La vida a medias - Carlos Bernal - E-Book

La vida a medias E-Book

Carlos Bernal

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Beschreibung

Su escritura es un testimonio de notas tomadas al vuelo, retazos de sus días en un ruinoso -y carísimo- piso de alquiler, como crónicas bajo un nubarrón de precariedad vital y particularmente amorosa, porque en La vida a medias es precario hasta el amor. Para escribir su libro -este libro- se sirve del sentido del humor, de sus pasos de flâneur, de su sufrimiento de amante desbordado, de las noches de fiesta -como si hubiera algo que celebrar-, de divertidos recuerdos de relaciones absurdas, de punzantes reflexiones sobre la ausencia de formalidad y honradez en España. La vida en Madrid es un abanico de fracasos que no consiguen derribar sus anhelos más íntimos, sino que más bien los alimentan: no hay otra salida que buscar el amor y la risa, el bienestar y el civismo, la estabilidad y el sosiego; algo que se parezca, aunque sea mínimamente, a los sueños que sus padres tuvieron para él.

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La vida a medias

Carlos Bernal

©2021. Ediciones Especializadas Europeas, SL

EEEliteraria

www.eeeliteraria.com

Portada: Ramon Lanza

ISBN: 978-84-122049-7-1

Todos los derechos reservados, incluyendo, entre otros, conferencias públicas y transmisiones por radio y televisión, incluidas partes individuales. Ninguna parte del trabajo puede reproducirse de ninguna forma (por fotografía, microfilm o cualquier otro medio) o procesarse, duplicarse o distribuirse utilizando sistemas electrónicos sin el permiso por escrito del editor.

Índice de contenido

Primera parte. Triste mi mitad

Segunda parte. Te di mi vida

Tercera parte. La media vida que me queda

Hitos

Índice de contenido

Portada

Carlos Bernal

La vida a medias 

Primera parte

Triste mi mitad

Primera parte. Triste mi mitad

Las actividades creativas ayudan, o eso dicen, a levantar el ánimo durante un tormento personal. Pero a mí lo que el cuerpo me pide, más que recomponerme, es esconderme; dejar de respirar, meterme debajo de un autobús, empezar otra relación sentimental: ocupaciones, en suma, más destructivas que creativas. Sigo perdiendo pelo. Y ahí están, invadiéndome la cabeza cada mañana, rebaños de nuevas canas. Cuánta furia en mis desvelos, en mis noches sin centro, en el cielo de la boca que se me seca, que se me vuelve de esparadrapo. Cada tarde paseo sobre los surcos de orines de Madrid, esquivando paquetes de tabaco reblandecidos en charcos de mugre, la ciudad cada vez más sucia desde que llegué hace más de, qué se yo, parece mentira, una década. Luego vuelvo a casa, si es que a esto se le puede llamar casa, y me siento a tratar de escribir, si es que a esto se le puede llamar escribir. La pretensión, apenas de terapia: me propongo escribir este libro con la modesta aspiración de resurgir de una tragedia amorosa, darle sentido a lo vivido haciendo inventario, amedrentar demonios, olvidar la risa nerviosa de E, seguir adelante. El desamor, a partir de los treinta y cinco años, envejece. Puede que el amor también.

Van a dar las diez. Escribo encorvado sobre el teclado. La nariz, tan helada como la mañana. El fiero invierno hace de las suyas contra la ventana: qué duro el clima aquí, nadie lo dice nunca, y mira que en España nos gusta hablar del tiempo. Soy friolero, sí, qué pasa: propenso como nadie a agarrar un resfriado, la gripe, a sufrir el ataque devastador de una bacteria inofensiva para todo el mundo menos para mí. Parece una eternidad, pero ocurrió hace menos de un mes, y ahora no sé si echo de menos a E, si echo de menos lo que sentía por E o si simplemente echo de menos lo que hacía con E.

El enamoramiento, en sus momentos álgidos, cuando estás allí arriba, parece aclararte las ideas. Pero en realidad las entumece, te convierte en una calamidad, a menudo radiante y graciosa, normalmente ridícula, rara vez honrosa. Pasaba la mayoría de las noches con ella, y todas me parecían pocas. Amar es siempre querer más. Cuando amanecía, E se marchaba apresurada a su oficina y yo, con la excitación de apenas haber dormido y tiritón por una mezcla de frío y nervio alegre, regresaba a mi piso para darme una ducha caliente y ponerme a trabajar en este mismo escritorio, cantarín como un jilguero. Sí: era aquí a donde volvía, a este piso que ahora es otro, si cabe más sombrío y más gélido sin ella, o sin la ilusión de que E llame al portero electrónico en cualquier momento. Por las tardes nos citábamos de nuevo para besarnos despacio y subir a flotar entre nubes (a nuestra edad, que ya no pega). Pero ahora el telón ha bajado y no hay quien enderece estos horarios, el tuétano, el sueño, las ganas, el hambre, el ritmo intestinal que ya es cualquier cosa menos ritmo. Si me lo dicen hace un par de meses no me lo hubiera creído. Casi no me lo creo todavía. Martes, 16 de enero. Empiezo a escribir este libro. Es como si el invierno no fuera a acabar nunca.

Pongo música. Me lleva en volandas por todo el piso pero, como son pocos metros cuadrados, los viajes son cortos: más bien revoloteos, del salón al dormitorio, de allí a la cocina donde abro la nevera para nada, porque ni tenía hambre ni apenas comida, saludo a unos tomates ajados, a unas hojas de lechuga ideales para un proyecto de biología. Luego vuelvo al escritorio, donde me siento a intentar escribir este desahogo adolescente. A lo largo de mi vida he tenido novias como en el instituto, como en el colegio, como en la guardería. «Mamá, tengo tres novias. Bueno, dos, que con Cristina me he peleado». Cuántos amores huecos, me recuerdo en ellos indigno: ¿Qué hacía yo allí, desorientado en esos noviazgos absurdos, claramente sin futuro, con mujeres a las que en realidad no amaba con toda el alma, que es la única forma en que se puede amar? Oh, demasiado tiempo desperdiciado, el de mi vida; energías derramadas en experiencias inexplicablemente largas para ser yermas: relaciones de seis meses, pero también de dos años, de tres y hasta de cuatro o cinco. Una locura. Como si en la vida le sobrara a uno el tiempo, como si fuera eterna. En Madrid nos creemos que la vida es eterna. Qué cantidad de errores, lustros estériles a salto insensato de mata, sin ton ni son, sin estar del todo enamorado, acaso sin estarlo en absoluto. Pero claro: cómo iba yo a enamorarme de nadie, si siempre tenía novia.

