Lagartos huracanados y calamares plásticos - Thor Hanson - E-Book

Lagartos huracanados y calamares plásticos E-Book

Thor Hanson

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Beschreibung

Por lo general, la naturaleza suele revelarse como algo fascinante a pesar del cambio climático, pero a veces lo hace, asombrosamente, a causa de él. Algunos lagartos abaniquillos (del género Anolis), por ejemplo, han ampliado las almohadillas de los dedos para agarrarse mejor a los árboles debido a la creciente frecuencia de los huracanes. Las poblaciones del calamar de Humboldt van en aumento porque la temperatura elevada del agua altera de tal modo su desarrollo que los pescadores los confunden con otra especie y los devuelven al mar. Las flores silvestres que Thoreau conoció en Walden Pond florecen ahora varias semanas antes en primavera, y hay aves que él jamás contempló por allí y hoy se han convertido en residentes permanentes porque migran desde el sur a medida que aumenta la temperatura. En Lagartos huracanados y calamares plásticos Thor Hanson explora los extraordinarios medios a través de los cuales las plantas y animales están respondiendo a la crisis climática: moviéndose, adaptándose e incluso evolucionando. Este libro es un relato de esperanza, resiliencia y riesgo; un retrato inolvidable del cambio climático y del enmarañado tejido que conforma la vida: la historia natural fundacional de un tiempo antinatural.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Thor Hanson

LAGARTOS HURACANADOSYCALAMARES PLÁSTICOS

LA DURA Y FASCINANTE BIOLOGÍA DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro

Alianza Editorial

A mi hermano

ÍNDICE

Nota del autor

Introducción: Para pensárselo

PARTE UNOLOS CULPABLES (EL CAMBIO Y EL CARBONO)

1. Nada permanece

2. Aire mefítico

PARTE DOSDESAFÍOS (Y OPORTUNIDADES)

3. El lugar correcto en el momento equivocado

4. El enésimo grado

5. Extraños compañeros de cama

6. Las necesidades básicas

PARTE TRESLAS RESPUESTAS

7. Moverse

8. Adaptarse

9. Evolucionar

10. Buscar refugio

PARTE CUATROLOS RESULTADOS

11. Romper la envolvente

12. Sorpresa, sorpresa

13. Eso fue entonces, esto es ahora

Conclusión: Todo lo posible

Agradecimientos

Glosario

Bibliografía

Créditos

NOTA DEL AUTOR

Fue la curiosidad lo que me movió a escribir este libro, y lo he planteado tirando del hilo de las vicisitudes y descubrimientos de personas que han dedicado la vida a la ciencia y que, por tanto, son curiosas por naturaleza. Aunque está centrado en la crisis del cambio climático, no es un libro de crisis. Ya hay otras obras que han dado la voz de alarma, y sus advertencias siguen vigentes. Aquí pondremos la atención en los fundamentos del problema: qué revela la biología sobre lo que cabe esperar cuando se avecina un cambio climático. El texto está repleto de comunicados procedentes de la vanguardia de un campo de estudio en rápida expansión, y la bibliografía ofrece más material aún para ahondar en él. He procurado destilar las ideas científicas sin usar demasiada terminología especializada, pero hay un glosario al final que explica los conceptos técnicos indispensables. Las anécdotas y digresiones que se apartan del discurso general figuran en las notas que acompañan a cada capítulo: por ejemplo, los detalles sobre cómo mejorar una trampa para escarabajos, la longevidad de la orina de la rata nopalera o cómo disolver un huevo de pato en agua. Confío en que los numerosos conocimientos que he adquirido durante las averiguaciones efectuadas para escribir este libro se reflejen en su lectura, y que esta, además de interés, despierte también las ganas de actuar. Gritar desde los tejados llega más lejos si todas las voces se alzan al mismo tiempo.

INTRODUCCIÓN

PARA PENSÁRSELO

Estoy pensando, hermano, en una predicción que leí…

WILLIAM SHAKESPEARE, El rey Lear(c. 1606)1.

Monté la tienda en la oscuridad y bajo una lluvia torrencial con la esperanza de haber ascendido por la ladera lo suficiente como para quedar fuera del alcance de avenidas repentinas. Introducirme en ella fue como entrar en una lavadora centrifugando: tumbado boca arriba, el viento azotaba la tela mojada a centímetros de mi cara, hacía traquetear las varillas y me salpicaba con una bruma fina. Mientras la tormenta proseguía hasta altas horas de la noche y el saco de dormir se iba empapando poco a poco, empecé a dudar si habría acertado al elegir plan para las vacaciones de primavera.

Podía haberme unido a la escapada de pesca que habían organizado unos amigos y haber participado de esa camaradería regada con cerveza más o menos esperable en universitarios que cursan el último trimestre del último año. En lugar de eso, al final decidí preparar un montón de sándwiches, echar el equipo de acampada en una mochila y salir a explorar un rincón remoto del desierto del sur de California que más tarde se convertiría en el Parque Nacional Joshua Tree [«árbol de Josué»]. Ni se me pasó por la cabeza meter en la mochila toldos impermeables y ropa de lluvia: ¡me dirigía al lugar más seco de América del Norte! Pero, aunque esa primera noche fue una de las más deplorables que he pasado en una tienda de campaña, el aguacero tuvo un resultado formidable. Semillas sedientas y plantas perennes renacieron a la vida por todas partes, y a medida que el cielo se despejó en los días posteriores, me encontré transitando por el más insólito de los paisajes: un desierto en flor. Mis notas de campo describen una profusión de flores doradas, azules y moradas, diseminadas cual pinceladas sueltas por la tierra roja y las rocas de granito. Identifiqué más de dos docenas de especies en flor, desde margaritas y campanillas resplandecientes hasta variedades menos conocidas con nombres sacados de una novela del Oeste: hierba escorpión, aguja española y trébol de burro. Sin embargo, el vegetal sobre el que más escribí no tenía una sola flor. Lucía adornos de otro tipo.

Lo encontré creciendo en solitario en un paso estrecho de montaña: era un viejo árbol de Josué cuyas ramas se desplegaban hacia arriba como púas de un rastrillo. Incluso desde la distancia noté que tenía un brillo extraño al mecerse con la brisa, y cuando me acerqué supe la razón. Los vientos dominantes, encauzados por las rocas y la altura, habían decorado el árbol con basura. Había bolsas de plástico, envoltorios de comida, hebras de cuerda de embalar y no menos de tres globos de fiesta desinflados en distintos grados. «Feliz cumpleaños», se leía aún en uno de ellos mientras cimbreaba despacio desde el extremo de su enredada cinta. En aquel momento comparé la basura con frutos, una extraña cosecha en pleno desierto, a ochenta kilómetros de la urbe más cercana. Décadas después todavía evoco aquel árbol y me sigue pareciendo un poderoso símbolo del gran alcance de las huellas humanas en el mundo natural. Pero ahora reconozco que el problema no estaba tanto en lo que el aire ventoso había arrastrado como en el aire de por sí.

