Lágrimas como navajas - S. A. Cosby - E-Book

Lágrimas como navajas E-Book

S. A. Cosby

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  • Herausgeber: Motus
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
Beschreibung

PREMIO ANTHONY A LA MEJOR NOVELA DEL AÑO Un padre negro. Un padre blanco.   Dos hijos asesinados. Una misión de venganza. Ike Randolph salió hace quince años de la cárcel. Desde entonces no ha tenido ni siquiera una multa por exceso de velocidad. Sin embargo, un hombre negro siempre teme a la policía. Lo último que espera escuchar es que su hijo Isiah haya sido asesinado junto a su marido blanco, Derek. Ike nunca había aceptado completamente a su hijo, pero ahora está destrozado por la tragedia. El padre de Derek, Buddy Lee, estaba casi tan abochornado de Derek por ser gay como Derek estaba avergonzado de que su padre fuera un criminal. Sin embargo, Buddy Lee todavía tiene contactos en el inframundo y quiere saber quién mató a su hijo. Ike y Buddy Lee, dos exconvictos con pocas cosas en común se unen en su desesperado deseo de venganza. Buscarán hacer mucho más por sus hijos ahora que están muertos de lo que hicieron mientras estaban vivos.   

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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LÁGRIMAS COMO NAVAJAS

S. A. Cosby

Traducción de Miguel Sanz Jiménez

Título original: Razorblade Tears

Edición original: Macmillan Publishing Group, LLC Derechos de traducción gestionados por Flatiron Books, Nueva York, en colaboración con International Editors’ Co. Barcelona.

© 2020 S.A. Cosby

© 2022 Miguel Sanz Jiménez por la traducción

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-91-6

Para mi madre, Joyce A. Cosby,

quien me dio dos regalos muy importantes:

el tesón y la curiosidad.

Haré de mis lágrimas chispas de fuego.1

William Shakespeare, Enrique VIII

1 La traducción de la cita es de Carlos Gamerro y corresponde al volumen Shakespeare, William, Dramas históricos: Obras completas 3, Barcelona, Penguin Clásicos, 2016. (N. del T.)

Capítulo 1

Ike intentó recordar la época en que, si los hombres de las placas se le presentaban en la puerta pronto por la mañana, venían con algo más que pesar y desgracias, pero por mucho que lo intentara, no se acordaba de ella.

Los dos hombres permanecieron, uno junto al otro, en el pequeño rellano de hormigón del escalón delantero, con las manos en el cinturón, cerca de la placa y la pistola. Las placas brillaban a la luz del sol matutino igual que las pepitas de oro. Los dos polis eran muy distintos entre sí. Uno era un asiático alto pero nervudo, todo anguloso y curtido. El otro, un blanco de rostro rubicundo, tenía la constitución de un levantador de pesas con un cuello ancho que culminaba en un cabezón. Ambos lucían camisas blancas de vestir con corbatas de clip. Al levantador de pesas se le extendían bajo las axilas unas manchas de sudor que se parecían a los mapas de Inglaterra e Irlanda, respectivamente.

El estómago revuelto de Ike empezó a dar volteretas. Hacía quince años que le habían soltado de la penitenciaría estatal Coldwater. Desde que salió de aquella herida purulenta, había ido en contra de las estadísticas de reincidencia. Ni siquiera le habían multado por exceso de velocidad en todos aquellos años. Pero allí estaba, con la lengua seca y la garganta ardiéndole mientras aquellos dos polis le observaban. Ya era bastante malo ser negro en los buenos Estados Unidos de América y hablar con la poli. Cuando interactuabas con los agentes de la ley, siempre te sentías como si estuvieras al borde de un precipicio imaginario. Si eras expresidiario, parecía que el precipicio estaba cubierto de grasa de beicon.

—¿Sí? —dijo Ike.

—Soy el inspector LaPlata, señor. Él es mi compañero, el inspector Robbins. ¿Podemos pasar?

—¿Para qué? —preguntó Ike.

LaPlata suspiró. Fue un suspiro grave y largo, igual que la nota baja de una canción de blues. LaPlata miró de reojo a Robbins. Robbins se encogió de hombros. LaPlata agachó la cabeza y luego volvió a alzarla. Ike había aprendido a interpretar el lenguaje corporal cuando estuvo en la cárcel. Sus posturas no eran agresivas. Por lo menos no irradiaban más agresividad que la mayoría de los polis en un turno normal de doce horas. El modo en que LaPlata había agachado la cabeza era casi… triste.

—¿Tiene un hijo llamado Isiah Randolph? —dijo al fin.

Fue entonces cuando lo supo. Lo supo igual que sabía cuándo estaba a punto de haber pelea en el patio. Igual que sabía cuándo un yonqui iba a intentar apuñalarle por una papelina en los viejos tiempos. Igual que, sencillamente, tuvo la corazonada de que su colega Luther había visto su último atardecer aquella noche que se marchó a casa con esa chica del bar Satellite.

Era como un sexto sentido. Una habilidad sobrenatural para percibir la desgracia segundos antes de que se hiciera realidad.

—¿Qué le ha pasado a mi hijo, inspector LaPlata? —preguntó Ike, aunque conocía la respuesta. La sabía de corazón. Sabía que su vida jamás volvería a ser igual.

Capítulo 2

Era un día precioso para un funeral.

Las nubes blancas como nieve se movían por el cielo de color azul celeste. A pesar de que era la primera semana de abril, el aire aún era fresco y agradable. Por supuesto, ya que estaban en Virginia, podría ponerse a llover a cántaros en los próximos diez minutos y, una hora después, haría más calor que en la espalda del demonio.

Una carpa de color salvia tapaba a los restantes asistentes al entierro y los dos ataúdes. El pastor cogió un puñado de tierra del montón que quedaba justo fuera de la carpa. El montón estaba tapado por una alfombra deslucida de césped artificial. Fue hacia la cabecera de los ataúdes.

—Tierra a la tierra. Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo.

La voz del párroco retumbó en el cementerio mientras esparcía la tierra sobre ambos ataúdes. Se saltó la parte sobre la resurrección generalizada y el fin de los tiempos. El director de la funeraria dio un paso adelante. Era un hombre bajo y regordete, con la tez color carbón y a juego con el traje. A pesar de la temperatura suave, el sudor le chorreaba por la cara. Era como si su cuerpo se guiase por el calendario y no por el termómetro.

—Aquí concluye el sepelio por Derek Jenkins e Isiah Randolph. La familia les agradece su presencia. Pueden ir en paz —dijo.

Su voz no era igual de teatral que la del pastor. Solo llegaba un poco más lejos de la carpa.

Ike Randolph le soltó la mano a su mujer, y ella se dejó caer contra él. Ike bajó la vista y se miró fijamente las manos. Las manos vacías. Las que habían sostenido a su hijo cuando no tenía ni diez minutos de vida. Las que le habían enseñado a atarse los cordones. Las que le habían frotado un ungüento en el pecho cuando tuvo la gripe. Que le habían dicho adiós en el juzgado, con los grilletes bien prietos en las muñecas. Manos duras y callosas que se escondió en los bolsillos cuando el marido de Isiah quiso estrechárselas.

Ike dejó caer la barbilla hacia el pecho.

La chiquilla, sentada en el regazo de Mya, jugaba con sus trenzas. Ike miró a la niña. Tenía la piel del color de la miel, con el pelo a juego. Arianna acababa de cumplir tres años la semana antes de que sus padres muriesen. ¿Acaso tendría la menor idea de lo que estaba pasando? Cuando Mya le había dicho que se habían quedado dormidos, pareció aceptarlo sin mayor problema. Ike envidiaba la flexibilidad de su mente. Era capaz de llegar a comprenderlo de un modo que él no podía.

