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En un futuro muy lejano, los latinoamericanos han desarrollado el «Impulso González», la única manera conocida de viajar mucho más rápido que la velocidad de la luz. El «Impulso González» ha llevado a la humanidad a contactar con las únicas siete especies alienígenas inteligentes de todo el universo. Sin embargo, cuando el doctor Jan Amos Sangan Dongo, veterinario especializado en criaturas de tamaño súper extra grande, recibe un particular encargo, se verá involucrado en un conflicto que podría dar al traste con el precario equilibrio de fuerzas de todo el universo. Una desternillante y afiladísima obra de ciencia ficción que utiliza la hipérbole y el humor para hablarnos de nosotros mismos.
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Seitenzahl: 183
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Yoss
PRESENTACIÓN DE MIQUEL BARCELÓ
Saga
Super Extra Grande
Copyright © 2019, 2021 Yoss and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726939804
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Novela ganadora del Premio UPC 2010
MIQUEL BARCELÓ
El Premio Internacional UPC de Ciencia Ficción de 2010 disfrutó, como último año por ahora, de la habitual dotación crematística y de su acto de entrega del Premio. La crisis económica redujo después los márgenes económicos de las universidades españolas y, a partir de 2012, el Premio se convoca cada dos años (toca en 2018, 2010, etc.) hasta que la coyuntura permita volver a la periodicidad anual. Y sin dotación económica pero con la publicación asegurada.
En el año 2010 se presentaron al concurso 78 narraciones, siendo 21 (un 26%) las novelas recibidas del extranjero procedentes de Estados Unidos (8), Argentina (4), Gran Bretaña (2), Cuba (2) y Bélgica (1), Chile (1), Colombia (1), Francia (1) y Méjico (1). La internacionalidad del Premio UPC de Ciencia Ficción , sigue siendo una de sus características más relevantes.
La mayor parte de los concursantes escribieron sus narraciones en castellano (63 novelas, es decir el 81%); los otros lenguajes utilizados fueron el inglés (9 novelas, el 12%), el catalán (5 novelas, un 6%) y el francés (1 novela, un 1%).
También, hubo acto especial para la entrega de premios y, en ese año de 2010, el invitado de honor fue el autor francés y director de revistas sobre el género (como Galaxies y Géante Rouge), Pierre Gévart, quien impartió una conferencia con el título: De Verne a Houellebecq: debate o combate en la literatura francesa? La ciencia ficción francesa, un género que busca eternamente su sitio.
De nuevo, como en el año 2003, el cubano Yoss (José Miguel Sánchez Gómez) se presentó al Premio y, si en 2003 obtuvo la Mención Especial del jurado con Polvo Rojo, esta vez se alzó con el Premio UPC de 2010 por la novela que hoy presentamos: Super Extra Grande.
Yoss es cubano, nacido en La Habana hace menos de cincuenta años. Se licenció en Ciencias Biológicas aunque escribe desde sus quince años todo tipo de ficción e incluso artículos periodísticos. Y a fe que lo hace sumamente bien.
Le conocí en ese año 2003 (en el que, además, el conferenciante invitado a la entrega del Premio UPC fue nada más y nada menos que Orson Scott Card) y, de entrada, debo decir que me sorprendió su vestimenta «a lo pirata» y, luego, su conversación inteligente y amena. Es un autor al que intento seguir (no toda su producción es fácilmente asequible en España) y que nunca decepciona.
La obra premiada, Super Extra Grande gira en torno a las peripecias del doctor Jan Sangan, un biólogo veterinario o médico de animales, especializado precisamente en los organismos más grandes de toda la Galaxia. Destaca por su tono paródico, divertido, e incluso en algunos momentos, escatológico (en la segunda acepción que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Quien avisa no es traidor…). Les puedo asegurar que los miembros del jurado coincidimos en que la sonrisa e incluso la risa acudieron solícitas en nuestra compañía mientras leíamos la novela.