Figura 0.1. El árbol de Josué es la variedad de yuca más grande del mundo y crece únicamente en el desierto de Mojave, una región que cambia con rapidez a medida que el clima se calienta. National Park Service / Robb Hannawacker.

Dos meses después de aquella excursión obtuve mi título de grado e inicié mi formación en biología de la conservación. La casualidad quiso que el día de mi graduación coincidiera con el encuentro de las delegaciones en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (Brasil) en 1992, donde se presentaría y firmaría el primer tratado internacional sobre el cambio climático. No era un concepto nuevo: los científicos ya habían predicho los efectos de las emisiones de carbono en el siglo XIX, y en los círculos ecologistas se hablaba con frecuencia sobre el «calentamiento global» desde hacía años. Pero aquella cumbre marcó un punto de inflexión: fue el momento en que el cambio climático pasó oficialmente de ser un tema académico a convertirse en una preocupación pública mundial. En los años siguientes, la acumulación de pruebas y los llamamientos a actuar chocarían una y otra vez con la política, sobre todo en Estados Unidos. Habría protestas, campañas y debates en relación con el cambio climático, por no mencionar la señal definitiva de inquietud colectiva: una retahíla de películas de Hollywood sobre desastres. Como científico, nunca dudé que fuera un problema acuciante, pero seguí luchando junto a todos los demás para encontrar una respuesta que tuviera sentido. No se me escapaba la ironía de que para ello tuviera que viajar en avión a lugares tan alejados como África y Alaska: no compensaría la quema de todo ese combustible compartiendo coche hasta el aeropuerto. Pero, más allá de estas vagas preocupaciones, en un principio el problema climático me pareció remoto, alarmante pero intangible, como un diagnóstico en busca de síntomas.

Tuve la reacción típica. Con el cambio climático se produce una desconexión evidente entre lo que sabemos que está ocurriendo y lo que parece que podemos o queremos hacer al respecto. El veterano activista del clima George Marshall analizó esta divergencia en su excelente libro de acertado título Don’t Even Think About It [Ni lo pienses]. Él señalaba que el cerebro humano es perfectamente capaz de entender e ignorar al mismo tiempo amenazas abstractas. Cuando las consecuencias parecen lejanas o graduales, la parte racional de la mente humana se limita a archivarlas para futuras consultas, y rara vez activa las rutas emocionales más instintivas asociadas a actuar con rapidez (reaccionamos mejor a amenazas físicas, como que nos lluevan lanzas o nos embista un león, los problemas inmediatos con los que evolucionaron nuestros antepasados). El libro de Marshall termina con una lista pormenorizada de estrategias para reducir esa brecha mental, y muchas de ellas se basan en un recurso diferente por el que destaca el cerebro humano: la narrativa.

Cuando se vinculan ideas complejas a una historia, de inmediato nos identificamos más con ellas. No es casual que Platón ambientara muchos de sus diálogos filosóficos en el drama del juicio contra Sócrates ni que Carl Sagan eligiera hablar sobre astrofísica desde el flamante puente de mando de una nave espacial imaginaria. Los relatos involucran partes del cerebro que permanecen inalteradas ante los hechos sin más, lo que libera sustancias químicas que está demostrado que modifican la forma de pensar, de sentir y de recordar2. Lo mismo sucede con el cambio climático: gran parte de nuestro conocimiento sobre él y nuestras actuaciones para combatirlo dependerán en última instancia de las narrativas, de las que contemos nosotros y, en el otro sentido, de las que nos cuenten. Mi propia visión del problema ha experimentado un cambio drástico a lo largo de mi carrera, que ha derivado desde el distanciamiento hasta la fascinación absoluta debido a las historias, no necesariamente las de los titulares de prensa o los debates políticos, sino las que me he encontrado en un espacio más fundamental: la vida de las plantas y los animales que he estudiado.

Igual que el resto de biólogos del mundo, he visto que el cambio climático se ha ido desplazando, un proyecto tras otro, de un segundo plano a un primer plano, porque mientras la humanidad lleva los últimos treinta años esforzándose en buscar siquiera una solución, todas las demás especies del planeta han actuado sin más. Sus reacciones nos recuerdan que el resultado de cualquier situación climática futura, por muy compleja o conflictiva que sea, dependerá en última instancia de una sola cosa: de cómo responda al cambio cada animal y planta individual. Si todos los seres vivos de la Tierra se las arreglaran igual de bien en cualquier situación, entonces las alteraciones climáticas no tendrían la menor relevancia. Sin embargo, las condiciones para la vida son cualquier cosa menos universales. La biodiversidad es fruto de la especialización: millones de especies están adaptadas de una manera rigurosa a las peculiaridades de su nicho particular. La variación de esas condiciones requiere una respuesta, y cuando esa alteración sucede con mucha rapidez, a veces reestructura ecosistemas enteros. Buena parte de la crisis del cambio climático se debe a la velocidad a la que está ocurriendo. Pero esto también ofrece una gran oportunidad a quienes practican la ciencia, la agricultura, la observación de aves, la jardinería, para los naturalistas de jardín y cualquier persona con interés por la naturaleza. Nunca antes habíamos sido testigos de un acontecimiento biológico tan extremo, y, si los primeros resultados suponen algún indicativo, tiene mucho que enseñarnos. Porque igual que el planeta está cambiando más deprisa de lo que nadie esperaba, también lo están haciendo las plantas y los animales que residen en él.