—Ike, nuestro hijo está ahí dentro. Es nuestro bebé —se lamentó Mya.

Él se estremeció cuando su mujer habló. Fue como oír que a conejo chillar en una trampa. Oyó cómo crujían y rechinaban las sillas plegables cuando los asistentes se levantaron y se dirigieron al aparcamiento. Notó cómo las manos ajenas le tocaban la espalda y los hombros. Farfullaban palabras de ánimo con una sinceridad poco entusiasta. No era que a las personas no les importara. Pero sabían que aquellas palabras poco hacían para aliviarle la herida del alma. Decir aquellas banalidades y típicos sermones le parecía hipócrita, pero ¿qué más podían hacer? Era lo que se decía cuando moría alguien.

La gente se dispersaba y las sillas no tardaron mucho en vaciarse. Menos de cinco minutos después, los únicos que quedaban en el cementerio eran Ike, Mya, Arianna, los enterradores y un tipo que Ike casi no reconoció como el padre de Derek. Buena parte de la familia de Ike no había asistido al funeral. Le daba la impresión de que pocos parientes de Derek se habían molestado en ir. La mayoría de los dolientes eran los amigos de Isiah y Derek. Ike reparó en los familiares de Derek. Destacaban entre los hípsters barbudos y las señoras andróginas que conformaban el círculo social de Derek y de Isiah. Hombres y mujeres enjutos y nervudos de ojos duros y resplandecientes, con rostros tostados por el sol. Los monos azules les rodeaban los cuellos rojos. Cuando el sermón se acercó a los treinta minutos, Ike observó cómo las caras se les empezaban a poner de color carmesí. Fue cuando el pastor mencionó que no hay pecado imperdonable. Incluso los pecados abominables podían ser perdonados por un Dios benévolo.

Arianna le tiró a Mya de una de las trenzas.

—¡Para, niña! —dijo Mya.

Sonó brusco. Arianna permaneció en silencio durante un instante. Ike sabía qué venía luego. Aquella pausa elocuente era el preludio de la cascada de lágrimas. Isiah solía hacer lo mismo.

La niña comenzó a aullar. Sus gritos quebraron la quietud contemplativa del funeral y a Ike le retumbaron en los oídos. Mya trató de calmarla. Le pidió perdón y le acarició la frente. Arianna respiró hondo y luego empezó a chillar más alto.

—Llévala al coche. Voy enseguida —dijo Ike.

—Ike, no me voy a ninguna parte. Aún no —soltó Mya.

Él se puso de pie.

—Por favor, Mya. Llévala al coche. Dame un momento, luego voy a vigilarla y puedes volver —dijo.

Casi se le quebró la voz. Mya se levantó. Abrazó a Arianna y la apretó contra el pecho.

—Di lo que tengas que decir.

Se dio la vuelta y se encaminó al coche. Los gritos de Arianna se tornaron gimoteos cuando se marcharon caminando. Ike puso la mano en el ataúd negro de adornos dorados. Su hijo estaba dentro. Su hijo estaba en ese contenedor rectangular. Empaquetado y preservado, igual que la carne curada. La brisa arreció y las borlas que colgaban del borde de la carpa se agitaron igual que las alas de un pájaro agonizante. Derek estaba en el ataúd plateado de adornos negros. Iban a enterrar a Isiah junto a su marido. Habían muerto juntos y ahora descansarían juntos.

El padre de Derek se levantó de la silla. Era un personaje enjuto y curtido, con una mata de pelo entrecano que le llegaba por los hombros. Fue caminando hasta el pie de los ataúdes y se quedó junto a Ike. Los enterradores se afanaron en inspeccionar las palas mientras esperaban a que aquellos dos hombres, los últimos de los dolientes, se marchasen. El hombre enjuto se rascó la barbilla. La sombra gris de la barba le tapaba la parte inferior de la cara. Tosió, se aclaró la garganta y luego volvió a toser. Cuando se serenó, se volvió hacia Ike.

—Soy Buddy Lee Jenkins, el padre de Derek. Creo que no nos han presentado oficialmente —dijo, y le tendió la mano.

—Ike Randolph.

Le estrechó la mano, la sacudió un par de veces y después la soltó. Permanecieron al pie de los ataúdes, mudos como piedras. Buddy Lee volvió a toser.

—¿Estuviste en el banquete de la boda? —le preguntó Buddy Lee.

Ike negó con la cabeza.

—Yo tampoco —dijo Buddy Lee.

—Creo que te vi en la fiesta de cumpleaños de la niña, el año pasado —dijo Ike.

—Sí, fui. Pero no me quedé mucho. —Se pasó la lengua por los dientes mientras se ajustaba la americana—. Derek se avergonzaba de mí. No le culpo.

Ike no supo cómo responder, así que no dijo nada.

—Solo quiero daros las gracias a ti y a tu mujer por encargaros de todo. No me podía permitir una despedida tan bonita. Y a la madre de Derek no se la puede molestar —dijo Buddy Lee.

—No hemos sido nosotros. Ya lo tenían todo organizado. Habían preparado una especie de paquete funeral prepagado. Solo tuvimos que firmar unos papeles —dijo Ike.

—Tío, ¿te dedicabas a organizar tu funeral a los veintisiete años? Estoy seguro de que yo no. Joder, a los veintisiete ni siquiera era capaz de preparar una puta ruta para repartir periódicos —dijo Buddy Lee.

Ike pasó la mano por el ataúd de su hijo. El momento que se había imaginado que iba a tener se había echado a perder.

—Ese tatu de la mano, ¿no es de los Dioses Negros? —le preguntó Buddy Lee.

Ike se examinó las manos. Los esbozos de un león con dos cimitarras sobre la cabeza en la mano derecha y la palabra “rebelde” en la izquierda eran sus compañeros silenciosos desde el segundo año que pasó en la penitenciaría estatal Coldwater.

Se metió las manos en los bolsillos.

—Fue hace mucho tiempo —dijo.

Buddy Lee volvió a pasarse la lengua por los dientes.

—¿Dónde cumpliste condena? Yo pasé cinco años en Red Onion. Había unos cuantos tíos duros. Allí conocí a algunos dioses negros.

—No te lo tomes a mal, pero no es algo de lo que me guste hablar —dijo Ike.

—Bueno, no lo decía con mala intención, pero si no te gusta hablar de ello, ¿por qué no te tapas el tatu? Joder, por lo que he oído, te lo pueden apañar en una hora —dijo Buddy Lee.

Ike se sacó las manos de los bolsillos. Se miró el león negro de la mano; se alzaba sobre un tosco mapa del estado.

—Solo porque no quiera hablar de ello no significa que quiera olvidarlo —dijo—. Me recuerda por qué no quiero volver nunca. Ahora te dejo con tu hijo.

Se dio la vuelta y comenzó a alejarse.

—No hace falta que te vayas. Es demasiado tarde para mí y para él —dijo Buddy Lee—. También es demasiado tarde para ti y para tu hijo.

Ike se quedó quieto. Empezó a volverse hacia Buddy Lee.

—¿A qué te refieres? —le preguntó.

Buddy Lee ignoró la pregunta.

—Cuando Derek tenía catorce años, le pillé besando a otro chico en el arroyo, por el bosque detrás de nuestra caravana. Me quité el cinturón y le golpeé como a un fugitivo… como si hubiera robado algo. Le llamé de todo. Que era un pervertido. Le aticé hasta que tuvo las piernas llenas de cardenales. No paró de llorar. Decía que lo sentía. No sabía por qué era así. ¿Nunca te has puesto así con tu hijo? ¿Nunca? No sé, quizá fueras mejor padre que yo.

