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Harper F, Historias en Femenino Un perro vagabundea por un pueblo del sur de España. Está lastimado y famélico. Camila se encuentra igual de perdida y dañada que él. Es argentina, tiene treinta y ocho años y acaba de abandonar su ciudad de origen, familia, trabajo, amigos y medicación psiquiátrica. Su huida la lleva a refugiarse en el pueblo andaluz donde se cruzará con el perro. Aunque a ella no le gustan los animales, decide ayudarlo: el perro tiene una herida infectada que requiere de cuidados y reposo. No sabemos qué fantasmas acompañan a Camila en su nueva vida en España, lo que sí sabemos es que no le permitirán establecer vínculos afectivos con las personas que allí encuentra. Solo la necesidad de ayuda del perro parece hacer mella en la coraza que trae de Buenos Aires. Esta es también la historia del perro, contada desde su perspectiva. Sentiremos su hambre, su soledad, su anhelo de calor humano. Y lo mejor: a través de él disfrutaremos de las cosas más sencillas, aquellas por las que merece la pena vivir. «Leticia Castro escribe con las entrañas, porque no sabe estar en el mundo de otra manera. Es una escritora de raza. Aunque sus perros sean callejeros. No hay una línea que no desprenda fuerza y autenticidad en esta novela. Esta es una historia de amor y desamor, incluso más allá de las especies». Juan Jacinto Muñoz-Rengel Un debut deslumbrante y conmovedor que nos reconcilia con el lado más puro del alma humana.
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Seitenzahl: 514
Veröffentlichungsjahr: 2022
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La autora cede parte de los ingresos generados por Lamer las heridas a ANAA (Asociación Protectora de Amigos de los Animales, https://www.anaaweb.org/)
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Lamer las heridas
© 2022, Leticia Castro
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© Sucesión Julio Cortázar, 1962
Las citas de la obra Historias de Cronopios y Famas se publican por amable autorización de la Sucesión de Julio Cortázar.
© Sucesión de Oliverio Girondo
Las citas de la obra poética de Oliverio Girondo se publican por amable autorización de la Sucesión de Oliverio Girondo.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock
ISBN: 978-84-18976-23-0
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Agradecimientos
Para mi Tofi,
el perro maloliente, pulgoso, escuálido, cojo y enfermizo,
quien me ha enseñado que la manera en la que me conviene
vivir es siendo feliz por las pequeñas cosas.
Tres cortezas de pizza, un trozo de queso con moho y un puñado de cáscaras de patata es la cena que el perro consigue robarle a una bolsa de basura. Para lo que está acostumbrado, es una cena generosa. Esta noche no tendrá que escuchar los chillidos de sus tripas, con lo ingerido lo dejarán dormir. De todos modos, dará una vuelta por el pueblo; aún es temprano, quizá encuentre algo más de comer.
Le lleva muy poco tiempo recorrer el pueblo de una punta a la otra. Sus callejuelas huelen a leña quemándose y a sopa de verduras. Están desiertas, apenas iluminadas por una luz amarillenta. A diferencia del verano, no se escuchan familias charlando mientras cenan, ni el telediario a todo volumen, ni perros ladrar a su paso detrás de las puertas. El único sonido proviene de un carrillón de viento, el tintineo de sus campanillas metálicas suena incansable; la brisa es intensa en esta época del año.
El perro olfatea cada rincón, pero no encuentra ni una miga. Los trocitos de pan que la señora Mercedes tira frente a su puerta para los gorriones se los comió todos al mediodía. Bastante suerte tuvo con lo que ha encontrado, no suele haber bolsas fuera del contenedor que está en el parking del pueblo.
Siente frío. Debe dirigirse a su refugio cuanto antes, durante las noches baja mucho la temperatura. Echa a andar a paso rápido por la carretera. No hay vehículos, no hay personas, no hay farol en el cielo. Olisquea la oscuridad y acelera aún más su marcha; los aromas de la noche lo asustan. Al llegar a su refugio lame su herida largo rato. Luego, va a su esquina favorita, donde rasca con sus patas las hojas, da tres vueltas en el sitio, se tumba y se duerme. Si sus tripas están contentas, el sueño no se resiste a visitarlo.
