La vida en fuera de juego - Galder Reguera - E-Book

La vida en fuera de juego E-Book

Galder Reguera

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Beschreibung

Fútbol, alcohol, sexualidad, amigos o algo tan inesperado como el amor. A los catorce años, la vida puede ser muy complicada.¿Alguna vez has creído que sabías algo y luego te das cuenta de que no tienes ni idea? Y encima te da una vergüenza horrible preguntar, porque sabes que se van a reír de ti, y todo se complica tanto que ya no estás seguro de nada. Es lo que le pasa a Ibon: no sabe lo que es estar en fuera de juego, ni dentro ni fuera del campo. Pero tiene que seguir jugando.

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Reguera, Galder

La vida en fuera de juego / Galder Reguera. – México : SM, 2022.

248 p. ; 23 x 15 cm. – (Gran Angular ; 99 M)

ISBN: 978-607-24-4896-4

1. Enamoramiento – Literatura juvenil. 2. Relaciones humanas – Literatura juvenil. I. t. II. Ser.

Dewey 863 R34

Texto D. R. © Galder Reguera, 2019

Dirección de Producto: Mara Benavides

Gerencia de Literatura Infantil y Juvenil: Mónica Romero Girón

Dirección de Arte y Diseño: Quetzal León Calixto

Edición: Marta Llorens

Diagramación: Iván W. Jiménez

Diseño de portada: Eduardo Nacarino

Primera edición en España: agosto de 2019

© Ediciones SM, 2019

Impresores, 2

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

Primera edición en México, 2022

D. R.© SM de Ediciones S. A. de C. V., 2022

Magdalena 211, Colonia del Valle,

03100, Ciudad de México

Tel.: (55) 1087 8400

www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-4896-4

ISBN: 978-968-779-177-7 de la colección Gran Angular

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca Gran Angular® es propiedad de Fundación Santa María.

Prohibida su reproducción total o parcial.

La marca SM ® es propiedad de Fundación Santa María,

licenciada a favor de SM de Ediciones, S. A. de C. V.

Hecho en México / Made in Mexico

Para Danel y Oihan, soles de mi vida

Un jugador está en posición de fuera de juego si se encuentra más cerca de la línea opuesta que el balón y el penúltimo adversario.

Wikipedia

1

Me gusta pisar el balón. Es mi gesto preferido sobre el campo. Poner delicadamente el pie sobre la bola y detenerla. Recibir un pase raso y, cuando todos esperan que hagas un control orientado y continúes velozmente con la jugada, parar la pelota bajo tus tacos y, junto con ella, detener también todo lo demás: rivales, compañeros, la respiración de los espectadores. Sucede en apenas un segundo, pero es como si con el balón se detuviera también el mundo, como si la Tierra dejara de girar y cada habitante del planeta se diera cuenta. Y en el centro de todo estás tú, y el destino de la jugada depende de la decisión que tomes. Veintiún personas, más el árbitro, más las miradas de los espectadores, se moverán hacia donde tú quieras.

Porque tú decides. Tienes el balón bajo tu pie y tú mandas.

Me encanta pisar el balón, sí. Detener el partido y, después, de pronto, poner todo de nuevo en movimiento: girarte sobre ti mismo y, con un patadón seco a la bola, cambiar la orientación de la jugada hacia la otra punta del rectángulo de juego. Y ver a todos correr hacia donde tú les has dicho, hacia donde tú les has ordenado con el balón. Es una sensación maravillosa, tener el control de todo. Exactamente al revés de lo que sucede fuera del campo, en la vida. Quizás ahí seas tú la pelota, y quién sabe quién te patea, enviándote a donde no esperas, sin que puedas hacer nada por evitarlo.

Hoy lo hice en el partido. Me salió perfecto. Recibí un balón raso desde la izquierda de pies de Bernat, avancé hacia él un par de metros, y entonces, cuando mi marcador comenzó a dirigirse también en la misma dirección, esperando que devolviera el pase a Bernat, pisé la bola, me giré y, ¡pam!, cambio de juego hacia Sagu, que corría la banda contraria como un tren de alta velocidad. Fue tan rápido que los del otro equipo se quedaron mirándolo, sorprendidos como vacas en un prado. Sagu se plantó solo ante el portero y le batió por lo bajo sin mucha dificultad. Y gracias a ese gol ganamos 1-0.

Tuvimos un partido bastante flojo, la verdad, pero sólo por esa jugada ya mereció la pena. A veces el futbol es así: noventa largos y aburridos minutos tienen sentido por una única jugada mágica.

En el vestidor estábamos felices. Era importantísimo ganar, porque la semana que viene nos enfrentaremos a nuestros máximos rivales, y si también los derrotamos, todavía tendremos opciones de luchar por la Liga. Sabemos que es casi imposible, pero mantener la esperanza es bonito, y el resultado de hoy nos hará llegar al fin de semana que viene con más hambre de victoria.

Mientras me duchaba, con la cabeza hacia arriba, los ojos bien cerrados y el chorro de agua caliente pegando fuerte en mi cara, me encontraba fabulosamente. Estaba muy satisfecho con mi trabajo, con el resultado, con que el entrenador me haya felicitado por mi partido. Y de pronto sentí que me encanta el futbol. Sí, me encanta. Mi madre va un poco más allá y dice que no es que me guste, sino que soy un enfermo, un loco del futbol, y tiene razón porque me paso el día pensando en tácticas, resultados, jugadas. Pero no, no me refería a eso. Lo que pensaba en la ducha es que me gusta porque me parece un invento maravilloso, un juego perfecto, un deporte precioso. ¿A quién se le ocurriría por primera vez jugar con los pies y un balón a meterlo en una portería? Se dice que lo inventaron los ingleses, pero digo yo que la idea debió de ser de uno en concreto, uno solo, a no ser que los ingleses piensen en grupo, con los cerebros conectados de alguna manera, como dicen que hacen las hormigas, o como los extraterrestres de aquella peli que Gorka me obligó a ver. Quiero decir, a alguien se le debió ocurrir por primera vez en la historia chutar una pelota e intentar meterla en una portería, o patear una piedra apuntando a un agujero, no sé…

En eso pensaba. Me encontraba bien y me dio por divagar. Todo me parecía maravilloso: el invento del futbol, el olor húmedo del vestidor, las bromas de mis compañeros. Me miré en el espejo, me sentí guapo y me sonreí. Todo perfecto… hasta que Azibar habló:

—Menudo pase que te has echado, Ibon. Y qué manera de romper el fuera de juego la de Sagu, ¿eh? Fiuuuuuu… —e hizo un gesto con la mano como si fuera un bólido de carreras.

