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La filosofía moderna se ha constituido y desarrollado a partir de un problema decisivo planteado por Descartes: en el conocimiento, ¿qué es lo que proviene de una fuente distinta de nosotros y qué es lo que nosotros ponemos en él?, ¿qué es lo real y qué es lo ideal?, ¿qué es lo objetivo y qué es lo subjetivo? El mismo Descartes abordó el problema sustancializando el pensamiento y asumiéndolo como evidente punto de apoyo para el conocimiento de Dios y del mundo, cuya creación fue decidida racionalmente. Las vicisitudes de este problema dieron lugar a la metafísica dogmática, cuyos presupuestos y resultados fueron cuestionados desde la crítica a la que la razón se somete en la filosofía trascendental de Kant. El problema inaugural de la metafísica moderna alcanza su propia fundamentación subjetiva en la filosofía trascendental.
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Seitenzahl: 276
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Destellos sobre la noche oscura
La experiencia metafísica del cuerpo
La potencia inconsciente de la filosofía
La verdad paradójica de la metafísica
Las ideas de la voluntad
La disonancia trágica de la voluntad
La voluntad y la muerte
Libertad y necesidad de la voluntad
La insignificancia de la existencia
La filosofía y la nada
Bibliografía
Aviso legal
—¿Tú sabes lo que es destruir el mundo?
—¡No!
—Es que el mundo siga siendo siempre lo que es, que nada suceda más allá de lo que ya sucede. Y, ante todo, que no pueda suceder ninguna otra cosa, ¡jamás nunca! Y todos lo saben, todos saben que nunca existirá otra cosa que la realidad… ¿Quieres que te lo cuente?
KJELL JOHANSSON
Todas las cosas proceden de una y se resuelven en la misma.
MUSEO
La propia vida se asemeja a un mar plagado de arrecifes y torbellinos, que el hombre esquiva con la mayor cautela para abrirse paso, sabedor de que, aun cuando se deslice con la mayor de las destrezas, a cada paso le acecha el peor y más inevitable de los naufragios, ya que su rumbo le aproxima fatalmente hacia la muerte: éste es el destino final de tan penosa travesía, que le aguarda tras todos los escollos sorteados.
SCHOPENHAUER
El dolor es el agujón de la actividad, y en ésta sentimos ante todo nuestro vivir; sin él se produciría la ausencia de la vida.
KANT
[…] los que más han hablado de su “genio” han sido aquellos que, sin lograr jamás liberarse de su temperamento, supieron darle la más espiritual, la más imponente, universal e incluso en ocasiones la más cósmica de las expresiones (como es el caso de Schopenhauer).
NIETZSCHE
¿Porque una estrella me es desfavorable tengo que declararla fuego fatuo?
HEINE
En la persona y en la obra de Arthur Schopenhauer se aúnan características de la figura tradicional del filósofo con las peculiaridades de un pensador revolucionario que, llevando hasta sus últimas consecuencias los problemas heredados, se posesiona de ellos abriendo nuevas sendas para la filosofía. ¿Qué es la filosofía? Esta pregunta es despejada por Schopenhauer, en primer lugar, desde la tendencia íntima que debe acatar el filósofo al pensar sobre y para sí mismo, y, en segundo lugar, desde las exigencias que debe cumplir al confrontarse objetivamente con el mundo.
El filósofo es el que, partiendo de lo inmediatamente dado a su conciencia, y suspendiendo hasta donde sea posible sus intereses individuales y los requerimientos de su voluntad, esto es, invirtiendo el esfuerzo normal de los seres humanos en el bienestar propio, porfía por constituirse en sujeto puro del conocimiento, y se empeña por un logro plenamente objetivo: atravesando reflexivamente la presencia, e identificando y representando las ideas de las que participan las cosas particulares, se avista la esencia única del mundo coincidiendo con nuestro ímpetu más cercano dado inmediatamente a nuestra conciencia. Desde su constitución como sujeto puro del conocimiento, las exigencias del filósofo se definen en las tareas de formular las preguntas fundamentales, problematizar lo que aparece como evidente y, dejando de lado toda finalidad personal, atenerse en su reflexión a los datos intuitivos dados a su propia conciencia.1 Éste es el presupuesto fundamental de la filosofía de Schopenhauer.
