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Obdulio Casamayor es un importante babalao muy respetado entre los fieles de La Regla de Ochá. Ya anciano, a Obdulio se le presenta una situación terrible: Daymarita, su bisnieta preferida, se ha fugado con Saúl Acosta, un cantante de heavy metal al cual Obdulio conoce desde hace años y cuya prodigiosa voz enamora a las masas. Pero Obdulio sabe que tras esa voz prodigiosa se esconde un mal de dimensiones incalculables y deberá unir fuerzas con un sacerdote católico, un rabino, un mago taoísta y bocoy vudú para salvar a Daymarita y a Cuba al completo.
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Seitenzahl: 134
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Yoss
Saga
La voz del abismo
Copyright © 2017, 2021 Yoss and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726914542
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga Egmont a part of Egmont, www.egmont.com
Para Ivette Beker,
por estar siempre ahí.
Para su padre, experto en habanos,
por su asesoría.
Para Makandal, el de la pipa,
por su amistosa fe.
Para Juan Alexander Padrón,
amigo y deimos magister.
Y, sobre todo, para Howard Philips Lovecraft,
el maestro; la que le debía.
Esta es la historia de La Voz del Abismo, de sus amos, y de cómo cinco hombres sabios los enfrentaron. Yo fui uno de esos hombres, así que esta también es mi historia.
Mi nombre es Obdulio Casamayor, y soy babalao.
Nací en La Habana, tercer hijo de Petra Vázquez y Amel Casamayor, costurera ella, albañil él; los dos mulatos y pobres, pero limpios y honrados. Mujer decente y de su casa ella, hombre trabajador y de palabra él, y respetados los dos no solo en su barrio, sino en toda Centrohabana.
Cuando cumplí los ocho años mi padre, un mulato grande al que el cemento le había vuelto las manos callosas, abakuá de la potencia Ubioko Sese Efí como su padre y el padre de su padre, me llevó para que me uniera a su juego. En mi iniciación hubo fuego, vendas en los ojos y tambores que ensordecían, pero no daré más detalles: no sería de hombres y menos de abakuás, que es como decir dos veces hombre; baste decir que me entraron convulsiones y los negros que sabían se asustaron y dijeron que yo tenía el poder y la doble vista, y un orisha muy grande detrás, y que las deidades me habían puesto la mano encima con una fuerza tal como a pocos nacidos de mujer les era concedido soportar. Al fin uno, Diosdado, negro carretero, habló claro, y le advirtió muy serio a mi padre que había llamados que no se podían ignorar: o yo recibía a los santos… o me moría, o por lo menos me volvía loco. No había un tercer camino.
Mi madre, obsesionada como tantos mulatos con «adelantar la raza» pensaba que todo eso de los abakuá era un atraso y una superstición. Ella se alisaba el pelo con peine caliente, no bailaba rumba y soñaba que yo fuera ingeniero, médico o abogado cuando creciera, me casara con una blanca y le diera hijos bien claritos… pero nunca se había atrevido a contradecir a mi padre, y aquella vez tampoco fue distinto. Lloró un poco, pero al final fue ella misma la que me llevó a ver a Osmany.
El que sería mi padrino desde ese día hasta su muerte en 1983 entonces no tenía ni sombra de canas, era un negro gordo, con una cara de vividor y tan amigo del trago y de las hembras que costaba trabajo creer que su ganga era de las más poderosas de Centrohabana, y que había recibido a los guerreros, dos veces, e incluso la mismísima mano poderosa de Orula. Si hasta de Regla venían a pedirle su agua de Olokkún, que tenía fama de milagrosa. Y también era abakuá, para completar el currículum.
Osmany me tiró los dos oráculos, el del tablero de Ifá y el del ekuele, y entonces me miró fijo, me roció humo de tabaco y ron, me despojó con albahaca y escoba amarga… y al final, con tremendo asombro y muy preocupado, nos dijo que los cocos, los caracoles o los carapachos de jicotea podían equivocarse a veces, cada uno… pero no todos a la vez. Y los tres decían muy clarito que yo era hijo de Ikú, la muerte. Y eso era algo que ninguna limpieza podía borrar.