El protagonista es un tanto verborreico y tal vez exagerado en la manera de contar sus desventuras atendiendo a los más grandes y monstruosos seres de la galaxia. El inicio de la narración, con el protagonista «curando» una obstrucción intestinal (desde dentro...) de un animal descomunal resulta una puesta en escena de lo más memorable. No se olvida.
La temática me recordó una serie clásica de la mejor ciencia ficción. La serie, iniciada con diversos relatos en 1957, perduró hasta 1999 constando de una docena de libros. Se la llamó Sector General y su autor fue James White. El primer volumen, aparecido en 1962, recogía, con el título de «Hospital General» varios relatos aparecidos en la revista New Worlds entre 1957 y 1960.
En la serie, Sector General es una gigantesca estación espacial que atiende como gran hospital a múltiples especies extraterrestres. El hospital alberga pacientes y personal de docenas de especies, con diferentes requisitos ambientales, comportamientos y, como manda la lógica, todo tipo de enfermedades. Y, evidentemente, los médicos, para poder sanar, han de averiguar muchas veces el «funcionamiento» biológico de algunos de sus pacientes, miembros de especies que nunca han conocido.
Hay algo de eso en el quehacer del doctor Sangan y la curiosa forma que tiene de enfrentarse a ese «funcionamiento» biológico a veces desconocido de los seres tan descomunales en tamaño a los que atiende.
Añadan a todo ello, una fluidez narrativa brillante y extrema (Yoss es un experto escritor), el desenfado del narrador (el mismo Sangan) y su verborreica facilidad para encadenar un tema con otro (mostrando así diversas facetas de su labor y como se desempeña en ella) y tendrán una historia, amena, muy entretenida, bastante atrevida (seguro que alguien la acusa incluso de machista... aunque no lo es en absoluto) y muy sugerente (por ejemplo, el planeta Olduvai generador del conflicto final de la novela, recuerda por su nombre la cuna de la humanidad en la Tierra: la vieja garganta Olduvai en el norte de la actual Tanzania).
De pasada diré, que incluso la formación como biólogo de Yoss se muestra, como de pasada, en varios de los detalles de la narración y en el conocimiento que de ciertos temas biológicos hace gala el autor. No es ciencia ficción «dura» (hard), ni mucho menos (ni falta que hace...) pero me temo que sólo ese saber paralelo del autor explica la soltura con que Sangan narra su historia.
Un autor experto y brillante con una idea un tanto escatológica y muy divertida narrada con suma habilidad por un personaje desenfadado y muy capaz. ¿Qué más se puede pedir?
Miquel Barceló
Para Vicente Berovides, profesor de Ecología y Evolución.
Para Yoyi, «musota» de XXXXX… L, aquella primera versión del 99, en la que los lagotones aún eran continentines, perdida por circunstancias que… mejor dejarlo ahí.
Para Elizabeth, mi auténtica Cosita, que me alentó a esta segunda (y espero de veras que definitiva) versión.
—Jefe Sangan, grumo delante-derecha, diez centímetros rodilla —advierte displicente Narbuk en mis auriculares.
Su voz recuerda de modo no precisamente agradable el chirriar de un viejo mecanismo falto de aceite. Pero lo peor no es eso, sino cómo se empeña en torturar la gramática y sintaxis del hispanglés al peor estilo de un indio piel roja de holoseries de tercera categoría: con horrible tozudez, se come casi todas las preposiciones y solo usa verbos en infinitivo.
De cualquier manera, monitoreando mi avance desde afuera, y con el radar a su disposición, el laggoru tiene una visión de conjunto que me falta.
