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A la casa del señor Collopy llegan dos niños huérfanos. Mientras el señor Collopy se dedica a una misteriosa y humanitaria labor en favor de las mujeres, los chicos crecen entre los aromas del buen whisky y de la mala cocina. Manus, el hermano, pronto demuestra ser un maestro en los negocios. De enseñar por correspondencia cómo caminar sobre la cuerda floja en el Dublín eduardiano, pasa a instruir a la población y al mundo de forma más ambiciosa en su "Academia Universal Londres". Finbarr, el menor, observa y espera. Una ligera enfermedad hace que el señor Collopy tome un medicamento preparado por Manus, pero sus efectos resultan ser inesperadamente gravosos. En compañía de un amigo, el señor Collopy emprende un viaje a Roma en busca de alivio. Las secuelas, sin embargo, echan por tierra sus aspiraciones...
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Seitenzahl: 206
Veröffentlichungsjahr: 2013
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LA VIDA DURA
Flann O'Brien
Introducción de Jamie O'Neill
Título original: The hard life
© The Estate of Flann O'Brien, 1961
© de la introducción: Jamie O'Neill, 2003
© de la traducción: Iury Lech
Edición en ebook: marzo de 2013
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-15564-58-4
Diseño de colección: Marisa Rodríguez
Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
INTRODUCCIÓN
NOTA DEL TRADUCTOR
La vida dura
Dedicatoria
Cita
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Contraportada
Flann O'Brien
(Brian O'Nolan, Strabane, Tyrone, 1911 - Dublín 1966)
Escritor irlandés. Trabajó para la Administración Pública desde 1935 hasta 1953. También colaboró durante 26 años en el Irish Times con el seudónimo de Myles na gCopaleen, ya que al ser funcionario no podía escribir con su nombre. En sus artículos retrataba con un estilo mordaz la política de su tiempo. Su estilo y el argumento de sus libros son muy originales y fueron alabados por Samuel Beckett y James Joyce, quien, ya prácticamente ciego, leía sus novelas con la ayuda de una lupa. Joyce dijo de O'Brien y de este libro: «Un escritor auténtico, con el verdadero espíritu cómico. Un libro realmente divertido».
En Nórdica Libros estamos entusiasmados con la obra de este genial irlandés y con En Nadar-dos-pájaros hemos cumplido el sueño de publicar todas sus novelas: El Tercer Policía, Crónica de Dalkey, La boca pobre y La vida dura.
En el libro El canon occidental, del famoso crítico literario Harold Bloom, aparecen El Tercer Policía y Crónica de Dalkey como dos de las obras más importantes de la literatura en lengua inglesa.
INTRODUCCIÓN
No es que haya conocido a mi madre solo a medias. Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior…
Así comienza La vida dura, y de inmediato el lector sabe dónde está. Se arrellana en el sofá, estira las piernas, esperando que le tomen el pelo: está en la tierra de Flann O’Brien, en donde todo es lógico y racional y nada es como debería ser. Es una tierra peculiar de contrastes inverosímiles: de exactitud y disparate (por lo general se generan mutuamente); de escualidez y fantasía (o mejor dicho, de fantasía escuálida y de escualidez fantástica); de pedantería e ingenio. Es un lugar de extravagante inventiva, en donde los libros pueden tener todos los comienzos que les plazcan, en donde las notas a pie de página ofrecen una narrativa paralela pero inconexa, en donde un James Joyce reformado escribe tratados religiosos devotos y una aventura romántica es el amor de un hombre por su bicicleta. El lector podrá saber en qué lugar está, pero no tiene ni idea de hacia dónde va.
Flann O’Brien fue el seudónimo de Brian O’Nolan. Este personaje nació en 1911 en Strabane (hoy día condado del Norte de Irlanda), en 1935 comenzó a trabajar en la Administración Pública irlandesa, llegando a ocupar el importante cargo de Funcionario Principal de Planificación Urbanística, y falleció en Dublín en 1966. Como Flann O’Brien su biografía es mucho más misteriosa. Flann es un bromista y un bebedor. No tiene edad y obviamente es irlandés, aunque proviene de un país o lugar indefinido. Flann es escritor: siempre lleva puesto un sombrero negro. Sus novelas abarcan desde la clásica En Nadar-Dos-Pájaros (1939) hasta la póstuma El tercer policía (1967). Pero lo más curioso de Flann O’Brien (seudónimo de Brian O’Nolan) es que también tenía a su vez un seudónimo: Myles na Gopaleen. Bajo este nombre escribió su maravillosa y mordaz columna satírica «Cruiskeen Lawn», para el periódico The Irish Times.
