Quedará la ilusión - Galder Reguera - E-Book

Quedará la ilusión E-Book

Galder Reguera

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Beschreibung

¡Sigue los intercambios de dos fanáticos del fútbol durante el Mundial de Rusia!

Durante el pasado Mundial de Rusia, Galder Reguera y Carlos Marañón prometieron escribirse una carta cada noche en ese momento mágico en el que todos duermen. Esta correspondencia, como cualquier partido de fútbol, tiene varios relatos: se puede leer como el testimonio de dos padres desbordados que escriben para reconquistar la normalidad frente a la presión alta del día a día y es también un regate para recrear la ilusión de la infancia a través de los ojos de sus hijos, que asisten a su primer Mundial con el entusiasmo intacto del primer cromo. Más allá de la pizarra táctica, Quedará la ilusión es la espontaneidad transparente que sucede cuando dos amigos lejanos logran el milagro de vencer el pudor.

La correspondencia de Reguera y Marañón recuerda la Copa Mundial 2018 a través de unos adultos que vuelven a la infancia.

FRAGMENTO

¡Ah! Y otra cosa, apúntame a Mbappé como futbolista más simpático del Mundial. Francia no me dice gran cosa, aunque ese medio campo Kanté-Pogba es una apisonadora, pero ese chico es fotogenia pura, de los pocos futbolistas relajados en una selección grande que llevo vistos en lo que va de campeonato. La cara B de Messi.
Una más, otra cavilación en la víspera de la noche de San Juan, fiesta grande en Coruña, concentrado para saltar la hoguera (y la queimada con conxuro) que prepara mi suegro: tras decidir que el Mundial de 2026, tras el de Qatar, se va a disputar en EE.UU., Canadá y México, ya se ha confirmado que, atención, va a tener cuarenta y ocho selecciones. ¿Cómo es posible? ¿Qué hemos hecho mal, Galder? ¿Cuándo empezó a joderse el fútbol, Zavalita?

LO QUE PIENSA LA PRENSA

Textos honestos y valientes, en los que ambos autores exponen sus anhelos, ilusiones y miedos. Son cartas con tres destinatarios. Primero, el amigo. Después y en diferido, los hijos (será interesante comprobar qué opinan de las misivas cuando tengan la edad de valorarlas). Y, por último, son epístolas para sí mismos: vencer el pudor de hablar de sentimientos es, en la escala humana, casi como levantar la Jules Rimet. - Pedro Zuazua, El País

LOS AUTORES

Galder Reguera - Es licenciado en Filosofía, gestor cultural, escritor y, por encima de todo eso, hincha. Dejó el fútbol tantas veces que perdió la cuenta. Sus primeros pinitos con la narrativa fueron las excusas que se buscó para hacerlo. Escribió sobre eso en
. Antes, publicó un libro que llevaba por subtítulo Idea y ocultación en la práctica artística contemporánea (ahí queda eso) y escribió sobre arte y fútbol (y a veces sobre las dos cosas a la vez) en numerosas revistas y periódicos. Actualmente trabaja en la Fundación Athletic Club.

Carlos Marañón - Barcelonés de la quinta del 74 (el año que murió Vittorio de Sica y nació Alessandro del Piero), Carlos Marañón, Carletto, no ha hecho otra cosa desde crío que ver pelis y jugar al fútbol. Periodista, procrastinador y crítico de cine, cuando no está pendiente de que Nico, Guille y Álex no rompan algo, dirige la revista Cinemanía, cuenta películas en Movistar+ y comenta partidos en Carrusel deportivo. Futbolista; hijo, sobrino y nieto de futbolistas, intenta convencer a la abuela Cruz de que no tiene culpa de que a sus hijos les guste tanto el balón. Perico de cuna y canterano blanquiazul, no triunfó en el Espanyol B por un entrenador que le tenía manía, pero es mundialmente famoso por marcar más de cien goles con el C. D. Erri-Berri de Olite. Autor de los libros Fútbol y cine: el balompié en la gran pantalla y , cuidadito con él, que una vez participó en Ilustres ignorantes. El fútbol, el cine y Elena son sus grandes pasiones. No puede vivir sin ellas.

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Galder Reguera y Carlos Marañón

QUEDARÁ LA ILUSIÓN

Prólogo de Juan Villoro

primera edición: junio de 2019

© Galder Reguera Olabarri y Carlos Marañón Canal

© del prólogo, Juan Villoro

© Libros del K.O., S.L.L., 2019

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid

isbn: 978-84-17678-19-7

código ibic: DNJ

diseño de portada: Artur Galocha

maquetación: María OʼShea

corrección: Ana Doménech

Para el equipo ideal del Mundial 2018: Elena, Ismene, Oihan, Nicolás, Guillermo, Danel y Alejandro

Magias del verano Juan Villoro

El fútbol es, entre otras muchas cosas, una forma de la amistad. ¿Podemos contemplar un partido a solas? Más aún: ¿podemos contemplar un partido sin discutirlo? Durante el Mundial de Alemania 2006 fui comentarista de la televisión mexicana y compartí transmisiones con leyendas del fútbol como Samuel Eto’o, Carlos Bianchi, Hugo Sánchez y Gabriel Batistuta. Era imposible asistir a todos los partidos y debíamos ver algunos por televisión. En nuestro grupo se encontraba Juan Ignacio Basaguren, exfutbolista mexicano que había sido sacerdote. Adiestrado en los campos de la Compañía de Jesús, Basaguren fue fichado por el equipo Atlante para repartir balones con sapiencia y recibió el apodo deportivo del Fraile. Era el único entre nosotros que prefería ver el juego sin más compañía que un vaso de agua. Después del silbatazo inicial, se encerraba en un cuarto, apagaba las luces y salía de ahí noventa y tantos minutos después con el aire de quien ha estado en una cripta. Seguramente, sus antecedentes religiosos lo facultaban para practicar la afición al modo de un eremita.