Uno no sabe cómo es más tonto, si estando enamorado o sin estarlo. De E sí me enamoré profundamente. Todavía lo estoy: cómo librarme de su recuerdo dorado, de esos fogonazos ardientes en la memoria que me destemplan el humor, que no me permiten concentrarme en mis asuntos, en nada que no sea la búsqueda del placer inmediato, como si fuera un bebé. Sudores nocturnos me sobresaltan y me tambalean, me hacen despertar irreconocible, vergüenza íntima, a extrañas horas del día siguiente, habiendo perdido la mañana y también la noche anterior en desvelos dolorosos de amante torpe, inexperto a estas alturas. Se cumplirá ahora justo un año: cualquier noche de un invierno calcado a este, según entraba en este mismo piso de Lavapiés, E se deshacía del abrigo, se descalzaba grácilmente, como un cisne flotaba sobre la quejosa tarima y venía a acomodarse a mi lado, en ese mismo sofá rojo que veo desde aquí, viejo y destartalado, tristón de piso de alquiler. Alzaba su cuello también de cisne y me besaba entre frase y frase, entre sonrisa y sonrisa, entre milagro y milagro. Me deslumbraba aquel chisporroteo doble y húmedo de sus ojos, me decía que a ella los míos, que cuánto tiempo había esperado, también ella, para al fin encontrar a alguien como yo, a mí: que cuánta suerte habíamos tenido por coincidir en aquel bar. Oh, qué fácil es tirar la casa del amor por la ventana: se tumbaba, abandonaba su cabeza sobre mis muslos y como una cascada caía al vacío su pelo sano y fresco, lozanía pura desentonando en el piso ruinoso. Poco o nada hacía falta para que ella me riera una ocurrencia y me estremeciera el pecho. Todo lo que no amparase el cerco amarillo de luz que emanaba de la lamparilla no existía.

No me importaba la penuria lumínica de este piso, sus esquinas tan negras como la sospecha de cucarachas. No me importaba que fuera tan caro el alquiler. No me importaba haber cumplido años a la velocidad de la luz, acercarme atolondrado al precipicio de los cuarenta años. No me importaban las expectativas puestas en mí desde que yo soy yo. Oh, todo cuanto me inquietaba o molestaba se veló en un segundo plano en el momento en que conocí a E: estas paredes sucias y sus humedades; los gritos posesos de mis vecinos, sus discusiones desquiciadas de juzgado de guardia, llenas de bajeza, sus salidas de quicio de patio interior, el volumen de su música durante el día y de sus televisores de noche; el tiempo, sobre todo el tiempo que se me iba y que era todo lo que yo tenía, malgastado aquí, en el centro de Madrid, cumpliendo años sin dirección ni propósito más allá de tomarme unas copas el próximo fin de semana. Todas las dudas respecto a quién era yo y qué estaba haciendo con mi vida; todo, absolutamente todo, quedó relegado a la sombra cuando tú llegaste con tu luz fulminante.

Tengo un aspecto de sintecho que la moda actual, permisiva con cierto tipo de desaliño, me suaviza gentilmente. Tres, cuatro dedos de barba bajo el mentón desaparecido en la espesura negra. Siempre, desde niño, me imaginé barbudo de adulto (quizás por mi padre) y ya desde mi primera juventud encontré gusto por llevarla. A pesar de todo, me pregunto si mi motivación oculta será la moda. Las modas actúan en mí de un modo extraño: la gente se limita a seguir su férreo dictado, más cómodos cuanto más cerca del patrón, mejor patrón cuanto más inflexible sea. Yo, en cambio, cuando mis gustos coinciden con la moda imperante de turno, me preocupo, me cuestiono si me estaré convirtiendo en un cretino. En cualquier caso, ojalá pudiera hablar tanto del pelo que ya no tengo en la cabeza como del que tengo en la cara. Alargar la juventud, hoy en día, no es una opción: es lo que hay, con estos sueldos y esta precariedad laboral a los treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho años, los que sean ya. He llegado a una edad en la que yo mismo podría ser mi propio padre.

Me sigo haciendo daño. Qué nervioso anduve aquellos meses que compartí con E. Me recuerdo cavilando, sin nunca creérmelo del todo, sobre semejante sonrisa y semejantes pecas bañando semejantes mejillas, semejante pelo acompañándome a cenar a los restaurantes de la calle Juanelo o la de Santa Ana. Si estás enamorado nunca terminas de creértelo del todo: lo más normal, lo razonable, sería que E pronto me sustituyera por otra barba más cuidada, por otro autónomo más estable, por otra vida más deslumbrante en lugar de la mía lúgubre y ceniza, que se descascarillaría a poco que el tiempo rascara un poco. Cuántos chispazos invisibles, cuántas casualidades encadenadas habían sido precisas para que E y yo nos conociéramos. Cuántas más para enamorarme de ella, para que ella también de mí. Las dudas me mataron. Si al menos hubiera durado algún tiempo más. ¿Por qué no para siempre, o para muchos años, como le ocurre generalmente a la gente que se enamora y no vive en Madrid? Por qué no tuve el control o, al menos, por qué no equilibré con mi carácter el peso de la relación, por qué no estuve más seguro de mí mismo. Por qué no podré yo enamorarme y tener una pareja, quizás hijos, un piso que no huela a humedad, ni a experimentos biológicos, ni a sospecha de cucarachas. Por favor, una ventana que no dé a un patio interior desquiciado como el que atormenta a mí cada noche. Mis sueños son de los años noventa, que es cuando mis cándidos anhelos fueron educados. Nuestros sueños siguen siendo los de nuestros padres. Ese quizás sea nuestro error y nuestra condena: nuestros corazones abrigan sueños para un mundo que ya no existe.

¿Enamorarme yo? ¿A mi edad? Cuanto mayor te haces, más ridículo resulta el amor. La única diferencia entre enamorarse siendo adolescente y enamorarse ahora es que de adulto eres consciente de lo que te está pasando, reconoces el sentimiento. Lo demás, todo igual: los sudores, las palpitaciones, el vientre suelto, los brotes de alegría insensata. Recuerdo que una mañana, volviendo a mi piso después de una noche toledana con E, cuánta dicha, me agaché para recoger del suelo una moneda a una señora en la plaza de Cascorro. Que nadie se preocupe en el barrio, que aquí estoy yo para salvaros a todos con mi humanidad y mis buenos modales. Oh, nunca fui tan amable en mi vida como esos días de flechazo y mareo. La señora no daba crédito. Primero se abalanzó despavorida sobre la moneda, no quisiera yo arrebatársela; pero al cabo entendió: no estaba acostumbrada la mujer a semejante manifestación de amabilidad en Madrid, distrito centro. Luego, cruzando Tirso de Molina, a pesar del invierno desalmado, me pareció que las flores reventaban en los puestos. Iba vertiginosamente hacia la cuarentena más desoladora y ya se me iba disolviendo el fantasioso anhelo de crear una familia noventera. Pero, oh, desde la primerísima vez que dormí con E, en mis ensoñaciones me vi junto a ella, jugando y correteando con nuestros teóricos, primorosos y vivarachos hijos. Hijos, he dicho, en plural, a pesar de lo caro que está todo, de los destructores de natalidad que gobiernan no ya nuestros presentes, sino sobre todo nuestros destinos.