Encontró este refugio hace un mes, al comenzar el otoño: es una casa abandonada en las afueras del pueblo a la que le falta el techo y se le ha caído una pared. En una de sus esquinas hay una montaña de hojas secas; a ese rincón el viento no accede, el frío tampoco, por eso le gusta. Además, en la casa abandonada se siente protegido de los jabalíes, en ella no pasa el miedo que pasaba en el molino, donde todas las noches escuchaba y olía de cerca a esos bichos asquerosos.
Son los golpes de su rabo contra las hojas quienes lo despiertan. Se da cuenta de que ya es de día. Cuando tiene sueños agradables, su rabo se agita con vigor. Soñó que estaba al lado de una caja que da calor royendo un hueso de jamón. No se trataba de un hueso solo de hueso, sino de uno que tenía mucho más jamón que hueso, algo exquisito, que solo se come en sueños.
Sus tripas sienten hambre y están empezando a protestar. Se levanta de un salto. La pata le duele más que al acostarse. Se sacude para quitarse las hojas y lame su herida: está cubierta de un líquido que huele raro y sabe a podrido. Siente mucha sed, por ello, se pone en marcha en cuanto la herida queda limpia. El río está cerca. Levanta su pata sana, deja sus sobras líquidas en la corteza de un castaño, camina unos pocos pasos y se encuentra bebiendo de su orilla. Saca una piedra del agua y comienza a mordisquearla. Le encantan las piedras, correr detrás de ellas cuando se las arroja al aire es su juego favorito. Sus tripas burbujean ahora, no puede continuar ignorándolas. Deja la piedra y se encamina hacia la entrada del pueblo. Va directo al contendedor que está en el parking. No hay ninguna bolsa nueva, solo está la del día anterior, y en ella no hay nada más que se pueda comer. Decide recorrer el pueblo, quizá algún vecino haya rellenado los cuencos de los gatos callejeros. Sabe que hay uno grande en la plazoleta cercana al parking y varios pequeños entre las plantas de Maripili.
El cuenco de la plazoleta tiene sobras de cocido; al oler que en él hay trozos de chorizo se le llena el morro de líquido. El cuenco está sobre un muro, y por mucho que salta, no llega a volcarlo. Desiste después de varios intentos.
Entre las plantas de Maripili hay cuatro gatos comiendo. En otra época, al escuchar uno solo de sus ladridos habrían salido todos disparados; hoy en día, sus ladridos son tan débiles como su cuerpo y solo consiguen que los gatos se burlen de él.
Por lo menos hay sol, y cuando hay sol el hambre se entibia, y no se siente tanto. Se tumba bajo sus rayos a esperar que los gatos terminen, quizá dejen algo. Mientras aguarda lame su herida, otra vez cubierta de líquido; pasa su lengua despacio, le duele demasiado. Los gatos se toman su tiempo, no tienen prisa. Los cuatro comen por separado, Maripili ha puesto varios cuencos entre sus plantas para que no se peleen, y lo ha conseguido.
Uno a uno los gatos se sacian y se alejan para echarse al sol, donde se lavarán largo y tendido, hasta dejar cada uno de sus pelos impecables.
El perro comienza a acercarse a los cuencos. Olfatea el aire y el corazón le late fuerte: ¡queda comida! Babea y mueve el rabo: ¡son bolas de carne! Hacía tiempo que no encontraba semejante regalo.
Está a dos pasos del cuenco que más comida tiene. Sus tripas suenan como si se las estuvieran hirviendo. Sus babas están dejando un reguero en las baldosas. ¡Qué olor tan exquisito tienen las bolas de carne! Va a abalanzarse sobre ellas cuando escucha un ruido que le eriza el espinazo: se trata del maullido del Chuli. Odia a ese gato más que a los jabalíes, lleva varias cicatrices en su pellejo hechas por sus uñas.
