
Al segundo siguiente están en la habitación: dos hombres de paisano, con sus armas apuntando al pistolero.
—Deja el arma en el suelo ya —dice el de la izquierda—. Despacito y que yo lo vea.
—No es lo que parece —repite el pistolero, con la voz tensa, sin apartar el arma ni la mirada de mí.
—No importa lo que me parezca —dice el de la izquierda—. Tienes que bajar el arma ahora mismo.
No sucede nada. Tengo las manos en alto, la expresión de mi cara es de horror. El corazón me martillea en el pecho y siento que me voy a desmayar.
—Suelta el arma. Ya.
El pistolero no se mueve.
—He dicho que sueltes la puta arma.
El dedo del pistolero aprieta el gatillo.
—Si me disparas, mi última bala va para ella —dice.
Y entonces es cuando sé que voy a morir.
Última noche
1
Jane Kinnear
Miré a los dos policías que estaban sentados junto a mi cama en el hospital y les pregunté si me podían dar un cigarrillo.
—Sé que no está permitido, pero estoy desesperada por conseguir algo para calmar los nervios y apenas puedo salir a la calle. No después de... —No terminé la frase, era obvio para todos que no era necesario.
La más veterana de los dos agentes —una atractiva mujer negra de unos treinta años, vestida informalmente con una impecable chaqueta de cuero y una camiseta blanca ajustada— parecía que iba a decir que no, pero entonces se volvió hacia su colega, un tipo delgado de su misma edad, con el pelo peinado hacia atrás.
—¿Tiene alguna objeción a que esta señorita viole la ley, detective Jeffs?
—Siempre que yo también pueda —dijo, lanzándome una sonrisa cautelosa.
—Me temo que no tengo —respondí.
—Tome, coja uno de los míos.
El detective Jeffs sacó un paquete de cigarros del bolsillo de su chaqueta, encendió dos y me dio uno a mí. Cogí el cigarrillo con manos temblorosas y un murmullo de agradecimiento, y aspiré profundamente. Qué bueno estaba. Soplé el humo hacia el techo y di dos largas caladas más mientras ellos esperaban pacientes, antes de echar la ceniza en un vaso de plástico vacío que había junto a mi cama. Al fin, sintiéndome tranquila por primera vez aquella noche, me volví hacia la detective negra, que se me había presentado como la sargento Anji Abbott.
—¿Por dónde quiere que empiece? —pregunté.
Sonrió y colocó una grabadora en la mesilla de noche.
—Por el principio.
Asentí despacio, preparándome para lo que estaba por venir y, respirando hondo, empecé a hablar.
—Conocí a Anil en una ferretería. Yo estaba comprando un desatascador industrial y él... Bueno, la verdad es que no recuerdo lo que estaba comprando. Estaba más interesada en él. Era un tipo apuesto, un poco bajo y con un par de kilos más de lo que suele gustarme, pero tenía los rasgos bien definidos y el tipo de cara que sonríe con facilidad.
»Seré directa: me atraía. También tenía buenas manos, que es algo en lo que siempre me fijo en un hombre, así que me aseguré de llamar su atención, le dediqué una gran sonrisa y no hizo falta más. Empezamos a charlar, intercambiamos números de teléfono y en cuarenta y ocho horas teníamos una cita.
»Eso fue hace dos semanas. Tuvimos una cita más antes de esta noche, una cena en un restaurante local, que terminó con un beso en la calle y que podría haber ido más lejos si no me hubiera detenido mi regla sagrada: nunca te acuestes con un hombre antes de la tercera cita. Si no puede esperar hasta entonces, solo está jugando y es mejor evitarlo.
»De todos modos, la tercera cita era esta noche. Yo no conduzco, así que quedamos en que Anil me recogería en casa, en Watford, y me llevaría a la suya, en un pueblecito a pocos kilómetros de la mía, donde iba a cocinar. Creo que los dos sabíamos que íbamos a acostarnos y, para ser sincera, yo estaba un poco nerviosa. Siempre he sido una persona muy sexual. Eso no quiere decir que sea una devorahombres, ni mucho menos, solo que para mí es importante que un hombre sepa lo que hace en el dormitorio. He tenido más de un desastre sexual y, como Anil me caía bien, esperaba que saltaran chispas y, al mismo tiempo, temía que no lo hicieran.
»Sin embargo, en cuanto se presentó en mi casa, supe que algo iba mal. Estaba tenso y distraído, un contraste total con las otras veces que lo había visto, y estaba claro que algo le rondaba por la cabeza. Incluso le di la oportunidad de dejar la cita para otra noche, y por Dios que me hubiera gustado que lo hiciera, pero me dijo que no, que estaba bien, que solo había tenido un día duro en el trabajo. Esa era otra característica de Anil: era muy impreciso respecto a lo que hacía para ganarse la vida. Al parecer, era socio de una pequeña empresa familiar que importaba muebles de lujo de la India, y hasta ahí puedo contar, pues estaba claro que no le interesaba dar más detalles. Pero, evidentemente, le pagaban bien, porque vivía en una bonita casita independiente al final de un sinuoso camino rural que daba a unos campos. Todo parecía muy diferente del barrio de Watford al que yo llamaba hogar.
»“¿Qué delicias culinarias me tienes preparadas para esta noche?”, le pregunté cuando salimos del coche y nos dirigimos a la puerta principal.
»“Ah, bueno, hay un pequeño problema con eso”, dijo. “He tenido un día muy ajetreado en el trabajo y no he podido hacer el plato que quería, pero conozco un sitio tailandés estupendo que nos traerá la cena”. Me dedicó una sonrisa que parecía demasiado forzada mientras abría la puerta y entrábamos.
»No era precisamente la mejor manera de empezar la noche, pero al menos su casa estaba caliente y resulta que tenía una buena provisión de vino blanco de alta calidad, lo que siempre es una buena forma de mejorar las cosas. Compartimos una botella fría de Chablis en su sofá y creo que nos sentó bien a los dos, porque cuando él empezó a relajarse, yo también lo hice. Una cosa llevó a la otra, abrimos una segunda botella y empezamos a besarnos. Ni me acordaba de que tenía hambre, solo disfrutaba del mareo que me proporcionaba el alcohol, y antes de que me diera cuenta, o al menos eso me decía a mí misma, me estaba llevando escaleras arriba hacia el dormitorio.
»No diría que el sexo fue espectacular, es raro que lo sea durante la primera vez con alguien, sobre todo cuando los dos han estado bebiendo, pero Anil había causado una buena impresión y, mientras charlábamos de todo un poco, recuerdo que pensé que la velada estaba resultando bastante buena.
»Y ahí fue más o menos cuando todo empezó a ir mal, porque al segundo siguiente oí que se abría la puerta principal y que una mujer gritaba el nombre de Anil.
