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De las varias y buenas novelas de Mario Benedetti, LA TREGUA es la que ha alcanzado mayor favor del público. La cotidianidad gris y rutinaria marcada por la frustración y la ausencia de perspectivas de la clase media urbana impregna las páginas de esta novela, que, adoptando la forma de un diario personal, relata un breve periodo de la vida de un empleado viudo, próximo a la jubilación, cuya existencia se divide entre la oficina, la casa, el café y una precaria vida familiar dominada por una difícil relación con unos hijos ya adultos. Una inesperada relación amorosa, que parece ofrecer al protagonista un horizonte de liberación y felicidad personal, se abrirá como una tregua en su lucha cotidiana contra el tedio, la soledad y el paso del tiempo.
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Seitenzahl: 256
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Mario Benedetti
La tregua
Mi mano derecha es una golondrinaMi mano izquierda es un ciprésMi cabeza por delante es un señor vivoY por detrás es un señor muerto.
Vicente Huidobro
Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo? El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas. ¿Y eso qué? Imagino una notita bibliográfica sobre «los atendibles valores de este novel autor que roza la cincuentena» y la mera posibilidad me causa repugnancia. Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica y pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.
Para rendir pasablemente en la oficina, tengo que obligarme a no pensar que el ocio está relativamente cerca. De lo contrario, los dedos se me crispan y la letra redonda con que debo escribir los rubros primarios me sale quebrada y sin elegancia. La redonda es uno de mis mejores prestigios como funcionario. Además, debo confesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras como la M mayúscula o la b minúscula, en las que me he permitido algunas innovaciones. Lo que menos odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo: el volver a pasar un asiento que ya redacté miles de veces, el efectuar un balance de saldos y encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias a buscar. Ese tipo de labor no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas y hasta (¿por qué no decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es como si me dividiera en dos entes dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de memoria su trabajo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente apasionado, un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría, un distraído a quien no le importa por dónde corre la pluma ni qué cosas escribe la tinta azul que a los ocho meses quedará negra.
En mi trabajo, lo insoportable no es la rutina; es el problema nuevo, el pedido sorpresivo de ese Directorio fantasmal que se esconde detrás de actas, disposiciones y aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o un estado analítico o una previsión de recursos. Entonces sí, como se trata de algo más que rutina, mis dos mitades deben trabajar para lo mismo, ya no puedo pensar en lo que quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la nuca, como un parche poroso. ¿Qué me importa la ganancia probable del rubro Pernos de Pistón en el segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me importa el modo más práctico de conseguir el abatimiento de los Gastos Generales?
Hoy fue un día feliz; sólo rutina.
Ninguno de mis hijos se parece a mí. En primer lugar, todos tienen más energías que yo, parecen siempre más decididos, no están acostumbrados a dudar. Esteban es el más huraño. Todavía no sé a quién se dirige su resentimiento, pero lo cierto es que parece un resentido. Creo que me tiene respeto, pero nunca se sabe. Jaime es quizá mi preferido, aunque casi nunca pueda entenderme con él. Me parece sensible, me parece inteligente, pero no me parece fundamentalmente honesto. Es evidente que hay una barrera entre él y yo. A veces creo que me odia, a veces que me admira. Blanca tiene por lo menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación de alegre. Por lo demás, es demasiado celosa de su vida propia, incanjeable, como para compartir conmigo sus más arduos problemas. Es la que está más tiempo en casa y tal vez se sienta un poco esclava de nuestro desorden, de nuestras dietas, de nuestra ropa sucia. Sus relaciones con los hermanos están a veces al borde de la histeria, pero se sabe dominar y, además, sabe dominarlos a ellos. Quizá en el fondo se quieran bastante, aunque eso del amor entre hermanos lleve consigo la cuota de mutua exasperación que otorga la costumbre. No, no se parecen a mí. Ni siquiera físicamente. Esteban y Blanca tienen los ojos de Isabel. Jaime heredó de ella su frente y su boca. ¿Qué pensaría Isabel si pudiera verlos hoy, preocupados, activos, maduros? Tengo una pregunta mejor: ¿qué pensaría yo, si pudiera ver hoy a Isabel? La muerte es una tediosa experiencia; para los demás, sobre todo para los demás. Yo tendría que sentirme orgulloso de haber quedado viudo con tres hijos y haber salido adelante. Pero no me siento orgulloso, sino cansado. El orgullo es para cuando se tienen veinte o treinta años. Salir adelante con mis hijos era una obligación, el único escape para que la sociedad no se encarara conmigo y me dedicara la mirada inexorable que se reserva a los padres desalmados. No cabía otra solución y salí adelante. Pero todo fue siempre demasiado obligatorio como para que pudiera sentirme feliz.