El sitio que me indica late azul en el mapa virtual tridimensional de los intestinos del tsunami, superpuesto al ángulo superior derecho del visor de mi casco. No me parece muy promisorio, pero en el ángulo inferior izquierdo, el rostro de iguana hipertrofiada de Narbuk insiste:
—Jefe Sangan, comprobar, favor, ver si ahora sí ser maldita pulsera de gobernadora malcriada y poder ir nosotros ya —y luego, hala a quejarse, para variar—: agua y todo aquí olor mucho extraño después morfeorol y laxante… hoy no buen día lavado intestinal tsunami.
Toda operación lleva sus preparativos; y en esta, para tranquilizar al «paciente» y permitir mi «exploración», disolvimos en el agua una dosis de morfeorol suficiente para poner a dormir por una semana a cualquier ciudad pequeña.
Menos mal que el morfeorol es relativamente inocuo para el metabolismo humano.
Pero, claro, no esperábamos que el animalito tardase casi medio día en absorber el sedante a través de las branquias. O habríamos usado la vía intravenosa.
Me dan ganas de recordarle a Narbuk que, como da la casualidad de que soy yo quien se arriesga recorriendo los intestinos del tsunami, mientras que él tan solo sigue mi «viaje interior» desde la orilla, cómodamente y por control remoto, no debería importarle tanto qué día es bueno para hacerle lavados intestinales a un animal de mil ochocientos metros de largo.
Si es que hay algún día bueno para aplicar tal procedimiento.
Bueno, podría ser el germen de un chiste.
Pero no tiene sentido que me esfuerce; pese a todos sus… problemas dietéticos, Narbuk es siempre un laggoru, y los laggorus, simplemente, no entienden la ironía.
No es que no dominen nuestro lenguaje; Narbuk no es el mejor ejemplo: algunos lo hablan incluso mejor que muchos humanos de las colonias.
Es solo que en su cultura las cosas son o no son y ya. Los delicados matices les resultan por completo ajenos. Por eso su sentido del humor es el mismo que el de una piedra: ninguno.
Lo curioso es que esa misma circunstancia, por lo general, los convierte en divertidísimos compañeros, aunque nunca entiendan por qué los demás se ríen tanto a su lado.
Por esa, entre otras razones, son tan apreciados en la Comunidad Galáctica.
He tenido mucha suerte de poder contratar a Narbuk… y de conservarlo; rara vez pasa una hora sin que me haga soltar la carcajada. Además, hay que admitir que es listo de veras: si bien hace tres años sus nociones de biología veterinaria equivalían a las mías sobre la gramática y sintaxis del chino cantonés clásico, hoy ya es un secretario-ayudante más que eficaz.
Ha aprendido realmente de prisa.
Sea como sea, mejor le advierto que no dé la nota. Hoy hay demasiado en juego para arriesgarme a que lo estropee con sus ácidos comentarios: debe haber al menos media docena de hombres del gobernador Tarkon controlando nuestra frecuencia. Y también podrían estarlo haciendo los tres o cuatro amforios que merodean el dique; cierto es que estamos relativamente cerca de su área de influencia, pero igual me resulta algo sospechoso verlos aquí.
Así que aviso a Narbuk:
—Modera tu lengua, lagarto. Esta operación es secreta...
Luego dirijo la manga de succión hacia el sitio marcado, rezando para que la alhaja que hace horas buscamos nos haga el honor de estar finalmente dentro de este grumo.
Pero, claro, mi prudente advertencia de «hay moros en la costa» produce el efecto exactamente opuesto:
—¿Secreto, jefe Sangan? ¿Bestia de casi dos kilómetros en dique de reparaciones navales de isla mucho céntrica y muchos militares y no guerra? Mentira. Y, ¿qué yo decir malo? Yo no creer gobernador Tarkon descubrir ahora tercera esposa suya muy mucho malcriada y no mucho inteligente —insiste él, refractario, como todos los de su especie, a cuanto sea tacto, delicadeza o diplomacia. Y genéticamente incapaz de captar cualquier indirecta—. Señora bien educada y mucho inteligente no dejar caer pulsera de matrimonio de millones de solarios. No mar, no boca tsunami.
