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Melgar es un pueblo que vive del agua. Un lugar donde las apariencias se confunden con la verdad… hasta que alguien decide mirar más de cerca. Cuando el enfermero José Luis y la médica Cintia descubren rastros de radiación en las aguas termales que sostienen la economía local, desatan una reacción en cadena que amenaza con destruirlo todo. Detrás de las paredes de las instituciones se esconde una red de poder, negocios y silencio. Y quienes intentan romperla se convierten en enemigos de un sistema que no perdona la honestidad. Con la ayuda de Matías, un periodista decidido a exponer la verdad, deberán enfrentarse a la corrupción más profunda: la que se disfraza de normalidad. Perseguidos, traicionados y al borde de la muerte, comprenderán que la verdad no solo se descubre… se paga. Lágrimas de Plomo es un thriller intenso y humano sobre el coraje, la ética y el precio de la verdad. Una historia donde la justicia se mide en conciencia, y el silencio puede ser tan mortal como el plomo.
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Seitenzahl: 132
Veröffentlichungsjahr: 2025
SERGIO FORMICA
Formica, SergioLágrimas de plomo / Sergio Formica. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-7016-1
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
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Nota del autor
Melgar, conocida como la "Ciudad de las Piscinas", es un pequeño paraíso tropical ubicado a unos 100 kilómetros al suroeste de Bogotá. A solo dos horas en auto desde la capital, este lugar es un destino turístico privilegiado, famoso por su clima cálido y sus complejos de piscinas que se extienden a lo largo de todo el municipio. A diferencia de la fría y ajetreada Bogotá, Melgar ofrece un respiro soleado, con temperaturas que rondan los 30 grados durante todo el año, ideales para atraer a turistas que buscan disfrutar del agua bajo el sol.
Rodeada de montañas bajas y ríos caudalosos, la ciudad vive un constante vaivén entre la calma de su vida local y la energía que traen los visitantes los fines de semana. Pero detrás de este paisaje tranquilo, la vida de la familia Hernández ha sido golpeada por la tragedia.
La casa de los Hernández se levanta en un terreno amplio, a las afueras de Melgar, donde la vida rural aún predomina sobre el crecimiento urbano. Con sus dos plantas y techo de tejas rojas, la casa, de paredes blancas impecables, tiene un aire acogedor y tradicional. La rodea un gran jardín que la madre de la familia, Lucía, cuida con esmero. Los árboles frutales llenan el espacio con limoneros, naranjos y mangos, ofreciendo sombra y un aroma dulce que se mezcla con la brisa cálida del atardecer.
Desde que el padre de la familia, Don Álvaro Hernández, falleció repentinamente hace unos meses, la casa parece más vacía. Su partida dejó una herida profunda en todos, pero sobre todo en José Luis, el hijo mayor. Álvaro era el pilar de la familia, un hombre sencillo pero íntegro, cuya presencia llenaba cada rincón de la casa. Ahora, su ausencia pesa en los pasillos y en las conversaciones en la mesa familiar.
Desde pequeño, José Luis siempre mostró una inclinación especial por ayudar a los demás. Era el tipo de niño que, cuando alguien se caía en el patio del colegio o se lastimaba jugando, era el primero en correr a socorrerlo. En más de una ocasión, sus profesores le habían elogiado su compasión, y los compañeros solían buscarlo cuando algo no iba bien. Esa vocación por cuidar de los otros fue creciendo con él, hasta que, en la adolescencia, tuvo una conversación que cambiaría el rumbo de su vida.
Un día, en medio de una charla familiar durante la cena, José Luis les confesó a sus padres su mayor anhelo: quería ser enfermero. Era un momento que había estado postergando, consciente de que sus padres, especialmente su padre Álvaro, tenían otras expectativas para él. Sus hermanas mayores, Fernanda y Julieta, habían elegido carreras más tradicionales y, a los ojos de sus padres, más "respetables". Fernanda se había graduado como contadora y Julieta estaba en camino de seguir sus pasos. Naturalmente, ambos esperaban que José Luis también eligiera una profesión de renombre, algo como contador o ingeniero.