»Por su tono alegre y confiado, supe de inmediato que se trataba de su novia o su mujer, y la expresión de absoluta conmoción de su rostro cuando salió disparado de la cama no hizo más que confirmarlo. Sin embargo, hay que reconocerle que sabía pensar rápido.
»“Estoy arriba en el dormitorio, cariño”, gritó, sonando igual de alegre. “Bajo en un momento”. Luego se volvió hacia mí. “Puedo explicártelo todo”, susurró, “pero, por favor, ayúdame y métete debajo de la cama”.
»“¿Qué?”, exigí, atónita por su completo descaro.
»“Ella es impredecible. Hablo en serio. Si te encuentra aquí, nos matará a los dos”.
»Me agarró y me empujó fuera de la cama, saltando él mismo y tirando las copas de vino y la botella debajo. También escondió ahí la ropa, haciendo muy poco ruido, como si ya lo hubiera hecho antes, y sospecho que así es.
»Oí a la novia/mujer subiendo las escaleras y supe que tenía que tomar una decisión rápidamente. No me había parecido una mujer impredecible cuando llamó desde la puerta principal, y tal vez debería haberme quedado allí y haberme enfrentado a ella, haberle explicado quién era mientras me ponía la ropa, antes de salir con la cabeza bien alta. Pero, desnuda y en una casa extraña, y con solo unos segundos para tomar una decisión, opté por lo fácil y, tirando de la blusa y los vaqueros, cogí el resto de la ropa y me metí debajo de la cama. Había bastante espacio, y estaba cubierto por una colcha con volantes, por lo que no fue demasiado difícil vestirme.
»“¿Cómo estás, cariño?”, dijo. “Me estaba preparando para acostarme, estoy destrozado. ¿Cómo es que has vuelto esta noche?”.
»“Joder”, pensé, allí tumbada a medio vestir, con la nariz casi tocando el somier de la cama. “¿Por qué algunos hombres son tan cabrones?”.
»Y esa era la parte triste de todo aquello, que la pobre mujer no sospechaba nada.
»“No podía soportar la idea de pasar otra noche en un hotel, así que he cogido un vuelo más temprano. Iba a llamar, pero se me ha ocurrido darte una sorpresa”.
»Se rio, y noté por el roce de la ropa que él la abrazaba. Me pregunté si ella sospechaba que era un poquito mujeriego y había aprovechado la oportunidad para ponerlo a prueba.
»Fuera como fuese, no parecía preocupar demasiado a Anil.
»“Me alegro de que hayas vuelto, cariño”, dijo sin una pizca de miedo en la voz.
»Dios, en ese momento solo quería deslizarme fuera de mi escondite y decir: “No es verdad”, pero de alguna manera mantuve la calma, preguntándome cuánto tiempo iba a estar allí atrapada, sobre todo porque Anil había anunciado que se estaba preparando para irse a la cama.
»No tardé mucho en obtener mi respuesta.
»“Ooh”, la oí decir juguetonamente. “No estás tan cansado entonces...”.
»“Oh no”, pensé. “No puede ser. Acaba de hacerlo conmigo”.
»Por suerte, me salvé.
»“Vamos, es demasiado pronto para irse a la cama”, dijo ella. “Vístete y vamos a tomar algo al pub. ¿Has comido algo?”.
»Anil respondió que no.
»“Yo tampoco, y tengo hambre”.
»Se pusieron a charlar mientras Anil se vestía. Él le preguntó por su viaje; ella le preguntó qué había estado haciendo. Parecían una pareja normal y corriente, y una parte de mí sintió celos de la relación tan informal que tenían, porque yo no tenía nada parecido ni lo había tenido en mucho tiempo, pero me recordé que su relación no podía ser tan buena si Anil veía la necesidad de ser infiel y su mujer, que se llamaba Sharon, no se daba cuenta.
»Sharon daba vueltas alrededor de la cama mientras charlaba y yo experimentaba un escalofrío de excitación casi infantil por el hecho de tenerla a solo unos centímetros sin que tuviera ni idea de que yo estaba allí. Llevaba unos bonitos tacones abiertos y tenía unos pies bonitos, pequeños y delicados, con las uñas bien cuidadas y pintadas de color ciruela. Por alguna razón, verlos me hizo sentir lástima por ella. Se notaba que era una mujer que se cuidaba, que pensaba que tenía una relación con un tipo decente, pero que estaba siendo traicionada día tras día, porque él no era decente en absoluto. Era un pedazo de mierda. Sentí una verdadera oleada de ira. No iba a seguir escondiéndome. Iba a salir de debajo de la cama y decirle cómo era su marido en realidad. Iba a contarle cómo lo había conocido; cómo me había atraído hasta allí para cenar; que yo no tenía ni idea de que él tenía pareja, de lo contrario, no lo habría tocado ni con un palo porque no soy ese tipo de chica; cómo...
»“¿Qué es ese ruido?”, dijo Sharon.
»“¿Qué ruido?”, respondió Anil, abriendo la puerta de un armario.
»Pero Sharon no tuvo ocasión de contestar porque al segundo siguiente se abrió la puerta del dormitorio y soltó un único y sorprendido grito ahogado. Se oyó un ruido como el de una botella de champán al descorcharse y, tras una brevísima pausa, cayó pesadamente al suelo, de espaldas a la cama. Mientras yo la observaba estupefacta, se puso de lado y me miró directamente. Era una mujer bonita, de piel aceitunada, que parecía al menos en parte sudasiática y llevaba un vestido blanco debajo de un abrigo negro. Se agarraba el estómago con ambas manos y pude ver cómo el vestido se teñía de rojo por la sangre. Sus ojos marrones oscuros estaban muy abiertos y suplicantes, y necesité todo mi autocontrol para no gritar.
»Pero Anil sí lo hizo. Un aterrorizado “Por favor, no dispare”. Hubo otro sonido, como un chisporroteo de electricidad, y sentí a Anil caer de espaldas contra la cama; el impacto me golpeó en la nariz. El intruso, quienquiera que fuese, cogió una silla de la esquina de la habitación y la colocó junto al lugar donde Sharon yacía retorciéndose de dolor y emitiendo gemidos en voz baja.
»Maniató a Anil en la silla, y utilizó lo que parecía cinta adhesiva para asegurarlo.
»Desde mi ángulo de visión, solo podía ver las botas negras del asesino, aunque en un momento dado su mano bajó para envolver con cinta aislante los tobillos desnudos de Anil, y vi que llevaba una camiseta oscura de manga larga y guantes.