A las cuatro de la tarde me sentí de pronto insoportablemente vacío. Tuve que colgar el saco de lustrina y avisar en Personal que debía pasar por el Banco República para arreglar aquel asunto del giro. Mentira. Lo que no soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo almanaque con un febrero consagrado a Goya. ¿Qué hace Goya en esta vieja casa importadora de repuestos de automóviles? No sé qué habría pasado si me hubiera quedado mirando el almanaque como un imbécil. Quizá hubiera gritado o hubiera iniciado una de mis habituales series de estornudos alérgicos o simplemente me hubiera sumergido en las páginas pulcras del Mayor. Porque ya he aprendido que mis estados de preestallido no siempre conducen al estallido. A veces terminan en una lúcida humillación, en una aceptación irremediable de las circunstancias y sus diversas y agraviantes presiones. Me gusta, sin embargo, convencerme de que no debo permitirme estallidos, de que debo frenarlos radicalmente so pena de perder mi equilibrio. Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del horizonte, de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte, y me conformo con acomodarme en la ventana de un café y registrar el pasaje de algunas buenas piernas.
Estoy convencido de que en horas de oficina la ciudad es otra. Yo conozco el Montevideo de los hombres a horario, los que entran a las ocho y media y salen a las doce, los que regresan a las dos y media y se van definitivamente a las siete. Con esos rostros crispados y sudorosos, con esos pasos urgentes y tropezados; con ésos somos viejos conocidos. Pero está la otra ciudad, la de las frescas pitucas que salen a media tarde recién bañaditas, perfumadas, despreciativas, optimistas, chistosas; la de los hijos de mamá que se despiertan al mediodía y a las seis de la tarde llevan aún impecable el blanco cuello de tricolina importada, la de los viejos que toman el ómnibus hasta la Aduana y regresan luego sin bajarse, reduciendo su módica farra a la sola mirada reconfortante con que recorren la Ciudad Vieja de sus nostalgias; la de las madres jóvenes que nunca salen de noche y entran al cine, con cara de culpables, en la vuelta de las 15,30; la de las niñeras que denigran a sus patronas mientras las moscas se comen a los niños; la de los jubilados y pelmas varios, en fin, que creen ganarse el cielo dándoles migas a las palomas de la plaza. Ésos son mis desconocidos, por ahora al menos. Están instalados demasiado cómodamente en la vida, en tanto yo me pongo neurasténico frente a un almanaque con su febrero consagrado a Goya.
Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me detuvo en la calle. No protestó contra el gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los innumerables temas de la beodez universal. Era un borracho extraño, con una luz especial en los ojos. Me tomó de un brazo y dijo, casi apoyándose en mí: «¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte». Otro tipo que pasó en ese instante me miró con una alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero ya hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado.
Cuando me jubile, creo que no escribiré más este diario, porque entonces me pasarán sin duda muchas menos cosas que ahora, y me va a resultar insoportable sentirme tan vacío y además dejar de ello una constancia escrita. Cuando me jubile, tal vez lo mejor sea abandonarme al ocio, a una especie de modorra compensatoria, a fin de que los nervios, los músculos, la energía, se relajen de a poco y se acostumbren a bien morir. Pero no. Hay momentos en que tengo y mantengo la lujosa esperanza de que el ocio sea algo pleno, rico, la última oportunidad de encontrarme a mí mismo. Y eso sí valdría la pena anotarlo.
