Todos los pecadores sangran - S. A. Cosby - E-Book

Todos los pecadores sangran E-Book

S. A. Cosby

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Beschreibung

Titus Crown es el primer sheriff negro de Charon, Virginia, un pueblo tranquilo con solo dos asesinatos en décadas. Tras años en el FBI sabe que la calma es solo una fachada y que bajo la superficie se esconden siniestros secretos. Todo cambia cuando un maestro es asesinado por un exalumno al que matan los ayudantes de Titus en un tiroteo. Y entonces la investigación revela un rastro de crímenes atroces con un asesino en serie que acecha desde las sombras. Titus descubre una conexión con una iglesia local y el oscuro pasado de Charon. Mientras lucha por resolver el caso se enfrenta a otra    una amenaza: un grupo de extrema derecha planea un desfile para ensalzar la historia confederada, lo que podría dividir al pueblo para siempre. Atormentado por un doloroso secreto deberá decidir hasta dónde está dispuesto a llegar para detener al asesino y para salvar a la comunidad de un enfrentamiento irreversible.

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Seitenzahl: 565

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Todos lospecadores sangran

S. A. Cosby

Traducción: Miguel Sanz Jiménez

Título original: All the sinners bleed

Edición original: Macmillan Publishing Group, LLC Derechos de traducción gestionados por Flatiron Books, Nueva York, en colaboración con International Editors’ Co. Barcelona.

© 2023 S.A. Cosby

© 2025 Miguel Sanz Jiménez por la traducción

© 2025 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2025 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-43-1

Para mi hermano, Darrell Cosby.Lo que sabemos solo nosotros podemos saberlo.

No hay que creer que el mal es de procedencia sobrenatural; el hombre es muy capaz de todas las vilezas.1Joseph Conrad

He aquí, yo hago nuevas todas las cosas.2Apocalipsis 21: 5

1N. del T.: La traducción de la cita es de Barbara McShane y Javier Alfaya, y corresponde al libro de Joseph Conrad Bajo la mirada de Occidente, Madrid, Alianza, 2006.

2N. del T.: Cita correspondiente a la versión Reina Valera, consultada para las referencias bíblicas de la novela por ser una de las traducciones bíblicas de mayor difusión en el mundo protestante de habla hispana.

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Dedicatoria

Condado de Charon

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Condado de Charon

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Condado de Charon

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

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S. A. Cosby

Manifiesto Motus

Condado de Charon

El condado de Charon se fundó con el derramamiento de sangre y la oscuridad.

Literal y figuradamente.

Hasta el nombre está envuelto en las sombras y la morbosidad. Cuenta la leyenda que el condado se iba a llamar condado de Charlotte o de Charles, pero los ancianos del pueblo esperaron demasiado tiempo y esos nombres ya no estaban disponibles cuando se decidieron a registrar su asentamiento emergente. Según cuentan, siguieron bajando con el dedo por la lista de nombres hasta que se fijaron en Charon, Caronte en inglés. Esos hombres, ajados como el cuero blancuzco y con manos como hachas de leñadores, llamaron así a su pueblo nuevo sin reparar en la naturaleza macabra del nombre. O quizá les gustó el nombre porque había un río que fluía por el condado y desembocaba en la bahía de Chesapeake, como si fuera la laguna Estigia.

¿Quién sabe? ¿Quién sabe lo que pensaban esos hombres que murieron hace mucho tiempo?

Lo que sí se sabe es que en 1805, un grupo de terratenientes blancos, descontentos con los límites de su propio destino manifiesto y al amparo de la noche, prendieron fuego a la última aldea indígena que quedaba en la península con forma de lágrima que acabaría por convertirse en el condado de Charon.

A quienes escaparon de las llamas los abatieron los disparos de los mosquetes, sin reparar en su edad, género o dolencias. Fue la primera de las muchas tragedias de la historia de Charon. El canibalismo en el invierno de 1853. La epidemia de malaria de 1901. El envenenamiento en el pícnic de las Hijas Unidas de la Confederación en 1935. El suicidio y el asesinato de la familia Danforth en 1957. Los baptistas ahogados de la carpa de los fanáticos de 1968 y muchos más. El suelo del condado de Charon, al igual que la mayoría de los pueblos y de los condados del Sur, quedó sembrado de generaciones de lágrimas. Todos los días de los Fundadores se celebraban la violencia y el caos en calidad de pilares del espíritu pionero en las plazas del condado de estos lugares,

Sangre y lágrimas. Violencia y caos. Amor y odio. Eran las piedras sobre las que se construyó el Sur. Eran los cimientos sobre los que se alzaba el condado de Charon.

La mayoría de los vecinos de Charon, si tuvieras la oportunidad de preguntar, te dirían que eran cosas del pasado y que ya se las había llevado el río del tiempo, que siempre fluye hacia el futuro. También hasta te dirían que había que olvidar esas cosas y dejarlas atrás.

Pero si le hubieras preguntado al sheriff Titus Crown, te habría dicho que cualquiera que pensara eso era un necio o un mentiroso. O ambas cosas Y si hubieras tenido la oportunidad de hablar con él después de aquel largo octubre, te habría dicho que quizá los cimientos de Charon estaban putrefactos, infectos y consumidos por la corrupción… no solo la corrupción de la carne, sino también del alma. Que quizá las piedras sobre las que se construyó el Sur se movían y se partían como la roca que Moisés golpeó con el cayado pero, en lugar de agua, de ellas solo manaban sangre e icor.

Podría haberse tocado las cicatrices de la cara o del pecho, distraído, y haberte mirado a los ojos para decirte con ese susurro áspero en el que se había convertido su voz:

—El Sur no cambia. Puedes intentar esconder el pasado, pero vuelve de formas mucho peores que antes. De formas espantosas.

Quizá suspirase, apartase la mirada y dijera:

—El Sur no cambia… solo los nombres, las fechas y las caras. Y a veces ni siquiera cambia eso, la verdad es que no. A veces son el mismo día y las mismas caras las que te esperan cuando cierras los ojos.

»Te esperan en la oscuridad…

Capítulo 1

Titus se despertó cinco minutos antes de que la alarma sonara a las siete de la mañana y se preparó una taza de café en la cafetera Keurig que Darlene le había regalado la última Navidad. Cuando se la dio pensó que era un regalo caro para una relación de apenas cuatro meses. Ahora Titus tenía que admitir que era un regalo de la leche y agradecía tenerlo.

Él le regaló un frasco de perfume.

Estuvo a punto de avergonzarse al pensarlo. Si conocer a tu amante era una competición, Darlene se llevaba la medalla de oro. Titus no clasificaba ni para la de bronce. Se había obligado a sí mismo durante los últimos diez meses a mejorar exponencialmente a la hora de hacerle regalos.

Titus dio un sorbo al café.

Su última novia antes de Darlene le había dicho que era un novio genial, pero él no estaba tan seguro.

Dio otro sorbo.

Oyó cómo las escaleras crujían mientras su padre bajaba a la cocina. El lamento de la madera antigua los había metido en problemas a él y a Marquis más de un viernes de madrugada, hasta que Titus dejó de salir hasta tarde y Marquis dejó de volver a casa.

—Eh, prepárame uno de esos cafés estupendos de la máquina ya que estás ahí en calzoncillos —dijo Albert Crown.