La reacción inicial de sus padres fue de sorpresa. La enfermería no estaba en sus planes para su hijo varón, y el temor a que esa profesión no le brindara el mismo estatus o estabilidad que las carreras tradicionales hizo que dudaran. Pero al ver la pasión en los ojos de José Luis y su determinación por seguir lo que sentía como su vocación, finalmente decidieron apoyarlo. Sabían que el deseo de cuidar a los demás era algo innato en él, algo que no podían ni querían apagar.
Con el tiempo, José Luis se graduó como enfermero, y encontró en su profesión una profunda satisfacción. Ahora trabajaba en el hospital principal de Melgar, donde día tras día confirmaba que había tomado la decisión correcta. A pesar de que su padre no vivió para ver el hombre en el que se había convertido, José Luis siempre sintió que en el fondo Álvaro estaba orgulloso de él, aunque no lo dijera abiertamente.
José Luis vivía en la casa familiar de dos plantas, junto a su madre Lucía, en las afueras de Melgar. Su habitación, en el segundo piso, tenía una vista perfecta al jardín, donde los árboles frutales que su madre cuidaba crecían llenos de vida. A sus 28 años, aún no sentía la necesidad de dejar ese lugar que siempre había sido su refugio, especialmente ahora, después de la muerte de su padre, cuando la familia necesitaba mantenerse unida.
La cena era, como cada noche desde la muerte de Álvaro Hernández, un momento cargado de silencio. En la mesa estaban Lucía, José Luis y sus hermanas, Fernanda y Julieta, quienes habían viajado desde Bogotá para pasar algunos días en Melgar. Las luces cálidas de la lámpara colgante iluminaban la mesa, pero no lograban disipar la sombra que la pérdida de su padre había dejado sobre la familia.
José Luis miraba su plato, sabiendo que tenía que hablar, pero temiendo el impacto de lo que iba a decir. El terreno de la familia, a solo 30 kilómetros de la ciudad, había sido el orgullo de su padre, y hablar de venderlo no era fácil. Sabía que tanto Fernanda como Julieta se resistían a la idea, pero alguien tenía que enfrentarlo. Tomó aire, y cuando el silencio se hizo demasiado pesado, finalmente rompió el hielo.
—He estado pensando en algo... —dijo, con voz firme pero cautelosa. Las miradas de todos se volvieron hacia él—. Tenemos que hablar sobre el terreno.
Fernanda frunció el ceño, visiblemente incómoda. Julieta dejó caer el tenedor en su plato, y Lucía mantuvo la mirada baja, como si supiera lo que venía. José Luis sabía que no sería una conversación fácil, pero también sabía que era inevitable.
—No podemos mantenerlo —continuó José Luis—. El terreno fue importante para papá, pero sin él... sin alguien que lo administre, es imposible. Ninguno de nosotros está aquí para cuidarlo, y es mucho lo que necesitamos para mantenerlo. No quiero que nos arriesguemos a perderlo todo sin asegurar algo para mamá.
—¿Estás hablando de venderlo? —interrumpió Fernanda, con el tono de alguien que ya conocía la respuesta pero esperaba que fuera diferente.
—Sí —respondió José Luis—. No quiero hacerlo, créanme. Pero tenemos que pensar en mamá. Con el dinero de la venta, podríamos asegurarnos de que no le falte nada, y además no tendríamos que preocuparnos por los costos de mantener el terreno.
Julieta cruzó los brazos y se recostó en la silla, claramente contrariada. Aunque en el fondo entendía la lógica de lo que decía su hermano, había algo doloroso en desprenderse de algo que sentían tan ligado a su padre.
—Papá no querría que vendiéramos la tierra —dijo en voz baja, casi como si hablara consigo misma.
José Luis sintió un nudo en la garganta. Sabía que estaban heridos, que el terreno representaba algo más que un bien material para ellos. Era el último legado tangible de su padre, el lugar donde había invertido tiempo, esfuerzo y cariño. Pero también sabía que la realidad era otra. Él, que seguía en Melgar cuidando de su madre, veía lo que ellas no: lo costoso y complicado que era mantener una propiedad así sin alguien que la gestionara.
—Lo sé —respondió, mirando a Julieta con empatía—. Pero también sé que no podemos mantenerlo sin papá. Si lo intentamos, vamos a terminar perdiéndolo de todas formas, y puede que entonces no consigamos nada a cambio.