No es de esperar que un hombre con tantos nombres pueda ser fácilmente clasificado. Esto resulta evidente en su historial literario. El tercer policía, su último libro publicado, en realidad fue escrito en 1940. Si damos un salto de veinte años nos topamos con el libro que tenemos entre manos, La vida dura (1961), seguido de La boca pobre (1964), subtitulado como «Un mal relato sobre el malvivir». Pero La boca pobre apareció originariamente en 1941 como An Béal Bocht, una sátira en irlandés sobre el movimiento renovador de la lengua irlandesa. Ese mismo año,1964, apareció Crónica de Dalkey, que es una secuela, o una precuela, o un embellecimiento o una síntesis de —en todo caso un regreso a— la todavía inédita El tercer policía. ¿Tiene todo esto un sentido? Es probable, pero si lo consideramos con tranquilidad.
En Nadar-Dos-Pájaros apareció cuando el mundo estaba absorto por el estallido de la II Guerra Mundial. Se vendieron unos trescientos ejemplares, pero, gracias al apoyo de luminarias como Graham Greene en Londres y James Joyce en París, comenzó a ser considerado un éxito de crítica, feliz desenlace al que aspira todo escritor. Para resultar convincente, un éxito de crítica debe dar indicios de convertirse en un verdadero éxito. Eso es lo que Flann O’Brien creyó cuando en 1940 acabó el manuscrito de El tercer policía. Irónicamente, a pesar de ser su novela más leída, fue rechazada por las editoriales de Londres. Durante el resto de su vida, tanto daba si era Flann, Brian o Myles, justificó la no publicación de esta obra maestra alegando, entre sus camaradas de copas, que había extraviado el manuscrito en alguna taberna o que se lo había dejado olvidado en algún tren. La engañifa acerca de los manuscritos perdidos es un tema que ha forjado muchas leyendas dublinesas. No obstante, este manuscrito en particular fue hallado, después de la muerte de su autor, en un aparador de su casa donde por lo visto estuvo expuesto a la vista de todo el mundo durante veintiséis años, a modo de burlón recordatorio del rechazo de las editoriales de Londres de una obra maestra, así como presumiblemente también de su autor.
Se dedicó al periodismo (aunque más correcto sería decir columnismo) y durante los siguientes veinte años, como Myles na Gopaleen, fue el azote de los pretenciosos de toda Irlanda. El humor de la columna «Cruiskeen Lawn» —los chistes, invenciones e hilaridad que destilaba— despierta nuestra admiración. (En la actualidad han sido seleccionados y recopilados en media docena de volúmenes.) Pero no podemos lamentarnos de la brillantez de sus primeras novelas.
Hasta los años sesenta, el mundo opinaba que el Flann O’Brien novelista era un fracaso. No deja de sorprender que el personaje, Brian O’Nolan, compartiera esta opinión, e incluso la propagase. Renegaba de En Nadar-Dos-Pájaros por considerarla un «obra inmadura». En una entrevista concedida a la radio irlandesa en 1964 lo tildó de «ese maldito libro», y remarcó, «no puedo expresar cuánto lo detesto». Esto resulta muy curioso debido a que en 1960 En Nadar-Dos-Pájaros había sido reeditado con un éxito de crítica masivo. Fue inmediatamente reconocido como un clásico moderno. Incluso se convirtió en un «grandes ventas». Pero en Flann O’Brien no encontraremos esa confianza y convicción tan necesarias para la protección de un escritor, esa cicatera seguridad que refrenda la valía de uno mismo ante la indiferencia del mundo. En realidad, lo único que descubrimos es al cascarrabias. Durante veinte años el mundo había insistido en la fallida grandeza de su primera novela: estaría bueno que ahora, solo por otro capricho del mundo, tuviese que revisar esa apreciación.
A pesar de ello, la reedición en 1969 de En Nadar-Dos-Pájaros tuvo un efecto importante. Le motivó a escribir una nueva novela. Esta nueva novela, publicada en 1961, no es otra que La vida dura, subtitulada «Una exégesis de lo escuálido».