Al Chuli le cuelga la panza y se le bambolea de un lado a otro cuando camina; es el gato que mejor come de todo el pueblo. El pelo que lo cubre es gris y le falta un ojo. El gato maúlla enfurecido mientras se acerca a las bolas de carne, su único ojo amarillo clavado en su hocico, sabe que es donde lo arañará si no se retira. Una vez decidió hacerle frente, y su acto de valentía terminó con sus tripas vacías y su hocico ardiéndole, bañado de un líquido caliente. El gato da otro paso hacia él, y otro más, y otro. Él se queda paralizado, baja las orejas y el rabo: el Chuli acaba de hacerle fffuuu. Los bufidos de gato lo aterran. No es fácil alejarse de las bolas de carne teniéndolas tan cerca; el perro duda. El Chuli le hace otro fffuuu, más amenazador que el anterior, pero el hambre es grande y no va a rendirse.
Inspira, se llena de coraje y saca de su pecho el más feroz de sus ladridos. El Chuli se detiene, su ojo amarillo lo mira confundido. Por fin ha conseguido que un gato lo respete, de ahora en adelante se hará el fiero y comerá antes que ninguno. Fffuuu, escucha y ve al Chuli retomar su camino hacia el cuenco, su cola erizada como una escobilla de baño, sus orejas aplanadas hacia atrás, su lomo arqueado. Los demás gatos, despatarrados al sol, dejan de lamerse y levantan sus cabezas; la pelea es inminente y no se la quieren perder. El perro sabe que para no llevarse un arañazo en el morro tendrá que resignar las bolas de carne. Retrocede, aunque las tripas le duelen tanto como la pata.
Mientras se aleja piensa que, a la noche, en sus sueños, comerá dos bolas de carne, o cuatro, o seis, o puede que coma tantas hasta llegar a no querer ni una sola más.
Camila sale de su casa, cámara en mano, como todas las mañanas. Su casa es la última del pueblo y, hace años, allí se encontraba el horno que proveía de pan a todos los vecinos. Después de una reforma y de agregar una habitación y un baño arriba, el horno quedó convertido en la pequeña vivienda que alquila. Camila desciende las escaleritas que atraviesan el jardín, dobla a la izquierda, y a los pocos metros se encuentra con el comienzo del sendero que une su pueblo con el vecino: tres kilómetros de vistas a la sierra, tres kilómetros de cabras y ovejas sueltas, tres kilómetros plagados de robles y castaños. Los últimos son sus árboles favoritos: le gusta la majestuosidad de sus troncos, sus hojas aserradas y sus bolitas de agujas marrones que llevan dentro las castañas que asará en la chimenea.
Llega al molino y, luego de cruzar el río, Camila ve a lo lejos que un perro viene de frente. Al verla, el perro mete el rabo entre sus patas. No se le acercará; mejor así.
Saca varias fotos, es un castaño gigantesco el que ha conseguido llamar su atención. Su tronco retorcido, con su corteza acanalada y cubierta de musgo, le da un aire misterioso. Sus ramas aún albergan una gran cantidad de hojas rojizas; no durarán en ese sitio, el árbol las expulsará en breve para que acompañen a sus hermanas en el suelo. Cuando aparta su vista de la cámara, ve que el perro está a pocos metros. No parece peligroso, aunque estará lleno de pulgas y garrapatas, dos de los bichos que más le repugnan. Se acercan, están casi al lado el uno del otro, él sigue llevando su rabo bajo y, en el momento que se cruzan, Camila nota que el perro tiene una herida de tamaño considerable en una de sus patas traseras. Siente lástima, pero nada puede hacer, es uno más de los muchos perros abandonados en el sur de España, tendrá que buscarse la vida solo, como el resto.
El animal hace un amago de acercarse más de lo que a Camila le parece prudente, por ello, lo echa con un grito. El perro sale corriendo. Ve un nido vacío al que le saca un par de fotos, el sendero gira y llega al punto donde están sus vistas favoritas: su pueblo blanco rodeado de montañas verdes, el techo de la torre de la iglesia es el único punto anaranjado del paisaje y destaca justo en el medio. Piensa en su marido, ojalá estuviera allí, a Luca le encantaría convertir la foto que ella está sacando en pintura al óleo.
