La vida en silencio - Ana García-Ramos del Castillo - E-Book

La vida en silencio E-Book

Ana García-Ramos del Castillo

0,0

Beschreibung

La familia de Paco, un niño natural de Tacoronte, decide ingresarlo en un internado de Madrid en 1919. La deficiencia que padecía, hacía necesario su traslado y la dramática separación de su familia quien termina por reconocer que solo en un colegio especializado en la enseñanza del habla y de la lectura labial, el pequeño, podrá salir de su mutismo e integrarse en una sociedad que, en aquel momento, él considera hostil. Lázaro, impotente al verse incapaz de explicarle a su hijo el motivo de aquel abandono, regresa a Tenerife con el ánimo desgarrado. El tiempo y las visitas que le irá haciendo, recompondrán los jirones hasta el punto de tener el convencimiento de lo trascendental que había sido aquella decisión. Paco, ya casi un hombre, después de estar interno durante diez años, logrando los objetivos que se le habían planteado, retorna a la isla comprobando que es capaz de comunicarse con su entorno y de poder vivir con desenvoltura. Sin embargo, no todo el mundo piensa lo mismo: alguien se encarga de romper el espejismo. Años más tarde, Rosa descubrirá, por azar, algo que desconocía de su tío y que la llenará de alegría.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 169

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



SITIO DE FUEGO/232

LA VIDA EN SILENCIO

Ana García-Ramos del Castillo

Baile del Sol Ediciones | Apdo.Correos, 133 | 38280 Tegueste, Tenerife -lslas Canarias | [email protected]

A Rosamari Álvarez Beyro

mi agradecimiento a José Manuel Guzmán Rodríguez, Cecilia Álvarez González y Liti García-Ramos Medina

I

Una mañana soleada y fresca recibió a Rosa cuando se apeó del taxi que la dejaba en el inicio del camino de La Caridad.

Tras algunos años de ausencia, regresaba al hogar de sus abuelos alertada por una noticia que había leído en la prensa. Al parecer, varias casas deshabitadas de la zona habían sido asaltadas por aquellos días.

Con la esperanza de que el antiguo hogar familiar no fuera una de ellas, inició el camino que, serpenteante, se desplegaba en suave declive.

Al compás de sus pasos su memoria rescataba las imágenes que, del lugar, atesoraba desde la infancia. Impresiones que no se correspondían con lo que ahora contemplaba. Cada evocación se desdibujaba conforme la realidad se hacía patente.

Los recuerdos brotaban nítidos aflorando desde el pasado menos inmediato. Emergían braceando en el mar de los olvidos, llegando a la superficie tan intactos que a Rosa le parecía estar retrocediendo muchas décadas en el tiempo.

Sin embargo, el paisaje que veía era otro, el presente difuminaba los contornos idílicos de sus evocaciones infantiles.

En el primer tramo de la vía, ahora angosta carretera secundaria en donde los coches pasaban veloces, los altos parapetos impedían la visión que, más allá de ellos, ofrecía la campiña tacorontera.

Algún árbol adosado a los muros le recordaba a Rosa los muchos que hubo antaño orillando las cunetas.

El antiguo camino de tierra rojiza, apisonada por el tránsito de carros y caballos, en el que unas pocas casonas solariegas se desperdigaban arropadas por sus huertos y jardines, se había convertido en calle asfaltada en la que convivían el pasado y el presente sin llegar a ser buenos vecinos.

En algunos tramos, la arboleda de acacias se mantenía frondosa dando cobijo al caminante, dejando constancia de que el verdor y la frescura fueron atributos de todo el trayecto. De sus ramas tortuosas se descolgaban, impasibles, racimos de flores blancas, casi etéreas, cuyo aroma se percibía a distancia.

Al pie de los árboles aún permanecían los restos de los muretes de piedra que, siglos atrás, delimitaban los márgenes del largo camino. La hiedra reptaba infatigable abrazando los cantos, logrando, en ocasiones, que la pared se adivinara bajo el manto tupido de sus hojas.

Rosa andaba despacio. Llevaba el remordimiento prendido en sus pasos. Sumergida en la vorágine de su propia vida, más de una vez se había acordado de lo abandonada que estaba la casa. Desde que dejaran de ir los veranos, la sólida construcción había ido languideciendo. Nadie cuidaba ya del coqueto jardincillo de la entrada, otrora rebosante de rosas fragantes. Nadie abría los postigos de las ventanas para que el sol de la mañana templase las estancias. Nadie vivía en la casa. Solo Rosa, de cuando en cuando, desde la distancia, se trasladaba allí mentalmente. Arrastrada por la nostalgia, de su mano revivía las horas felices de su infancia. En especial aquellas que le había regalado su tío Paco.