La escribió de un tirón en dos meses. A primera vista contiene todos los temas usuales de O’Brien: conversaciones pedantes; preocupaciones grotescas; humor en medio de la sordidez; mitos (la visita del simplón al Papa pertenece a un antiguo relato); la obsesión por las enfermedades y los datos científicos. Es un mundo masculino, avuncular, fraternal, en el que la maternidad no es más que un mero accidente del parto. El estilo narrativo también resulta familiar: minucioso y fluido, con alternancia del empleo de la jerga y de palabras excesivamente largas. Yendo un poco más lejos, se puede percibir que el sentido de las palabras se ha distanciado de su uso, que la propia lengua chirría, no se utiliza correctamente y está en constante necesidad de lubricación (aquí proporcionada por el Sr. Collopy de su inseparable jarra). Tampoco podemos olvidarnos de la extravagante fantasía, si bien dice mucho del conjunto de la obra de un autor que una novela que culmina con una audiencia papal donde se trata, ejem, el tema relativo a la «comodidad» de las damas, sea el menos fantástico de los libros de O’Brien.
De todos modos, también hay anomalías. Existe la sensación de que más que innovación lo que destila el libro es contención. Manus es un narrador ineficaz y es un elemento totalmente incidental para la trama, que evidencia algunos baches. ¿Resulta creíble que el hermano invite a Collopy a Roma? Incluso hay una trama con un final endeble. La novela se puede leer como un intento de hacer realismo, un alejamiento de sus primeros trabajos, como si el personaje O’Nolan estuviese llamando al orden al modernista O’Brien. En este sentido, La vida dura fracasa magníficamente. Del modernismo no queda ni rastro. ¿Quién, sino Flann O’Brien, podría haber escrito una novela histórica prescindiendo completamente de una historia?
Aparentemente, O’Brien abrigaba la esperan-za de que el libro fuese prohibido en Irlanda. En 1961 la censura aún funcionaba activamente. En algún momento de sus carreras, todos los grandes escritores en prosa irlandeses (excepto Joyce, por extraño que parezca) habían sufrido la censura. El «libro censurado» era la prueba irrefutable para cualquier escritor irlandés, sin la cual no se podía decir que había llegado. Por desgracia para O’Brien, la Ley de Censura de Publicaciones de aquellos tiempos solo prohibía la literatura obscena (dentro de lo cual se incluía la defensa y promoción de la anticoncepción). O’Brien jamás abordó temas sexuales en sus escritos. Hasta los asuntos amorosos son poco frecuentes y los personajes solo demuestran algo de ardor cuando el objeto del amor es una bicicleta, como sucede en El tercer policía. Es verdad que en La vida dura se hace referencia a nociones superficiales de la vida disipada y de sus consecuencias venéreas, pero se hace con un lenguaje tan esotérico («Linfogranulo-ma Venéreo») que causa gracia y sin duda habrá pasado desapercibido para los pomposos miembros de la junta de censura. ¿Obscenidad?
No iba por aquí O’Brien, sino que sus intenciones apuntaban al tema eclesiástico, aunque en este caso la junta de censura hizo la vista gorda. El sacerdote amigo de la familia se llama Padre Fahrt. Las charlas entre el clérigo y el señor Collopy suponen las partes más cómicas del libro. Todo se desarrolla en un ambiente educado, gentil y caballeroso, mientras entre ambos vacían el recipiente de whisky y Collopy ataca con virulencia la Orden de los Jesuitas a la que pertenece Fahrt. Puede que para el lector no irlandés una trama diseñada para meterse con el clero resulte algo escandaloso. Pero para los lectores irlandeses no merece más que una leve sonrisa, actitud similar que presumiblemente adoptaron los miembros de la junta de censura. El retrato del padre Fahrt resulta entrañable antes que irreverente y entronca con una larga tradición de entrañables sacerdotes irlandeses.
En las «disputas religiosas» del señor Collopy hay tanto de tributo como de sátira. Gran parte de la vis cómica se apoya en la futilidad de la discusión. El señor Collopy no pretende de ninguna manera convencer al sacerdote. El objetivo de sus razonamientos no es la búsqueda de la verdad, sino la exposición de palabras, hechos y fechas. Y para un creyente católico de aquella época, este era el sentido de una discusión: ser escolástico, puntilloso, en definitiva, fútil. Sospechamos, al menos de O’Nolan, que así es como lo prefería.