Ike salió de su asombro.

—¿Por qué hablamos de este tema? —preguntó.

Buddy Lee se encogió de hombros.

—Si pudiera hablar con Derek solo cinco minutos, ¿sabes qué le diría?: “No me importa una mierda a quién te folles. Ni una puta mierda”. ¿Qué crees que le dirías a tu hijo? —quiso saber.

Ike se quedó mirándole fijamente. Le atravesó con la mirada. Notó cómo las lágrimas se le acumulaban en las comisuras de los ojos, pero no las derramó. Rechinó los dientes con tanta fuerza que creyó que se le iban a romper las muelas.

—Me voy —dijo. Se fue dando pasos enérgicos hacia el coche.

—¿Crees que van a coger al que los mató? —le gritó Buddy Lee.

Ike apretó el paso. Cuando llegó al coche, el pastor se marchaba del aparcamiento. Ike observó cómo pasaba muy despacio en un BMW de color negro azabache. El perfil del reverendo J. T. Johnson era tan afilado que habría servido para cortar queso. En ningún momento giró la cabeza ni hizo amago de reparar en Ike y Mya.

Ike corrió por el camino de entrada. Alcanzó al pastor antes de que se incorporase a la carretera. Ike llamó a la ventanilla del coche. El reverendo Johnson bajó el cristal. Ike se inclinó, metió la mano en el coche y se la tendió.

—Tenía que darle las gracias por encargarse del funeral de mi hijo —dijo.

El reverendo Johnson le dio la mano y se la agitó arriba y abajo un par de veces.

—No hay de qué, Ike —dijo. La voz grave y pronunciada de barítono le emergió del pecho igual que un tren de mercancías sobre unas vías bien engrasadas.

Intentó retirar la mano, pero Ike se la asió con fuerza.

—Se supone que he de darle las gracias, pero no puedo. —Le asió la mano al reverendo Johnson aún con más fuerza. El pastor se estremeció —. He de preguntárselo. ¿Por qué ha dado el sermón del funeral?

El reverendo frunció el ceño.

—Ike, Mya me lo pidió…

—Ya sé que Mya se lo pidió. Lo que le pregunto es por qué lo ha hecho. Porque se nota que no quería —dijo Ike.

Siguió apretándole la mano a Johnson.

—Ike, mi mano…

—No ha dejado de hablar del pecado abominable. Sin parar. ¿Cree que mi hijo era una abominación?

—Jamás he dicho eso.

—No hacía falta que lo dijera. Puede que solo me gane la vida cortando el césped, pero no paso por alto los insultos cuando los oigo. Cree que mi hijo era una especie de monstruo y se ha asegurado de que todo el mundo se enterara en el funeral. Tenía a mi hijo a menos de metro y medio y no ha sido capaz de callarse la puta boca y dejar de decir que sus pecados eran imperdonables. Sus pecados abominables.

—Ike, por favor… —dijo el reverendo Johnson.

Detrás del BMW del bueno del pastor, se formaba una hilera de coches.

—No ha dicho nada de que era periodista. Ni de que se graduó el primero de su clase en la Universidad Virginia Commonwealth. No ha hablado de que ganó el torneo estatal de baloncesto en el instituto. No ha parado de hablar de las abominaciones. No sé qué se cree que era, pero él solo era… —Se detuvo. La palabra se le atragantó igual que un hueso de pollo.

—Suéltame la mano, por favor —balbució el reverendo Johnson.

—¡Mi hijo no era una puta abominación! —dijo Ike. La voz era igual de fría que un arroyo de montaña que fluye por los cantos rodados. Le apretó la mano al reverendo Johnson con más fuerza todavía. Notó cómo los metacarpos se hacían polvo. El reverendo Johnson gruñó.

—¡Ike, suéltale! —dijo Mya.

Ike giró la cabeza a la derecha. Su mujer estaba de pie junto al coche. A sus espaldas, la fila era de diez vehículos. Le soltó la mano al reverendo Johnson. El párroco hizo chirriar las ruedas mientras salía disparado hacia la carretera. Ike se maravilló de lo rápido que la ingeniería alemana transportaba al reverendo.

Volvió caminando al coche. Mya se sentó en el asiento del copiloto cuando él se montó en el del conductor. Ella cruzó los brazos en torno al pecho estrecho y apoyó la cabeza en la ventanilla.

—¿De qué iba todo eso? —le preguntó.

Ike giró la llave para arrancar y metió la marcha.

—Has oído lo que ha dicho en el sermón. Ya sabes lo que decía de Isiah —dijo Ike.

Mya suspiró.

—Como si tú no hubieras dicho cosas peores, pero ¿ahora que está muerto le quieres defender? —le preguntó Mya.

Ike se aferró al volante.

—Le quería. Sí le quería. Igual que tú —dijo Ike con los dientes apretados.

—¿De verdad? ¿Dónde estaba tanto afecto cuando se metían con él a todas horas en el colegio? Ah, claro, estabas entre rejas. Entonces sí necesitaba tu cariño, y no ahora, que está bajo tierra —dijo Mya.

Las lágrimas le surcaron el rostro. Ike movió la mandíbula arriba y abajo, como si mascara la tensión que había entre ambos.

—Por eso le enseñé a pelear cuando volví a casa —dijo.

—Bueno, es lo que mejor se te da, ¿no? —le preguntó Mya.

Ike apretó los dientes.

—¿Quieres que volvamos allí y…? —comenzó a decir.

—Tan solo llévanos a casa —sollozó ella.

Ike pisó el acelerador y salió del aparcamiento del cementerio.

Capítulo 3

Buddy Lee se incorporó en la cama. Llamaban a la puerta de la caravana con tal fuerza que parecía que toda la estructura temblaba. Comprobó el reloj que reposaba en la caja de leche que hacía las veces de mesilla. Eran las seis en punto. El funeral había terminado a las dos de la tarde. Buddy Lee se había detenido en el Piggly Wiggly y se había agenciado una caja de cervezas. Había aplastado la última lata sobre las cuatro y media. Luego había caído rendido en la cama y se había quedado roque.

Volvieron a aporrear la puerta. Era la poli. Tenía que ser la poli. Nadie te llamaba a la puerta con tanta fuerza, salvo la pasma. Buddy Lee se frotó los ojos.

“Corre”.

El pensamiento le parpadeó en la mente igual que un letrero luminoso. El impulso fue tan fuerte que se levantó y se quedó a dos pasos de la puerta trasera antes de darse cuenta de lo que hacía. Respiró hondo.

“Corre”.

El impulso le palpitaba en la cabeza, a pesar de que llevaba diez años fuera de la prisión Red Onion. A pesar de que solo guardaba un frasco de aguardiente casero en el armario y dos porros en la camioneta. A pesar de que básicamente seguía sin ensuciarse la nariz desde que empezara a conducir para Kitchener Seafood, hacía tres años. Bueno, ya no tendría que preocuparse mucho por no ensuciarse la nariz, dado que Ricky Kitchener le había despedido en lugar de darle una semana de permiso por el fallecimiento de un familiar.

A Buddy Lee le crujieron los nudillos y se dirigió a la puerta delantera. La temperatura se había disparado desde que se había quedado frito, así que encendió el aire acondicionado antes de abrir la puerta.