El silencio actúa sobre mi ánimo como un cómplice. Tarda en llegar, como todo lo que se ansia, pero finalmente la madrugada hiela el barrio de Lavapiés, apoderándose sigilosamente de él, de mí, de todos nosotros: de madrugada, ni siquiera en este demencial bloque de pisos, tan estruendoso de continuo, se oye zumbar una mosca. Benditas criaturitas de Dios, mis vecinos discuten demasiado a menudo y demasiado a voces, aunque discutir nunca sirva absolutamente para nada (eso lo sabemos todos, sí, pero quién no se deja el alma discutiendo un par de veces en semana). Yo con E tampoco me entendía: polemizar en pareja, rebatir día y noche, impugnar la opinión del otro, contradecirlo por impulso, es la cara oscura del amor que rara vez recuerda uno cuando está soltero y vive a su aire tan ricamente, sin que nadie le dé la vara. Daba igual quién tuviese la razón, lo que puntuaban eran los reflejos para contestar, la habilidad para pillar al contrincante desprevenido, arrinconarle verbalmente, convencer con empecinados argumentos, o más bien cansar con ellos, encontrar el equilibrio perfecto entre el victimismo y el arrojo, entre defensa y ataque. Qué idiotez. No existe mayor desperdicio de energía que discutir. Primero uno se pasa la vida esperando a enamorarse y luego, cuando por fin se enamora, se pasa la vida discutiendo. Con lo bonito que es el silencio, como el que me rodea ahora mismo y que cuido como si fuera de cristal.

Semanas sin saber de ella, estaba convencido de que lo prudente y razonable sería ser ajenos el uno al otro, romper la comunicación, levantar un muro entre Lavapiés y La Latina; seguir, por separado, cada uno con su vida para así seguir con vida. Pero, ay, en el fondo del corazón la esperaba, siempre la esperé, claro que la esperaba: oh, acabo de cruzar unos mensajes con E. Nada. Al momento me he arrepentido, he sentido el pecho revuelto y agrio, y la resaca perdura horas después. Ya ha ocurrido otras veces: ella me envía un mensaje y yo, alterado, respondo irreflexivo, intentando agradarla a mi pesar. Por qué este empeño mío de seducirla, de que ría igual que cuando venía a acurrucarse después del sexo en este sofá en el que ahora escribo tumbado, agazapado en esta oscuridad siniestra, agravada por la luz blanca de la pantalla del portátil. No va a volver, no va a volver, me repito severo, supongo que por miedo a sufrir. No va a volver. No va a volver. No quiere estar conmigo. E no me quiere. E no va a volver. Los mensajes de E me sientan mal. E me sienta mal.

Qué perturbado aquel tiempo en que compartimos vida. Vibrante, tóxico, adictivo como una droga, como una desgracia. Nueve meses, casi diez, de alboroto emocional. Una relación que duró lo que un embarazo, pero que solo ha dado a luz desdicha, ansiedades y complejos de los que no consigo deshacerme. Parezco un adolescente, qué sonrojo, computando al dedillo el tiempo de relación, escribiéndolo aquí, reteniendo la fecha del primer beso, rememorando en soledad febril aquellas noches, el primer polvo, la primera cena en un restaurante, ahí conservo como un imbécil el recibo de la cuenta. Contra mi voluntad, me asaltan pensamientos mezquinos: sigue siendo tóxico nuestro amor aunque haya acabado. Quizás más todavía por el hecho de haber acabado. Muchas desgracias empiezan de verdad cuando acaban, la droga cuando se vuelve más impetuosa y tirana es cuando se intenta abandonar. Culpo a mis inseguridades de que la relación con E no cuajara. Me hago daño yo, yo solito, sin poder evitarlo, un acto reflejo como morderse una llaga que late a punto de sangrar. Amarla era un acto reflejo. Demoledor y aniquilador, pero un acto reflejo. Qué poco margen de decisión hay en el amor, tan poco como tiene un adicto. Somos adictos al amor por naturaleza. Sin remedio, adictos al amor desde que nacemos.

Uno, prendado, atravesado, perdido, preparaba a conciencia cada cita con su amada, su dulce pajarillo. Lúcidamente vislumbraba que en la cena parlotearíamos sobre temas más o menos cultos, de cierta profundidad y enjundia, que debería mostrarme como un seductor incluso con la boca desbordada de musaka o ventresca, darme importancia también gesticulando mientras ella hablaba, mostrándole vivísimo interés, levantando atractivo una ceja, luego la otra, levantando la barbilla, levantando un hombro, levantando España entera si hiciera falta para demostrar que me interesaba lo que E pudiera decir. Luego, a la hora de la verdad, para que una cita fluya no hace falta contorsionar los músculos de la cara. Hay que ser natural. Cuando el amor es correspondido, no es necesario esmerarse en que a uno le amen, pues el enamorado de enfrente pondrá eso y más de su parte. Y si no lo pone, qué le vamos a hacer, en cualquier caso nunca dependerá de la profundidad de los temas de conversación, de la calidad de los chistes, de que levantemos una ceja o así hagamos con España entera, que tal y como está, pues cualquiera la levanta. Tres palabras claras: tienes-que-relajarte. ¿Para qué sirve en la vida subirse por las paredes? Para lo mismo que discutir. Y sin embargo, aun sabiéndolo, un nervio pendenciero me recorría la columna vertebral, me cosquilleaban hasta los riñones cuando E llamaba anunciando que se presentaría ociosa en mi piso. Yo lo preparaba todo a conciencia, hacía compra en el mercado de Antón Martín, metía algún pescado en el horno, dorada, lubina, algo con sal, con un chorro de aceite de oliva, con complicaciones las justas. Y durante toda la tarde me levantaba, me volvía a sentar en el sofá y me volvía a levantar, una y diez veces. La inquietud de la espera me zarandeaba, me pegaba y me despegaba de este escritorio, volviéndome loco con cada red social, con cada idiotez publicada en un chat, agarrando y soltando el móvil con la concentración dada por perdida. Apenas iniciaba una actividad y ya estaba pendiente de otra, mientras se quejaba de tantos golpes mi conmovido y grácil corazón. Me remiraba en el espejo del baño, ensayaba caras de atención, dándome importancia mientras fingía conversar con E, mi dulce pajarillo, simulando reír, contarle una gracia y levantar una ceja mientras la escuchaba. Qué dolor de cejas ya de tanto levantarlas. Era un gran actor. De los nervios tenía conversaciones ficticias hasta con la dorada. ¿Fue una especie de compensación? Quizás porque a otras tantas no las quise nada, a E la quise demasiado. Como siempre en mi vida tengo unas maneras muy raras de buscar el equilibrio.