Según avanzaba, reconocía las viviendas de los que fueron amigos de los abuelos: la de Andrés Castro, quien, en la década de los cincuenta, había formado parte del flujo isleño que tuvo que emigrar a Venezuela. Tras años de abandono, habían vuelto a habitar la casa los descendientes retornados del matrimonio tacorontero. Al pasar por delante, Rosa vio cómo desde una ventana alguien descorría una cortina sin reparar en su presencia.

Contigua a esta, se mantenía airosa la que había sido propiedad de Joaquín Fariña, quien había vivido lo suficiente como para conocer al nieto que ahora la habitaba. A Rosa le pareció entrever su silueta achacosa rastrillando las hojas bajo los frutales de su huerta.

Tras la casa, el camino a sus ojos se volvía ajeno. Un tramo nuevo en el que se asentaban recientes construcciones surgidas al abrigo del auge inmobiliario. Tacoronte, como otros muchos pueblos, también había sucumbido a la epidemia constructiva.

En el siguiente recodo de la senda, vislumbró, por fin, la casa familiar aparentemente intacta. Apretó el paso, ansiosa por comprobar lo que deseaba. Sus anhelos se desvanecieron al aproximarse. Al pie de la zarza que campaba en el pequeño jardincillo de la entrada, la angustia le ahuecó el pecho al contemplar cómo la hoja derecha de la puerta estaba entreabierta.

Sorteando la tupida maleza consiguió llegar hasta el umbral. La cerradura, reventada, descansaba sobre el enlosado hidráulico del pequeño corredor.

Empujó con esfuerzo la hoja hasta plegarla por completo. El blanco de las paredes revivió por efecto de la luz que, a raudales, se filtraba por el hueco abierto. La claridad evidenció que en el suelo yacían esparcidas grupos de fotografías amarilleadas por el tiempo.

Una ráfaga de aire fresco de la calle entró alborotando los retratos. Revolotearon un instante y volvieron a reposar sobre el polvo del suelo.

Mientras los recogía, Rosa luchaba por contener el llanto. Uno a uno los frotaba contra su vestido intentando borrarles el rastro de las pisadas, las huellas del desprecio.

La estela de imágenes se prolongaba hasta entrar en la primera habitación de la izquierda, el único lugar de la casa que permanecía casi intacto desde que Paco faltara. Rosa reunió fuerzas para adentrarse en la penumbra. A tientas, guiada por su memoria, recorrió los pocos pasos que llevaban hasta la ventana. Palpó el cerrojo de los postigos y, tras un leve forcejeo, consiguió que se abriera. La luz constató el destrozo: las paredes desnudas, los muebles volcados, la cama alborotada, el armario de par en par abierto y su contenido desperdigado tapizando el suelo. La memoria de Paco, sus cosas, yacían allí hechas pedazos.

Le pareció de repente estar contemplando los restos de un naufragio. Varados sobre el polvo del pavimento descansaban destrozados sus recuerdos, igual que en las playas encallaban las cuadernas de los viejos barcos afondados por las tormentas.

Desanimada, impotente, maldijo a aquellos que habían osado profanar todo lo que aquella habitación atesoraba. En aquel espacio, hasta entonces, se preservaban inalterables los retazos de la vida de su tío más querido, aquel que se había desvivido por darle la más mágica de las infancias.

Mientras buscaba en su bolso el móvil y efectuaba una llamada, trató de serenarse. En algo más de una hora, el cerrajero con el que había contactado acudiría para instalar una cerradura nueva.

Con entereza se quitó el abrigo, lo colgó de un perchero que pendía de la pared, se arremangó las mangas de la blusa y se dirigió a la ventana. Con poco esfuerzo logró deslizar la hoja y sujetarla con los topes metálicos. Una vaharada de aire fresco inundó el cuarto vivificando la densa atmósfera que se respiraba.

Decidida, Rosa se puso a la tarea de poner orden en aquel caos. Recolocó el colchón sobre la cama y lo cubrió con la colcha de ganchillo que habían dejado ovillada en una silla. Estirado el cobertor, le sirvió para colocar sobre él las cajas vacías que fue recogiendo del suelo. Su contenido, desperdigado por todas partes, lo fue reuniendo según un orden que apenas recordaba.