Un hombrecillo achaparrado aguardaba en los cuatro bloques de hormigón que constituían los escalones de Buddy Lee. Tenía la calva rodeada de mechones de pelo de color óxido, por los laterales y la zona trasera del cráneo. En la camiseta blanca lucía las manchas de toda una semana. Describían sus hábitos alimentarios igual que unos vagos jeroglíficos.

—Buenas, Artie —dijo Buddy Lee.

—Llevas una semana de retraso con el alquiler, Jenkins —dijo Artie.

Buddy Lee eructó y creyó que las veinticuatro cervezas de la caja le iban a aparecer por sorpresa en la boca. Cerró los ojos e intentó visualizar un calendario en la mente. ¿Ya era día quince? El tiempo había adoptado un cariz incoherente y extraño desde que los polis le mostraran una foto de la cara de Derek con la parte superior de cabeza censurada.

Abrió los ojos.

—Artie, ¿no sabes que mi hijo ha muerto? El funeral era hoy.

—Me he enterado, pero no cambia el hecho de que me debes el alquiler. Siento lo de tu hijo, de verdad, pero no es la primera vez que te retrasas. Te lo he dejado pasar un par de veces, pero o me lo pagas mañana o vamos a tener otra clase de conversación. —Sus ojos diminutos de rata, apagados y marrones, parecían antiguas monedas de un centavo en su rostro.

Buddy Lee se apoyó en el marco desvencijado de la puerta. Cruzó los brazos nervudos.

—Sí, ya veo que las estás pasando canutas, Artie. ¿Cómo hostias te vas a poder permitir esos modelitos tan fantásticos? —comentó.

—Puedes burlarte todo lo que quieras, Jenkins, pero como no me lo pagues todo mañana, incluyendo las tasas de la parcela y el alquiler de la caravana, te voy a… —dijo Artie, pero Buddy Lee bajó al primer bloque de hormigón.

Artie no lo vio venir. Dio un torpe paso atrás y estuvo a punto de caerse al suelo.

—¿Que me vas a qué? ¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a la poli? Ve al juzgado a por una orden para que me echen de esta caravana rota de los cojones. ¡Señor, ten piedad! ¿Qué pollas va a ser de mí sin esta puta mansión y su váter, que lleva sin funcionar bien desde el noventa y cuatro?

—¡Aquí no se vive gratis, Buddy Lee! No es una vivienda de esas de protección oficial. Si es lo que quieres, lárgate a Wyndam Hills y pásatelo bien con los otros casos de la asistencia social. Sabía que no debería haberle alquilado nada a un exconvicto. Mi mujer me lo advirtió, pero no la escuché. Siempre que intento tener manga ancha, me acaban jodiendo —dijo Artie. La saliva le salía volando de los labios.

—Bueno, alguien te tendrá que joder, ya que tu mujer dio por imposible que te bañaras más de una vez al mes —dijo Buddy Lee.

Artie dio un respingo, como si le hubieran abofeteado.

—¡Que te den, Buddy Lee! Tengo una afección glandular. Sabes que no eres más que basura, ¿no? Siempre has sido basura, igual que todos los Jenkins. Por eso tu hijo era un…

No llegó a terminar el comentario. Buddy Lee había salvado la distancia que los separaba en un paso y medio. Apretaba el filo de una navaja, de empuñadura de madera suave y pulida con los años de uso, contra la barriga de Artie. Le agarró de la camiseta y acercó la boca a la oreja del hombrecillo.

—¿Por eso mi hijo era un qué? Vamos. Dilo. Dilo para que te pueda rajar de las pelotas al cuello. Te voy a abrir igual que a un cerdo en la matanza y a destriparte como si fuéramos a preparar callos para cenar el domingo —dijo Buddy Lee.

—So… solo quiero el alquiler —resolló Artie.

—Lo que quieres es venir aquí, cuando mi hijo ni siquiera está frío bajo tierra, a presumir de polla como si fueras el gallo del corral. Todo el tiempo que llevo aquí te he dejado decir chorradas porque no buscaba problemas. Pero hoy he enterrado a mi hijo y ahora ya no me queda ni una puta mierda que perder. Así que vamos, dilo. ¡Que lo digas! —insistió Buddy Lee. El pecho le subía y le bajaba mientras echaba el aliento en rápidas ráfagas.

—Siento lo de Derek. ¡Me cago en la puta! Lo siento mucho, hostias. Suéltame, por favor. Lo siento, joder —dijo Artie.

De las axilas le manaba un olor fétido que hizo que a Buddy Lee le llorasen los ojos. Al menos es lo que se dijo a sí mismo. Al mencionar el nombre de su hijo, la serpiente de cascabel de su corazón a la que Artie había molestado se volvió reptando a su guarida. Las ganas de pelear le abandonaron como el agua que se escurre por un colador. Artie era un hijo de puta cabrón y antihigiénico, pero él no había matado a Derek. Solo era otro gilipollas que no entendía quién o qué era Derek. Eso sí lo tenía en común con Buddy Lee.

—Vete a tu puta casa, Artie —dijo.

Le soltó la camiseta y se guardó la navaja en el bolsillo. Artie se escabulló hacia atrás de lado. Cuando pensó que le separaba una buena distancia de Buddy Lee, se detuvo y le hizo una peineta.

—¡Que te den por culo, Jenkins! Voy a llamar a la poli. Ya no tienes que preocuparte por el alquiler. Esta noche vas a dormir en la cárcel.

—¡Piérdete, Artie! —respondió Buddy Lee. Sonó apagado y apático, toda la bravuconería había desaparecido.

Artie parpadeó con fuerza. El repentino cambio de humor le confundió. Buddy Lee le dio la espalda y entró en la caravana. El aire acondicionado, más que refrescar el ambiente, lo había entibiado.

Se repantigó en el sofá. La cinta adhesiva del reposabrazos le arrancó unos cuantos pelos del antebrazo. Rebuscó en el bolsillo trasero y sacó la cartera. Detrás del carnet de conducir había una foto arrugada y pequeña. Buddy Lee se sirvió del pulgar y el índice para tirar de la esquina de la foto y sacarla. Aparecían él y Derek, de un año, sentados en una silla de jardín de aluminio. Buddy Lee sujetaba al niño con un brazo. Iba sin camisa y llevaba el pelo hasta los hombros, negro como el carbón. Derek lucía una camiseta de Superman y un pañal.

Se preguntó qué pensaría el tipo joven de la foto del viejo en el que se había convertido. El tipo estaba lleno de pólvora y gasolina. Si le miraba de muy cerca, le veía una pequeña hinchazón debajo del ojo derecho. Un souvenir que había conseguido al cobrar las deudas de Chuly Pettigrew. El hombre de la foto era salvaje y peligroso. Siempre se apuntaba a pelear y nunca tramaba nada bueno. Si Artie hubiera echado pestes de Derek delante de aquel hombre, habría esperado hasta el anochecer y le habría cortado el pescuezo. Habría visto cómo se desangraba en el suelo antes de llevarlo a un lugar oscuro y desolado. Le habría arrancado los dientes, le habría cortado las manos y le habría enterrado en una tumba poco profunda y cubierta por más de veinte kilos de piedra caliza pulverizada. Luego, el hombre de aquella foto se habría ido a casa, le habría hecho el amor a su mujer y se habría dormido profundamente.

Derek era diferente. La podredumbre que vivía en las raíces del árbol familiar de los Jenkins se había saltado a su hijo. Tenía tanto potencial que brillaba igual que una estrella fugaz desde el día que nació. Había conseguido más en sus veintisiete años de vida que la mayoría del linaje Jenkins en una generación. A Buddy Lee le empezó a temblar la mano. La foto se le cayó de los dedos cuando empeoraron los temblores y descendió flotando al suelo. Buddy Lee apoyó la cabeza en las manos y esperó las lágrimas. Le ardía la garganta. Tenía el estómago revuelto. Notaba los ojos como si le fueran a reventar. Las lágrimas seguían sin aparecer.