Hoy almorcé solo, en el Centro. Cuando venía por Mercedes, me crucé con un tipo de marrón. Primero esbozó un saludo. Debo haberlo mirado con curiosidad, porque el hombre se detuvo y con alguna vacilación me tendió la mano. No era una cara desconocida. Era algo así como la caricatura de alguien que yo, en otro tiempo, hubiera visto a menudo. Le di la mano, murmurando disculpas, y confesando de algún modo mi perplejidad. «¿Martín Santomé?», me preguntó, mostrando en la sonrisa una dentadura devastada. Claro que Martín Santomé, pero mi desconcierto era cada vez mayor. «¿No te acordás de la calle Brandzen?» Bueno, no mucho. Hace como treinta años de esto y yo no soy famoso por mi memoria. Naturalmente, de soltero viví en la calle Brandzen, pero aunque me molieran a palos no podría decir cómo era el frente de la casa, cuántos balcones tenía, quiénes vivían al lado. «¿Y del café de la calle Defensa?» Ahora sí, la niebla se disipó un poco y vi por un instante el vientre, con ancho cinturón, del gallego Álvarez. «Claro, claro», exclamé iluminado. «Bueno, yo soy Mario Vignale.» ¿Mario Vignale? No me acuerdo, juro que no me acuerdo. Pero no tuve valor para confesárselo. El tipo parecía tan entusiasmado con el encuentro... Le dije que sí, que me disculpara, que yo era un pésimo fisonomista, que la semana pasada me había encontrado con un primo y no lo había reconocido (mentira). Naturalmente, había que tomar un café, de modo que me arruinó la siesta sabatina. Dos horas y cuarto. Se empecinó en reconstruirme pormenores, en convencerme de que había participado en mi vida. «Me acuerdo hasta de la tortilla de alcauciles que hacía tu vieja. Sensacional. Yo iba siempre a las once y media, a ver si me invitaba a comer.» Y lanzó una tremenda risotada. «¿Siempre?», le pregunté, todavía desconfiado. Entonces sufrió un acceso de vergüenza: «Bueno, fui unas tres o cuatro veces». Entonces, ¿cuál era la porción de verdad? «Y tu vieja, ¿está bien?» «Murió hace quince años.» «Carajo. ¿Y tu viejo?» «Murió hace dos años, en Tacuarembó. Estaba parando en casa de mi tía Leonor.» «Debía estar viejo.» Claro que debía estar viejo. Dios mío, qué aburrimiento. Sólo entonces formuló la pregunta más lógica: «Che, ¿total te casaste con Isabel?». «Sí, y tengo tres hijos», contesté, acortando camino. Él tiene cinco. Qué suerte. «¿Y cómo está Isabel? ¿Siempre guapa?» «Murió», dije, poniendo la cara más inescrutable de mi repertorio. La palabra sonó como un disparo y él –menos mal– quedó desconcertado. Se apuró a terminar el tercer café y en seguida miró el reloj. Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj.
No hay caso. La entrevista con Vignale me dejó una obsesión: recordar a Isabel. Ya no se trata de conseguir su imagen a través de las anécdotas familiares, de las fotografías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco todos sus datos, pero no quiero saberlos de segunda mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo detalle frente a mí tal como veo ahora mi cara en el espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos verdes, pero no puedo sentirme frente a su mirada.
Me veo poco con mis hijos. Nuestros horarios no siempre coinciden y menos aún nuestros planes o nuestros intereses. Son correctos conmigo, pero como son, además, tremendamente reservados, su corrección parece siempre el mero cumplimiento de un deber. Esteban, por ejemplo, siempre se está conteniendo para no discutir mis opiniones. ¿Será la simple distancia generacional lo que nos separa, o podría hacer yo algo más para comunicarme con ellos? En general, los veo más incrédulos que desatinados, más reconcentrados de lo que yo era a sus años.
Hoy cenamos juntos. Probablemente haría unos dos meses que no estábamos todos presentes en una cena familiar. Pregunté, en tono de broma, qué acontecimiento festejábamos, pero no hubo eco. Blanca me miró y sonrió, como para enterarme de que comprendía mis buenas intenciones, y nada más. Me puse a registrar cuáles eran las escasas interrupciones del consagrado silencio. Jaime dijo que la sopa estaba desabrida. «Ahí tenés la sal, a diez centímetros de tu mano derecha», contestó Blanca, y agregó, hiriente: «¿Querés que te la alcance?». La sopa estaba desabrida. Es cierto, pero ¿qué necesidad? Esteban informó que, a partir del próximo semestre, nuestro alquiler subirá ochenta pesos. Como todos contribuimos, la cosa no es tan grave. Jaime se puso a leer el diario. Me parece ofensivo que la gente lea cuando come con su familia. Se lo dije. Jaime dejó el diario, pero fue lo mismo que si lo hubiera seguido leyendo, ya que siguió hosco, alunado. Relaté mi encuentro con Vignale, tratando de sumirlo en el ridículo para traer a la cena un poco de animación. Pero Jaime preguntó: «¿Qué Vignale es?». «Mario Vignale.» «¿Un tipo medio pelado, de bigote?» El mismo. «Lo conozco. Buena pieza», dijo Jaime, «es compañero de Ferreira. Bruto coimero». En el fondo me gusta que Vignale sea una porquería, así no tengo escrúpulos en sacármelo de encima. Pero Blanca preguntó: «¿Así que se acordaba de mamá?». Me pareció que Jaime iba a decir algo, creo que movió los labios, pero decidió quedarse callado. «Feliz de él», agregó Blanca, «yo no me acuerdo». «Yo sí», dijo Esteban. ¿Cómo se acordará? ¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada? Hacíamos el amor a oscuras. Será por eso. Seguro que es por eso. Tengo una memoria táctil de esas noches, y ésa sí es directa. Pero ¿y el día? Durante el día no estábamos a oscuras. Llegaba a casa cansado, lleno de problemas, tal vez rabioso con la injusticia de esa semana, de ese mes.
