La venganza del jeque - Tara Pammi - E-Book

La venganza del jeque E-Book

Tara Pammi

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Beschreibung

Él la había seducido por venganza… ahora se la llevaría al desierto para proteger a su heredero. Buscando venganza tras el rechazo de su familia, el jeque guerrero Adir sedujo una noche a la inocente prometida de su hermanastro. Pero, cuando volvió a buscarla cuatro meses después, descubrió que su ilícito encuentro había dado como resultado un embarazo. Aislados en el desierto, el anhelo de estar juntos los consumía, pero el hijo de Adir debía ser legítimo y, por lo tanto, reclamaría a Amira como su esposa aunque ella tuviese dudas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Books S.A.

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La venganza del jeque, n.º 2769 - marzo 2020

Título original: Sheikh’s Baby of Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-052-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SOY ADIR al-Zabah, Majestad. Jeque de Dawab y de las tribus Peshani –se presentó Adir.

No sentía el menor respeto por el viejo rey, un hombre que había subyugado a una mujer para doblegarla a su voluntad, pero añadió media reverencia al saludo.

Aunque pudiese parecer un salvaje en comparación con sus reales parientes, los príncipes Zufar y Malak y la princesa Galila, él conocía bien las costumbres y tradiciones.

Adir al-Zabah miró al rey Tariq de Khalia, esperando una señal de reconocimiento en esos ojos cargados de pena.

Era una pena que él entendía, desoladora y total; una pena que había visto en sus propios ojos desde que recibió la noticia de que la reina Namani había muerto.

El genuino dolor del rey Tariq lo sorprendió. Su expresión desolada dejaba claro que había amado a su esposa, pero Adir no quería sentir compasión. Él no había tenido derecho a llorarla en público ni había podido honrarla durante el funeral.

Se le había negado la oportunidad de verla una sola vez en su vida.

No habría más cartas diciéndole que era querido, recordándole cuál era su sitio en el mundo, un sitio que no había podido reclamar durante tanto tiempo.

Tras la muerte de su madre, estaba absolutamente solo en el mundo.

Y todo por culpa de aquel hombre.

Mientras Tariq le devolvía la mirada con cierto aire de desconcierto, uno de los príncipes se colocó delante del rey, como para ocultar la patética imagen de su padre a los ojos de Adir.

–Soy el príncipe Zufar –le dijo–. Si has venido a presentar tus respetos a la reina Namani y prometer alianza al rey Tariq, ya has cumplido.

Adir apretó los dientes.

–Soy el jeque de Dawab y de las tribus Peshani. Somos tribus independientes, Alteza –replicó, con ironía–. No reconozco tu autoridad o la autoridad del rey sobre nuestras tribus. Nuestra forma de vida no reconoce vasallaje.

Le pareció ver un brillo de admiración en los ojos del príncipe Zufar, pero desapareció en un segundo y Adir se preguntó si se lo habría imaginado. ¿Tan desesperado estaba por una conexión familiar, por reivindicar lazos de sangre?

–Este es un momento privado para la familia real. Si no has venido a presentar tus respetos, ¿por qué has pedido audiencia con mi padre?

Tener que escuchar eso de aquel hombre, que había tenido todo lo que a él se le había negado, era como echar sal sobre una herida abierta.

–He pedido audiencia con el rey, no contigo.

Adir vio un brillo de satisfacción en los ojos de Zufar; la satisfacción de poder negarle cualquier cosa que pidiera.

–Mi padre está roto de dolor por la muerte de su reina.

La muerte de «su reina», no la muerte de «mi madre», pensó Adir. Las palabras del príncipe eran muy reveladoras.

No había dolor en los ojos de Zufar, ninguna ternura cuando hablaba de su madre.

Adir inclinó la cabeza en dirección al príncipe Malak y la princesa Galila.

–¿Quieres hablar de secretos inconfesables delante de tus hermanos? –le espetó.

Zufar palideció, pero siguió mirándolo con gesto arrogante.

–Las amenazas no te llevarán a ningún sitio.

–Muy bien entonces: soy el hijo secreto de la reina Namani.

Esa afirmación, que había repetido tantas veces en su cabeza, reverberó ahora en el frío silencio, roto solo por el gemido de la princesa Galila.

Adir giró la cabeza para mirar al rey Tariq. Con los hombros caídos, el anciano lo miraba fijamente, como si en él pudiese ver un reflejo de su querida esposa.

–¿El hijo de Namani? Pero…

–No lo niegue, Majestad. Veo la verdad en sus ojos.