Circunscribirse a lo dado concita la emergencia de la reflexión alimentada desde una voluntad “desprovista de conciencia”2 que, en la forma filosófica que la alumbra, se descubre como la esencia única del mundo. Acatando la precedencia de lo dado sobre lo pensado, se generan los conceptos que, abstractamente, dan forma al contenido y construyen la verdad apoyándose en la intuición. Llevando hasta sus últimas consecuencias esta manera de proceder, Schopenhauer pretende quebrantar la dirección natural del intelecto y emanciparlo en la mera consideración de la existencia en general.
La naturaleza como determinación del intelecto es la búsqueda y el examen de los objetos de un querer individualizado, así como del camino para su obtención. El filosofar comienza con el abandono de dicho comienzo y supone por consiguiente una ociosa meditación sobre la existencia en general. El intelecto comparece allí como separado de toda voluntad, esto es, en cuanto intelecto puro, una condición que no le resulta nada natural. El intelecto sólo está hecho y definido para conocer las relaciones de los fenómenos al servicio del querer individualizado, cuyos objetos son esas manifestaciones. Al filosofar es aplicado a una cosa para la que no está hecho ni calculado, cual es la existencia en general y en sí.3
Dentro del mundo reflexionado por la filosofía de Schopenhauer, el intelecto humano está subordinado a lo que la voluntad dispone para la satisfacción de las necesidades vitales. La obediencia a las demandas de la voluntad individualizada en el cuerpo se suspende extraordinariamente en los individuos cuyo intelecto desarrolla una potencia excesiva. Esta liberación acontece en los creadores de las obras artísticas, poéticas y filosóficas. Así, Schopenhauer mantiene y continúa la consideración tradicional del filósofo como un buscador desinteresado de la verdad, y de la filosofía como el lugar de alojamiento de la verdad. “Todo el mundo, y todo lo que hay en él, está lleno de deseo y en la mayoría de los casos de un deseo bajo, vulgar, vil; tan sólo un lugar puede quedar libre de él y quedar abierto únicamente al conocimiento, y al conocimiento de las relaciones más importantes y decisivas de todas: es la filosofía.”4 Estas consideraciones las asumió en su propia filosofía con ímpetu dogmático, carente de todo cuestionamiento crítico. No obstante, exaltando la verdad encontrada hasta sus últimas consecuencias, afrontándola sin pretender mitigar lo aniquilante que encierra, Schopenhauer se levanta como un pensador que rompe la autocomplacencia imperante en la tradición moderna, abriendo en su reflexión la preeminencia de lo sombrío. Arremetiendo agresivamente contra su época, él pretendió haber cumplido la aspiración ancestral de la filosofía por alzarse como la única poseedora de la verdad. Antecedido por algunos precursores —Anaximandro, Heráclito, Empédocles y, sobre todo, Platón entre los antiguos; Descartes, Malebranche, Berkeley, Locke, Spinoza y, sobre todo, Kant, entre los modernos— Schopenhauer no resistió la tentación de la locura de levantar el velo de Isis: lo que ha sido, lo que es y lo que será, sin dejar de permanecer en su misterio, se descifra en su obra.
Renunciando a someter a crítica la voluntad de verdad, Schopenhauer no pretende proponer —examinar, desarrollar, cuestionar, experimentar— una verdad propia, sino haber descubierto la verdad sobre el mundo. Desde esta convicción, omitiendo el afán desinteresado del filósofo, no escatimó recursos literarios para fijar una ampulosa autoconciencia personal sobre su genio y su obra. El orgullo por su lograda construcción filosófica sólo parece igualarse por la soberbia que lo invade desde la convicción de haberse impuesto sobre sus contemporáneos mayores: Fichte, Schelling y Hegel. Transponiendo estas notas distintivas de su carácter personal hasta la exageración mayúscula en la autovaloración de su obra, el pensamiento único de Schopenhauer lleva la insociabilidad de los sistemas filosóficos hasta la destrucción de todo aquel que ose disputarle la posesión de la verdad. “Así pues, mientras las obras poéticas pacen pacíficamente unas al lado de las otras, como los corderos, las filosóficas son animales de rapiña desde su nacimiento e incluso en su furia destructiva se asemejan a los escorpiones, a las arañas y a algunas larvas de insectos, que atacan con preferencia a los de su propia especie.”5 No deja de ser sintomático de la verdad que se descubre en ella el que la filosofía de Schopenhauer, enaltecida por su autor como producto de la consideración desinteresada del mundo, se conduzca con otros resultados de esa noble aspiración, de la misma manera en que, en la naturaleza, se comportan ciertas especies en las que la voluntad de vivir impone su afirmación como un impulso de destrucción de los individuos entre sí. Los productos espirituales no sólo no son ajenos a la esencia de la vida que se manifiesta en los bajos fondos de la existencia, sino que llevan el impulso de esa esencia a formas espirituales que la vuelven más transparente.