—Mi hijo. Mi hijito —murmuró una y otra vez mientras se mecía adelante y atrás.

Capítulo 4

Ike estaba sentado en el salón, dándole sorbos al ron con hielo. Se había quitado el traje y llevaba tejanos y una camiseta blanca sin mangas. A pesar del hielo, el ron le quemaba al bajarle por la garganta. Mya y Arianna se estaban echando la siesta. En la cocina, los recipientes llenos de pollo, jamón y macarrones con queso se desperdigaban por todas las superficies disponibles. Algunos de los amigos de Isiah y Derek habían llevado barbacoa vegetariana, o lo que coño fuera aquello.

Se acercó el ron a los labios y se lo acabó de un trago. Se estremeció, pero consiguió no vomitar. Se planteó tomarse otro y luego cambió de idea. Emborracharse no se lo iba a poner más fácil. Necesitaba sentir el dolor, tenerlo fresco en el corazón. Se lo merecía. En el fondo, siempre había pensado que Isiah y él acabarían entendiéndose. Se limitaba a asumir que el tiempo acabaría por derretir el glaciar que los separaba y que ambos experimentarían alguna clase de epifanía. Isiah terminaría por entender lo duro que era para su padre aceptar aquel estilo de vida. A cambio, él aceptaría que su hijo era gay. Pero el tiempo era un río de mercurio. Se le escurría entre los dedos a la vez que le envolvía. Los veinte años se convirtieron en cuarenta. El invierno dio paso a la primavera y, antes de que se diera cuenta, era un viejo que enterraba a su hijo y se preguntaba adónde cojones le había conducido aquel río.

Se llevó el vaso vacío a la frente. Debería haber cruzado andando aquel puñetero glaciar en vez de esperar a que se derritiera. Debería haberse sentado con Isiah y haber intentado explicarle cómo se sentía. Que pensaba que había fracasado como padre. Isiah, como era típico en él, le habría dicho que su sexualidad no tenía nada que ver con la mierda de padre que era Ike. Quizá se hubieran reído los dos. Quizá así hubieran roto el hielo.

Se le escapó un suspiro. Era una bonita fantasía.

Dejó el vaso vacío en la mesa de centro. Se recostó en la butaca reclinable y cerró los ojos. Se la había regalado a sí mismo, un lugar donde reposar los huesos cansados después de pasarse todo el día cargando bolsas de abono y tierra.

Le vibró el móvil en el bolsillo. Comprobó el número. Era uno de los inspectores que se suponía que llevaban el caso de Isiah.

—Hola —dijo Ike.

—Hola, señor Randolph, soy el inspector LaPlata. ¿Cómo lo lleva?

—Acabo de enterrar a mi hijo —respondió.

LaPlata hizo una pausa.

—Lo siento, señor Randolph. Hacemos todo lo posible por encontrar a los culpables. ¿Le parecería bien si nos acercáramos a hablar con su mujer y con usted? Tratamos de comprobar si alguno de los amigos o conocidos de Isiah y Derek han contactado con ustedes. Nos está costando mucho que hablen con nosotros —dijo.

—Bueno, son polis. A mucha gente no le gusta hablar con la poli, aunque sean inocentes —dijo Ike.

LaPlata suspiró.

—Intentamos encontrar una pista, señor Randolph. Hasta ahora, no hemos dado con nadie que nos hable mal de su hijo y su novio.

—Estaban… estaban casados —dijo Ike.

Otro silencio incómodo atascó la llamada.

—Cuánto lo siento. Hemos hablado con el jefe de su hijo. ¿Sabía que le habían amenazado de muerte a principios de año?

—No lo sabía. Isiah y yo… no es que estuviéramos muy unidos, así que no creo que pueda ayudarle mucho.

—¿Y qué hay de su mujer?

—No es un buen momento para hablar con ella —respondió Ike.

—Señor Randolph, sé que es duro, pero…

—Ah, ¿sí? ¿Le han disparado a su hijo en la cabeza, se le han puesto encima y le han vaciado el cargador en la cara? —se enfureció Ike.

El teléfono le crujió en la mano según lo apretó con más y más fuerza.

—No, pero…

—Me tengo que ir, señor LaPlata —dijo Ike. Pulsó el botón de colgar y puso el móvil en la mesa de centro, al lado del vaso vacío.

Se dirigió hacia el mueble de aglomerado barato que albergaba la televisión y docenas de fotografías enmarcadas. Isiah de rodillas y con una mano apoyada en una pelota de baloncesto, con su uniforme azul y dorado del instituto del condado de Red Hill. Una foto del Isiah preadolescente aferrado a Mya cuando ella se graduó en Enfermería. Una foto de Isiah, Mya e Ike el día de la graduación de Isiah en la universidad. Mya estaba entre los dos, una zona desmilitarizada para que no discutieran. Ya se enzarzarían luego, en la barbacoa que organizaron con motivo de que Isiah se hubiera graduado en Periodismo. Se suponía que iba a ser un día para el recuerdo. Lo fue, pero no por los motivos apropiados. Cogió la foto de la graduación y pasó los dedos gruesos y callosos por el cristal antes de volver a ponerla en la parte superior del mueble.

Ike atravesó la cocina y salió por la puerta trasera. Se dirigió a su cobertizo. Abrió la puerta, entró y encendió la luz. El aire viciado olía a hierro y combustible. El cobertizo era grande, de doce por doce metros, con un tragaluz y un respiradero. A un lado de la caseta había almacenada, con precisión militar, una colección de herramientas y aparatos para el jardín. Dos soplahojas y dos desbrozadoras colgaban de ganchos y brillaban igual que los modelos de exposición. Los rastrillos y las palas estaban amontonados unos junto a otros, igual que los fusiles de una armería. Había un cortacésped de empuje manual al lado de una orilladora y ninguno tenía ni rastro de hierba o tierra. En el lado derecho del cobertizo, en el rincón detrás de las motas de polvo, pendía un saco de boxeo. La luz solitaria que colgaba del techo proyectaba sombras extrañas en la pared detrás del saco. Ike se encaminó a él y comenzó a dar saltos de puntillas. Movió la cabeza y amagó, luego empezó a bombardear el saco a puñetazos. Combos rápidos de uno y dos golpes, con los que sentía el escozor del cuero deslucido contra los nudillos desnudos.

De pequeño, Isiah había sido un deportista nato. Cuando le daba al saco de boxeo, sus movimientos eran potentes y fluidos. Su juego de pies era excepcional. Los movimientos de la cabeza eran esquivos.

Cuando Ike salió de prisión, el boxeo era lo único de lo que Isiah y él disfrutaban juntos. No tenían que hablar cuando se vendaban los puños y golpeaban el deslucido cuero de vaca. Ike había querido que su hijo participara en las competiciones Golden Gloves o se uniera a la AAU, la asociación de atletas principiantes. Había esperado que el boxeo fuera lo que salvara el espacio que los separaba. Pero Isiah se negó a luchar. Ike le presionó y le empujó, pero no cedió. Era igual de cabezota que cualquier chaval de catorce años. Al final, Ike le acabó presionando demasiado, por lo que Isiah atajó el problema de raíz:

—No soy como tú. No me gusta hacer daño a la gente.

Y se acabó. Nunca volvieron juntos al cobertizo.