Zufar se dio la vuelta para mirar al rey.

–¿Padre?

Pero Tariq seguía mirando a Adir.

–¿Tú eres el hijo de Namani, el niño que…?

–El recién nacido a quien tú enviaste al desierto, sí. El hijo al que separaste de su madre.

–¿Tú eres nuestro hermano? –lo interpeló entonces la princesa Galila–. ¿Pero cómo…?

–Namani mantuvo una aventura… –empezó a decir el rey Tariq.

–Se enamoró de otro hombre y fue castigada por ello –lo interrumpió Adir.

El rostro del rey pareció arrugarse de repente.

–¿Y qué es lo que quieres ahora que ha muerto? –le espetó el príncipe Zufar.

–Quiero lo que mi madre deseaba para mí.

–¿Y cómo sabes lo que ella quería para ti si no la conociste? –preguntó la princesa Galila en voz baja.

–Mi madre se vio obligada a renunciar a mí, pero no me abandonó.

El príncipe Malak, que había estado observando la escena en silencio, se colocó al lado de su padre.

–¿Cómo que no te abandonó? ¿Por qué hablas de la reina como si la hubieras conocido?

Adir frunció el ceño. Malak no se había molestado en defender el honor de su madre. No había interés o rencor en su expresión, solo una sombra de miedo.

–La conocí en cierto modo. Mi madre encontró la forma de mantener contacto conmigo. Me escribió durante todos estos años, animándome a triunfar en la vida. Me decía cuánto le importaba y cuál era mi sitio en el mundo. Cada año, en mi cumpleaños, me escribía cartas diciéndome quién era y cuál era mi sitio.

–¿La reina te escribió?

–Cartas escritas de su propia mano.

–¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué has venido?

Adir miró al príncipe Zufar, decidido.

–Quiero que el rey me reconozca como hijo de la reina Namani. Quiero el sitio que me corresponde en la estirpe de Khalia.

–No –respondió el príncipe Zufar inmediatamente–. Eso sería un escándalo.

El rey Tariq tenía la mirada perdida y, a pesar de tantos años de rencor, Adir sintió compasión por el anciano. Estaba claro que había amado a la reina con todo su corazón.

–Es mi derecho –insistió, mirando a Zufar.

–Si se hiciese público que Namani tuvo un hijo ilegítimo, mi padre se convertiría en el hazmerreír de todo el país. No voy a permitir que su egoísmo siga haciéndonos daño, aunque haya muerto –Zufar apretó los labios–. Si eres el gran jeque que tu gente dice que eres, entenderás que debemos pensar en el país. No hay sitio para ti en Khalia.

–Me gustaría que eso lo dijese el rey.

–Mi decisión es la decisión del rey. No voy a permitir que provoques un escándalo declarando ante el mundo lo que hizo mi madre. Márchate, aquí no hay sitio para ti.

–¿Y si me negase a obedecer? –lo retó Adir.

–Ten cuidado. Estás amenazando al heredero del trono.

–¿Te preocupa que quiera gobernar Khalia, que vaya a exigir una parte de tu inmensa fortuna? Porque, si es así, debes saber que no tengo intención de quitarte nada. No necesito tu fortuna, lo único que quiero es ser reconocido.

–No lo permitiré mientras viva. Tú no eres más que el sucio secreto de mi madre, una mancha en la familia.

Las palabras de Zufar eran como golpes de una mano invisible, más letales porque en ellas había una verdad con la que siempre había tenido que luchar.

Era un sucio secreto, enviado al desierto desde que nació.

–Cuida tus palabras, Zufar. Podrían tener graves consecuencias.

–¿No te has preguntado por qué te pidió que reclamases tus derechos solo cuando ella hubiese muerto? ¿Por qué te escribía, pero nunca nos contó que teníamos un hermano?

–Quería proteger la reputación de la familia real. Ella era…

–La reina Namani –lo interrumpió el príncipe Zufar, con los dientes apretados– era una mujer egoísta que solo pensaba en sí misma. Escribirte no era más que una pataleta infantil. No pensó en las consecuencias para ti o para nosotros. Es una crueldad hacerte venir aquí cuando ella sabía que nada saldría de este encuentro.

–¿Y si contase la verdad a todo el mundo? –replicó Adir con amargura.

Su madre le había contado lo consentidos que eran sus hermanastros. Según ella, no se merecían los privilegios ni el respeto que recibían.

–No me asustan tus amenazas, Adir –le espetó Zufar–. La vergüenza será para ti y para ella, no para nosotros. Márchate o haré que los guardias te echen del palacio. Si fueras algo más que un bastardo, no te atreverías a amenazar a mi padre en este momento de dolor.

