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Carmina tiene ochenta y siete años, siempre ha sido soltera y muy independiente. A pesar de su edad sigue viviendo sola, aunque su frágil memoria cada vez se lo pone más difícil. Adora a sus sobrinas, pero no quiere ni oír hablar ni de vivir con ellas, ni de ir a ninguna residencia ni nada que no sea seguir fumando más de la cuenta, tomando sus copitas de Pedro Ximénez mientras habla con su pez besucón y haciendo su santa voluntad. Consciente del tiempo que le queda, quiere dejar todos sus asuntos, los materiales y los otros, bien ordenados y dejar contada, al fin, la historia de su primer y gran amor que la empujó a cruzar España, embarcarse en la recuperación de un valiosísimo cuadro expoliado en la Segunda Guerra Mundial y entablar relación con el nazi Léon Degrelle. Una historia que sus queridas sobrinas jamás se hubieran imaginado y que les revelará la verdadera vida privada de Carmina Massot. «He disfrutado de principio a fin con esta novela. Me ha sorprendido, emocionado y divertido. Su valentía al hablar de la vejez, la dependencia y la libertad es única». CARE SANTOS «En La vida privada de Carmina Massot, Gemma Lienas, a través de una trama inquietante que anuda presente y pasado, personajes reales y ficticios, sensacional aventura libresca y pequeñas cosas de la vida cotidiana, nos relata un episodio de la lucha del cuerpo de las mujeres por conquistar su libertad y autonomía. Después de leer esta novela, sentimos mucha más curiosidad y admiración por esas viejas e inofensivas tías solteras, que guardan secretos impensables en los cajones. Ya nunca podremos mirar a nuestras ancianitas con los mismos ojos... Gracias, Gemma Lienas». MARTA SANZ «Ágil y entretenida como todas las suyas, esta nueva novela de Gemma Lienas nos habla de balances vitales, historias familiares, enigmas del pasado... y de cómo una mujer afronta la vejez con gallardía». LAURA FREIXAS
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Seitenzahl: 380
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La vida privada de Carmina Massot
© Gemma Lienas, 2022
Derechos de edición negociados mediante Asterisc Agents
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia
Imágenes de cubierta: Alamy
ISBN: 978-84-9139-757-1
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Aclaraciones
Agradecimientos
A Enric
¡Ay!, piensa cuando lleva un buen rato andando, no sé si he cerrado la puerta. El susto la detiene de golpe. Durante unos instantes, plantada en la acera, intenta recordar si se la ha dejado abierta o no. Trata de verse metiendo la llave en la cerradura y haciéndola girar. Pero es inútil; hay un espacio en blanco —o en negro, según lo mire— desde que se ha puesto el abrigo hasta que ha llegado a la calle. Una bicicleta despiadada le pasa muy cerca, casi volando, y le arranca otro ay. El bolso pequeño y rígido que sostiene por el asa se balancea por efectos del remolino de aire. Carmina trata de estabilizar el bolso para no perder ella el equilibrio y, cuando se ha recuperado del susto, le espeta una imprecación al ciclista, que este ya no puede oír porque está demasiado lejos. ¿Y qué? Si me hubiera oído, piensa, tampoco habría servido para inculcarle civismo, más bien me habría ganado un «calla, vieja tonta».
Estoy de acuerdo con que soy vieja, se dice, mientras se sienta en un banco de madera, y brazos y patas metálicas, gentileza del Ayuntamiento; pero no, nunca he tenido ni un pelo de tonta. El banco, demasiado duro para su gusto, es un bonito detalle para quien ya no puede andar mucho rato sin que le duelan las piernas. Es de fumar. Ya lo sabe. Se llama claudicación intermitente. Sin embargo, tener las arterias atascadas como una chimenea llena de hollín no le impide sentirse la mujer más afortunada del mundo cuando sale a dar una vuelta. Se mueve con lentitud, sí. Se para a descansar de vez en cuando, sí. A veces, incluso resopla un poco. Pero ¿y qué? El caso es que puede hacerlo. Puede pasearse por su ciudad amable, a pesar de que lo sea bastante menos desde que tantos patinetes y bicicletas expulsan a la gente mayor que, amedrantada, se guarece caminando muy cerca de los edificios. De este modo, solo te pueden pasar a toda mecha por un lado y te sientes más protegida. Sea como sea, Barcelona continúa teniendo los cielos más azules y bonitos de todo el universo… Bueno, quizás exagera un poco, pero ¿dónde más en el mundo podrías pasear bajo un cielo del color de los zafiros? En ninguna parte. En Londres, donde pasó algunas temporadas cuando era joven, seguro que no. Allí los cielos son malhumorados y rencorosos. Quién no viviría resentida lejos del Mediterráneo…
Abre el cierre del bolso, que se queja con un breve chasquido. Saca un paquete de cigarrillos. Tira de uno, lo descabeza —nunca ha podido acostumbrarse al filtro— y lo enciende. Cierra los ojos y da la primera calada. No importa que haya fumado miles de cigarrillos —cientos de miles seguramente— a lo largo de su vida, la nicotina y el resto de las porquerías que llevan incorporadas le continúan provocando placer, piensa mientras saca el humo por la nariz, como si fuera un toro a punto para el combate. Sonríe. Sentarse en la calle, tener sobre ella ese cielo zafírico, sentir la caricia del sol en las piernas y en las mejillas…, solo por eso ya merece la pena vivir. Y es que, además, tiene muchas, muchísimas más razones. Siempre las ha tenido.