Este libro es un análisis de ese mundo en emergencia en el que las especies, desde los escarabajos hasta los percebes (e incluso los árboles de Josué), están plantando cara al desafío de ese cambio veloz, amoldándose, adaptándose y, a veces, evolucionando de manera apreciable en vivo y en directo. Más allá de una breve introducción sobre el dióxido de carbono, este libro no incluye explicaciones detalladas sobre por qué y de qué manera se está calentando el planeta; tampoco aborda las numerosas controversias que siguen obstaculizando el avance de las medidas políticas. Son temas cruciales, pero todos ellos han sido tratados ya con gran extensión en la prensa y otros espacios (el público interesado encontrará un resumen excelente en el lúcido e imparcial texto de Andrew Dessler titulado Introduction to Modern Climate Change). Nuestra obra profundiza más bien en lo que algunos contemplan como un nuevo campo de estudio: la biología del cambio climático. Partiendo de capítulos que exponen cómo descubrió la comunidad científica que el clima estaba cambiando y que los gases de efecto invernadero eran los culpables, nuestra exposición prosigue abordando tres cuestiones esenciales de esta disciplina en ciernes: (1) ¿qué retos plantea el cambio climático para las plantas y los animales?, (2) ¿cómo responden los individuos? y (3) ¿qué nos desvela el conjunto de esas reacciones sobre el futuro, tanto el suyo como el nuestro?

Confío en que quien lea este libro coincida conmigo en que el cambio climático merece nuestra curiosidad además de nuestra inquietud. Es difícil resolver un problema si ni siquiera nos interesa. Por suerte, esta es una crisis profunda y absolutamente fascinante que afecta a la biología del mundo que nos rodea de maneras que vale la pena plantearse a diario. Así, por ejemplo, estoy escribiendo estas palabras una tarde preciosa de primavera con la puerta de mi despacho abierta de par en par para oír el zumbido de los insectos en el huerto y el trino de las bijiritas recién llegadas desde el sur. El incremento de las temperaturas globales afecta a todos los aspectos de esta escena, desde el ritmo de la polinización y las migraciones hasta el hecho de que yo tenga la puerta abierta y me sienta cómodo en camisa de manga corta. Conocer las respuestas de la biología al cambio climático puede ayudarnos a que también nosotros encontremos nuestro espacio en él, y espero que las historias que cuento en este libro sirvan como inspiración e información. En pocas palabras: si los grillos, los abejorros y las mariposas están aprendiendo a modificar su comportamiento, lo lógico es que nosotros también podamos hacerlo. Las plantas y los animales tienen mucho que decirnos sobre lo que nos espera, porque para muchos de ellos, igual que para muchos de nosotros, ese mundo ya ha llegado.

1El rey Lear, acto 1, escena 2; Bevington 1980, p. 1178.

2 De los diversos neurotransmisores que se relacionan con la respuesta del cerebro ante relatos o historias, tal vez el más estudiado sea la hormona oxitocina. Su vinculación a los sentimientos de empatía y de confianza ha animado a un investigador a apodarla «la molécula de la moral» (Zak 2012). Se cree que la oxitocina y otras sustancias químicas que se liberan cuando el cerebro humano procesa historias o narraciones favorecen el entendimiento y ayudan a transformar las abstracciones en acciones.

PARTE UNO

LOS CULPABLES

(el cambio y el carbono)

Quien quiera crearse enemigos, que pruebe a cambiar algo.

WOODROW WILSON, Discurso en el World’s Salesmanship Congress (1916)3.

Antes de empezar mi posgrado dediqué meses a buscar el programa de doctorado adecuado: visité varios campus universitarios, envié correos electrónicos, mantuve conversaciones telefónicas y me reuní con posibles directores de tesis. Supe que había dado con la opción correcta cuando me entrevisté con un profesor que no se molestó en enseñarme su laboratorio o despacho hasta que pasamos un día juntos en el monte. «Demos un paseo», dijo, «y veamos si tenemos algo de qué hablar». Fue una lección sobre la importancia de lo esencial, asegurarse de que se cumplen los requisitos básicos antes de meterse de lleno en una tarea compleja. En recuerdo de aquello, los primeros capítulos de este libro se centran en aspectos esenciales que suelen pasarse por alto: cómo empezaron a pensar los científicos en el cambio y en el dióxido de carbono…

3 Wilson 1917, p. 286.

CAPÍTULO UNO

NADA PERMANECE

Cualquier cambio en los hábitos de vida y de pensamiento es un incordio.

THORSTEIN VEBLEN, Teoría de la clase ociosa (1899)4.

Antes de avistarlos, los oí chillando y graznando desde algún lugar elevado como si fueran un par de gallos desquiciados. El ruido seguía y seguía, y me pareció absurdo que una persona en su sano juicio quisiera tener un ave de estas dentro de casa. Sin embargo, la demanda del comercio de mascotas había contribuido a que el guacamayo verde mayor dejara de ser una especie muy común y estuviera en peligro de extinción. Yo había dedicado tres años a estudiar su fuente principal de alimento en lo que antaño había sido un hábitat perfecto, pero para ver un guacamayo se necesitaban dos días de viaje por entornos rurales en autobús, en lancha por el río y, por último, en canoa motorizada. De modo que cuando dos ejemplares descendieron de repente desde la copa de un árbol y sobrevolaron el río, sentí la emoción de vivir un momento que esperaba hacía mucho, y también supe al instante por qué hay aficionados a las mascotas tan dispuestos a pasar por alto todo ese ruido y alboroto. Incluso desde la distancia, el verde intenso del plumaje de los guacamayos resplandecía a la luz del sol con destellos carmesíes, castaños y bronces flanqueados por dos grandes alas azules, como si cada color del paisaje circundante, desde el cielo hasta el río y la selva tropical, hubiera sido destilado y dotado de una vida emplumada.

Observé con satisfacción que las aves cruzaban del lado nicaragüense del río al costarricense y que se perdían sobre una hilera de colinas bajas. Me pareció adecuado concluir mi investigación en América Central comprobando que se estaba produciendo el reasentamiento de aves que pretendía favorecer. Aunque yo no había estudiado directamente los guacamayos, mi trabajo demostró que los almendros de montaña (de cuyos frutos, parecidos a las almendras, dependen estas aves) han logrado persistir y reproducirse indefinidamente en algunas manchas de bosque, conectados entre sí a través de grandes distancias gracias a los ajetreados esfuerzos de polinización de las abejas. Este hallazgo contribuyó a justificar la creación de una ley para proteger los almendros de las llanuras del este de Costa Rica, donde la ganadería y la producción frutícola habían dejado la selva tropical atravesada por pastos, carreteras y tierras de labor. La población esperaba que la conservación de los árboles adecuados permitiera el regreso de los guacamayos y la repoblación de sus viejos refugios del norte en la gran reserva natural nicaragüense que yo había visitado tras un viaje tan largo. Resultó que el proceso ya estaba en marcha. En los años siguientes, cientos de aves realizarían el mismo vuelo que yo había presenciado, atravesando el río San Juan en dirección sur para convertir los guacamayos verdes mayores en una visión (y un sonido) habitual en ciertas regiones de Costa Rica. Durante un periodo breve se consideró un éxito de conservación: las aves que regresaban no solo encontraban alimento en los almendros, sino que anidaban y criaban sus polluelos en los huecos de sus enormes troncos. Pero los científicos no tardaron en reparar en que el destino de los guacamayos y de su árbol preferido era un ejemplo aún mejor de algo totalmente diferente y mucho más trascendental.