Asentí, sonriendo. Pero era una sonrisa fingida. De pronto, el futbol ya no me parecía tan genial, el vestidor apestaba a sudor y las bromas de mis compañeros ya no tenían ninguna gracia. Miré el reloj. Era casi la una. Habíamos quedado unos cuantos para ir a tomar una Coca-Cola después del partido, pero ya no tenía ganas, así que mentí diciendo que había olvidado que hoy comía fuera con mis padres y tenía que irme pronto. Me cambié rápidamente y me marché.

Al salir de la caseta, el míster me dio una palmada en la espalda.

—Buen partido, Ibon. Sigue así, ¿eh?

Le di las gracias. Me cae bien Gaizka, nuestro entrenador. Es un buen tipo, que se preocupa por nosotros. Nos trata bien y procura enseñarnos cosas que van más allá del campo. Me quedé ahí, ante él, sin saber si irme o decir algo más, cuando de pronto sentí que a él sí podía preguntárselo, que podía confiar en el míster, que no pasaba nada, que para eso estaba. Pero fue un instante. Esa sensación voló con la misma velocidad con la que había aparecido. ¿Qué iba a pensar de mí si se lo preguntaba? ¿Qué imagen iba a tener del que se supone que es su cerebro en el centro del campo si le confesaba mi secreto? No, no podía hacerlo. De ninguna manera. Sería una estupidez que me marcaría para siempre.

—¿Quieres algo? —me dijo, al ver que seguía ahí parado.

—¿Eh? Uh…, no…, no, qué va —balbuceé, y después me despedí—. Hasta el martes, míster.

Y empezó a trastear con su teléfono móvil.

Poco después, mientras caminaba solo hacia casa, con la vista clavada en el suelo, una sensación muy conocida, demasiado, llenó mi cuerpo. Me sentía solo y angustiado, incapaz de hablar con nadie de algo que me quema por dentro desde hace tiempo. Mi problema, mi gran problema: no sé lo que es el fuera de juego.

En realidad, lo sabía. Sabía qué era el fuera de juego, pero lo sabía mal.

Todo empezó unos días antes y muy lejos de aquí, en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid.

Hasta el minuto ochenta de un Real Madrid-Barcelona, mi vida iba perfectamente. Pero sucedió algo que iba a ser como una ficha de dominó que después tiraría otra y otra y terminaría desordenando mi existencia completamente. Creo que a esto lo llaman “el efecto mariposa”, o algo así. El caso es que yo ni siquiera estaba viendo el partido. En casa no tenemos televisión de pago y yo no insisto, porque no me termina de gustar eso de ver futbol en la pantalla; a mí me gusta en el estadio, que es como hay que verlo. Es algo completamente distinto, y de eso te das cuentas si juegas futbol. En la pantalla todo parece fácil, como de dibujos animados. Pero es que además no estaba viendo el partido, porque me daba igual cómo quedaran, yo soy fanático del Athletic Club y siempre me ha molestado esa gente que se dice seguidora de esos equipos supuestamente grandes. Qué fácil tiene que ser la vida cuando ganas siempre, cuando todo lo puedes comprar con dinero. Pues bien, aunque estuviera en otra cosa, allí sucedió algo que terminaría por afectarme a mí, algo que en principio nada tenía que ver conmigo, pero que determinaría mi destino: el árbitro del partido anuló un gol al Madrid por fuera de juego. Y con esa decisión cambió mi vida. Ojalá no lo hubiera hecho y todo fuera como antes. Vivía equivocado, pero era feliz.

Al día siguiente, en el recreo del instituto, todos hablaban de la jugada. Unos defendían que sí, que la decisión del árbitro había sido la correcta, y otros decían que era un error garrafal. Yo no prestaba mucha atención a la conversación, ni siquiera había visto las imágenes del partido. Por eso pregunté a Gorka, uno de mis mejores amigos y compañero de equipo, si el delantero había pisado en la jugada alguna de las líneas del campo. Él me miró con gesto de extrañeza y me preguntó qué tenía eso que ver. Le contesté que porque fuera de juego es cuando un jugador pisaba alguna de las líneas dibujadas en el pasto, por supuesto. Él me palmeó la espalda y rompió a reír.

—Muy bueno, Ibon, ¡qué chistoso!

¿Qué sucedía? ¿Pensaba que era una broma? De pronto, lo comprendí. Me di cuenta de que siempre había estado equivocado, que lo que yo creía que era el fuera de juego no lo era en absoluto. Fingí una sonrisa simulando que sí, que había sido una broma, mientras los pensamientos se precipitaban en mi cabeza. Siempre había estado equivocado, pero nunca había tenido el menor problema sobre el campo. También es verdad que no llevo mucho en el equipo, que antes jugaba a futbol sala, donde no existe esa norma, y que juego de centrocampista, alejado de las áreas, allí donde nunca se pitan fueras de juego.

Recordé también, en ese momento, el día exacto en que nació mi error.

Cuando tenía ocho o nueve años solía ir mucho con mi padre al estadio, a San Mamés, a ver al Athletic. Una tarde, cuando el árbitro pitó un fuera de juego pregunté a aita, a ver qué era. Pero él no me oyó porque estaba protestando a voz en grito al árbitro, con el rostro enrojecido y haciendo aspavientos con las manos. Entonces, un señor bastante mayor que estaba sentado a mi otro lado me respondió con amabilidad:

—Fuera de juego, chaval, es cuando alguno de los jugadores que están atacando pisa una de las líneas del área o del círculo del centro del campo. Eso está prohibido.

Y yo me lo creí. ¿Por qué había de desconfiar de su explicación? Y después, cuando veía un partido y pitaban fuera de juego, me fijaba en la repetición en los pies de los jugadores y casi siempre había alguno que pisaba una línea. Y cuando no lo había, pensaba que igual estaba fuera del plano, que la cámara no lo había visto, pero el árbitro sí. El caso es que tampoco le daba la mayor importancia. Tenía una explicación que me resultaba lógica y funcionaba… o, al menos, parecía hacerlo. Maldigo al viejo aquel, esté donde esté.

En el patio, de pronto me entró el pánico. ¿Qué pensarían mis amigos, mi entrenador, mi padre, si se enteraban de que no tenía ni idea de una norma fundamental del juego? Por suerte, la conversación se fue a otro lugar, y Gorka no dio mayor importancia a mi comentario. Sin embargo, yo ya no podía pensar en otra cosa. De hecho, sigo sin poder hacerlo. Desde entonces me estoy volviendo loco. Soy incapaz de comprender qué se pita. Por más que me esfuerzo, no lo entiendo.

