La tormenta en un verano infinito - Raquel Attard - E-Book

La tormenta en un verano infinito E-Book

Raquel Attard

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Beschreibung

Las vidas de Aston y Madison cambiaron irremediablemente cuando tuvieron que separarse, cinco años atrás. Durante ese tiempo, cada uno ha tenido que enfrentarse a sus propios demonios, intentar curar sus heridas y aprender a sobrevivir sin el otro. Ella aún se acuerda de él, aunque es la culpable de que perdieran el contacto. Él aún le guarda rencor, aunque no ha dejado de echarla de menos ni un solo segundo. Cuando Madison vuelve a Santa Mónica para cursar el último año de instituto y se encuentra con un Aston tan irresistible como borde, entre ellos saltan chispas capaces de desencadenar una tormenta. Se quieren tanto como se odian. Y, en medio de todo ese caos, ambos guardan muchos secretos que no piensan revelar. ¿Qué ocurrirá cuando la verdad salga a la luz?

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Índice de contenido
Prólogo: Goodbye, California
1: Million Pieces
2: Centuries
3: Way Back Home
4: Boulevar of Broken Dreams
5: I Don’t Trust You Yet
6: City of Devils
7: Heres Comes the Hotstepper
8: California Dreamin’
9: Come as You Are
10: My Bestie and Your Bestie
11: With or Without You
12: Someone Like You
13: Stronger (What Doesn’t Kill)
14: It Never Rains in Southern California
15: Forgiving Me
16: I’m Still Living with Your Ghost
17: California is Burning
18: Nevermind
19: It’s the End of the World as We Know It
20: Love Yourself
21: Story o∫f My Life
22: Sacrifice
23: Born This Way
24: Let It Be
25: No Matter What
26: Breaking News
27: You Drive Me Crazy
28: Masters of War
29: Get the Party Started
30: Circle of Life
31: Maps to the Stars
32: Pictures of You
33: Thinking Out Loud
34: Wake Me Up
35: Flowers
36: Eternal Flame
37: Looking for Paradise
38: On My Way
39: You and Your Heart
40: Call Me Maybe
41: We Will Rock You
42: Shape Of You
43: Losing My Religion
44: There’s Nothing Holdin’ Me Back
45: Sweetest Devotion
46: No Room for Doubt
47: Good Vibrations
48: Masquerade
49: My Heart Will Go On
50: Anti-Hero
51: As It Was
52: Killing Me Softly
53: Break My Soul
54: Titanium
55: Oh, Mother
56: Call It Love
57: If You Need Me, Call Me
58: Dancing Queen
59: Scars To Your Beautiful
60: Chasing Cars
61: Be Thankful
62: Hotel California
EPÍLOGO: Happy New Year
Agradecimientos

Título: La tormenta en un verano infinito

©️ 2023 Raquel Attard

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: noviembre 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

A mi madre, que movería el mundo por mí sin dudarlo un solo segundo. A mi abuela, a la que sigo queriendo incondicionalmente.

«¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? Que solo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños».

Carlos Ruiz Zafón

«Recuerdo aquella noche mejor que algunos años de mi vida».

Antes del atardecer

Prólogo: Goodbye, California

MADISON

Julio de 2017

Mis amigos y yo estábamos intentando dar caza al gato de la señora Davis. Bigotitos corría como el viento mientras nosotros lo perseguíamos en una misión supersecreta.

Lo habíamos secuestrado para poder comprarnos una tabla de surf entre todos con el dinero de su rescate. Era el nuevo objetivo que teníamos, pero nuestros padres se habían puesto de acuerdo y nos lo habían prohibido. Decían que aún éramos demasiado pequeños para eso, que ya llegaría el momento, así que decidimos tomar cartas en el asunto.

Aston y yo íbamos delante mientras Liam y Ari nos seguían en la retaguardia, con el transportín a cuestas. El caso era que el escurridizo gato se había escapado y ahora temíamos que se perdiera y no poder cobrar la recompensa.

—Tú ve por la derecha —me ordenó Aston—. Yo iré por la izquierda y lo atraparemos antes de que salte.

—¿Quién te ha nombrado jefe del grupo? —me quejé.

No sabía ni por qué había venido, ya que a él no lo incluía dentro del concepto de «amigo». Creía que podía mandarnos lo que quisiera y que lo obedeceríamos sin rechistar solo por tener unos meses más que nosotros.

—¿Tienes una idea mejor, mocosa?

Puse los ojos en blanco. Ya volvería a discutir con él ese sobrenombre por el que me llamaba desde que tenía uso de razón. Casi era tan alta como él y mucho más lista, pero en ese momento no había tiempo para hablar de cosas que todo el mundo sabía menos él.

—¡Liam! ¡Ari! —los llamé para que se acercaran con el transportín que llevaban a cuestas entre los dos, lo que no era raro, ya que solían hacerlo siempre todo juntos.

Cuando me giré, los encontré cuchicheando.

—¿Se puede saber qué hacéis? ¡Bigotitos se va a escapar!

Acabábamos de llegar al muelle, sorteando a toda la gente que había por allí, y el pobre gato se había parado en el borde del final del camino, sopesando si era mejor tirarse al agua y ver lo que le deparaba la suerte o dejarse atrapar.

No me extrañaba. Si yo supiera que una panda de locos me seguía para encerrarme en una jaula, también me lo pensaría dos veces.

—¡Si es que sois unos críos! —exclamó Aston a mi lado.

—Si is qui siis inis criis. —No podía evitar provocarlo.

Fui hasta donde estaban Ari y Liam, les quité el transportín de las manos y, con mucho esfuerzo, lo acerqué al gato.

—¡Ay, joder! ¡Me ha arañado! —se quejó Aston.

Se lo tenía merecido. Era un gruñón.

—No digas tacos —lo reprendió Ari.

—No seas repipi, Ariadna.

—¡No lo soy! —Se enfurruñó ella.

—¿Alguien puede ayudarme a meter al gato en la jaula? —me exasperé.

—No es una jaula —me rectificó Aston, que siempre tenía que decir la última palabra.

—Claro que sí —afirmé solo por llevarle la contraria.

—¡Voy! —Liam se puso las pilas y entre los dos consiguieron atrapar al gato y meterlo dentro mientras yo cerraba la rejilla y Ari aplaudía.

Estaba asfixiada después de la carrera, así que eché a andar hacia la playa sabiendo que los demás me seguirían.

—Dame al gato. —Aston me quitó el transportín de las manos y lo llevó solo durante el resto del camino.

—¿Pero qué te crees, que voy a salir corriendo con él?

—Eres muy capaz de sacar fuerzas de donde sea si encuentras una buena motivación.

Puse los ojos en blanco y me tumbé en la arena. Bigotitos maulló.

—Está sediento —dijo Ari, que había cogido una tarrina del puesto de helados para darle de beber.

—Cuando estemos con la señora Davis, dejadme hablar a mí —repuso Aston.

—¿Por qué tienes que hablar tú siempre? ¡El plan ha sido mío! —protesté.

—Porque yo lo he perfeccionado.

—No puedes perfeccionar lo perfecto. —Le saqué la lengua por lo absurdo de su afirmación.

En todo caso, lo habíamos hecho entre los dos, pero eso no iba a reconocerlo en voz alta. Teníamos doce años y una imaginación desbordante para conseguir nuestros propósitos.