 

 

Amira Ghalib miró por la ventana por la que tenía intención de saltar, pero lo único que podía ver era una absoluta negrura.

Un vacío sin alivio a la vista. Un abismo sin fondo.

Lo que había sido su vida en esos veintiséis años. Como la idea de casarse con el príncipe Zufar, como su futuro como reina de Khalia.

Amira esbozó una triste sonrisa. Estaba volviéndose mórbidamente sombría, pero eso era lo que te hacía pasar cinco días encerrada en la habitación por tu padre después de recibir un manotazo en la barbilla.

O tener que contarle a su amiga Galila que, de nuevo, había tropezado con una puerta sin darse cuenta. Y la indiferencia de su prometido, y no ser más que moneda de cambio para su padre, un hombre obsesionado con el poder.

Tenía menos libertad allí, en el palacio de Khalia, que en su propia casa. En el palacio todo el mundo la vigilaba. Los espías de su padre debían de haber confiscado su linterna, pero tenía que escapar, aunque solo fuese durante unas horas.

Amira miró por la ventana de nuevo. Había una pequeña cornisa que cubría la ventana del piso de abajo y era lo bastante grande como para apoyar los dos pies. Desde allí tendría que saltar a la siguiente cornisa y luego a una escalera que no usaba nadie, ni siquiera los criados. Y entonces sería libre del guardia apostado en la puerta de la habitación, libre de su padre y libre de sus obligaciones.

Podría pasear por los magníficos jardines que la difunta reina Namani había atendido personalmente. Durante unas horas, podría hacer lo que quisiera.

Lo único que tenía que hacer era contener el aliento y saltar.

Con el corazón acelerado, Amira se subió al alféizar y miró a su alrededor, intentando acostumbrarse a la oscuridad y a los sonidos de la noche. El relincho de un caballo, el tintineo del agua de una fuente, las pisadas de los guardias en el patio.

El cielo estaba lleno de estrellas, olía a jazmín y era una noche preciosa para escapar.

Sonriendo, Amira cerró los ojos y saltó.

 

 

–¿Qué haces? ¡Podrías haberte matado!

Amira, de rodillas, se quedó inmóvil al oír una ronca voz masculina que envió escalofríos por su espina dorsal. Parpadeó, intentando verlo en la oscuridad.

Unos ojos de gato, de color ámbar, estaban clavados en ella. La luz de la luna se colaba a través de los arcos del patio, perfilando la figura del hombre, de anchos hombros y poderosos muslos. Amira miró su rostro y vio una barbilla cuadrada, una nariz recta, larga, una frente alta.

¿Sería uno de los guardias, algún espía de su padre? ¿O peor aún, de su prometido? Aunque preferiría enfrentarse con su prometido antes que con su padre.

–¿Te has hecho daño? –le preguntó él, saliendo de entre las sombras.

–No, estoy bien –respondió ella, intentando disimular una mueca de dolor. Se había despellejado las palmas de las manos con los adoquines del patio.

–No sabes mentir, ya habibati.

Tenía un acento aristocrático, similar al del príncipe Zufar, pero algo diferente. Con esa dicción perfecta y ese innato aire de autoridad, debía de ser un invitado del rey, alguien que podría reconocerla.

El hombre dio un paso adelante, pero Amira se apartó. Tenía que alejarse de aquel… interesante desconocido.

–Deja que te vea. Podrías haberte roto algún hueso.

–No me he roto nada.

–Deja que lo compruebe.

–Tengo un título en Enfermería y sé que no me he roto ningún hueso –replicó ella–. Por favor, márchate.

–No temas, no voy a hacerte daño.

Amira estaba asustada, pero también algo más. Un olor a sándalo mezclado con algo muy masculino llenó sus pulmones cuando él se acercó, esbozando una sonrisa de dientes perfectos, muy blancos.

–¿Piensas quedarte aquí, en el suelo?

Amira asintió, sabiendo que debía de parecer una loca.

–Si eso es lo que quieres, me parece bien mantener esta conversación en el suelo –dijo él entonces, poniéndose en cuclillas a su lado con la gracia de un predador.

La luna eligió ese momento para colarse a través de los arcos, iluminando el rostro del desconocido, y Amira contuvo el aliento al ver un brillo de humor en los ojos de color ámbar. Su rostro, increíblemente apuesto, parecía esculpido por un artista. Había algo aristocrático en esas facciones, algo familiar y esquivo a la vez.