Mirando atrás, compruebo ahora que la expresión «cambio climático» no se usó ni una sola vez en las numerosas propuestas, informes y artículos revisados por pares relacionados con mi investigación del almendro de montaña. Por entonces no parecía relevante para un estudio biológico tan específico y local como aquel. Pero a lo largo del camino encontré una pista sugerente en un comentario espontáneo que me hizo otra científica de la misma estación de campo. Sus datos revelaban que los almendros reaccionaban al calor aumentando el ritmo de la respiración vegetal, el proceso que emplean las plantas para enviar oxígeno a sus células. En cierto sentido, los árboles jadeaban. Este y otros signos de estrés no auguraban nada bueno en un mundo que se calienta, y cuando más tarde empezaron a emitirse predicciones para América Central a partir de modelos climáticos, se vio con claridad que los almendros estaban en una situación complicada. «Los árboles que usted ha estudiado habrán desaparecido al final de este siglo», me dijo un experto que me explicó que la supervivencia de la especie dependería de que su área de distribución se desplazara hacia territorios más elevados donde imperaran las temperaturas adecuadas para ella. De repente, el resultado más importante de mi trabajo era algo que había publicado casi como una ocurrencia tardía: los grandes murciélagos frugívoros eran capaces de dispersar las semillas del almendro a saltos de ochocientos metros o más. ¿Sería lo bastante lejos y lo bastante rápido como para ganarle al calor? ¿Se desplazarían los murciélagos en la dirección correcta? ¿Conseguirían arraigar los almendros incluso en bosques más elevados que ya estaban atestados de árboles? ¿Y qué implicaba todo eso para los guacamayos, de los cuales se esperaba que se limitaran a volar hacia el norte, hacia climas más frescos, sin que los condicionara la dispersión lenta de las semillas? La historia de los guacamayos y los almendros no es la de una relación clara entre ellos, sino que se ha convertido en otro ejemplo real de incertidumbre, símbolo de un planeta en constante cambio.

Como biólogo tal vez no debería haberme sorprendido el repentino padecimiento de los almendros. Al fin y al cabo, el cambio es la base de la evolución, y la evolución es la base de la biología. El propio vocablo evolucionar proviene de un verbo latino que significa «dar vueltas», y todo organismo es producto de ese movimiento constante. Las especies dan vueltas hasta emerger a la existencia a base de adaptarse y, a menudo, dan lugar a cosas nuevas por el camino antes de acabar desapareciendo mientras el mundo sigue adelante a su alrededor. Incluso si los almendros no lograran llegar a las estribaciones de las montañas y fenecieran por completo, sería algo muy normal; la extinción es el destino de todas las especies. Yo lo sabía, pero aun así me daba vértigo pensar que los gigantescos árboles que estudiaba (algunos de hasta tres metros de diámetro) pudieran desaparecer pronto. Era algo más que sentimentalismo o mera sorpresa. La resistencia al cambio se considera un rasgo distintivo de la psique humana. Los expertos la relacionan con una sensación instintiva de comodidad y seguridad en lo conocido, unida a una necesidad de cohesión y coherencia social. El resultado es un sentimiento común que queda perfectamente retratado en las palabras del estereotipado personaje de Homer Simpson: «¡Nada de estupideces nuevas!».

Figura 1.1. El guacamayo verde mayor, o lapa verde, es el loro más grande de América Central, donde mantiene una relación ahora incierta con los almendros de montaña. P. W. M. Trap, Onze Vogels in Huis en Tuin (1869). Biodiversity Heritage Library.

Desde luego, no he sido la primera persona que se ha alarmado ante la idea de un medio ambiente cambiante. Durante la mayor parte de nuestra historia, la humanidad prefirió descartar por completo esa consideración y contemplar el mundo natural como algo inmutable. Por supuesto, había estaciones del año y alguna que otra sequía o inundación, pero la tierra y los mares y las criaturas que había en ellos eran siempre los mismos. El filósofo griego Parménides llegó incluso a demostrar que el cambio era imposible. Nada sale de la nada, razonó, ni puede salir nada nuevo de lo que ya existe, porque «lo que es… es»5.

Aristóteles encontró cierto margen de maniobra en esa argumentación y planteó que los objetos pueden cambiar de forma siempre que persista su esencia subyacente. Por ejemplo, una bellota puede transformarse en roble o el bronce puede fundirse y moldearse para crear una estatua. Esto explicaba los evidentes procesos de cambio que encontramos en la vida cotidiana sin cuestionar la idea de que la naturaleza es algo absoluto. Aristóteles también propuso organizar el mundo natural de acuerdo con una jerarquía estricta, de manera que lo que él percibía como formas más simples, como las plantas, se situara hacia la base, y lo más sofisticado, como los animales (y los filósofos griegos), residiera en la cúspide.

Estudiosos posteriores adoptaron y embellecieron aquella concepción encontrando peldaños en esa escala para cualquier especie recién descubierta y cosas tales como metales preciosos, planetas, estrellas y hasta diversas variedades de ángeles. El paradigma perduró casi dos milenios y se reprodujo en el sistema de clasificación taxonómica desarrollado por ese gran catalogador que fue Carlos Linneo. Él señaló en 1737 que a todas las especies verdaderas «la naturaleza les ha asignado límites fijos que no pueden sobrepasar», y que su número «es ahora y siempre será exactamente el mismo»6. Sin embargo, cuando Linneo escribió esas palabras, ya circulaban ideas nuevas que estaban haciendo que los cimientos de la antigua concepción del mundo se tambalearan. Fue muy oportuno que la prueba de que el cambio no era tan solo algo común, sino el motor principal de la naturaleza, proviniera de la piedra, un elemento que siempre se había situado en el escalafón más bajo de la jerarquía aristotélica.