Mediados de enero. Es ya tradición: cada año, al presentarse el invierno en Madrid, hierven en mí unas ganas locas de quemar las naves y decir hasta siempre. Este año, con este regusto amargo del desamor, más si cabe. Escapar, sí. Lo malo es a dónde. Madrid será de los pocos sitios en los que uno puede vivir perfecta y satisfactoriamente sin rumbo, sin propósito alguno, perdido y a ciegas en la vida. En esta ciudad no hacen falta objetivos más allá de qué hacer el próximo fin de semana, esta misma noche. Es más, justo así es como mejor se vive aquí: a lo loco, improvisando, como si uno tuviera toda la vida por delante en lugar de solo media. Engañándose. Yo ya estoy en edad de divorciarme y todavía apenas he hecho nada con mi vida, nada que haya durado más de unas pocas primaveras; pero escribo esto y dentro de diez minutos estaré dando un paseo, riéndome a carcajadas y maldiciendo la vida con apenas segundos de diferencia, atormentado y feliz a un tiempo, tomando algo con amigos, puede que conociendo al amor de mi vida, puede que volviendo solo y borracho a las tantas, haciendo nuevas amistades para toda una vida, porque toda una vida, en esta ciudad, dura hasta el fin de semana que viene. Hablar bien y mal de Madrid es posible en la misma frase.

Todas las canciones me parecen tristes. Oh, sin excepción. Las buenas, porque todas los son. Las malas me ponen triste de lo malas que son. Canto sobre la música y pongo acento sudamericano. Los vecinos, de escucharme, se estarán deshuevando. El patio interior al que se asoma este piso es un pozo como el de una depresión, un tubo oscuro y húmedo de gritos, cocina exótica, disgustos, sombras, qué le vamos a hacer. Salgo a la ventana y me sobreviene poderoso el curry que sudan las cocinas. Entonces pienso en mis cosas antes de ponerme a escribir. Pienso, con melancolía pastosa, que nunca más besaré de nuevo a E por primera vez. Pienso en que nada te aleja de la melancolía más que el amor, y que nada te acerca más que el desamor.

Todo el mundo cree de sí mismo que, en el fondo, es una persona tímida. Yo también: yo no sé cómo me atreví a hablarte aquella noche en el bar, en el que ya se quedó como nuestro bar. Es así como he forjado más de un cuarto de siglo de relaciones amorosas y, sin embargo, sigo convencido de que soy un tímido y un negado, un pobre hombre que morirá en soledad por cobarde. Como siempre en esta ciudad, diseñada como a propósito para que las personas se conozcan y hablen y consuman, una cosa llevó a otra. Yo todavía no te conocía, ese yo mío antiguo, más ingenuo y más despistado todavía que este que ahora escribe; aún no sabía que caería prendado de ti tras esa noche de enero, que terminaría por someter mi vida al capricho de tus encantos. Una nube de azúcar nos envolvió a los dos, aunque ahora en mi desdicha me parezca que solo fue a mí. Nos preservó de los orines y de la bronca de los borrachos. Quiero más noches como aquella. Quiero que el futuro no importe nunca más, como cuando salimos del bar y nuestros cuerpos bajaron la calle Montera, guiñándose hasta desembocar en Sol, una fiesta de lenguaje no verbal y de intenciones, parlanchines aunque apenas hubiera dos menguantes grados de temperatura sobre nuestros gruesos chaquetones de gente del interior. Apenas recuerdo lo conversado, nuestras palabras serán para siempre un misterio perdido en el vaho de la madrugada en que viajaban, aunque en mi memoria sí quedaron registrados otros detalles muy concretos de esa primera vez que te acompañé hasta tu piso en la calle Calatrava. Disfruto de la amargura de rememorar, como un adolescente melancólico un verano que nunca volverá, tu pelo, asombroso incluso bajo el alógeno pobretón de tu cocina, el mechón rebelde que se liberó de tu coleta y te ocultó en parte un ojo que me miraba sonriente, inaugurando este amor nuestro que tan seguro estuve de que, esta vez sí, sería elevado, definitivo. Así ya lo creí, insensato, con la edad que tengo, esa misma noche volviendo a mi piso después de besarte antológicamente en el rellano, de verte recogerte el pelo en una nueva coleta liberando el ojo semioculto, de prometerte que te llamaría pronto. Muy pronto.

El amor no entiende de edad: da igual tener quince que cuarenta años. El amor no entiende de precariedad laboral, de gobiernos corruptos ni de salvajismo ideológico. El amor sacó, saca, y sacará lo mejor y lo peor que tenemos dentro, supurándolo de nuestra piel. Y el amor es insaciable hasta lo demencial: es difícil de explicar, pero aquellos días incluso estando con ella en su casa deseaba estar con ella en su casa. Aguardaba ansioso desde primera hora, el pecho hinchándoseme apresurado y violento como el de un animalillo, el ojo puesto sobre el móvil como si esperara la donación urgente de un órgano: ella me solía escribir, oh, un mensaje desde su oficina, como tarde a media mañana. O más bien una retahíla, frases en cascada atiborran el teléfono móvil y se lo llevan todo por delante, ansiosas, exigiendo respuesta inmediata. Las nuevas tecnologías nos obligan a ser resueltos y ocurrentes a cada momento, los emoticonos son en parte el resultado de eso. Y así, encadenando diálogos de besugo, emoticonos infantiloides y coqueteo variado, con cualquier pretexto nos terminábamos dando prometedora cita para esa misma noche, con el festejo alborotado con el que la gente queda en Madrid para tomar algo, sea con quien sea, da igual si el amor de tu vida o unos tíos pesados del trabajo. La recogía o ella a mí, caminábamos a medio metro del suelo hasta una tasca del barrio, a refugiarnos en nuestro amor del frío grosero y de las meadas de los perros, envolviéndolo de vinos y quesos en Lavapiés, donde todo el mundo es joven para el resto de la vida. Antes se era joven una vez en la vida, ahora cualquiera se atreve a no ser joven.