De su boca tuvo así mi madre confirmación para lo que ya intuía y temía: lo único que me quedaba era el camino del babalao. Solo la práctica de la Regla de Ochá podría evitar que la celosa Ikú me reclamara muy pronto a su seno frío.
Y, a regañadientes, sin decir que se tomaba en serio el augurio de Ifá, pero sin decir tampoco que no creía en él, también mi madre dió su consentimiento. Quizás con la esperanza de que, mientras estuviera vivo, y aún siendo babalao, los caminos de la Medicina, la Ingeniería o el Derecho siempre estarían abiertos para mí.
En fin, que me hice el santo a los nueve años; por once meses no pude ir a ningún velorio ni darle la mano a nadie, tuve que llevar la cabeza cubierta y vestir siempre de blanco. Osmany llegó a proponer que, dado que mi protectora sería Ikú la de los cementerios, lo mejor sería el negro, pero los demás babaloshas ni siquiera lo escucharon… mi padrino a veces tenía ideas extrañas. Si hubiese sido católico y hubiera vivido en el Medioevo, lo habrían quemado por hereje, seguro. Pero, eso sí, mis collares fueron de semillas negras, sin otro color.
En cuanto a evitar que Ikú me reclamara demasiado pronto, parece que la cosa ha funcionado: no diré mi edad, pero ya estoy más cerca de los noventa que de los ochenta. Y en cuanto a los deseos de mi madre, tampoco se quedaron sin cumplir del todo: en mi pared, junto al infaltable cuadro del ojo con la lengua debajo atravesada por un puñal hay un Diploma de Graduado en Historia de Arte del 1971. Obtenido en Curso para Trabajadores, por supuesto… ya era demasiado viejo para otra cosa. Pero, más vale tarde que nunca, y nunca es tarde si la dicha es buena. Si no otra cosa, al menos le debo a la Revolución la oportunidad de haberme convertido en un negro leído y escribido. Y a lo mejor en la Facultad de Artes y Letras todavía alguien recuerde mi tesis de grado: De África al Caribe: el viaje secreto de los orishas que me tutoreó el mismo Miguel Barreto y dediqué, por supuesto a Don Fernando Ortega y su gran alumna, Lydia Carreras…
Pero eso fue muchos años después.
Porque todavía era Grau presidente cuando empecé a ayudar a Osmany en su consulta de la calle Neptuno. Y, modestia aparte, debo decir que su fama ya grande aumentó no poco con mi presencia. No sé explicar cómo… o sí lo sé, pero no puedo decirlo, pero los cocos y caracoles de Ifá y las conchas de tortuga del ekuele hablaban en mis manos más claro que en las de nadie… y, sobre todo cuando de avisos de muerte se trataba, casi nunca me salía el escueto y evasivo lo que se sabe no se pregunta que significa que los orishas no quieren hablar del asunto ni comprometerse.
Pero mejor no explayarme tanto con los detalles. Después de todo, esta no es solo mi historia…
Baste saber que, aunque cuando cumplí los 18 me establecí por mi cuenta, siempre le he guardado gratitud y respeto a Osmany… después de todo, la idea fue suya. En todos estos años han venido a mi apartamento de Centrohabana, en el callejoncito al lado de Neptuno que es el Pasaje O. Giquel, miles, tal vez decenas de miles de personas. En mi doble condición de abakuá y babalao, he vivido de todo, lo mismo períodos de aceptación que de rechazo e intolerancia a mi fe; pero tanto cuando los azules del sim y los casquitos de Batista revolvían las gangas de algunos babalaos buscando armas, como cuando los cuadros del Partido tenían que venir a consultarse en secreto, ni la policía de antes ni la de ahora ni nadie se metió nunca conmigo. No en balde el de vive y deja vivir es uno de mis lemas preferidos.
