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Dos hijos secretos... para redimir al multimillonario El magnate griego Sebastian había pasado tres años buscando a Laila Jaafri sin éxito. Pero ella apareció con una noticia sorprendente: ¡los gemelos eran suyos! ¿Podría ser una llamada de atención para que el playboy Sebastian diera un paso al frente y se convirtiera en el padre que nunca tuvo? Solo había un problema: ¡se odiaban! Él estaba furioso porque ella había escondido a sus herederos. A ella no le convencía su repentino deseo de jugar a las familias felices. Cuando Laila rechazó su proposición de matrimonio, Sebastian intensificó su cortejo, seguro de que su explosiva química la convencería… solo para darse cuenta de que su deseo iba mucho más allá de lo físico...
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Seitenzahl: 213
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2024 Tara Pammi
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los herederos ocultos, n.º 3143 - febrero 2025
Título original: Twins to Tame Him
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410744547
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Quizás después de tres años tu matrimonio se ha desgastado, Ani –sugirió Sebastian Skalas durante el almuerzo al que su cuñada, Annika Alexandros Skalas, le había arrastrado.
La mención del día, tres años atrás, en que había desaparecido por culpa de «esa mujer», le seguía enfadando. Por suerte, su hermano se había casado con ella.
–No es demasiado tarde para dejar a Alexandros y volver conmigo.
Ani sacudió la cabeza mientras su gemelo lo miraba furioso.
El inhabitual silencio de Ani preocupaba a Sebastian. Al principio de su embarazo, debería estar radiante de felicidad. En cambio, desde que él había llegado a la villa Skalas, cerca de Corfú, hacía dos días, su cuñada se mostraba retraída, irritable, esquivándolo. Algo inaudito.
Eran amigos desde hacía años. Ani pasaba los veranos en la villa cada verano desde que era un bebé, ya que la abuela, Thea, era su madrina.
Pensaba que su gemelo se preocupaba exageradamente. Xander era protector y posesivo con su esposa. Pero Sebastian comprendió que su preocupación era legítima.
Ani miraba cada dos segundos hacia la entrada de la finca. Y el hecho de que lo hubiera engatusado, amenazado, y rogado que asistiera a la comida parecía la señal de algo grande.
De repente, un coche se acercó. Ani se levantó de un salto y, alarmados, tanto él como Xander hicieron lo mismo.
–¿Es el bebé? –preguntó Xander, con una expresión aterrorizada que Sebastian no había visto nunca, y no deseaba volver a ver.
Ani sacudió la cabeza, agarró las manos de Sebastian, los ojos anegados en lágrimas.
–¿Qué sucede? –un latido de pavor lo recorrió, como el que precedía a una de sus migrañas.
–¿Qué demonios has hecho, Sebastian? –rugió Alexandros.
–No, Xander –Ani sacudió la cabeza–. No es él –se volvió de nuevo hacia Sebastian y lo abrazó–. Solo recuerda que he intentado hacer lo correcto. No soportaría que… me odiaras por ello.
Sebastian se encontró con la mirada de su gemelo, que se encogió de hombros, tan desconcertado y asustado como Sebastian.
–Siempre has sido mi mejor amigo, Sebastian. Por favor, no olvides que tuve que ocultártelo.
–Ani, me estás asustando –contestó Sebastián.
–Esto no puede ser bueno ni para el bebé ni para ti, agapi. Cálmate, por favor. Sea lo que sea, lo arreglaré –aseguró Xander con voz ronca, apoyando las manos sobre los hombros de Ani.
Sebastian vio que el pequeño coche llegaba por fin al patio. El motor rugió, como si el conductor quisiera huir. Avanzó y retrocedió, con los neumáticos haciendo surcos en el suelo empapado.
–¿Esperas invitados? –irritado por la vacilación del conductor, Sebastian miró a su gemelo.
–La invité yo –intervino Ani.
Por fin, el conductor se bajó del coche. Sebastian sintió un pinchazo en la nuca. El instinto que le solía ayudar a escapar de los brutales puños de su padre, le hizo preparase para algo desconocido.
Alta e imposiblemente curvilínea, la mujer vestía unos pantalones arrugados y una enorme camiseta. Los rizos, espesos y salvajes como sacacorchos, la frente alta, nariz picuda y boca ancha. Habría reconocido la orgullosa barbilla y los hombros cuadrados en cualquier parte.