Lucía, que hasta ese momento había permanecido en silencio, levantó la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por la tristeza, pero también había una determinación en ellos.
—Tu padre no está aquí para decidir, y nosotros tenemos que hacer lo mejor para nuestra familia —dijo con calma—. Si eso significa vender el terreno, entonces es lo que debemos hacer.
El silencio volvió a reinar en la mesa, pero esta vez era menos tenso. Fernanda y Julieta intercambiaron miradas, sabiendo que su madre tenía razón. Finalmente, Fernanda, que siempre había sido la más pragmática de las hermanas, habló.
—Conozco una inmobiliaria en Bogotá —dijo, tomando la iniciativa—. Puedo hablar con ellos y hacer que ofrezcan el terreno. Al menos nos aseguraremos de que obtengamos un buen precio.
Julieta asintió lentamente, resignada a la realidad. Aunque no era lo que quería, comprendía que no había otra opción.
José Luis se relajó en su silla, sintiendo un peso menos sobre sus hombros. La decisión había sido dolorosa, pero necesaria. Ahora, con la venta del terreno en marcha, al menos sabían que su madre estaría protegida. Sin embargo, una parte de él no podía dejar de sentirse inquieto. Pero por ahora, necesitaba confiar en que estaban haciendo lo correcto.
En el corazón de Bogotá, entre rascacielos y calles bulliciosas, se erguía un imponente edificio de 14 pisos, revestido completamente de cristal oscuro que reflejaba la ciudad como un espejo gigante. Era una estructura que denotaba poder, una fortaleza moderna que parecía inquebrantable ante los ojos de quienes la observaban desde el suelo. En la entrada, las letras plateadas brillaban: SERPRE S. A., la única empresa en Colombia autorizada para operar el único reactor nuclear del país, el GIAN T1, ubicado a 40 kilómetros de la capital.
SERPRE S. A. no solo administraba la energía nuclear de la nación, sino que también manejaba los secretos más oscuros sobre la gestión de los residuos radiactivos, y en sus pasillos transitaban ejecutivos que no conocían otra cosa más que el éxito a cualquier costo.
En el último piso del edificio, rodeado de ventanales que ofrecían una vista panorámica de Bogotá, Ricardo Gorzoga, el director de la empresa, estaba sentado en su amplio despacho. Con una mirada fría y calculadora, miraba su reloj mientras esperaba a que dieran las 10:00.
Esa mañana, una reunión importante lo aguardaba, convocada a petición de su Gerente de Producción, Nicolás Paredes, quien había mencionado una "preocupación crítica" respecto a los silos de cemento que contenían los desechos radiactivos del reactor.
Puntualmente, a las 10:00 en punto, la secretaria de Gorzoga, una mujer joven y eficiente llamada Marcela, golpeó la puerta antes de asomarse.
—Señor Gorzoga, el señor Paredes y el señor Ciprá ya están en la sala de reuniones.
Ricardo asintió y se levantó de su asiento. Caminó por el largo pasillo que conectaba su oficina con la sala de juntas, una habitación que irradiaba opulencia y autoridad.
Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera oscura, y una enorme mesa ovalada de cristal ocupaba el centro de la habitación. Pantallas planas colgaban de las paredes, listas para proyectar gráficos, mientras que el sonido de Bogotá se mantenía completamente silenciado por los gruesos ventanales.
En un extremo de la sala, sentado con aire nervioso, estaba Nicolás Paredes, el hombre encargado de asegurar que la producción en el reactor nuclear no se viera interrumpida. A su lado, estaba Fernando Ciprá, el asistente de Gorzoga, quien siempre se mantenía tranquilo y callado, aunque nunca dejaba pasar un detalle.
Gorzoga entró y cerró la puerta tras de sí, tomando asiento en la cabecera de la mesa. Miró a ambos hombres con una ligera sonrisa en su rostro.
—Bueno, Nicolás, aquí estamos. ¿Qué es lo que tanto te preocupa? —dijo, acomodándose en su asiento.
Nicolás miró nervioso a su jefe antes de comenzar. Tomó un respiro profundo, como si el peso de lo que iba a decir fuera a liberarse de su pecho.