»Esos momentos fueron los más aterradores de mi vida. Aguantaba la respiración todo lo posible, tomando aire solo cuando el asesino hacía ruido, sabiendo que si me descubría allí me mataría casi con toda seguridad. Eso era lo peor, saber que en cualquier momento mi vida podría acabar. Una vez tuve una breve aventura con un detective que había trabajado en asesinatos, y solía decirme que los asesinos eran casi siempre tontos desgraciados que actuaban por el impulso del momento, que normalmente no tenían intención de hacerlo y nunca planeaban sus crímenes, por lo que en consecuencia solían dejarse atrapar con mucha rapidez. Pero esta persona no era así en absoluto. Aunque no podía verlo, me di cuenta de que era un hombre y de que era metódico y pausado, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Parecía sacado de una pesadilla, y apenas estaba a un metro de mí.
»El miedo me abrumaba y tuve que emplear toda mi fuerza de voluntad para contenerlo, sabiendo que para mí era, literalmente, la diferencia entre la vida y la muerte.
»Anil estaba volviendo en sí y emitía unos gemidos cansados.
»“¿Qué pasa?”, preguntó algo atontado.
»Su pregunta recibió un largo silencio.
»Después, el intruso dijo: “Si respondes a mis preguntas con la verdad, tu muerte será rápida. Si mientes, será lenta. ¿Lo entiendes?”.
»Era, como había sospechado, un hombre. Resultaba difícil precisar de dónde procedía el acento, pues sonaba bastante neutro, y yo no estaba prestando demasiada atención a ese detalle, pero estoy bastante segura de que era inglés.
»“Por favor. Mi mujer... está herida”.
»“Si respondes a mis preguntas, vivirá”.
»No oí la respuesta de Anil, pero el asesino le preguntó entonces cuántos teléfonos móviles tenía.
»“Solo uno”, dijo Anil, sonando mucho menos atontado ahora.
»El atacante hizo un movimiento brusco y Anil gritó de dolor y conmoción, con el cuerpo temblando en la silla. Toda la rabia que había sentido por él desapareció en ese momento.
»“Te cortaré en pedacitos si hace falta”, continuó el asesino con calma, “o incluso te quemaré vivo, pero vas a responder a mis preguntas”.
»“Mi cara”, gimió Anil suavemente mientras grandes gotas de sangre salpicaban la alfombra frente a la silla.
»“¿Cuántos teléfonos tienes?”
»“Dos”, dijo enseguida, con voz tensa. “Uno, en mis vaqueros. El otro, en el cajón detrás de mí”.
»El asesino localizó los dos teléfonos y hubo un breve retraso mientras supongo que los comprobaba.
»“Siguiente pregunta”, dijo al fin. “¿Qué sabes sobre el ataque propuesto?”.
»“Por favor. No tengo ni idea de lo que estás hablando”.
»“Anil, sé realista. Estoy aquí porque lo sé todo sobre ti y tu vida secreta, así que esta farsa no tiene sentido. Ahora, ¿vas a cooperar o quieres que te raje la otra mejilla?”.
»Hubo una breve pausa antes de que Anil hablara con tono de resignación: “Sé que el ataque es inminente”.
»“¿Quién te lo ha dicho?”.
»“Karim”.
»“Cuéntame los detalles”.
»“No los conozco, lo prometo. Solo sé que va a ser una operación importante y que va a ocurrir muy pronto. Eso es todo lo que Karim me contó. Intenté averiguar algo más, pero no me dijo nada. Ni siquiera estoy seguro de que él mismo conozca los detalles”.
»El asesino no dijo nada y lo oí darse la vuelta y salir de la habitación, seguido de pisadas en las escaleras, dejando tras de sí un silencio pesado y frío. Lo único que oía era la respiración agitada de Anil y el goteo continuo de su sangre sobre la alfombra. Entonces se me ocurrió que Anil podría intentar que lo liberara y recé para que no dijera nada porque sabía que el asesino no se había ido por mucho tiempo.
»“¿Estás bien?”, lo oí decir, y sentí un miedo repentino. “Sharon, cariño, ¿estás bien?”.
»Sharon rodó sobre su espalda. La sangre había empapado completamente su vestido y su rostro estaba pálido por la pérdida de sangre.
»“Duele...”, consiguió susurrar; el esfuerzo de hablar era demasiado para ella.
»Pasó un minuto. O podrían haber sido dos. Era difícil saberlo porque el tiempo parecía avanzar dolorosamente despacio, y me aterrorizaba la idea de que Anil me hablara y el asesino lo oyera. Pero entonces oí de nuevo los pasos en las escaleras y el asesino volvió a entrar en la habitación.
»“Por favor, te he dicho todo lo que sé”, dijo Anil desesperadamente. “Y no he visto tu cara. No le diré a nadie nada de esto, lo juro”.
»Oí que abrían un recipiente, vi de nuevo las botas del asesino justo al lado de la cama, y luego vertieron un líquido transparente sobre Sharon. Solo tardé un momento en darme cuenta de que era gasolina. Tosió y balbuceó, tratando en vano de zafarse. Anil estaba llorando y suplicando ahora, y yo podía sentir mi propio pánico al darme cuenta de que yo también podía acabar quemada viva allí arriba. Estuve a punto de salir rodando de debajo de la cama, así de asustada estaba, pero me las arreglé para contenerme, sabiendo que no lo conseguiría.
»“¿A quién le has contado lo del ataque?”, preguntó el asesino.
»“Los del MI5 lo saben”.
»“¿Qué saben?”.
»“Solo que pronto habrá un atentado, pero no cuándo, dónde ni quién lo llevará a cabo”.
»“¿Y cuál es tu cometido?”.
»“Me han dicho que siga sonsacando a Karim. Que averigüe todo lo que pueda”.
»“¿Han puesto micrófonos en su casa?”.
»“Sí”.
»“¿Y está bajo vigilancia?”.
»“Sí”.
»“¿Ahora mismo?”.
»“No lo sé, pero diría que casi seguro. Mira...”. Anil dudó. “Por favor, no le hagas daño a mi mujer, he dicho todo lo que sé”.
»El asesino hizo otro movimiento brusco y una vez más Anil gritó con un dolor salvaje.
»“Cuéntame los detalles”.
»“Te he dicho todo lo que sé, lo juro”.
»El asesino dio un paso adelante. Sus botas no estaban a más de medio metro de mi cuerpo cuando se puso justo delante de Anil.
»Anil seguía insistiendo en que le había dicho todo lo que sabía, pero el asesino repetía la misma pregunta de todos modos, con absoluta tranquilidad, como si estuviera acostumbrado a hacer este tipo de cosas; y entonces oí el sonido de más cinta aislante arrancada del rollo y las palabras de Anil se convirtieron en meros gruñidos ahogados.
»Oí el ruido de un corte y Anil se agitó violentamente en la silla. No sé cuánto duró, por suerte no creo que fueran más de unos segundos, pero al final los jadeos de Anil se calmaron y el asesino dio un paso atrás, y después le arrancó la cinta de la boca. Esta vez Anil no hizo ningún ruido y la habitación se quedó de repente muy silenciosa.