—Eres un mandón, colega. —Liam le dio un codazo y se dejó caer a mi lado.

—Y vosotros, unos niñatos.

Yo empecé a mover los brazos y las piernas para crear un ángel con la arena calentita mientras los escuchaba discutir. Se podían tirar así toda la tarde.

—Solo tienes diez meses más que yo, ¡no te flipes tanto, chaval!

—Los necesarios para confirmar mi teoría de que tú eres un enano, y no solo porque seas más bajito que yo —se burló Aston.

Sabía cómo picar a su hermano, ya que Liam deseaba ser jugador de hockey profesional, pero aún no se había desarrollado físicamente lo suficiente y era uno de los más delgaduchos del equipo.

—Mi cociente intelectual es mayor que el tuyo.

—Tu estupidez también.

—Parad ya, chicos —bufó Ari.

El móvil que mis padres me habían regalado por mi cumpleaños comenzó a sonar. Era mamá y necesitaba que volviera ya a casa.

—Es hora de largarse.

Me puse en pie de un salto y mi amiga me ayudó a quitarme la arena de la ropa y del pelo para que mamá no me regañara.

Volvimos andando hasta casa de nuestra vecina, la señora Davis, alternándonos para cargar con el transportín.

—¡Bigotitos! —soltó un chillido emocionado y se abrazó al gato como si le fuera la vida en ello.

Después de secuestrarlo, le habíamos sugerido que pusiera carteles con su foto, ofreciendo una recompensa a quien lo encontrara. Nosotros mismos los repartimos por toda la zona, lo que no fue demasiado inteligente —o sí, según se mire— porque se presentaron varias personas con gatos callejeros y a la señora Davis le dieron tanta pena que terminó acogiéndolos a todos.

—Muchas gracias, señora. —Aston se guardó los cien dólares prometidos en el bolsillo. Luego se giró y compartimos una mirada de complicidad mientras volvíamos a nuestras casas.

—¿Crees que podremos comprarnos una tabla con ese dinero? —le pregunté. Él compuso una expresión interesante. Le encantaba achicar los ojos cuando lo hacía y yo me burlaba de él diciéndole que pronto tendría tantas arrugas como su padre.

—Nos vemos mañana aquí a las diez y vamos a la tienda de Mike. Seguro que encontramos alguna.

—¡Bien! —exclamaron Ari y Liam al mismo tiempo.

Los tres chocamos las manos y después los puños, mientras Aston refunfuñaba fastidiado.

Era nuestro saludo secreto, pero él decía que pasaba, porque era demasiado mayor para esas tonterías. Desde que se había dado un beso con Danna estaba de un creído que, de verdad, era irritante.

¡Besar era asqueroso! Unas semanas antes Aston y yo lo habíamos probado por culpa de una apuesta, pero a los dos nos dieron mucho asco las babas del otro y ninguno de los dos habíamos querido repetir. No sabía por qué ahora le daba tanta importancia.

Primero dejamos a Ari y después me despedí de los hermanos West en la entrada de mi casa. Volvíamos juntos porque éramos vecinos, nuestras casas eran contiguas.

—Nos vemos, Mads.

—Hasta mañana, Maddie.

—Hasta mañana —contesté, pero el mañana nunca llegó. Al menos, no el que teníamos planeado.

Cuando entré en casa, mis padres me estaban esperando en el salón, sentados alrededor de unas tazas de chocolate.

Arrugué la nariz. Yo ya sabía que solo me permitían tomar chocolate cuando iban a darme una mala noticia. Como cuando mi perrito, Rex, tuvo que irse al cielo porque su mamá lo necesitaba más que yo y no podía ser egoísta. O cuando el abuelo se fue a vivir a la residencia con otros ancianos y dejamos de visitarlo con tanta frecuencia.

Me preparé mentalmente para el golpe, aunque todavía no supiera de qué se trataba. En mi cabeza empezaron a brotar un montón de posibilidades. Ninguna ni remotamente parecida a la realidad que me aguardaba.

—Madison, siéntate, tenemos que hablar.

Mamá me ofreció una taza de chocolate y yo me impregné de su aroma y lo saboreé a conciencia. Que no mencionara mi aspecto desaliñado me daba una pista sobre la gravedad del asunto. Cuando ya tenía una buena sobredosis de azúcar en el cuerpo, fue cuando la bomba estalló.

—Vamos a mudarnos a Boston. A tu padre le han ofrecido el puesto de cirujano jefe en el Hospital General de Massachusetts —lo dijo sonriendo y no entendí por qué.

—¿No puede irse él solo? —Lo señalé y el gesto de mi padre se tornó en una mueca triste.

No es que no lo quisiera, pero pasaba demasiado tiempo fuera de casa y no había llegado a establecer un vínculo real con él. Mi madre suplía todas sus carencias y así nos iba bien. De hecho, incluso me hubiera extrañado que estuviera presente en aquella conversación si no fuera porque le afectaba directamente.

Dicen que al final nos acostumbramos a todo, aunque duela: a vivir sin papá, sin Rex o sin el abuelo. Simplemente, a vivir. Y supuse que sería aún más fácil no echar de menos esa parte que faltaba si nunca la había tenido realmente.

—No podemos dejarlo solo. La familia debe permanecer unida, lo sabes, ¿verdad?

Asentí sin saber que aquellas palabras volarían con el viento, muy lejos de allí, igual que hicimos nosotros una semana después.

Aston dejó de hablarme en cuanto supo la noticia, así que solo pude despedirme de Liam y de Ari. Les juré que mantendríamos el contacto. A ellos dos aún no les habían comprado móviles, pero tenían mi número y podríamos hablar por el teléfono fijo, escribirnos… En cuanto supiera mi nueva dirección, se la haría llegar.

El camión que se encargaba de la mudanza metió toda nuestra vida en unas cajas y nosotros fuimos detrás. Me monté en el asiento trasero del coche y miré por la ventanilla.

Dejaba mi casa, mis amigos, mi familia. Y en ese momento, aunque ni siquiera estaba segura de lo que significaba, supe que nada volvería a ser igual. El alcance que tendría aquella decisión provocaría un efecto dominó que afectaría a todas las personas que me importaban de Santa Mónica. Y a él. Pero yo no lo sabría hasta muchos años después.

1: Million Pieces

ASTON

Septiembre de 2022

Contemplo el mar infinito tumbado encima de la tabla de surf y dejo que las diminutas olas mezan mi cuerpo en un vaivén relajado. Si tengo suerte, la sensación de paz y tranquilidad que se respira en el ambiente me acompañará durante el resto del día.

El sol comienza a salir por el horizonte y acaricia mi piel. Aún no hay nadie en la playa a esta hora, aunque ya puedo escuchar a lo lejos el ruido de los comercios del muelle abriendo sus puertas.

Pronto yo también tendré que irme a la cafetería. Trabajo allí todos los veranos y tres tardes a la semana durante el curso. Es una forma de ayudar a mi abuela con los gastos, ya que su pensión no es suficiente para mantenernos a los tres y pagar las facturas.

Mi padre se encargó de pulirse todos los ahorros que teníamos, así que ahora solo nos queda sacarnos las castañas del fuego o hundirnos con él.

Mi hermano da clases de surf a los pequeños. Se le da muy bien enseñar e incluso en invierno hay una gran demanda de críos que quieren aprender a coger olas.