—Es sobre los silos de residuos radiactivos, Ricardo —empezó, su tono serio y urgente—. Hace quince años que almacenamos los tambores en esos depósitos de cemento, y según nuestros cálculos, hemos alcanzado la capacidad máxima. Necesitamos una solución para disponer de esos residuos lo antes posible.
Ricardo cruzó los brazos y se reclinó ligeramente en su silla, observando a Nicolás con interés.
—Siempre hemos enviado los desechos al sur de Argentina, al sitio de disposición final —dijo Gorzoga, como si fuera obvio—. ¿Cuál es el problema ahora?
—El problema es el costo, señor —intervino Fernando Ciprá, adelantándose un poco—. Las regulaciones han cambiado, y el precio del traslado y disposición final ha aumentado en un 120%. Estamos hablando de millones de dólares adicionales que no teníamos presupuestados.
El rostro de Ricardo Gorzoga no se alteró ni un poco, pero en su mente ya calculaba el impacto que eso tendría en los márgenes de ganancia de la empresa. Millones de dólares en sobrecostos no eran algo que estuviera dispuesto a aceptar.
—Entonces, ¿cuál es la solución? —preguntó, su voz ahora más baja, casi cortante.
Nicolás intercambió una mirada rápida con Ciprá antes de hablar de nuevo, con un tono más bajo, como si lo que iba a decir fuera un secreto peligroso.
—He estado pensando en una alternativa. Podríamos adquirir un terreno lo suficientemente lejos de la ciudad, construir un galpón de pantalla para despistar, y debajo, cavar una fosa. Enterramos allí los tambores y desocupamos los silos para los próximos quince años. Nadie sabría nada.
El silencio llenó la sala de reuniones por unos segundos. Gorzoga lo observaba con los ojos entrecerrados, evaluando las palabras que acababa de escuchar. Sabía que lo que Nicolás proponía era ilegal, un movimiento arriesgado que podría destruir la reputación de la empresa si alguna vez salía a la luz. Pero también sabía que era una solución barata, que podría ahorrarles millones y evitarles tener que negociar con las nuevas regulaciones internacionales.
Finalmente, Ricardo esbozó una sonrisa fría.
—Dinero —dijo con un tono irónico—. Con dinero, todo se resuelve. Fernando, averigua qué terreno podría servir para este plan. Que esté bien alejado de Bogotá, pero no tan lejos como para levantar sospechas.
Ciprá asintió sin decir una palabra. Sabía que no era la primera vez que se le pedían favores de este tipo. Todo en SERPRE S. A. se manejaba con discreción y eficiencia.
—Haremos que todo parezca un proyecto inmobiliario o turístico —agregó Paredes—. Nadie sospechará.
La reunión concluyó con un acuerdo tácito entre los tres hombres. Sería arriesgado, pero la recompensa era demasiado alta como para dejar pasar la oportunidad. Ahora, solo quedaba encontrar el lugar perfecto para enterrar la verdad.
Esa misma noche, en casa de los Hernández, la familia se reunió para una cena tranquila. Como era costumbre, Fernanda, la hermana mayor, tomó la iniciativa para iniciar la conversación mientras todos se acomodaban en la mesa.
—Hoy recibí una llamada de la inmobiliaria —dijo, con una expresión que mezclaba asombro y emoción—. Nos han hecho una oferta por el terreno.
Todos en la mesa se detuvieron. José Luis, sentado al final de la mesa, levantó la vista de su plato, atento a las palabras de su hermana.
—¿Qué dijeron? —preguntó Julieta, la hermana del medio, con evidente curiosidad.
Fernanda hizo una pausa dramática antes de soltar la bomba.
—Ofrecieron 250.000 dólares.
Un silencio absoluto cayó sobre la mesa. El número resonaba en sus cabezas como una cifra inalcanzable. Era más del doble de lo que esperaban recibir por el terreno. Julieta dejó caer los cubiertos, mientras su madre, doña Lucía, se llevó la mano a la boca, incapaz de articular palabra. La oferta era demasiado buena para ser verdad.
—¿Dijiste 250.000? —preguntó José Luis, aún incrédulo—. ¿Por qué ofrecerían tanto por un terreno que apenas hemos podido mantener?
Fernanda sonrió y asintió.
—La inmobiliaria nos comentó que están interesados en construir un galpón de empaque. Parece que necesitan un lugar grande y apartado para su proyecto.