Espera que las noticias del especialista no sean muy malas. Un poco intuye que lo serán. Hace demasiado tiempo que se encuentra mal. Primero fue el dolor de espalda. Un achaque que era nuevo para ella. El doctor Rovira, su médico de toda la vida, el médico del puerto, le dijo que aquello era de los huesos. Porque eres muy jovencita, se rio. Y también el traumatólogo le había dicho que era un problema óseo. Así que tocaba aguantarse. Después, más tarde, se había sumado un dolor sordo y constante en la boca del estómago. En el epigastrio, le señaló el doctor Rovira, y le dijo que tenía que ir a hacerse pruebas y la mandó a un internista. El doctor… como se llame. Ni se acuerda del nombre, pero sabe que hoy tiene una cita con él para que le dé los resultados. El internista le pareció tan ácido en comparación con el doctor Rovira… Hablar con él fue como lamer una barandilla de hierro. Pero eso no quita que hoy tenga que volver a verlo. Quizás le recetará algún medicamento para el dolor en… el epigastrio. ¡Ah! Y también le tiene que pedir algo para el insomnio, porque hace tiempo que no consigue dormir ni una noche de un tirón. Y vitaminas para el cansancio. Y, con eso, estará todo arreglado.
Con la punta del zapato apaga la colilla del cigarrillo y la recoge. Quizás puede parecer quisquillosa, pero en su casa no las va tirando por el pasillo ni debajo de los muebles; así que en la calle tampoco lo hace. Ah, ahora se acuerda del nombre del internista: Martínez. Se levanta con lentitud para desentumecerse sin que nadie lo note. La dignidad lo primero. Ella se considera una vieja digna, que anda algo más erguida que otras. Y esa cualidad, su andar bastante ágil para sus ochenta y siete años, es otra de las razones —de las muchas razones— para sentirse feliz.
Tira la colilla a una papelera y continúa hacia el hospital Clínico, mientras vuelve a pensar en la puerta de casa. ¿La ha cerrado o no? No, seguro que no. La ha dejado tan solo entornada. ¡Qué desastre! Solo le falta eso. Ya tiene suficientes problemas: desde hace un tiempo, alguien le entra en casa. Lo sabe porque, de vez en cuando, desaparece algún billete de los sobres que esconde en el armario de la ropa blanca. Y hoy, vete a saber si se encontrará a alguien dentro del piso… Como si le cosieran a máquina una costura, un escalofrío le recorre la espalda. Ahora mismo, se daría la vuelta y volvería sobre sus pasos, pero no lo hace porque tiene hora en el Clínico y conseguir otra cita no será fácil. Además, el dolor epigástrico es un hierro al rojo vivo en el pecho.
Ahora todo es tan moderno. Pasa la tarjeta sanitaria por una máquina que, según parece, la identifica y le escupe un papel con el número que le corresponde: el treinta y siete. Como en el mercado o en Correos. Y se va a la sala de espera a esperar, claro. Busca una silla que quede cerca de la puerta de su médico. Sabe que no podrá entrar hasta que su número aparezca en la pantalla y oiga que el doctor pronuncia su nombre. Pero ella prefiere estar localizable. Que cuando el internista abra la puerta para reclamar al siguiente paciente vea que ella ya está allí.
Al cabo de un rato, el médico sale a llamar al treinta y cuatro, pero la ve y le dedica un gesto. Carmina piensa que no solo la ha reconocido, sino que debe de haberla asociado a un diagnóstico. A uno que no parece bueno.
El doctor lleva gafas para leer de montura metálica de color verde, subidas a la frente. Desde la puerta, se le ve una frente que se prologa porque tiene unas entradas muy pronunciadas. El hombre se arregla el mostacho, generoso, mientras busca al paciente treinta y cuatro. La ha mirado con unos ojos que, de tan claros, parecen transparentes. Y ha hecho un gesto con los labios, que el bigote frondoso ha acompañado como en un paso de ballet, y le ha parecido que decía: lo siento; no tengo buenas noticias para usted.
Bueno. Estoy preparada, piensa mientras se tensa en la silla. Que le diga lo que le tenga que decir: que tienen que operarla a vida o muerte, que se morirá dentro de un año, que… Inspira con fuerza, como si necesitara que la bocanada de aire le llegara hasta la planta de los pies. La mujer sentada a su lado le echa una ojeada rápida.
Quizás no, se dice, expulsando el aire muy despacio por la nariz. Quizás no está preparada para una noticia tan mala. Pero, a ver, ¿quién ha dicho que tenga que ser de las malas? ¡Son ganas de pasar un mal rato porque sí! Quizás ha malinterpretado el gesto del doctor Martínez. Quizás solo tenía dolor de muelas o quizás ni eso: simplemente, ella se ha imaginado la mueca.
En cualquier caso, es evidente que no puede dejar pasar más tiempo sin hacer lo que el doctor Rovira le insiste que haga desde hace uno o dos años. Tiene que redactar el testamento vital. No hace falta que sea ese documento notarial que le enseñaron una vez las niñas… ¡Las niñas! Ya tienen más de sesenta años. La mayor, sesenta y ocho; la pequeña, sesenta y tres. Pero no puede imaginarlas de otro modo: son sus niñas. Quiere a sus sobrinas como a las hijas que nunca quiso tener. Ha tenido más que suficiente con las hijas de su hermana.