Son tan poderosos los inicios del amor que siempre parecen serlo de uno duradero, seguramente del que más. Por desgracia, rara vez nos duran más de un suspiro. Este año el invierno ha vuelto a congelar Lavapiés. En contraste, me arden los recuerdos de E, evoco frases, cosas que dije o callé. Sobre todo, la memoria me tortura con el sexo candente de aquellos meses de tormento y de amor aparatoso, de fantasmas, de los monstruos emocionales que para entonces ya éramos ella y yo, creyendo que apenas jugábamos cuando en realidad nos destrozábamos vivos. Nos veíamos con tanta asiduidad como nos permitían nuestros compromisos profesionales. Es la coacción a nuestra generación: o nos matamos a trabajar o no tenemos trabajo, sin término medio. Y encima va por rachas. Y encima las rachas son cortas. Ella, maltrecha debido a su horario de explotación; yo, con una jornada laboral algo más flexible gracias a haberme liberado para ser autónomo (o freelance, que en inglés suena menos precario), después de más de una década desangrándome en esas oficinas de Dios, habiendo sido despedido un número indeterminado de veces (terminé perdiendo la cuenta y hacerla ahora para qué). Para mi disgusto y el suyo, con frecuencia me daba aviso, la pobre: que tenía la tarde a rebosar de cosas en inglés, brainstormings para el pitch de mañana, había que presentarle las ideas al senior marketing manager advisor (así le llamaban en la empresa, su mujer le llamará con otro apodo más cariñoso) antes del deadline, porque iban fatal de timing y el CEO estaba de los putos nervios. Ay, esos palabros en inglés, pero en inglés nativo de Majadahonda: monitoring y reporting, KPIs y budget. En España somos como Michael Robinson, pero al revés. Lo más claro, sin duda, lo de los putos nervios. “Nivel medio de inglés”, eso tan nuestro basado en pronunciar con marcado acento castellano-mesetario (esas jotas de Dios, oh, esas erres, esos imprudentes convencidos de que el acento castellano es más apropiado para hablar inglés que el andaluz, el murciano, el canario, cuando para tantos registros fónicos es justamente lo contrario). Oh, los colegios de la Comunidad de Madrid dicen que son bilingües, pero uno se conformaría con que en ellos no calara tanto leísmo y laísmo. Es curioso constatar cómo el inglés ha colonizado nuestro ibérico día a día en la oficina, comprando un regalo, hasta consumiendo droga o fardando sobre prácticas sexuales: aquí todo el mundo suelta anglicismos todo el tiempo, aunque la realidad es que nadie tiene pajolera idea de hablar inglés. Los dejas solos en Londres y no se piden un sándwich sin hacer el ridículo a la manera de los ignorantes: sin darse cuenta. Y al contrario: si metiésemos a un anglófono en nuestros centros de trabajo, ni se daría por aludido, pues no es inglés eso que hablamos en nuestras oficinas. Tampoco es español. Mi experiencia dice que es un idioma para entenderse entre acomplejados.

Contar más de treinta años, o ya cuarenta, y que irte bien en la vida sea permitirte un mísero piso de alquiler, minúsculo y oscuro, tétrico; un trabajo gracias al que, al menos, no pedir manutención a tus padres; no pasar afligido la vergüenza de no ganarte la vida. Eso es lo máximo a lo que aspiramos ahora mismo. No parece mucho pedir. Con casi cuarenta años, decía, señoras y señores, que ya empezamos a tener achaques, y todavía pasar el apuro, la ofensa, el bochorno monumental de levantar el teléfono para decir “mamá, me han despedido, otra vez”, de pelear en cada entrevista de trabajo como si fuera, más que una oportunidad de prosperar, un clavo ardiendo, un salvoconducto para dejar de compartir pisos ruines con extraños. Nosotros, nacidos en los primeros años de la democracia, oh, educados para una España en la que sería fundamental dejar pasar antes de entrar, escribir sin faltas de ortografía, cumplir puntualmente con la ley, tratar respetuosamente al prójimo, no sé, pagar honradamente lo que se compra con dinero limpio, también los impuestos que se deben en un sistema de reparto avanzado, justo y que, garantizando la igualdad de oportunidades, nos haría más europeos, incluso, que los propios europeos. Pero en esta España inexplicable lo normal es que, si se alinean los astros y consigues un empleo, amigos y familiares te pregunten si te han hecho un contrato, si te han dado de alta en la seguridad social, si todo es legal. Y si la respuesta es afirmativa, oh, te lloverán las felicitaciones. ¡Madre mía, qué suerte ha tenido el niño, que está cotizando! (Efectivamente, con “el niño” se refieren al que va camino de cumplir cuarenta.)

Yo sí me sentía con suerte, oh, al menos en el amor: a veces, de improviso, que lo del dichoso pitch y el resto de palabros, la competitive differentiation, los manage marketing, communication plans, las content strategies y el project management, que todo, por suerte todo, había quedado zanjado hasta el día siguiente. Que si me apetecía verla en su casa. ¡Pues claro que me apetecía! Un torrente de sangre brava me cabalgaba el cuello adelantando el rato que pasaría con ella. No había para mí nada más preciado. Puede que todavía no lo haya. Y así, al borde del colapso cardiaco, me duchaba, me vestía, me perfumaba como un príncipe. ¿Un lunes de febrero a las doce de la noche? Qué más daba, para mí como si era la tarde de un sábado primaveral. Dios mío, quién lo hubiera dicho, con lo friolero que he sido siempre. A esas horas salí de mi piso una de nuestras primeras noches, como una exhalación, dejando un rastro absurdo de colonia francesa por medio Lavapiés, hacia el piso de E en la calle Calatrava. Mi perfumada senda se confundía con el tufo a hachís de los porreros, que son los únicos que andan, de tertulia, por las esquinas del barrio a esas horas un lunes crudo de invierno. En este barrio, si acaso, el único olor que compite con el de sus porros es el del curry que difunden, como ya dije, cual Bombay, decenas de ventanas. Como buenamente pude, llegué rebosando prisa y emoción, a las tantas de la noche, al piso de E. Y supongo que con la ropa oliendo a una disparatada mezcla de colonia cara, porros y curry. Y encima sudando caudalosamente, pues me había pegado una olímpica carrera para no enfriar nuestro amoroso encuentro, no demorar la pasión máxime siendo laborable el día siguiente: el amor cegará todo lo que tú quieras, pero madrugar nunca deja de ser una puñeta.

Fue despojarme de abrigo y jersey y advertir la camisa empapadísima de sudor, ni siquiera las pestilencias a curry, a porro o a perfume francés disimularían mi cabrío olor corporal, fruto testosterónico de mi frenesí atolondrado. Tanta ducha, tanta higiene y tanto perfume para terminar oliendo a centrocampista. Pero allí estaba ella, mi azucarado bombón, apetitosamente, recibiéndome desplegada sobre su cama en los calientes inicios de nuestro romance, ligeramente fatigada tras un intenso día de brainstormings, pitchs, otros palabros en inglés y putos nervios en español. A la primera entendí su demanda en forma de sonrisa: ambicionaba mi caprichoso caramelo que me tumbara junto a ella. Y aun consciente de mi propio olor a choto, ¿cómo rechazar tan gustosa invitación? Tras un ligero parloteo, bla, bla, bla, y un puñado de besos formidables, antes de pasar a mayores no tuve otra que frenarla en seco: “¿Me prestarías una camiseta? He sudado un poco, corriendo, viniendo a prisa para verte, porque mañana es laborable y madrugar nunca deja de ser una puñeta” –algo así puntualicé–. “Sí, sí”, contestó E, “no hay problema, hombre”, disimulando lo que ella sin duda también olía. Procurando salir de tal deshonrosa situación, añadí con tanta dignidad como pude (no fue mucha), tratando de recomponerme a sus ojos: “he tenido un día horrible de trabajo” (lo dije en español). Y como –como todo enamorado iniciático que se precie– llevaba días coqueteando con el riesgo del rechazo, me lo jugué todo a una carta: “¿Te importa si me ducho?”. “Claro que no me importa”, contestó estirada la boca de E, buscando sus orejas y contagiando a la mía. Y ciertamente no le importó, porque me acompañó hasta el baño y allí encumbramos la jornada, haciéndola tan inolvidable como puede llegar a serlo una ordinaria noche entre dos amantes, una noche de las que todos hemos tenido decenas, perdidas para siempre en el olvido a no ser que uno de los dos amantes la deje por escrito en un arranque de melancolía como éste que he tenido yo esta noche.