»El asesino se aclaró la garganta.
»“Bueno, Anil, vamos a empezar de nuevo. ¿Qué sabes del atentado? Cuéntamelo todo. Todavía te quedan partes que arrancar”.
»Pero la única respuesta fue la respiración agitada de Anil.
»Volví a oír el sonido de algo cortándose, y Anil pareció estremecerse en la silla por un momento antes de quedarse quieto.
»Ahora goteaba más sangre en el suelo y el asesino soltó la silla. Pensé que se iba, pero sentí una oleada de terror cuando empezó a rebuscar en cajones y armarios, sabiendo que seguro que miraría debajo de la cama, y luego...
»Me quedé congelada. Todo mi cuerpo se tensó. No me atreví a mirar a ningún sitio que no fuera hacia arriba, con la esperanza de que, si me encontraba, al menos lo hiciera rápido. Pensé entonces en mis dos hijos, lejos, al otro lado de dos océanos distintos, y me pregunté si volvería a verlos y lo destrozados que estarían si perdieran a su madre en circunstancias como estas. Eso era lo que pasaba con los chicos, que se preocupaban demasiado y no dejarían de dar vueltas a lo aterradores que habían sido mis últimos momentos.
»Así que esperé. Y esperé. Me pregunté cuánto tiempo me quedaba. El problema de este asesino era que no parecía tener ninguna prisa. Junto a mí, Sharon yacía de lado, por suerte mirando en la otra dirección, gimiendo débilmente, con la sangre de su herida manchando la alfombra a su alrededor.
»Oí cerrarse la puerta de un armario y las botas del intruso se acercaron a la cama.
»Iba a mirar debajo. Joder, iba a mirar.
Pero no lo hizo. En lugar de eso, rodeó la cama, se detuvo frente a Sharon y le disparó dos veces en la cara.
»Su cuerpo se arqueó una vez, sus manos cayeron a los lados y luego se quedó quieta.
»Oí al asesino entrar en el baño dejando la puerta abierta. Dejó la pistola sobre una de las superficies de porcelana antes de bajarse la cremallera y ponerse a mear.
»Mis opciones estaban claras: o me quedaba allí y dejaba que casi seguro me descubrieran, o me levantaba y echaba a correr.
»Siempre he sido impulsiva. Así es como acabé casada y embarazada a los diecinueve años, por lo que no siempre me ha servido de mucho, pero sabía que solo tenía una fracción de segundo para tomar una decisión.
»Salí rodando de debajo de la cama por el lado opuesto al baño y me puse en pie de un salto. Y, cuando me di la vuelta para salir corriendo, no pude evitar echarle un vistazo al baño; apenas le hice caso a Anil, que estaba sentado en la silla con la cabeza gacha. El asesino llevaba una especie de máscara, pero se la había subido por la cabeza y se le veía la cara. Nuestros ojos se encontraron. Me miró sorprendido y, antes de que pudiera ir a por la pistola, que estaba sobre la cisterna del váter, salí corriendo por la puerta del dormitorio, la cerré tras de mí, corrí hacia la escalera y bajé de tres en tres, desesperada por salir de allí.
»Pero él era rápido. Oía sus fuertes pisadas por el dormitorio y, cuando llegué a la planta baja, lo oí salir al pasillo tras de mí.
»Corrí por el salón diáfano hasta la puerta principal, que intenté abrir de un tirón. No se movió.
»El asesino ya estaba bajando las escaleras y en cualquier momento me tendría en su línea de visión. Además, después de verlo meterle tranquilamente dos balas en la cara a Sharon, yo sabía que no le iba a temblar el pulso para meterme una en la nuca.
»Intentando que no me dominara el pánico, vi que la puerta estaba cerrada desde dentro. Sin atreverme a mirar atrás por si ya me estaba apuntando, descorrí el cerrojo, abrí la puerta y de pronto me encontré en el exterior, con una bocanada de aire fresco golpeándome la cara.
»Cerré la puerta de golpe para darme un segundo más y seguí corriendo, gritando a pleno pulmón. A pesar de estar tan cerca de Londres, allí fuera se estaba en plena naturaleza y había un campo justo enfrente, al otro lado de la carretera. Pero no parecía que fuera a proporcionar una cobertura eficaz, así que giré de inmediato a la izquierda, donde un grupo de árboles se alzaban en la oscuridad junto a la casa de Anil.
»Veinte metros de camino de tierra me separaban de su refugio y corrí esa distancia con una velocidad que no creo haber alcanzado nunca, ignorando el agudo desgarro de las piedras y la arenilla bajo mis pies descalzos, sabiendo que en cualquier momento podía derribarme una bala.
»Llegué a la línea de árboles a buen ritmo y seguí adelante, impulsada por la adrenalina. A través de los árboles pude ver las luces de una casa a no más de treinta metros. No oía al asesino detrás de mí, pero eso no significaba que no estuviera ahí. Tenía que pensar rápido. La casa de Anil estaba en un lugar remoto. Ni siquiera se oía el ruido del tráfico. Era muy probable que nadie hubiera oído mi grito de auxilio. Así que, si el asesino era tan frío bajo presión como parecía, aún tenía el tiempo a su favor, y bien podría perseguirme hasta cualquier casa en la que me refugiara. Porque el problema era que había visto su cara. Solo había sido una fracción de segundo, pero era suficiente. Podría identificarlo. Podría situarlo en la escena de un doble asesinato. Yo era una amenaza.
»Tenía que esconderme en algún sitio. Me obligué a mirar hacia atrás por encima del hombro, pero solo veía árboles. Giré bruscamente a la derecha, alejándome de la casa y agachándome, y corrí unos diez metros más antes de sumergirme bajo una maraña de zarzas y volver a mirar en la dirección por la que había venido. Me quedé lo más quieta posible, intentando que mi respiración fuese tan silenciosa como la de los árboles que me rodeaban.
»Pasaron diez segundos. Luego veinte. Oí el sonido de alguien arrastrándose entre la maleza. Era él. Tenía que serlo.
»Me acurruqué con fuerza contra el suelo, aliviada por haber decidido vestirme con ropa oscura para la cita, y contuve la respiración.
»Se acercaba, pero no podía verlo porque mantenía la cara contra la tierra para que mi palidez no resaltara en la penumbra.
»Una ramita crujió bajo sus pies a no más de cinco metros y, mientras escuchaba, oí su respiración lenta y constante. Me estaba cazando. Lenta y metódicamente. Como si tuviera todo el tiempo del mundo.
»“Sé que estás ahí, en alguna parte”, dijo con voz cantarina, como si estuviera jugando con un grupo de niños. “Voy a encontrarte, y cuando lo haga...”.