¡Bingo! La corriente aspirada por la manga de vacío portátil desprende al fin al objeto en cuestión de la mucosa intestinal del monstruo y…
Y nueva decepción; el grumo no era ningún brazalete nupcial de platino incrustado de topacios de Aldebarán, sino el cráneo semifosilizado de algún pececillo local aspirado por la bocaza del tsunami, seguro que milenios antes de que los humanos descubriéramos el impulso González… y a lo mejor hasta la rueda, porque estos animalitos son longevos de veras. De hecho, hasta ahora nunca se ha visto morir a ninguno, como no sea por accidente. Puede que solo los lagotones de Brondignag vivan más.
Mierda, ¿hasta cuándo tendré que hurgar en la ídem de esta especie de lombriz marina sobredimensionada?
—Seguro que se asustó cuando lo vio bostezar mostrando todos esos preciosos colmillos de veinte metros de largo… —intento justificar a la señora Tarkon, por pura solidaridad racial… aunque su «descuido» tampoco me parece muy casual: por lo poco que sé de psicología femenina, lo más probable es que estuviera aburrida, se sintiese relegada por las mil y una ocupaciones de su atareado esposo, y solo quisiera atraer un poco su atención—. Olvídalo y revisa bien la imagen de radar; hay que encontrar esa fruslería ya. Estoy empezando a cansarme de este asuntico.
Los tsunamis tienen un metabolismo muy veloz, para ser invertebrados tan grandes. Ni siquiera seis toneladas de morfeorol podrán mantenerlo fuera de combate mucho tiempo más… y de veras preferiría estar lo más lejos posible cuando despierte. No creo que me dé las gracias por este tour a través de sus tripas… ni por las once toneladas de laxante que también le administramos, esas sí oralmente. Ya un enema habría sido demasiado.
—Oficio ser oficio —filosofa Narbuk con frases hechas—. Lo que costar valer. Esperar paga mucho generosa compensar trabajo muy mucho sucio.
—Yo te voy a dar a ti «trabajo muy mucho sucio», Kant de pacotilla... y ahora mejor cállate, o la próxima vez entrarás tú a los intestinos del animalito —lo amenazo en broma, y acto seguido trazo un amplio semicírculo ante mí con la manga de succión, como un soldado de los siglos pasados que barriese a media docena de enemigos con el fuego graneado de su ametralladora láser.
Alguien podría decir que perder tiempo en juegos en una tarea tan seria como esta es tentar a la suerte, pero lo cierto es que, tras seis horas recorriendo un sistema digestivo con fuertes ínfulas de laberinto, hundido hasta los hombros o chapoteando en jugos gástricos y excrementos, y esperanzándose ante cada grumo de materia indeterminada que encuentra adherida a sus mucosas, cualquiera podría dejar de creer en la suerte para siempre. Y comenzar a cansarse de veras.
¿Qué decía? La historia de siempre; tampoco esta vez es la dichosa pulsera.
—Dame datos, ayudante —le reclamo a Narbuk, adelantándome a su réplica—. Según el mapa, en diez minutos más debería salir por el ano… pero si no llevo el maldito brazalete de platino de la señora Tarkon, mucho me temo que más me valdrá quedarme dentro.
No solo está en juego mi reputación. Esos guardaespaldas del gobernador no se veían precisamente muy amistosos, y ni hablar de los amforios, con esos cascos suyos que los hacen parecer bulldogs bípedos. ¿Respiradores de metano en un mundo humano? Da bastante qué pensar.
Narbuk replica, dolido:
—Jefe Sangan, sentir mucho, yo, pero no poder hacer eso. Dar garras de pelea por vida suya, si necesario, pero animales provocar yo alergia muy mucha —como de costumbre, se pone susceptible con cada alusión mía a su curioso «problema»—. Yo proscrito laggoru por no cazar y no comer carne. Usted saber.