Era la mujer que había buscado durante tres años. Pero no llevaba ese elegante vestido rojo, el pelo liso, la boca pintada de rojo exuberante, ni lentillas marrones sobre los ojos color ámbar.
Los recuerdos inundaron a Sebastian de calor. Recordó la sedosa piel que había besado y acariciado con fruición. El sabor suave y dulce de sus labios y cómo se había abrazado a él. La extraña mezcla de candidez y pasión con la que le había suplicado más palabras, dedos y caricias.
Era la mujer que no había podido olvidar en tres años, la que lo había abandonado tras una noche apasionada, robándole la única ventaja que tenía sobre su antiguo chófer, Guido, la única persona que sabía dónde había ido su madre hacía dos décadas. A punto de encontrarla, esa mujer le había arrebatado la oportunidad.
¿Qué demonios hacía allí?
Ni siquiera conocía su verdadero nombre.
Antes de poder preguntarle, Ani avanzó unos pasos hacia su invitada.
Debía saber que era su residencia. Y, sin embargo, estaba allí, voluntariamente. ¿Por qué?
¿Pensaba que él había olvidado que le había robado, chantajeado para que no la persiguiera? Había sido inteligente, no, brillante, para superarle y pasar desapercibida durante tres años.
–Ani, ¿qué sucede? ¿Qué hace aquí esta mujer? –Sebastian odiaba la urgencia en su voz.
Xander miró fijamente a la mujer y luego a su esposa, frunciendo el ceño. Maldijo, al captar por fin la tensión que irradiaba Sebastian.
–Ani, agapi, ¿qué has hecho?
–Lo que tenía que hacer, Xander –Annika fulminó a su marido con la mirada–. Me gustaría verte gestionar algo así. No siempre es blanco o negro, y deberías tener en cuenta…
–Respira, pethi mou –Xander besó la sien de Annika–. Jamás cuestionaría tus intenciones.
La mujer oyó la discusión conyugal, y la milagrosa reconciliación, y vaciló. Los ojos ambarinos, inteligentes e incisivos, brillaban como gemas a la luz del sol, y también las mechas doradas de su cabello. A pesar de vestir sin consideración hacia la moda, o la higiene… tenía una mancha cerca del pecho, conservaba la misma vitalidad que había atraído a Sebastian tres años atrás.
Era hermosa, como las criaturas salvajes del bosque: sin artificios y con todas sus aristas intactas. Incluso en ese momento, sintiéndose furioso, la devoraba con la mirada.
–Laila, bienvenida a nuestra casa –una sonrisa temblorosa curvó los labios de Ani.
«Laila»…
–Me alegra que hayas venido –Ani extendió las manos, como si temiera que Laila huyera.
–No estuve segura de venir… hasta el último momento –contestó Laila, frotándose el vientre en ese gesto nervioso que él recordaba bien–. No me gustan las decisiones impulsivas, pero… –con un gesto que fascinó a Sebastian, se irguió y besó la mejilla de Ani–. ¿Estás bien? He echado de menos nuestras charlas.
–Me han ordenado reposo y hace tres semanas que no salgo de la finca –Ani sonrió con afecto genuino–. Estaba tan… ansiosa por verte aquí.
Alexandros lanzó otra mirada a Sebastian, antes de acercarle una silla a Annika. Sebastian hizo lo mismo con Laila, que ni lo miró a la cara.
Aunque no cabía duda de que su repentina aparición tenía mucho que ver con él.
–Este es Alexandros Skalas, mi marido –continuó Ani.
–Ani dice que muy poca gente os distingue, especialmente cuando no queréis que lo hagan –Laila estrechó la mano de su gemelo, sonriendo por primera vez desde su llegada.
–¿Y tú puedes? –preguntó Alexandros.
–Oh, nunca te confundiría con… él –Laila se ruborizó–. Tú eres serio y considerado, casi fríamente lógico, por lo que me cuenta Ani. Como yo. Lo veo en la forma de tu boca. Tu hermano, en cambio, tiene… –se interrumpió, mortificada por lo que estaba a punto de decir, y se volvió.
–Ya conoces a Sebastian –Ani intentaba evitar un momento incómodo.
–Hola, Sebastian –Laila por fin se encontró con su mirada. Pánico, nerviosismo y una resolución férrea parpadearon en la de ella.