Enemigo acérrimo de su época y, por tanto, íntimamente arraigado en ella, Schopenhauer es el autor de un libro —El mundo como voluntad y representación— en cuyo esfuerzo por captar inmediatamente la esencia de la totalidad, resuenan ecos del romanticismo. Se conserva el siguiente fragmento epistolar, escrito a su madre Johanna el 8 de septiembre de 1811, es decir, cuando apenas tenía 23 años de edad.
La filosofía es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes; es solitario, y en cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve. A menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle allá en lo profundo: entonces el vértigo se apoderará de él amenazándolo con arrastrarlo hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas de los pies. A cambio pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecen igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre inmerso en el puro y frío aire alpino y podrá saludar al sol cuando a sus pies aún se extienda la noche oscura.6
Schopenhauer se mantuvo leal a este heroísmo filosófico, pero —aunque lo entrevió en algunos— careció de la fuerza trágica para, con todo el conflicto de sus fuerzas, afirmar la vida. Para él, más allá del delito de haber nacido, no hay nada más funesto que la vida misma.
La fatalidad que se cierne sobre la vida, la frágil pero apoteósica resistencia de una existencia libre que, asida a su propia necesidad, traza su angustiante destino, el nihilismo, la precariedad de la existencia humana designada por un ansia ciega, la consideración del arte como una expresión privilegiada de las atenazantes ideas de la vida, son algunas de las desgarraduras sobre las que algunos pensadores, poetas y artistas esparcieron sus variadas y zozobrantes meditaciones, hasta componer la “contradicción, disonancia y conflicto interno del espíritu romántico”.7 Los caracteres sombríos del mundo anegaron la conciencia y la obra de algunos románticos del sentimiento de un Weltschmerz irreductible: “la introspección, misantropía y búsqueda de la soledad, el anhelo infinito del alma, así como la insatisfacción perpetua, el ennui y la resultante melancolía, el asco de la vida y el intento de huir […]”.8 Inmerso en este mundo, Schopenhauer —junto a su exaltación de la moral resignada ante lo funesto de la vida— destacó por el acento propio que le dio al descubrimiento de que, por detrás de la conciencia y el espíritu, se afana una muchedumbre de impulsos inconscientes y, por tanto, renuentes a su identificación con la razón.
Subordinando lo intelectual a lo afectivo,9 Schopenhauer rebaja al sujeto moderno a un lugar secundario en el mundo, en donde impera una voluntad inconscientemente libre, insaciable e inexorable. El lugar donde esa esencia irreductible porfía con tanta insistencia hasta abrir una frágil conciencia de ella, y, por tanto, el lugar donde puede descubrirse esta verdad, es el ser humano. “La voluntad es lo más primordial y es absolutamente libre, al ser la cosa en sí. Uno es lo que quiere y lo que sea esto se lo muestra el espejo de la voluntad, el mundo cognoscible y la vida.”10 “Toda mi filosofía se deja compendiar en este aserto: el mundo es el autoconocimiento de la voluntad.”11 Testificando que este autoconocimiento de la voluntad nunca es absoluto, Schopenhauer se aferra a esta verdad y la explora hasta abismarse en su propio desfondamiento: la voluntad es el fondo en el que, al descender y profundizar en sus insondables oscuridades, más vacío de nada se oculta.