No, no lo sé. Y ahora esa regla me parece compleja y extraña, indescifrable. ¿Qué es lo que se penaliza cuando no hubo contacto entre jugadores, cuando nadie recibió una patada, cuando nadie tocó el balón con la mano? Porque eso es todo lo que alcanzo a comprender: que no es una falta como las demás, sino que es algo que tiene que ver con tu posición en el campo. Pero nada más. Hasta ahí llego. Me da tanta vergüenza no saberlo que cuando estoy jugando y el árbitro hace sonar su silbato, cuando el juez de línea levanta su banderín para señalar fuera de juego, disimulo como un ladrón en un supermercado. Y también fuera del campo, cuando estoy con mis compañeros, mis amigos y mi familia. Yo, el loco del futbol, para el que el futbol lo es todo, que no piensa en otra cosa, que se dice a sí mismo futbolista.

Podría consultar qué es el fuera de juego en internet, claro, pero no es tan fácil, todo se ha puesto en mi contra.

En primer lugar, no tengo teléfono móvil. Debo de ser el único chico de mi edad del mundo civilizado que no lo tiene, sí, pero mis padres son unos talibanes contra las nuevas tecnologías. Especialmente contra los móviles. Dicen que son armas de distracción masiva, que te reblandecen las ideas, que te convierten en un antisocial y que la vida pasa frente a ti mientras tú estás todo el día pegado a la pantalla como una polilla a una lámpara. Qué sabrán ellos. En realidad, lo único que consiguen es convertirme en un antisocial precisamente por no tener móvil. Mis amigos quedan a través del grupo de whats, comentan todo ahí y hasta cuando están juntos en la plaza o el parque. ¿Y quién es el bobo que no se entera de la fiesta? ¿Quién es el único que queda fuera de todas esas conversaciones? Pues yo. No crean que no he luchado por tener un teléfono. Hasta el berrinche. Incluso me uní a mis hermanos y nos reunimos con mis padres en plan sindicato de negociación. Pero nada. Es algo innegociable. En casa, los móviles están prohibidos. En realidad, hay uno. Lo sabemos, aunque nunca lo hemos visto.

Mi padre tiene un teléfono de la empresa. Suponemos que obligado. Pero jamás lo ha sacado en nuestra presencia. A veces se ha encerrado en su despacho para usarlo. Pero el aparato es como una leyenda, como un duende que sabes que anda por ahí pero no lo puedes ver, sólo escuchar sus susurros. Alguna vez que me he quedado solo en casa he revisado su escritorio del despacho y su armario. Y he encontrado cosas sorprendentes, pero del teléfono ni rastro.

También podría haber utilizado una computadora, pero ahí me he encontrado con otros problemas. El primero, la monumental terquedad de mi padre, que en casa es bien conocida y empieza a serlo, me temo, en el mundo de las telecomunicaciones. Resulta que tuvo una bronca con una operadora de la compañía que nos renta internet porque, según él, le habían cobrado de más. Ella decía que la oferta había caducado y que ahora le cobraban la cuota normal, y él dijo que por encima de su cadáver iba a pagar ni un euro más que los meses anteriores. El resultado: gritos por teléfono, un discurso de mi padre en plan Martin Luther King contra la opresión de las compañías internacionales de telefonía…, e internet cortado en casa al día siguiente. Lo peor es que no hay señales de que la cosa vaya a cambiar. Mi madre ha intentado hacerle razonar, pero aita hizo de eso una causa y no da su brazo a torcer. Y, como en toda guerra, hay víctimas colaterales. En este caso somos nosotros, los hijos, que no sólo no tenemos móvil, sino que ya no podemos ni conectarnos a internet los pocos minutos que antes nos dejaban. Por suerte, no nos han cortado el teléfono fijo, eso funciona. Porque si no, estaría más aislado que viviendo en Plutón.

Claro que lo he intentado también fuera de casa. Pero la fatalidad me persigue, como si alguien me hubiera echado una maldición. Fui a la casa de cultura. Yo vivo en un pueblo pequeño, de unos diez mil habitantes, y el único lugar donde podría conectarme es ahí. No existen aquí cabinas, ya que no hay muchos inmigrantes, ni mucho menos cibercafés ni cosas de esas que tienen en las ciudades. Esto no es Nueva York precisamente. Tampoco pasa nada, porque la casa de cultura tiene un aula de ordenadores gratuitos. Pero nada. Hay alguien ahí arriba al que no le debo caer muy bien, porque resultó que la conexión se había caído. Me pasé media tarde frente a la computadora esperando poder consultar en Google qué demonios es el fuera de juego. Pero no cargaba. Entraba en la página, tecleaba y la computadora se ponía a pensar eternamente, como mi hermana cuando tiene que decidir qué ropa ponerse para salir un sábado. El relojito ese del demonio daba vueltas y vueltas en la pantalla, hasta que me harté. Bajé a la entrada y hablé con la conserje, Inés, que es una señora amabilísima que lleva años soportándonos a todos los que vamos ahí en época de exámenes a estudiar (en teoría) y es como una tía para todos nosotros.

—Ay, guapo. Llevamos así semanas. Hemos hablado con el ayuntamiento para que lo solucione, pero ya sabes que las cosas de palacio van despacio, y nos han dicho que hasta el verano nos podemos ir olvidando… —se excusó.

No me preocupé demasiado. En el instituto las computadoras funcionan bien y al día siguiente teníamos clase de Informática, donde hay una para cada uno. Me dije que allí lo buscaría.

Mala idea. Ahí sí que se torció todo definitivamente. Las computadoras funcionaban bien, la conexión era veloz, todo estaba en orden. En un momento dado, mientras Yolanda, la profesora, explicaba cómo aplicar un filtro del programa de retocado de fotos, minimicé el mismo, entré en Google y tecleé: “Fuera de juego”. Di clic en la primera entrada que el buscador ofrecía, que además era del periódico Marca, que es de deportes, y de pronto apareció en la pantalla una fotografía de dos mujeres en tanga y unos pechos enormes pintados como si fueran balones de futbol. Sobre la foto decía: “La increíble delantera de las fanáticas del Cruceiro”. Resultó que “Fuera de juego” era el nombre de un blog algo guarro que usaba el deporte como excusa para sacar chicas desnudas. No sé cuánto tiempo me quedé ahí, en la página, hipnotizado por la foto. Apenas segundos, creo; tiempo suficiente para que Yolanda, que había dejado de hablar, aunque yo no me hubiera dado cuenta, pasara por detrás de mí.