No conozco otros casos de místico individualismo. Carlos Marañón y Galder Reguera confirman que los partidos valen la pena por lo que se puede decir de ellos, pero sobre todo por lo que permiten decir de nosotros mismos. ¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Un forofo del Espanyol y otro del Athletic, es decir, gente que ha sufrido lo suyo pero no deja de confiar en sus colores, dialogan sobre el sentido de pertenencia que brinda el balompié. No dudan respecto a sus clubes. Su relación con España es más compleja. Los amigos intercambian correos electrónicos durante el Mundial de Rusia 2018 y se preguntan en qué medida apoyan a la Roja y hasta dónde llega su vicario interés por otros países. Reguera celebra un referéndum en su familia y descubre que las opiniones se dividen con salomónica contundencia: la mitad apoya a España, la otra no.

En países como México, donde la identidad es un pretexto para la fiesta y el nacionalismo no reivindica otra cosa que el derecho a lanzar petardos, la selección es fácil de apoyar. Más intrincada es la situación de Reguera y Marañón, cuya desbordada ilusión por el juego busca originales modos de acomodarse en la geopolítica mundialista.

El marco general de la correspondencia es Rusia 2018 y las identidades colectivas. Hasta aquí todo resulta común, pero Reguera y Marañón no son comunes. Su escritura cautiva con los asombros de la gente peculiar. Desde un principio demuestran que han elegido un tema para hablar de todos los temas.

«La vida es lo que sucede mientras hacemos otras cosas», cantó John Lennon. La sustancia de los días se nos escapa mientras nos distraemos con asuntos que solo cobran cabal significado al recordarse. Este libro es un desmesurado intento por captar el presente en fuga. Los partidos sirven de pretexto para fijar instantes que perderían relieve sin ese telón de fondo.

La memoria de los hinchas depende de los goles y el fútbol sirve de recurso nemotécnico. Sabemos que conocimos a nuestra novia en domingo porque ese día Cristiano Ronaldo logró un hat trick.

En forma entrañable —a veces alegre, a veces dolorosa—, Marañón habla de sus tres hijos, la preocupante enfermedad de su mujer, los enredos que provoca el corrector ortográfico, la paternidad como estímulo e impedimento para ver partidos, las mujeres iranís vetadas en los estadios y la nostalgia por la irrecuperable cancha de Sarrià.

Al otro lado de la línea digital, Reguera se ocupa de dramas lejanos que los desastres veraniegos vuelven próximos (los animadores de un camping le recuerdan la decadencia del Imperio romano) y narra los descubrimientos de Oihan, su hijo de siete años que cambia cromos y descubre que Messi vale por cinco jugadores. También él reflexiona sobre la filiación y la importancia de transmitir valores a los hijos mientras contemplan juntos el césped color menta de un estadio. Atento a la integridad psicológica de los demás, siente empatía por los miserables que fallan un penalti en una tanda. ¿Puede alguien sujeto a la ética narrar con malicia? Las buenas historias requieren de conflicto y de cierta imaginaria mala leche. En forma reveladora, Reguera dice esto de su infancia: «Empecé a hacer cosas malas para tener algo que contar». Un niño tocado por la bondad descubrió que las travesuras producen historias. No concibo mejor ejemplo del descubrimiento de una vocación literaria.

En lo que toca a la escritura, también Marañón hace interesantes confesiones. Se queja de que duerme poco a causa de la correspondencia. Quien lo ha leído hasta ese punto sabe que tiene tres «terremotos» que criar y una esposa que cuidar, y que se somete a las fatigas de quien busca vivir de su pluma, pero culpa al diálogo con Reguera de su cansancio. Lo singular es que no lo dice como un reproche, sino como una constatación del esfuerzo que cuesta lo que se disfruta. Y agrega otra revelación: «Prefiero jugar antes que ver un partido, sea el que sea». Quienes escribimos de fútbol solemos hacerlo después de comprobar, como el inolvidable Fontanarrosa, que solo tenemos dos defectos para ser profesionales: uno es la pierna izquierda y otro la derecha. Hablar y escribir de los partidos se convierte en la compensatoria satisfacción de los descartados de las canchas. No es el caso de Marañón. ¿Por qué entonces escribe hasta desvelarse? Porque un amigo lo ha puesto en un aprieto. Cada misiva de Reguera es un pase de gol y no puede dejar de rematar.

El genio de Maradona se mide en los goles de magia negra y magia blanca que anotó contra Inglaterra en el Mundial de México 1986, pero también en un hecho inigualable: mejoró a todos los que alguna vez jugaron con él. Lo mismo sucede en la literatura epistolar. Marañón está agotado, prefiere patear una pelota que escribir sobre ella, pero ha recibido un irresistible mensaje desde Bilbao. También el amigo vasco se desgasta y dice: «Estoy agotado, y mañana tengo un día de los duros. […] Te pido perdón de antemano si mis palabras suenan hoy torpes». La felicidad cansa.

No hay muchos comentarios de técnica deportiva en este libro porque para los autores el fútbol no requiere de otro argumento que la emoción. En cambio, abundan las referencias a libros, películas, cómics, los emblemáticos lugares del verano.

Marañón y Reguera escribieron durante el primer Mundial con VAR. 2018 marca la fecha en que la justicia se volvió televisiva y ciertos lances debieron revisarse para llegar a una sentencia. Como los jueces eran meramente humanos, hubo errores de apreciación en el videoarbitraje.

El VAR también inventó el estado de éxtasis en pausa. Algunos anotadores tuvieron que esperar dos largos minutos para festejar un gol que les supo a platillo recocido. De cualquier forma, triunfó la idea de que el juego, que tanto había divertido siendo arbitrario, de ahora en adelante divertirá con menos espontaneidad y mayor jurisprudencia.