Ari, él y yo aprendimos juntos. Fue el deporte que nos unió más aún de lo que ya lo estábamos y que nos hizo prácticamente inseparables. Me llevo tan solo diez meses con mi hermano, así que siempre hemos estado en las mismas clases y compartimos el mismo grupo de amigos.

Yo amo el surf, por eso quiero guardarlo para mí, reservarme esos momentos de paz, de calma en la tormenta. Que siga siendo mi refugio, el sitio al que acudir cuando todo lo demás me falla. En cambio, para Liam es solo un pasatiempo. Su auténtica pasión es el hockey y se está esforzando muchísimo para conseguir ir a la Universidad Estatal de San José el año que viene con una beca deportiva para jugar con los Sharks. De momento ocupa la posición de delantero en el instituto y está muy bien considerado por su equipo, así que ya ha conseguido parte de su sueño. Lo único que necesita es que los ojeadores se fijen en él.

Yo aún no tengo ni idea de lo que voy a hacer con mi vida. Me gusta escribir, así que redacto algún reportaje o cubro alguna noticia para el periódico del instituto de vez en cuando y probablemente iré a la Universidad del Sur de California para estudiar Periodismo. Supongo que ese es el camino lógico.

Ambos nos quedaremos cerca de la abuela y, en cierto modo, también cerca el uno del otro, pues será la primera vez que nuestros caminos se separen en diecisiete años y ninguno de los dos va a llevarlo bien, aunque tampoco ninguno lo diga en voz alta.

Salgo del agua y ando los veinticinco metros de arena que separan mi casa del mar, secándome el cuerpo con la cálida brisa del verano.

Encuentro a mi abuela en la cocina, haciéndonos el desayuno. No regaño casi nunca a esta mujer, cualquiera le lleva la contraria, pero este tema suele ser motivo de discusión. Siempre le digo que no hace falta que nos lo prepare, que tenemos dos manos, y ella me contesta que la hace sentirse útil, a lo que yo contraataco con que para mí jamás dejará de serlo porque la necesitaré toda mi vida, por muy mayor que me haga.

—Buenos días, mi niño. —Sus ojos me sonríen cuando le doy un beso en la cabeza.

—Buenos días, abuela. Cada día estás más guapa.

Hace un mohín siempre que le dedico algún cumplido y es un gesto que me resulta encantador viniendo de ella.

—Anda, siéntate, adulador. Voy a hacer las tostadas.

Recreo el saludo militar y la ayudo a terminar de poner la mesa. Gracias a ella, mi hermano y yo hemos crecido como personas independientes. Nos ha enseñado a poner una lavadora, a limpiar, incluso a cocinar algunos platos básicos para no morirnos de hambre y otros más elaborados para «pretender a las chicas».

—Voy a darme una ducha antes, que empiezo el turno en una hora.

—Trabajas demasiado para ser tan joven.

Su mueca de disgusto me encoge el corazón. Tiene sesenta y ocho años. Es una mujer fuerte, que ha tenido que sacar adelante sola a dos nietos rebeldes y que ha pasado por varias situaciones desgarradoras, que la han convertido en la persona que es ahora. Situaciones que también nos han influido a nosotros irremediablemente.

—Tú ya trabajabas a mi edad.

Hace un gesto con la mano, como restando importancia a mi comentario.

—Eran otros tiempos. Yo he luchado para que tú no tuvieras que hacerlo, y ahora, míranos —se queja con la frente fruncida.

Cada surco de su piel es una experiencia que contar y a mí me encanta escucharlas todas. Incluso las más duras, que ella se empeña en dulcificar como si se tratara de un cuento de dragones, príncipes que pueden con todo y princesas que se salvan solas.

—Ahora vuelvo. No te pongas con las tostadas todavía, que se enfrían. —Le ofrezco mi mejor sonrisa, esa que sé que saca la suya, y voy hasta la ducha.

Dejo que el agua caliente corra por mi cuerpo. Me encanta recrearme en esa sensación reconfortante que me traspasa la piel, aunque solo dure cinco minutos. Luego me visto y voy a despertar a Liam. Es tan dormilón que suele ser el último en levantarse.

La habitación está en penumbra y huele a alcohol. Subo la persiana y me lo encuentro espatarrado sobre el colchón, bocabajo y con un hilillo de baba impregnando la almohada.

—¡Arriba, enano! —Tiro de las sábanas y él gruñe dándose la vuelta y tapándose la cara con el antebrazo.

—¡Déjame en paz! Todavía no son ni las ocho.

—Entras a trabajar a las ocho y tu abuela ya te ha hecho el desayuno, así que espabila —lo increpo y no tengo más remedio que reírme por su mueca de fastidio.

Anoche salió con los chicos del equipo y debe de tener una resaca de la leche.

Desayunamos en la mesa de la cocina, con un gran café y unas tostadas. Ya casi estoy levantándome para irme cuando mi hermano hace su aparición, enfundado en un traje de neopreno hasta la cintura y con el torso desnudo. Tenemos el muelle tan cerca que no merece la pena ponerse otra ropa para el camino. Su pelo, rubio por el sol y tan igual al mío, está despeinado. Y sé que ha tardado más en arreglarse porque se tira cantidades ingentes de tiempo colocándose el cabello de esa forma estudiada.

—Buenos días, abuela. —Le llena la cara de besos y ella se ríe como si la estuvieran torturando con un ataque de cosquillas.

—Buenos días, tesoro. Siéntate.

—Ya no me da tiempo. Cojo el café para el camino.

—Pues llévate también alguna tostada, no te puedes pasar toda la mañana sin comer.

—Tranquila, las madres suelen traerme algún trozo de pastel o cualquier aperitivo.

Mi abuela alza una ceja experta.

—Trozo de pastel les voy a dar yo a esas descaradas.

—Anda, no refunfuñes. Me tienen muy mimado, como a ti te gusta. —Ella farfulla alguna maldición que no alcanzo a entender mientras ambos le damos un beso en cada mejilla y nos despedimos hasta el almuerzo.

—Tienes un morro que te lo pisas —le digo cuando salimos de la casa.

—Como si a ti no te llovieran las servilletas con números de teléfono en la cafetería —se burla mi hermano.

—Bueno, pero esas chicas por lo menos tienen mi edad.

—La edad solo es un número —se defiende.

—Muy bien, enano —recalco la última palabra porque sé cuánto le fastidia que lo llame así desde que éramos pequeños.

—Te odio.

—Me adoras.

Ambos sonreímos.

—Nos vemos luego, As.

—Pásalo bien, Li.

Llego a La Bohème diez minutos antes de mi hora. Dejo mis cosas en el cuarto del personal y me pongo la camiseta del uniforme. Es negra y tiene el logotipo del local dibujado en el pecho.

—Ey, Jackson. ¿Cómo va la cosa? —Mi compañero, y uno de mis mejores amigos, abre a las siete y recibe a los primeros clientes de la mañana.

—Tranquila todavía. La mesa doce te busca.

Miro hacia la terraza y veo a unas chicas del instituto desayunando. Danna, Alysa y Kate son algo así como la abeja reina y sus obreras. Todas son animadoras y sé lo que se cuece en sus vestuarios porque Ari también lo es.

Resoplo y voy para allá.

—Hola, chicas. —Pongo mi mejor sonrisa, la que me asegura grandes propinas.

—Hola, Aston —me saluda Danna, batiendo las pestañas en mi dirección. Es muy guapa y nos hemos liado unas cuantas veces, así que se puede decir que nos llevamos bien—. ¿Vas a ir el sábado a la hoguera?