–Vamos, Ani, termina con las presentaciones –ordenó Sebastian en tono ronco–. Me gustaría saber por qué era tan importante que viera a tu invitada.
–Cumpliste tu promesa –dijo Laila, asombrada.
–Sí, claro –Ani se sonrojó violentamente–, esta es la doctora Laila Jaafri, científica estadística. Laila se doctoró a los veinte años, y ha ganado tantos premios que llevaría todo el día enumerarlos.
–¿Y qué hace aquí, en nuestra casa? –Sebastián interrumpió bruscamente a su cuñada.
–Eso te lo contará ella –Ani se levantó.
Por un segundo, la cara de Laila se arrugó, como si Ani la abandonara a merced de los leones.
–Creo que tu brillantísima amiga me tiene miedo, Ani –observó Sebastian–. Quizá deberías quedarte para que no me la coma.
–Es ridículo suponer que te tengo miedo –Laila se volvió hacia él–. Simplemente no estoy acostumbrada a estar en clara desventaja.
–Y aun así pareces a punto de salir huyendo.
–Sebastian, déjala que…
Era extremadamente raro que Sebastian perdiera el control, pero la sola visión de esa mujer lo desequilibraba.
–Claramente has venido para estafarme, y te escondes detrás de mi embarazada, amable y, probablemente, muy ingenua cuñada. ¿Por qué siento que te has hecho amiga de ella sabiendo que es la esposa de mi hermano? ¿Qué clase de estafa le has estado haciendo a Ani? –cuanta más rienda suelta daba a sus sospechas, más sabía Sebastián que tenía razón–. Alexandros, llama a seguridad. Ani no sabe que esta mujer es una ladrona, una estafadora y…
–¡Basta! –exclamó Ani–. Dale la oportunidad de…
–La estás alterando –susurró Laila, levantándose tan bruscamente que su silla se volcó. Llenó un vaso con agua y se lo ofreció a Ani, esperando pacientemente a que aceptara y bebiera.
Entonces Laila se enfrentó a él, cubriéndose con un manto de calma, aunque él notó el errático aleteo de su pulso en el cuello.
–He venido a decirte que nuestro «encuentro», de hace tres años, en el que te seduje, te robé y te chantajeé, para proteger a un hombre inocente… –ella alzó la barbilla, desafiante, clavándolo en el sitio con su mirada ámbar–… tuvo consecuencias… Gemelos. Pensé que tenías derecho a saberlo. Y quiero saber si deseas formar parte de sus vidas. Y si no te interesa –se cuadró de hombros–, te pido que participes económicamente en su crianza.
«Consecuencias en forma de gemelos… ¿Sus hijos?».
A Sebastian le zumbaban los oídos. Se sentía mareado, desorientado, como durante una de sus migrañas. Tenía dos hijos, con esa mujer que lo había abordado con falsos pretextos, se había acostado con él y luego le había robado un importante documento.
Las emociones envolvieron a Sebastian en un torbellino. Como cuando la medicación para la migraña no hacía efecto lo bastante rápido y necesitaba vomitar.
Tenía dos hijos de dos años. Gemelos, como Alexandros y él. Gemelos con un padre que no sabía cómo serlo y una madre que… le había dicho la verdad dos años tarde.
¿Qué clase de madre era la doctora Laila Jaafri? ¿Qué nuevo truco le estaba haciendo?
Las preguntas zumbaban en su interior, pero se negó a darles voz, a permitir que ella viera cómo había sacudido los cimientos de su vida, a dejarle ver lo completamente… inadecuado que se sentía para afrontar ese momento.
«¿Cómo se llaman? ¿Qué aspecto tienen? ¿Son revoltosos como yo o tranquilos como Alexandros? ¿Se llevan bien? ¿Hablan? ¿Los niños de dos años hablan?».
Le asaltaron más preguntas y se le cerró la garganta en un mecanismo instintivo de supervivencia. Lo último que quería era ahuyentar a esa mujer mostrando sus emociones volátiles, su ira. Se había acostumbrado a no perder nunca la calma, a no dejar que nada le importara tanto como para alterar su temperamento. Era la única manera de sobrevivir a los abusos de su padre, y a sus puños.
–¿Desde cuándo? –se volvió y posó su mirada en Ani.
–Tres meses –contestó ella, el rostro enrojecido por la culpa.