Titus observó cómo su padre iba cojeando a la mesa de la cocina y se acomodaba en una de las sillas metálicas tapizadas con vinilo que harían las delicias de un diseñador de interiores hípster con una pasión esnob por lo retro. Había pasado un año desde que operaron a su padre de la cadera y Albert seguía caminando con una cautela contenida. Se negaba a usar bastón por cabezonería, pero Titus veía cómo retorcía el rostro oscuro y suave hasta formar unos tensos nudos gordianos cuando venía una tormenta por la bahía o cuando las temperaturas empezaban a caer como una plomada.

Albert Crown estuvo cuarenta años ganándose la vida en la bahía; arrastraba las trampas para los cangrejos seis días a la semana, catorce horas al día por las costas de la isla Piney, en barcos que pertenecían a gente que apenas lo consideraba humano. Sin seguro y sin cotizar nada, pero todos esos días de partirse el lomo y la frugalidad de la madre de Titus les habían permitido construirse una casa de tres habitaciones en la carretera Preach Neck. Eran la única familia, negra o blanca, que tenía una casa con cimientos de verdad. La envidia había superado la barrera de la raza y había unido a sus vecinos a medida que la casa se iba alzando en el bosque de casas móviles que los rodeaba, como una rosa entre las malas hierbas.

—Cuando nos jubilemos nos podemos sentar en el porche delantero en unas mecedoras a juego y saludar a Patsy Jones mientras pasa conduciendo y poniendo los ojos en blanco —le había dicho la madre de Titus, Helen, a su padre en la mesa de la cocina una noche, durante uno los escasos fines de semana en que su padre no andaba por ahí, socializando en el Abrevadero o en el bar de Grace.

Titus puso una taza en la Keurig, metió una cápsula en el filtro y configuró el temporizador.

Pero, como muchas cosas en la vida, el plan de jubilación de su madre, cuidado y modesto, no pudo ser. Murió mucho antes de poder jubilarse de la fábrica de banderas. Patsy Jones aún pasaba conduciendo y poniendo los ojos en blanco.

—¿Cuál has puesto? —preguntó Albert.

Abrió el periódico y empezó a recorrer las páginas con el dedo. Titus veía cómo movía los labios un poco. Su madre había sido la lectora más aventurera, pero no pasaba un día sin que su padre se leyera el periódico.

—Una de avellana. La única que te gusta —dijo Titus.

Albert rio entre dientes.

—No se lo digas a esa chica. Nos consiguió el paquete ahorro. Fue un detalle.

Se humedeció el dedo y pasó la página. De inmediato, se chupó los dientes y gruñó.

—Los rebeldes esos no paran nunca, ¿eh? Ahora van a montar un puñetero desfile por la estatua. A esos muchachos les cabrea que por fin hayan tenido las agallas de decirles que el traidor asesino de su abuelo no valía ni una mierda —escupió Albert.

—Ricky Sours y los Hijos de la Confederación llevan las últimas dos semanas aporreando la puerta de mi despacho —dijo Titus y dio otro sorbo.

—¿Por qué? —le preguntó Albert.

—Quieren cerciorarse de que la jefatura del sheriff “va a cumplir con su obligación de controlar a las masas”, por si se presenta algún manifestante para quejarse. Ya sabes, como Ricky es blanco no soy justo con ellos por mi “herencia cultural” —dijo Titus.

No alzó la voz y habló con monotonía como le habían enseñado en el FBI, pero vio que su padre lo miraba por encima del periódico.

Albert negó con la cabeza.

—Ese Sours no le habría ido con esas a Ward Bennings. Hay que joderse, seguro que Ward hubiera desfilado con ellos y con la estrella en el pecho. “Herencia cultural”. ¡Mis cojones! Se refiere a que eres un hombre negro y él es racista. ¡Ay, señor! Hijo, a veces no sé cómo los aguantas.

—Es fácil. Me imagino cómo el general Sherman les daba patadas en los dientes a sus abuelos, esos traidores asesinos. Así me calmo —dijo Titus.

Su voz seguía siendo monótona, pero Albert prorrumpió en carcajadas.

—Linwood Lassiter preguntó el viernes pasado en la tienda a uno de los chavales de la pegatina en la camioneta por qué no le ponían una estatua a… ¿Cómo se llama ese? ¿El de los huevos? —preguntó Albert.

—¿Benedict Arnold? —sugirió Titus.

—Sí, que por qué no le ponían una estatua a ese, ya que tanto les gustan los puñeteros traidores. El muchacho le dijo algo de la herencia y la historia, y Linwood dijo que vale, ¿y qué tal una estatua a Nat Turner? El chaval se metió en la camioneta y se marchó quemando rueda y echando humo. Pero no le contestó —dijo Albert.

Titus entornó los ojos.

—¿Viste la matrícula? ¿Cómo era la camioneta?

—No, estábamos muy ocupados con las risas. Era igual que todas las camionetas que tienen los muchachos esos. Con la suspensión por las nubes y ni una pizca de polvo en la caja. A esas camionetas les pasa lo mismo que a los tipos que vienen a la bahía de finolis y en barcos enormes, que jamás pescan ni un solo pez. Convierten en juguetes las herramientas de los trabajadores —dijo Albert.

Titus se acabó el café. Enjuagó la taza y la dejó en la pila.

—No les importa Benedict Arnold, papá. No odiaba a la misma gente que ellos. Voy a vestirme. Trabajo hasta las nueve. En el frigorífico aún queda un poco de caldo de ternera del domingo. Cénatelo —dijo Titus.

—Hijo, no soy tan viejo como para no poder prepararme la cena. De todas formas, ¿a ti quién te enseñó a cocinar? —le preguntó Albert.

Titus notó cómo una sonrisa tensa se le dibujaba en la cara.

—Tú.

“Pero no hasta que ya habíamos enterrado a mamá y por fin habías encontrado a Jesús”, pensó.

—¡Nos ha jodido! O sea, puede que me cene el guiso, pero aún me las apaño en la cocina —dijo Albert, guiñándole un ojo.

Titus negó con la cabeza y se dirigió a las escaleras.

—Igual compro unas ostras y podemos encender la vieja barbacoa el fin de semana. Así invitamos al zote de tu hermano que venga —agregó el padre, mientras Titus pisaba el primer peldaño.

Titus se puso rígido un instante antes de continuar subiendo las escaleras. Marquis no iba a ir allí ese fin de semana ni ningún otro. El hecho de que su padre aún se aferrase a la idea era, a la vez, deprimente y desesperante. Marquis trabajaba por libre en calidad de carpintero autodidacta. Vivía al otro lado del condado en el parque de caravanas Windy River, pero era como si estuviera en Nepal. Podían pasar meses sin verlo, aunque trabajaba cuando quería. En un lugar tan pequeño como el condado de Charon, era un logro dudoso.

Titus entró en su dormitorio y abrió el armario. La ropa de paisano colgaba de las perchas de alambre a la izquierda. Los uniformes colgaban de perchas de madera a la derecha. No llamaba “prendas de civil” a la ropa de paisano, pues daba a los uniformes un grado de militarización que no le gustaba. La ropa de paisano estaba combinada por colores y colgaba en orden alfabético: primero la azul, luego la negra, después la roja y así. Darlene le había comentado una vez que era el hombre más organizado que había conocido jamás. Tenía los zapatos ordenados de la misma manera. Kellie, su novia anterior, de la época que pasó en Indiana, solía reordenarle la ropa siempre que se quedaba a pasar la noche. Le decía que lo hacía por su propio bien:

—Tengo que relajarte, Virginia. Estás muy tenso y un día vas a estallar. Intento ayudarte —le había dicho.