Se cree que pocas personas han llegado a leer las 1.548 páginas de la obra de 1795 Theory of the Earth [Teoría de la Tierra], de James Hutton, por no hablar de su compañera de 2.193 páginas titulada Principles of Knowledge [Principios del conocimiento]. Pero ni siquiera la sobrecogedora profusión de palabras del escocés logró encubrir la fuerza de su idea geológica central: que el lecho de roca de los continentes e islas se formó a partir de una erosión y sedimentación constantes, de su cimentación y su posterior levantamiento debido al calor de la Tierra. En lugar de un paisaje estático, propuso la emergencia constante de una «sucesión de mundos» en el transcurso de intervalos inmensos de tiempo7. Era un planteamiento revolucionario, pero estaba avalado por las numerosas pruebas que salían a la luz en los pozos mineros que proliferaban por toda Gran Bretaña. La demanda de carbón y metales para propulsar la Revolución Industrial había abierto sin querer una ventana al tiempo profundo al dejar al descubierto capas de roca con una historia muy antigua. Algunas contenían fósiles marinos, lo que consolidaba la idea de Hutton de que las rocas (incluso las encontradas en las cumbres de colinas y montañas) se habían formado a partir de sedimentos oceánicos. Otras piedras portaban restos de plantas extrañas o animales desconocidos, lo que sugería que tanto la vida como el paisaje tuvieron un aspecto muy distinto en un pasado remoto. Esto planteó una cuestión obvia e inquietante: ¿dónde fueron a parar esas especies?

Figura 1.2. Esta ilustración del siglo XVI muestra el mundo natural como una «gran cadena del ser» que es inmutable y asciende desde la roca y el suelo hasta las plantas, los animales y la humanidad. Las representaciones del cielo y el infierno (y sus moradores) delimitan la escena por arriba y por abajo. Diego Valadés, Rhetorica Christiana (1579). Getty Research Institute.

La extinción era un concepto puramente hipotético hasta que el naturalista francés Georges Cuvier empezó a reflexionar sobre los elefantes. Poco después de que Hutton trastocara la idea de invariabilidad en la geología, Cuvier puso en el punto de mira su equivalente biológico. Su meticuloso análisis de distintos dientes fósiles de elefante demos- tró que varios mastodontes y mamuts lanudos presentaban diferencias claras no solo entre sí, sino también con respecto a todas las variedades de elefantes vivientes. Las denominó «especies perdidas» y, como los elefantes son enormes e imposibles de obviar, a los escépticos solo les quedó el incómodo recurso de argüir que seguiría habiendo mamuts y mastodontes en algún lugar esperando a que alguien los localizara (resulta curioso que Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos y entusiasta de los mastodontes, sugiriera justamente eso cuando ordenó a los miembros de la expedición de Lewis y Clark en 1804 que recorrieran el Oeste americano en busca de animales que «puedan considerarse raros o extintos»8). Cuvier dedicó el resto de su carrera a esclarecer esta cuestión mediante la descripción de formas extintas de todo tipo, desde tortugas y perezosos hasta pterodáctilos. Pero una de sus aportaciones más duraderas fue la observación de que las especies no solo se extinguen de una en una. A veces desaparecen del registro fósil comunidades enteras de golpe y son reemplazadas por un conjunto de organismos muy diferente en capas de roca más superficiales y jóvenes. Es bien sabido que con esta opinión cuestionó las ideas de Hutton sobre los cambios graduales en la geología, argumentando que los paisajes antiguos (y todos sus habitantes) habían sido arrasados en repetidas ocasiones por diversas inundaciones u otras catástrofes. Como teoría general, conocida con el nombre de «catastrofismo», estas ideas acabaron siendo desacreditadas. Al margen de los terremotos o volcanes ocasionales, lo cierto es que la mayoría de los procesos geológicos ocurren despacio, tal y como había planteado Hutton. Pero los fósiles de Cuvier evidenciaban que las extinciones podían ser, al menos de manera ocasional, repentinas y generalizadas, lo que brindó el primer indicador de que el mundo natural era capaz de cambiar con rapidez, una idea que el mayor naturalista de la siguiente generación siempre se esforzaría por cuadrar.

Las teorías de Hutton y Cuvier contravenían tanto los preceptos religiosos como el dogma científico, e inauguraron décadas de controversia. Muchos estudiosos las rebatieron con argumentos bíblicos: si las rocas contenían vestigios de vida marina, tuvieron que formarse durante el diluvio universal, y cualquier fósil ignoto representaría simplemente a criaturas que no llegaron a subir al arca. Otros aceptaron el concepto de los mundos antiguos, pero plantearon teorías diferentes sobre la formación de las rocas, los orígenes de los fósiles y qué causaba la transición de una era a la siguiente. Aquellos debates fascinaron al joven Charles Darwin, que dedicó a la geología gran parte de los inicios de su carrera. Él mismo se designaba como un «celoso discípulo» de la concepción de Hutton, popularizada y ampliada por el gran geólogo decimonónico (y buen amigo de Darwin) Charles Lyell9. Darwin recolectó miles de fósiles y muestras de roca durante su viaje en el Beagle (a menudo a costa de sus investigaciones zoológicas) y anhelaba visitar las islas Galápagos no por los pinzones, sino por la «abundancia de volcanes activos»10. Más tarde se basó en pruebas fósiles para respaldar su teoría sobre la formación de las especies, al igual que Alfred Russel Wallace. La publicación conjunta de las memorias de ambos sobre la evolución por selección natural en 1858 (y de El origen de las especies de Darwin el año siguiente) supuso para la biología lo que Hutton había logrado en la geología, es decir, aceptar el cambio como algo fundamental y atribuirlo a un mecanismo convincente. Pero ambos contemplaron el ritmo de ese cambio como algo lento y gradual, perfectamente complementario al consenso emergente en torno a fuerzas geológicas graduales como la erosión y la sedimentación. Habría de transcurrir más de un siglo para que los biólogos empezaran a entender lo deprisa que pueden sucederse las cosas en el medio ambiente, en la evolución y en las interacciones cruciales entre esas fuerzas. Una vez más, los primeros datos llegaron no del estudio de criaturas actuales, sino del análisis de piedras, fósiles e inmensos intervalos de tiempo.

Figura 1.3. En Exhuming the First American Mastodon, el artista y naturalista Charles Willson Peale inmortalizó la excavación que él mismo realizó en 1801 de una criatura apodada en un principio «American incognitum». Los bocetos del fósil acabaron llegando hasta París, donde Georges Cuvier confirmó que se trataba de un mastodonte, una de las primeras especies que se dio definitivamente por extinguida. Maryland Historical Society.