La memoria se parece al VAR en la medida en que otorga justicia retrospectiva a las acciones. Aquilatamos las cosas de otro modo al volver sobre ellas. ¿Qué dirán los hijos de Marañón y Reguera cuando puedan leer lo que sus padres pensaban mientras ellos crecían? A no ser que sean historiadores del deporte, difícilmente identificarán el torrente de nombres propios que recorre estas páginas, pero sin duda entenderán el gusto primigenio por el juego, los afectos, las ilusiones, los temores, los hartazgos que sus padres compartieron durante un verano.

El Fraile Basaguren solo se concentraba ante un partido si nadie lo distraía. Misántropo ejemplar, disfrutaba en silencioso diálogo con Dios. Galder Reguera y Carlos Marañón pertenecen a otra especie, el género gregario de quienes saben que los partidos suceden para que los amigos se reúnan y que la literatura existe para que los afectos mejoren por escrito.

Una correspondencia durante el Mundial de Rusia

✉ 6 de junio de 2018

Querido Carlos:

Estamos ya a escasos diez días del Mundial. Oihan se muestra entusiasmado. Habla tanto de ello que a ratos temo por que la inminencia de la Copa del Mundo afecte a su rendimiento escolar. Entiéndeme, no digo a sus notas, sino a su rendimiento. No comprendo el sentido de que se pongan calificaciones a un niño de siete años. Me parece contraproducente, etiquetas innecesarias a esa edad. Además, las de su ikastola están desglosadas en actitudes y conocimientos. Como si eso les diera más cientificidad a los números. Si fuera por mí, ni las leía. Pero me preocupa que se despiste, que pase clases y clases pensando en fútbol, como, por otra parte, le sucedía a su padre.

Para hacer tiempo antes de que ruede el balón, empezamos hace un par de semanas el álbum de cromos. Vamos a la tienda de chuches, compramos unos sobres, los abrimos y pegamos juntos. Me sorprende que no necesite una lista para saber los que tiene y los que no. Los sabe de memoria. A medida que abre sobres, separa los que no teníamos en la colección sin necesidad de consultarlo. No falla ni uno.

Ayer estaba feliz porque le había tocado Messi. El viernes pactó en el recreo con otro niño un precio por el repe del astro argentino. No era un precio muy alto para Messi, pero sí para su cromo: cinco postales de otros futbolistas. Es curiosa la ley de la oferta y la demanda en lo relativo a las colecciones. ¿Cuándo se llega a saber que un cromo es más raro que otro? Hay un iraní que nos ha salido veinte veces, hasta el punto de que su rostro me es ya tan familiar como el de ese primo al que solo ves por fotos de WhatsApp. Se llama Mehdi Taremi. No sé si estadísticamente se puede entender que lo tengamos tan repetido. Lo he consultado en internet y la red dice que Panini imprime el mismo número de cromos de todos los futbolistas. No hay ediciones más limitadas que otras. Fíjate que yo sospechaba todo lo contrario.

Hay una cosa que no me gusta nada de la colección de este Mundial 2018. No hay porteros suplentes. No solo porque no hay cromo de Kepa Arrizabalaga (con ese apellido no podía ser mal portero, eh), único jugador del Athletic Club en el Mundial, sino porque creo que se desprestigia de esa manera una figura tan importante como el guardameta que sabe que no jugará. Tú has sido futbolista (¡eres futbolista!), sabes mejor que nadie el rol fundamental en un plantel de aquellos que carecen de minutos. Además, aunque no tengo muchos recuerdos de cromos de antaño, muchos de los que permanecen en mi mente son de porteros en el banco. Por alguna razón, los arqueros suplentes me eran simpáticos. El soviético Viktor Chanov, Chris Woods (eterno reserva de Peter Shilton) y el mítico Tacconi en Italia 90; Faryd Mondragón y Zetti en USA 94. Por cierto, qué fea era aquella costumbre de Panini de dar solo una página a las selecciones a priori más débiles y hacer que de esa manera en cada cromo hubiera dos jugadores. Que Erwin Platini Sánchez no tenga un cromo para sí solo es un crimen.

Mientras ponemos los cromos en el álbum (al pequeño Danel le tenemos que dejar pegar algunos, con ayuda, porque si no se siente excluido y monta un numerito), Oihan me come a preguntas sobre los países. Hasta hace poco no entendía qué es un país. Ese desconocimiento me enorgullecía. Yo tampoco lo sé muy bien y no tenía ninguna prisa por sacarle de dudas. Ahora mismo funciona con la misma eventual respuesta que yo: un país es un equipo de fútbol que juega contra otras selecciones. Como respuesta de mínimos me gusta mucho.

Me pregunta, te decía, por todo. Por qué en Senegal son todos negros y no en Túnez, si los dos países están en África. Por qué Laporte no está en Francia. Dónde está Panamá, en qué parte exacta del mapa. Si nuestros vecinos, que son hijos de marroquíes, apoyan a Marruecos o a España. Si nosotros queremos que gane la Roja o no.

Me hace mucha gracia que me pregunte mucho si tal o cual jugador me parece guapo. Creo que la cuestión de la belleza exterior le obsesiona últimamente, y desconozco la razón. Lo mismo se ha enamorado. Por cierto, que me dijo que quería ponerse el pelo como Özil. Como Özil en el cromo.

Hablando de Alemania: hoy han dado su lista y se ha quedado fuera Leroy Sané. No tengo ni idea de si es una buena o mala decisión por parte de Joachim Low, pero tenemos su cromo repetido como cinco veces. ¿Lo tendrá él, Sané? ¿Guardará esa estampita en un cajón de casa? ¿Qué pensará en unos años al ver su imagen ahí? Tiene que ser jodido tener tu cara en un cromo de un Mundial que no jugaste. Leí en algún lugar que el colombiano Jhon Jairo Tréllez apareció en dos álbumes (90 y 94) y nunca fue convocado para un Mundial. Supongo que en el álbum de este año habrá muchos. Morata y Vitolo por lo pronto, ¿no?

Y vosotros, Carlos, ¿hacéis la colección? ¿Tienes algún cromo de tu padre en Argentina 78? Y, por favor, dime, ¿qué se siente siendo campeón del mundo de fútbol… a tres lados?