Y se acuerda del día en que le trajeron el documento del testamento vital, porque ella les había dicho que quería dejar atado cómo quería morir. O, para ser más clara, de qué manera no quería morir. Pero no hizo nada. Le pareció muy antipático, impersonal. Si lo hubiera rellenado habría tenido la sensación de que estaba haciendo la declaración de la renta. Suerte que el doctor Rovira le dijo que no hacía falta que usara ese modelo, que podía hacerlo de otro modo: redactando una carta en los términos que quisiera. Que, incluso, podía escribir notas tan personales como un testimonio de su amor hacia la familia o las amistades o una confidencia de algún hecho esencial para ayudar a entender su vida o alguna sugerencia para hacer más llevadero el duelo…
Lamenta no haberlo hecho todavía. Sobre todo, porque tiene claro que no quiere morirse en un hospital. Quiere hacerlo en su cama, mirando por la ventana el perfil de las casas que hay delante, las que cierran el patio de la manzana del Ensanche a la que da su dormitorio, lo que ve desde hace tantos años cuando se despierta. La tranquiliza mirar esos bloques de pisos de alturas desiguales, como grandes muelas, coronados por tejados o azoteas, con algunas chimeneas. Es más que un paisaje; es un amigo de toda la vida, es reconfortante.
También tiene claro que no quiere que la mantengan con vida o que la resuciten con artefactos impensables cincuenta años atrás o con medicamentos insólitos, si ya saben que no hay remedio, que el final está a la vuelta de la esquina. Y no querría quimioterapia si no tiene que servir para nada. De ninguna de las maneras quiere gastar recursos públicos y malgastar su esperanza cuando todo el mundo sabe que ya no la hay.
Y, si pierde la cabeza… Esa posibilidad la paraliza solo con pensarlo. Es una burla cruel de la vida que al final ella deje de ser ella sin estar muerta. Si empieza a parecer un vegetal, no hace falta que la alimenten con sondas, que la vayan hidratando hasta el final y ya está.
Y quiere tratamientos paliativos, sí, cuando ya no haya más remedio, pero no para vivir con la muerte sino para poder vivir con la vida en los últimos tiempos. No quiere que la idioticen con dosis altas de morfina. Querría no sentir dolor, pero poder mantener la conciencia para ir hablando con sus niñas o con Sebastián… Sebastián, el único amigo que le queda vivo.
Solo hay una situación que no es capaz de prever cómo puede resolverse —o al menos no de un modo satisfactorio—: si pierde la movilidad o la vista o no consigue prepararse ella misma la comida o es incapaz de hacer sus necesidades en el baño… En definitiva, por aquello por lo que no quiere pasar de ninguna de las maneras es por la pérdida de su independencia.
—El treinta y siete —dice el doctor, que ha abierto la puerta sin que Carmina se diera cuenta.
Se levanta de la silla de plástico con toda la ligereza de la que es capaz, mientras nota que la mujer de al lado la mira, ahora sin disimular, de manera sostenida.
—Carmina Massot… Siéntese, por favor.
Carmina se quita el abrigo y lo deja con el bolso en una silla. Y se sienta en la que está al lado.
—¿Cómo se encuentra?
—Bastante bien, si no fuera por el dolor en la boca del estómago y en la espalda, lo que ya le comenté. ¿Ya tiene los resultados?
—Sí. Ahora se los iba a dar.
—No son buenos, ¿verdad?
—No mucho, no.
—¿Qué me pasa?
El tiempo queda suspendido durante unos instantes.
—Doctor, soy una mujer fuerte. Me lo puede decir sin tapujos.
El hombre de mirada clara la observa con los ojos entrecerrados y sonríe. Es la primera vez que lo hace.
—Pues vamos a ello. Le hemos encontrado un tumor en el páncreas.
—O sea, un cáncer.
—Exactamente, un cáncer de páncreas.
La palabra «cáncer» es un puñetazo directo en el pecho. Durante unos instantes, le falta el aire. Y mueve la cabeza hacia delante y atrás como si fuera un autómata; como los gatos de los bazares chinos que suben y bajan la patita. Y entonces, se ve desde fuera de su cuerpo y oye que la mujer sentada en la silla continúa la conversación como si nada.
—Hábleme de mi cáncer, doctor —pregunta—. ¿Está muy avanzado? ¿Hay algo que se pueda hacer?
Carmina mira desde el techo a esa mujer que no pierde el aplomo.
—Es un tumor muy avanzado, sí. Suele ocurrir con los tumores de páncreas, cuando avisan, ya se han extendido.
Desde el techo, Carmina piensa que es una suerte que no sea ella quien tenga ese tipo de cáncer, porque no lo llevaría con el mismo estoicismo. La oye decir:
—¿Qué tasas de supervivencia hay?
El hombre se peina el mostacho con tres dedos y se aclara la garganta.
—¿De verdad lo quiere saber? —Y mira a la mujer, que asiente con contundencia—. Pues no muy altas. Los que son como el suyo tienen un tres por ciento de supervivencia a los cinco años.
—Eso es poquísimo, ¿verdad? —La mujer imperturbable no espera, sino que habla sobre la respuesta afirmativa del médico—: ¿Es posible operarlo?
—No. Desgraciadamente su cáncer no se puede operar, porque, cuando ya se ha extendido a otros lugares u órganos, la intervención o la cirugía no solucionan el problema, y en estos casos sería hacerla pasar por una operación para no lograr nada o casi, no sé si me explico… ¿Entiende lo que le quiero decir?
La mujer dice que sí.
—Siento mucho no poderle dar buenas noticias. Por cierto, ese dolor de espalda del que se ha quejado tanto tiempo ya era un síntoma.
—¿Qué me dice? Pero quienes me visitaron dijeron que no tenía importancia.
—Pues la tenía. Era el primer aviso del cáncer de páncreas —el hombre se interrumpe unos instantes. Luego añade—: Y ahora la cirugía ya no es una opción.