En 1971, dos jóvenes paleontólogos acuñaron la expresión «equilibrio puntuado» en la reunión anual de la Sociedad Geológica de América. Niles Eldredge y Stephen Jay Gould, amigos y colaboradores desde sus estudios de posgrado, presentaron aquel concepto como una respuesta novedosa a una pregunta que incomodaba desde hacía tiempo en el campo de la paleontología: ¿dónde estaban los eslabones perdidos? Si la evolución era en verdad un proceso lento y constante, ¿no tendría que estar el registro fósil repleto de transiciones graduales de una forma a otra? Sin embargo, las especies fósiles solían aparecer de manera repentina y luego persistían más o menos invariables en capas de roca que abarcaban miles o incluso millones de años. Darwin era muy consciente de este problema y lo calificó como «la objeción más obvia y grave que se puede aducir en contra de mi teoría»11. Dedicó un capítulo completo de El origen de las especies a darle una explicación que se consideró válida desde entonces: «La extrema imperfección del registro geológico»12. Como las rocas solo se forman en las condiciones adecuadas y apenas una pequeña fracción de ellas contiene fósiles, la inmensa mayoría de las especies (así como las transiciones de unas a otras) no aparecían en el registro. La memorable descripción de Darwin decía: «Contemplo el registro geológico como una historia del mundo que se ha conservado defectuosa… […] solo se ha conservado un pequeño capítulo aquí y allá, y de cada página, tan solo unas cuantas líneas sueltas»13. Eldredge y Gould no discutieron las limitaciones del registro geológico, pero plantearon una razón más para explicar la rareza de los fósiles intermedios: una evolución veloz. Si las especies nuevas emergieran en episodios puntuales de cambio veloz en lugar de formarse despacio en el transcurso de eones, sencillamente no habría tiempo (desde un punto de vista geológico) para que sus transformaciones quedaran registradas.

El equilibrio puntuado, también conocido como equilibrio interrumpido, consiguió cuestionar la concepción evolucionista sin poner en tela de juicio la evolución: la selección natural y el resto de principios darwinistas básicos seguían vigentes, solo que el ritmo era distinto. Un proceso que implicara episodios puntuales de actividad veloz (puntuaciones o interrupciones) seguidos de largos periodos de estabilidad (equilibrios) permitía explicar el registro fósil de todo tipo de especies, desde trilobites hasta caballos, y sus defensores empezaron a aplicarlo con profusión14. Las voces críticas acusaron a Eldredge y a Gould de inflar o tergiversar sus argumentos, exagerando lo que tal vez solo fuera una tendencia menor a que se produzcan trompicones dentro de un sistema gradual en términos generales. El debate continúa, pero al margen de si se trata de un patrón habitual o excepcional, o de cuál sea su causa exacta, el equilibrio puntuado introdujo una idea relevante: que el ritmo al que se producen los cambios evolutivos es variable y que al menos en ocasiones ocurre en estallidos veloces.

En el transcurso de dos siglos, la percepción científica y popular de la naturaleza pasó de verla como algo fijo e intocable a contemplarla como algo que cambia despacio a pasos pequeños, y después como algo capaz de sufrir transformaciones veloces y repentinas. El cometido de la biología creció en consonancia. En lugar de limitarse a catalogar especies, empezó a desentrañar sus historias y sus relaciones y a buscar signos medibles de la evolución en marcha. ¿Cómo reaccionaban las plantas y los animales frente al entorno y entre sí? ¿Qué hacía que algunas especies fueran tan resistentes como para perdurar millones de años mientras que otras (como los almendros de montaña) parecían vulnerables a la menor perturbación? ¿Qué condiciones provocaron los estallidos puntuales de actividad, tanto en la evolución de las especies como en el ritmo de su extinción? Todas estas cuestiones se entretejían con otra constatación creciente. En un estudio tras otro y en ecosistemas de todo el mundo había una especie que siempre aparecía como causante principal y primordial del cambio.

Las concepciones tradicionales de la naturaleza no atribuían un papel relevante a los efectos del comportamiento humano. La agricultura, la caza, la deforestación y otras actividades tal vez se cobraran algún tributo, pero esos costes se consideraban muy localizados y transitorios. Cuando se conmemoró en una columna la victoria del emperador romano Trajano sobre la Dacia, por ejemplo, los bajorrelieves tallados en ella ilustraban un reino frondoso deforestado y despojado de fauna y flora para abastecer al ejército conquistador. Pero estaba implícito que aquel paisaje exuberante se recuperaría pronto: ¿por qué si no habría valido la pena conquistar la Dacia? Como dice un viejo proverbio chino: «Mientras haya colinas verdes, habrá leña para quemar». La humanidad no empezó a darse cuenta de que esas colinas proverbiales no son infinitas hasta bien entrado el siglo XIX. La industrialización, la urbanización y el crecimiento demográfico implicaron consecuencias medioambientales que la población sufrió en sus propias carnes, desde la contaminación del aire y el agua hasta la escasez de caza, tierras de labor y, desde luego, leña. La caza excesiva zanjó de una vez por todas la cuestión de la extinción, ya que acabó con especies tan comunes como la paloma migratoria y el alca gigante, así como con especies exóticas voluminosas como el dodo. Cuando el naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt advirtió en 1819 de que la tala de bosques traería «calamidades para las generaciones futuras»15, la mayoría de la población siguió siendo escéptica. Pero a finales de siglo, gobiernos de todo el mundo habían empezado a crear parques, reservas forestales y refugios naturales con regularidad, y una red cada vez mayor de colectivos ciudadanos presionaba para proteger el medio ambiente. Sin embargo, fue otra reflexión de Humboldt la que anticipó la situación en la que nos encontramos hoy al plantear que «las cantidades inmensas de gas y vapor» que desprendían los centros industriales estaban alterando el clima16.

En realidad, Humboldt contemplaba las emisiones de las fábricas como un problema estrictamente local, algo que amenazaba con atrapar el calor en las grandes ciudades y sus alrededores. Creía que los patrones climáticos más amplios dependían de aspectos relacionados con la geografía, los vientos dominantes y otros factores «sobre los que la civilización no tiene una influencia significativa»17. Pero a medida que avanzó la industrialización y se intensificó la contaminación atmosférica, cada vez más gente empezó a plantearse el alcance de sus consecuencias. Los efectos para la salud de la contaminación arrastrada por los vientos propiciaron la creación de sociedades de «reducción de humos» por toda Europa y América del Norte, y en la década de 1850 un estudio de la manifiesta negrura que envolvía la ciudad de Manchester en Inglaterra determinó que la lluvia ácida se debía a la quema de carbón con alto contenido de azufre. Al mismo tiempo, los físicos habían constatado la capacidad del vapor de agua y diversos gases para absorber calor, lo que confirmó su relevancia para regular las temperaturas atmosféricas. Unas décadas más tarde, el químico, físico y premio Nobel sueco Svante Arrhenius unió todos estos cabos y planteó que el «consumo de carbón, petróleo, etc.»18 por parte de la humanidad tenía la capacidad de cambiar el clima no solo a escala local, sino en todo el planeta. Él predijo que «una duplicación del porcentaje de dióxido de carbono en el aire elevaría 4 grados la temperatura de la superficie terrestre»19. Pero ya fuera por optimismo, por una fe esencial en la actividad humana o porque vivía en la gélida Suecia, Arrhenius contempló este ascenso de la temperatura como una idea magnífica. El cambio climático inducido por la humanidad mejoraría la meteorología, incrementaría el rendimiento de las cosechas y, en su opinión, reduciría la posibilidad de que ocurriera otra glaciación20.