La frente alta, la nariz recta, la piel bronceada por el sol, como si pasara mucho tiempo al aire libre, y una mandíbula definida que parecía hecha para ser acariciada.

–Levanta la cara para que pueda verte –dijo él en voz baja.

En lugar de apartarse, en lugar de bajar la mirada como le había enseñado su padre, Amira aprovechó el momento para estudiar ese rostro tan hermoso, pero cuando él levantó una mano se echó hacia atrás instintivamente.

–¿Puedo tocarte? Prometo no hacerte daño.

No lo conocía de nada, pero sabía de modo instintivo que aquel hombre no levantaría la mano contra una mujer o contra alguien más débil que él por ninguna razón. Emanaba poder por todos sus poros y podría imponer respeto en cualquier sitio.

Amira asintió con la cabeza. Irracionalmente, quería sentir el roce de aquel hombre, por breve que fuese.

Pensó que iba a levantarla, pero no lo hizo. Se limitó a tomar su cara entre las manos, acariciándola con tal delicadeza que sus ojos se llenaron de lágrimas.

–Tienes la marca de unos dedos en esa preciosa barbilla –dijo en voz baja, con contenida violencia. Parecía furioso al ver el moretón.

Amira cerró los ojos para no traicionarse a sí misma. Nunca había llorado, ni siquiera cuando su padre le pegaba, pero ahora… se sentía tan frágil como el cristal.

Y también sentía otras cosas. Era como si todos sus sentidos estuvieran despertando a la vez. El cuerpo masculino envolviéndola como una manta, su aroma, una embriagadora mezcla de sándalo, cuero y hombre.

Él le levantó la cara para mirar el moretón que el maquillaje no podía ocultar y Amira dio un respingo.

–Perdóname, prometí no hacerte daño.

–No me has hecho daño.

–¿No?

–La piel humana tiene miles de terminaciones nerviosas que reaccionan a los estímulos externos. Además, nadie me toca más que mi padre y nunca de ese modo tan delicado, así que he sentido una especie de quemazón… pero no me has hecho daño –se apresuró a explicar Amira al ver que él enarcaba las cejas–. Ha sido muy agradable. Creo que es por eso por lo que he dado un respingo. Porque incluso el placer, especialmente cuando es inesperado, provoca una reacción.

–¿No me digas? –respondió él, esbozando una sonrisa.

Cuando sonreía le salían unos adorables hoyuelos en las mejillas. Además, sonriendo era mil veces más guapo.

–Hablo sin parar cuando estoy nerviosa, triste o enfadada. Mi padre cree que lo hago para insultarlo.

–¿Y qué pasa cuando te sientes feliz?

–Eres muy listo, ¿no? La gente cree que la inteligencia es… –Amira se aclaró la garganta–. En fin, también lo hago cuando me siento feliz. Ahora que lo pienso, lo hago todo el tiempo.

La sonrisa del desconocido se convirtió en una carcajada. Ronca, grave, sensual, pero también un poco extraña. Como si no lo hiciese mucho.

Amira quería bañarse en esa sonrisa. Quería ser la causa de esa sonrisa. Quería pasar una eternidad con aquel emocionante desconocido que la hacía sentir segura. Quería…

–Tengo que irme.

Era hora de marcharse. Aquel hombre la afectaba de una forma incomprensible.

Él frunció el ceño.

–¿De verdad no te has hecho daño?

–He calculado mal la distancia hasta la escalera, pero no me he hecho daño.

–¿Y por qué has tomado una ruta tan peligrosa para salir del palacio? ¿Cómo te llamas?

«Zara, Humeira, Alisha, Farhat…».

–No te inventes un nombre.

Amira parpadeó, sorprendida. ¿Le había leído el pensamiento?

–Me metería en líos si alguien se enterase de que me he escapado de mi habitación o que he estado hablando con un desconocido.

–Nadie lo sabrá. Te llevaré de vuelta a tu habitación sin que nadie te vea.

No dejaba de mirarla a los ojos, como si la encontrase fascinante.

–No sé si puedo confiar en ti.

Él le apartó un mechón de pelo de la cara y el tierno roce le quitó la poca cordura que le quedaba.

–Yo creo que sí confías en mí, por eso no has salido corriendo. Solo tienes que dar el último paso, ya habibati. Solo somos dos extraños que se han encontrado en la noche, pero me gustaría saber cómo te llamas.

Si se lo hubiera ordenado, Amira se habría inventado un nombre, pero el anhelo que había en esas palabras resonó en su alma. ¿Quién podría negarle nada a aquel hombre, tan hermoso como el paisaje del desierto?