Schopenhauer consideró que su vida —esa singular individuación de la funesta vida cuyo sufrimiento no parece tener otro sentido metafísico que el descubierto en su libro— estaba justificada con la escritura de El mundo como voluntad y representación.12 Sin embargo, consideraba también que el resto de sus obras, tanto las previas como las posteriores a su obra cumbre, eran imprescindibles para una comprensión cabal de su filosofía. Carlot Goofried Beck nos recuerda estas palabras del filósofo: “Tienes que leer todas mis obras; no perderte ni una sola línea de ellas; nunca me he repetido, sino que he procurado observar el mismo objeto desde las más diversas perspectivas; y siempre he procurado facilitar a mis lectores la comprensión de los conceptos metafísicos más difíciles mediante la mayor claridad posible y a menudo también mediante el uso de metáforas.”13 A partir de aquí —y asumiendo que Schopenhauer sí se repite—, proponemos una lectura de su filosofía desde la obra ensayística y fragmentaria —Parerga y Paralipómena, Sobre la voluntad en la naturaleza, Escritos inéditos de juventud y Manuscritos berlineses—, así como desde algunas de sus lecciones —Lecciones sobre metafísica de lo bello y Metafísica de las costumbres—, sin descuidar algunas señales proporcionadas en su correspondencia —Epistolario de Weimar y Cartas desde la obstinación—. En estas obras, su autor muestra la gestación de su pensamiento único y, sobre todo, lleva a cabo exploraciones diversas de lo que él defendió como la verdad fundamental.
Schopenhauer no renunció a la construcción de la filosofía como una comprensión del mundo en su totalidad: el desarrollo meditado y coherente parte de una captación intuitiva única y, sustentándose en el dato fundamental de la realidad de la voluntad en el propio yo, la filosofía se levanta como una sólida comprensión de ámbitos distintos (la experiencia, la naturaleza, el arte y las costumbres) que, alumbradas por la reflexión de la experiencia interna básica, arrojan luz sobre su mismo punto de partida, trazando una rota trayectoria circular. La filosofía aspira a elevarse hasta las ideas y, a la vez, profundizar en lo más hondo; pero ella no es un pensamiento meramente conceptual: para alcanzar lo general, debe sustentarse en la experiencia externa y, sobre todo, en la experiencia interna donde el pensador obtiene la certeza de su existencia consciente precedida por un vendaval de impulsos y tendencias provenientes de la actividad del cuerpo. Ese vendaval anega la conciencia, y la conciencia, abonada por lo que alienta precediéndola, crece reflexionando, concibiendo y meditando el mundo representado y, supuestamente, impulsado por lo mismo que, internamente, coincide con ella. “La filosofía, como el arte y la poesía, debe tener su fuente en la concepción intuitiva del mundo; pero por mucho que la cabeza haya de permanecer arriba en ello, no se ha de proceder con tanta sangre fría que al final todo el ser humano no entre en acción, con corazón y cabeza, y se vea completamente estremecido.”14 Transformando la experiencia en conceptos y, a la vez, manteniendo apuntalado al concepto en la experiencia, Schopenhauer —haciendo gala de su propia máxima: “lo pensado con claridad encuentra fácilmente la expresión adecuada”15— destila una serie de apuntes y variaciones que, vinculados en una compleja coherencia, escrituran una verdad escalofriante: “el gran problema no es el del bien, es el del mal. Desconfíe usted de las metafísicas dulzarronas. Una filosofía a través de cuyas páginas no se oigan los sollozos, los gemidos, el rechinar de dientes y el formidable estruendo de la carnicería recíproca y universal no es una filosofía”.16
Expresando y manifestando un impulso ciego e incontenible, la esencia del mundo se escapa de toda aprehensión racional definitiva que se le pretenda imponer. Schopenhauer, consciente de esto, dispone a su filosofía como resultado de una interpretación a la que, sin embargo, esgrime como la única desveladora del misterio del mundo: “la filosofía es un todo, una unidad, y su fin es la verdad, no la belleza; hay muchas formas de belleza, pero sólo una verdad; al igual que hay muchas musas, pero sólo una Minerva”.17 En la expresión de la esencia infundamentada e inconsciente que condena la existencia humana a una carga de trabajos, necesidades y sufrimientos irremediables, de modo que el valor de la vida radica en aprender a no quererla,18 encuentra el filósofo la verdad.