Oh, ni siquiera íbamos al cine. Vino, fruta: quién quiere más. Apenas comíamos, santo cielo, una mandarina jugosa de temporada o una manzana compartidas nos proveían de energía suficiente para amarnos todo un día o toda una noche, que se mezclaban invernalmente, metiéndose el uno en la otra, la otra en el uno. La tenue luz de piso interior resbalaba lenta ventana abajo a nuestras espaldas, difuminando gradualmente nuestros gestos en la cara hasta que encendíamos una lamparilla de mesa colocada estratégicamente en el suelo o velada por un pañuelo, tal y como hacen los amantes solo al principio de una relación, es todo un misterio porqué luego deja de hacerse. Era de suponer un ritmo muy distinto en la calle, el correr diario de las cosas, lejos de nuestra piel rosada por el roce, por la tirantez del deseo, en otro planeta. Para nosotros, aunque la vida siguiera su curso, todo quedaba aplazado eternamente, los conductores seguirían afuera peleando tensionados contra sus odiosos cláxones (aprovecho la ocasión para proponer que la bocina les dé un ligero calambrazo cada vez que la accionen, así la usarán solo cuando verdaderamente sea necesario), embebidos en sus volantazos, en sus vidas desperdiciadas de madrileños ciegos. Si acaso, cuando nuestros estómagos nos terminaban por aullar, cedíamos y les preparábamos el almuerzo, la merienda y la cena, todo junto en una sola olla que colmábamos de crema de verduras de sobre, apenas alegrada con pimienta, un pedazo de pan, unas onzas de chocolate de postre. Vivíamos en la cama d`amour et d`eau fraîche. Hasta las personas más broncas y bruscas se refinan los primeros días de un romance. Hasta los neonazis, me permito suponer.

hora, escribiendo estas líneas, desesperado en este piso destartalado, me da rabia que todo se fuera al traste, maldita sea. Qué poco, poquísimo, yo diría que nada hay comparable al amor cuando empieza y es correspondido. Una explosión desbarata tu vida, distorsiona la conciencia del tiempo y, prodigiosamente, te aligera las preocupaciones, los fastidios. Las fatigas que de costumbre avinagran la existencia se vuelven infinitamente más llevaderas. Las sensaciones son tan agradables que procuramos por todos los medios sentirnos así siempre: tal vez por eso la gente tan a menudo se autoengaña y se cree, se imagina, se inventa, que se ha enamorado. ¿Eso explica mi vergonzante e interminable historial de relaciones amorosas desde la adolescencia? A veces pienso que vivir en Madrid ha sido el único motivo, que de vivir en otro lugar ahora contaría los años por los de mis hijos. Madrid desquicia más todavía que el amor.

penas desaparece E de mi móvil por unos días y de seguido surgen o resurgen problemas por todas partes. Problemas para cobrar trabajos que hice hace seis meses. Problemas para oxigenar mi cuenta corriente. Problemas para iluminar mi futuro, acaso el más inmediato. E desaparece e instantáneamente aparece una gotera en el baño; quizás estuviera allí desde antes, pero yo la descubro ahora. Este piso de Lavapiés se cae a pedazos. Lavapiés entero se cae a pedazos. Para colmo, al frío de la calle se le suma la lluvia, que golpea las aceras empinadas del barrio con la misma rabia con la que, por momentos, lo haría yo. ¿Agravará esta lluvia mi problema de goteras? Supongo que no, porque tengo tres plantas de pisos por encima, pero quién sabe: yo de fontanería entiendo poco. Tan poco que ni siquiera sé si es la fontanería la disciplina que se encarga de las goteras. Tan poco que ni siquiera sé si llamar “disciplina” a la fontanería queda bien o suena raro. Además, en qué mal lugar ha salido, hay que tener mala suerte: por las mañanas, sentado a oscuras indignamente en la taza del váter, una gota impertinente tras otra me rebota sin remedio en pleno cráneo. Nadie sabe hasta qué punto puede desesperar eso, nadie que no se haya posado en un váter y haya sido bombardeado por esos desesperantes globitos acuáticos: con qué ruindad ponen a prueba la delicada y cortés paciencia de una persona. Sí: debajo de esa gotera me siento a solucionar prontitudes cada mañana, haciendo la tarea deprisa y corriendo. Mis suegros, de costumbre, suelen esperar de mí que sepa montar una estantería, arreglar un grifo, desatascar el baño, contratar Internet. Lo bueno es que no les decepciono con el paso de los años, sino en seguida. Si apenas soy capaz de cambiar una bombilla cómo voy a arreglar una gotera. Yo magia no hago. En su momento descarté, por ridículo, el uso de un paraguas. En una mano el paraguas y en la otra el periódico, no te digo; hacer de vientre en este piso sería como estar en Londres. La solución más práctica ha resultado ser, por el momento, cubrirme cabeza y la parte superior de la espalda con una toalla cada vez que se apodera de mí la necesidad inaplazable, lo que de ordinario (nunca mejor dicho) suele ocurrir una vez al día, generalmente a primera hora de la mañana; servidor es un reloj según para qué cosas. Me pregunto si no será mejor buscar acomodo a mis alivios en el bar de abajo, porque en mi piso de setecientos cincuenta euros al mes no puedo. Juro que me iría a vivir más barato a otra ciudad de alquiler más reducido, pero en Madrid es más fácil conocer gente y quien dice conocer gente, quiere decir ligar. Oh, lo ideal sería conocer a alguien aquí y luego irme con ese alguien a un sitio de alquiler barato, sin vecinos chillones, mudarnos a una vida razonable lejos de Madrid, de este ruido enloquecedor, de esta vida alegre pero perturbada, de estos años a la velocidad de la luz. Muy lejos de aquí. Cuanto más lejos andemos de aquí, más cerca andaremos de la sensatez.