Aunque era inocente con respecto a los hombres, sentía como si lo conociese y sabía que no le haría daño.

–Me llamo Amira.

Un brillo apareció en sus ojos entonces. Los dos sabían que le había dado algo más que su nombre en ese momento.

–Yo me llamo Adir.

–Salaam-alaikum, Adir.

–Walaikum-as-salaam, Amira –dijo él, tomándole la mano para depositar un beso en la suave piel de su muñeca.

Era un beso casto, un mero roce de sus labios. Y, sin embargo, su pulso se aceleró.

–Conocerte ha mejorado mil veces una noche horrible.

Adir sonrió. Había fuego en sus ojos y ella quería responder con el mismo fervor. Por una noche, solo quería ser Amira y no la hija de un hombre obsesionado con el poder ni la prometida de un príncipe indiferente. Quería echarse en los brazos de Adir y olvidarse de todo.

–Cuando sonríes te salen unos hoyuelos en las mejillas. ¿Sabías que los hoyuelos salen cuando un músculo facial llamado cigomático mayor es más corto de lo normal? A veces, también son provocados por una excesiva cantidad de grasa en la cara. Aunque, en tu caso, definitivamente no es eso porque pareces tan duro como esas estructuras de piedra del desierto…

–¿Estás diciendo que mi cara es defectuosa?

Ella intentó soltarse la mano, pero Adir no la dejó.

–Por favor, tú sabes que no tienes defectos.

Eso pareció sorprenderlo. ¿Por qué? ¿No se miraba al espejo? ¿No tenía docenas de mujeres suspirando por esa sonrisa?

Sin dejar de sonreír, Adir la ayudó a ponerse en pie.

–Eres como una tormenta en el desierto, Amira.

–No sé si eso es un halago.

–¿Quieres un halago, ya habibati?

–Sí, por favor.

Él se rio de nuevo, como para recompensarla por su sinceridad.

–Eres preciosa. Y ahora, por favor, permite que compruebe que estás bien –murmuró, pasando las manos por su cuerpo de un modo impersonal, como si lo hubiera hecho muchas veces–. ¿Y qué es esta vez?

Amira frunció el ceño.

–¿A qué te refieres?

–¿Qué te ha empujado a compartir tan importantes datos sobre los hoyuelos de las mejillas? ¿Estás triste por mi culpa, enfadada?

–Quieres que admita algo que no debería admitir. ¿No es suficiente que haya hecho el ridículo?

–Por favor, ya habibati.

–Me siento atraída por ti –le confesó Amira–. He leído novelas románticas en las que explican lo que siente una mujer cuando encuentra atractivo a un hombre, pero nada de eso puede compararse con lo que yo siento ahora mismo. Todo es tan nuevo y extraño… Me da miedo y…

Desesperada, levantó la mirada. Las estrellas brillaban en el cielo, como haciéndole guiños. La fragante noche, llena de susurros y misterios, parecía un castigo porque prometía algo que ella nunca podría tener.

–Ven conmigo, Amira. Solo unas horas, nada más.

–No puedo. No estaría bien.

–¿Por qué?

–Porque no puedo sentirme atraída por ti. No puedo disfrutar de este momento robado contigo. Y no solo porque mi padre me mataría si se enterase –Amira intentó apartarlo–. Estoy prometida con otro hombre.

–¿Y ha sido tu prometido quien te ha hecho eso? –le preguntó él con voz ronca, señalándole la barbilla.

–No, él apenas me mira. No creo que sepa de qué color son mis ojos.

–¿Entonces quién?

–Mi padre es un hombre… en fin, tiene muy mal carácter.

Él la envolvió entre sus brazos y el calor de su cuerpo la hizo temblar. Era sorprendentemente duro por todas partes… el abdomen, los muslos, los marcados bíceps. Para su eterna vergüenza, quería que la tocase por todas partes.

Se sentía consumida por él.

Cerrando los ojos, se dejó caer sobre su torso. Su aroma la envolvía y notaba los latidos de su corazón como un trueno. Sus manos eran grandes, morenas, los dedos largos, de uñas cuadradas. Llevaba un anillo con una esmeralda y Amira lo trazó con un dedo, intentando grabarlo en su memoria.

Era la primera vez en su vida que un hombre la abrazaba así y era tan emocionante, tan extraño…

–¿Es por eso por lo que hay sombras en tus preciosos ojos? ¿Porque amas al hombre con el que vas a casarte, pero él no te corresponde?