Titus pensó que le reordenaba la ropa porque sabía que él lo odiaba. Sabía que iban a discutir por ello y también sabía que acabarían haciendo las paces, con furia.

Se le escapó un suspiro.

Kellie era el pasado. Darlene era su presente. Y, a pesar de lo que decía Faulkner, esa parte de su vida se había acabado. Era mejor dejarla allí donde él la había dejado.

Empujó la ropa normal a la izquierda. Todos los uniformes quedaron a la derecha del armario. Todos eran del mismo color. Camisa marrón oscuro y pantalones de un marrón más claro, con una raya de marrón oscuro que bajaba por las piernas. Tenía dos chalecos antibalas que colgaban del extremo derecho del armario. Dos pares de zapatos de cuero negro descansaban en el suelo. Un sombrero de tres picos de color marrón reposaba en un estante. Darlene lo llamaba el sombrero del “oso Smokey… porque tú eres mi oso grandote” le dijo una noche mientras se apoyaba en su pecho. Los dedos de Darlene jugueteaban con la cicatriz del pecho de Titus como si fuera una pianista que tocaba una escala. La cicatriz era un regalo, por así decirlo, de Rojo DeCrain, un supremacista blanco, nacionalista cristiano, líder de una milicia y, durante siete minutos, aspirante a mártir.

Esos siete minutos habían cambiado la vida de todos. A Titus, a Rojo, a la mujer de Rojo y a sus tres hijos a los que habían puesto chalecos bomba. El menor de los niños solo tenía siete años; el chaleco le quedaba ancho de hombros, como una sudadera prestada de uno de sus hermanos y la cara se le quedó más blanca que una hoja de papel cuando quitó la anilla a la granada.

Y luego había…

—Ya basta —dijo en voz alta a nadie en particular.

Se frotó la cara con las dos manos. La metralla de las explosiones le había dejado esa quemadura con forma de interrogante en la barriga. Las cicatrices en el alma no eran visibles, pero tampoco menos horrendas.

Titus se puso el uniforme en un ritual que practicaba a menudo y lo calmaba. Primero se puso el chaleco y se lo abrochó. Luego cogió la camisa. Después una corbata marrón que colgaba, junto a sus dos hermanas, de un gancho en la cara interior de la puerta del armario. A continuación se puso los pantalones y luego los zapatos. Fue a la mesilla, abrió el cajón y sacó el cinturón de trabajo. Se lo abrochó con fuerza antes de coger la llave de la mesilla y ponerse en cuclillas, con cuidado. En su condado no podían ver al sheriff con los pantalones arrugados. Un sheriff negro debía tener un par de pantalones extra en el despacho, solo por si acaso.

Sacó una caja metálica de debajo de la cama, la abrió y cogió su arma reglamentaria. El condado solo le pagaba una Smith and Wesson de nueve milímetros. Titus quería algo con más potencia de fuego. Había pagado la SIG Sauer P320 de su propio bolsillo. Era la misma arma de mano que usaba la policía estatal de Virginia. Comprobó el cargador y la recámara antes de enfundársela. Había dos pares de gafas de sol de espejo encima de la mesilla. Titus cogió uno y lo deslizó al bolsillo de su camisa. La radio estaba encima de la mesilla, junto a las gafas de sol. La cogió, se enganchó el transpondedor en el cinturón y el micrófono en el cuello de la camisa.

Por último, rebuscó en el cajón y sacó la placa. Se la puso en la camisa, encima del bolsillo izquierdo, y bajó las escaleras.

Albert seguía sentado a la mesa, pero el periódico había desaparecido. Su lugar lo había ocupado un sobre con el nombre de Titus.

—¿Qué es eso? —le preguntó Titus, aunque estaba bastante seguro de que ya lo sabía.

—Ha pasado un año. El reverendo Jackson el domingo pasado dijo que era un milagro por el que dar gracias. ¿Quién iba a decir que, cuando un camión de leñadores atropelló a Ward Bennings, el primer sheriff negro del condado de Charon iba a ganar las elecciones? —dijo Albert.

Titus sostuvo el sobre. Lo abrió. La parte delantera de la tarjeta mostraba a un pingüino gracioso que llevaba una horca demoníaca. La inscripción del interior de la tarjeta rezaba:

“Imagino que el invierno se ha congelado ¡porque los dos seguís juntos! ¡Feliz aniversario!”.

Titus enarcó las cejas.

—En Walmart no tenían tarjetas para decir que te sientes orgulloso de que tu hijo sea el primer sheriff negro que ha habido en el condado. Pero me siento orgulloso. Mi hijo ha vuelto a casa y está cambiando las cosas. No sabes lo que significa para la gente verte con ese uniforme, Titus. Si mamá estuviera aquí también estaría orgullosa —dijo Albert y se le fue quebrando la voz.

La madre de Titus había fallecido hacía veintitrés años y, aun así, con solo mencionarla a su padre se le seguía retorciendo el corazón, igual que cuando se escurre una bayeta.

“¿Estaría orgullosa si supiera lo que había pasado en el norte de Indiana, en el rancho de DeCrain? Lo dudo”, pensó Titus. “No, no creo que se sintiera orgullosa para nada”.

—No todos los vecinos se sienten orgullosos. Pero gracias por la tarjeta papá —dijo Titus.

—¿Lo dices por el tal Addison, de la iglesia de la Nueva Era? Puf, nadie le da importancia. Cree que Jesucristo va en tejanos azules.

Era el peor insulto que su padre, un baptista pentecostal que se ponía sus mejores galas todos los domingos, podía pronunciar para aludir al pastor con rastas de la Nueva Era.

—Hace una buena labor en esa iglesia, papá.

—¿A ese sitio lo llamas una iglesia? Suena igual que un garito de carretera cuando pasas conduciendo por allí —dijo Albert.

—¿Y tú no? Es igual, Jamal Addison no es la única persona que cree que soy un tío Tom —dijo Titus, con una sonrisa compungida.

—Bueno, el reverendo Jackson siempre predica sobre tener cuidado con los falsos profetas.

Titus pensó en la ironía pero no dijo nada.

—¿Sabes qué? No estaría mal que vinieras a la iglesia de vez en cuando. Allí no hay nadie que crea que seas un puñetero tío Tom —dijo Albert—. Solo digo que han trabajado mucho por ti.

La dimensión y la profundidad de la gratitud que le tenía a la iglesia baptista Emmanuel por cómo habían apoyado su campaña sorpresa era una conversación que su padre se empeñaba en tener y Titus se empeñaba en evitar. No era porque no se lo agradeciera. Era consciente de que fue el apoyo de congregaciones como Emmanuel lo que lo había propulsado a la jefatura del sheriff. Junto con una serie de hippies trasnochados y progres, y pueblerinos sureños que odiaban a Cooter, el hijo de Ward Bennings, más de lo que desconfiaban del ex jugador de fútbol y agente del FBI. Una extraña coalición que no volvería a unirse hasta dentro de una generación. La iglesia de su padre no era distinta. Sabía que el apoyo de la congregación de su padre conllevaba unas condiciones que no tenía ganas de cumplir. Aparte del hecho de que llevaba sin asistir a una ceremonia religiosa en la iglesia desde que tenía quince años. Había dejado de ir más o menos a la vez que su padre había empezado. Dos años después de que muriera su madre.

—Ya te avisaré papá. Es la semana previa a la feria de otoño. Ya sabes que estoy ocupado —mintió Titus.