Y se armó. En grande. Mucho.

Carta a casa. Reunión con la directora, Yolanda y mis padres. Acusación de ser poco menos que un explotador de mujeres. Un discurso sobre la igualdad de género y el macho dominante que trata a las chicas como meros objetos. Palabras duras. Miradas acusadoras de mi padre; avergonzadas de mi madre. Tierra, trágame. Suspenso en Informática y expulsado de esa clase hasta nuevo aviso. Y a la salida del instituto, la amenaza de mi padre de que no volvería a tocar una computadora en años.

Y pudo ser peor. Al menos, Yolanda, que es una mujer más o menos razonable, no me reprendió delante de toda la clase y nadie se enteró de aquello. Saben que me expulsaron, claro, pero no saben por qué, no saben qué estaba mirando en internet y me he librado de que me pongan la etiqueta de libidinoso o algo peor. Eso sí, espero que llegue la amnistía pronto, porque en cada clase de Informática tengo que ir a la sala de estudio del instituto y ponerme a leer delante del profesor de guardia, yo solo. Menuda tortura.

Hoy, cuando llegué a casa después del partido, sólo estaba mi madre. Aita había salido por el pan y los dos tarados de mis hermanos a saber por dónde andarían. Al pasar por la puerta del salón para ir a mi cuarto a dejar la bolsa, me vio y me llamó. Estaba leyendo, tapada con una manta, tumbada en el sofá. Siempre que puede se agarra a un libro. No para de leer. Por la mañana, por la tarde, por la noche. Bajando un poco los lentes para mirarme, me preguntó por el partido, y cuando respondí que habíamos ganado, me preguntó que si jugué bien.

—Más o menos —respondí, apoyado en el marco de la puerta—. Pero el entrenador me dijo que está contento conmigo.

Ella se sonrió. Después me dijo que si me gustaría sentarme ahí, a leer con ella. Le dije que en ese momento no, que prefería recostarme un rato antes de comer.

—Bueno, como quieras, mi amor.

Mi amor. ¿Toda la vida me llamará así? Tengo catorce años, pelos hasta donde no podía ni sospechar que me saldrían, y ama sigue llamándome “mi amor”, como cuando me llevaba en brazos. Supongo que siempre será así. No me molesta. Incluso podría decir que me gusta, menos cuando lo hace delante de otras personas, pero me da que pensar. Hace poco, por ejemplo, me sorprendí dando vueltas al hecho de que siempre seré el más pequeño de casa. Ya puedo cumplir dieciocho, veinte, treinta años, que para mis padres y hermanos siempre seré el pequeño, el enano. Es curioso, pero esto me angustió un poco, como si no pudiera hacer nada para librarme de la maldición del hijo pequeño, del hermano pequeño, al que siempre se le ordena, al que siempre se le dice lo que tiene que hacer y cómo debe hacerlo, el que es el último para todo y hereda la ropa. Me pregunté si cuando tenga cuarenta años y un trabajo y mujer e hijos, mi hermano seguirá tratándome como lo hace ahora.

Ay, mi hermano mayor, Borja. Es un idiota con el que no tengo más relación que con el viejo vecino de enfrente. Hasta con él hablo más, si lo pienso. Al menos el viejo, cuando nos encontramos en el ascensor, me comenta cosas tipo: “Hace buen tiempo, ¿eh?” o “Vaya golazo el del Rayo Vallecano ayer, ¿eh, chico?”. Con mi hermano ni eso, porque odia el futbol. Tiene diecisiete años y a él le gustan las motos. Ahora tiene una Vespino vieja y destartalada que le compró mi padre de segunda mano, a la que no me deja ni acercarme y que hace un ruido horrible, pero dice que dentro de poco tendrá una Suzuki de no sé cuántos caballos. Ni idea de cómo la comprará, la verdad. En su moto, Borja tiene una calcomanía en la que dice: “Menos futbol y más carreras”. Y cuando me ve con la mochila de deporte saliendo de un entrenamiento, me dice con desprecio que me lavaron el cerebro y que soy parte de la masa aborregada y que sólo me gusta el futbol porque desde los medios de comunicación nos bombardean con balones a todas horas para que no pensemos en cosas importantes. Yo me enojo. No sé muy bien a qué se refiere con eso de la masa aborregada, pero me molesta su tono. En realidad, me molesta la manera en que me dice las pocas cosas que me dice, con una mezcla de superioridad y desprecio que no soporto. A veces me pregunto qué le he hecho yo para que me trate así. Parece como si mi mera existencia le molestara. Pero, en fin, intento ignorarlo lo más que puedo.

Con mi hermana, Ana, que es un año mayor que yo, me llevo algo mejor. O, más bien, me llevaba, porque de un tiempo a esta parte parece una zombi. Es como si el resto de la familia no existiéramos para ella, como si de pronto simplemente hubiera dejado de vernos. Ni nos mira. Es imposible hablar con ella de ningún tema que no sea lo que en ese momento le interese. En la mesa, mientras comemos o cenamos todos juntos, nada más abre la boca para contarnos alguno de sus planes extravagantes (abrir un estudio de tatuajes no permanentes, para chavitos, fue su última brillante idea), pelearse con mis padres porque quiere hacerse un piercing y no le dejan, o contar una aventura amorosa que ha vivido alguna amiga suya. Antes a Ana sí le gustaba el futbol, y mucho, pero no de la misma manera que a mí. Es decir, a ella lo que le gustaba no era lo que hacían los futbolistas con el balón, sino simplemente los futbolistas. El balón le daba igual. Tenía la habitación llena de pósteres de jugadores de futbol en calzoncillos. Y cuando en el noticiario de pronto aparecía hablando uno que le gustaba, gritaba como si hubiera visto una araña gigante, “¡aaaaaahhhhhhh!”, y se tiraba de los pelos y mi padre daba un respingo en el sillón, casi muerto del susto, y exclamaba: “¡Joder, esta niña!”. Entonces mi hermano decía que el que es guapo de verdad es Valentino Rossi, y aita se reía y luego le preguntaba a mi madre si no sería posible que el chico este fuera gay, y mi hermano se quejaba, y yo decía que no me extrañaría, y mi madre se lamentaba en alto diciendo que ésta es una casa de locos.