Es un evento que se hace antes de empezar el último curso. Como una transición entre un año y otro. Como si, a partir de entonces, fuéramos más adultos. Es algo así como cumplir años. De los quince a los dieciséis no cambia nada. Un día tienes una edad y al día siguiente otra, pero continúas siendo el mismo de siempre.

Y, a la vez, lo cambia todo. Porque las chicas empiezan a mirarte de forma diferente, a verte con otros ojos. Les pareces más guapo, atlético o divertido, en el caso de mi hermano. Más atractivo, misterioso e inalcanzable en el mío.

—Seguramente. —Prefiero no confirmárselo porque no quiero que me espere, aunque, por supuesto, voy a ir. Me gusta una buena fiesta como al que más.

—Me encantaría verte allí. —Sonríe y yo le devuelvo el gesto, ignorando el comentario.

—¿Os traigo algo más?

—La cuenta, porfa. Vamos a pasar el día en la playa —deja caer—. Si tienes calor, escápate a darte un bañito con nosotras.

—Ya veremos. —Le guiño un ojo—. Que os divirtáis.

La mañana pasa rápido y continúo con mi trabajo hasta la una. Luego almuerzo con mi abuela, descanso un rato y vuelvo para el turno de la tarde, que es el más concurrido.

Hoy es día de micro abierto. El dueño quería crear un espacio seguro en el que cualquiera que tuviera algo que contar pudiera hacerlo, y resulta que a la gente le encanta subir y contar sus mierdas para que todo el mundo le aplauda.

—Empezamos ya.

Jackson anuncia al primer participante, que recita una poesía sobre unos pájaros sin alas.

El trabajo disminuye durante las actuaciones, así que me apoyo en una esquina de la barra y saco mi libreta. Mientras oigo hablar a Lindsay, una chica de tercero muy dicharachera, sobre sus sentimientos, yo derramo los míos en un papel.

Ella es poesía de la que no se habla. De la que se siente. Entra en tu mente como el aroma del Pacífico cuando te sitúas a orillas de su inmensidad gritándole: «Aquí estoy. Ven a por mí. Desbórdate». Es ese mar en el que te sumerges y del que nunca sales igual.

Ella es agua cristalina que se derrama por mi piel. Yo soy puro fuego que la quema hasta que solo quedan brasas.

A veces me gustaría ser más ella. Tener el poder para cambiar las cosas. Que me importe todo y que no me importe nada. A veces me gustaría que ella fuera más fuego. Que aun indecisa, tomara una decisión. Que esa decisión la acercara a mí.

No sé cuánto tiempo pasa hasta que Jackson me da un codazo. Lo miro con mala cara, aunque él parece divertido. No es extraño que las letras me absorban o que mis pensamientos me lleven muy lejos de aquí, de esta cafetería instalada en el muelle de Santa Mónica.

—Deberías subir ahí algún día.

—Ni de coña. —Cierro la tapa de golpe.

—¿Por qué no? Tienes mucho talento.

—¿Quieres dejar de ser tan cotilla?

—Me lo pones a huevo. —Se encoge de hombros—. La mesa tres ha pedido otra ronda de batidos.

—Voy.

Dejo la libreta bajo la barra y me dispongo a preparar las bebidas.

Un par de horas después, ya casi estamos cerrando cuando mi móvil suena en el bolsillo del vaquero y lo cojo por inercia. Siempre estoy pendiente por si mi abuela necesita algo, y ella sabe que, da igual lo que estemos haciendo, si recibimos una llamada suya, la cogemos al instante. Se aprovecha de nuestra preocupación por ella, pero no podemos culparla, nos tiene totalmente encandilados.

Desbloqueo el móvil. Lo más probable es que sea un wasap, Instagram, TikTok… o una notificación de las mil aplicaciones que tengo instaladas en el teléfono, ni siquiera sé por qué.

Pero no, y eso es lo que más me jode. No el equivocarme, sino el ser incapaz de preverla después de tantos años, cuando antes era tan sencillo como respirar. Porque ella siempre ha sido sorpresa y refugio. Ella es hogar, incluso a miles de kilómetros de mí. Y, por supuesto, yo sigo siendo el gilipollas que guarda su número como si de un tesoro se tratara, aun llevando demasiados años sin utilizarlo.

Así que lo leo. No quiero, pero lo hago. Da igual. Lo leo porque no sé funcionar de otra forma que no sea por instinto. Necesito leerlo.

Es un mensaje. Tres palabras. Eso es lo único que basta para notar cómo mi corazón se desboca. Para que todo mi mundo empiece a girar de nuevo como si no se hubiera parado nunca. Para provocar un jodido terremoto que consigue hacerlo temblar desde los cimientos.

Mads: Vuelvo a casa.

2: Centuries

MADISON

A veces tengo la sensación de que las personas somos una combinación caprichosa de todo lo que la vida nos da y de lo que nos quita. De aquello que nos impulsa a tomar decisiones, ya sea por inercia o muy meditadas, y de donde esas decisiones nos lleven, ya sea al futuro o al pasado. De lo que elegimos tomar y de lo que dejamos pasar de largo y ya no vuelve. De las cosas que decimos con todas las consecuencias y de las que preferimos callarnos para no tener que afrontarlas… Pero, sobre todo, estamos compuestos por pequeños pedacitos de los sitios que escogemos y de aquellos que nos eligen a nosotros. Porque estos existen. Son reales. Solo que no llegas a tener la certeza hasta que te encuentras en ellos, y entonces comprendes que era justo ahí donde debías estar.

Yo ya no estoy segura de a qué lugar pertenezco; si a la ciudad que me ha visto crecer, o en la que he vivido los últimos cinco años y que me ha visto madurar, reír, llorar…, en la que me he enamorado y de la que ahora huyo porque no sé qué otra cosa hacer cuando algo no funciona. Solo correr en dirección contraria, esperando que el desastre no me alcance.

No podía quedarme en Boston. Me asfixiaba. Así que mi padre me dio a elegir entre dos opciones: pasar mi último año de instituto en un internado o aquí, en California, con la tía Heather.

Puede parecer una decisión sencilla, pero tardé mucho tiempo en tomarla. Todo el tiempo que le llevó a mi corazón convencer a mi cabeza de que aquello era lo correcto. Que debía escoger el camino de la valentía, aunque fuera una cobarde. Que necesitaba montarme en el avión y volver a un sitio que no sabía si seguiría siendo mi hogar, aunque yo continuara sintiéndolo así.

Cuando pongo un pie en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, el calor del Pacífico me abrasa y comienza a quemar capas de mi cuerpo hasta hacerme vulnerable. Me quita la coraza en la que me he envuelto durante todos estos años que he estado fuera, la seguridad de mis pasos, el sarcasmo de mi voz, y deja entrever las que realmente me preocupan: incertidumbre por saber qué pasará a partir de ahora, inquietud por las reacciones que provocará mi llegada, duda por no saber si estoy haciendo las cosas bien, aunque lo más probable es que sí, que esta haya sido la decisión acertada, pero a destiempo.

Recojo mi maleta y salgo de la terminal. Estamos a principios de septiembre y hay veintiún grados a la sombra a las doce del mediodía. «¡Bienvenida a casa, Maddie!», me digo a mí misma mientras voy en busca de un taxi y mi cabeza me acribilla a pensamientos sin ton ni son.