✉ 7 de junio de 2018

Galder, genio, qué ilusión leerte. Me has animado mucho. No estoy pasando por mi mejor momento, y llevo así ya un tiempo. Además de lo de Elena, me acaba de tumbar uno de esos virus gástricos de veinticuatro horas (qué horror de denominación para una enfermedad, siempre que lo oigo, y lo escucho mucho últimamente, pienso en un Seven Eleven, o en una tienda de gasolinera a lo Clerks: sí, eso, el mal de Clerks) y he pasado quince horas en cama. Ha sido regresar al curro y leer tu carta: el día ya ha merecido la pena.

Yo no habría tenido arrestos para escribir nada estos días más allá de los textos para el trabajo, pero es una oportunidad única (como tantas otras desaprovechadas), la de intentar reflejar lo que puede ser vivir un Mundial con nuestros hijos. Me escudo siempre en que trabajo mucho (no sé si trabajo mucho, pero sí paso muchas horas ocupado en la redacción: tantas, que ya la llamo oficina), y ahora con el cáncer (eso sí que es un nombre de enfermedad con dos cojones, que no te hace pensar en bobadas) de mi mujer, y los tres guajes en casa, todo se me hace una montaña. Esta semana tocó quimio, y Elena se ha pasado varios días en cama, postrada. Me toca estar ahí. Si tú no me hubieses escrito, yo ahora estaría tirado en el sofá, abandonado a mi suerte de padre y currito agotado que zapea (creo que solo yo sigo haciendo esto en los tiempos de Netflix) para no pensar en nada, mientras se justifica defendiendo que esta especie de huelga vital es lo único que relaja a alguien que está exhausto.

Y mira tú por dónde, ahora que te estoy escribiendo, estoy relajado. Aunque pasen de las doce y me tenga que levantar a las siete y media. Es igual, no tengo sueño, todavía estoy en shock por la elección de Màxim Huerta como ministro de Cultura y Deportes. Más allá de que ha repetido que odia el deporte (va a ser curioso verle en Rusia en el Mundial), no conozco mucho de su trayectoria televisiva y literaria. Sí sé que le gusta el cine, y eso no es poca cosa, pero también que tenía un programa (Destinos de película, en TVE, la tele pública para más inri) que era un espanto. Creo que es el único resbalón serio en la (popu)lista de ministros del nuevo presidente Pedro Sánchez, pero, en fin, que los últimos que hemos tenido le han puesto el listón muy bajo. Tú que eres un agitador cultural de bandera, ¿cómo lo ves? Así las cosas, yo me veo para la cartera de Fútbol y Cine.

Me hablas con pasión del Mundial, y de Oihan, y de los cromos. Creo que tu hijo mayor tiene un añito más que mi Nicolás, así que compartimos bastantes inquietudes. A mí todavía no me preocupa que el fútbol pueda distraer a Nico, que tiene seis años, pero también hay mucha emoción contenida de cara al campeonato. Eso sí, necesitaría una semana de vacaciones para prepararlo mejor. Mi Mundial, digo. Por cierto, así se llama (Mi Mundial) una peli con cierto encanto, uruguaya, sobre un chaval de trece que ficha por un club grande, pero se lesiona y eso acaba truncando no solo sus aspiraciones, sino también las de su familia, que depende económicamente de él. La historia de superación, con ascensión y caída, es la misma de siempre, pero tiene un toque de cine social, muy Thinking Football, que te atraería.

Supongo que a Oihan, que sé que ya juega en un equipo, también le pasa: a Nico no hay nada que le guste más que jugar al fútbol. Es algo que a mí me hace ilusión (no puedo evitar cierto orgullo) y que además aún me dura: cuando estoy con mis amigos murcianos (no son todos de allí, hay de Mallorca, de Gijón y de Pontevedra, pero el grupo de amigos que estudiamos en Pamplona ya somos «los murcianos») siempre me vacilan porque digo que yo preferiría jugar una pachanga antes que ver la final de un Mundial, pero el problema es que, a la hora señalada, no encontraría gente con quién jugarla. Ver fútbol es algo secundario para Nico, que cuando ve un gol se lanza a por el balón para repetirlo como buenamente puede. A pesar de que se dispersa como hincha, también estamos con los cromos, amigo. Menudo pastón, por cierto. Noventa céntimos de euro por cinco cromitos. ¡Y el álbum tiene setecientos! Es un atraco. Y, sin embargo, ahí seguimos.

Yo empecé a hacer la cole de la Liga hace unos tres años, simplemente por pegar pegatinas, que a los niños siempre les gusta. Luego llegó la Eurocopa 2016, y la fuimos haciendo, sin presión por acabarla en ningún caso. Ahí Nico empezó a aprenderse las banderas, y hoy las sigue recordando. Y, como Oihan, no es que no tenga claro lo de los países, Galder, es que todavía hace quince días mezclaba clubes, selecciones, continentes en un magma precioso en el que cualquier enfrentamiento era posible.

Me he quedado con lo que dices de Danel, tu peque, que intentas integrarle alrededor del álbum. Me imagino el esfuerzo, porque yo tengo a Guille, que acaba de cumplir cuatro, y a Alejandro, que tiene uno y medio, dispuestos a pillar cualquier cromo en cuanto me despisto. Me la lían. Mi mayor dificultad como padre ahora mismo consiste en compaginar el tiempo que paso con mis hijos. Es casi imposible poder hacer algo con los tres juntos, y eso me mata. Uno lee solo ya, los otros dos no; uno monta Legos solo, otro con ayuda y el tercero todavía se come las fichas; a uno le gusta dibujar, el otro está aprendiendo y el peque rompe los lápices… Solo hay una cosa que sí podemos hacer los cuatro: jugar a fútbol. Con un balón o con tres, con porterías o sin ellas, en partidos simultáneos o jugando a dar pases o meros toques, solo dar patadas a un balón me permite estar con los tres y que todos lo pasemos bien.