Pero eso era antes. De pronto, un día, la moda de seguir a futbolistas se terminó para ella y su grupo de amigas, y cambió sus pósteres de deportistas medio desnudos por otros de grupos de música con cantantes con pinta de tener ganas de entrar en un psiquiátrico, con la cara pintada de blanco y los labios de negro, pelos en punta y ojos con pupilas de colores. Nada para preocuparse mucho, supongo, pero me da rabia, porque Ana es muy guapa, demasiado guapa, y lo fastidia todo con las fachas de marciana que le ha dado por llevar ahora.

Antes pasábamos muchas horas juntos, nos divertíamos y jugábamos a un montón de cosas, incluso futbol, pero ahora me trata como si fuera un mocoso, como si me llevara diez años, y no uno. A veces la echo mucho de menos.

Y no es a la única. Con mi aita me pasa algo parecido. Supongo que si me gusta tanto el futbol es por él. Recuerdo, por ejemplo, cuando yo no tendría más de cinco o seis años y él llegaba del trabajo por la tarde y nada más entrar en casa me preguntaba si bajábamos al parque a dar unas patadas al balón. Pasábamos una o dos horas jugando un partido que terminaba siempre con un resultado tipo 24-23 o 37-36, pero que siempre ganaba yo por un solo tanto en el último minuto. Después, cuando cenábamos, aita le contaba a mi ama un golazo que yo había marcado en ese partido, y lo hacía como si narrara una verdadera proeza, con gestos de admiración. Qué feliz era entonces, escuchándolo hablar de mí con orgullo, al menos hasta que Borja lo fastidiaba todo diciendo que aita se había dejado ganar porque yo era pequeño.

También recuerdo cuando íbamos juntos al estadio, a San Mamés, a ver al Athletic. La pasábamos en grande. Para ir a Bilbao subíamos en coche el alto del monte Artxanda, donde siempre había caravana y nos pasábamos como veinte minutos parados, pero no nos importaba porque desde allí ya se veían las luces del campo encendidas, abajo en la ciudad, y aquella imagen era maravillosa. Además, íbamos escuchando la radio y ahí parados comentábamos juntos la alineación de ese día y pronosticábamos un resultado que siempre era ganador para nuestro Athletic. Después, ya en el estadio, yo guardaba cada detalle: las pipas en el suelo, el olor a pasto recién cortado y lluvia fresca, la mezcla de miles de sonidos diferentes que entre todos formaban el mágico murmullo de la grada, que de vez en cuando explotaba en alegría o desesperación. Allí, en San Mamés, me sentía mayor, importante. Pero lo que más me gustaba de todo aquello era sentir que compartía algo con mi padre. Y notaba, por la pasión con la que hablaba, por cómo me miraba, por la intensidad de sus palabras, que él disfrutaba explicándome la historia del Athletic Club (porque él lo dice así siempre, Athletic Club, ni Athletic ni Athletic de Bilbao), narrando las gestas de sus leyendas, revelándome secretos de nuestro equipo, describiendo a cada jugador con la precisión de un entrenador profesional.

Ahora es distinto. No sé cómo ni por qué, pero nos hemos alejado. Supongo que él ha cambiado y supongo que yo también. Hasta hace no mucho, seguíamos yendo a veces a San Mamés. Pero cada vez era algo menos frecuente, y cuando íbamos, el plan era distinto. Ya casi no hablábamos en el coche, y el atasco de Artxanda le desesperaba. Parecía que no teníamos nada que contarnos. Y más tarde, en el estadio, mi padre era un fastidio. Se comía las uñas, suspiraba, miraba al cielo y se pasaba el partido quejándose, agarrándose la cabeza con ambas manos. Todo estaba mal. Se lamentaba en alto diciendo que el presidente no tenía ni idea, que el entrenador era un inútil y que los jugadores corrían como pollos sin cabeza. Siempre decía eso: que corrían como pollos sin cabeza. Yo me preguntaba cómo puede correr un pollo que no tiene cabeza, pero prefería no saberlo, en realidad. Y cuando volvíamos a casa, aunque hubiéramos ganado el partido y el equipo hubiera jugado genial, parecía más cansado que cuando llega a casa de trabajar, que no es poco.

Ya no vamos a San Mamés. De hecho, no recuerdo el último partido que vimos juntos en el campo. Alguna vez le saqué el tema y le dije que podríamos ir, pero él respondió que es caro y que los tiempos no están para derroches. Sin embargo, yo sé que ésa no es la razón verdadera, que lo que realmente sucede es que no disfruta yendo conmigo al estadio, que le aburre el plan. No sé, supongo que es eso. Me da pena, de verdad, porque era un gran plan y porque justo este año, que no hemos visto ningún partido en el campo, resulta que el Athletic está mejor que nunca, arriba, disputando puestos de Champions League y haciendo verdaderos partidazos en casa. Algún día espero poder pagarme mi propio abono de temporada.

A veces sí vemos futbol en directo, pero no del Athletic, sino del Racing de Washausen. Sí, a ese equipo de Segunda División que a nadie le importa en mi pueblo, nosotros tenemos que apoyarlo. La razón: que aita trabaja en Washausen, una marca de coches que tiene una fábrica bastante grande en una ciudad que está como a ochenta kilómetros de aquí, y le regalan entradas y allí se encuentra con otros del trabajo. Así que mi situación es ésta: no voy con mi padre a ver a mi equipo, el Athletic, a San Mamés porque se aburre conmigo, pero me obliga de vez en cuando a ir a ese estadio que está más lejos que el Congo a ver a un equipo que me importa un comino, a una zona de la grada en la que está rodeado de compañeros de trabajo a los que parece que les importa tanto su equipo como a mí. Allí todos hacen como que animan, pero en realidad tampoco les importa demasiado. Las victorias y los goles los celebran, sí, con algo de alegría… Pero cuando pierden, yo no veo tristeza en sus ojos, más bien aburrimiento. Y uno es de un equipo cuando se entristece de verdad de sus derrotas, no sólo cuando se alegra de sus victorias.

Bueno, el caso es que además aita me obliga sólo a mí, porque Borja odia el futbol y se niega (¡un día en San Mamés se quedó dormido en la grada!), y a Ana no es capaz de arrastrarla hasta el coche para semejante plan. Antes, con todo esto, mi padre se enfadaba de verdad y montaba unas escenas tremendas, gritando que somos unos desagradecidos y que Washausen nos da de comer y que hay que animar al Racing. Pero debió pasar algo muy extraño, porque aita, cuando escucha los partidos del Washausen en la radio o los ve por la tele, celebra como un loco los goles en contra y salta de alegría cuando el árbitro silba el final y el Racing Washausen pierde.