Al reemprender su camino se da cuenta de que el perro la sigue. Camila agita sus brazos en el aire varias veces y el animal da un respingo. Eso lo ahuyentará. Continúa su marcha y, al rato, escucha un jadeo. Se gira: el perro está siguiéndola otra vez. Camina veinte metros, cien, un kilómetro, y el perro aún va detrás. «¡No me sigas! ¡No tengo nada que darte!». Al perro no le asustan sus palabras, no se mueve. «¡Te dije que te vayas!», le grita más fuerte y consigue que retroceda. Al ver que la táctica está funcionando, Camila le vuelve a gritar. El perro se mete entre los castaños que están al costado del sendero y desaparece de su vista. Por fin la dejará en paz.
Camila escucha un cencerro, dos, muchos más. Se pone a buscar el rebaño hasta que lo divisa. Prepara su cámara, tiene una buena foto: un gran número de ovejas blancas, tres negras, y de fondo, la sierra cobijando al pueblo vecino. Coloca al rebaño en la esquina izquierda consiguiendo así una composición satisfactoria. La luz es óptima, son las nueve de la mañana, los rayos del sol brotan suaves en el paisaje, y bañan a las casas y ovejas con una luz dorada. Cuando las fotos se agotan, Camila se sienta a descansar. Saca una mandarina de su bolsillo y comienza a pelarla. Se sobresalta: acaba de sentir un lametazo en su mano. «¿Qué estás haciendo? ¡Qué asco!», grita mientras restriega sus cinco dedos con vigor en su pantalón. El perro da varios pasos hacia atrás. «¡Te dije que te fueras! ¡Dejá de seguirme! ¿Cómo te lo tengo que decir?», y le tira una piedra calculando que no le caiga encima, muchas veces vio a su abuela usar este recurso para asustar animales, jamás falla. Entonces, el perro hace algo que ella no espera: salta, agarra la piedra con su boca en el aire, se acerca y se la deja al lado. El animal mueve el rabo en redondo, sus ojos brillan, le cuelga la lengua y parecería que sonríe. «¡No te quiero cerca! ¡Andate!». El perro toca la piedra con su hocico y luego mira fijo a Camila. «Si estás esperando que te la tire, ya te podés olvidar», le grita. Furiosa, se levanta y echa a andar hacia su casa a toda velocidad; el animal le arruinó el paseo, lo mejor es volver, así conseguirá sacarse de encima al perro de una vez por todas.
Él la sigue y la sigue y la sigue hasta la puerta de su casa. Ella se la cierra en los morros. Él se tumba sobre su felpudo. Ella decide no salir hasta que él se vaya. Él no se mueve. Ella lo espía por la ventana; en cuanto el perro se aburra y abandone su puerta, irá a pedirle prestado el coche a Maripili, necesita ir al supermercado.
En su pueblo no hay restaurantes, tampoco hay bares, ni siquiera existe alguna pequeña tienda de alimentación. El panadero pasa con su furgoneta cargada de tortas de azúcar y diferentes tipos de panes los martes y viernes. A las once de la mañana toca la bocina en la plazoleta para que se acerque a comprarle quien no quiera ir al pueblo vecino (a tres kilómetros) o al pueblo grande (a seis kilómetros).
Pasan las horas y el perro sigue tumbado en su felpudo, solo se mueve de vez en cuando para lamerse la herida. Camila cambia las sábanas, limpia el baño, barre toda la casa. El perro, inmóvil. Prepara el almuerzo, come espaguetis con tomate, lava, seca y guarda los platos. El perro, en el felpudo. Le da un repaso al baño, apila la leña cerca de la chimenea, barre los suelos de nuevo. El animal aún allí. Piensa que a Luca le encantaría pintarlo, el perro le recuerda uno que él pintó para ella hace años. Ya no tenía aquel dibujo que su futuro marido le había regalado en quinto grado de la escuela primaria, lo había tirado a la basura.