«Tres meses…». Ella lo sabía desde hacía tres meses y se lo había ocultado. Su única amiga. Su hermana. Dejó que viera lo traicionado que se sentía, endureciéndose ante sus lágrimas.
–No la culpes –Laila se interpuso entre ellos, como si quisiera protegerla de él.
«Cristos, ¿qué pensaba esa mujer de él?».
–Si no fuera porque Annika me convenció de que tú… –se humedeció los labios, llamando su atención sobre las gotas de sudor que bailaban sobre su carnoso labio superior–… habría tardado aún más en contactarte.
–La pregunta es… –la frustración de Sebastian se filtraba en su voz–, ¿me habrías dicho la verdad?
–Sí.
–No te creo.
–Me da igual, no tengo nada que demostrarte, Sebastian. Ni ha sido una decisión fácil.
–Eso tampoco me lo creo. Sé lo hipócrita que puedes ser, doctora Jaafri. Lo fácil que te resulta mentir, fingir interés, acercarte con intención de robar.
–¡Estabas arruinando a un hombre inocente! –ella estalló, su temperamento emergiendo por fin–. Y nunca quise acostarme contigo. Fue… –unas vetas rojo fuego doraron sus mejillas. Su boca se abría y cerraba como un pez fuera del agua–, imprevisto.
–¡Qué espaldarazo a mi masculinidad que la doctora Laila Jaafri, cerebro brillante y lógica inagotable, cayera presa de mis encantos! –espetó él con sarcasmo–. Ya que estamos siendo sinceros por fin, dime, ¿me ocultaste la verdad para castigarme?
–Claro que no. ¿Preferiría vivir la monoparentalidad y olvidarme del donante de esperma que me odia porque le robé para evitar que arruinara a un inocente? ¡Sí! ¿Luché cada día, y cada noche sin dormir, con el hecho de que estaba siendo injusta con mis hijos y su padre al no darles la oportunidad de conocerse? ¡Sí! ¿Recopilé numerosos datos acechando a tus amigos y a la mujer a la que creía que engañabas conmigo la noche antes de la boda, buscando garantías de que no te convertirías en un monstruo, como suelen hacer los hombres poderosos cuando se sienten incómodos, que no me arrebatarías a mis hijos cuando te dijera la verdad? ¡Otro sí rotundo! ¿El hecho de que sea difícil criar a dos niños siendo madre soltera, sin apoyo paterno, económico, emocional ni físico, lo hace inevitable porque no permitiré que mi orgullo y mis recelos hacia ti priven a mis hijos de los beneficios de la presencia de un padre? ¡Dios bendito, tenemos otro sí!
Lo dijo en voz baja, sin entonación. Y la falta de emoción convenció a Sebastian de la verdad.
–¿Y te acercaste a Ani con la intención de averiguar más cosas sobre mí? ¿Dónde?
–En la universidad, donde recibe clases de música. Después de que me contara que tu boda con ella solo habría sido un arreglo entre amigos para ayudarla, le conté la verdad –el pecho, que se marcaba bajo la fea y holgada camiseta, subía y bajaba, única señal de sus emociones.
Y Sebastian comprendió una cosa sobre la doctora Laila Jaafri. A pesar de todos sus juegos con él, era lógica. Quizá buscaba en él… lo que había señalado.
Apartó la mirada, posándola en la de Alexandros. Como él, parecía aturdido. Ani, tan leal con su amiga como Laila lo había sido con el hombre al que se había empeñado en rescatar, ni siquiera se lo había dicho a su marido.
En la mirada de su gemelo, Sebastian encontró la respuesta que no quería admitir.
Alexandros se había pasado toda la vida intentando definir quién podía, debía, ser un Skalas, mientras que Sebastian había intentado desde el principio sacudirse las opresivas expectativas del apellido. Y, sin embargo, se encontraba en una encrucijada en la que nunca pensó encontrarse.
Esa mujer de la que desconfiaba era la madre de sus hijos. Que los quisiera o no era irrelevante. Que la quisiera en su vida o no era irrelevante. Tampoco importaba si se sentía preparado para desempeñar un papel en sus vidas.
El Sebastian Skalas que había sobrevivido a los abusos de su padre sin perder el sentido de sí mismo, el que había soñado de niño con una familia afectuosa y cariñosa, el que había pasado años buscando a una madre que los había dejado, a él y a Alexandros, con un monstruo al que ella misma no podía sobrevivir, nunca daría la espalda a sus… hijos.