Schopenhauer —que siempre presumió de su libertad económica para dedicarse al cultivo de la filosofía, y reivindicó a su pensamiento apartado de toda influencia del Estado— postuló que, en la confrontación con las verdades terribles, la filosofía no se define como conquista de la felicidad, sino como el olvido de un dolor.19 Así, en una extraña y alegre contradicción, el dios tutelar de su pensamiento lo alegorizó en la figura de Saturno,20 el oscuro dios cuyo fecundo, pero olvidado poder, se libera en la verdad de su filosofía.
Pues la filosofía no es ninguna Iglesia ni ninguna religión. Es ese pequeñísimo lugar del mundo, accesible a muy pocos, donde la siempre y en todas partes odiada y perseguida verdad puede liberarse por una vez de toda presión y coerción, al igual que en las Saturnales, en las que se concedía a los esclavos libertad de palabra y para divertirse, y en las que hasta podían asumir la prerrogativa y la última palabra llevando la voz cantante y no permitiendo que ninguna otra poseyese validez al lado de las suyas.21
En su obra ensayística y fragmentaria, moviéndose en el filo de una resbaladiza paradoja, Schopenhauer permanece fiel a su pensamiento fundamental sometiéndolo a la prueba de la variación de sus expresiones. El viejo solitario de Frankfurt —cuya obra carece de historia, de desarrollo y cuya biografía es “la descripción y el reflejo de un carácter (‘lo invariable’) y el goce ante el propio ‘espejo’, es decir, ante un intelecto privilegiado”—22 nunca renegó de lo que, en su juventud, le escribió a Goethe: “El valor de no guardarse ninguna pregunta en el corazón es lo que hace al filósofo. Éste tiene que asemejarse al Edipo de Sófocles, que, en busca de ilustración acerca de su terrible destino, no cesa de indagar aun cuando intuye que de las respuestas que reciba puede sobrevenirle lo más terrible”.23 Arrostrando el peligro de los secretos más abrasantes abiertos en su conciencia, Schopenhauer preparó y comentó su pensamiento fundamental.
Aquí se propone un ensayo —cuyos capítulos aspiran a poderse leer por separado así como en la totalidad fragmentaria que componen— que trata de mostrar que, en sus variaciones, el levantamiento del pensamiento de Schopenhauer coincide muchas veces con la excavación en la que se hunde lo construido: el fondo último de la verdad que descubre no se sostiene más que en la nada.
La filosofía moderna se ha constituido y desarrollado a partir de un problema decisivo planteado por Descartes: en el conocimiento, ¿qué es lo que proviene de una fuente distinta de nosotros y qué es lo que nosotros ponemos en él?, ¿qué es lo real y qué es lo ideal?, ¿qué es lo objetivo y qué es lo subjetivo? El mismo Descartes abordó el problema sustancializando el pensamiento y asumiéndolo como evidente punto de apoyo para el conocimiento de Dios y del mundo, cuya creación fue decidida racionalmente. Las vicisitudes de este problema dieron lugar a la metafísica dogmática, cuyos presupuestos y resultados fueron cuestionados desde la crítica a la que la razón se somete en la filosofía trascendental de Kant. El problema inaugural de la metafísica moderna alcanza su propia fundamentación subjetiva en la filosofía trascendental. “Por tal entiendo yo toda filosofía que parte de que su objeto más próximo e inmediato no son las cosas, sino únicamente la conciencias humana de las cosas, la cual nunca se debería desatender.”24 De acuerdo con Schopenhauer, la filosofía trascendental de Kant abordó el problema decantándolo tanto hacia lo ideal que lo real quedó fuera de toda posibilidad cognoscitiva.
Las formas puras de la intuición y el entendimiento son constitutivas de la subjetividad trascendental y, en tanto condiciones de posibilidad de la experiencia, ésta demarca su territorio e impone su jurisdicción, válida sólo para los fenómenos que, dados en el tiempo y en el espacio, son sintetizados por las categorías y presentados o exhibidos determinadamente en los juicios sintéticos a priori.