La feria de otoño era una mera excusa para que los habitantes del condado de Charon se emborrachasen y bailaran por las calles antes de deslizarse a una esquina oscura del césped del juzgado para dar un beso empapado de whisky a un amante. A su amante o a la de otra persona.

Albert estaba a punto se seguir presionándolo cuando la radio de Titus crepitó y revivió.

—¡Responde Titus!

La voz de la radio era la de Cam Trowder, el operador de la centralita. Cam trabajaba el turno de mañana y Kathy Miller, la otra operadora, trabajaba de noche. Cam era uno de los pocos que quedaban de la administración previa.

Era un veterano de la guerra de Irak que mantenía la calma bajo presión y, además, tenía un conocimiento enciclopédico sobre todas las carreteras y caminos de tierra del condado. A pesar de esas cualidades impresionantes, la mejor de Cam era la cercanía. Vivía a poco más de un kilómetro de la jefatura del sheriff. No faltaba ni un solo día, lloviera o saliera el sol. Su silla de ruedas, una todoterreno eléctrica, podía ponerse a más de treinta kilómetros por hora. El propio Cam la había trucado con la ayuda de un vídeo de YouTube y de unos PDFs de internet. El hombre era de todo menos cobarde.

Por eso, la desesperación que se le notaba en la voz y emitía la radio puso a Titus de los nervios.

—Adelante, aquí Titus —dijo tras pulsar el botón para hablar.

—Titus… hay un hombre armado en el instituto. Titus, me están llegando cien llamadas por minuto. Creo… Yo… Creo… Titus, mi sobrino está allí —dijo Cam.

Sonaba raro. Titus reparó en que estaba llorando.

—Cam, llama a todas las unidades. ¡Diles que se reúnan en el instituto! —le gritó Titus al micrófono.

—Mi sobrino está allí —dijo Cam.

—¡Llama a todas las unidades! ¡Ya!

Cam gimió, pero cuando su voz volvió a oírse por la radio sonaba suave y decidida.

—Recibido jefe. Llamando a todas las unidades. Hay un hombre armado en el instituto Jefferson Davis. Repito, hay un hombre armado en el instituto Jefferson Davis.

Titus soltó la tarjeta de felicitación y fue corriendo a la puerta.

—¿Qué pasa? —le preguntó Albert, mientras él salía zumbando por la puerta trasera.

Pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido de la mosquitera al chocar con la jamba, mientras el viento otoñal la atrapaba con sus frías garras.

Titus ya se había marchado.

Capítulo 2

Hay una sensación de caos que parece cobrar vida propia. Cuando se repite una situación caótica, hay ciertos patrones que surgen de memoria.

Cuando Titus entró chillando (como alma que lleva el diablo) en el aparcamiento del instituto Jefferson Davis, observó esos compartimientos característicos que se iban desplegando como una figura de origami marcha atrás.

Los alumnos y los profesores salían en tromba de todos los accesos al enorme edificio de ladrillo. Salían corriendo por la puerta delantera, se deslizaban por las puertas laterales, saltaban por las ventanas. Algunos se escabulleron por detrás, por una puerta enrollable y metálica que servía de salida y de entrada a la clase de mecánica del señor Herndon. La marea de alumnos y de profesores rodeó y dejó atrás su coche como un río que rodea y deja atrás una piedra. Sus rostros eran grabados de una obra de Francis Bacon, ensombrecidos por un recuerdo que, dentro de diez años, los llevaría a romper a llorar en un baby shower, en mitad del supermercado y después de ver el anuncio de una bicicleta estática.

Era la primera parte del caos que se desata en ese tipo concreto de suceso. El implacable pánico atávico que emanaba de los profundos recovecos de la parte animal de nuestro cerebro. Luchar o huir pasó de ser un concepto abstracto en las clases de Educación para la Salud a un componente necesario para sobrevivir.

Titus se bajó de un salto del SUV con la pistola desenfundada. Los gritos de los menores eran como la nube de una tormenta que iba de este a oeste. Sus alaridos eran truenos que hacían que le temblaran hasta los talones. Miró a la izquierda y vio cómo dos de sus ayudantes pasaban conduciendo por una zanja poco profunda que discurría paralela al césped delantero del instituto. Davy Hildebrant conducía uno de los coches patrulla y Roger Simmons iba en el otro. Carla Ortiz iba justo detrás de ellos en la furgoneta del programa de prevención de drogodependencia que llevaba al colegio y a la escuela. Roger salió de un salto, llevaba la escopeta antidisturbios. Davy había desenfundado el arma de mano, igual que Carla. Roger corrió hacia la multitud de adolescentes. Sujetaba la escopeta por la culata y apuntaba con el cañón al mar de cuerpos que se acercaba a él como un tsunami.

—¡Roger, levanta el arma! ¡Levanta el arma! —gritó Titus.

Roger se detuvo y lo miró fijamente.

Parpadeó con fuerza y luego se miró las manos. Titus vio cómo temblaba (como si se hubiera bebido un chupito de whisky) y levantó la escopeta para que el cañón recortado apuntara al cielo.

—¡Davy! ¡Llévalos a todos al otro lado de la carretera! ¡Al otro lado de la carretera! —chilló Titus.

Davy enfundó la pistola y empezó a llamar a los adolescentes y a los profesores, y comenzó a guiarlos al otro lado de la carretera, a un prado que pertenecía a las granjas Oakfield. Unas cuantas vacas angus pastaban al azar en el campo. No parecieron inmutarse, a pesar de los chillidos de terror que hacían eco en el fresco aire de la mañana.

—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Carla.

Se había abierto camino entre la multitud y estaba a su lado. Titus vio cómo una camioneta roja con una luz de emergencia en el techo entraba a toda velocidad en el aparcamiento. Tom Sadler iba al volante. Tenía el día libre pero debía de haber oído la llamada en la radio. Eran pocos los miembros de la jefatura del sheriff del condado de Charon que no estaban allí.

Titus rezó para no necesitarlos. Rezó para que el hombre armado no tuviera un fusil AR-15 o un AK-47 o alguna otra máquina diseñada para repartir la muerte como un esparcidor de semillas.

—Vamos a despejar el edificio —dijo Titus. Cogió el micrófono—. Davy, di a Tom que vigile a la gente; ve por detrás y ayúdanos a despejar el lugar. ¿Te has puesto el chaleco?

La radio crepitó cuando Davy respondió.

—Claro que sí. Voy a decírselo a Tom.

—Vamos, Davy —pidió Titus.

Con un gesto indicó a Carla que lo siguiera mientras comenzó a avanzar entre los rezagados y se dirigió al instituto.

—¡Ha disparado al señor Spearman! —dijo una chica con el pelo rubio oscuro.

Titus se percató de que era la hija de Daisy Matthews. Se había graduado con Daisy, se llamaba…

—¡Lisa, ve al otro lado de la carretera! —gritó Carla.

—¿Quién le ha disparado al señor Spearman? ¿Qué aspecto tiene, Lisa? —preguntó Titus.

Lisa giró la cabeza y lo miró como si se acabara de dar cuenta de que ya había llegado el sheriff.

—No… no… no sé. Llevaba una máscara. Le disparó en la cara. ¡Dios mío, ha disparado al señor Spearman!

Los ojos de Lisa eran más grandes que las ruedas de un tractor. No lloraba, pero tenía la cara de un rojo brillante. Titus sabía que ya tendría tiempo para las lágrimas, para las lágrimas o para los gritos nocturnos.