–¿Dónde están? –preguntó, con sorprendente calma.
–Con su niñera, a unas dos horas y media de aquí –contestó Laila, sondeando su mirada–. Annika nos reservó una suite en ese… lujoso hotel de Atenas.
Al menos Annika había persuadido a esa testaruda mujer para que se alojara en un buen hotel y no en un tugurio de mala muerte. No debía haber sido tarea fácil.
–Pensé que querrías verlos –continuó Laila–, aunque solo fuera como prueba.
–¿Prueba?
–Prueba de que son tuyos –Laila lo miró fijamente y luego a Alexandros–. Tienen tu nariz y pelo, pero mis ojos. Por supuesto, entiendo que querrás hacer una prueba de paternidad.
–Los traeremos aquí, ahora –a él se le erizó el vello ante el tono práctico, pero contuvo su irritación.
–Preferiría hacerlo yo –como él no protestó, continuó–. Tienen dos años, Sebastian. Nikos es tres minutos mayor, amistoso y confiado, pero Zayn es malhumorado y sensible. No puedo arrojarlos en tu cara sin más. Llevará tiempo. Y preferiría…
–Nikos y Zayn –repitió él como si estuviera en trance. Inmediatamente pasaron de ser niños abstractos a tener personalidades reales.
Nikos era amistoso y confiado.
Zayn… era sensible. Como lo había sido Sebastian, castigado cruelmente por ello.
–Mi chófer los traerá –era un milagro que pudiera tragar saliva, mucho menos articular palabra.
–Será más fácil si voy… –Laila sacudió la cabeza.
–No irás a ninguna parte –Sebastian abrió el teléfono–. ¿Qué hotel?
–Estarán bien un par de horas más –ella suspiró–. Podemos discutir nuestros… planes antes de presentártelos. Me gusta estar preparada…
–Son mis hijos. Que lo entiendan inmediatamente o no, es irrefutable.
–Sí, pero me gustaría saber hasta qué punto quieres implicarte. Tengo mi propia vida y tendremos que resolver cómo compartir la custodia y otras formas de coparentalidad…
–Ah… doctora Jaafri. Ahora sé que no prestaste atención a Annika.
Por primera vez desde su llegada, un destello de confusión apareció en los ojos ambarinos. Sebastian lo absorbió como si fuera pura ambrosía.
–¿Qué quieres decir?
–No quedaré relegado a fines de semana y vacaciones.
–Será mejor que lo pienses antes de hacer grandes declaraciones. La paternidad es un camino de ida con muy pocos incentivos. Implica renunciar a tiempo de calidad para uno mismo.
–Así que crees que debería cancelar mi cita de mañana por la noche con la modelo de lencería…
–No, no tienes que ser célibe para criar bien a tus hijos –ella parpadeó como una lechuza–, pero exige sacrificios. No espero que pongas tu vida patas arriba.
A su espalda, él oyó el suspiro de Annika y la indignación ahogada de Alexandros.
–Qué magnánima por tu parte, doctora Jaafri. ¿Por qué has cambiado de parecer después de dos años? –Sebastian mordió las últimas palabras.
Laila lo miró con expresión vacilante, pero enseguida la borró con la practicidad que a él le empezaba a gustar y a aborrecer.
–Necesito ayuda económica –contestó–. Ser mujer en un campo académico extremadamente competitivo con dos niños pequeños supuso perder mi ventaja incluso antes de volver de la baja por maternidad. También me gustaría tener alguna garantía de que los niños tendrán un hogar en caso de que yo muera repentinamente. Y me gustaría que tuvieran una familia extensa. Crecí valiéndome por mí misma y eso ha marcado mi forma de relacionarme con los demás. Tras conocer a Annika y saber de los fuertes valores familiares de tu hermano, y de la mano de tu abuela en la crianza de ambos, me tranquilizó pensar que Nikos y Zayn se beneficiarán de formar parte de una familia tan unida.
Esa vez, el sonido que escapó de Ani fue el de un animal herido. Si Sebastian no hubiera tenido un padre que había hecho todo lo posible por destrozarlo de niño con sus burlas incesantes y sus puños, habría emitido el mismo sonido.
–¿Te encuentras mal, Annika? –preguntó Laila, sin captar el matiz de la respuesta de Ani.
–Está consternada por tus innumerables consideraciones a la hora de tomar una decisión tan importante –aclaró Sebastian–. Parece que tengo poco que decir.