La primera vez que lo vi, no podía creérmelo y me dio un ataque de risa. Resulta que esos días, cuando el equipo de la fábrica de mi padre palma, son los únicos en los que él disfruta de verdad del futbol. Cuando encajan un gol corretea por el pasillo, se lanza al suelo y se desliza por el mismo con las rodillas por delante gritando como un poseso:

—¡Jódete, Ramón! ¡Jódeteeeeeee!

Supongo que Ramón es el Gran Jefe, o algo así, porque mi madre se lamenta y dice: “Ay, Xabi, que un día te van a oír y te van a echar”. Aunque, para su desgracia, eso pasa pocas veces, porque el Racing de Washausen va como un tiro, y no me extrañaría nada que el año que viene jugaran en Primera División.

En fin, que más allá del futbol, algo le pasa, porque desde hace un tiempo todo le disgusta. Creo que está amargado por algo, aunque ignoro qué. Lo único que sé es que ya casi no hablamos, que grita más de lo que debería y creo que no es feliz.

Eso me llena de pena.

Como hoy es domingo, comimos todos juntos. Entre semana no lo hacemos. Mi padre trabaja bastante lejos. Además, Borja se suele quedar a estudiar en el instituto porque está preparando el examen de acceso a la universidad y ya casi no falta nada. Así que, de lunes a viernes, comemos ama, Ana y yo, lo cual es como si comiera yo solo con ama, porque Ana está en la luna. Pero el fin de semana es distinto y mis padres nos obligan a estar en la mesa en familia, a no ser, claro está, que salgan por ahí a un restaurante, plan que últimamente hacen bastante, por cierto. Hoy no, por desgracia. Y digo por desgracia porque se armó un lío muy gordo en la comida.

Como decía, en casa los móviles están prohibidísimos. No exagero, de verdad que lo de mis padres con los teléfonos es enfermizo. Hasta cuando viene algún amigo mío (porque todos los chicos de mi edad tienen teléfono; todos menos yo, claro) le dicen que lo tiene que dejar en la entrada para que no nos encerremos en el cuarto a jugar con él. Vamos, que vivimos una dictadura antitecnológica. Pues bien, resulta que mi hermana, después de pasarse toda la comida en silencio, con la mirada clavada en el plato, levanta la cabeza en el postre para anunciar solemnemente, con el tono con el que uno dice que va a casarse, que tiene móvil, y que ni sueñen en quitárselo. La que se armó. Aita y ama se pusieron hechos una furia y la interrogaron sobre eso y ella confesó que se lo había comprado nuestra abuela. Entonces ama llamó a amama por teléfono (fijo, claro) y tuvieron una discusión terrible que después siguió en casa, cuando mi padre le dijo a ama que le recordara a amama que aquí a sus hijos los educa él (en este momento se golpeó el pecho como un mal actor) y con sus propias normas. Y eso ya fue la hecatombe, como una pelea de todos contra todos. Ama contestó que no se pasara, que ella también tendría algo que decir en todo eso. Aita respondió que en cuanto a la prohibición del móvil, ella no tiene nada que opinar, que la decisión ya estaba tomada, y de pronto, para demostrar lo contrario, ama le dijo:

—Pues mira por dónde, ahora le doy permiso a la niña de tener móvil.

En ese momento, Ana sonrió como una niña con bicicleta nueva y gritó: “¡Bien!”. Borja aprovechó para exigir también uno. Y entonces se armó, en plan de guerra civil, porque mi padre dijo gritando que por encima de su cadáver, y el idiota de mi hermano les acusó a aita y ama de ser unos padres de lo peor y gritó que esta casa apesta, antes de dar un portazo y marcharse a su cuarto. Detrás salió mi padre, también con un portazo y gritando que le iba a dar un golpe que iba a recordar toda su vida. Después, Ana se fue sin siquiera decir adiós a su cuarto y mi madre me recordó que hoy me toca recoger la cocina a mí, antes de irse también a leer al salón y dejarme ahí solo.

Vamos, que fue toda una escena de domingo de familia feliz. Con ese panorama, después de meter todo en el lavaplatos, decidí llamar a Gorka a ver si se animaba a dar una vuelta. Por suerte, dijo que sí, y quedamos en su portal.

Cuando llegué, Gorka estaba sentado en la puerta de su casa, leyendo un cómic. Probablemente él sea el único de mis amigos que lee, no lo sé. Lo que sí es seguro es que es el único que lee en la calle. Sus padres son unos culturitos y desde pequeño ha estado rodeado de libros, de películas y de cómics. En ese ambiente, se ha convertido en un friki. A mí me gusta que sea así. Es uno de mis mejores amigos, de hecho, y aprendes un montón de cosas con él…, aunque la mayoría de ellas no sirvan para nada.

—Tienes que leer esto sí o sí —dijo al verme llegar, señalando la historieta que tenía en las manos. Siempre dice lo mismo cuando le gusta algo, que tienes que leerlo/escucharlo/verlo “sí o sí”—. Es extraordinario. Se llama La cosa del pantano y está alucinante.

A veces me da envidia cómo se apasiona con sus cosas.

Hemos ido a la plaza, porque Gorka se había wasapeado con el resto y habían quedado allí. Ésa es otra de las cosas que me pierdo por no tener móvil: los grupos de WhatsApp donde todos comentan lo que pasa en clase, en el equipo o simplemente se ponen de acuerdo. A mí me tienen que llamar a casa, y eso para ellos es una lata porque pueden contestar mis padres. En realidad, creo que si no llega a ser por Gorka y por Mendibil, que son los que siempre me avisan, me perdería la mayoría de los planes.

Cuando llegamos, todavía no había nadie. Entramos en la tienda de abarrotes y tomamos unas pipas y unas bebidas y nos sentamos en los columpios. Gorka se puso a contarme el cómic, que trata de un científico al que le ponen una bomba en su laboratorio y sale ardiendo y se tira a un lago y se convierte en un monstruo vegetal y no sé qué más, pero yo no le escuchaba. Pensaba en cuando mi padre me llevaba a esos mismos columpios y me animaba a lanzarme del tobogán, que a mí me aterraba.