Agrupó las fotos de los abuelos. Se sorprendió al pensar que hacía más de un siglo que aquella pareja de recién casados sonreía a la cámara delante de un bucólico decorado. Los retratados ya no estaban, pero su felicidad de entonces continuaba pareciendo eterna. Rosa elevó la estampa dirigiéndola hacia la luz que entraba por la ventana. Los detalles de la imagen aún se mantenían nítidos. Al bajar la mirada, se vio reflejada en la luna del espejo del armario. Le pareció extraña la imagen que el cristal le devolvía de sí misma. Las ensoñaciones del pasado se desvanecían por obra de la realidad palpable que el azogue le mostraba.

Con delicadeza deslizó las yemas de sus dedos siguiendo el contorno de los rostros. El abuelo, en aquellos años, lucía un bigote con las puntas vueltas hacia arriba, engominado tal y como dictaba la moda. A la abuela, el corsé le afinaba el talle y la mantilla de encaje le cubría las ondas de su pelo rubio.

Las fotos nupciales las fue depositando en el fondo de una caja que en otros tiempos había sido de jabones perfumados. En orden, fue recogiendo de la colcha las que representaban al abuelo con cada uno de sus hijos. Rosa sabía que con cada nuevo alumbramiento Lázaro tenía el gusto de ir en el tranvía hasta el número treinta y cuatro de la calle San Francisco en Santa Cruz para que el propietario de La Fotografía Alemana lo retratara con el recién nacido en los brazos. Los bebés cambiaban, pero la expresión de orgullo del padre era la misma.

Rosa recogió la de Lola. La primera y única hija. El abuelo, muy joven, miraba a la cámara fijamente, mientras sujetaba en sus brazos el envoltorio de mantitas del que asomaba, redonda y pequeña, la cabeza de la niña.

Las restantes las fue agrupando deteniéndose en cada una de ellas, reconociendo, perfectamente, a qué tío correspondía cada retrato. Cuando sostuvo la de su padre, volvió a acercarla hacia la luz y a pasar suavemente los dedos sobre el rostro diminuto del bebé durmiente.

Rosa concluyó la serie guardando la su tío Paco. El último en nacer. En septiembre de 1912, Lázaro se había hecho con él aquel retrato, después del cual ya no volvería al estudio a continuar con un ritual que se había repetido cinco veces.

En la imagen, el abuelo mantenía su mirada intensa y su peculiar bigote, pero el paso del tiempo le dibujaba en el rostro sus primeras arrugas.

Con Paco en sus brazos, la abuela, a la izquierda, y sus restantes hijos en torno suyo, Lázaro aparecía en una fotografía de las que Rosa encontró bajo la cama. La instantánea había sido sacada ante la trilladora de Guamasa, el ingenio mecánico al cargo del que tantos años estuvo.

II

En el piso bajo de su casa de San Agustín, Luisa abría la trampilla de su cocina de leña, introducía unos palos y avivaba el fuego. Faltaban cinco minutos para que, desde el campanil de la torre del Instituto General y Técnico, el reloj marcara las dos de la tarde. En poco tiempo, se abrirían los portalones del centro y saldrían en tropel un pelotón de chicos ansiosos por llegar pronto a sus casas. Los menos afortunados, aún tendrían que esperar a que el tranvía los dejara en sus hogares. Muchos lo cogerían para llegar hasta Santa Cruz. A unos pocos los dejaba en Tacoronte. Desde que comenzara su andadura unos años antes, había propiciado que muchos jóvenes se pudieran desplazar a diario hasta La Laguna para cursar el bachillerato en el más antiguo Instituto de Canarias. Su condición de único la había perdido aquel año de 1916, cuando, en Las Palmas, auspiciado por su propio Cabildo Insular, se había inaugurado el Instituto General y Técnico de la ciudad Gran Canaria.

Entre el grupo de estudiantes que terminaba las clases a esa hora, se encontraba el hijo mayor de Luisa. Pedro no tenía más que cruzar la calle para llegar a su casa. El deseo de Lázaro de que todos sus hijos estudiasen, lo había llevado a comprar aquella vivienda que tan bien ubicada estaba para sus propósitos.

Desde hacía varios años, la familia se había trasladado a vivir desde La Caridad en Tacoronte hasta La Laguna, ya que Aguere, además del Instituto, contaba con más centros escolares.