De todo esto resulta que no conocemos las cosas como son en sí mismas, sino tan sólo y únicamente en sus apariencias. Así pues, lo real, la cosa en sí, permanece como completamente desconocido, una mera X, y todo el mundo intuitivo cae en lo ideal como mera representación, una apariencia que, sin embargo, como tal, ha de corresponder de alguna manera a lo real, a la cosa en sí.25
Mediante Kant, Schopenhauer se posiciona ante el problema gnoseológico decisivo de la modernidad, interpretándolo como un problema fundamentalmente metafísico: la constitución trascendental de la subjetividad opera en la determinación de los fenómenos y, por eso mismo, ella señala que le resulta imposible conocer la esencia del ser que aparece.
La conciencia intuitiva y discursiva es un complejo aparato cuyos distintos elementos realizan diferentes funciones que, en la unidad de su organización, constituyen la forma en que se da y se representa el tramado necesario del mundo. El tiempo y el espacio puros son vacíos; ellos reciben lo que les es dado como materia cuya esencia es el actuar sobre ella misma, y la aprehensión de sus múltiples relaciones se lleva a cabo bajo la única categoría del entendimiento, esto es, la causalidad. En el juicio adecuado se consigue la coincidencia entre la presencia fenoménica y las formas de la representación. La posibilidad de la reunión entre lo conocible y lo cognoscente permite abrigar la sospecha de que, en el fondo, ambos son lo mismo.
La reunión, en el conocimiento, del obrar de la materia y las formas de la subjetividad es limitada, ya que el sujeto carece del poder de conocer la realidad en sí misma, de la cual la fuerza activa de la materia es manifestación. La interpretación metafísica del conocimiento se finca en la intuición inmediata de que en el sujeto mismo no está ausente el obrar de la materia; las tendencias internas del cuerpo del sujeto cognoscente le confirman que él es más que mera forma de la representación. La interpretación metafísica del problema gnoseológico moderno lleva a invertir la dirección del pensamiento en su confrontación con la enigmática cosa en sí.
He llegado a la conclusión de que […] lo absolutamente real o la cosa en sí misma no se nos puede dar de ninguna manera desde fuera, en el camino de la mera representación, pues en la esencia de ésta está el suministrar siempre sólo lo ideal; en cambio, dado que nosotros somos indiscutiblemente reales, el conocimiento de lo real se ha de sacar de alguna manera del interior de nuestro propio ser. De hecho aparece aquí, de manera inmediata, en la conciencia, a saber, como voluntad.26
El camino exterior, el que se dirige al campo fenoménico para identificar el territorio de su jurisdicción cognoscitiva, está trazado a priori por la representación subjetiva; el obrar de la materia corresponde a la causalidad que, en tanto forma subjetiva, se detiene en lo ideal; en la representación. Lo que se define como camino exterior no es más que la proyección de la luz de las formas subjetivas sobre los fenómenos, de modo que el conocimiento no puede aventurarse por el campo de sombras que la misma luz del sujeto deja fuera de su poder de alumbramiento. El confín del camino externo (u objetivo) está señalado como infranqueable desde el poder trascendental del sujeto, al enroscarse éste en formas cuyas funciones nunca pueden acceder a la realidad representada independiente de su ser.
Este topar al sujeto trascendental con el muro que él mismo construye —el territorio judicativo que demarca el muro es, por otra parte, indispensable para conocer y transformar lo dado en beneficio de los intereses corporales del sujeto—, lleva a Schopenhauer a voltear la mirada a nuestra realidad interna y, en los impulsos precedentes de nuestros actos y su aparecer inmediato en la conciencia, encuentra el asomarse la cosa en sí como voluntad. Se traza así una línea que, en tanto límite, separa y vincula a lo ideal y lo real: el territorio claramente iluminado de la representación y el sombrío fondo de la voluntad que, si bien puede aparecer inmediatamente en nuestra conciencia, se sustrae a su identidad con ésta y, en su propio retirarse, señala que su esencia es radicalmente inconsciente.