Pocas personas tomaron nota cuando Arrhenius publicó sus predicciones climáticas en 1896, y pasó más de medio siglo antes de que hubiera instrumentos lo bastante precisos como para confirmarlas y afinarlas. Pero cuando los niveles de dióxido de carbono y la temperatura global empezaron a aumentar al mismo tiempo de manera apreciable, los fundamentos de la premisa de Arrhenius se convirtieron en la piedra angular de la climatología. Sin embargo, los especialistas modernos no coinciden demasiado con su visión optimista de las consecuencias, y hay otro aspecto del cambio climático en el que el visionario sueco se equivocó sin lugar a dudas: su rapidez. Cuando expuso sus conclusiones en un foro público en Estocolmo, Arrhenius explicó a la audiencia que la actividad humana duplicaría el dióxido de carbono de la atmósfera al cabo de tres milenios21. Pero lo cierto es que, si las emisiones actuales siguen su curso, lograremos ese hito en menos de treinta años. Una vez más, la capacidad del planeta para cambiar supera nuestras expectativas, lo que insta a los científicos del siglo XXI a preguntarse no ya si las transformaciones repentinas son posibles, sino si estamos viviendo una.

Dentro de la historia del pensamiento sobre la naturaleza, el concepto de cambio rápido sigue siendo una noción bastante novedosa. Esto ayuda a explicar por qué nos encontramos en la actualidad en un momento tan crítico y lleno de sorpresas. El cambio climático moderno está convirtiendo abstracciones teóricas en realidades repentinas, exhibien-do con absoluta claridad muchos de los procesos que moldearon la vida y los paisajes durante alteraciones planetarias acaecidas en el pasado. Puesto que este libro analiza cómo reaccionan las especies, apenas se abordarán aquí las complejidades (y controversias) de sus causas. Al fin y al cabo, a las plantas y a los animales les resulta indiferente por qué se calienta el planeta; aunque se tratara de una propensión natural, se encontrarían en el mismo aprieto. Pero hay un causante del cambio climático (a menudo nombrado pero rara vez explicado) que requiere una indagación más profunda.

Como científico de campo que soy, estoy habituado a estudiar aquello que puedo ver. Invertiré con gusto varios días de viaje para contemplar unos loros raros sobrevolando un río porque he aprendido que las observaciones directas siempre me ayudan a pensar, comprender y plantear mejores preguntas. Ni que decir tiene que las consecuencias del cambio climático son ya muy evidentes en la naturaleza: esa es la base de este libro. Pero la fuerza que lo propulsa sigue siendo invisible, y eso plantea una pregunta esencial que suele pasarse por alto: ¿qué es exactamente el dióxido de carbono? Y, ya puestos, ¿dónde hay que ir para tocarlo con las manos?

4 Veblen 1912, p. 199.

5 Burnet 1892, p. 185.

6 Linneo incluyó este comentario en su Critica Botanica de 1737 para distinguir las especies verdaderas de plantas (las ordenadas por Dios) de las numerosas variedades artificiales desarrolladas por los floristas. Estas últimas representaban las «infinitas aberraciones de la naturaleza», pero él creía que estas últimas siempre eran efímeras, y que con el tiempo revertirían a su forma verdadera (Hort 1938, p. 197).

7 Hutton 1788, p. 304.

8 Jefferson 1803.

9 Darwin habló sobre su amor por la geología en una carta que escribió en 1835 desde el Beagle al clérigo y naturalista William Darwin Fox, primo suyo. En ella señalaba su admiración por las ideas de Lyell y decía que la geología brinda «un campo de pensamiento mucho más amplio» que las otras ramas de las ciencias naturales. Aunque las observaciones de Darwin sobre la geología de América del Sur y la formación de arrecifes y atolones quedaron eclipsadas por sus trabajos posteriores sobre evolución, estas le reportaron la Medalla Wollaston, la distinción más elevada que concede la Sociedad Geológica de Londres. Véase Herbert 2005; Darwin Correspondence Project, «Letter no. 282», consultada el 24 de enero de 2023 en www.darwinproject.ac.uk/DCP-LETT-282.

10 Darwin Correspondence Project, «Letter no. 282», consultada el 24 de enero de 2023 en www.darwinproject.ac.uk/DCP-LETT-282.

11 Darwin 2008, p. 279.

12 Ibíd., p. 279.

13 Ibíd., p. 303.

14 Con demasiada, cabría afirmar incluso. Stephen Jay Gould manifestó más tarde su desconcierto al ver que se apelaba al equilibrio puntuado para explicar de todo, desde la historia del lenguaje hasta la difusión de nuevas tecnologías. Aunque puedan ser comunes unos patrones similares de cambio veloz y estancamiento, él y Eldredge solo pretendían explicar con su teoría la duración de la vida de especies individuales dentro del contexto de la macroevolución.

15 Von Humboldt y Bonpland 1907, p. 9.

16 Von Humboldt 1844, p. 214. Traducción al inglés de Nina Sottrell, comunicación personal.

17 Ibíd.

18 Arrhenius 1908, p. 58.

19 Ibíd., p. 53.

20 El interés por los ciclos de las glaciaciones (un tema muy popular dentro del debate científico de la época) animó a Arrhenius a efectuar sus famosos cálculos climáticos. Se centró sobre todo en que la disminución de los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera podría explicar las glaciaciones del pasado y tendría la capacidad de desencadenar una nueva, algo que él consideraba una amenaza existencial que «nos empujará de nuestros países templados a los climas más cálidos de África» (Arrhenius 1908, p. 61).