La mujer baja la cabeza y, cuando la vuelve a levantar, tiene la mirada limpia y determinada.
—Entonces, ¿qué? —pregunta. Ve una duda en el fondo de los ojos tan claros del médico—. Adelante, doctor, nunca me ha dado miedo afrontar los problemas de cara.
—Bueno —dice el hombre—. Cuando hay metástasis, el tratamiento solo puede ser paliativo.
—¿A qué tipo de tratamiento se refiere?
—A la quimioterapia. La quimioterapia es…
La mujer levanta la mano para pararlo.
—Sí, sí. Más o menos sé de qué se trata. Pero, dígame, doctor, ¿la esperanza de vida mejora mucho con este tratamiento?
—Con la quimioterapia puede vivir unos meses más y atenuar algún síntoma, pero también puede tener efectos secundarios.
Se miran sin decir nada durante unos instantes que concentran una cantidad ingente de ideas. Carmina observa la escena con curiosidad, quiere saber qué dirá ahora la mujer de la silla.
—Verá, doctor, yo no quiero pasar los últimos tiempos rodeada de tubos, con una vía en el brazo, en una cama extraña, en un estado de semiinconsciencia… No sé si me explico…
El médico esboza otra sonrisa breve y se acaricia el abultado bigote.
—Además, la quimioterapia hará que se me caiga el pelo y no me quiero quedar calva.
Presumida hasta el final, piensa Carmina desde el techo.
—La comprendo —responde él.
—¿Y qué otros efectos tiene la quimioterapia?
—Náuseas, diarreas…
—¡Uy! No, de ninguna manera. No quiero pasar por eso.
—Entonces, podemos darle medicamentos y pautas para controlar los síntomas del cáncer todo lo bien que podamos y para que tenga la mejor calidad de vida el tiempo que le quede.
—¿Y cuánto tiempo es eso?
—Es imposible de decir. Seis meses sin tratamiento; con quimio seguramente más.
Carmina, arriba, en el techo, siente un escalofrío. Pobre mujer, piensa.
—Esto no es como las matemáticas. No es dos y dos suman cuatro. Depende de cada organismo. Ya iremos viendo, según cómo evolucione, qué necesita. Como primera medida, podemos controlar el dolor —el médico escribe con el teclado del ordenador—. Ahora le hago la receta.
—¿Y el insomnio? ¿Me puede dar algo para dormir? No duermo muy bien, últimamente.
Y lo que vendrá, piensa Carmina. No le parece que, después de este diagnóstico, la situación vaya a mejorar.
—También se lo apunto.
El médico imprime la receta y se la da mientras le va explicando cómo y cuándo tiene que tomar cada medicamento.
—De todos modos, esto solo es hasta que la visite el equipo de cuidados paliativos del hospital. La llamarán para darle hora…
La mujer lo interrumpe:
—Y a partir de ahora, ¿no me podría poner en manos del doctor Rovira?
El otro pone cara de no saber de quién le habla.
—Mi médico de cabecera de toda la vida. El que me mandó al hospital. Quiero decir que, de momento, ¿no podría ocuparse de mí mi médico en vez de este equipo que usted dice?
Le confirma que sí, que lo pueden solucionar y le hace otro escrito, que la impresora vomita y él mete en un sobre.
—Déselo al doctor Rovira.
Carmina no deja que la mujer salga sola y vuelve con ella.
Todavía no sabe cómo, se encuentra en la calle Conde Borrell delante de casa. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, se pregunta. Tiene la cabeza embotada, llena de una niebla espesa que se le enreda con los pensamientos. De vez en cuando, le salta algún chispazo: cáncer, paliativos, muerte… Tan confuso… De repente se acuerda: la puerta. Se ha dejado la puerta abierta. Pasa por delante de la portería y saluda a Candela, pero no se entretiene en hablar de naderías como hace siempre. Se mete en el ascensor con el corazón latiéndole al ritmo de una batucada.
Llega al piso… Y la puerta no está abierta. La ha cerrado bajo siete llaves. Al instante, se nota empapada de arriba abajo de un bienestar que le deja las piernas de algodón. La niebla de la cabeza se disipa y puede pensar con claridad. Ha sufrido en vano. Qué manera tan tonta de perder la serenidad.
Tengo que sentarme, se dice; si no, caeré redonda en el recibidor. Y entra en la sala, deja el abrigo tirado de cualquier manera en el sofá, se sirve una copita de Pedro Ximénez y se arrellana en su butaca, junto al acuario.
—Moby… —dice, acercándose al cristal para observar más de cerca a su pez gurami: el pez que lanza besos.
Moby saca los labios afuera y ella se considera besada.
—¡Salud! —dice—, porque la voy a necesitar: hoy me han dicho que no me queda mucho tiempo de vida. Y, ¿sabes qué?, no acabo de creérmelo.
Morir, se dice Carmina, en los últimos años en Occidente parecía más una posibilidad que una realidad. Ahora tendrá que admitir que no es una opción. Que aquello que parecía que solo les pasaba a los demás también le ha tocado a ella. La copita de vino de postre, dulce y espeso, ha acabado de aclarar la bruma que todavía enturbiaba su mente.
Decide mirar a la muerte de cara, pero tiene que apartar los ojos. Duele demasiado.
Durante un rato, elimina cualquier idea, cualquier palabra, cualquier imagen de su mente. La deja sin contenido; al menos sin contenido consciente. Se concentra solo en las piruetas naturales y fluidas de Moby. Es un pez elegante, además de besucón.
Pero no tarda mucho en sentirse traspasada por un rayo: su vida se acaba, lo quiera o no.
—Moby, me muero. Me muero y hay algo que tenía que hacer y no he hecho.