Los hermanos menores de Pedro, Nicolás y Álvaro, acudían a diario al colegio que los Hermanos de La Salle habían inaugurado, ese año, en la calle de La Carrera. Su hermana mayor, Lola, lo hacía al que las Hermanas Dominicas tenían en la calle Consistorio. A todos los recogía en sus portales Amparo, la muchacha esperancera que trabajaba interna con la familia. A todos los esperaba en casa, con una sonrisa, el pequeño Paco.

A la hora en que los niños estaban a punto de llegar a la casa, Paco jugaba solo en el segundo piso de la vivienda. De cuando en cuando asomaba sus vivaces ojillos por los cristales inferiores del ventanal del cuarto. El vaho de su aliento empañaba el vidrio y con su dedito dibujaba formas que el calor del mediodía desvanecía al instante.

El paisaje de la calle terminaba hacia la izquierda en los jardincillos de la plaza de La Junta Suprema, de los que emergía vigorosa una araucaria. Hacia la derecha, la vía se perdía con la silueta recortada de la montaña de San Roque al fondo.

En la cocina, Luisa apartaba el caldero del fuego, lo depositaba en el fregadero de lebrillo, lo cubría con su tapa, y se dirigía escaleras arriba en busca de su hijo menor.

Al llegar al dormitorio, sus pasos hicieron crujir y vibrar las maderas del piso. Al sentirlo, Paco se volvió hacia su madre. Ella, con gestos, le indicó que el almuerzo estaba listo. Ninguna palabra salió de su boca. Era inútil hacerlo, porque Paco era sordo.

Nada hizo sospechar a Lázaro, cuando a las pocas semanas de ser padre de nuevo, llevó al niño hasta Santa Cruz en el tranvía para cumplir con un ritual que se repetía. En un estudio fotográfico de la calle de San Francisco, se hacía retratar con cada nuevo vástago en sus brazos.

Durante el trayecto, el padre no se percató de que Paco no se estremecía con los chirridos de los frenos del vagón, ni con la algarabía que se formaba cada vez que del vehículo se apeaban o subían pasajeros. Para el bebé pasó desapercibido el alboroto de las gangocheras que se saludaban con ostensibles aspavientos, la cháchara que los viajeros mantenían de un extremo a otro de la cabina. Tal fue su aislamiento, que pasó gran parte de la ida y de la vuelta, durmiendo tranquilamente, pues el traqueteo lo acunaba.

Poco tiempo después, la familia comenzó a observar que, si bien el bebé desde su cuna miraba su entorno con sus vivarachos ojos verdes, reconocía los rostros, sonreía, gorjeaba y lloraba cuando estaba hambriento o cuando algo le incomodaba, en cambio, permanecía impasible ante los estímulos sonoros. Ningún ruido fuerte lo asustaba. No giraba su cabecita blanca y pelona hacia la fuente de cualquier sonido.

A los seis meses cesó el balbuceo, consecuencia del no poder oírse. Transcurrido un año, el esfuerzo de todos en que repitiera las primeras sílabas que articulan los niños había resultado estéril.

Ante la evidencia, el matrimonio optó por resignarse. Decidieron afrontar la desgracia procurando que el niño, en la medida de lo posible, se desarrollara aprendiendo lo que sus capacidades le permitieran.

Pese a que la Ley Moyano de 1857 obligaba al Estado a educar a los discapacitados físicos en centros especializados y a que el gobierno pretendía que existiese una escuela especial en cada distrito universitario, o, en su defecto, que fuesen las escuelas públicas las que se hiciesen cargo de su educación, lo cierto era que esta especial atención era imposible en Canarias, pues el sistema de enseñanza ya era en sí deficitario para los niños sin discapacidades. Ante este panorama, la opción de que el niño acudiese a un centro escolar era impensable.

Por ello, al cumplir los cuatro años, los padres habían decidido pagarle a una maestra para que, tres veces por semana, acudiera a la casa para enseñarle las primeras letras al pequeño.

La joven se esforzaba en que Paco aprendiera a escribir el abecedario sin poder contar con el apoyo correspondiente que el sonido de cada una de las letras conllevaba. El niño, con cierta destreza, fue capaz de rellenar algunos cuadernillos en los que los caracteres se repetían. Supo asociar algunas sucesiones de signos con las cosas a las que se referían. El aprendizaje se completaba con las imágenes que la profesora se ocupaba de dibujar en unas tarjetas. Cada nueva palabra se acompañaba de la figura correspondiente.