—¿Era alto? ¿Más alto que yo? ¿Y la ropa? ¿Qué llevaba? —dijo Titus.

Lisa cerró los ojos y se apoyó en Carla.

—¡No lo sé! —chilló a Carla en el hombro.

Titus respiró. Se dio cuenta de que se había puesto a gritar. Si un agente de policía te gritaba a la cara, nunca conseguirás información pertinente. Lo sabía, no paraba de decírselo a sus ayudantes, pero no había predicado con el ejemplo.

Tocó el micrófono.

—El sospechoso va enmascarado. Es lo único que sabemos. Vamos a entrar —dijo Titus.

—Cariño, necesito que cruces la carretera, ¿vale? —le pidió Carla con toda la delicadeza que pudo.

Lisa no le respondió, pero se marchó al prado como una gacela asustada.

—Vale, vamos —dijo Titus.

Era la segunda mitad de la tradición que nace del caos y se asemeja al orden. Pistolas desenfundadas, hombres y mujeres que se aproximan al hombre (porque casi siempre es un hombre) que desenfunda su propia pistola, con el cañón aún caliente por haber devastado una clase, un auditorio o una oficina llena de cubículos con pedazos de plomo revestidos de acero a ochocientos metros por segundo.

Titus notó cómo el estómago se le cerraba tanto y tan rápido que parecía un calambre. Tenía la respiración lenta y tranquila, pero la cabeza le iba a estallar. El viento se levantó y le enfrió el sudor que le caía por el cuello de la camisa. Los rayos de sol que se reflejaban en las ventanas le rebotaban en las gafas de sol al avanzar. Los pies crujían en el asfalto y el sonido era una polifonía para sus oídos. Carla respiraba hondo y con fuerza a su derecha. Davy emitía una especie de lamento, como el balido de un cordero, a su derecha. Roger apuntaba. Titus podía ver cómo los músculos de los hombros se le tensaban igual que los cabos de un barco.

El condado de Charon había registrado exactamente dos asesinatos en los últimos quince años. Uno se resolvió a los quince minutos, cuando Alice Lowney confesó haber apuñalado con una horca a Walter, su marido, tras haberlo pillado acostándose con su vecino Ezra Collins, el primo de Pip. El otro no se resolvió y, si confiaban en los apuntes de Ward Bennings, así iba a seguir hasta tiempos inmemoriales. La víctima había sido un varón blanco, tenía entre veintiuno y cuarenta y cinco años, y lo habían encontrado cuidadosamente troceado dentro de una maleta varada en la playa Fiddler. La sabiduría popular decía que los restos habían venido desde la bahía de Chesapeake con una marea extraña que no iba a volver a darse más. A la gente le gustaba decir que Charon no era un lugar donde solieran pasar cosas así de terribles.

Titus pensaba que la gente no tenía mucha memoria.

La historia reciente de Charon sí era relativamente tranquila, pero el pasado albergaba tales horrores y espantos que habían trascendido al reino de las leyendas. Su padre a veces compartía una cita de uno de los sermones del reverendo Jackson acerca del fuego del infierno y decía que la temporada del dolor llegaba con retraso a Charon. Titus no creía que Gideon tuviera el don de la presciencia, pero sí creía en los ciclos del tiempo y lo que había pasado antes iba a volver a pasar. La rueda gira y gira y, al final, acaba parándose en el mismo número donde se paró hacía veinte, treinta o cuarenta años. No importaba lo que encontraran dentro del instituto, la temporada de paz se había acabado. La temporada del dolor había vuelto y él estaba de guardia.

Estaban a menos de diez metros de los escalones delanteros del instituto cuando se abrieron las puertas y bajó al primer peldaño un hombre con una máscara de cuero y hocico de lobo en la mano izquierda y un fusil 30-30 en el recodo del brazo derecho, que acunaba como si fuera un recién nacido. El hombre llevaba un abrigo de marinero negro, raído y abotonado por la mitad, y unos tejanos azules y sucios. Tenía el pelo retorcido y rizado en unas trenzas africanas que tenía que volver a hacerse. La boca se le congeló en una mueca que pareció apoderarse de todo su rostro.

El mundo volvió a quedarse en calma por un instante. La brisa borró del aire los sonidos de la multitud. Solo quedaron el sol de la mañana, el cielo azul y ese hombre (que Titus reconoció) observándolos.

—¡Latrell, suelta el arma! —rugió Titus.

Se había acabado el tiempo de la voz queda. Latrell giró la cabeza hacia Titus. El hecho de que cinco agentes lo apuntasen con sus armas no pareció importarle. El rostro suave y oscuro mostraba una calma siniestra pese al moratón del tamaño de una pelota de golf que tenía en la mejilla derecha. Las pupilas del tamaño de un alfiler examinaron a Titus con impasividad. Titus se imaginó que era el efecto del OxyContin o de la heroína; ambos abundaban en Charon pese a sus esfuerzos. Latrell estaba allí y, a la vez, no estaba. Parecía un crío que había escapado de la supervisión de sus padres y aún no se había dado cuenta de que se había perdido.

Titus conocía a los padres de Latrell. Calvin y Dorothy Macdonald. Había estudiado con Calvin. Calvin, Patrick Tines, Bobby Packer el Grandullón y él habían ganado para Charon el único campeonato estatal de fútbol americano. Calvin era el receptor y Titus el quarterback. Titus había perdido la virginidad con Nancy Tolliver la noche de la final del campeonato en el asiento trasero del Ford Mustang de Calvin. A ella le gustaba que la asfixiaran, pero Titus no fue capaz de asfixiarla. Por aquel entonces, no. Solía preguntarse cómo a una chica de diecisiete años le gustaba la asfixia erótica, hasta que reparó en que no le hacían ninguna gracia las respuestas a esa pregunta.

Calvin trabajaba en el astillero de Newport News en la actualidad; estaba a punto de cumplir veinticinco años allí. Dorothy era auxiliar de enfermería en la residencia Pruitt. Tenían otro hijo, Lavon, de doce años. Latrell era el mayor y el más problemático. Había arrestado a Latrell una vez en el año que llevaba en el cargo por estar en posesión de productos para consumir drogas, después de que lo echaran de un Seven-Eleven por empezar una pelea por no dejarle comprar cerveza pasada la medianoche. Aquella noche había tenido un aspecto muy parecido al actual: desaseado pero inofensivo, salvo que aquella noche no había llevado un fusil largo ni una máscara de cuero. Cuando Calvin pagó la fianza de su hijo le dijo que Latrell estaba “hecho un lío”.

Titus había notado que su viejo amigo había querido decir algo más. Anhelaba decirle algo más. En cambio, había recogido a su hijo y se había tragado sus palabras. Había observado cómo se marchaban, sabía bien que Calvin luchaba con los demonios de su hijo. Titus también sabía que ya no era un hombro en el que pudiera llorar su antiguo compañero de equipo ni tampoco un oído al que contara sus problemas. La placa del pecho había cerrado de golpe esa puerta.

Fueran cuales fueran los demonios con los que se peleaba Latrell, parecían haberse multiplicado por diez.

—¡Latrell! ¡Tira el arma! —ordenó Titus.