¿Qué andará haciendo E en este preciso instante? Mi dulce pajarillo convertido súbitamente en un cuervo negro y degenerado en la constante de hacerme daño, de desmoronarme el corazón con feroces picotazos, sin piedad hasta convertirlo en casquería; seguro que está de bares por el barrio, riendo las gracias de otros que no soy yo, embellecida por la maldad, así la imagino, por la gracia de las pecas que le salpican la cara, que se me grabaron un día bajo los párpados como al mirar directamente al sol y ya nunca podré dejar de verlas. O reposará la cabeza sobre otros muslos, los de un nuevo novio que verá caer como una cascada su delicado pelo normando igual que lo veía yo, igual que la noche nos caía encima en su piso o en el mío. Quizás en este instante, mientras yo escribo esto, ese nuevo novio (u otro más nuevo, u otro más todavía: E es muy rápida) esté siendo besado carnosamente por ella en su piso de la calle Calatrava exactamente igual que E me besaba a mí (y que a otros tantos que hayan ido pasando estas semanas por ese piso hechizante). Rebusco nervioso en mi desesperación, cierro los ojos y la veo, esas pecas incandescentes en mi retina, ese pelo normando, su mirada y ella tan presentes o más que si las tuviera aquí ahora mismo. Indigno, mentalmente todavía la divierto ágil con mis ocurrencias, me hago la ilusión de que pronto la veré y podré compartirlas con ella de verdad, de que responderá con risotadas. Luego me avergüenzo íntimamente, me doy cuenta de que así no puedo seguir, por favor, que ya tengo unos años, que por edad soy un señor, y de súbito abro los ojos en la mitad de la noche. Y cuanto más me esfuerzo, más se me vuelve ella omnipresente. Sus pecas incandescentes, sus piernas de metro y medio, su voz y su cara se me repiten en las noticias, en las letras de las canciones, en los libros y los artículos que leo, en esto que estoy escribiendo ahora, en todas las mujeres con que me cruzo por la calle, en las que tienen una estatura similar a la suya, su aire aniñado al andar, su balancear de brazos por la inercia del paso: esas chicas que caminan tan despreocupadas como ella, sin acordarse en absoluto de mí, tienen en común con ella el desprecio por estar conmigo.

Las visitas de E constituían el mejor de los alicientes para hacer limpieza, tareas de continuo postergadas si uno dedica su tiempo a quehaceres creativos, como en mi caso a escribir; o si simplemente se es un cerdo, probablemente como también es mi caso. Por suerte estos pisos madrileños nuestros son tan minúsculos que se limpian en un periquete: casi tarda uno más en ducharse que en limpiar la casa entera. A veces E, mi ratita impaciente, con un tono que rozaba la impertinencia, tocaba al portero para que bajase a darle brillo a sus encantos; y yo, también rozando la impertinencia, le respondía por el altavoz que de eso nada. ¿Para eso había limpiado el piso con tanto esmero? Que subiera un momento, le solicitaba con cualquier excusa, no me había dado tiempo a acicalarme o estaba terminando de enviar un correo a un cliente, y que así quedara obnubilada por el olor a fregasuelos de eucalipto, frutos del bosque, licor del polo y, consecuentemente, le estallara la libido y al mirarme no solo quisiera hacerme el amor sin pasar previamente por las tascas de tapas y vinos, sino que además vislumbrara en su relación conmigo un irrenunciable y solvente proyecto vital. Pero, oh, apenas unas semanas sin verla y de qué manera ha vuelto la cochambre y la soledad a este piso pordiosero de Lavapiés, cuyo devastador precio de alquiler me está arrastrando mes a mes a la ruina, a pesar de que, paradójicamente, me paso el día trabajando, sin horario ni vacaciones ni cosas de esas antiguas sin anglicismos.

Me acabo de preparar un sándwich de salchichón. Esto parece un cumpleaños. Me alimento de cualquier cosa, en la cocina me dejo llevar: ojalá me dejará llevar en la vida con la misma facilidad que en la cocina. Mi dieta es minimalista, me alimento de recuerdos, se me va a quedar un tipito estupendo. ¿Cuánto hará ya de la última noche entre E y yo? –Tenemos que hablar. – ¿De qué? –De la liga escocesa de waterpolo, no te digo. El punto final en una relación se puede rumiar durante meses, años o décadas, hasta que uno de los dos se decide a ponerlo: –Eres demasiado para mí. –Yo tampoco te merezco. –Prométeme que vas a estar bien. –Tú también. –Qué pena que esto no haya salido bien. –Siempre nos quedará el recuerdo. –Tú tienes muy mala memoria. –Si no ha funcionado será por algo, ¿verdad? –Hemos cambiado mucho desde que nos conocimos. –Sobre todo tú. –La rutina lo mata todo. –La vida da muchas vueltas, nunca se sabe. –Siempre podremos ser amigos. –Cuídate mucho. –No, cuídate tú. –Necesitamos estar solos durante algún tiempo. –Habla por ti. –Nunca encontraré a nadie como tú. –Habla por ti también. –Gracias por el táper de lentejas, me vendrá bien. –No me arrepiento de nada. –No pienses mal de mí. –Te he querido muchísimo. –No hablemos en pasado, que me voy a poner a llorar otra vez. –Es normal llorar. –Sí, pero yo parezco un concursante de Gran Hermano. –Son cosas que pasan. –No me puedo creer lo que está pasando.

El vaso, gota a gota, rebosado. Ninguna relación termina un día concreto: uno de los dos, o los dos, lo ha tenido en mente desde no se sabe cuándo, probablemente desde siempre, y se ha ido aplazando el momento de la ruptura, un poco más, otro poco, la semana que viene se lo digo, en navidades hablamos, en Semana Santa, o mejor en verano, o más valdrá después del verano para no arruinar las vacaciones. Poner el punto final da una pena tremenda: nadie quiere sentirse tan mal.

"De vez en cuando la vida”, nos recuerda Serrat con alma limpia, “nos besa en la boca”. Ay, la alegría de toparte con el amor de tu vida. Aquí y allá, a lo largo de los años, he visto a personas saltar con euforia, enloquecidas al recibir buenas noticias de lo más diverso: mudarse a una casa más grande, un aumento de sueldo oportuno (siempre es oportuno, extraordinario en España), la victoria de su equipo en la Eurochichi (esto sí es más habitual en España). Multitud de gente, en definitiva, exultantemente llevada por un saltarín ardor de euforia, celebrando buenas nuevas de todo tipo. Yo mismo también en momentos puntuales, los más dulces de mi existencia. Pues bien: nada existe en la vida comparable a la dicha del amor radiante de los primeros días. Quizás a ese estado sólo se le asimile el que proporciona tener un hijo que, por lo que cuentan, excita el cuerpo con similar apoteosis. Lo que ocurre es que hoy en día, por lo general, la decisión de tener un hijo es deliberada: la alegría no nos sobreviene con la misma dosis de sorpresa que el enamoramiento, sin que tomemos de manera consciente cartas en el asunto; por no hablar de los largos meses de preparativos que separan la noticia de su realización. Sea como fuere, ni siquiera ese furioso brillo en la cara del futuro padre o madre es comparable al del resplandor anímico que vive el cuerpo humano los primeros días del enamoramiento, los diez años que se nos quitan de encima cuando el sentimiento amoroso es recíproco. Tampoco, en mi caso personal, terminar la carrera universitaria, que parecía inacabable, me aportó semejante alegría. Fue más bien quitarme un peso de encima, como lo es ya conseguir un puesto de trabajo decente en este contexto comandado por empleadores, empresas y gobernantes golfos e incapaces. Ni siquiera, me atrevería a decir, que me tocara la lotería. Ni siquiera que la selección española de fútbol ganara otra vez una Eurochichi. No hay en la vida, ni de lejos, explosión de alegría como la de enamorarse y ser correspondido. Bien mirado, es lógico, en tanto hace falta una buena capa de magia para mezclarse tan íntimamente con personas extrañas, ajenas a la familia.