El pensamiento único y fundamental de Schopenhauer es que en el mundo no hay nada que no sea representación o voluntad. En la representación el mundo se manifiesta claramente desde y por la iluminación inteligible que, como lámpara, proyecta el sujeto y, como espejo, el mismo sujeto refleja. En cambio, el hallazgo de la voluntad en nosotros mismos y el pensamiento reflexivo que la supone como esencia de todo, implica una labor de interpretación cuyo propio recorrido coherente le mostrará la posibilidad de señalar simbólicamente su esencia y, a la vez, la imposibilidad de despejar por completo la incógnita esencia del mundo. “La voluntad y la representación son diferentes en su esencia en tanto constituyen la oposición última y fundamental de todas las cosas en el mundo y no dejan ningún residuo. La cosa representada y su representación son lo mismo, pero sólo la cosa representada, no la cosa en sí. Ésta es siempre voluntad, cualquiera que sea la forma en que ésta se manifieste en la representación.”27 La línea que traza el límite entre la representación y la voluntad es la base para el levantamiento sistemático de un pensamiento único que en sus diferentes aspectos —el conocimiento, la naturaleza, la belleza en la naturaleza y en el arte, las costumbres humanas— deja ver toda la complejidad de una filosofía —asumida en general como metafísica— que no rehúye las tensiones contradictorias en las que ese mismo pensamiento único se pone a prueba.
El ponerse a prueba el pensamiento del mundo como voluntad y representación inicia con una confrontación con el problema inaugural de la metafísica moderna a la que, llevando hasta sus últimas consecuencias su propio punto de partida, lo revierte hasta abismarlo en la oscuridad de una esencia impulsiva y ciega. El atisbo de la base metafísica que sostiene el problema gnoseológico central de la modernidad implica asumir a la filosofía como pensamiento metafísico fundamental, sostenido en la experiencia interna, íntima e inmediata de nosotros mismos y, a la vez, desligada completamente de su antigua aspiración de elevarse sustentándose de manera exclusiva en conceptos creados por la razón pura. Esto no significa que Schopenhauer reniegue del poder creador de conceptos que distingue a la razón. El conocimiento intuitivo proporciona la conciencia concreta de los problemas filosóficos, y a la razón le corresponde la tarea de trasladar esta conciencia a un saber abstracto y reflexivo. “La filosofía se limita a reproducir en conceptos, de un modo abstracto, claro y universal, la esencia global del mundo, para consignarla como una imagen reflexiva del mundo en conceptos de la razón que se hallan disponibles permanentemente.”28 Lo captado intuitivamente sufre una mengua irreparable al transformarse en conceptos, y esta pérdida es inevitable para poder comunicar, en abstracto, el contenido de la experiencia.
Como resultado de la crítica de la razón pura de Kant se establece que, desde sus propias condiciones de posibilidad, el conocimiento se limita a la experiencia y, por tanto, la metafísica, definida como conocimiento efectivo basado sólo en conceptos de la razón, es imposible. Schopenhauer también va a desconfiar por completo de la dianoilogía o racionalismo puro, cuyos orígenes se remontan a Platón. En su versión más elemental, la dianoilogía parte de la separación entre cuerpo y alma: los datos proporcionados por los sentidos son ilusorios y, por tanto, el cuerpo es un impedimento para el conocimiento; éste, para conducirse con seguridad, debe dejar atrás lo sensible y concentrarse en la actividad del alma, la cual es inmaterial y, por tanto, agente puro que, actuando desde y por sí mismo, produce conceptos abstractos en los que se aprehende el contenido de la verdadera realidad.29 En su desarrollo histórico, la dianoilogía llegó al extremo de proyectar la razón como principio metafísico que, constituyendo a todo, se recogía a sí misma en el concepto consumando la identidad entre la lógica y la metafísica. El racionalismo puro es una forma de la metafísica de la que no sólo hay que apartarse; hay que destruirla. La razón constituyendo y proyectando, primero, a la realidad y, luego, aprehendiendo a ésta en conceptos que la identifican absolutamente, es, en el mejor de los casos, una fábula y, en el peor, una mentira flagrante.30
¿Cómo reivindicar a la metafísica y, a la vez, impedir que ésta vuelva a caer en una mera fabulación racional sobre el mundo? Schopenhauer, sosteniendo que “la experiencia misma, en su totalidad, es susceptible de una interpretación”31 va a explorar la posibilidad de un pensamiento metafísico basado en una hermenéutica de la experiencia en su conjunto.32 ¿Cómo construir una metafísica que, en tanto interpretación de la experiencia, descienda al fondo de ésta y, sin identificar el principio real con la razón, se formule bajo conceptos racionales que no renieguen de su sustento intuitivo? La afirmación de la metafísica en Schopenhauer parte de la intuición —conciencia inmediata de nuestro ser interno— y desemboca en una metonimia de la voluntad cuyo despliegue ofrece una interpretación comprensiva de la experiencia; este despliegue coherente se sostiene sobre una base frágil: la voluntad en sí misma es inexplicable. Al aceptar que los conceptos que se originan de la intuición sólo tienen validez limitándose a generar la experiencia como conocimiento partiendo del contenido dado a la percepción sensorial, la metafísica no puede identificar a la cosa en sí bajo ninguna categoría racional.