Paco era despierto, aprendía con rapidez. Sin embargo, lo que mayor esfuerzo le suponía a la maestra era el mantener su atención. Siendo el menor de cinco hermanos, el niño estaba acostumbrado a todo tipo de atenciones y estímulos. Cuando todos volvían de sus clases iban en su busca para ofrecerle cariño y juegos. Entre achuchones por parte de uno y de otro, cada cual quería acapararlo para ganarse su afecto. Paco respondía encantado, pues con disputarse su atención, conseguían entre todos que se sintiera el rey de la casa.

Su hermana Lola era su preferida, pues sabía proporcionarle un sinfín de actividades que despertaban su interés. En su cuarto atesoraba algo que a Paco le fascinaba.

En el interior de una hornacina horadada en una de las paredes, reposaba una muñeca de fina porcelana. El delicado juguete lo había comprado Lázaro unos años antes en Sevilla durante un viaje que, él y otros vecinos de Tacoronte, habían realizado para visitar una importante exhibición ganadera que tenía lugar en abril, y que coincidía con los días que duraba la feria hispalense. A la misma, acudían las más acreditadas ganaderías del país con el propósito de vender sus mejores ejemplares. Después de que los canarios completaran sus transacciones, algunos de ellos dedicaron tiempo a comprar recuerdos para sus familias.

En una céntrica juguetería, Lázaro se hizo con un juguete para cada uno de sus hijos. Cochecitos y trenes de hojalata pintada con vivos colores componían el lote destinado a los niños. Para Lola eligió una muñeca articulada tan bonita que no pudo resistir la tentación de comprarla.

Desde entonces, la dulzura del rostro de la pepona presidía el cuarto. De cuando en cuando, la niña la sacaba del pedestal para que Paco la mirase. Con delicadeza ahuecaba su falda de organdí, le recolocaba sus rizos negros, la acostaba sobre la cama, y juntos observaban cómo cerraba sus ojos de vidrio. Ambos se reían porque parecía que la muñeca estaba durmiendo.

El juego siempre era el mismo. Cuando el niño menos se lo esperaba, Lola ponía de pie la muñeca. Los ojos almendrados se abrían de repente, tan rápido que parecía que su carita era de susto. El mismo susto que, una y otra vez, se llevaba Paco al verse sorprendido.

El sobresalto venía seguido de risas por parte de ambos. El juego no requería palabras. Lola no necesitaba que su hermano le dijera que quería seguir jugando a despertar a la muñeca. Cuando, después de repetirlo un sin fin de veces, él ya no se reía, sabía que era el momento de colocarla de nuevo en la hornacina.

Los días en que no venía la maestra, Paco se aburría. Miraba con anhelo el reloj del Instituto. Sabía la posición que debían de adoptar las agujas, para que anunciasen que la llegada de sus hermanos estaba cerca.

Al tiempo que su madre le hacía gestos para que bajara a comer, Paco notó la vibración de un portazo en la puerta de la entrada. Sabía que era Pedro el primero en llegar. Percibió el golpe que hacían sus libros, cuando, al entrar, los dejaba caer sobre el suelo de madera.

Se apresuró en bajar las escaleras adelantando a su madre, quien se entretuvo en recoger algunos juguetes que el niño había esparcido por el cuarto. En cuanto vio a su hermano, fue a su encuentro para saludarlo como correspondía, un pequeño empujón y una sonrisa a cambio de un reburujón de pelos por parte del otro.

El resto de la prole llegó al poco tiempo escoltada por Amparo, quien se dio prisa en colocarse el delantal para ayudar a Luisa a poner la mesa. De la alhacena de la cocina fue sacando con diligencia, platos y cubiertos para siete comensales.

Almorzaban todos, excepto el padre. Lázaro lo hacía en compañía de un ingeniero inglés en su casa de La Caridad en Tacoronte.

Desde que cinco años antes le tocara en suerte, que la primera trilladora del pueblo se instalara en uno de sus terrenos, debía de ser él quien agasajara y facilitara el alojamiento al técnico que, desde Inglaterra, se desplazaba periódicamente para hacerle el mantenimiento a la moderna máquina.

En 1911 llegaba a Guamasa desde la industriosa Lincoln, la máquina a vapor Ruston que vendría a revolucionar la producción de cereales de la zona. La iniciativa la tuvieron algunos propietarios, entre los que se encontraba Lázaro, quienes se unieron con el fin de comprarla. La mecanización de las labores de recolección supuso para los audaces inversores un aumento de sus beneficios, pues el artilugio facilitaba, en gran medida, casi todas las tareas derivadas de la actividad.