Ike desató una ráfaga de codazos. Saltó atrás, pegó la barbilla al pecho y luego disparó una serie de derechazos e izquierdazos a un ritmo staccato. El firme compás de sus nudillos chocando con la tersa superficie del saco reverberó por todo el lugar.

Él siempre presionaba demasiado a Isiah y su hijo se lo devolvía. Mya decía que se parecían tanto que Ike debería haberle parido. Su última conversación, de hacía unos meses, había sido un combate de ataques verbales que culminó con un portazo. Isiah había acudido a contarle a su madre que Derek y él se iban a casar. Mya le había abrazado. Ike se había ido a la cocina y se había servido una copa. Tras unos cuantos besos de su madre, Isiah le había seguido.

—¿No lo apruebas? —preguntó.

Ike se bebió el ron de un trago y dejó el vaso en el borde de la mesa.

—No me corresponde aprobarlo o desaprobarlo. Ya no. Pero sabes que no se trata solo de ti. Ahora tenéis a la chiquilla esa —le contestó.

—Tu nieta. Se llama Arianna y es tu nieta —dijo Isiah. Le empezó a latir una vena en el ceño.

Ike se cruzó de brazos.

—Mira, hace mucho que dejé de intentar decirte qué hacer. Pero esa chiquilla ya lo va a tener muy difícil. Es medio negra. Su madre era una a la que le alquilasteis el vientre y tiene dos padres gais. ¿Y ahora qué? ¿La vas a convertir en la niña de las flores de tu boda? ¿Vais a alquilar el hotel Jefferson y a montároslo a lo grande? Y dentro de un par de años la llevaréis a la guardería y todos los demás niños podrían preguntarle cuál de los dos sois su mamá. ¿Os habéis parado a pensarlo Derek y tú?

—¿Eso es lo primero que se te ocurre cuando te digo que me voy a casar con el amor de mi vida? Nada de “enhorabuena”. Ni siquiera un falso “me alegro por ti”, sino qué van a pensar los demás. Qué van a decir. Para que te enteres, Isaac, me llevo peleando con lo que la gente dice desde que les tuve que explicar que mi padre estaba en la trena. Supongo que prefieres que pronunciemos los votos matrimoniales en una choza, a medianoche en el bosque. No sé si te has enterado, pero no todo el mundo piensa igual que tú. A algunos no les dan asco sus hijos. ¿Y la gente que sí piensa igual que tú? Bueno, dentro de poco se habrán muerto todos —dijo Isiah.

Ike no recordaba haber cogido el vaso. No se acordaba de haberlo lanzado a la pared. Solo recordaba cómo Isiah se había dado media vuelta y había dado un portazo al salir.

Tres meses después, su hijo y su marido habían muerto. Les habían disparado varias veces delante de una vinoteca elegante del centro de Richmond. En cuanto les abatieron, los pistoleros les habían dado el tiro de gracia a ambos. La marca de un profesional. Ike se preguntó si la última imagen que Isiah tenía de su padre era la de estampar un vaso contra el armario de la cocina.

Ike empezó a gritar. El grito no se le acumuló primero en el pecho y luego erupcionó. Le salió completamente formado, en un largo aullido salvaje. El saco de boxeo comenzó a dar sacudidas y a saltar a espasmos. Dejó a un lado la técnica a favor del instinto animal. Se desolló los nudillos y dejó manchas de Rorschach de color rojo en el saco. Las gotas de sudor le bajaron corriendo por la cara y le chorrearon por los ojos. Las lágrimas le causaban escozor en las mejillas. Lágrimas por su hijo. Lágrimas por su mujer. Lágrimas por la chiquilla que tenían que criar. Lágrimas por quiénes eran y por lo que todos habían perdido. Parecía que cada gota le abriera la piel de la cara, igual que una navaja.

Capítulo 5

Buddy Lee miró su reloj. Eran las ocho menos cinco. El cartel decía que Jardinería Randolph abría a las ocho de la mañana, de lunes a sábado. Ike estaría a punto de levantar el cierre.

El aire acondicionado de la camioneta no era mucho mejor que el de la caravana. El aire que salía de los respiraderos era, como mucho, templado. El sistema necesitaba una dosis de freón, pero esa semana le tocaba pagar la factura de la luz. Cuando se trataba de que la nevera funcionase en casa o el aire acondicionado en la camioneta, la nevera siempre ganaba.

Cambió la emisora de la radio. Ya nadie tocaba country de verdad. Solo quedaba un montón de modelos masculinos, más blandos que la mierda de bebé, que cantaban sobre follar y aporreaban una steel guitar. Un camión cargado de troncos pasó volando por la carretera y dejó atrás la gasolinera donde Buddy Lee había aparcado la camioneta. Jardinería Randolph, un almacén de chapa metálica de una sola planta, estaba ubicado en frente de una gasolinera SpeeDee Mart y poco después de la floristería de Red Hill. Buddy Lee residía en el condado de Charon, que quedaba a unos veinticuatro kilómetros de Red Hill. Pensó que era curioso que su hijo y el de Ike se hubieran criado a solo veinte minutos de distancia, pero se hubieran encontrado en la universidad. La vida nos envía por caminos extraños hacia nuestro destino.

Estaba a punto de volver a la gasolinera a por otro café cuando vio como una camioneta blanca de ruedas traseras dobles se detenía en la puerta de Jardinería Randolph. El vehículo se paró y Ike se bajó de un salto para abrir el cierre. Apartó la verja metálica y entró en el aparcamiento. Buddy Lee observó cómo volvía a salir de la camioneta y entraba en el edificio.

Cuando bajó de la camioneta destartalada, empezó a toser. Sabía que la cosa se iba a poner fea. Sentía el esófago como un chicle que estuvieran estirando. Los pulmones se afanaban en meterle oxígeno en el torrente sanguíneo. Se aferró al volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Tras sesenta segundos de agonía, la tos remitió. Escupió al suelo un montón de flema y cruzó al trote la carretera de dos carriles que partía el pueblo.

El interior del almacén era igual de austero que un barracón militar. A la derecha de la entrada había una desvencijada mesa de centro, encajonada entre una silla plegable de metal y un raído sofá de dos plazas. En la pared izquierda reposaba una antigua máquina de bebidas con la puerta de cristal. La mayoría de los estantes dispensadores estaban vacíos. Los tres que no lo estaban lucían una sencilla lata azul, cuya parte frontal rezaba “cola”. De ambas paredes colgaban numerosos carteles que anunciaban una amplia variedad de productos para el jardín y el césped. Todos prometían matar la hierba o bien ayudarla a crecer. Unos cuantos sugerían que exterminarían a los insectos con saña. La pared trasera del vestíbulo tenía una ventana antirrobo en el centro con una puerta a la izquierda. Ike estaba cerca de la ventana antirrobo. De un dedo le colgaba un llavero grande.

—Buenas, Ike —dijo Buddy Lee.

Ike se volvió a guardar el llavero en el bolsillo.

—Buenas. Eres Buddy Lee, ¿no? —le preguntó Ike.

Buddy Lee asintió con la cabeza.

—Oye, ¿tienes un momento? Me gustaría hablarte de una cosa —dijo.

—Sí, pero solo un minuto. No puedo estar mucho rato. Me tengo que ir a recoger a los muchachos —dijo Ike. Volvió a sacar las llaves y abrió la puerta de marca Masonite.