Piensa en el testamento vital y no tanto en dejar claras las órdenes —¡órdenes, sí!— de cómo quiere acabar, sino también para que sus niñas, sus sobrinas, sepan que la suya ha sido una vida plena. Es consciente de que ellas saben que se lo ha pasado bien con la familia, con el trabajo, con las amistades, con los viajes a Londres y a tantos otros lugares, con los hobbies, pero no saben nada de su vida amorosa. Y a pesar de que no piensa enumerar punto por punto todos sus amores, que han sido al menos cinco, sí que les quiere contar el primero. El que vivió en 1956, cuando acababa de cumplir veinticuatro años. No quiere que se queden con la idea que se han hecho de su vida amorosa o sexual, o las dos. Y lo sabe porque alguna vez las ha sorprendido con un gesto, una mueca, un comentario, más transparentes de lo que creen. Pobre tía, que tuvo que ir al ginecólogo porque tenía pérdidas y resultó que no era ningún trastorno menstrual, sino que se había olvidado un tampón en la vagina. Aquel fue el día en que más cerca estuvo de que la desvirgaran. Pobre tía, se morirá sin saber nada de las maravillas del sexo.
Fue fulgurante. Como si acabara de nacer en el momento en que vio por primera vez a Moby Dick. En ese instante, salió de la ceguera en la que vivía para entrar en una zona luminosa. Y un deseo imparable, como una ola que lo arrasa todo a su paso, se instaló en su cuerpo: no solo en el sexo, sino también en cada milímetro de piel, y en los labios, y en los pezones, y en los dedos, y, sobre todo, en la mente. Sin embargo, tardó al menos cuatro días en relacionar aquel estado de excitación frenética con el deseo sexual. Durante aquel periodo estuvo desconcertada, quizás porque nunca había experimentado nada semejante y le costaba identificarlo y ponerle un nombre.
No obstante, la noche en la que, al salir del baño, se encontró sin preverlo con su brazo alrededor de la cintura, ya no tuvo ninguna duda: necesitaba un contacto físico muy estrecho con Moby Dick. Quería tocarle la piel, quería quedarse a vivir en su cuerpo.
Moby Dick le atravesó las pupilas con las suyas, como si quisiera leerle los pensamientos que le hervían en la cabeza. Pero allí no había pensamientos; todo el espacio lo ocupaban sus emociones. Notó unos dedos que le retiraban el cabello de la frente y que, después, corrían hacia el cuello para acariciarle la nuca.
«Allons-y», dijo Moby Dick, con aquella voz ronca y segura. Y anduvieron como si fueran una sola persona hasta la habitación de Carmina. Se quedaron delante de la cama mirándose y tocándose despacio para aprenderse de memoria la forma de las caras y de los cuerpos.
Moby Dick le desabrochó la camisa botón a botón, mientras ella tenía una urgencia tan imperiosa que habría querido decirle que no importaban los botones. Que los hiciera saltar y acabaran de una vez. Pero Moby Dick tenía todo el tiempo del mundo y se concentraba en cada movimiento con una liturgia precisa. Le desnudó los hombros y se los besó con besos cortos y excitantes. Le bajó la falda y la hizo caer hasta los pies para lamerle el vientre y la cintura, mientras con dedos diestros le quitaba el sujetador. Pronto las manos de Moby Dick cubrieron sus pechos, como queriendo apreciar su medida y forma. Carmina notó que las manos se abrían y resbalaban por el lateral de sus pechos hasta que las puntas de los dedos se detuvieron en sus pezones y los frotaron con delicadeza. Entonces, se dio cuenta de que sus pezones tenían una conexión directa con su sexo. Y, sin poder ni quererlo evitar, liberó un gemido vibrante.
«Ven», le dijo sin dejar de acariciarle uno de los pechos. Y la ayudó a tenderse en la cama. Se quedó boca arriba, con los ojos cerrados mientras notaba que Moby Dick le quitaba las braguitas. Después, adivinó que se desnudaba y se echaba. Los dos cuerpos se colocaron de lado, las piernas y los brazos entrelazados, los olores de sus pieles hechos uno. Carmina aspiró con fuerza ese olor nuevo que, creía, recordaría siempre como el del deseo. Y entonces, la punta de la lengua de Moby Dick le humedeció los labios y le entró en la boca. La sorprendió aquella especie de pez, potente y a la vez delicado, moviéndose para buscarle la lengua. Nunca la habían besado y se enamoró de esa caricia.
Cuando hacía mucho rato que mezclaban las salivas, los dedos de Moby Dick se pasearon, primero con cautela y después con audacia, por el musgo de su sexo, hasta llegar a encontrar el botón del placer.
Carmina se dejaba hacer; se había abandonado con confianza al juego, del que ignoraba las reglas, pero que imitaba como en el contrapunto de un canon. Todo lo que Moby Dick hacía, ella lo repetía en un intervalo de pocos segundos, hasta que sus movimientos dejaron de alternarse para producirse a la vez.
Claro que Carmina sabía lo que era un orgasmo. Pero la fusión que sintió esa noche, y todos los días que siguieron, no tuvo nada que ver con lo que había sido hasta entonces la explosión del placer. Acababa de asomarse a un mundo ignorado que ahora reconocía como propio. Y se alegró muchísimo de que su madre no estuviera, de que no hubiera podido oír el ruido que habían hecho y, sobre todo, de que todavía tuviera que quedarse unos días más en casa de su hermana.