¿Cómo podía darme miedo eso? Recordaba cómo él se ponía abajo, en la parte final del tobogán, con los brazos abiertos, y me daba ánimos diciendo: “¡Vamos, valiente!”. Siempre decía eso: “Vamos, valiente”. ¿Cuándo dejó de decirlo? ¿Cuándo decidió que ya era suficientemente mayor para dejar de animarme y que afrontara las cosas yo solo, sin su ayuda?

Después llegaron Sagu, Bernat y Cheick. Sagu empezó a contar una de las suyas y perdí el hilo de mis pensamientos.

Sagu es el que metió esta mañana el gol que nos dio la victoria. Lo llamamos así porque es pequeñito como un ratón. Sagutxu es “ratoncillo” en euskera, y la verdad es que no sabría decir cuándo se le puso el apodo. Ha estado toda la vida en mi clase, desde preescolar, y siempre lo hemos llamado así. De hecho, cuando en clase la profesora dice su nombre, Lander, nos cuesta unos segundos darnos cuenta de que es a él a quien le habla. Yo creo que él mismo también tarda en darse cuenta de que lo están llamando por su verdadero nombre. Es un tipo simpatiquísimo, de esos que da gusto encontrarse siempre. Ahí lo ves, con su paleta en la boca (siempre lleva una, como el palillo del vaquero) y su sonrisa de felicidad, siempre dispuesto a contarte alguna película de las suyas: que si ayer vio a no sé qué actor de Hollywood comprar pan en la panadería de la plaza, que si el domingo la policía fue a preguntarle a él por un terrorista que había sido vecino suyo, que si dentro de algunos huesos de aguacate te puedes encontrar un diamante procedente del narcotráfico…

Además, es una de las armas de nuestro equipo. Cuando salimos al campo, muchas veces nos damos cuenta de que los rivales lo miran como pensando qué hace el pequeño ese en un equipo de chicos de nuestra edad. No tienen ni idea de cómo corre Sagu, cómo conduce la bola, que parece que la tiene pegada al pie. ¡Y cómo regatea! No hay quien lo pare. Se mete por el hueco más pequeño de la defensa, y para cuando los centrales se dan cuenta, ya está varios metros a su espalda. Hoy mismo lo demostró, entrando en el área tras mi pase a esa velocidad endiablada. Este año anotó más de veinte goles, y para mí fue el mejor del equipo, con permiso de Cheick, nuestra estrella.

Bueno, el caso es que empezó a contar que anoche su hermana hizo una piyamada y lo invitó a él, y esta noche durmió en una cama con seis chicas mayores, que lo abrazaban como a un peluche. Todos reían. ¿De verdad se cree sus películas? Me alucina. Las cuenta como si realmente hubieran pasado y se enoja si alguno de nosotros lo pone en duda. De hecho, esta tarde se enojó cuando Bernat le dijo que se dejara de cuentos, que lo más cerca que ha estado de una chica que no sea su madre ha sido por internet.

Después, cuando empezaron a llegar padres y madres con niños que querían usar los columpios, fuimos a dar unos pases con el balón al frontón. Allí jugamos unos rondos. Es divertido. Uno se pone en el medio y el resto se pasa el balón con dos toques como máximo, control y pase, y si el que está en el medio consigue tocar el balón, pasa al centro el jugador al que le ha interceptado el pase. Lo malo es cuando te toca en el medio y por más que lo intentas no llegas a tocarla, y te pasas un buen rato corriendo detrás de la bola como un perrito. Hoy me pasó. Pero tenía excusa. Y vaya excusa. Resulta que, mientras estábamos jugando, llegaron cuatro de nuestra clase: June, Arantza, Joane y Elene, ay, sobre todo Elene. Se sentaron en una de las bancas junto al frontón y se pusieron a mirar mientras comían pipas. No decían nada, iban a lo suyo y era casi como si no estuvieran ahí, pero yo me puse nerviosísimo. Y después de que Sagu me parara un pase malísimo a Bernat, me tiré en el medio como quince minutos. Al final, como no conseguía salir de ahí, me enojé y dije: “Paso de este juego de mierda”. Y me fui a la otra banca, a la que no estaba ocupada. Éstos protestaron, me chiflaron y me llamaron rajao y cobarde, y continuaron jugando sin mí. Cuando pasé frente a las chicas, miré de reojo a Elene y nos saludamos con la cabeza, sin decir nada. Creo que me sonrió, y el corazón me dio un golpe en el pecho.

Tengo que confesarlo: estoy enamorado de Elene.

¿Qué es estar enamorado? Es pasarse noches enteras sin poder dormir porque no consigues quitarte de la cabeza una tontería que la chica que te gusta te dijo de refilón durante el día, palabras sin importancia a las que das vueltas y vueltas. Es estar clase sí y clase también con la mirada clavada en su nuca, sintiendo que te hierve el cuerpo, que necesitas levantarte de ahí y abrazarla y besarla, o si no salir corriendo y dar la vuelta al mundo, al esprint para quemar la tensión que amenaza con explotar dentro de ti. Es querer estar cada minuto cerca de ella y a la vez tener un miedo atroz a quedarte a solas con ella porque no sabrías ni qué decir. Es oír el nombre de esa chica en labios de otro y sentir una punzada en el corazón que casi te duele. Es sentir que nada hay en el mundo más importante que verla, aunque sea de lejos, una vez al día. Recuerdo cuando llegó a mi clase. Fue hace un año y medio, más o menos. Resulta que su madre es neurocirujana de un hospital de Bilbao, y la trasladaron desde Londres, donde había vivido un tiempo. Llegó con el curso empezado, e Idoia, nuestra tutora, que es idiota, le hizo subirse a la tarima y presentarse delante de todos. ¡Qué tortura! ¿A quién se le ocurre? Pero ella, en lugar de estar tímida y hablar en voz baja mirando al suelo, que es lo que hubiéramos hecho cualquier otro, habló con voz decidida. Dijo que se llamaba Elene Fernández, que le gustaba mucho leer y escuchar música, que estaba bastante triste por dejar a sus amigos en Londres y que esperaba que la recibiéramos bien y que ojalá fuéramos buenos amigos. A mí me impresionó porque hablaba como una adulta, con decisión, delante de toda la clase, como yo sería incapaz. Pero cuando me dio un vuelco el corazón fue cuando dijo eso de “ojalá que seamos buenos amigos”, porque lo dijo mirándome a mí. No sé si fue casualidad, pero me miraba a mí. Creo que me enamoré en ese momento.

Y es que Elene tiene una mirada increíble, con esos ojos superazules que parece que puedes nadar en ellos. Lástima que terminara su presentación con esta frase:

—Bueno, creo que esto es todo… Ah, sí, otra cosa: odio el futbol.