Los conceptos creados por la razón no tienen una relación directa con el ser en sí de las cosas; los conceptos de la razón se relacionan con la esencia mediante la intuición, por lo tanto, “el gran problema está en la relación de nuestra intuición de las cosas con el ser y la esencia en sí de las mismas”.33 La ausencia de relación inmediata entre los conceptos y la esencia en sí de las cosas vuelve imposible la identidad entre ser y pensar y, por tanto, derrumba la identidad entre metafísica y lógica. La reivindicación de la metafísica requiere volver a lo excluido por el racionalismo puro: lo sensible. La intuición suministra a los conceptos la materia del conocimiento ya que “está en relación con el ser de las cosas desconocido, que se objetiva en la intuición”.34 El gran problema de la relación de la intuición con el ser en sí de las cosas significa que la intuición trascendental recibe su contenido material de la intuición sensible; sin el obrar de la materia exterior sobre el cuerpo del cognoscente, la forma de la percepción trascendental permanecería vacío: “comprobamos que el conocimiento, sin la intuición que transmite el cuerpo, no tiene ninguna materia, que, por consiguiente, lo que conoce, como tal, sin el presupuesto del cuerpo, no es más que una forma vacía, por no hablar de que todo pensamiento es una función fisiológica del cerebro, como la digestión lo es del estómago”.35 Las sensaciones surten de contenido material a las formas subjetivas, y estas mismas formas, en su fondo último, se reducen a funciones fisiológicas de un organismo que, en las funciones cerebrales, tiene su conciencia inmediata.
¿Cómo se da, en general, el proceso de conocimiento del material del mundo de la presencia? Pensada en abstracto, esto es, independientemente de sus cualidades, la esencia de la materia se concentra en el obrar, y la forma subjetiva correspondiente a la acción material es la causalidad. La acción concreta de la materia de los objetos externos es la que impresiona a nuestra materia sensible; “pues es una transformación ocurrida en la retina del ojo, o en el nervio auditivo o en la punta de los dedos, la que introduce la representación intuitiva, esto es, sitúa todo el aparato de nuestras formas de conocimiento ya subyacentes a priori en aquel juego cuyo resultado es la percepción de un ser exterior”,36 de la cual, mediante la aplicación de la categoría de la causalidad, se concluye la existencia de “un objeto en el espacio, que porta las transformaciones ocasionadas en nuestros órganos sensoriales como sus atributos”.37 Las cualidades del objeto externo provienen de lo representado pero, dado que impresionando a nuestros sentidos provocan una acción en nuestro cuerpo cuyo efecto es remitido a las formas cognoscitivas a priori, al final, esas cualidades, percibidas en nosotros, no las podemos situar a priori en la cosa y, en tanto conocidas, se quedan en la esfera determinada por el sujeto. Por lo tanto, en la intuición externa la materia actúa sobre sí misma; las cosas impresionan los sentidos de nuestro cuerpo, pero las determinaciones de la materia provienen de la representación del sujeto.
Desde los límites de la intuición externa, Schopenhauer pretende remontar lo que él mismo llama “los resultados negativos de la filosofía kantiana”.38