Con los cromos, en fin, Nico se aplica, Guille los pega todavía fatal, y el pequeño los arruga, así que suele acabar siempre regular la sesión. Por cierto, en casa somos muy de Islandia. Y es solo porque nos faltan nada más dos jugadores para acabar el equipo. Por eso, y porque lo de llamarlos «vikingos» les tira mucho a los peques. Curioso es que de Argentina, por ejemplo, o de la selección española, me falten más de diez todavía, mientras los islandeses ya están todos ahí: parecen entusiasmados ante su primer Mundial.

Hablando de Islandia, el otro día leí que el mítico diario La Gazzetta dello Sport, al haberse quedado Italia fuera del Mundial (esto también me costó mucho explicárselo a Nico, cómo pueden ser tan buenos, ya conoce a la Juve y a la Roma por la Champions, y no estar en Rusia), escogió una selección a la que seguir, a la que animar, sintiéndola propia. Me encantó la apuesta: quizá, ya que no está la simpática Escocia (ídolos máximos de los Mundiales de mi infancia, del 74 al 90), yo también habría elegido a Islandia, ya que tenemos casi todos los cromos y es la que más me recuerda a los caledonios, pero me da muy buen rollo Perú (me acuerdo de que de pequeño me flipaba Cubillas y esa camiseta), siempre me ha atraído (Oliver y Benji mediante) Japón, y México me cae fenomenal. ¿Qué equipos te caen bien a ti sin que sea por razones estrictamente de calidad futbolística?

Y ya que estamos con la Gazzetta, y que me preguntas por lo que se siente siendo campeón del mundo (¡ja!), prometo contarte la que lio nuestro común amigo Filippo Ricci con el 3 Sided Football, una propuesta de fútbol con tres equipos. Lo dejo para mañana, que se me ha hecho tardísimo, pero no puedo dejar de agradecerte que me dijeses que sigo siendo futbolista. Yo siempre me he pensado como futbolista; me siento futbolista a todas horas, a mis cuarenta y cuatro años. Un futbolista que hace otras cosas, eso sí. Por ejemplo, tratar de corresponder a un amigo que le sacó del agujero esta mañana y que le ha traspasado sus superpoderes para poder escribir algo con ilusión. Muchas gracias, Galder. De verdad.

✉ 8 de junio de 2018

Muy querido Carlos:

Qué alegría recibir tu respuesta. Te confieso que me consumían los remordimientos. Tenía la sensación de estar empujándote a esta correspondencia pública cuando sé que estás desbordado por la enfermedad de tu mujer, el trabajo y el hacerte cargo de tus tres tesoros.

Me emociona abordar esta pequeña aventura contigo. Sabes que te aprecio y admiro.

Me dices que la enfermedad de tu mujer no te deja pensar en «bobadas». Es cierto que cuando algo así acontece eclipsa todo lo demás. Cuando era pequeño, mi hermano mayor estuvo muy enfermo. De aquel tiempo tengo muy presente la lucha de mi madre porque aquello no deviniera en ningún caso el eje de su identidad, ni de la de la familia. Mi madre dice que una de las maneras de luchar contra la enfermedad es no dejar que invada todos los aspectos del día, no renunciar precisamente a las pequeñas alegrías o tristezas, a las «bobadas». Que hay que reconquistar la normalidad.

No te lo digo como un consejo. No me atrevería a darte ninguno. Cuando algo así sucede, las palabras palidecen. Solo queda la cercanía. Sabes que me tienes para lo que necesites. Y sabes que tienes muchos buenos amigos que están con vosotros. Abusa de tus amigos, Carlos, que para eso estamos. Para los malos momentos.

Me preguntas por Màxim Huerta. Te soy sincero: no tengo una opinión. Tengo la sensación de que en este tipo de nombramientos siempre tienen más peso las críticas que los halagos, porque los segundos se entienden como interesados, mientras que las malas palabras se suponen sinceras. Curiosamente, casi siempre sale más a cuenta hablar mal de la gente. En cualquier caso, me cuesta recordar el nombre de su antecesor, así que como puedes imaginar no me quita el sueño quién lleve las riendas de la gestión pública de la cultura y el deporte en España.

Pero sí te digo algo: creo que la mayor virtud que tiene que tener una persona con cierto poder es saber escuchar y dejarse asesorar por aquellos que saben más que él. Y también que eso es poco común en este país. Los cuarenta años de dictadura dejaron una idea perversa de lo que es el respeto a la jerarquía. Leo hoy una entrevista con Ignacio Martínez de Pisón en la que afirma que una de las claves de la estafa de Filek al Gobierno franquista es que nadie osaba llevar la contraria al dictador, mostrar sus sospechas sobre los planes que el timador austriaco planteaba. Y eso creo que no ha cambiado mucho, que en este país se establecen jerarquías en las que el respeto a la autoridad se confunde con la asunción acrítica de todo lo que digan los superiores, incluidas las peores ideas (que, por otro lado, todos tenemos). Yo suelo poner como ejemplo la escena del «relaxing cup of café con leche» de Ana Botella. ¿Cómo pudo llegar a producirse? ¿Cómo pudo ser que el momento clave de la candidatura de Madrid a los Juegos, en la que se habían invertido tantos millones de euros, fuera esa ridiculez? Mi teoría es que nadie en el equipo de Ana Botella osó decirle que no era buena idea todo aquello. Probablemente porque no lo permitía. Probablemente porque todo aquel que osara sugerir a la alcaldesa que una idea suya quizá no era buena estaba en la calle ipso facto.

Así que a Màxim Huerta sí me atrevo a darle un consejo: que se deje asesorar, que no confunda la discrepancia con la disidencia, porque ese será el principio del desastre. Y está ahora en uno de esos puestos en los que no sé si se puede hacer bien, pero es muy fácil hacer mucho mal.