Los reptiloides laggorus también son famosos en la Comunidad Galáctica por consumir solo comida cazada por ellos mismos… y sin usar armas de energía, lanzadores de proyectiles ni ningún otro artilugio que no sean sus terribles garras de pelea. Ortodoxísimos predadores al viejo estilo.
Pero, claro, con mi suerte, me tenía que tocar como asistente justo el único extravagante vegetariano de todos.
Y luego no entiende por qué me río de él.
Podría ser peor, es cierto. Narbuk no comerá carne, pero sabe manejar como nadie esas garras de acero retráctiles que usan los de su especie calzadas en las suyas, para cazar y combatir. Teniéndolo al lado no le temo a ninguna riña de bar.
Claro que no es que últimamente frecuente muchos bares. Y que cuando lo hago, tampoco hay muchos que se metan conmigo.
Confieso que no tengo la menor idea del kárate-do o del judo. Ni del wu-shu, el pa-kuá, el penjat-silat, el krav-magá o ninguna otra secreta arte marcial… de hecho, rara vez tengo que recurrir a los puños.
Según escribió hace milenios Sun Tzu en su siempre vigente tratado El arte de la guerra, la mejor de las estrategias no es la que te permite ganar en la batalla, sino la que te hace vencer sin tener que entrar en combate.
Intimidación, en una palabra.
Y resulta que yo soy un experto innato en ese arte. El milenario mie-do.
Ante el que casi todos los adversarios optan por recurrir a otro arte marcial igual de antiguo y eficaz: el co-rrien-do.
Eh, no piensen que recurro a amenazas verbales o a infantiles demostraciones de fuerza, tipo romper cosas o alzar en vilo objetos pesados. En realidad, no tengo que hacer nada .
Simplemente… digamos que soy un poco más alto y corpulento que la media humana.
Más bien, bastante más alto y más corpulento que la inmensa mayoría de los homo sapiens.
Bueno, en realidad hay muy pocos seres humanos más voluminosos que yo.
Por lo tanto, lo que suele ocurrir con la mayor parte de los conflictivos habituales que buscan camorra es que me echan una ojeada y… después de caerse de espaldas tratando de conseguir mirarme a los ojos, simplemente se aconsejan y se dedican a mirar a otro cualquiera de los presentes.
Que tampoco es nunca Narbuk, por cierto. Y no solo por la reputación de rápidos y letales con las garras de pelea que tienen (y no en balde) los su especie.
Resulta que, si bien el laggoru apenas llega a la mitad de mi masa corporal (esos reptiloides son de veras esbeltos), sí que me saca sus buenos diez centímetros de talla. Es todo un gigante entre los suyos, como yo entre los míos.
Eso también fue algo que nos unió desde el principio.
Vaya si es cómodo andar con alguien que no te hace pensar todo el tiempo que te sobra un buen trozo de anatomía para encajar en los estándares humanos, y que de veras comprende tus quejas sobre todos esos objetos que parecen haber sido hechos pensando solo en enanos.
A la mierda la ergonomía estadística. Los grandes también tenemos derechos.
Y el que diga lo contrario que se busque un compinche… el laggoru y yo lo desafiamos, aquí y ahora o donde sea y cuando sea.
Narbuk y yo nos volvimos muy pronto compinches inseparables. Mi madre siempre me decía: «Arrímate al más grande». No es un mal consejo, lo admito… solo que resulta más bien complicado de seguir cuando el más grande es casi siempre uno.
Por si lo del tamaño fuera poco, también está el asunto del sexo…
Es una historia larga y complicada.
Antes del laggoru tuve dos asistentas-secretarias.
Para que luego haya envidiosos que se llenan la boca hablando de mi supuesta misoginia…
Enti Kmusa, la primera que contraté, era una humana de Olduvaila. Descendiente directa de masais y, como la mayoría de los homo sapiens crecidos en mundos de baja gravedad, bastante espigada. Casi tan alta como yo, de hecho. Los masais ya eran de por sí una etnia de estatura notable.