De todas formas allí tenemos la comedia, la inventiva, el lenguaje, el meticuloso retrato del decoroso Dublín a través de sus cocinas y salones, sin olvidarnos de la lluvia. Consideremos la siguiente frase: «Las palabras en latín murmuradas junto a la tumba parecían empeorar el clima reinante». Hay en ella una melancolía poco frecuente en O’Brien.
El oficio de un maestro es escribir obras maestras, una afirmación con la que estarán de acuerdo todos los escritores. Comparada con En Nadar-Dos-Pájaros y El tercer policía, La vida dura es sin duda una novela menor. Lo cual no quita que sea la obra de un genio y debe ser leída como tal.
Jamie O’Neill, 2003
NOTA DEL TRADUCTOR
A fin de mantener en lo posible el sabor irlandés del libro, creímos conveniente no traducir la totalidad de los nombres propios de los personajes, hecho que tal vez haya mermado el corrosivo juego de doble sentido implícito. Para que el lector tenga al menos un reflejo de esa «escualidez» onomástica, a continuación damos una serie de aclaraciones.
Así, Collopy deriva del término inglés collop: pedacito o bocadito; Fahrt es un leve enmascaramiento de fart: flatulencia o persona fastidiosa. Crotty no tiene un par exactamente literal, aunque podemos asociarla fonéticamente con crotchety: caprichosa, o con scrotch: entrepierna; caso similar es el de Cruppy, que es posible diferirlo en crupper: nalgas. Mientras que Gaskett y Rice aluden directamente a gasket: arandela, y a rice: arroz, Finbarr nos sugiere una palabra compuesta por fine: excelente y bar: lugar donde se despachan bebidas. Otro caso parecido es el de Blennerhassett, en donde el autor vuelve a insistir en la duplicidad, a saber, blenny: baboso, y haslet: menudencias de cerdo. Por último, Cahill nos suena (por deducción) a cahier: memorándum.
La vida dura
Ofrezco honorablemente a
GRAHAM GREENE,
cuyos estados de desaliento admiro,
esta obra del señor
Todos los personajes de este libro son reales
y ninguno es ficticio
Tout le trouble du monde vient de ce
qu’on ne sais pas rester seul
dans sa chambre.
Capítulo I
No es que haya conocido a mi madre solo a medias. Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior: su falda, piernas, pies, sus manos y muñecas cuando se inclinaba hacia adelante. Creo recordar nebulosamente su voz. En aquel tiempo, naturalmente, yo era muy joven. Luego un día ella pareció desaparecer. Hasta donde yo recuerdo, se fue sin decir una sola palabra, ni adiós o buenas noches. Poco después le pregunté a mi hermano, cinco años mayor que yo, que dónde estaba la mamá.
—Se ha ido a una tierra mejor —dijo él.
—¿Regresará?
—No lo creo.
—¿Quieres decir que jamás volveremos a verla?
—Supongo que no. Se fue a vivir con el anciano.
En ese momento todo aquello me pareció vago y poco satisfactorio. Jamás llegué a conocer a mi padre pero a su debido tiempo pude ver y estudiar una descolorida fotografía color sepia: una severa figura enhiesta con gran mostacho y vestida de uniforme y con gorra de visera larga. Nunca logré descubrir la razón de aquel uniforme. Podría haber sido un mariscal de campo o un almirante, o simplemente un oficial de turno del cuerpo de bomberos; en realidad, podría haber sido un cartero.
Mis recuerdos son un poco confusos acerca de lo que exactamente sucedió después de la partida de la mamá, salvo por una muchacha descuidada de largo y lacio cabello rubio que vino a cuidarnos a mi hermano y a mí. No hablaba mucho y parecía estar continuamente de mal humor. La conocimos como la señorita Annie. Por lo menos así es como nos ordenó que la llamásemos. Se pasaba la mayor parte del día lavando y cocinando, especializándose en pastel de patatas y guisos a base de patatas y verduras, o preparando eternamente albóndigas cubiertas con una salsa grasienta. Llegué a odiar aquellas cosas.
—Si alguna vez vamos a parar a la cárcel —dijo mi hermano una noche en la cama—, estaremos muy acostumbrados a ella antes de haberla conocido. ¿Alguna vez has visto una cena semejante a las que nos prepara? Yo diría que esta Annie está un poco chiflada.