Aunque los años me han vuelto sabio, nunca he sido un santo. Dicen los chinos que absteniéndose de todo un hombre puede vivir hasta rozar la eternidad, pero yo digo que eso no es vivir, sino durar… Como a Compay Segundo, me gustan (y todavía) el ron fuerte y la cerveza fría, el café caliente, la comida sabrosa, el bailoteo, la gozadera y sobre todo las buenas hembras. He tenido muchas, y sin nunca tener que recurrir a los orishas para que vinieran a mi cama… en mis buenos tiempos yo era un mulato troncudo y bien plantado, aunque no tan alto como mi padre. Me casé tres veces, tengo ocho hijos, catorce nietos, y ya perdí la cuenta de cuántos hijos han tenido luego ellos y ellas. Aquí en Centrohabana todos me conocen y me saludan en la calle, todos me quieren y a todos los quiero, aunque una parte muy especial de mi corazón la reservo para Daymarita, mi primera biznieta, la de un ojo azul y el otro verde, porque… pero no, aún no diré por qué. Jugó su propio e importante papel en esta extraña historia, y de ella se hablará cuando llegue su momento.
Siempre he tenido claro que la religión no debe ser un camino para la riqueza. El dinero es como un pantano dorado en el que los hombres siempre terminan ahogados, porque nunca tienen suficiente, porque siempre quieren más, y más… Nunca he sido uno de esos santeros metalizados que sin pestañear le cobran cinco mil dólares a un turista tonto por hacerle el santo, o les piden fortunas por resguardos de Yemayá supuestamente infalibles contra el mar a los balseros desesperados. Ni tampoco entré nunca en el jueguito con las jineteras y la hierba de María. Vivir de lo que haces, sí… lucrar, no. Jugar con el poder es siempre peligroso…. Y con Ikú, sencillamente, no se juega.
Soy viejo y he visto mucho, del bien y del mal, que por desgracia abunda mucho más el segundo que el primero, pero mi conciencia está limpia. He ayudado a muchos a burlar la mala suerte y las malas intenciones de otros, y a los que ya tenían escrito que nada podría ayudarles les he hablado claro siempre. Soy sacerdote de Ifá e hijo de Ikú, y aunque muchas veces han venido gente prometiéndome el oro y el moro para que los ayudara a destruir a alguien, por envidia, por venganza o por lo que fuera, nunca he entrado en esas componendas. Osmany me lo decía siempre «Ikú es fuerte en ti, Obdulio… pero no juegues sucio con ella y sus poderes, o te chupará» y yo he tenido siempre muy claro eso. Nunca he querido perjudicar a nadie. Ni mucho menos he hecho trabajos de muerte… Ikú es una orisha celosa, siempre hambrienta de sus pocos hijos vivos.
Bueno, decir nunca no es del todo exacto. Pudiera decirse que hubo una vez… pero lo hice porque no quedaba otro remedio, porque había que hacerlo, porque alguien tenía que hacerlo. Aunque eso no significa que me gustara, líbreme Olofi.
Pero, alto ahí. Que ni crecen en el árbol las flores antes que las raíces, ni un buen griot debe adelantarse a su propia historia, y toda historia comienza por el principio.
Todo empezó aquella tarde; tocaron a mi puerta y yo abrí.
Supe quiénes eran apenas entraron a la sala de mi casa. No los había visto nunca, pero ya todo el mundo en el ambiente hablaba de ellos: Saúl Acosta, el niño que nunca pronunciaría una palabra, y Omaida, la vieja terca que no se resignaba a que él jamás podría decirle «abuela».
Negra como la tinta ella, tan oscura como su propio vestido de luto o sus informes zapatos ortopédicos. Su edad, más cerca de los cien que de los noventa, había encorvado una espalda que debió ser altiva y arruinado unas facciones que tuvieron que ser bellísimas, pero todavía brillaba fuego en aquellos ojos rodeados de arrugas debajo de la pasa blanca en canas y había suficiente fuerza en los ademanes de aquella mano retorcida como una garra sujetando el bastón de aluminio como para que cualquier carterista callejero se lo pensara dos veces antes de atreverse con aquella «ancianita»… He visto mucha gente especial, pero aquella vieja tenía una presencia imponente.