Hablando de Ignacio Martínez de Pisón: ayer su Zaragoza empató contra el Numancia en la ida de la semifinal del playoff de ascenso a Primera, esos coletazos de la temporada que a nosotros no nos dicen mucho, pero lo son todo para los hinchas cuyos colores están en juego. Tengo el corazón dividido en la cuestión del ascenso, porque tengo buenos amigos de los cuatro equipos que se juegan la última plaza en Primera. De un tiempo a esta parte, mis simpatías están muy determinadas por mis amistades. ¡Fíjate que hasta me cae bien el Espanyol!

Las del Mundial, me preguntas. Me gustan las selecciones pequeñas. Voy con ellas. Sueño con que un día el fútbol imponga justicia poética y un combinado africano levante la Copa del Mundo. Estaría bonito ver caer a la todopoderosa Alemania frente a Senegal, ¿no te parece?

Me van los equipos africanos, sí. Me da pena que no esté Ghana (cuando perdió en los cuartos de final de 2010 lloré, de verdad) y que Egipto no venga comandada por el faraón Bob Bradley, que hizo un trabajo maravilloso allí, no solo en lo futbolístico, sino con su implicación política a favor de que se hiciera justicia por los asesinados en Port Said (la historia se recoge en el documental We Must Go, que pasamos en Bilbao hace años). Recordarás aquel episodio. Es el particular 96 del fútbol egipcio. Por cierto, que Mohamed Salah vistió el número 74 durante su etapa en la Fiorentina en homenaje a las víctimas, como una manera de exigir justicia, pues setenta y cuatro fueron los muertos aquel día.

Qué importantes son esos gestos. ¿Habrá sitio en el Mundial para algunos? ¿O la Copa del Mundo será un paréntesis en el que se impondrá no pensar en la realidad política y social del planeta? Por ahora ahí tenemos a Argentina, que se ha debatido los últimos días entre jugar o no un amistoso con Israel en Jerusalén.

También me caen bien algunas selecciones americanas, como Colombia, México y Perú (un grande Cubillas, pero yo soy de Nolberto Solano). La exótica Irán (tengo ahora mismo un DVD de Offside, de Jafar Panahi sobre la mesa) también está entre mis favoritas. De Europa, me quedo con Islandia (cuya camiseta tengo, regalo del director de cine islandés Saevar Gudmundsson), Polonia y, agárrate los machos, Francia e Inglaterra. Si tuviera que elegir una ganadora verosímil del Mundial, me gustaría que fuera una de estas dos.

Por cierto, que un Francia-Inglaterra es el único partido de un Mundial que he visto en un estadio. Fue en San Mamés, en 1982. Recuerdo que fuimos mi hermano mayor y yo con mi padre, que me perdí el primer gol, de Bryan Robson (el más rápido de la historia de los Mundiales hasta que Hakan Şükür rompió el récord en 2002) y que Tigana fue suplente. También a los hooligans bañándose en las fuentes de Bilbao, a los policías montados a caballo en los exteriores de San Mamés y las cargas contra los hinchas ingleses dentro del estadio.

Hablando de estadios…, ¿te has dado cuenta de la imagen que encabeza el blog? Es de tu querido Sarriá, del famoso partido entre Argentina y Brasil de 1982.

Dices que tu mayor dificultad como padre es administrar el tiempo entre los tres enanos. A mí me pasa igual con los míos. Además, soy un angustias: si hago caso al mayor, me da la sensación de que no atiendo lo suficiente al pequeño. Si juego con este, me torturo pensando que el pobre Oihan se sentirá desplazado. Tengo suerte, de todas maneras, porque a los dos les apasiona el Lego y a mí me encanta construir con bloques. Pasamos horas tirados en la alfombra de la habitación.

Al fútbol no podemos darle mucho los tres a la vez porque, ay, a Danel no le gusta. Como espectador lo aborrece hasta tal punto que, si Oihan y yo estamos viendo un partido, se planta ante la tele en plan activista y, con las manos en alto, grita: «¡fútol no!». ¿Te lo puedes creer, Carlos? ¿Mi hijo haciendo eso? ¡Casi prefiero que me salga del Real Madrid! [Que conste: es broma, no lo prefiero]. Y jugar con él es difícil cuando su sentido del juego es coger el balón con las manos y salir corriendo. Cuando lo hace, bastante me cuesta atrapar al mayor antes de que le sacuda.

Aunque este fin de semana jugamos un ratín los tres juntos. Eso sí, con dos balones. Uno de plástico el pequeño, otro de cuero para el mayor. A ver si se repite.

Oihan sí, todo el día jugando fútbol. En todas partes. En el patio, en la calle, en el pasillo, en el salón. ¿Quién me iba a decir a mí que un día amenazaría a mi hijo con pincharle el balón si volvía a verle chutarlo dentro de casa? Aunque, en realidad, esa es mi esperanza. Que sea como tú. Que sea futbolista en el sentido del juego, que, vistiendo o no una camiseta de colores, sienta una necesidad irrefrenable de jugar en cualquier momento y lugar.

Me encanta la idea del partido de fútbol de amigos al mismo tiempo que la final del Mundial. Deberías montarlo en Madrid.

Por cierto, hoy es un gran día para Oihan, porque podrá volver a jugar al FIFA. Hace un mes tuvimos una bronca monumental y le castigué sin Play Station. No sabes cómo le duele la prohibición. Y a mí también: me ha costado horrores no ceder a la tentación de levantarle el castigo. Esta mañana estaba feliz. Sabe que hay un modo de juego nuevo en el que puedes disputar el Mundial. Le he preguntado con qué equipo jugará. No ha dudado ni un instante:

—¡Argentina!

La respuesta me ha dejado intrigado, pero no he tenido tiempo de sonsacarle las razones de su filiación albiceleste. El autobús escolar es una cuenta atrás inflexible. Por la tarde, quizá.

Tú, Carlos, ¿le das al fútbol virtual?

¿Y Nico?