Buddy Lee le siguió a la parte trasera de la nave. Había cajas de fertilizante, herbicida en gránulos y pesticidas, almacenados en filas de diez que recorrían todo el camino hasta una ancha puerta enrollable. Largas piezas de borduras de metal para el jardín se apilaban contra la pared trasera, a la derecha de la puerta enrollable. Justo detrás de la ventana antirrobo se hallaba un pequeño escritorio de metal con un portátil y un fichero rotativo. Detrás del escritorio había un cubículo. Ike entró en él y se sentó detrás de otro escritorio metálico. Buddy Lee se sentó en una silla de madera desvencijada, situada delante del escritorio. El mueble era igual de espartano que el vestíbulo. Tenía un portátil, un portalápices, una bandeja de entrada y otra de salida y nada más. Al lado de la silla de oficina había un pequeño archivador de dos cajones.

—¿Has pensado hacerte con uno de esos…? Eh… no sé cómo se llaman, son un montón de bolas de metal que se chocan. Parecen un truco de magia.

—No —dijo Ike.

Buddy Lee se rascó la barba de tres días. El olor a sudor y whisky barato le envolvía como una nube.

—Hoy se cumplen dos meses —dijo.

Ike se cruzó de brazos, rodeándose el enorme pecho.

—Sí, lo sé.

—¿Cómo estás? Desde el funeral y demás —le preguntó Buddy Lee.

Ike se encogió de hombros.

—No sé. Me las apaño, supongo.

—¿Has sabido algo de la poli?

—Me llamaron una vez. Desde entonces no he vuelto a saber nada.

—Sí, también a mí me llamaron una vez. No parecía que tuvieran muchas pistas ni nada —agregó Buddy Lee.

—Supongo que estarán trabajando en ello —dijo Ike.

Buddy Lee se pasó las manos por los vaqueros.

—Me he vuelto casero con la vejez. Voy a trabajar y luego regreso a la caravana. Entremedias me pimplo unas cuantas birras. Y poco más. Si puedo evitarlo, no quiero saber nada de la poli. Pero esta mañana me he levantado a las seis y he conducido hasta Richmond. He pasado por la comisaría y he preguntado por los inspectores que llevan el caso del asesinato de Derek Jenkins y de Isiah Randolph. ¿Sabes qué me han dicho? —preguntó. Le tembló la voz.

—No, no sé.

—El inspector LaPlata ha dicho que el caso no está activo ahora mismo. Nadie sabe nada y, si lo saben, no hablan. —Le costó tragar—. No sé tú, pero a mí no me parece bien.

Ike no respondió. Buddy Lee apoyó la barbilla en el puño.

—Le veo en sueños. A Derek. Tiene la parte trasera de la cabeza reventada. El cerebro le late como un corazón. La sangre le corre por la cara.

—Para.

Buddy Lee pestañeó.

—Lo siento. Es solo que no dejo de pensar en lo que dijo el inspector. Que sus amigos no quieren hablar. No me extraña. Creo que los dos sabemos lo peligroso que puede ser hablar con la pasma.

—No me sorprende que no esté activo. Su prioridad no son dos… dos hombres como Isiah y Derek —dijo Ike.

Buddy Lee asintió con la cabeza.

—Sí. A mí tampoco me hacía gracia esa mierda gay, pero quería a mi hijo. No se lo demostraba todo el tiempo y me ausenté mucho, pero juro que le quería con todo mi ser. Creo que sentías lo mismo por tu hijo. Por eso quería hablar contigo.

—¿De qué querías hablar? —le preguntó Ike.

Buddy Lee respiró hondo. Se había pasado una semana trabajando en la propuesta, pero ahora que estaba a punto de enunciarla, se dio cuenta de que era una locura.

—Como te decía, no me extraña que la gente no hable con la poli. Pero ¿y si no tuvieran que hablar con la poli? ¿Y si hablaran con nosotros? Quizá la gente le cuente a un par de padres de luto las mierdas que no le contarían a la policía —dijo Buddy Lee. Escupió las palabras en una larga frase continua.

Ike torció la cabeza a un lado.

—¿Quieres que juguemos a ser unos detectives privados de mierda?

—Ahora mismo, un hijoputa anda suelto por ahí. Se levanta por la mañana y se zampa un gran desayuno. Luego se marcha y hace lo que coño sea por el día. Luego es probable que hasta se agencie una pibita a última hora de la noche. Este hijoputa mató a nuestros hijos. Los dejó con más agujeros que la malla de un gallinero. Luego se acercó y les voló la puta tapa de los sesos. Mira, no sé tú, pero yo no puedo vivir mientras el cabronazo ese sigue en este barrio —dijo Buddy Lee. Los ojos se le salían de las órbitas.

—¿Me estás diciendo lo que creo que dices? —le preguntó Ike.

Buddy Lee se humedeció los labios.

—No conseguiste ese tatuaje de los Dioses Negros por ser un mindundi. Es el dibujo del cabecilla. Y no te conviertes en cabecilla a menos que hagas el trabajo sucio. Y mucho, por lo que parece. Mira, yo no seré ningún cabecilla, pero también he trabajado sucio.

A Ike se le escapó una risita.

—¿Qué te hace gracia? —dijo Buddy Lee.

—Deberías oírte a ti mismo. Suenas igual que un blanquito en una antigua y palurda película de crímenes. Como si fueras un extra en Gator el confidente. Mira a tu alrededor. Tengo catorce personas que trabajan para mí, sin incluir a mi recepcionista, que llega tarde otra vez. Tengo quince contratos de mantenimiento de fincas. Tengo a una chiquilla en casa a la que tengo que ayudar a criar porque tu hijo y el mío eligieron a mi mujer en calidad de tutora legal. Tengo responsabilidades. Y gente que depende de mí para poner comida en su mesa. ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué juegue contigo a ser El expreso de Corea o el puto John Wick? Estás borracho, pero me cuesta creer que estés tan borracho —dijo Ike.

Buddy Lee se frotó el índice con el pulgar. Ike oyó como raspaban los callos al deslizarse un dedo sobre el otro.

—¿Así que te da miedo ensuciarte las manos? ¿O te da igual que el hombre que mató a nuestros hijos ande por ahí libre?

El rostro de Ike se convirtió en una máscara rígida. Debajo del escritorio apretó los puños.

—¿Te crees que me da igual? Tuve que enterrar a mi único hijo en un funeral con el ataúd cerrado porque el de la funeraria no pudo recomponerle la cara. Mi mujer se despierta llorando en mitad de la noche, gritando el nombre de Isiah. Miro a su hija y me doy cuenta de que no se va a acordar del sonido de su voz. Me despierto todas las mañanas y me voy a la cama todas las noches rezando por que no me odiara cuando se marchó de este mundo. ¿Ves unos tatuajes y de repente sabes todo sobre quién coño soy yo? No sabes nada de mí, tío. ¿Qué, creíste que ibas a entrar aquí y a conseguir que el negraco que da un miedo de cojones matara a gente por ti?

Buddy Lee vio cómo a Ike se le marcaban los músculos del cuello, igual que un mapa en tres dimensiones. Las pupilas se le redujeron al tamaño de cabezas de alfiler.

—No a cualquiera. A los cabrones que mataron a Derek y a Isiah. Y no te he pedido que lo hagas por mí. Podemos conseguir más de un arma —dijo Buddy Lee.

—Sal echando hostias de mi despacho —dijo Ike. Las palabras sonaron lentas y brutales, como si arrastraran bloques de hormigón por el asfalto.

Buddy Lee no se movió. Ike y él se miraron a los ojos y Buddy Lee notó cómo cambiaba el aire que los separaba. Se notaba cargado, como si hubiera una tormenta en el horizonte.