Después, cuando hubieron satisfecho el deseo —al menos durante un rato—, Carmina le dijo que no pensaba dejar que saliera del dormitorio hasta que le contara por qué escondía su nombre real tras aquel apodo tan literario y cuál era la misión tan secreta que le habían encargado. Moby Dick se rio: si el castigo por no hablar era quedarse en la cama con ella durante unos cuantos días, no tenía ningún motivo para desvelarle el secreto.
—Venga ya, te lo digo en serio —dijo Carmina—. Necesito saberlo.
—De acuerdo. Te contaré algo, aunque no sé si es prudente hacerlo.
Ahora fue Carmina quien se echó a reír:
—La prudencia no nos ha caracterizado hasta ahora.
Moby Dick le dijo, mientras con el índice le dibujaba el perfil de la cintura y la cadera, que no le diría ni su nombre auténtico, ni a qué se dedicaba en la vida real, ni dónde vivía…
—No quiero que sepas nada de mí, no quiero ponerte en peligro; solo te contaré qué es lo que me ha traído hasta aquí.
Y le contó que un marchante de arte parisino le había pagado el billete y una suma más que generosa para que viajara a Barcelona y buscara un cuadro desaparecido. Continuó diciéndole que iba detrás de la obra Mutilados de guerra, que Otto Dix había pintado en 1920. Durante el nazismo, Dix fue uno de los primeros catedráticos de arte destituidos por el régimen y, más tarde, tildándolo de «pintor depravado», los nazis habían quemado muchas de sus pinturas, especialmente toda la serie que hacía referencia a la Primera Guerra Mundial, porque las consideraba deshonrosas. No obstante, el marchante de arte parisino sabía que ese cuadro se había salvado y creía que había sido robado por los nazis, como tantas otras obras de arte. Es más, sospechaban que Léon Degrelle… Carmina le preguntó quién era Léon Degrelle y tomó su mano para dejarla descansar sobre su sexo. Moby Dick le contó que Degrelle era un político belga, que en la actualidad tenía unos cincuenta años. En Bélgica había fundado el movimiento Rex, un partido nacionalista y católico, que, durante la Segunda Guerra Mundial, se había acercado enseguida al nacionalsocialismo para acabar colaborando con el ejército nazi durante la ocupación de Bélgica y que, justo cuando la guerra se acababa, había huido para instalarse en España. «Y el marchante parisino, que conoce bien a Léon Degrelle, piensa que tiene la pintura de Dix para poder mantenerse a flote económicamente. Y teme que la venda en el mercado negro y que ya no se pueda recuperar».
Moby Dick terminó la historia haciendo una contorsión y besándole el sexo. Después, volvió a tenderse a su lado.
Carmina, pensativa, le acarició el vientre. Después, con el índice, le dio la vuelta a la fina pulsera de plata que Moby Dick llevaba en la muñeca. Le preguntó si tenía algún plan concreto. Pero, antes de que Moby Dick pudiera contestar, ella le expuso uno que se le acababa de ocurrir.
—Tengo un amigo, vecino de la escalera, Sebastián, que tiene mucha relación con un policía. Estoy segura de que, si se lo pidiéramos, nos ayudaría.
Moby Dick levantó las cejas.
—No seas ingenua, querida. Las autoridades españolas son franquistas, es decir, fascistas. Y si van a ponerse de parte de alguien se pondrán de parte del nazi huido, puedes estar segura.
—Tienes razón, claro. Solo tenía en la cabeza mi gran amistad con Sebastián.
—Si acaso, lo que tendré que hacer es ir con mucho cuidado con ese Sebastián.
—¡Anda ya! Cómo exageras. No hay nada que temer de él.
Carmina vuelve al presente de golpe. Y lo primero que le pasa por la cabeza es el maldito tumor de páncreas. Parece que no pueda ser, se dice.
—Ya lo ves, Moby —le dice al pez, que da vueltas por la pecera de cristal y, de vez en cuando, desaparece por entre las plantas que decoran el fondo. Es un pez tímido, al que le gusta vivir solo. Como ella, piensa. La soledad no le da grima. Siempre le ha gustado disponer de su tiempo y su espacio como mejor le parece. Por eso nunca habría podido vivir con nadie. Ni siquiera con Moby Dick. O, con Moby Dick, todavía menos que con cualquier otra persona.
Eso lo supo desde el día que se liaron: su historia sería fugaz. Intensa pero fugaz. Moby Dick tenía una personalidad desconcertante y un poco salvaje. Y la de ella, la de Carmina, era bastante indisciplinada e independiente. Moby Dick procedía de otro país y no tenía ninguna intención de quedarse a vivir en Barcelona. Y ella, Carmina, tenía clarísimo que quería continuar viviendo siempre en Barcelona. La colección de amores de Moby Dick era larga y muy diversa, según le contaba. En cambio, ella no había conocido el amor hasta que no se había topado con Moby Dick. Y, sobre todo, la gran diferencia de edad: veinticinco años era un abismo temporal, quién sabe si, a la larga, insalvable.
Ya ha pasado la hora de comer, pero Carmina no tiene hambre. Se dice que bajará a la calle a comprar una grabadora. Porque, lo tiene claro: no puede escribir a mano su testamento vital. Si ni ella misma se entiende ya la letra, no pretende que las sobrinas puedan hacerlo. ¡Qué lástima! Tan bonita y clara como la había tenido de joven y, ahora, en cambio, no sabe por qué, le sale torcida e irregular. Y no es porque le tiemble la mano, no. Es como si hubiera perdido la capacidad —o quizás la paciencia— para trazar la línea de las letras de manera ordenada. Así que comprará la grabadora más sencilla del mercado y grabará la historia vivida en aquellos días de 1956 para que sus sobrinas puedan conocerla mejor una vez que haya muerto. ¡Muerto!, se estremece.