A veces hacíamos cuentas. Nunca alcanzaba. Acaso mirábamos demasiado los números, las sumas, las restas, y no teníamos tiempo de mirarnos nosotros. Donde ella esté, si es que está, ¿qué recuerdo tendrá de mí? En definitiva, ¿importa algo la memoria? «A veces me siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo que estoy echando de menos», murmuró Blanca, mientras repartía los duraznos en almíbar. Nos tocaron tres y medio a cada uno.
Hoy ingresaron en la oficina siete empleados nuevos: cuatro hombres y tres mujeres. Tenían unas espléndidas caras de susto y de vez en cuando dirigían a los veteranos una mirada de respetuosa envidia. A mí me adjudicaron dos botijas (uno de dieciocho y otro de veintidós) y una muchacha de veinticuatro años. Así que ahora soy todo un jefe: tengo nada menos que seis empleados a mis órdenes. Por primera vez, una mujer. Siempre les tuve desconfianza para los números. Además, otro inconveniente: durante los días del período menstrual y hasta en sus vísperas, si normalmente son despiertas, se vuelven un poco tontas; si normalmente son un poco tontas, se vuelven imbéciles del todo. Estos «nuevos» que entraron no parecen malos. El de dieciocho años es el que me gusta menos. Tiene un rostro sin fuerza, delicado, y una mirada huidiza, y, a la vez, adulona. El otro es un eterno despeinado, pero tiene un aspecto simpático y (por ahora, al menos) evidentes ganas de trabajar. La chica no parece tener tantas ganas, pero al menos comprende lo que uno le explica; además, tiene la frente ancha y la boca grande, dos rasgos que por lo general me impresionan bien. Se llaman Alfredo Santini, Rodolfo Sierra y Laura Avellaneda. A ellos los pondré con los libros de mercaderías, a ella con el Auxiliar de Resultados.
Esta noche conversé con una Blanca casi desconocida para mí. Estábamos solos después de la cena. Yo leía el diario y ella hacía un solitario. De pronto se quedó inmóvil, con una carta en alto, y su mirada era a la vez perdida y melancólica. La vigilé durante unos instantes; luego, le pregunté en qué pensaba. Entonces pareció despertarse, me dirigió una mirada desolada, y, sin poderse contener, hundió la cabeza entre las manos, como si no quisiera que nadie profanara su llanto. Cuando una mujer llora frente a mí, me vuelvo indefenso y, además, torpe. Me desespero, no sé cómo remediarlo. Esta vez seguí un impulso natural, me levanté, me acerqué a ella y empecé a acariciarle la cabeza, sin pronunciar palabra. De a poco se fue calmando y las llorosas convulsiones se espaciaron. Cuando al fin bajó las manos, con la mitad no usada de mi pañuelo le sequé los ojos y le soné la nariz. En ese momento no parecía una mujer de veintitrés años, sino una chiquilina, momentáneamente infeliz porque se le hubiera roto una muñeca o porque no la llevaban al zoológico. Le pregunté si se sentía desgraciada y contestó que sí. Le pregunté el motivo y dijo que no sabía. No me extrañó demasiado. Yo mismo me siento a veces infeliz sin un motivo concreto. Contrariando mi propia experiencia, dije: «Oh, algo habrá. No se llora por nada». Entonces empezó a hablar atropelladamente, impulsada por un deseo repentino de franqueza: «Tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada, y nada acontece, y nada me conmueve hasta la raíz. Miro a Esteban y miro a Jaime y estoy segura de que ellos también se sienten desgraciados. A veces (no te enojes, papá) también te miro a vos y pienso que no quisiera llegar a los cincuenta años y tener tu temple, tu equilibrio, sencillamente porque los encuentro chatos, gastados. Me siento con una gran disponibilidad de energía, y no sé en qué emplearla, no sé qué hacer con ella. Creo que vos te resignaste a ser opaco, y eso me parece horrible, porque yo sé que no sos opaco. Por lo menos, que no lo eras». Le contesté (¿qué otra cosa podía decirle?) que tenía razón, que hiciera lo posible por salir de nosotros, de nuestra órbita, que me gustaba mucho oírla gritar esa inconformidad, que me parecía estar escuchando un grito mío, de hace muchos años. Entonces sonrió, dijo que yo era muy bueno y me echó los brazos al cuello, como antes. Es una chiquilina todavía.