Buddy Lee se rebuscó en el bolsillo hasta que encontró un tíquet antiguo. Le cogió un bolígrafo a Ike. Garabateó su número de teléfono en el reverso del papel. Lo dobló una vez antes de dejarlo en el escritorio. Se levantó y se dirigió a la puerta del cubículo. Se detuvo y se volvió para mirar a Ike.

—Cuando te vayas a la cama esta noche y reces por que tu hijo no te odiara, presta atención. Vas a oír cómo te pregunta por qué no has hecho nada por solucionarlo. Cuando estés listo para responderle, me llamas. Si no, entonces supongo que deberías taparte ese león con un gato gordo —dijo. Y salió del cubículo con pasos enérgicos.

Ike oyó el sonido de la campanilla de la puerta cuando Buddy Lee abandonó el edificio.

Sacó los puños de debajo del escritorio. Respiraba con bocanadas breves y superficiales. Alzó los brazos y estampó los puños en el escritorio. El portalápices dio un salto y salió despedido. Volvió a dar un puñetazo al escritorio y, esta vez, el portátil dio un saltito.

El blanquito había tenido las narices de sentarse allí y decirle que Isiah no le importaba. Le debería haber arrancado los putos dientes y habérselos dado de comer. Se levantó y salió del cubículo. Se quedó en medio de la oficina abriendo y cerrando los dedos, trataba de quitarse el hormigueo de las manos.

¿De verdad Buddy Lee se pensaba que él era el único que lo pasaba mal? No tenía el monopolio del duelo. No había un solo instante que no pensara en Isiah. Todos los días era un poquito más duro y un poquito más fácil. Cuando el dolor menguaba un poco, se sentía culpable. Como si le faltara al respeto a la memoria de su hijo si no notaba una molestia agónica en el pecho cada segundo. Los días que le resultaba más complicado se sentaba en el cobertizo y bebía hasta que casi no se tenía en pie.

Debería haber saltado por encima de la mesa y haber levantado de la silla al flacucho de Buddy Lee. Haberle empujado contra la pared del despacho y haberle apretado el cuello con el brazo. Ike podría haberle contado cómo, en sueños, encontraba a la gente que le había volado la cara a Isiah. Podría haberle contado a Buddy Lee cómo, en aquellos sueños, se llevaba a esas personas a un lugar bonito y tranquilo. Un lugar equipado con alicates, martillos y un soplete. Ike le habría contado cómo, en sueños, les presentaba a Randolph el Rebelde. El pandillero con nueve cadáveres a las espaldas, sin incluir el que le había valido el cargo de homicidio involuntario.

Ike se masajeó las sienes. Llevaba tiempo sin ser aquel hombre. Desde el 23 de junio de 2004. Ese fue el día que salió de la penitenciaría estatal de Coldwater. Ike había salido caminando por aquellas puertas y se había encontrado a unos extraños que le esperaban. Una esposa que había buscado la compañía de otros hombres. Un hijo, más hombre que niño, que no le miraba a los ojos. Extraños a los que amaba y que se estremecían en cuanto los tocaba.

Había tomado la decisión la primera noche que pasó en casa. Se acabó. Iba a dejar la mala vida. Por lo que le concernía, el Rebelde había muerto en prisión. Ike le había sacrificado por su familia. Al igual que Abraham había intentado hacer con Isaac, su tocayo. Al principio no le quiso creer nadie del pueblo. El primer par de meses que pasó en casa, los yonquis se le seguían acercando a escondidas y le preguntaban si andaba trapicheando. Durante varios años, la afición preferida del departamento del sheriffde Red Hill fue parar a Ike y registrarle el coche. En el supermercado, la gente alternaba entre apartarse de él y mirarle de reojo. Los ignoró a todos. Agachó la cabeza y no le quitó el ojo al premio. Empezó una empresa de jardinería con un tractor cortacésped que era una tartana y una hoz oxidada. No se limitó a trabajar duro, trabajó más duro que nadie en cinco condados. Para cuando Isiah se hubo graduado en la universidad, ya había terminado de pagar la casa y la tienda.

Aprendió a controlar el mal genio. En el talego era imposible resolver los conflictos pacíficamente. Golpeabas primero, y con fuerza. Si no, acababas lavándole los gayumbos a algún hijoputa. Después de salir de la cárcel, la primera vez que le cortaron el paso en la carretera fue difícil. Le había costado Dios y ayuda no perseguir al tipo, sacarle a rastras del coche y aplastarle la cara contra el bordillo de un pisotón.

Buddy Lee se había equivocado en todo. A Ike no le daba miedo ensuciarse las manos. No le daba miedo derramar sangre. Le daba miedo ser incapaz de parar.

Capítulo 6

Grayson abrió la puerta del garaje. El calor cobraba vida, le alcanzaba y le tocaba con una caricia asfixiante. Una bruma grasienta daba al barrio un tono sepia, como si estuviera atrapado en una vieja fotografía. El sol vespertino atravesaba los gases del taller de camiones al este y el humo y el vapor de la fábrica de chapa al oeste. Grayson pasó una pierna pesada por encima de la moto. Se puso el casco en la enorme cabeza. El pelo largo y rubio le salía por debajo del casco y le caía por la espalda. Estaba a punto de arrancar la Harley cuando Sara abrió la puerta y le dio una voz.

—Te llaman al móvil. Ya sabes, el de la mesilla que me prohibiste tocar —graznó.

Grayson se quitó el casco.

—Tráemelo.

—Ah, ¿ahora sí lo puedo tocar?

—Tráeme el puñetero teléfono, zorra —dijo Grayson.

Sara abrió la boca, cambió de idea y desapareció al entrar en la casa. Cuando volvió, llevaba a Jericho en la cadera y el móvil en la mano libre.

—Dile a esa que más le vale no besarte, porque sería como si me comiera el coño —dijo Sara cuando le entregó el móvil.

—Joder, cuidado con lo que dices delante de él —dijo Grayson.

—Como si tú no dijeras cosas peores —contestó Sara.

—Entra en la puta casa.

—Claro, sigue tratándome como a una mierda. Igual un día vienes y me he marchado.

—¿Me lo prometes? —dijo Grayson.

Sara le hizo la peineta antes de volver a entrar en la casa. Grayson gruñó y se rio entre dientes brevemente. Más tarde, aquella noche echarían un polvo con odio. Llevaban los últimos cinco años jugando al mismo juego. Ninguno de los dos iba a marcharse a ninguna parte. Y lo sabían.

Grayson abrió el móvil de prepago. Leyó el número y negó con la cabeza melenuda antes de contestar la llamada.

—¿Sí?

—Hola. Supongo que sabes por qué te llamo.

—Me lo imagino.

Al otro lado de la línea se hizo un silencio de un minuto entero.

—Así que no la has encontrado.

—Han pasado dos meses. He tenido a la peña buscándola por todos lados. Hasta he tanteado el terreno con algunos de los colegas que nos compran la mercancía. La zorra esa se ha esfumado. Después de lo que le pasó al periodista ese, no va a decir ni mu. No hay nada de lo que preocuparse —dijo Grayson.

Esta vez, el silencio fue de casi un minuto. Cuando volvieron a hablar, articularon cada palabra con una intensidad bestial.

—Me quiero asegurar de que no abre la boca. Estamos demasiado cerca como para permitir que una ramera nos chafe los planes.

—¿En serio vas a seguir con esta mierda? —le preguntó Grayson.

—Es hora de cambiar. Nuestra gente está lista. No conviene que interfiera. Por eso necesito que la encuentres. Y la liquides.

—Eh, no está en la dirección que nos diste. Lleva sin ir a trabajar desde que el periodista la diñó. Es un fantasma, tío. Estás a salvo.