—Si te refieres a las albóndigas —dije—, a mí me parece que son pasables... si no viésemos tantas y tan seguido.
—Estoy seguro de que son pésimas para nosotros.
—Bueno, esa especie de salsa es demasiado espesa.
—Qué gusto cuando mamá se despreocupaba una vez a la semana y solo hacía jamón hervido con col. ¿Te acuerdas de eso?
—No. En ese entonces yo aún no tenía dientes. ¿Qué es jamón?
—¿Jamón? Hombre, algo grandioso. Es una clase de carne roja que traen del condado de Limerick.
Esto es todo lo que puedo evocar acerca de la clase de conversaciones tontas que solíamos tener. Probablemente estén todas tergiversadas.
Cuánto tiempo duró esta situación —una suerte de interregno, vacío, hiato—, no lo puedo decir, pero lo que recuerdo es que cuando mi hermano y yo advertimos que la señorita Annie comenzó a lavar con mayor brío, a planchar casi con ferocidad y a empacar, supimos que algo se traía entre manos. Y no nos habíamos equivocado.
Una mañana después del desayuno (gachas de avena, té con pan y jamón) llegó un taxi y de él descendió una extraña anciana dama con bastón. La vi primero por la ventana. El cabello que asomaba por debajo de su sombrero era gris, tenía la cara muy roja y caminaba lentamente como si su vista no fuese buena. La señorita Annie la hizo entrar, diciéndonos antes que la señora Crotty estaba aquí y que nos comportásemos bien. La señora permaneció en la cocina en silencio durante un momento, mirando a Annie con una vaga expresión en su rostro.
—Estos son los dos bribones, señora Crotty —dijo la señorita Annie.
—Que tienen un aspecto magnífico. Dios les bendiga —dijo la señora Crotty en voz alta—. ¿Hacen todo cuanto se les dice?
—Oh, supongo que sí, pero a veces cuesta que se beban la leche.
—Vaya, por cierto —dijo la señora Crotty con un tono de voz espantado— jamás he escuchado semejante disparate. Cuando yo tenía su edad nunca me daban suficiente leche. Nunca. Podía beberme jarras enteras. También crema de leche. En todo el mundo no hay nada tan bueno para el estómago o los nervios. ¡Se lo repito noche y día al señor Collopy pero es como hablarle a esta mesa!
Dicho esto descargó un golpe sobre la mesa con su bastón. La señorita Annie pareció sorprendida de que su trivial comentario acerca de la leche hubiese dado lugar a tanta vehemencia. A continuación se quitó el delantal.
—Ya veremos —dijo de mal agüero—. ¿Está el chófer afuera? Tengo preparados todos los bultos.
—Sí, el señor Hanafin está afuera. Solo tienes que llamarle. ¿Están aseados estos caballeretes?
—Tanto como se ha podido. Lo que ambos precisan es un buen baño. No hace falta decirle el problema que hay aquí con el agua.
—Que el Señor nos ampare —dijo la señora Crotty con una mueca—, no hay nada más terrible bajo el firmamento que la suciedad. Pero todo eso ya lo solucionaremos a su debido tiempo, si Dios quiere. ¡Ahora en marcha!
La señorita Annie salió, regresando con el señor Hanafin, el taxista. Este tenía la cara enrojecida, probablemente a causa de toda la cerveza que había bebido, aunque vestía con corrección: gorra de visera y gabán verde oscuro.
—Muy buenos días a todos ustedes —dijo con afabilidad—. Precisamente estaba diciendo, señora Crotty, que la señorita Annie tiene muy buen aspecto.
—¿De veras? Pues aquí ha tenido bastante faena, pero como el señor Collopy tampoco es ninguna ganga, puede que haber descansado de él le haya sido tan benéfico como una quincena en la costa.
—Ah, ahora tiene un color magnífico —respondió galantemente el señor Hanafin—. ¿Son estos dos jóvenes archiduques mis pasajeros?
—Sí —dijo la señorita Annie—, ellos son la carga principal. Cuide de no perderles.
—Seré como un padre —dijo el señor Hanafin, sonriendo—, Marius estará encantada. Vamos a tener un agradable paseo esta mañana.