A las cinco y media de la tarde, Camila decide que no va a seguir relegando su vida por un perro vagabundo. Lo ignorará hasta que se harte, a testaruda no le gana nadie. Al abrir la puerta, el animal se levanta con dificultad. La mira con unos ojos llenos de legañas y mueve el rabo como si ella tuviera un churrasco en la mano. Camila finge no verlo, cierra la puerta y baja las escaleritas del jardín corriendo. El perro ladra. Ella no se gira. El perro aúlla. Ella continúa caminando hasta llegar a la casa de Maripili, quien le presta las llaves de su coche. Callejea, cruza la plazoleta, recorre unos metros más a pie y está en el parking. Decide conducir seis kilómetros: irá al pueblo grande a comprar, cuanto más tarde en volver, más posibilidades habrá de que el perro haya abandonado su puerta.
Cuando Camila abre la puerta, el perro nota que la tristeza le huele más fuerte que a la mañana. Se dispone a seguirla, pero la pata le duele tanto que no es capaz de hacerlo. Las tripas también le molestan, hace casi un día que no les da nada, están rabiosas de hambre.
Se lame la herida, se levanta y, caminando despacio, consigue llegar hasta las plantas de Maripili. Alza el rabo y lo menea: no hay un solo gato a la vista. Estarán en la parte alta del pueblo, donde todavía hay algunos rayos de sol bajo los cuales lamerse su pelaje. Olfatea el aire varias veces. Baja su cola, ya no la mueve: ha olido que en los cuencos no queda nada, están tan limpios como si se los hubiera fregado. Descubre que si mantiene encogida la pata lastimada le duele menos al caminar. Y así, dando saltitos con sus tres patas útiles, a paso lento, llega al parking del pueblo.
Al lado del contenedor está la misma bolsa de siempre, esa que ya no tiene nada que ofrecerle. Alguna vez comió plásticos que olían a embutido. También lamió latas, masticó cartones y chupó baldosas. Las gotitas de grasa de algún chorizo pegadas al suelo llegaron a ser la comida de todo un día para él. Hoy, no hay nada que lamer o masticar para engañar a sus tripas. Debería seguir buscando comida, en cambio, se tumba para descansar, el dolor que siente en la pata es demasiado intenso. Se queda dormido y vuelve a soñar con el hueso que tiene mucho más jamón que hueso: primero, lo lame; luego, lo mordisquea un poquito, y otro poco, y un poquito más; y, por fin, le arranca hasta el último pedacito de jamón. Cuando se despierta ve un charco de baba a su alrededor. Se da cuenta de que el sol ya no está, en breve empezará a bajar la temperatura. Puede soportar el frío con las tripas llenas, puede soportar el hambre si el clima es templado, pero frío y hambre juntos le resultan insoportables.
Decide dirigirse a la casa abandonada, le costará dormir debido a los chillidos de sus tripas, pero por lo menos sobre su colchoncito de hojas no pasará frío. Mañana les robará comida a los gatos, les aullará como Astor, un malamute de Alaska amigo suyo de otras épocas, un perro experto en aterrorizar gatos, aullará como él le enseñó y los espantará, y se comerá un cuenco lleno hasta arriba de bolas de carne. Moviendo el rabo y valiéndose de sus tres patas sanas, empieza a caminar hacia su refugio. Ha dado cuatro pasos cuando una caja de metal ruidosa entra en el parking. Una de sus puertas está hundida y un olor asfixiante sale de su parte baja trasera. La caja de metal empieza a chirriar, va lenta, hacia atrás, hasta que se calla. El perro sabe que es ella, reconocería su olor a tristeza en cualquier parte.
Al salir del coche, Camila lo ve. Le parece mucho más delgado de lo que le pareció por la mañana; además, nota que ahora cojea. Abre el baúl, saca tres bolsas y se dirige a la plazoleta. Se gira, está segura de que el perro la vio, pero, por suerte, no la sigue. Asciende por la callejuela que sale de la plazoleta, le devuelve las llaves a Maripili, camina unos pocos metros más y llega a la última casa del pueblo: la suya. Antes de cerrar la puerta, ve al perro, anda lento pero sin detenerse, está empezando a subir las escaleritas que atraviesan su jardín. Camila insulta. Entra, da un portazo y echa el pestillo. Por la ventana lo ve tumbarse en su felpudo.