Tía Heather me ha avisado de que no puede venir a recogerme porque entra a trabajar en la recepción del hotel a las dos. No es que me importe o que esperase una fiesta por mi regreso, pero un poco de entusiasmo tampoco me vendría mal. Siento que este es el único sitio en el que puedo recuperar a la chica alegre y cariñosa que era antes, y para ello necesito estar cerca de las personas que me conocieron cuando todavía era esa Madison.

Aun así, aun con todo eso en marcha, tengo tiempo de absorber el olor del mar, tan cerca del aeropuerto que parece que las olas ya están bañando mis pies.

En la radio suena Centuries, de Fall Out Boys. Le doy la dirección al taxista y voy observando el paisaje que tanto he echado de menos, aunque no es lo único que añoro.

—¿Viene de vacaciones? —me pregunta el hombre.

—No, voy a vivir aquí.

—Seguro que le encanta. Es un lugar muy acogedor y familiar —comenta lanzándome una mirada amable a través del retrovisor.

—De hecho, crecí en Santa Mónica, pero hacía cinco años que no volvía.

—Vaya, mucho tiempo.

«Sí, demasiado», pienso. En realidad, no debería quejarme. He hecho buenos amigos y he experimentado mis primeras veces: el primer amor, la primera vez que me acostaba con un chico, el primer desengaño…

Fueron años más o menos felices, hasta que dejaron de serlo.

—Señorita, ya hemos llegado. —El pobre taxista interrumpe mis pensamientos, amagando una disculpa.

Le pago la carrera con la tarjeta que papá ha puesto a mi nombre y añado un billete de veinte. Él me mira sonriente. Aunque ha sido agradable y ha intentado darme conversación, valoro que haya querido respetar mi silencio. Siempre estoy rodeada de ruido, del que yo misma provoco para no pararme a pensar demasiado.

Le devuelvo la sonrisa mientras se apresura a sacar mis cosas del maletero y luego se queda a mi lado, admirando como yo el cuidado jardín de la casa de mi tía. Lo más probable es que este hombre haya dado ya suficientes vueltas hoy. Tantas como mi cabeza.

—Feliz regreso a su hogar —me dice antes de marcharse.

Es curioso como un desconocido puede dar con la frase clave para que se erice todo el vello de mi cuerpo. Supongo que, llegados a este punto, pensar es inevitable.

Miro a mi alrededor y todo me parece justo como lo recordaba. Una carretera de doble sentido es lo único que separa la casa de la playa, y si no fuera por el murmullo de la gente que abarrota el muelle, la calma reinaría en el ambiente, tal y como ocurre en invierno. Esa calma que ahora mismo mataría por tener. Algo que sé que es imposible desde el momento en que tía Heather abre la puerta.

—¿Vas a quedarte ahí toda la mañana o prefieres entrar ya? —me pregunta extendiendo los brazos hacia mí, y cuando me acurruco entre ellos, vuelvo a tener doce años.

Habla totalmente en serio y es lo que más me gusta de ella. Me conoce. Sabe que podría haberme quedado horas contemplando mi alrededor, perdida en mí misma y en mis pensamientos.

—¿Cómo sabías que estaba aquí fuera?

—He escuchado el sonido de un motor acercándose. Tengo un oído muy fino, recuérdalo cuando vengas a las tantas de fiesta. —Arquea una ceja y yo suelto una carcajada.

—Creo que he tenido demasiadas fiestas por un tiempo. —Aparto un mechón de su pelo rubio hacia atrás y busco su mirada para saber que todo está bien. Al menos, todo lo que puede estarlo—. Tía, estás preciosa. De no saber que acabas de cumplir los cuarenta, no te echaría más de veinticinco.

—No tienes que hacerme la pelota, cariño, ya te quiero —me contesta divertida y con los ojos un poco empañados por lágrimas incipientes, igual que yo—. Vamos dentro, que tengo poco tiempo.

—¡Espera un segundo! —Saco el teléfono y nos hago una foto. Luego le hago otra al jardín.

—Ni se te ocurra subirme a tu cuenta —me amenaza con un dedo.

—No te preocupes, estas son solo para mí.

Hace unos meses que dejé de subir fotos a las redes sociales. El mismo tiempo que llevo intentando volver a ser la de antes.

—¿Y la cámara que te regalé?

—En la maleta, sabes que no me separo de ella. —Adoro esa cámara—. Te he echado de menos.

—Pues lo disimulas de lujo, cielo. —Niega con la cabeza y hace amago de coger mi equipaje, cosa que, por supuesto, le impido—. Si no voy yo a Boston, por aquí ni apareces, y ya sabes el miedo que le tengo al avión. ¿Quieres matarme antes de tiempo?

—Vamos, ¡pero si te he hecho un favor! —me quejo, empezando a andar hacia la casa—. Los miedos hay que superarlos, tía Heather.

—Yo me conformo con que no me dé un infarto. Anda, entra. Te he preparado pastel de carne.

La casa sigue exactamente igual que cuando yo era una niña, llena de cuadros excéntricos y decoración ostentosa. Recuerdo que pasaba mucho tiempo aquí, ya que está a solo diez minutos andando de mi antiguo vecindario.

Buffy, la gata de mi tía —es una enamorada de esa serie. Mi tía, no la gata—, se enreda entre mis pies y me olisquea las zapatillas. Es de color canela, tiene el pelaje atigrado y unos ojitos tan lindos que derretirían el Polo Norte.

—Hace mucho tiempo que no nos vemos, amiguita —le digo mientras le rasco detrás de las orejas.

—Tu habitación está en la primera planta. La reconocerás porque la he pintado de rosa chicle. —Suelto una carcajada, pero tía Heather se apresura a indicarme que no es una broma. «Genial»—. Siento tener que irme tan pronto. Esta noche cenamos juntas y me pones al día de todo.

—No te preocupes, demasiado haces acogiéndome.

Me siento mal pensando que soy una carga para ella.

—¿Estás de broma? Eres mi única sobrina y eso te convierte en mi favorita. —Me abraza y yo me aprieto contra su cuerpo—. Nada me hace más ilusión que tenerte conmigo este año, no lo dudes ni por un instante —afirma, dándome un beso en el pelo.

Sé que ella me entiende. Es de las pocas personas que pueden ver a través de mí. De las pocas personas que abrazan todas y cada una de mis capas.

Mientras coge su bolso y las llaves, le digo aquello que me está carcomiendo.

—Esta tarde quiero ir a Ocean Park. Necesito ver nuestra antigua casa y visitar a Ari y a los West.

La mirada de mi tía pasa de la comprensión a la lástima en cuestión de segundos.

—Cariño, los West ya no viven allí.

Frunzo el ceño.

—¿Cómo que no?

Ella suspira y, aunque va a llegar tarde al trabajo, me indica que me siente a su lado en el sofá.

3: Way Back Home

ASTON

«Vuelvo a casa». Releo el mensaje una y otra vez, como si eso consiguiera alargar su contenido. Podía haber sido más escueta si quería, en realidad, ha utilizado las palabras justas. Ha dicho lo que tenía que decir y conserva mi número igual que yo el suyo, solo que aún no sé cómo gestionarlo.

«¿A qué casa, Mads? ¿Qué es hogar para ti cuando yo no estoy cerca? ¿Qué lo es si, para ti, el hogar era yo?».