Apaga la colilla del cigarrillo entre todas las demás que pueblan el cenicero.
Se dirige hacia el armario de la ropa blanca, que está en el cuarto de al lado de la sala. Es una habitación que no tiene un nombre concreto porque en parte es su despacho, donde, en los últimos tiempos, no hace otra cosa que ordenar facturas y colocarlas en las carpetas que guarda en el secrétaire. También es la habitación de coser. Pero hará unos cinco años que no toca la máquina. ¡Tanto como la había usado! Después de morir Jerónima, se apuntó a un curso para aprender a utilizarla y también a uno de patronaje. No quería dejar de estrenar ropa, y no siempre podía permitirse ir a la modista… Y ahora solo saca la cesta de la costura cuando tiene que repasar un botón o un bajo. Y, al mismo tiempo, es la habitación en la que está el armario con las toallas, las sábanas, los trapos de cocina, la mantelería… y los cartones de tabaco, que siempre tiene de reserva. Y hace muchos años, en 1956, era su dormitorio.
Abre el armario antiguo, de madera de roble, con una pequeña moldura en lo alto, recubierta de diminutos azulejos pintados con unas rosas de pitiminí, muy delicadas. La nariz se le satura del olor de lavanda que siempre coloca en bolsitas de gasa entre la ropa doblada. De debajo de las toallas de baño extrae una carpeta marrón, cerrada con gomas elásticas. Dentro están los sobres con el dinero. Y, en cada sobre, ha escrito el concepto que representa: comida, droguería, farmacia, tabaco, varios… En este último sobre, cada mes mete una cantidad para que, si surge algún imprevisto, pueda hacerle frente sin tener que ir al banco.
El sobre está vacío. Ella habría jurado que había dos billetes de veinte euros. ¡Por supuesto que estaban ahí! Recuerda que es lo que le sobró del billete de cincuenta que usó para comprar un salero nuevo para la cocina. El viejo se le rompió el día que se tropezó con el taburete y se cayó al suelo. De eso, ni una palabra a las niñas, que, si no, volverán a decir que no puede vivir sola, que no se la pueden jugar a que se caiga y se haga daño… Como si el hecho de vivir con alguien te pudiera ahorrar el batacazo. En cambio, vivir con alguien le quitaría su independencia y eso no lo puede negociar. Quiere vivir sola, seguir los horarios que le apetezcan, comer cuando tenga hambre y lo que quiera —quizás solo una onza de chocolate negro—, escuchar, una tras otra, óperas de Puccini, ver películas con Sebastián y, sobre todo, leer, leer y leer, hasta que los ojos le lloren. Esto es, hacer lo que le pase por la cabeza, sin que nadie la moleste.
Sí, debería haber cuarenta euros y ya no están. Si se lo dice a las niñas, se pondrán nerviosas y dirán que chochea y volverán a la carga con que le pondrán una chica que viva con ella… Pues no se lo dirá. Pero es evidente que alguien le entra en casa.
Coge el dinero del sobre de la comida, menos importante que el del tabaco. Sale de la habitación y avanza por el pasillo para ir al baño antes de bajar a la calle, que, si no, luego todo son prisas para llegar a tiempo al váter. Y justo cuando está a la altura de la puerta del baño, ve un resplandor en el cristal de la puerta abierta del comedor. Se acerca sin entender qué puede ser esa lucecita azulada. La toca y desaparece. Es un reflejo.
Se da la vuelta para ver de dónde viene. La puerta está abierta contra la pared del pasillo. Por lo tanto, solo puede provenir de delante, de la cocina. Entra en la cocina y descubre que uno de los fogones está encendido.
¡Madre mía!, se dice. No era la puerta del piso, el despiste; era el fogón.
Quizás sí chochea, piensa. Eso tampoco se lo puede contar a las sobrinas, claro. Porque si ella misma se siente desconcertada e intranquila, figúrate cómo se lo tomarían ellas.
Y mientras baja a la calle se pregunta si también los cuarenta euros que han desaparecido son una muestra más de su envejecimiento y no de que alguien le entra en el piso.
Lleva un buen rato releyendo —desde hace algunos años prefiere la relectura a la lectura— algunas páginas de una novela de Michel Tournier: Viernes o los limbos del Pacífico. Es una novela que recrea el Robinson de Defoe y que habla de la soledad categórica. Busca un fragmento que siempre utiliza como imagen para relajarse. Ahora que el maldito tumor le pone más difícil encontrar la paz, quiere leerlo como si fuera la primera vez. En él se cuenta que Viernes ha transformado la piel de un rebeco, a base de insertarle unas varas y coserla, en un rebeco volador, que Carmina imagina como un globo. Y ve el rebeco-globo planeando sobre la corriente de aire o bamboleando en el cielo, aprovechando una corriente vertical.
Lee: «Robinsón se tendió a su lado y ambos contemplaron durante largo rato el rebeco que vivía en medio de las nubes, cediendo a bruscos e invisibles ataques, atormentado por corrientes contradictorias, debilitado por una repentina calma, pero conquistando de nuevo, en un impulso vertiginoso, toda la altura perdida».
Se imagina que ella es ese globo columpiado por el viento, recortándose sobre un cielo azul cobalto. No siente dolor, no tiene preocupaciones… Y nota que entra en una relajación profunda.
Ahora sí, ya considera que está a punto para ponerse a hablar ante un aparato menudo como una caja de cerillas de las grandes.