El gerente llamó a los cinco jefes de sección. Durante tres cuartos de hora nos habló del bajo rendimiento del personal. Dijo que el Directorio le había hecho llegar una observación en ese sentido, y que en el futuro no estaba dispuesto a tolerar que, a causa de nuestra desidia (cómo le gusta recalcar «desidia»), su posición se viera gratuitamente afectada. Así que de ahora en adelante, etc., etc.
¿A qué le llamarán «bajo rendimiento del personal»? Yo puedo decir, al menos, que mi gente trabaja. Y no solamente los nuevos, también los veteranos. Es cierto que Méndez lee novelas policiales que acondiciona hábilmente en el cajón central de su escritorio, en tanto que su mano derecha empuña una pluma siempre atenta a la posible entrada de algún jerarca. Es cierto que Muñoz aprovecha sus salidas a Ganancias Elevadas para estafarle a la empresa veinte minutos de ocio frente a una cerveza. Es cierto que Robledo cuando va al cuarto de baño (exactamente, a las diez y cuarto) lleva escondido bajo el guardapolvo el suplemento en colores o la página de deportes. Pero también es cierto que el trabajo está siempre al día, y que en las horas en que el trámite aprieta y la bandeja aérea de Caja viaja sin cesar, repleta de boletas, todos se afanan y trabajan con verdadero sentido de equipo. En su reducida especialidad, cada uno es un experto, y yo puedo confiar plenamente en que las cosas se están haciendo bien.
En realidad, bien sé hacia dónde iba dirigido el garrote del gerente. «Expedición» trabaja a desgano y además hace mal su tarea. Todos sabíamos hoy que la arenga era para Suárez, pero entonces ¿a qué llamarnos a todos?, ¿qué derecho tiene Suárez de que compartamos su culpa exclusiva? ¿Será que el gerente sabe, como todos nosotros, que Suárez se acuesta con la hija del presidente? No está mal Lidia Valverde.
Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: «¡Ahí está don Policarpo!». Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra, pero se movían pesadamente en una especie de intermitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Anoche, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y apareció la bruma, y en medio de la bruma, todos mis Policarpos. Sé que me sentí indeciblemente feliz y horrorizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.
Es bueno tener una empleada que sea inteligente. Hoy, para probar a Avellaneda, le expliqué de un tirón lo referente a Contralor. Mientras yo hablaba, ella fue haciendo anotaciones. Cuando concluí, dijo: «Mire, señor, creo que entendí bastante, pero tengo dudas sobre algunos puntos». Dudas sobre algunos puntos... Méndez, que se ocupaba de eso antes que ella, necesitó nada menos que cuatro años para disiparlas... Después la puse a trabajar en la mesa que está a mi derecha. De vez en cuando le echaba un vistazo. Tiene lindas piernas. Todavía no trabaja automáticamente, así que se fatiga. Además es inquieta, nerviosa. Creo que mi jerarquía (pobre inexperta) la cohíbe un poco. Cuando dice: «Señor Santomé», siempre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo.