–¡Oh! –unas vetas rojas pintaron los altos pómulos de Laila.
Él no sabía si sentirse aliviado u horrorizado de que fuera un auténtico descuido por su parte.
–No mentiré para salvar tu orgullo y decir que te tuve mucho en consideración. Ani me aseguró que nunca harías daño a los chicos, ni a mí. Pero no hacer daño no te convierte en un buen padre.
–Conozco bien la diferencia, doctora Jaafri. Y es bueno que me importe un bledo la consideración en que me hayas tenido, ¿no?
–¿Qué quieres decir?
–No tendré por qué sentirme mal por lo que estoy a punto de hacerte. Ni siquiera Ani podría haberlo previsto, así que no la culpes.
–¿Hacerme qué, Sebastián?
–Mis hijos serán legítimos herederos Skalas. Lo que significa que tendremos que casarnos.
–Eso es… innecesario –protestó ella, los ojos muy abiertos, brillando de indignación e inocencia–. No confías en mí y yo… no tengo intención de casarme.
–Tus deseos, sueños y planes ya no importan. ¿No es esa una de las primeras lecciones que aprendes sobre la paternidad? –Sebastian se acercó a ella, suavizando la voz–. Y no me importa si tienes planeado casarte o si tienes algún novio en casa. Ahora solo importan mis hijos.
Laila deambuló por el enorme dormitorio asignado, sintiéndose desvinculada de su propia vida.
Sebastian se había marchado después de decirle, con voz exageradamente educada, que la vería cuando llegaran los chicos. Si no hubiera visto y comprendido el alcance y la profundidad de su arte, habría pensado que era ese hombre indiferente, despiadado y poderoso que se había aprovechado de la debilidad de un anciano y le había hecho perder su casa.
Hacía tres años, ella no solo había robado el pagaré que él le había quitado a Guido como garantía de sus deudas de juego, también había visto lo que Sebastian Skalas ocultaba al mundo.
Lo que escondía bajo su disfraz de playboy. La belleza de su arte la había dejado sin aliento, cambiando sus suposiciones sobre él, haciéndole desear haberlo conocido en otras circunstancias.
Pero esos estúpidos deseos no eran propios de ella, ni le habían impedido hacer fotos de su arte, para usarlas como garantía de que dejaría en paz a Guido. Sabía bien que él no querría que el mundo supiera quién era en realidad.
No debería sorprenderle su rápida aceptación de que los gemelos eran suyos, pero le sorprendió. Laila esperaba una retahíla de acusaciones sobre su sexualidad y conducta como cazafortunas.
La había dejado allí en medio del patio, con la sensación de que nunca la perdonaría. Extraña sensación, dado que ella no buscaba su perdón.
Tras estampar un beso en la sien de Annika, Alexandros se había marchado sin mirarla a los ojos. Estaba claro que los Skalas no perdían el autocontrol ni cuando estaban enfadados. Le recordaba tanto a su padre que, en medio de la angustiosa confusión, Laila se tranquilizó.
Sus hijos, al menos, tendrían buenos modelos masculinos en su padre y su tío.
Annika, consciente de que su marido y su cuñado se sentían traicionados, parecía tan agotada emocionalmente como Laila, y ordenó que la acompañaran a la suite de invitados.
Así pues, se encontró a las dos de la tarde, hambrienta, cansada y sin dormir.
«Como de costumbre».
Su cerebro cortocircuitó ante el silencio que la rodeaba. No solo por estar alejada de los niños, o por haber pasado la mayor parte de su vida adulta, y buena parte de la adolescencia, cuidando de su padre, luego su madre, y su hermana. Incluso a Guido y a su hermana Paloma.
Era por volver a ver a Sebastian, y saber que toda su preparación, seguir las noticias y ver en bucle vídeos de él en las redes sociales, no habían modificado un ápice su reacción.
Había tenido tres años, con pocos momentos para ella, para pensar en lo decadentemente guapo que era. Cómo su sonrisa se burlaba mientras su mirada de ojos grises desnudaba todas sus capas. Cómo podía ser a la vez encantador y estimulantemente astuto. Cómo algo misterioso y mágico que ella no comprendía la había llevado a buscar el placer en sus brazos, sobrepasando toda lógica.
Había pensado que sería inmune a su físico después de tanto tiempo. Pero no lo era.