No estoy pasando por mi mejor momento, pero quién lo está en este país. Cuando voy a anunciar mi edad me lo pienso y no por coquetería: nunca lo recuerdo con espontaneidad. Y mira que la cifra es fácilmente deducible, porque nací en año redondo, 1980. Soy hijo de la Transición Española. No he hecho la comunión, mis padres prefirieron que yo mismo decidiera de adulto (y todavía no me he decidido). Me he formado e instruido en centros de educación públicos, desde preescolar hasta la universidad. Soy licenciado en publicidad y relaciones públicas, nadie es perfecto. Me dedico profesionalmente a la creatividad para agencias de publicidad y productoras, una forma de ganarse la vida como otra cualquiera. En inglés podría escribir mi profesión de cinco o seis formas diferentes. Algunas veces me ha ido muy bien y otras me han despedido. El dinero que tengo ahorrado, y que todavía me sirve de colchón o de salvavidas para pagar este piso algunos meses, es de cuando me ha ido bien. Hasta la fecha, nunca he pedido prestado un céntimo a ningún banco. Apenas consumo. Vivo con lo justo y necesario, y muy a gusto, al día, sin esfuerzo. Me tengo por persona sencilla: libros, museos, algún concierto. Tecnología, siempre por detrás de la vanguardia: cuando por fin me compro un móvil de última generación, resulta que ya no es de última generación. No tengo caprichos ni tampoco mínimo apego a lo material. Para mí todo es absolutamente provisional desde que terminé la carrera y empecé a pagarme la vida de mi bolsillo. En esto subyace un fuerte componente generacional. Casi pierdo la cuenta de la cantidad de pisos en los que he vivido en Madrid, ciudad que es la mía desde hace ya once, doce años, ¿quizá trece? Nadie que no sea uno mismo puede apropiarse de Madrid. He tenido dos relaciones amorosas duraderas en este tiempo, o dos y media. Y muchas otras no duraderas. No debería entender las relaciones rotas como un fracaso, no está de moda. La inmensa mayoría de mis amigos son madrileños de nacimiento, cosa rara para alguien que, como yo, viene de fuera. Yo soy gaditano. Nací en un pueblo al borde del Estrecho de Gibraltar: si fuera más del sur me caería al agua. Vivo perfectamente integrado en Madrid, como digo siento la ciudad como mía, quién me puede negar ese derecho. Eso no es mérito mío, sino de esta ciudad, que te acoge como a un hijo desde el primer día, al menos cuando yo llegué a ella. Me tenía por alguien mucho mayor con veintinueve o treinta años que ahora, diez años más tarde: íntimamente me creo un chavalín con la vida por delante. Madrid es la ciudad perfecta para estirar la juventud, incluso si uno no quiere: aquí la juventud se estira ella solita. Presiento mi plenitud vital por llegar, aún lejana. A veces pienso que debería asentarme en la vida de otra manera, más estable, más madura, sosegadamente. Nunca he visto claro el momento de tener un hijo ni, sobre todo, persona con quién. Me gustaría mucho que esto ocurriera en el futuro. Uno de mis mayores temores es que mi futuro me sorprenda ya mayor, con una salud de mierda, todavía en los bares de Madrid por la noche, todos los días de todos los fines de semana hasta las siete o las ocho de la mañana, llegando borracho a la cama o acompañado de cualquiera.

Escribo este libro porque me siento mal. La literatura, leer y escribir, es una vocación que descubrí tardíamente, más cerca de los treinta que de los veinte años. Las grandes pasiones no están reñidas con el disfrute intelectual, sino todo lo contrario. No he tenido ni tengo carnet de ningún partido político. No voto siempre al mismo. A veces voto en blanco, en blanco nuclear, pero siempre voto. Me preocupa el bienestar y la dignidad de las personas, la justicia y la igualdad de oportunidades, la instrucción cívica mediante la educación pública. El capitalismo salvaje que mueve el mundo es un absoluto sinsentido, las pruebas se constatan en la práctica y a diario. A un tiempo las democracias y las instituciones públicas han propiciado que éste sea el mejor momento de la historia: aunque parezca lo contrario, en ningún otro fue tan seguro pertenecer a una minoría religiosa, racial, sexual, caminar por la calle sin que te ataquen, te intimiden, se vulneren tus derechos seas quien seas, pienses lo que pienses. Necesitamos tanto de leyes justas como de la firme denuncia de quien se las salte. El juzgado es el mejor amigo del hombre. También empieza a serlo de la mujer. Actuar en consecuencia es más incómodo que autodefinirse como defensor de cualquier causa justa. En diciembre de 2012 llevé a juicio a un empresario por haberme tenido contratado dos años como falso autónomo y despedirme sin haber cotizado (él) a la seguridad social ni indemnizarme. En los últimos diez años, el uno por ciento de la población ha aumentado un veinte por ciento sus ingresos, mientras el cuarenta por ciento de la población los ha reducido también un veinte por ciento. En 2017 el beneficio neto de las empresas tocó techo histórico: nunca antes habían ganado tanto en España, mientras nosotros apenas sumamos ni para el alquiler. El pacto entre las élites económicas y la población se ha roto, porque las primeras parecen haber entendido que les resulta rentable romperlo, no como cuando nos querían tranquilos y seguros para vendernos coches y lavadoras, paquetes vacacionales y videoconsolas; ahora parecen advertir que, aunque no tengamos trabajo ni casa, les compramos igual sus teléfonos móviles, su ropa deportiva, sus coches y lavadoras, sus paquetes vacacionales, sus videoconsolas, su mierda.

S

i no fuera tan friolero me iría a vivir a uno de esos lugares de Europa donde está mi ideal de comunidad, donde el sentido cívico, la responsabilidad pública al cabo, marca el transcurrir de lo cotidiano, sobre todo en lo laboral, uno de los dolores que en España sufren tantas personas, pero por el que casi nadie parece espantarse ni aun menos movilizarse. Oh, mi estación predilecta es el verano, y no concibo pasarlo lejos del mar. Adoro el Mediterráneo y también las playas de Cádiz, donde he pasado todos y cada uno de los veranos de mi existencia. Me veo capaz de aprovechar los placeres sencillos de la vida, de los que disfruto con intensidad (los amigos, el amor, las aceitunas, el pescado en espeto, una brisa) y me tengo por una persona razonablemente feliz. Lo que soy, esa razonable felicidad, se lo debo a mis padres, que nos procuraron la más dichosas de las infancias primero, y de las existencias después, a mi hermano y a mí. El amor consiste en facilitarle la vida al ser amado.