Esta tarde, cuando llegué del Centro, Jaime y Esteban estaban gritando en la cocina. Alcancé a oír que Esteban decía algo sobre «los podridos de tus amigos». En cuanto sintieron mis pasos, se callaron y trataron de hablarse con naturalidad. Pero Jaime tenía los labios apretados y a Esteban le brillaban los ojos. «¿Qué pasa?», pregunté. Jaime se encogió de hombros, y el otro dijo: «Nada que te importe». Qué ganas de encajarle una trompada en la boca. Eso es mi hijo, ese rostro duro, que nada ni nadie ablandará jamás. Nada que me importe. Fui hasta la heladera y saqué la botella de leche, la manteca. Me sentía indigno, abochornado. No era posible que él me dijera: «Nada que te importe» y yo me quedara tan tranquilo, sin hacerle nada, sin decirle nada. Me serví un vaso grande. No era posible que él me gritara con el mismo tono que yo debía emplear con él y que, sin embargo, no empleaba. Nada que me importe. Cada trago de leche me dolía en las sienes. De pronto me di vuelta y lo tomé de un brazo. «Más respeto con tu padre, ¿entendés?, más respeto.» Era una idiotez decirlo ahora, cuando ya había pasado el momento. El brazo estaba tenso, duro, como si repentinamente se hubiera convertido en acero. O en plomo. Me dolió la nuca cuando levanté la cabeza para mirarlo en los ojos. Era lo menos que podía hacer. No, él no estaba asustado. Simplemente, sacudió el brazo hasta soltarse, se le movieron las aletas de la nariz, y dijo: «¿Cuándo crecerás?», y se fue dando un portazo. Yo no debía tener una cara muy tranquila cuando me di vuelta para enfrentar a Jaime. Seguía recostado en la pared. Sonrió con espontaneidad y sólo comentó: «¡Qué mala sangre, viejo, qué mala sangre!». Es increíble, pero en ese preciso instante sentí que se me helaba la rabia. «Es que también tu hermano...», dije, sin convicción. «Dejalo», contestó él, «a esta altura ninguno de nosotros tiene remedio».
Mario Vignale estuvo a verme en la oficina. Quiere que vaya a su casa la semana que viene. Dice que encontró antiguas fotos de todos nosotros. No las trajo el muy cretino. Desde luego, constituyen el precio de mi aceptación. Acepté, claro. ¿A quién no le atrae el propio pasado?
Esta mañana, el nuevo –Santini– intentó confesarse conmigo. No sé qué tendrá mi cara que siempre invita a la confidencia. Me miran, me sonríen, algunos llegan hasta a hacer la mueca que precede al sollozo; después se dedican a abrir su corazón. Y, francamente, hay corazones que no me atraen. Es increíble la cómoda impudicia, el tono de misterio con que algunos tipos secretean acerca de sí mismos. «Porque yo, ¿sabe, señor?, yo soy huérfano», dijo de entrada para atornillarme en la piedad. «Tanto gusto, y yo viudo», le contesté con un gesto ritual, destinado a destruir aquel empaque. Pero mi viudez le conmueve mucho menos que su propia orfandad.
«Tengo una hermanita, ¿sabe?» Mientras hablaba, de pie junto a mi escritorio, hacía repiquetear los dedos, frágiles y delgados, sobre la tapa de mi libro Diario. «¿No podés dejar quieta esa mano?», le grité, pero él sonrió dulcemente antes de obedecer. En la muñeca lleva una cadena de oro, con una medallita. «Mi hermanita tiene diecisiete años, ¿sabe?» El «¿sabe?» es una especie de tic. «¿No me digas? ¿Y está buena?» Era mi desesperada defensa antes de que se rompieran los diques de su último remedo de escrúpulos y yo me viera definitivamente inundado por su vida íntima. «Usted no me toma en serio», dijo apretando los labios, y se fue muy ofendido a su mesa. No trabaja demasiado rápido. Tardó dos horas en hacerme el resumen de febrero.
Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso. Quisiera quedarme en la cama hasta tarde, por lo menos hasta las nueve o las diez, pero a las seis y media me despierto solo y ya no puedo pegar los ojos. A veces pienso qué haré cuando toda mi vida sea domingo. Quién sabe, a lo mejor me acostumbro a despertarme a las diez. Fui a almorzar al Centro, porque los muchachos se fueron por el fin de semana, cada uno por su lado. Comí solo. Ni siquiera me sentí con fuerzas para entablar con el mozo el facilongo y ritual intercambio de opiniones sobre el calor y los turistas. Dos mesas más allá, había otro solitario. Tenía el ceño fruncido, partía los pancitos a puñetazos. Dos o tres veces lo miré, y en una oportunidad me crucé con sus ojos. Me pareció que allí había odio. ¿Qué habría para él en mis ojos? Debe ser una regla general que los solitarios no simpaticemos. ¿O será que, sencillamente, somos antipáticos?
Volví a casa, dormí la siesta y me levanté pesado, de mal humor. Tomé unos mates y me fastidió que estuviera amargo. Entonces me vestí y me fui otra vez al Centro. Esta vez me metí en un café; conseguí una mesa junto a la ventana. En un lapso de una hora y cuarto, pasaron exactamente treinta y cinco mujeres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba más en cada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de papel. Éste es el resultado. De dos, me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de seis, el busto; de ocho, las piernas; de quince, el trasero. Amplia victoria de los traseros.