Pronunció cada palabra con toda la claridad que pudo. Quería atravesar la niebla que nublaba el juicio a Latrell, necesitaba que lo oyera, necesitaba que viera las armas que lo apuntaban, necesitaba que se diera cuenta de que, fuera lo que fuese lo que había hecho, aún podía marcharse de allí por su propio pie. Era el hijo de Calvin e incluso aunque fuera el hijo de un hombre al que Titus no conocía, aún se merecía esa oportunidad. Un hombre con el que Titus no hubiera bebido whisky clandestino ni se hubiera pasado cuatro años corriendo dos veces al día. Un hombre con el que Titus no se hubiera criado a la sombra de la gigante bandera confederada que ondeaba en el término del condado.

—Es uno de los arcángeles —dijo Latrell con timbre trémulo pero alto y claro.

—Latrell, necesito que sueltes el arma y te tumbes en el suelo.

—Dijo que era el ángel negro. El ángel de la muerte. El señor Spearman decía que le gustaba oír el sonido de su voz al hablar —dijo Latrell.

Titus observaba cómo las lágrimas caían por el rostro de Latrell.

—Latrell, suelta el arma ahora mismo —dijo Titus.

Lo dijo alto y claro, pero el tono amenazante había desaparecido. Aquello no tenía por qué terminar con balas.

—Los obligó a llamar a Dios. Luego les dijo que era Malak al-Mawt, el Destructor. Pero tampoco era verdad. Solo era un degenerado, igual que el señor Spearman —continuó Latrell.

Soltó la máscara y se puso el cañón del fusil debajo de la barbilla.

Titus paró en seco. Bajó la pistola un milímetro. No quería que Latrell apretase el gatillo, pero sabía lo rápido que se podía pasar del asesinato al suicidio. Las palabras que salían de la boca de ese hombre se podían considerar los delirios de una mente rota.

Aun así…

Titus vio la agonía que se apoderaba de Latrell, le retorcía el cuerpo, le contorsionaba las extremidades, era como si le arrancaran los brazos y las piernas con el peso de una culpa y de una vergüenza que Latrell era incapaz de articular bien. Las manos se aferraban al fusil con una desesperación frenética, los dedos ondulaban como los tentáculos de una criatura de las profundidades del mar que no hubiera visto jamás el sol.

—Latrell, escúchame. Sea lo que sea lo que haya pasado podemos hablar de ello. Sea lo que sea lo que hayas hecho así no se soluciona. Suelta el arma por favor. Suelta el arma y vamos a hablar. No tiene por qué ser así —dijo Titus.

Apartó una mano de la pistola y la tendió con la palma hacia arriba en dirección a Latrell. Entre los dedos extendidos observó cómo Latrell, con cautela, se quitaba el cañón de debajo de la barbilla.

—Eso es. Y ahora ponla en el suelo y ven conmigo —dijo Titus.

Cambió las órdenes que había dado a Latrell porque no quería que estuviera lo bastante cerca del fusil como para cogerlo si cambiaba de opinión. Irradiaba locura en olas, como el calor que emerge del asfalto a mediados de julio.

—¡Suelta el arma, capullo! —chilló Roger.

—¡Atrás, agente! —le gritó Titus.

Latrell cerró los ojos.

—No… —murmuró Titus.

—No sabéis lo que he hecho. Intenté parar y dijeron que iban a matar a mi hermanito. El ángel… nunca se quitó la máscara. Pero al señor Spearman le gustaba que le vieran la cara. Le gustaba mucho —dijo Latrell.

Las palabas eran parte de una frase larga, como un cántico.

—Latrell, espera —pidió Titus.

Latrell abrió los ojos.

—Mirad su móvil —dijo.

Titus bajó la pistola otro milímetro más.

Latrell levantó el fusil por encima de la cabeza.

—¡Me he convertido en la muerte! —aulló mientras bajaba por los escalones hacia Titus y sus ayudantes.

Más tarde, cuando Titus repetía la escena una y otra vez como una película en bucle en el cine de su cabeza, llegaba a esa parte del vídeo y la pausaba. El momento se convertía en una tensa serie de movimientos que parecían quedar ocultos por un resplandor opaco. ¿Latrell los había encañonado con el fusil? ¿Había amagado con apuntarlos con el fusil? Cerraba los ojos y se esforzaba en recordarlo, pero el recuerdo se disolvía antes de que pudiera asirlo, como una telaraña.

Titus oyó el primer disparo antes de que Latrell hubiera dado tres pasos. Las postas de la escopeta antidisturbios de Roger convirtieron la cabeza de Latrell en una neblina roja. Tom Sadler le disparó cinco veces con su revólver Smith and Wesson del calibre 357. Tom era un tirador excelente. Las cinco balas dieron en el blanco, en una zona centrada en el pecho de Latrell.

—¡Dejad de disparar de una puta vez! —gritó Titus con todas sus fuerzas.

Davy aún no había disparado pero enfundó su pistola tan rápido que pareció un truco de magia. Carla bajó el arma de mano pero siguió empuñándola, por si acaso. Davy masculló algo pero Titus no entendió lo que decía. Los disparos aún le retumbaban en los oídos.

El cuerpo de Latrell bajó rodando los últimos peldaños de granito del instituto Jefferson Davis, igual que una muñeca de trapo de la que se hubiera deshecho una niña. El fusil 30-30 resonó al caer en el suelo, lejos de su alcance, como si les siguiera importando. Cuando Latrell se detuvo a sus pies, Titus vio el rastro de sangre que había trazado su viaje. Manchó los escalones con franjas y marcas, como una caligrafía de color rosado.

Capítulo 3

Encontraron al señor Spearman en su escritorio.

Estaba recostado en la silla con la boca entreabierta, la corbata torcida y las puntas de las greñas desparramadas por el cuello de la camisa. Cualquiera que hubiera cursado Geografía en noveno durante los últimos treinta años en el condado de Charon conocía esa corbata azul y raída, con las manchas de café inspiradas en el test de Rorschach. Si encuestaban a los alumnos del instituto Jefferson Davis y les preguntaban quién era su profesor favorito, Jeff Spearman tenía muchas posibilidades de ser el número uno de veinticinco de los treinta años que había pasado como miembro del profesorado de Jefferson Davis.

De no ser por la herida del tamaño de una moneda de diez centavos que tenía en la mejilla y por el agujero cavernoso en la parte posterior de la cabeza, podrías pensar que estaba dando una cabezada.

La parte de la pizarra que quedaba justo detrás del señor Spearman tenía salpicaduras de trozos de hueso, materia gris y pelo cano. Los pedazos quedaban pegados en su sitio gracias a una capa de sangre.

Titus pensó que esa zona de la pizarra parecía un proyecto para una clase de Plástica creado por un lunático dentro de un matadero.

Se acercó al cuerpo y le puso dos dedos en el cuello. Quedaban pocas dudas de que Jeff Spearman se había despojado de sus ataduras mortales, como diría Hamlet3, pero Titus creía en ser exhaustivo. En la universidad, en una clase de Anatomía, había leído acerca de un hombre al que se le había clavado en la cabeza una vara de hierro de más de medio metro durante un accidente industrial y había ido conduciendo al hospital él mismo.

—Despejad el resto del instituto. Aula a aula. Vamos —dijo Titus.

No se movió nadie.

—¿Por qué cojones disparó al señor Spearman? —preguntó Davy.

El dolor de su voz hizo que Titus se estremeciera. Él también se lo preguntó, pero ya llegaría la hora de las preguntas. En ese momento tenían que asegurar la escena del crimen.

—Puto terrorista. ¿Habéis oído lo que chillaba cuando se lanzó a por nosotros? Alguna mierda islamista —dijo Roger.