Una mujer esbelta y de una elegancia casi felina, Enti. Sobre todo al caminar, era fácil imaginársela en la ancestral sabana africana de sus lejanos tatatatatarabuelos. Yo la llamaba «mi pantera negra». Y, debo reconocerlo, pese a lo exóticas que me resultaron al principio su negrísima tez y sus grandes ojos oscuros, su cabeza afeitada y sus dientes artificialmente afilados como colmillos, también era extremadamente hermosa.
Además era organizada y eficiente, destilaba simpatía natural por todos los poros, los seres vivos más enormes de la galaxia no la espantaban ni le causaban melindrosos escrúpulos tontos… y como consecuencia inmediata, los clientes empezaron a acudir en manada a mi consulta.
De todas partes, y de todas las razas.
Pero ahí mismo empezaron también los problemas: porque la talluda y despampanante descendiente de masais tenía… llamémosle «ligeros prejuicios» contra las otras especies inteligentes de la Vía Láctea.
Por más que la sección humana Coordinadora de la Comunidad Galáctica intente combatirlo (después de de convencerse de que de nada servía negarlo), el del racismo sigue y parece que seguirá siendo por largos siglos un problema complicado para nosotros los homo sapiens.
Será culpa de la peculiar y violenta historia de nuestra civilización, supongo. No hay muchas especies inteligentes que hayan llegado al cosmos con tantas diferencias raciales visibles entre sus miembros como nosotros.
Cuando «mi pantera negra» comenzó a hacerme perder buenos clientes con su flagrante xenofobia pensé en despedirla, pero considerando sus demás valiosas cualidades, preferí contratar a otra chica para ayudarla con los no humanos…
Que nadie me acuse luego de intolerante e intransigente, ni de no darle una segunda oportunidad a nadie…
Creo que hice una buena elección, y de hecho, al principio pareció funcionar perfectamente. An-Mhaly era cetiana y, como todas ellas casi tan alta como yo, pero a la vez amable como una azafata profesional y delicada como una muñeca de porcelana, con una sonrisa fascinante, y por si fuera poco, dueña de una preciosa voz de contralto muy en consonancia con su estatura.
También, claro, como todas las cetianas, tenía ojos amarillos sin pupilas visibles, piel lila o malva si se emocionaba, una cresta espinosa retráctil en la coronilla, una lengua trífida en una boca desdentada pero que alberga uno de los aparatos masticadores más complejos y eficientes de la Vía Láctea, ¡y seis rotundas glándulas mamarias!
Al ver a una cetiana por primera vez resulta imposible no recordar el viejo chiste (pre-impulso González, por supuesto) del hombre que le pregunta a otro: «¿Te gustan las mujeres con muchas tetas?». A lo que le responden: «Pues no… ya con tres comienzan a darme un poquito de asco, la verdad».
Luego he sabido, por un montón de detalles que un simple patán humano como yo es completamente incapaz de apreciar, que An es considerada una beldad extraordinaria entre las suyas. Pero lo que es a mí, me daría igual si me hubiera enterado de que la habían elegido Miss Comunidad Galáctica. Para decirlo en pocas palabras, es que tanta abundancia pectoral no me resultaba en lo absoluto estimulante, eróticamente hablando, sino más bien todo lo contrario.
Quizás si hubiera sido un bebé habría pensado diferente, claro….
Llámenme racista si quieren… pero la verdad es que, a despecho de que su especie sea la más parecida a los humanos de toda la Comunidad Galáctica (según los Médicos Interespecies, al menos… y ellos deben saber de eso más que nadie, ¿no?), siempre me ha parecido que llamar a las cetianas «humanoides» es darle un sentido demasiado amplio al vocablo.
Cuando más, antropoides… o mejor aún, ginecoides.