✉ 9 de junio de 2018

Joder, Galder: me duele Sarrià. Madrugada de viernes. Cuánto cuesta llegar hasta aquí, con los tres guajes en la cama y Elena acostada, todo en silencio ya. La semana se hace interminable, y alcanzar la noche del viernes es como desembarcar en Omaha Beach. Parece que lo más duro ya está hecho, pero queda por delante tooooodo un fin de semana danzando con el triplete (Ale-Gui-Ni los voy a llamar, como a los Gre-No-Li —Gren, Nordahl y Liedholm—, aquellos suecos del Milan de los cincuenta) desbocado y sin ayuda en casa. Mañana antes de las ocho de la mañana se despertarán y habrá que ponerse en marcha, y tocará buscar al soldado Ryan por Madrid, por lo menos. Recordabas ayer el Mundial 82, con aquel grupazo con Inglaterra y Francia (¡y Kuwait!) en Bilbao, y me ponías a huevo rescatar Sarrià, el viejo estadio del Espanyol. Tengo ganas de hacerlo porque hoy estoy mejor que estos últimos días atrás, Elena ha pasado malos días con efectos secundarios que no conocíamos tras el último ciclo de quimio, pero justo ayer empezó a sentirse mejor. De alguna manera, escribirte la primera carta tuvo mucho efecto liberador en mí, que vivo todo con cierta dosis de angustia, y justo esta correspondencia también ha coincidido (¿existen las coincidencias o no, en qué quedamos?) con que ella se encuentre bien, recuperada.

Sarrià es mi casa, mi paraíso perdido, el campo de mi recreo. Supongo que, como para todo perico de cierta edad, ver una imagen del aquel campo deja siempre un pequeño escozor nostálgico. Pero es que, además, en mi caso se añade que durante mucho tiempo formó parte de mi rutina diaria, no solo de la de los domingos cada quince días. Aún hoy, cuando vuelvo lo echo de menos todos los días, y me cago en el ayuntamiento que no le dedica un recuerdo en condiciones: una puta placa oxidada. No solo fue el ir a la tribuna desde bebé en brazos de mi madre a ver a mi padre jugar (y entrenar tantos sábados por la mañana, con tu paisano el Magu), el seguir yendo tras la retirada del aita, y hasta el debutar allí yo mismo con el juvenil sub-19 (un 1-0 contra el Castellón de tu amigo Enrique Ballester); es que para colmo vivíamos a trescientos metros de aquella bombonera (no era especialmente bonita, ni tampoco fea; pero tenía encanto) que estaba hecha a la medida de un club hasta cierto punto familiar como el Espanyol y que tuvo la oportunidad gloriosa y fortuita (todavía recuerdo que la opinión pública —culé— reclamó el trueque con los equipos que fueron al Camp Nou: Bélgica, Polonia y la URSS) de trascender universalmente: aquellos tres partidos entre Brasil, Argentina e Italia que sirvieron de ronda clasificatoria para semifinales han sido un hito del fútbol mundial, el mejor triangular jamás visto.

Casualmente, yo, que tenía ocho años a finales de junio de 1982, no estaba en Barcelona por aquellos días en que la ciudad estaba tomada por aficionados al fútbol, que no hooligans, sobre todo brasileños e italianos. Me lo perdí, pero además de los partidos, quedan unas imágenes extraordinarias de aquellos días de Raúl Cancio, mítico fotógrafo en El País. Servidor estaba de vacaciones. En Marbella. Vacaciones de familia de futbolista de los ochenta, que no son exactamente como ahora, pero sí se le parecían en algunos detalles. Un buen destino, un hotel cojonudo y, sobre todo, muchos futbolistas juntos. Desconfiados y jóvenes, los futbolistas siempre se han sentido cómodos entre iguales: les ha costado siempre abrirse. 1982, verano de futbolistas con futbolistas, pues: recuerdo haber visto el decisivo Italia-Brasil de Sarrià en una habitación del hotel Don Carlos, con televisión (a nuestros hijos les sonará a chufla, pero entonces, si querías tele en la habitación de un hotel, había que pedirla y pagarla como extra: era una rareza). Vi el gol de Sócrates metiendo un balón imposible entre el palo y la pierna de Dino Zoff al lado de Dani Solsona, que ya jugaba en el Valencia; de Dani (Ruiz Bazán), el extremo derecha del Athletic y, por supuesto, de mi padre. Tres cracks. «¡Qué hijo de puta, por dónde la ha metido!», gritó Solsona. No lo olvidaré jamás. Yo tengo algún recuerdo de Argentina 78, como el partido contra Austria, precisamente con gol de Dani, reunida en casa toda la familia porque mi padre acudió con la selección a aquel campeonato (aunque no tuvo cromo Panini, como me preguntabas el otro día, Galder) de infausto recuerdo personal (mi padre, junto a Urruti, fue el único que no jugó un minuto) y colectivo, pero del Mundial de Naranjito me acuerdo perfectamente de todo. Los partidos que vi y dónde los vi. De ver la inauguración en casa (el niño que sacó la paloma de la paz del balón iba a mi cole) a sufrir la derrota de España contra Irlanda del Norte con gol de Armstrong (que luego fue al Mallorca) en el salón-TV de un hotel de Albacete capital camino del sur (entonces no había autovías), hasta la prórroga del histórico Francia-Alemania en casa de mi abuela en Olite. Otro día te cuento más anécdotas de aquello, que no quiero darte la paliza.