»Estaba cerca. Joder, estaba cerca, y el deseo de ponerme en pie de un salto y salir corriendo era casi abrumador, pero no me moví. Aun así, contuve la respiración. Cuando era joven, en Sudáfrica, había sido una buena nadadora y estaba acostumbrada a aguantar la respiración durante mucho tiempo. Una vez, a los doce años, llegué a estar dos minutos y medio. Había perdido parte de esa habilidad con los años, pero aún era capaz de aguantar mucho más que la mayoría de la gente, lo cual no era malo, porque oí más pisadas en la tierra y me di cuenta de que se estaba acercando aún más.
»¿Me había visto allí tumbada? ¿Estaba jugando conmigo?
»Mi cuerpo se tensó. Esperando.
»Otro paso. Estaba casi encima de mí. Sentía que los pulmones me ardían.
»Y entonces lo oí, en algún lugar en la distancia: el gemido lastimero de una sirena. Era difícil saber si se estaba acercando o no, pero eso no importaba porque oí al asesino maldecir en voz baja y luego echó por el bosque, alejándose de mí.
»Me permití respirar, pero no me moví hasta que oí arrancar el motor de un coche un par de minutos después. Entonces metí despacio la mano en el bolsillo trasero de mis vaqueros y saqué el móvil. Solo tenía una raya de cobertura y, mientras marcaba el 999 y trataba de mantener la cordura aunque oía alejarse el coche, esperaba que fuera suficiente.
»Lo fue. El número sonó dos veces y lo cogió una operadora. Sentí una oleada de puro alivio.
»“¿Qué servicio de urgencias necesita?”.
»“Policía”, susurré, rezando para que mi pesadilla hubiera terminado. “Quiero denunciar un asesinato”.
2
—El shock es algo extraño. No siempre llega cuando lo esperas. Después de lo que había visto y oído, se podría pensar que estaba cerca de la catatonia y, sin embargo, me sentía extrañamente tranquila mientras esperaba en una cálida cocina bebiendo un café fuerte y muy sabroso con una relajante música clásica sonando de fondo.
»La pareja a la que pertenecía la cocina se llamaban Ben y Diane Miller, y eran los vecinos más cercanos de Anil. En cuanto me sentí lo bastante segura tras marcar el 999, salí de mi escondite en el bosque y llamé a la puerta. El señor y la señora Miller eran buena gente, rondaban los sesenta, ambos estaban jubilados y era evidente que gozaban de una buena posición económica. Me envolvieron en una manta y me ofrecieron consuelo y palabras amables mientras esperábamos a que llegara la policía, y su amabilidad fue un verdadero tónico después de la salvajada de aquella noche. Me recordaban a los padres que me hubiera gustado tener, y me sentía segura en su presencia.
»El primer coche de policía llegó quince minutos después de mi llamada, lo que no fue especialmente tranquilizador dado que estaba denunciando un doble asesinato recién ocurrido. Ninguno de los dos policías inspiraba mucha confianza. Uno era de mediana edad, gordo y con aspecto de tener problemas para detener un reloj, por no hablar de un delincuente decidido, mientras que el otro tenía un rostro tan fresco y menudo que parecía recién salido del colegio. Primero, fueron a casa de los Miller para comprobar que estaba bien y, luego, me dijeron que me quedara donde estaba mientras investigaban. No volví a verlos después de eso.
»Por suerte, sin embargo, en cuestión de minutos la caballería al fin fue llegando. Pronto pareció que utilizaban la casa de los Miller como sala temporal de coordinación, porque vi policías armados con uniforme, otros con mono blanco y detectives de aspecto serio con trajes arrugados deambulando por el piso de abajo mientras entraban y salían. Todos querían saber cómo estaba y consiguieron que un médico me examinara. Este me preguntó si estaba bien y en condiciones de hacer una declaración, y yo le dije que sí, pero le pregunté si podía hacerla cuanto antes, porque estaba cansada, tenía frío y hambre.
»“Estoy seguro de que alguien estará con usted en cuanto pueda”, dijo, tranquilizador. Pero hasta el momento no había venido nadie, y el único indicio de presencia policial que quedaba era el agente armado que estaba ante la puerta de la cocina.
»El señor y la señora Miller habían estado sentados conmigo hasta hacía unos minutos, pero el señor Miller se había ido a averiguar cuánto tiempo iba a pasar hasta que me entrevistaran por fin, mientras que una Diane claramente agotada se preparaba para irse a la cama.
»Estaba tomando otro sorbo de café, pensando en cómo la vida puede darte a veces verdaderos mazazos, cuando un hombre alto y trajeado entró en la habitación. No lo había visto antes, pero su aire sugería que era el que mandaba.
»“Señorita Kinnear”, dijo, extendiendo una mano. “Soy el inspector Alan Clarke, estoy a cargo de la investigación. Obviamente ha tenido una experiencia muy traumática. ¿Cómo se encuentra?”.
»Su tono era comedido y tranquilo, y enseguida me tranquilizó. Pensaba que era reconfortante saber que los buenos del mundo seguían siendo más numerosos que los malos. Tampoco era feo, y le eché un breve vistazo al dedo anular, observando que no tenía anillo.
»“Estoy bien”, dije con un suspiro. “No es exactamente así como esperaba que fuera la noche”.
»“No, seguro que no. Y parece que ha tenido suerte de escapar. ¿Puedo preguntar cuál era su relación con el señor Rahman?”.
»“Creía que era mi novio, pero resulta que no era la única mujer en su vida”.
»Me avergonzaba tener que entrar en detalles, pero sabía que debía hacerlo, así que le di una versión muy breve de lo que acabo de contarles, con la esperanza de que no me juzgara con demasiada dureza.
»Pero parecía que estaba mucho más interesado en lo que había visto y oído justo antes de que Anil fuera asesinado.
»“¿Así que ha estado en la habitación todo el tiempo mientras el asesino torturaba al señor Rahman?”.
»Asentí. “Así es”.
»“¿Y qué quería?”.
»“Información. Quería averiguar cuánto sabía Anil, o sea, el señor Rahman, acerca de un ataque. Con quién había hablado de ello”. Intenté narrar toda la conversación tal como la recordaba y, a medida que hablaba, la expresión del inspector Clarke se volvía sombría. Es extraño, pero solo en ese momento me di cuenta de la importancia de lo que había oído. Antes se había perdido en medio del terror de lo que estaba ocurriendo.
»Cuando terminé, el inspector Clarke me hizo repasar la conversación de nuevo. Estaba claro que el contenido le preocupaba.
»“Sé que esto es difícil para usted, señorita Kinnear”, dijo cuando terminé por segunda vez, “pero si recuerda algo más de la conversación, cualquier cosa, por favor, díganoslo de inmediato. Ahora, ¿ha podido ver al asesino?”.