Coge la grabadora: una maravilla de la técnica que no necesita ni siquiera cintas porque lleva una tarjeta capaz de acumular horas y horas de mensajes, o eso le han dicho. Y, además, es muy fácil de utilizar. Está pensada para personas como ella, analfabetas tecnológicas. El móvil, por ejemplo, solo lo sabe usar como teléfono. ¡Y gracias! ¡Ah, sí! Y después de muchísimo entrenamiento con las niñas ha aprendido a usar el grupo de WhatsApp que le prepararon con el nombre de «Mosqueteras». Dicen que ellas tres, las dos sobrinas y la tía, son como los mosqueteros y tienen el mismo lema: «Todas para una y una para todas». Vamos, tiene que reconocer que hacer el esfuerzo de ejercitarse en el uso de ese artefacto ha resultado un acierto: ahora puede tener conversaciones con ambas a la vez e incluso verles la cara.
Empieza a grabar.
Viernes, 27 de abril de 1956
Cogí el abrigo de entretiempo y me lo puse. Ya era mi hora de salir. En ese momento, se encendió el piloto del teléfono interior. Chasqué la lengua. Muy a menudo a la hora de irme, a don Ramón le surgía un trabajo urgentísimo.
Descolgué el aparato.
—Carmina, venga un segundo. Tengo que dictarle una carta.
Le maldije, pero fui con un bloc de notas y un lápiz en la mano.
—Pase —dijo cuando llamé a la puerta. Y, al verme con el abrigo, dijo—: Ay, lo siento, ya se iba… No la entretendré mucho.
Yo hice un gesto que tanto podía interpretarse como «no pasa nada» o como «eres un malnacido», y me dispuse a escribir el texto con taquigrafía.
—Es para el señor Escalas —dijo, lo que significaba que ya completaría yo no solo la fecha sino también el nombre del destinatario y el cargo: presidente de la Junta de Obras del Puerto de Barcelona—. Distinguido amigo, como usted recordará, puesto que es una costumbre con muchos años de antigüedad, a finales del ejercicio se suele hacer una propuesta de gratificación por trabajos extraordinarios a favor del secretario de la Junta, propuesta que va firmada por el Presidente y por el Ingeniero Director. Como tengo la seguridad de que la Superioridad tiene que aprobarla para este año a favor del señor Bruguera, por una cantidad de entre 8 000 y 9 000 pesetas, creo que podría formularse por este último importe y que podría justificarse en la próxima reunión de la Comisión Permanente.
Durante un momento, el hombre no dijo nada, como si dudara si añadir algo más. Por fin, lo dio por terminado:
—Eso es todo. Cuando la tenga, me la pasa para firmar y la lleva a registro.
Salí como un meteoro y, mientras introducía el papel en blanco y el de copia en el carro de la máquina de escribir, marqué el número de teléfono de la agencia de aduanas. Lo hice con el culo de un lápiz para no dejarme la uña del índice dentro del dial en forma de disco. Llevaba las uñas como la Bacall en una fotografía que había visto en el quiosco: largas, puntiagudas y lacadas de un color claro, y no tenía ninguna intención de prescindir de ellas.
—¿Puedo hablar con Jerónima Bueno, por favor? —pregunté mientras acababa de preparar los márgenes de un lado y del otro y soltaba la barrita para sujetar el papel con fuerza contra el cilindro—. ¿Mamá? Soy yo. No bajes todavía a la calle. Sí, un trabajo… Calcula unos treinta minutos.
Me puse a mecanografiar la carta con mucho cuidado para no tener que usar la goma de borrar. La goma no era perfecta y siempre dejaba sobre el papel blanco una ligerísima mancha que estropeaba el conjunto. Conseguí llegar hasta el final sin ningún error. Luego, en un sobre, mecanografié el nombre del destinatario.
Cuando tuve la carta y la copia firmadas por don Ramón, fui a dejar la copia en el archivo y lo hice volando, literalmente, porque bajé los peldaños de dos en dos y eso que llevaba tacones de aguja. Tenía una habilidad inesperada para correr y saltar sobre ese calzado que mi madre consideraba endemoniado. Entré en el registro.
—¿Qué? ¿Trabajando después de la hora de marcharte?
Me encogí de hombros con resignación y, a la vez, dibujé una sonrisa pilla.
—Tengo unas ganas de poner tierra de por medio…
Mientras el otro registraba la carta, abrí el bolso y saqué una polvera para mirarme en el espejito interior. Me alisé un poco el pelo. ¡Me era imposible dominar mis execrables rizos! Quizás para compensar mi «despeinado», me repasé la boca con el pintalabios. Me quedaron los labios de fuego.
—Aquí lo tienes.
Metí la carta en el sobre y, después de un instante de vacilación, me lancé:
—¿Me haces un favor? ¿Le puedes dar esta carta al ordenanza para que la deje en el despacho del señor Escalas? —Miré la esfera pequeñita de mi reloj de pulsera. Había tardado más de lo que me imaginaba. Tendría que correr si no quería que a mamá le salieran telarañas esperándome—: Llego tardísimo.
—¡Claro que sí!
Salí deprisa y corriendo por la puerta principal de la Junta de Obras del Puerto y crucé la puerta de la Pau. Me apresuré por las calles sin correr tanto como habría querido porque, si uno de los tacones se me metía entre dos adoquines, me habría fastidiado. Al llegar al paseo de Colón, ya la vi de pie delante del número veintitrés, bajo el gran letrero que anunciaba: Sucesores de Gaillarde y Massot. La agencia de aduanas había sido de mi padre, a quien no conocí porque murió cuando yo todavía estaba dentro del útero de mi madre. Precisamente, ella se incorporó al negocio como contable poco tiempo después de haberme parido.
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