Casi me da algo. Esas palabras fueron como un certificado de que nunca habría nada entre nosotros. Ella odia lo que a mí más me gusta en este mundo. Odia aquello a lo que yo quería dedicarme, aquello de lo que más hablo, aquello en lo que pienso cuando no pienso en ella.

A pesar de eso, nos llevamos bastante bien. Anda con June, Arantza, Joane, pero no es como ellas. Ellas van por la vida con aires de instagrammers, mientras que Elene es una chica normal. O mejor que normal, porque sabe bastante más de cualquier tema que cualquiera de nosotros, ya que ha viajado muchísimo, y siempre tiene ejemplos de cosas interesantes que vio en Londres, en Nueva York, en París, y que nos dejan a todos alucinados.

Esta tarde, mientras mis amigos seguían haciendo rondos y ella hablaba, reía y comía pipas junto a June, Joane y Arantza, yo la observaba de reojo. De verdad que es guapísima. Tiene el pelo negro, liso, justo hasta donde empiezan los hombros. Sus labios, cuando no sonríe, están un poquito curvados hacia abajo, y eso le da cierto aire de tristeza. Hoy, como en otras ocasiones, me dio la impresión de que por momentos, cuando alguna de sus amigas hablaba, pensaba en otra cosa, que se ausentaba, como si no estuviera ahí, sino lejos, muy muy lejos. Quién sabe qué pensará en esos instantes. Iba vestida de negro, sólo sus zapatillas eran blancas, con unos pantalones ajustados y una camiseta que ya le había visto otras veces, negra con un dibujo en el que un rayo de luz atraviesa un triángulo y sale convertido en arcoíris.

No sé cuánto tiempo estuve solo en la banca. Quince o veinte minutos, o menos, pero se me ha hecho una eternidad. Pasé por todos los estados de ánimo posibles. Tan pronto me decía que iba a acercarme a ella, a saludarla y hablar de algo, lo que fuera, como de pronto quería largarme de ahí lo más lejos posible, encerrarme en mi cuarto hasta el fin del mundo. En algunos momentos, nuestras miradas se cruzaron. Fueron instantes fugaces, apenas segundos, pero sé que me miró. Después volvía a la conversación con sus amigas y reía como si nada, pero yo me quedaba con la mente clavada en el momento en que nuestros ojos habían conectado, incapaz de pensar en otra cosa.

Al fin, mis amigos se cansaron de jugar futbol, se vinieron a la banca y poco después nos fuimos juntos, porque éstos se morían de sed. Al pasar junto a ellas, Bernat, que nunca se detiene para esas cosas (en realidad no se detiene con nada), las miró, silbó y dijo en alto:

—¡Menudo paquetito de caramelos de colores!

Los chicos rompieron en carcajadas. Yo sonreí, pero no porque me hubiera hecho gracia, que la verdad es que me pareció un poco machista, sino porque no sabía qué hacer y pensé que lo mejor era dejarme llevar y actuar como los demás.

—Anda, vaquero, piérdete con tus vacas —le contestó Elene con un gesto de desprecio con la mano, y sus amigas aplaudieron mientras reían.

Después fuimos a la fuente a beber agua, y mis amigos hablaron largo rato de las chicas de la clase, de lo cerradas que son y de cuál le gusta a cada uno de ellos. Yo me mantuve en silencio porque la conversación me ponía nervioso, cruzando los dedos para que ninguno de ellos dijera que le gusta Elene o hiciera algún comentario desagradable sobre ella. No sabía cómo podía reaccionar. Por suerte, no lo hicieron. Así de extraños son los gustos de mis amigos, que parecen preferir a bobas disfrazadas de modelos como Nerea o Arantza a una chica estupenda como Elene, pero bienvenidos sean. Por supuesto, yo tampoco les he dicho que me gusta, que estoy enamorado de ella.

Al final, nos separamos sobre las seis de la tarde, cuando Sagu dijo que quería ir a casa a ver el Barcelona-Betis que pasaba en un canal de pago, y Cheick, Gorka y Bernat decidieron ir con él. A mí no me daban ganas de tragarme un partido en la tele, y menos ése. Además, prefería estar solo un rato, así que me fui a casa dando un paseo por el pueblo. No es que me agrade pasear, no. En realidad, lo que quería era pasar de nuevo junto al frontón para ver si Elene seguía allí. No estaba, ya se habían ido todas. Me pregunté dónde andaría. Pasé junto a su casa, me detuve unos segundos y miré hacia arriba, a las ventanas, preguntándome detrás de cuál de ellas estaría su cuarto.

Cuando llegué a casa, mis padres no estaban. Habían ido a ver a amama al caserío. Supongo que querrían aclarar el tema del móvil de Ana. Mis hermanos sí estaban, pero como si no, porque se habían encerrado en su cuarto como billetes en una caja fuerte. Yo hice lo mismo, tumbándome en la cama a hacer la tarea, pero poco después terminé pensando en Elene y dibujando en el cuaderno de Matemáticas su nombre con mil caligrafías distintas. Quién puede concentrarse en ecuaciones de segundo grado cuando se está enamorado.

En un momento dado sentí que no podía más, que necesitaba hablar con alguien de todo esto, y se me ocurrió que quizá mi hermana pudiera ayudarme. Al fin y al cabo, Ana es una chica, y supongo que el mero hecho de ser una chica hace que sepas de chicas, de cómo son, cómo se comportan, qué les gusta y qué no.

En mala hora tuve semejante idea. Toqué en la puerta de su cuarto y le pedí permiso para entrar.

—Pasa, pero un minuto —me advirtió—, que tengo cosas que hacer.

Estaba tumbada en el suelo, boca arriba, escuchando música. Masticaba chicle y me dirigió una mirada extraña, como de desprecio.

—¿Qué tal? —pregunté.

—¿Qué quieres, Ibon? —dijo, sin responder siquiera a mi pregunta, tras quitarse los auriculares con desgano.

Entonces comencé a balbucear cosas sin sentido, sin mirarla, con mis ojos saltando de emo a emo, de gótico a gótico, recorriendo los pósteres de la pared. Le dije que necesitaba hablar con alguien de una cosa importante y que había creído que ella quizá podría ayudarme, porque, claro, es una chica y…

—Al grano, que no tengo toda la tarde.

Pensé regresar a mi cuarto, pero al final me lancé. Le confesé que estoy enamorado de una chica de mi clase y que no sé cómo actuar, qué hacer.