»Era lo bastante consciente de mi situación como para saber que, si decía que sí, sería el final: toda mi vida cambiaría. Sería lo que esos programas de policías de la tele llamaban un testigo material, obligado a declarar en cualquier futuro juicio por asesinato. El miedo a testificar, o lo que es peor, a convertirme yo misma en objetivo, se cerniría sobre mí durante meses, posiblemente años. Soy una mujer normal que lleva una vida normal, que intenta salir adelante y, más que nada, quería olvidar por lo que acababa de pasar.
»Así que hice un gesto negativo.
»“No, no lo he visto. Lo siento. Estaba demasiado ocupada huyendo”.
»Inspiré hondo, recordando el miedo cuando había bajado por las escaleras sabiendo que el sádico bastardo que había torturado a Anil hasta la muerte estaba justo detrás de mí.
»“Pobrecita”, dijo el inspector Clarke, dándome una palmadita suave en el brazo, y sonó como si lo dijera en serio. “Voy a llamar a un par de agentes para que la lleven a la comisaría de Watford. Nuestro personal de enlace especializado se ocupará de usted y, cuando esté preparada, le tomaremos declaración. Pero ahora está a salvo. Se acabó”.
»“Gracias”, dije, y ese fue el momento en que se abrieron las compuertas al darme cuenta de la enormidad de lo que acababa de vivir.
3
—Diez minutos más tarde me encontraba en la parte trasera de un coche patrulla conducido por una alegre agente y su compañero. Ambos parecían querer hablar conmigo y, obviamente, intentaban que me sintiera a gusto, y supuse que no les habían dado todos los detalles de lo que había pasado en casa de Anil. Yo no estaba de humor para hablar y, cuando lo hice evidente, me dejaron en paz y siguieron charlando sobre un colega suyo que, en opinión de ambos, había sido ascendido por encima de sus capacidades gracias a su predilección por besarles el culo a los jefes. Estaba claro que no les gustaba y no se andaban con rodeos. Siempre me sorprende lo rápido que la gente de delante se olvida de que hay alguien detrás. Pero su conversación me hizo sentir mejor. Fue bueno volver a la normalidad de los cotilleos cotidianos.
»Pensé en mi decisión de no decirle al inspector Clarke que había visto la cara del asesino. Ahora me sentía mal por no haber dicho la verdad, sobre todo en un caso así. No creía que el asesino hubiese dejado muchas pruebas, así que una identificación positiva por parte de un testigo podría marcar la diferencia entre un veredicto de culpabilidad y una absolución. Tampoco era que no lo hubiera visto bien. Lo había hecho. Podía recordarlo sin problemas. Blanco, unos cuarenta años, complexión delgada y musculosa. Estoy segura de que lo reconocería si volviera a verlo.
»No dejaba de pensar en ello en el coche. No soy el tipo de persona que se aleja de una confrontación. Puede que sea una chica normal, pero también soy dura, y eludir mis responsabilidades así... No era propio de mí. Pensé en lo que mi padre me aconsejaría hacer si estuviera allí ahora. Me habría dicho que hiciera lo correcto, aunque estoy bastante segura de que él mismo no habría seguido su consejo. Aun así, en ese momento decidí ser sincera y admitir que había visto la cara del asesino.
»Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por la conductora.
»“Joder, ¿qué está haciendo ese tipo?”, dijo en voz alta, mirando por el retrovisor. “¿No ve que somos policías?”.
»Un resplandor llenó de repente el coche y, al mirar atrás, vi unos faros que se nos echaban encima a toda velocidad.
»Sabía que algo iba mal. Los horrores que había visto esta noche me habían puesto en guardia, así que me agaché en mi asiento para que no me vieran.
»“Voy a darle las malditas luces”, continuó la agente, sonando ofendida. “Vamos a parar a ese gilipollas”.
»Recordé lo frío y metódico que había sido el asesino de Anil. La forma en que había entrado en su casa y disparado a Sharon una sola bala antes de inutilizar a Anil, todo ello sin pronunciar una palabra. Un hombre como él no iba a tener miedo de un par de policías británicos desarmados.
»Mi yo racional, y aunque parezca mentira, solía ser el lado dominante, me decía que estaba paranoica, que el inspector Clarke tenía razón cuando me había dicho que todo había terminado, y que estaba haciendo el ridículo al encogerme en mi asiento como un perro asustado. Pero eso no impidió que el miedo se desprendiera de mí en oleadas. Ya era testigo de un asesinato y estábamos en pleno campo, con árboles a ambos lados de una carretera que, por lo demás, estaba desierta. Era el lugar perfecto para una emboscada.
»El otro coche se había echado hacia el arcén y se acercaba. El agente se giró en su asiento para dirigirse a mí. “No te preocupes”, dijo. “Prometo que no tardaremos, pero tenemos que parar a...”.
»“¡Joder, tiene una pistola!”, gritó la mujer policía con un alarido.
»Me tiré sobre el asiento cuando las ventanillas estallaron en una ráfaga de disparos automáticos, rociándome de cristales.
»Oí más que vi a la mujer policía desplomarse en su asiento y el coche se desvió de inmediato, fuera de control. El policía maldijo, se inclinó en el asiento del copiloto y agarró el volante cuando una segunda ráfaga de disparos automáticos rompió el aire nocturno. El coche patrulla se subió al bordillo, dando fuertes tumbos sobre un terreno irregular mientras el policía luchaba en vano por controlarlo.
»Notaba que el coche se ralentizaba, pero seguíamos yendo a un ritmo endiablado, con la maleza arañando la pintura. Entonces, sin previo aviso, chocó contra un árbol con un enorme crujido y salí despedida contra el respaldo de los asientos delanteros.
»La noche enmudeció de repente, salvo por los gemidos del agente. No estaba segura de si le habían dado o no, pero parecía aturdido y herido. No me moví ni hablé. Sentía como si estuviera viendo una película y no tuviera ningún control sobre los acontecimientos. Lo único que pude hacer fue ver cómo el policía forzaba la puerta del copiloto y salía a trompicones.
»Se tambaleaba sobre sus pies como un borracho mientras miraba hacia atrás en dirección a la carretera, y yo me quité el cinturón de seguridad, consciente de que no tenía sentido quedarme allí tumbada. Tenía que ayudarlo.
»Pero, en cuanto me incorporé, sonaron más disparos. Volví a echarme y, al girar la cabeza, tuve el tiempo justo para ver caer al policía.
»El tirador seguía ahí fuera. Estaba atrapada. Con el corazón latiéndome en el pecho, me quedé tan quieta como pude, bocabajo sobre los asientos traseros, haciéndome la muerta.