«Mads». Su nombre es como un anhelo que no me atrevo a pronunciar en voz alta, aunque resuene en mi mente tantas veces y con tanta intensidad que temo llegar a desgastarlo.

—Ey, colega. ¿Estás bien?

Sacudo la cabeza y le enseño el móvil a mi hermano, que frunce el entrecejo en respuesta.

—Así que no te lo ha dicho —deduzco por su expresión.

—Pues no. —Se tumba en la cama a mi lado mientras yo permanezco sentado—. Supongo que se acuerda más de ti que de mí —dice sin darle importancia.

Ni siquiera hay acritud en su voz y me pregunto cómo cojones lo hace. Cómo consigue no guardarle rencor a Madison por haber dejado de contestar a sus mensajes. Por construir una nueva vida y olvidarse de él. Por no haber estado presente en el momento en que más la necesitaba. Era uno de sus mejores amigos y ni siquiera le ha avisado de que vuelve. En cambio, me escribe a mí, cuando no se puede decir que acabáramos bien precisamente. No consigo entenderlo.

—Cuando cortó la comunicación contigo, lo hizo con todos. No soy especial —aclaro.

—Pues a ti te ha enviado un mensaje y a mí no, suma dos más dos.

—Es probable que te lo diga cuando esté aquí. Ya sabes que funciona por impulsos —digo como si aún siguiera conociéndola, pero no es verdad. No tengo ni idea de quién es la nueva Madison.

Liam teclea algo en su móvil y luego sigue hablándome.

—Siempre he pensado que debió de ocurrirle algo para que se comportara así.

—Supongo que pronto lo averiguaremos. —Me tumbo a su lado y observo la pantalla por encima de su brazo—. ¿Con quién estás chateando?

—Con Ari. Está enviándome modelitos para ver qué se pone el primer día de clase. Es la caña esta tía.

Sonrío. Ari ha estado con él —con nosotros— en las buenas y en las malas. Si no hubiera sido por ella, mi hermano sería una persona muy distinta ahora.

—A lo mejor quiere que vayas a su casa y la ayudes a vestirse —lo pico.

—No digas gilipolleces. Sabes que no la veo así.

—Ya, claro. Porque el hecho de que tenga novio no influye para nada.

Él me mira con mala cara y cambia de chat.

—Para que veas, esta noche tengo una cita con Alysa.

—¿Qué vais a hacer?

Coloco una mano detrás de la nuca y me acomodo mejor mientras él me enseña algunos mensajes subiditos de tono.

—¿Aparte de lo obvio? —Pongo los ojos en blanco, ignorando su pregunta retórica—. Cenaremos en la pizzería y luego iremos hasta el Monte Lee para ver el letrero de Hollywood.

Y entrecomilla la palabra «ver» con los dedos porque todo el mundo sabe para qué van las parejas al parque Griffith y no es precisamente para contemplar el letrero. Yo he estado allí más de una vez, queda a solo media hora en coche de nuestra casa.

—Pues diviértete, tío. —Le doy un golpe en el brazo del que él se queja—. Y sal de mi habitación, quiero descansar.

Vuelvo a trabajar en un par de horas y el ritmo del viernes suele ser frenético.

—¿Nos vemos luego?

—Paso.

—¿En serio te vas a quedar un viernes por la noche aquí encerrado?

—Hoy no me apetece salir, mañana iré a la hoguera.

—Tío, menudo muermo.

—Que te jodan.

Le tiro un cojín que él esquiva sin problemas y luego desaparece, dejándome solo. Ojalá pudiera decir que cierro los ojos y me duermo, pero, por desgracia, mi cabeza no deja de dar vueltas imaginándose a una chica rubia de ojos verdes y mirada traviesa que no paraba de meternos en líos, incluso cuando ni siquiera formaba ya parte de nuestras vidas.

4: Boulevar of Broken Dreams

MADISON

Deshago la maleta y coloco las pocas pertenencias que traigo en mi nueva habitación. Mi tía no bromeaba, la ha pintado de rosa, y es tan chillón que me da la impresión de que el color seguirá viéndose incluso en la oscuridad de la noche.

En cuanto pueda, pienso darle un par de manos de pintura blanca para dejarla a mi gusto. Al fin y al cabo, este va a ser mi hogar durante todo el curso.

Todo lo demás me encanta: tengo una mesita de noche, el escritorio, un armario y mi propio baño. La cama está situada debajo de la ventana y, desde el alféizar, veo el mar y oigo el murmullo de las olas chocando contra las rocas.

Después de almorzar un trozo de pastel de carne, que a la tía le sale buenísimo, dejo a Buffy dormitando en el sofá, salgo a la calle, cruzo la acera y enfilo el paseo marítimo de camino a «Donde los sueños se hacen realidad», o así fue como lo bautizamos, al menos.

Un sitio en el que solíamos pensar que todo era posible, en el que engañarse era fácil y casi obligatorio para poder entrar, pues lo malo debía quedar atrás, fuera de aquel lugar.

Conforme voy acercándome, siento cómo los nervios se apoderan de mi estómago. Quiero comenzar esta nueva etapa con buen pie, pero no estoy muy segura de que vaya a lograrlo.

Cuando llego a mi destino, miro hacia el cielo y cierro los ojos. «Nunca estarás sola». «Yo siempre moveré el mundo por ti».

Insuflo aire a mis pulmones, respiro varias veces y trato de calmarme antes de que las lágrimas hagan su aparición. Siento un torbellino de emociones arrasar mi cuerpo y realmente no sé si es por el pasado o por el presente, porque acaban por convertirse en uno cuando estiro el brazo y llamo al timbre de aquella puerta cerrada, no solo literalmente.

Estar en casa de la abuela de Aston y Liam debería haber sido como andar con los ojos vendados por unas piedras calientes, con el deseo de hacerlo y la seguridad de que te vas a quemar: cálido, único, indescriptible y fugaz. Pero en este momento es como un tornado: caótico, inseguro y revelador. Es eso que remueve la tierra para dejar a la vista las raíces, donde reside la verdadera esencia de todo.

«La hora de la verdad. Allá vamos, Mads».

No sé si es una suerte o un presagio de lo que está por llegar que sea él quien abra la puerta.

Parece somnoliento, pero tarda menos de un parpadeo en reaccionar a mi presencia. Sus labios se aprietan al verme, compone una mueca arrogante, cruza los brazos y se apoya en el marco. Todo en menos de un segundo. Impresionante.

Me mira de arriba abajo, dándome un buen repaso que no me intimida lo más mínimo. Yo también me quedo observando cómo le ha cambiado el tiempo.

El azul de sus ojos es más oscuro, sus rasgos están más marcados, más salvajes, y una evidente cicatriz le parte la ceja izquierda en dos. Una cicatriz que no le conocía. Tiene un tatuaje en el antebrazo que no alcanzo a ver entero y el pelo dorado por el sol le adorna la frente, aunque intenta retirarlo de vez en cuando en un gesto que entiendo que le sale de forma automática.

Lleva un vaquero roto y una camiseta negra con el logotipo de La Bohème, que se pega a sus músculos. Ya no es un niño. Es un adolescente revolucionado y lleno de hormonas, como yo. Y mi cuerpo reacciona a él como nunca lo había hecho antes.

—¿A qué has venido?

Casi me echo a reír por su simpatía, nótese la ironía. Pero entonces hago algo que lo sorprende. Lo abrazo.