En cuanto al niño, tendría unos tres años y pocas veces he visto mejor prueba viviente del tremendo mestizaje caribeño. Si su madre se parecía a la vieja Omaida, el padre debió ser por lo menos sueco, porque el resultado era singular. Lo recuerdo como si lo tuviera ahora mismo frente a mí. De facciones finas y piel tostada, habría sido jabao si no fuera por sus enormes ojos verdes y ligeramente oblicuos, y por aquella improbable mata de pelo rubio, ondeado pero no rizado, que le llegaba hasta más abajo de los hombros.
Ya sabía que la abuela había prometido no cortárselo hasta oírlo hablar. Que había removido cielo y tierra, visitando policlínicos, cuerpos de guardia, consultas de otorrinolaringólogos privados y hasta el mismísimo hospital Cira García, dicen algunos que el mejor de Cuba… al menos ahí es adonde van siempre los pinchos y los macetas, la gente del gobierno y los nuevos ricos de las corporaciones. Y luego, ya cerrados los caminos de la medicina, a yogas, espiritistas y astrólogos de todos los colores.
Sin lograr nada: médicos y curanderos meneaban todos la cabeza del mismo modo desesperanzador: bastaba con tocar la garganta del chico, o mirar dentro de su boca para saber que ni el bisturí láser ni los orishas podían ayudar ahí. Saulito, simplemente, había tenido la mala suerte de nacer sin cuerdas vocales. Luego he averiguado, y parece que es una posibilidad en varios millones… y le había tocado a él. Se puso fatal, así de simple.
De cartomántico en adivinador, habían venido a dar a mí… Yo era su última carta; la vieja Omaida me pidió, con lágrimas en los ojos, que hiciera un milagro por su nieto condenado al silencio, no importaba lo que hubiera que pagar, ella lo conseguiría, y honradamente, trabajando, vendiendo su casa o pidiendo prestado si hacía falta. Saulito era lo único que le quedaba de su hija; la muchacha había muerto tratando de cruzar el estrecho de la Florida en un Chevy impermeabilizado con chapapote que se había hundido con sus 15 aspirantes a ciudadanos de los eua.
Aún sabiendo que no podría hacer nada les tiré los caracoles y el ekuele, y siempre salió lo que se sabe no se pregunta… los orishas no querían tener nada que ver con aquello, así que no quise aceptar ni el pollo flaco ni los dólares arrugados que ella insistió muy digna en darme. La vieja negra se despidió, muy cortés… pero había un fulgor en sus pupilas que decía bien claro que su intención no era resignarse ni mucho menos.
En Cuba, cuando la Regla de Ochá no ayuda, siempre queda el Palo de Monte. No es como magia blanca y magia negra, no es tan simple. Algunos babalaos desprecian a los paleros por brujeros, porque no rezan a los orishas sino a fuerzas más primitivas, porque abusan de la sangre en sus ritos… pero otros sabemos que en el monte hay potencias que no porque no tengan nombre ni cara son menos poderosas que Shangó y Elegguá, fuerzas elementales más antiguas aún que los más antiguos dioses, capaces de actuar si se les invoca del modo adecuado….
Por pura curiosidad… o a lo mejor es que me sentía responsable de la suerte de la vieja y su nieto por no haberlos podido ayudar, el caso es que hice saber a mi grey que agradecería mucho cualquier noticia al respecto. Y como en Centrohabana todo se sabe, y la mitad del barrio me debe algo, a la semana siguiente una jinetera de Holguín que vino a pedirme un trabajo para que el marido no se le corriera mientras ella se iba a Varadero a ganarse unos dólares con un francés me contó que habían visto a la «negra vieja y el jabaíto achinado» entrar en casa de Abigaíl, el palero ciego y albino. Y aquello me olió mal, pero no hice nada.
Error, gran error…