»Recuerdo haber visto un par de fotos en Internet un par de años antes que se me quedaron grabadas para siempre. La primera mostraba a un grupo de soldados iraquíes con los ojos vendados, arrodillados en fila ante una fosa común, mientras una larga fila de combatientes del Estado Islámico vestidos de negro se situaba detrás de ellos, apuntando con sus fusiles de asalto, y se preparaban para disparar. La segunda mostraba a todos los soldados muertos dentro de la tumba, con la sangre acumulándose bajo sus cadáveres, mientras sus verdugos lo celebraban. Lo que más escalofríos me había dado era imaginar el terror que debieron sentir aquellos pobres soldados mientras esperaban la inevitable bala, y en aquel momento había dado gracias a Dios de que algo así nunca me ocurriría a mí a miles de kilómetros de distancia, en la segura y cómoda Inglaterra.
»Y ahora yo también esperaba esa bala inevitable, sabiendo que estaba totalmente indefensa. Había tenido suerte debajo de esa cama, pero ahora parecía que se me había agotado toda.
»Pasó un minuto. Lo sé porque conté los segundos en mi cabeza. No sucedió nada. La noche permaneció en silencio, salvo el zumbido en mis oídos por el ruido de los disparos.
»Seguí contando. Cuando llegué a los cien, empecé a sentir el primer atisbo de esperanza. Cuando llegué a los doscientos, estaba segura de que el tirador había huido del lugar. Seguro que ni siquiera alguien tan seguro de sí mismo como él se quedaría mucho tiempo por allí.
»Y entonces lo oí: el estruendo de un motor cercano, seguido del sonido de pasos que se acercaban.
»Me quedé allí tumbada, esperando lo peor, hasta el momento en que oí las palabras “Hostia puta, llama al 999, están todos muertos” a través de la ventanilla destrozada del coche.
»Entonces levanté la vista, vi la cara aterrorizada de un chico de unos veinte años y sentí un alivio abrumador.
»La pesadilla por fin había terminado.
Suspiré y bebí un sorbo de agua, alejando mis pensamientos de la violencia de la noche y volviendo a esta pequeña y estrecha habitación. Mis manos habían dejado de temblar y me sentía tranquila mientras miraba a los dos agentes por turnos.
La sargento detective Anji Abbott asintió; su expresión era inescrutable.
—Menuda historia —dijo al fin.
—Parece que es usted una mujer muy afortunada —dijo el detective Seamus Jeffs, y algo en su tono sugería que no se creía del todo mi versión de los hechos, aunque Dios sabría por qué.
—O desafortunada —dije—. Por empezar una relación con alguien como Anil Rahman. Si no lo hubiera conocido, nada de esto habría ocurrido.
El detective Jeffs asintió; no parecía del todo convencido, pero lo dejé pasar.
—¿Cómo están los dos policías con los que iba en el coche? —pregunté—. ¿Lo lograron?
—Me temo que no —dijo la sargento detective Abbott—. Ahora tenemos que repasar algunos detalles de su historia. ¿Le parece bien?
Asentí.
—Nos interesa, sobre todo, la información que el asesino quería del señor Rahman.
Al igual que el inspector Clarke en casa de los Miller, me hizo repasar la conversación antes de proceder a interrogarme sobre diversas partes de mi testimonio.
—Una última cosa que tenemos que aclarar —dijo la sargento detective Abbott—. ¿Cuántos hombres había en el coche que los emboscó en la carretera?
—No lo sé. No vi a nadie. Estaba demasiado ocupada agachándome en el asiento.
—¿El coche avanzaba de forma errática?
—Avanzaba rápido.
—No me refería a eso. Estamos tratando de averiguar si una persona conducía el coche mientras otra efectuaba los disparos, porque por lo que podemos deducir, los disparos a los agentes que iban en la parte delantera del coche en el que viajaba usted fueron muy precisos, y eso habría sido muy difícil de conseguir para alguien que estuviera conduciendo al mismo tiempo.
Lo medité un momento.
—No me parecía que el coche avanzara de forma errática, así que creo que es probable que hubiera dos personas en él. —Me estremecí y bebí otro sorbo de agua—. Joder, no había pensado en eso. O sea, que podría haber más de un asesino.
Los dos agentes intercambiaron una mirada antes de que la sargento detective Abbott respondiera.
—Esa parece la explicación más probable. Pero ¿solo había uno en la casa?
Asentí.
—Así es. Solo había una persona allí.
La sala se quedó en silencio durante unos segundos mientras los dos digerían esa información.
—¿Y qué va a pasar ahora? —pregunté.
—Aún no lo sabemos —dijo la sargento detective Abbott—, pero tengo que ser sincera con usted. Está claro que esto ha sido un asesinato organizado y, como testigo que ha visto la cara de al menos uno de los asesinos, ahora es un objetivo. De momento, está a salvo. Tenemos agentes armados en la puerta, fuera de la sala y fuera del hospital. Nadie va a venir a por usted esta noche, pero va a necesitar protección policial a tiempo completo de aquí en adelante.
Tragué saliva.
—¿Durante cuánto tiempo?
—El tiempo que haga falta —dijo la sargento detective Abbott—. Mientras tanto, tengo que hablar con mi jefe. Lo siento. —Y, con esa disculpa final, expresada como si me acabaran de diagnosticar un cáncer, ella y el detective Jeffs se levantaron y se excusaron, dejándome sola en la sala y, al parecer, en el mundo.
4
Ray Mason
Hay un millón de maneras de hacer hablar a alguien, pero hoy en día un agente de policía está bastante limitado en cuanto a las que puede utilizar. Como sin duda sabréis, en el Reino Unido los sospechosos tienen todo tipo de derechos. Si eres de los malos, te las sabrás todas de memoria, y si por una completa casualidad del destino todavía eres un poco novato y aún no te las has aprendido, no te preocupes, tu abogado, uno al que no tendrás que pagar, te dará toda la información que necesites. Un policía no puede pegarte, no puede amenazarte ni puede coaccionarte. Mierda, ni siquiera puede mentirte. Podemos presionarte, por supuesto, e intentar que cooperes de ese modo, pero solo si tenemos una sólida montaña de pruebas que respalden nuestras acusaciones. Incluso en estos tiempos tecnológicamente avanzados, con cámaras en cada esquina y pruebas de ADN en una simple mota de polvo que puede señalar tu presencia en la escena de un crimen, sigue sin ser fácil obtener un resultado.
Como policía, tienes que aprender a ser ingenioso. Por eso estaba en el Dungeon of Desire, también conocido como Gladstone Crescent número 23, una casa destartalada en una zona de Hackney que se resistía valientemente a la gentrificación, a las doce y media de la noche de un día laborable.
—Está en la habitación al final de la escalera —dijo Madame Pecado, también conocida como Ola Wercieska, la propietaria del establecimiento. Estaba fumándose un cigarrillo y llevaba unas botas de cuero negro hasta los muslos, medias de rejilla negras y un corsé que parecía que iba a explotar bajo la presión de su corpulencia. No parecía contenta, pero claro, mi visita la había pillado por sorpresa, y tampoco le había gustado que me hubiera saltado la seguridad del calabozo, que recaía en su novio Pietr, el cual pesaba una tonelada y parecía la foto del «antes» en un anuncio de musculitos. Pietr estaba ahora sentado con la cabeza gacha, fumándose también un cigarrillo y haciendo todo lo posible por evitar la mirada acerada de Ola.