21 Arrhenius tenía cierto talento para el espectáculo, y no dio este detalle particular de su teoría en un estudio científico formal, sino durante una conferencia pública que impartió en la Universidad de Estocolmo en enero de 1896 (Crawford 1996, p. 154).

CAPÍTULO DOS

AIRE MEFÍTICO

Debemos medir todo lo medible y esforzarnos por hacer medible todo aquello que no lo es…

Atribuido a GALILEO POR THOMAS-HENRI MARTIN, Galilée (1868)22.

La ilustración de la molécula de dióxido de carbono que aparecía en mi libro de química de educación secundaria mostraba una bola negra grande (el carbono) flanqueada por dos bolas rojas de menor tamaño (el oxígeno). Recuerdo que por entonces pensé que se parecía a la cabeza de una mosca de la fruta de ojos rojos, la especie que habíamos estudiado el semestre anterior en biología. Si le añadimos mandíbulas y un par de antenas, ¡la semejanza es perfecta! Aquella asociación se me quedó grabada en la mente, y más tarde, cuando se hizo evidente la relación entre el dióxido de carbono y el cambio climático, me dio por imaginar los tubos de escape y las chimeneas del mundo escupiendo un enjambre innumerable de moscas diminutas. Era una imagen muy gráfica, pero no me decía mucho sobre el gas en cuestión. El dióxido de carbono, más persistente y abundante que el metano u otros gases de efecto invernadero, es preocupante y esencial al mismo tiempo, una amenaza global que también es uno de los componentes esenciales de la vida de la Tierra. Esta ubicuidad permite encontrarlo con facilidad, lo que explica por qué fue el primer gas atmosférico que se identificó. De hecho, antes del descubrimiento del dióxido de carbono, los científicos no estaban nada seguros de qué era exactamente la atmósfera, o de si contenía o no algo medible.

En el verano de 1767, el célebre teólogo, filósofo natural y polímata inglés Joseph Priestley tuvo algo de tiempo a su disposición. Sus livianas obligaciones como pastor en Leeds le dejaban tiempo libre la mayor parte de los días, y él lo aprovechaba para cavilar, escribir y trastear. Tras la publicación de libros y artículos sobre todo tipo de asuntos, desde gramática hasta electricidad, eligió como siguiente tema un campo novedoso y apasionante que por entonces se conocía como «química neumática»: el estudio de los gases. Aquella decisión desencadenó lo que un biógrafo ha denominado «una estela intelectual de proporciones legendarias»23. En pocos años, Priestley determinó con rotundidad no solo que el aire era medible, sino que era complejo, una mezcla turbulenta de distintos ingredientes. Al mismo tiempo se convirtió en la primera persona que aisló y describió el oxígeno y otros diez gases comunes, además de descubrir la química básica de la fotosíntesis. Pero todo empezó por la curiosidad que despertó en él algo que los mineros llamaban «gas sofocante» o, en términos más poéticos, aire mefítico, una emanación invisible y asfixiante que se sabía que se concentraba en el fondo de los pozos de carbón. El químico escocés Joseph Black había elaborado poco antes una partida de aquella sustancia en su laboratorio calentando trozos pequeños de yeso y piedra caliza y atrapando los vapores en un frasco. Por suerte para Priestley, había otro lugar donde se sabía que se daba aquel gas, y resultó que él vivía justo al lado.

Figura 2.1. La fermentación de la cerveza produce grandes cantidades de dióxido de carbono como subproducto, lo que brindó a Joseph Priestley un laboratorio para sus experimentos con gases. Cervecería Barclay y Perkins (1847). Wellcome Collection.

«Me animé a realizar experimentos», recordaría él más tarde, «porque residí algún tiempo en la vecindad de una cervecería pública»24. Allí, sobre las cubas para fermentar la cerveza, Priestley encontró un suministro fácil del gas en cuestión, «generalmente de unos 20 o 30 centímetros de grosor, un espacio que permite colocar de forma adecuada cualquier tipo de sustancia»25. A lo largo de los meses siguientes probó a situar en esa franja de borboteo gran variedad de cosas: velas, atizadores calientes, hielo, colofonia, azufre, éter, vino, mariposas, caracoles, hojas de menta, flores diversas y al menos una «rana grande y fuerte»26. Tal vez lo único más inagotable que la curiosidad de Priestley era la paciencia de los cerveceros, quienes contentaban a su excéntrico párroco incluso cuando le salían mal los experimentos y dejaban la cerveza con «un regusto peculiar»27. Al igual que observadores previos a él, Priestley notó de inmediato que a aquel gas parecía faltarle algo. Las llamas de las velas se apagaban cuando se acercaban, y los animales inmersos en él durante un tiempo sucumbían con rapidez a la asfixia (por fortuna, la «rana grande y fuerte» fue rescatada y reanimada al cabo de tan solo unos minutos). Pero Priestley también reparó en que aquel vapor misterioso era algo más que la mera ausencia de aire «normal»: exhibía cualidades inusuales que lo hacían bastante distinto e interesante por sí mismo. Averiguó que blanqueaba el color de los pétalos de las rosas. Vio que era pesado, y observó que el humo quedaba atrapado en él, lo que permitía ver cómo el gas descendía como una corriente por los laterales de las cubas hasta acumularse en el suelo de la cervecería. Lo que más trascendió fue que descubrió cómo disolver con rapidez aquel gas en agua para crear una bebida efervescente de «agradable sabor acidulado»28. Este hallazgo reportó a Priestley la concesión de la prestigiosa Medalla Copley por parte de los miembros de la Real Sociedad de Londres29. Y mucho más aún le reportó al empresario Johann Schweppe, quien copió los métodos de Priestley para fundar la empresa de tónicas y aguas de soda que aún lleva su nombre. Gracias a estos primeros logros se supo bastante sobre el aire mefítico (incluido su sabor) mucho antes de que los químicos propusieran llamarlo «dióxido de carbono».

Casi dos siglos y medio después de su publicación, el libro que escribió Priestley acerca de los gases aún emociona. Mientras lo leía una mañana borrascosa de diciembre, su entusiasmo me atrapó de tal modo que sentí deseos de experimentar las mismas revelaciones que él en aquella cervecería. Mi hijo, Noah, se prestó a ser mi cómplice. Dio la casualidad de que aquel día se había quedado en casa, en lugar de asistir al colegio de educación primaria, aquejado de un resfriado óptimo para la ocasión; es decir, lo bastante enfermo para no ir a clase pero lo bastante sano como para disfrutar de aquel día libre. «¿Quieres que busquemos dióxido de carbono?», le dije, y entonces empezó la diversión.