—¿Quién es Marius? —preguntó el hermano.
—La yegua, chaval.
Más tarde el hermano me dijo que pensaba que era un nombre extraño para una yegua. María hubiese sido mucho mejor. Incluso entonces ya era muy despabilado. Creo que en ese momento utilicé una palabra grosera para designar al animal que se hallaba afuera. Él me dijo que no debía hablar de esa forma.
—¿Por qué?
—A Teresa no le gustaría.
—¿Quién es Teresa?
—Nuestra hermana.
—¿Nuestra hermana?¿PERO QUÉ DICES?
La señora Crotty le dijo a la señorita Annie que le mostrara al señor Hanafin dónde estaba el equipaje, y ella le condujo a la habitación que había detrás de la cocina. Pronto oímos un fuerte ruido de cosas que se movían y que eran arrastradas. El tamaño del equipaje solo podía explicarse por la cantidad de mantas, almohadas y otras ropas de cama embaladas, ya que tanto el vestuario de mi hermano como el mío no era... bueno... muy amplio. Tal vez también había allí cortinas.
Finalmente, el señor Hanafin lo tuvo todo amontonado sobre el techo del taxi. Era verano y mi hermano y yo viajábamos con lo puesto. La señorita Annie cerró cuidadosamente con llave la casa y se acomodó remilgadamente junto la señora Crotty en el asiento trasero del taxi, mientras que a nosotros nos ubicaron frente a ellas. El viaje fue delicioso, las grandes casas resultaban casi imperceptibles, los tranvías rechinaban en medio de la calle, unas enormes carretas se movían lentamente tiradas por enormes percherones y nuestra Marius producía una deliciosa música con sus cascos. Como supe más tarde, nuestro destino era el Pasaje Warrington, una continuación más bien secundaria del señorial Pasaje Herbert, paralelo al canal en el lado sur de la gran ciudad de Dublín.
Dirigiendo una mirada al pasado, deduzco que entonces yo tenía unos cinco años de edad. El año era 1890 y mis jóvenes huesos me decían que estaba por producirse un gran cambio en mi vida. Poco sabía yo acerca de la magnitud de ese cambio. Estaba a punto de conocer al señor Collopy.
Capítulo II
Hay algo engañoso, pero no deshonesto, en este retrato del señor Collopy. No se trata ver-daderamente de la impresión que tuve al verle por primera vez sino más bien de una síntesis de todos los pensamientos y experiencias que tuve junto a él con el paso de los años, una vasta mirada al pasado. Pero recuerdo con suficiente claridad que lo que noté esa primera vez fue, como quien dice, su ausencia: la señora Crotty, habiendo llamado imperiosamente a la puerta, de inmediato comenzó a rebuscar en su bolso la llave. Estaba claro que no esperaba que abriesen la puerta.
—En cualquier momento se pondrá a llover —le comentó a la señorita Annie.
—Aparentemente —dijo la señorita Annie.
La señora Crotty abrió la puerta y nos condujo en fila hasta la cocina delantera, casi un sótano, con el señor Hanafin cargado de maletas cerrando la marcha.
El señor Collopy se encontraba sentado cerca del hornillo en un torcido y destartalado sillón de caña, mirándonos con sus pequeños ojos enrojecidos por encima del borde de unas gafas de acero, la cabeza echada hacia adelante para una inspección más minuciosa. Un guiñapo de largos cabellos aplastados le cubría la amplia coronilla. Toda la zona de la boca permanecía oculta por unos espesos y descuidados bigotes, desteñidos en las puntas, y un imperceptible mentón se unía a un largo y delgado cuello que a su vez desaparecía dentro de un collarín de celuloide blanco sin corbata. Unas ropas indescriptibles cubrían su magro cuerpo de baja estatura y sus pies calzaban unas inmensas botas con los cordones desatados.
—Padres celestiales —dijo con voz apagada—, pero si habéis venido demasiado temprano. Buenas, Hanafin.
—Buenas, señor Collopy —dijo el señor Hanafin.
—Gracias a Dios que Annie lo dejó todo pulcramente ordenado —dijo la señora Crotty.
—Dudo que siga así —dijo la señorita Annie.
—Palabra, señor Collopy —dijo alegremente el señor Hanafin— nunca le he visto mejor aspecto. No sé lo que estará haciendo, pero tiene usted un color magnífico.