Respiraba con fuerza, como un toro. Titus giró sobre los talones e invadió el espacio personal de Roger.

—Aún no sabemos nada de nada. No sabemos por qué le ha disparado o si ha sido él. Quizá tiene un cómplice. Quizá el señor Spearman se suicidó y Latrell cogió el fusil. Quizá tratamos con terroristas. Quizá tratamos con alguien que tiene problemas de salud mental y nunca debería haber tenido acceso a un fusil que puede abatir a un uapití. No tenemos ni puta idea. Así que lo que vamos a hacer es asegurar la puñetera escena del crimen. ¡Vamos, andando! No os lo voy a repetir —ordenó Titus.

Habló en plural pero se dirigía a Roger. No dejó de mirarle a los ojos hasta que Roger agachó la cabeza y se dio media vuelta.

Roger se dirigió a la puerta del aula. Los demás ayudantes de Titus lo siguieron. Davy y él se miraron a los ojos brevemente antes de que Davy también se encaminara hacia la puerta.

—Y lo que gritaba no era árabe, era arameo. Dejaos de intentar adivinar lo que ha pasado —dijo Titus al aula vacía.

Una hora después estaban en el aparcamiento junto a las ambulancias, los camiones de bomberos y la multitud de padres aterrados que buscaba a sus hijos traumatizados. Docenas de maridos y mujeres abrazaban a sus cónyuges, para muchos de ellos era probable que fuera el último día que habían fichado en calidad de empleados del distrito escolar del condado de Charon. Mirar de frente la posibilidad de una muerte inminente te obliga a replantearte la carrera profesional que has elegido.

—¿Los dos han de ir al forense? —preguntó a Titus un hombretón de piel clara.

Era el empleado de la funeraria. Virginia seguía siendo un estado rural, en buena medida, con algunas ciudades de tamaño medio rodeadas de grandes franjas boscosas y enclavadas en los senos de los cerros, a los que les faltaban unos metros para ser montañas, y de montañas que ya eran viejas cuando las pirámides eran nuevas. Ni siquiera los condados grandes, como Red Hill o Queen, tenían un instituto forense local como tal. El estado designaba a un médico local como forense. Dicho profesional de la medicina certificaba las muertes que ocurrían sin supervisión: cuando la tía Emma moría en la cama después de que un cacahuete se le fuera por mal sitio o cuando mamá Jane acababa sucumbiendo a un ictus mientras preparaba conservas de melocotón para el otoño. De todo lo que pudiera tildarse de natural y esperable se encargaba el forense local.

A la gente con agujeros de bala la mandaban a Richmond para que la diseccionaran en el instituto forense estatal.

—Sí, los dos, pero Maynard va a llevar a Spearman —dijo Titus.

El hombre de piel clara asintió con la cabeza y se agachó para coger la camilla donde yacía el cuerpo de Latrell. Tiró de una palanca y se levantó al mismo tiempo. Los pies de la camilla ascendieron con él. Se dirigió a la cabeza y repitió la operación. Cuando se cercioró de que todo estaba listo, se puso a empujar la camilla rumbo a su furgón.

—Eh, espera un momento —le dijo Titus.

El empleado de la funeraria se detuvo. Titus bajó la cremallera de la bolsa para cadáveres.

—¿Me prestas unos guantes? —le preguntó Titus.

El tipo de la funeraria miró en el furgón y luego le pasó un par de guantes negros y de látex. Titus se los puso y abrió el abrigo a Latrell. Ignoró el olor punzante y enfermizo a tripas vaciadas y el aroma metálico a sangre derramada. Un recuerdo tan potente que parecía una alucinación intentó abrirse paso en su mente, pero lo mantuvo a raya al concentrarse en el cadáver de Latrell. Le desabotonó el abrigo. Tenía una abertura sangrante en el centro del esternón. Registró los bolsillos de Latrell con una minuciosidad ensayada. Tras unos instantes, halló el móvil de Latrell. Latrell había mencionado el móvil de Spearman al divagar. ¿Habían estado en contacto antes del tiroteo? Un modo de averiguarlo era dejar que el cadáver fuera a Richmond y que las pruebas se pasaran cuatro semanas en un cajón. Otro era llevarse a la jefatura los móviles de Latrell y de Spearman e inspeccionarlos.

—Carla, tráeme una bolsa de pruebas del coche.

Carla asintió con la cabeza y fue trotando al SUV. Al volver, Titus metió el móvil en la bolsa de pruebas.

—Ya te lo puedes llevar. Carla, di a Maynard que Spearman puede ir al forense, pero que antes mire si lleva el móvil —dijo.

Prescindió el “señor”. Latrell era un alma rota con problemas que no podía ni empezar a imaginar. También era un ladrón, un adicto a las drogas y podía ser una pesadez molesta allí donde apareciera en el condado. El sentido común decía a Titus que no se fiara de nada de lo que Latrell decía. El sentido común le decía que, si Latrell Macdonald te decía que llovía, debías asomar la cabeza por la ventana y ver si te mojabas.

Pero Titus no era capaz de conciliar el sentido común con la mirada de Latrell cuando se había puesto a hablar de arcángeles y de Jeff Spearman. La oscuridad de esos ojos que se expandían como un agujero negro mientras el chico se acercaba corriendo y chillando acerca del ángel de la muerte no mentía. Titus estaba seguro. Lo sabía de corazón. Sus profesores de la academia del FBI lo habrían reprendido por pensar así.

—Las corazonadas son una gilipollez —le gustaba decir a Bob McNally, su profesor de Ciencias de la Conducta.

La idea de que solo las pruebas empíricas tenían valor en una investigación era una filosofía que Titus había defendido con entusiasmo en la academia. Cuando hacían trabajo de campo, esa misma idea había resultado ser más frágil que el hielo fresco de un estanque.

—Las pruebas llevan a las condenas pero tu instinto te lleva al meollo del caso —le gustaba decir a Ezekiel Wiggins, el único otro agente negro de la oficina del FBI en Indiana.

Titus creía que la verdad estaba en un punto medio. Las pruebas podían contaminarse. El instinto te podía llevar por mal camino. Había que equilibrar la técnica, la intuición y la verdad.

La verdad era que Latrell había entrado en el aula de Jeff Spearman, le había disparado, había salido andando y había muerto en los mismos escalones que se había pasado cuatro años subiendo, cuando estaba en el instituto. Las pruebas eran el fusil, el cráneo de Jeff Spearman y, quizá, el móvil de Jeff Spearman.

—Titus, ¿qué diablos pasa aquí?

El sonido de Scott Cunningham al pronunciar su nombre consiguió que a Titus le entraran ganas de apretar los dientes como un molino de grano. Respiró y se dio la vuelta para mirar a Scott.

—Ha habido un tiroteo, Scott. Necesito que vuelvas detrás del cordón policial —respondió Titus.

Scott puso los brazos en jarras y adelantó la barbilla. Titus había visto cómo hacía lo mismo en las reuniones de la junta de supervisores cuando las cosas no salían como él quería, lo cual, con sinceridad, no era muy a menudo.

—¿A quién han disparado? Por eso te tengo dicho que deberíamos dejar que los profesores vayan armados —dijo Scott.

—Scott, voy a informar de todo al condado en cuanto limpiemos la escena, nos llevemos al autor de los disparos y a la víctima, y notifiquemos a las familias. Pero justo ahora estás en medio de mi escena del crimen pisando las pruebas y necesito que retrocedas. Ya.