Aston y yo siempre hemos tenido una relación de amor-odio un tanto peculiar. No sé ni por qué me dejo llevar por este impulso, pero lo hago. Quizá por el mismo motivo por el que le he mandado el mensaje a él. Porque necesito redimirme.

Me pego a su pecho e inspiro el aroma de una de las personas a las que más he echado de menos en estos años, aunque no esté segura de que ese sentimiento sea recíproco. Su olor tiene un ligero toque amaderado, a loción de afeitado y a suavizante. Y por debajo de esa capa huele a sal, arena y mar. A los recuerdos de mi infancia.

—He vuelto —le digo mientras espero que me devuelva el abrazo. Parece reticente, así que lo aprieto con más fuerza.

Entonces suspira y, haciendo lo que parece un esfuerzo sobrehumano, enrosca sus brazos en mi cintura, y yo vuelvo a sentirme en casa.

Ahora sí, escondo la cara en su cuello y me permito cerrar los ojos un instante y disfrutar de este momento porque, si el que era mi amienemigo sigue dentro de este chico, bajo esta apariencia imperturbable, si sigo conociéndolo como creo hacerlo, recuperar su amistad no va a ser tan fácil.

—He vuelto, Aston —repito y me arrepiento en cuanto lo digo, porque rompo un momento que estoy segura de que va a tardar mucho tiempo en repetirse, si es que alguna vez lo hace.

Él se aparta de mí como si mi solo contacto le quemara.

—Lo sé. Leí tu mensaje. Me extraña que aún guardes mi número, ya que no diste señales de vida las tres últimas veces que te escribí.

Trago saliva. Si es que lo veía venir. Sabía que aún estaría enfadado por eso. Ojalá pudiera sincerarme con él y contarle el motivo, pero aún no estoy preparada para hacerlo.

—¿Y qué? Tú estuviste a menos de una hora de Boston y no te dignaste a llamarme. Así que estamos en paz.

Frunce los ojos como si no hubiera previsto el giro de los acontecimientos y mi estómago se agita al recordar ese gesto tan familiar.

—¿Cómo lo sabes?

—Instagram es un chivato.

Tuve que enterarme por una foto de que había ido con Danna a Providence para un concierto y no me lo dijo.

—Bueno, eso ya da igual. —Vuelve a cruzarse de brazos, impertinente—. Que te mandara un mensaje…

—Tres —lo corrijo con suficiencia. Él ni se inmuta.

—… Y que ahora me lo hayas mandado tú a mí, no equilibra la balanza.

—¿Por qué tienes que medirlo todo? —me indigno, pero yo misma me respondo: porque Aston tiene que tenerlo todo controlado siempre, no sabe ser de otra manera.

—¿A qué mierda has venido, Madison? —pregunta de nuevo, esta vez más cabreado.

No sé si se refiere a la casa de su abuela, a California o a su vida, así que contesto con lo único que tengo claro en este momento.

—Quería veros.

Su expresión no cambia cuando pronuncio esas palabras. Es más, se vuelve incluso gélida.

—¿Necesitas que te haga un tour por Santa Mónica o la recuerdas? Mmm. —Pone un dedo en su barbilla, como si estuviera pensando. Sigue siendo un auténtico capullo—. Puede que no, hace cinco años que no la pisas.

—¿Llevas la cuenta? —me burlo, porque a esto podemos jugar los dos. De hecho, era nuestra dinámica habitual cuando éramos pequeños. Él me decía que era una cría y yo me metía con él por creerse superior.

—Imposible no acordarse con esa magnífica fiesta de despedida que hiciste —ironiza.

—Tampoco es que te importara demasiado, así que no finjamos lo contrario.

En su cara hay una mezcla de emociones: dolor, traición, incertidumbre. Pero es la rabia la que prima sobre todas ellas.

—Mira, no tengo tanto tiempo como para seguir perdiéndolo contigo.

—Oh, claro —me excuso, simulando que lamento molestarlo. Alerta de spoiler: no lo lamento ni un poquito—. Como el rey de Capullolandia que eres, estarás muy ocupado atendiendo a tus súbditos.

Él farfulla una maldición.

—Sigues siendo una engreída.

—Lo dices como si fuera un insulto, pero creo que más bien es un cumplido. —Sonrío tan altiva como él supone que soy—. ¿Sabes qué? Voy a ignorar toda la hostilidad que sale de tus poros y me lo voy a tomar como un cumplido. —Luego me alejo un paso y lo miro de arriba abajo, igual que él ha hecho conmigo antes—. Te veo bien, Astoncito. Lento pero bien.

—Me mantengo —responde, y me dan ganas de soltar una carcajada de las buenas, de las escandalosas, pero entonces recuerdo algo.

—Mi tía me ha dicho lo que ocurrió con tus padres.

—Cállate —me ordena, e imagino cuánto debe seguir doliéndole hablar de ello.

Ojalá hubiera podido estar aquí para apoyarlos, aunque yo estuviera pasando por mi propio infierno personal.

Abro la boca para continuar, pero me corta.

—Ni se te ocurra decir que lo sientes —sisea.

Me guardo un buen puñado de preguntas que amenazan con desbordarse en mi mente. Bien. Si eso es lo que necesita, se lo daré.

—No pensaba hacerlo.

El rencor que veo en su cara nos lastima a ambos.

—Que hayas vuelto no significa que tenga que aguantarte, así que procura mantenerte alejada de mí.

—Me parece genial —contesto, orgullosa.

—De puta madre.

—De lujo.

—Cojonudo.

Nos sostenemos la mirada unos instantes eternos, intentando encontrar en nuestros ojos el «nosotros» que éramos antes de todo, pero con la certeza de que ambos hemos cambiado demasiado como para poder volver a la casilla de salida.

—Felices vacaciones, Madison —dice antes de cerrarme la puerta en las narices.

Suelto un suspiro y me giro para irme cuando oigo que la puerta vuelve a abrirse a mi espalda. Es su abuela, Dotty.

—¡Madison, cielo, mira qué mayor estás! —Abre los brazos en mi dirección y me cobijo en ellos sin dudar.

Esta mujer era el refugio perfecto en los días de tormenta. De ahí que bautizáramos la playa a la que da su porche trasero como la de «Donde los sueños se hacen realidad».

—Me alegro de verla, señora Campbell.

—Oh, ¿cómo que señora? Para ti sigo siendo Dotty —me corrige sonriendo—. Pasa y tómate un café conmigo. Tienes que contármelo todo.

Aston pone los ojos en blanco cuando Dotty me deja pasar y yo le saco la lengua burlona sin que ella se dé cuenta.

—Oí en la tienda de comestibles que ibas a volver —me dice mientras pone la cafetera—. Ya sabes que aquí no se nos escapa un chisme. —Me guiña un ojo y vuelve a su tarea—. ¿Tus padres han decidido quedarse en Boston?

Una punzada brama en mi pecho cuando pronuncia esas palabras, pero intento disimularla.

—Sí, pasaré el último año de instituto con tía Heather. Luego, ya veremos. —Me encojo de hombros.

Aún no sé qué voy a hacer en el futuro. Mi padre quiere que vaya a una buena universidad y que estudie Medicina, y la verdad es que no me disgusta la idea, supongo que es lo que hubiera hecho de haber continuado viviendo con él.