Esta mañana desperté a Nico en plan speaker (sonido Carrusel deportivo): «Anoche en el José Zorrillaaaaaa, Real Valladolid, tres… Real Sportiiiiing, uno». Mientras su hermano Guille apura los últimos instantes de sueño en la litera de abajo sin hacernos ni caso, Nicolás se incorpora como un resorte: «¿Y quién marcó?», me dice. Otros padres levantan la persiana, ponen música o incluso algunos encienden luces en plan interrogatorio. Con Nico me basta con repasar los resultados de los partidos de la noche anterior, que no ha podido ver. Porque somos bastante talibanes en casa su madre y yo con la hora de irse a dormir. Un poco por ellos y su descanso, otro poco por nosotros mismos. En busca de un rato de soledad para nosotros, no solemos dejarle ver partidos más allá del primer cuarto de hora de los partidos de las 20:45, un horario que siempre pilla a desmano, ¿no te pasa? Ni muy pronto ni muy tarde, sino todo lo contrario. Seguramente por eso sea el mejor. Aunque tú eres más de 21:05 con la Europa League, ¿no? Ese horario sí que roza ya el absurdo. El caso es que el mayor arrastra al mediano, que acaba de hacer cuatro años. Y además es mal plan dejarles ver el fútbol ni que sea un rato, porque se reactivan y se retroalimentan entre ellos y así es imposible alcanzar el nirvana de cierta tranquilidad para cenar en pareja y acabar el día en paz. Por eso en casa a veces estamos como en 1986, cuando a veces no televisaban ni siquiera los partidos de Copa de Europa, como aquella eliminatoria del Real Madrid en Turín contra la Juve, por ejemplo, que se resolvió a penaltis. Se escuchaba por la radio y luego lo veías en diferido.

«No, hijo mío, el Barcelona-Roma no lo televisan, no sé por qué», le digo. Y se lo cree. Todavía. Pobre Nico. Me contaste que le regulas (y es obvio) a Oihan la consola, pero ¿haces algo así con los partidos? En casa todavía no tenemos videojuegos, pero ya hay que controlar un poco la tablet y el móvil. Si fuera por ellos (y por nosotros, los padres) estarían todo el día con las pantallas. Y lo chungo es que somos rehenes de la cantidad de veces que se la hemos dado para que nos dejasen en paz. Luego nos quejamos, claro.

Con respecto a los Legos, no hay duda. best toy ever. Soy un absoluto enamorado de Lego, de Dinamarca, de las instrucciones, de las cabezas de los muñequitos, del todo es fabuloso y hasta de la subsección Ninjago (que me parecía una aberración). Ah, y me subo por las paredes, como Will Ferrell en la peli (que me parece una obra maestra: 5 estrellazas le casqué en Cinemanía), cuando, después de haber montado concienzudamente (porque hasta ahí mis dos hijos mayores son unos benditos) cualquier nave de Star Wars, coche de superhéroe o instalación anónima, no les dura montada ni dos telediarios. Enseguida empiezan a desmontarla, a jugar con ella a lo bruto, a perder piezas, a tirarlas, a comérselas (el pequeño Alejandro). Y yo me irrito absurdamente como el padre de La LEGO película. Me sale una llama roja sobre la cabeza: y no es el espíritu santo, sino la ira legomaníaca que me consume.

En tu última carta me hablabas de Argentina. Mantengo una relación de amor-odio con su selección. Algunos días, su pasión desbordante me seduce. Otros, en cambio, me estraga y necesito algo más sutil, más británico (que podría ser su némesis). Digamos que me gusta más su cine que su fútbol. Y eso que hoy acaba de estrenarse una película que se titula El fútbol o yo, que es una comedieta populachera sobre la adicción al fútbol, pero que, vista con cariño, que es como veo yo todas las películas con algún guiño futbolero (aunque sería más justo decir «Vista con locura»), deja caer un cierto debate menottista-bilardista sobre la naturaleza de la obsesión balompédica que tiene su gracia. Nada comparable con Offside de Panahi que decías ayer, sobre el drama de las mujeres en Irán a las que no dejan entrar en los estadios de fútbol. Recuerdo (ya te he dicho que lo mío es locura) haber buscado exactamente a qué partido real correspondían las imágenes que rodó (sin permiso) Panahi en el estadio de Teherán, con las chicas camufladas. Y creo que eran de un partido contra Baréin, clasificación para el Mundial de Alemania 2006. Irán acabó clasificándose y las imágenes del triunfo (y persecución) en el filme también son reales. Es muy emocionante y a la vez aterrador ese final, Galder.

Por cierto, en el playoff de ascenso a Segunda, por supuesto que quiero que suba mi Sporting, que ayer (vi un rato) hizo una primera parte deplorable, pero le queda una bala, la de la hombrada en El Molinón. Ya sabes que mi madre es de Gijón y que mi padre jugó un año en el Sporting, cedido por el Real Madrid. Allí se conocieron y se casaron. Y esa temporada de mi padre fue inolvidable porque ascendieron de calle, con Quini, Churruca, Valdés, José Manuel y compañía. Un equipazo. Le tengo un cariño enorme a ese club y a la ciudad, donde empecé de periodista en la redacción de La Nueva España y a donde voy a menudo, aunque ahora menos porque ya no me puedo dividir más (mi mujer es de Coruña y ahora vamos bastante a Galicia con la familia porque tenemos apoyo logístico y cariño a raudales allí). Mi abuelo, Pilu, un fenómeno (ya hemos hablado de eso, que tú también has tenido mucho vínculo con tus abuelos), era socio de toda la vida. Aficionado catedralicio y presidente del Luis Canal CF, un equipo con su nombre, el nombre de su restaurante, vamos. Gijón es muy importante en mi vida. En realidad, si no fuera por el Sporting, yo no estaría aquí. En mi caso no es una frase hecha. Si no fuera por el fútbol, por el Espanyol, por el Real Madrid y por un balón, yo no sería la persona que soy. Le debo la vida al fútbol.

Por fin es viernes, Galder. Me acuesto, que en un rato me va a tocar salvar al soldado Ryan, construir tres naves espaciales o jugar cincuenta y cuatro partidos del Mundial de Rusia en el parque. Llega el fin de semana. Hasta el lunes no descanso. Está siendo un extraño desahogo todo esto. Gracias otra vez.

✉ 10 de junio de 2018

Dime, Carlos, despiertas a Nicolás con los resultados del día anterior… ¿Nunca tienes la tentación de mentirle? Hacer un Good Bye, Lenin!, digo, construir una ficción paralela a la realidad en la que el Espanyol remontara ese partido que dejó tu hijo al irse a la cama con un 0-2 en contra.