Scott se miró los pies. Estaba en medio de un charco de la sangre de Latrell Macdonald.

—¡Joder! ¡Me cago en la puta! —se quejó Scott con asco.

Retrocedió dos pasos antes de limpiarse las suelas de los zapatos en la hierba, al lado de los escalones de la entrada.

—Ponte detrás del cordón.

—Espero un informe completo.

Esperó un momento antes de volver andando a su camioneta. Titus sabía que Scott quería que pareciera que se marchaba por su propia decisión.

—Scott, eres el presidente de la junta, no eres mi jefe. Te llegará el mismo informe que al resto del condado —dijo Titus.

Scott palideció y se limitó a negar con la cabeza.

—No soy tu enemigo, Titus.

“Mentiroso”, pensó Titus.

Cuando Titus había anunciado su candidatura, Scott Cunningham había puesto toda su considerable influencia al servicio de Cooter. Titus sabía que los motivos de Scott para apoyar a Cooter no tenían nada que ver con la filosofía de Cooter para defender la ley, que podía resumirse de la siguiente manera: “hostigar a la gente marrón y negra y a cualquiera que vote a los demócratas”.

Tenía que ver con el deseo de Scott de meter a su marioneta personal en la jefatura del sheriff. Un sheriff que no iba a hacer la vista gorda por defecto, pero quizá podía contar con él para entornar los ojos cuando hiciera falta. ¿Y qué mejor marioneta que el hijo del sheriff anterior? Un hombre conocido por tres cosas: apalear a los adolescentes a los que pescaba enrollándose junto al río, cachear a la gente en busca de pasta o de hierba cuando les daba el alto en la carretera, y por haberse peleado con una cabra una vez. Si veías a Cooter un poquito piripi, te agasajaría con anécdotas acerca de cómo la cabra se la jugó y le dio un cabezazo sin venir a cuento. La cabra, como solía pasar con los vencedores, declinó hacer comentarios a propósito del altercado.

Titus se sorprendió casi tanto como Scott cuando se supieron los resultados de las elecciones. El año anterior habían tenido más encontronazos de los que Titus creía necesarios para un condado del tamaño de Charon. Los acontecimientos dieron un giro dramático cuando él arrestó a Alan Cunningham, primo de Scott y concejal de urbanismo del condado. Jamal Addison se había quejado de que Alan denegaba a las familias negras los permisos para abrir un pozo sin motivo alguno. Se encargó de investigarlo y destapó un complot, casi cómico por lo ineptos que eran, de Alan Cunningham y Reece Kanter, un promotor inmobiliario local. Los dos habían conspirado para impedir que las familias negras construyeran sus casas en un terreno cerca de la playa Conyer que Reece codiciaba para edificar allí una nueva urbanización. Alan había recibido un buen soborno por cada permiso que denegaba.

Scott había sido el cabecilla de la ira colectiva de la familia Cunningham. Pero no había nada que pudiera hacer por su primo. Ya fuera por arrogancia o por estupidez, Alan había dejado un rastro que hasta el aviador Douglas Corrigan podría haber seguido.

Titus no solía disfrutar de arrestar a la gente, pero ponerle un par de esposas a Alan Cunningham había sido el punto más intenso de su semana y el nadir de su relación con Scott.

—Ajá. No te pertenezco. Tampoco soy uno de tus empleados de la fábrica de banderas ni uno de tus pescadores de cangrejos en la planta pesquera. La jefatura se encargará de ello. Si quieres ayudar, di a la junta que apruebe más fondos para que todos los que estaban aquí presentes vayan a terapia. Haz tu trabajo y yo haré el mío —dijo Titus.

Dio la espalda a Scott y cogió la bolsa de pruebas que le dio Carla. Cualquier otro día la perpetua competición por ver quién tenía la polla más grande en la que Scott Cunningham estaba convencido de que los dos participaban no le habría molestado lo más mínimo, pero esa mañana habían muerto dos personas. Los cuerpos seguían calientes mientras su sangre se enfriaba en los escalones y en las paredes del instituto Jefferson Davis. Hombres como Scott, consumidos por el ego y por el deseo de afirmar su dominio en la cima de unas jerarquías que solo ellos veían, no dejaban a un lado sus absurdas aspiraciones ni siquiera ante la muerte.

Ansiaban el poder y el control de todas las formas y cantidades posibles. Titus pensaba que podías ofrecer a Scott el trabajo de jefe de amontonar mierda en una granja de estiércol y lo aceptaría si significaba que así podría decir a los demás qué hacer. La megalomanía rural de Scott se veía alimentada tanto por la arrogancia como por la tradición. Los Cunningham eran una de las familias más importantes del condado porque poseían las dos empresas más grandes y de ellas dependían la mayoría de los empleos del lugar. Ellos dirigían el condado de Charon según la casi todas las estadísticas.

Salvo una.

Titus era el sheriff y ellos no. Y hoy, de todos los días desde que se había puesto esa placa en el pecho, no era el día en que iba a ceder ante sus fantasías feudales.

—Si Spearman lleva el móvil, embólsalo también y llévalo a la jefatura —dijo a Carla mientras le entregaba la bolsa de pruebas.

Carla había sido la segunda persona a la que contrató, después de Davy. Era una mujer baja y delgada, cinturón azul de jiujitsu que soñaba con unirse al FBI. Davy era amistoso y leal, pero Carla era lista y tenaz. Un día, en el futuro, Davy podría ser el sheriff. Un día, en el futuro, Carla podría estar al otro lado del país llevando ante la ley a los miembros de un cártel.

—Hecho jefe. Me encargaré de ello —dijo Carla.

Hizo una pausa.

—Se va a poner feo, ¿no? Por el tiroteo, digo. La mayoría de esos críos de ahí detrás lo estaban grabando. Creí… creí que se rendía y luego fue y… pareció que venía corriendo a por nosotros. O sea, era lo que parecía, ¿verdad? —le dijo Carla.

—Por ahora necesito que vayas a por el móvil. Ya nos encargaremos de lo demás.

Carla asintió con la cabeza y fue a buscarlo en los bolsillos de Spearman. Titus cerró los ojos tras las gafas de espejo y se pasó la lengua por los dientes, sin abrir la boca. ¿Cuánto tardaría uno de los vídeos de los chavales o del profesorado en volverse viral? ¿Un día? ¿Una hora?

En el último debate antes de las elecciones, a Cooter y a él les dieron la oportunidad de defender su candidatura una última vez ante los ciudadanos del condado de Charon con un argumento final.

Titus había subido al atril del cavernoso club Ruritan del este de Charon para compartir una fracción de su culpa, disfrazada de objetivo personal.

—George Orwell escribió que dormimos a salvo en la cama porque los hombres rudos están listos, por la noche, para cernirse con violencia sobre aquellos que nos hacen daño. Quiero una jefatura del sheriff que se cerciore de que esos hombres rudos no se ponen violentos con la gente a la que se supone que han de proteger. Nací aquí, me gradué en el instituto aquí. Me crie nadando en la bahía de Fiddler, aprendí a conducir en la carretera 15. Probé el alcohol por primera vez detrás del Abrevadero. Charon es mi corazón y mi hogar, pero sé que esos hombres severos no siempre han sido sensatos con la violencia. Creo que lo mínimo que se le puede pedir a un sheriff es que se asegure de que esos hombres rudos se rijan por las mismas reglas que han jurado defender. Porque todos sabemos que no siempre ha sido así —había dicho Titus.