Habría estudiado la carrera y quizá habría viajado durante un año de mochilera, igual que hizo mi tía, antes de colocarme en su hospital y trabajar muy duro hasta llegar a ocupar un cargo importante.

Pero ahora ese futuro es solo una bruma densa y lo que encontraré detrás, una vez que consiga atraversarla, si es que lo consigo, es aún demasiado incierto.

5: I Don’t Trust You Yet

ASTON

«¿Me mantengo?» ¿En serio? ¿Es que acabo de salir de un gimnasio o qué? Esta mocosa me hace perder la cordura hasta puntos insospechados, ¡maldita sea!

Le lanzo miradas asesinas a mi abuela mientras ella le sirve un café a Madison en la mesa de la cocina. Lo cierto es que me ignora deliberadamente, pero quiero dejar clara mi postura.

Me apoyo en la encimera con los brazos cruzados y el ceño fruncido. El hecho de que esté aquí de nuevo, más cambiada, más adulta, invadiendo nuestro espacio personal como si siempre hubiera formado parte de él, de nosotros, es abrumador.

Sigue igual de terca e irreverente que siempre. Se maneja muy bien en el sarcasmo, es despierta, inteligente y ha crecido tan bien como para que me sea imposible apartar la vista de ella.

Lleva un pantalón corto y una camiseta de tirantes ceñida al cuerpo. Su pelo rubio, más ceniza ahora que han pasado los años, sigue tan largo como lo recordaba, y esos ojos verdes que quitan el sentido y a la vez lo dan, no dejan de posarse en mí sin ningún disimulo.

Estudio sus gestos mientras mi abuela la interroga sobre su vida. Esa mujer tiene un don. Lo que se ha perdido la CIA con ella.

Noto cómo hace muecas cuando alguna pregunta la incomoda y sortea otras con mucha elegancia. ¿Qué cojones le ha pasado en Boston? «No me importa», decido al instante. No me importa nada de lo que tenga que ver con Madison Sullivan.

—¿No tienes que irte ya, mi niño? —me pregunta mi abuela, tan perspicaz como siempre.

—Todavía queda media hora y no me fío de dejarte a solas con ella. —Señalo a Madison, que me devuelve una mirada cargada de resentimiento.

Bien, así comienza a recibir algo del que nosotros sentimos cuando nos dejó de hablar sin darnos ni una explicación.

—Claro, porque vengo a mataros y a robar todas vuestras pertenencias —ironiza ella.

La miro con una ceja alzada, insinuándole que lo considero una posibilidad real. Cuando éramos pequeños teníamos multitud de planes maquiavélicos y la mayoría eran de su cosecha.

Cojo una taza y me sirvo un café. En realidad, en el trabajo puedo tomarme uno cuando quiera, pero me resisto a irme. Siento como si este momento, y ella, fueran a desvanecerse una vez que ponga un pie fuera de esta casa.

—¿No decías que no tenías tiempo para perderlo conmigo? —pregunta Mads. Por supuesto, obviaré llamarla así en voz alta. Para mí es Madison, alguien a quien apenas conozco.

—Estoy con mi abuela, y para ella tengo todo el tiempo del mundo.

—¡Oh, mi niño! —exclama la aludida, feliz—. A mí también me encanta pasar tiempo contigo, pero vas a llegar tarde al trabajo.

—¿Ahora trabajas? —pregunta la reencarnación de Lucifer, incrédula, lo que haría que me sintiera un poco ofendido si es que tuviera el poder para ofenderme, que no lo tiene.

—No sé qué es lo que te sorprende tanto.

—Nada, solo que no lo sabía. —Frunce la nariz y la veo a ella, a mi amiga. Y casi me sale sonreír, así que doy un sorbo al café para esconderlo.

—Hay tantas cosas que no sabes —murmuro.

Pasa de mi comentario y se calienta las manos con la taza, como si no supiera qué hacer con ellas.

—¿Dónde está Liam?

—¿Ahora te interesas por él? —replico yo con tonito. El mismo que ella ha usado conmigo.

De verdad que no sé por qué me mandó a mí el mensaje y no a mi hermano. No tengo ni puta idea de qué es lo que se le pasa por la cabeza y no pienso preguntarle y demostrar que me importa lo más mínimo, porque no lo hace. Ya no.

—Siempre lo he hecho. Es mi mejor amigo.

«Ay, Mads. Qué mal has escogido las palabras».

—Era, Madison —digo enfatizando la primera palabra, y ella sabe a lo que refiero.

Mi abuela nos mira a uno y a otro como si estuviera en un partido de pimpón, pero no se atreve a decir nada. Sé que sabe más de lo que dice, y que lleva mucho tiempo callándoselo.

Al fin y al cabo, ¿para qué traer a nuestras vidas un tema del pasado si no se puede hacer nada al respecto? No tendría sentido. Pero es que el pasado ahora se ha convertido en presente. Y me está mirando a los ojos.

—Eso lo tendrá que decidir él, ¿no crees, Astoncito?

—Deja de llamarme Astoncito, mocosa.

—Deja de llamarme mocosa, capullo.

Cuando cae en la cuenta de lo que ha dicho y se acuerda de que está mi abuela delante, le pide perdón y se echa a reír.

Se. Echa. A. Reír. Y yo me columpio en su risa como si estuviéramos encima de la noria del muelle.

—Mejor ni me llames —le espeto con rabia, porque me da coraje que no se calle. Que me enfrente. Que me haga sentir vulnerable solo con su presencia.

—Así que sigo siendo una cría para ti, ¿eh? —dice como si nada hubiera cambiado.

No tiene ni puta idea de cuánto lo ha hecho.

—Y también sigo odiándote.

Dejo la taza en el fregadero, le doy un beso a mi abuela —porque, de no hacerlo, jamás me lo perdonaría. Su beso es sagrado—, y salgo de la casa.

Saco el móvil de mi bolsillo y releo el mensaje por enésima vez con su voz martilleando en mi cabeza.

«Vuelvo a casa».

Y lo borro.

6: City of Devils

MADISON

Después de hablar un rato con Dotty, me despido y obligo a mis pies a andar hacia la playa llena de turistas.

«¿A qué has venido?». Eso era lo primero que me decía desde que perdimos el contacto. Si algo me ha quedado claro de esta visita es que Aston no me lo va a poner fácil. Curioso, porque con él las cosas siempre habían sido fáciles, hasta ahora.

Suspiro, me quito las zapatillas y, mientras paseo descalza por la orilla, hago una llamada.

—Hombreee, dichosos los oídos.

Liam West, el otro pilar de la ecuación y mi mejor amigo desde el jardín de infancia.

—Estoy en Santa Mónica.

—Anda que avisas.

—Te lo acabo de decir.

—Supongo que más vale tarde que nunca, Terremoto. —Resopla, pero sé que está sonriendo—. ¿A qué hora nos vemos?

—¿Ya? Estoy a un minuto del muelle.

—Espéranos allí. Voy con Ari.

Ariadna Brooks era mi siguiente llamada en la lista, así que me la ahorro y mato dos pájaros de un tiro.

—Genial. Ahora nos vemos.

Llego al muelle en el que observo que hay tiendas y atracciones nuevas. También siguen algunas que ya estaban antes, y un clásico: la noria. La de vueltas que dimos de pequeños en ella.

A lo lejos, veo a Liam y a Ari bromeando y riendo, y ese sonido me trae a la cabeza miles de recuerdos.