—¿Prometes que esto no es una redada? —preguntó en tono de exigencia y volviendo a dirigirme su mirada de acero.
—Lo prometo. Solo quiero charlar con él y luego dejaré de darte el coñazo.
—Es un buen cliente —dijo con pesar—. Pero no me da buena espina.
—La gente como él nunca lo hace. ¿Está vestido?
Puso mala cara.
—Por desgracia, no.
Y así, con el corazón encogido, subí las escaleras, abrí la puerta y entré en la mazmorra.
El hombre al que buscaba yacía desnudo y espatarrado en una cama con las sábanas manchadas, y las muñecas y los tobillos encadenados a unos postes metálicos en cada esquina; todo su cuerpo temblaba de expectación ante el regreso de Madame Pecado. Al menos esperaba que fuera el hombre al que buscaba. No resultaba obvio de inmediato, ya que llevaba una máscara negra de PVC que le cubría toda la cabeza, sin agujeros para los ojos y solo una cremallera abierta en la boca que le permitía hablar, lo que hacía prácticamente imposible una identificación positiva. Lo más interesante es que también llevaba lo que parecían ser unos calzoncillos de acero y PVC con un hueco en forma de pene que sobresalía de la ingle en un ángulo curvo de cuarenta y cinco grados, en teoría para reprimir la erección. Me lloraban los ojos con solo mirarlo.
Sin embargo, puesto que Madame Pecado dirigía un local muy pequeño, junto a su prima Katja —también conocida como Señora Oscura—, a quien podía oír administrando castigos en la habitación de enfrente, estaba bastante seguro de que tenía a mi hombre.
Al otro lado de la cama, bloqueando la ventana, había una estantería hasta el techo que parecía un expositor con la colección completa de Ann Summers, repleta de látigos, consoladores, palas, correas, más látigos y algunas cosas que nunca había visto con funciones que ni siquiera me atrevía a adivinar. Detrás de las estanterías, el marco de la ventana traqueteó cuando un tren pasó retumbando por el terraplén junto a la casa.
—Joder —dije, deteniéndome a los pies de la cama—. Aquí huele a calabozo.
De inmediato, Joe Thomas dejó de temblar de expectación y empezó a agitarse en sus ataduras, mirando a su alrededor a ciegas mientras intentaba averiguar qué estaba pasando.
—¿Quién demonios está ahí? —preguntó con un fuerte acento de Irlanda del Norte. Su tono era beligerante, pero tenía un punto nervioso.
—Solo será un momento —dije—. Voy a hacer una foto.
Levanté mi teléfono y lo capturé tumbado en todo su esplendor. El tren ya había pasado y el clic del disparo de la cámara se oyó con fuerza en la habitación. Tomé una segunda por si acaso.
—Guarda esa puta cámara y déjame salir de aquí —gritó enfadado—. O haré que lo lamentes.
—¿En serio? —pregunté—. ¿Y cómo te propones hacerlo? Supongo que la gran alegría de estar atado así es la entrega completa de todo el control a otra persona. Pero también te hace muy vulnerable, ¿no?
Puse el teléfono en vídeo y me grabé a mí mismo abriendo la cremallera de la máscara de sumiso y arrancándosela de la cabeza. Un hombre pálido y regordete de unos cincuenta años con una barba canosa bien recortada y poco pelo quedó al descubierto. Giró la cabeza en dirección contraria a la cámara, luchando contra sus ataduras mientras yo filmaba, pero no le sirvió de nada.
Cuando tuve todo lo que necesitaba, terminé de grabar y guardé el teléfono.
Joe Thomas dejó de moverse y me miró fijamente durante unos segundos. Le devolví la mirada.
—¿Quién eres? —dijo al fin, ya más tranquilo.
—Soy un hombre que tiene tu destino en sus manos —respondí, clavando mis ojos en los suyos—. Lo sé todo sobre ti, Joe Thomas. Sé dónde vives, el nombre de tu mujer y los nombres de tus hijos, incluido el ilegítimo. Conozco los nombres de tus amigos de tus días en el IRA, hombres que ahora son republicanos disidentes que planean activamente atentados en suelo británico, y sé que compartes sus puntos de vista, Tom. Puede que por fuera seas un hombre de negocios honrado y un miembro importante de tu iglesia local, pero sigues dispuesto a ayudar a la causa cuando puedes, y sé que estás en contacto activo con ellos.
—No puedes probar nada de esto.
—Puede que no. Eres cuidadoso, lo reconozco. Pero claro, no necesito demostrarlo, ¿verdad? Porque sé que si hago públicas estas fotos y este vídeo con detalles de dónde fueron tomadas, tu reputación de hombre duro, de hombre de familia... quedará totalmente destruida. Serás un paria, un leproso. Un hazmerreír. Tu mujer y tus hijos te repudiarán. Toda tu vida se volverá una mierda. —Hice una pausa para que asimilara mis palabras—. A menos que hagas algo para ayudarme.
Thomas entrecerró los ojos.
—¿El qué?
—Vas a convertirte en mi informante —respondí—. Sé que conoces a gente en las filas republicanas disidentes. Gente que importa. Esos tíos te respetan, confían en ti. Y lo más importante, Joe, hablan contigo.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí que lo sabes. Y, cuando te hablen de lo que piensan hacer y de cómo van a hacerlo, te pondrás en contacto conmigo. Vas a decirme lo que está pasando y yo haré el resto. Si eres sincero y tu información es buena, nada de lo que hay en mi teléfono verá nunca la luz. Te doy mi palabra. Pero si rechazas mi oferta o, peor aún, me das información falsa, todos los tabloides de este país tendrán fotos tuyas atado a esta cama, junto con una biografía completa de quién eres y qué representas. Será una cobertura mediática agresiva. Imagínate los titulares. Incluso pondré carteles por todo tu barrio. No tengas dudas, Joe. Te joderé mucho más fuerte de lo que Madame Pecado podría hacerlo jamás.
—Eres policía, ¿no? —escupió Thomas—. He visto tu cara antes. No puedes hacer esto. Tengo derechos, ¿sabes? Te denunciaré y te echarán de tu puto trabajo, ¿lo entiendes?
Es asombroso cómo los llamados enemigos del Estado, ya sean anarquistas, yihadistas o comunistas revolucionarios, utilizan las leyes que tanto quieren derrocar para protegerse en cuanto se violan sus supuestos derechos.
—No importa si soy policía o no —dije—. Lo que importa es que te tengo pillado y no hay nada que puedas hacer al respecto.
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