El perro no sabe por qué la siguió otra vez, lo que sí sabe es que esta noche no dormirá en su refugio. Aunque no está lejos, no tiene fuerzas para levantarse y llegar a él. En el mullidito de la puerta en la que se encuentra no se está mal, pero aún es temprano, el momento en el que el frío lastima es durante la madrugada. Se quedará allí de todos modos. El sonido de un carrillón de viento lo lleva a levantar la mirada, y así lo descubre, colgando de uno de los árboles del jardín. En su antigua casa había uno que sonaba parecido, su dueña olía bien las pocas veces en las que se detenía a escucharlo. Se siente acompañado por la melodía de sus campanillas, es suave, es agradable, le trae recuerdos que le hacen agitar el rabo, recuerdos de barriga llena y de alguna que otra palmada cariñosa en su lomo. Nota que algo se mueve a lo lejos. ¿Es un animal? ¿Es un gato? ¿O un perro pequeño? ¡Es el Chuli! Se encoge todo lo que puede, no quiere que lo descubra, no soportaría que el gato lo eche del mullidito en el que se encuentra. Tiembla, se le paran los pelos del cogote: ¡el Chuli se está acercando! Siente miedo, se hace pequeño. El gato avanza hacia él y, en breve, lo tiene pegado, su ojo amarillo mirándolo fijo, más malo que nunca. El Chuli levanta una pata, todas sus uñas están fuera. Le hace fffuuu y le pega un zarpazo en el hocico. Aúlla. La boca se le llena de un líquido caliente, tiene que salir corriendo si no quiere ver las zarpas del Chuli otra vez. Intenta levantarse, no puede, se siente débil, escucha otro fffuuu, ve la garra, las uñas filosas le recuerdan al alambre que se clavó en la pata, el hocico le arde. Fffuuu. Se despierta.
Tiembla de patas a hocico. Las campanillas ya no suenan suaves, ni agradables; están alborotadas, su música le lastima las orejas. Mira el cielo y se da cuenta de que faltan muchísimas horas aún para ver el sol. Ojalá hubiera ido a su refugio cuando podía, ahora tendrá que pasar toda la noche temblando, aunque el suelo no está frío gracias al mullidito, no hay reparo donde se encuentra, el viento le golpea todo el cuerpo. Y el hambre lo está mordisqueando por dentro. Tirita con más intensidad que al salir de la pesadilla, el carrillón suena agresivo, hojas y hojas le caen encima, el viento frío se le mete por el hocico, con tanta fuerza, que le cuesta respirar. Cierra los ojos y llora.
Camila abre la puerta y ve que el perro tiembla. Bajó mucho la temperatura y el viento está siendo despiadado. Hay hojas por todas partes: en el suelo, en el aire, sobre las plantas, sobre el perro; son del castaño cercano, el viento se las está ganando a sus ramas. «¡Qué testarudo que sos! ¡Estás en el peor lugar para dormir!». Le parece raro que al hablarle el perro no se mueva, ni la mire. Camila entra en la casa, sale, se inclina y pone frente a su hocico un plato hondo. El animal se levanta de un salto y empieza a mover el rabo como si fueran las hélices de un helicóptero.
La felicidad que siente el perro consigue que se olvide por completo del dolor de su herida, del Chuli y del frío: ¡Es arroz con pollo! «Despacio, despacio, te vas a atorar», escucha y, aunque se esfuerza, no puede dejar de engullir, en muy pocos segundos en el cuenco no queda nada. «Hay más», dice Camila pero no se mueve a buscar otra ración como a él le gustaría, se queda quieta, mirándolo. Él ladra varias veces. «Ya voy, ya voy», y Camila entra en su refugio. Quiere seguirla dentro, le gusta el calor que sale por la puerta, pero no se atreve. Ella vuelve con otro cuenco repleto de arroz con pollo. «Cometelo despacito», le susurra, y a continuación, hace algo que no cambiaría ni por montañas de embutidos, ni de huesos de jamón, ni de chuletones: Camila cierra los dedos de su mano alrededor de una de sus orejas, aprieta un poquito y los mueve hacia abajo. La caricia hace que su rabo se vuelva loco de contento. Camila le acaricia del mismo modo la otra oreja. No puede ser más feliz: está por darle a sus tripas un segundo cuenco de arroz con pollo y lo han tocado.
Por la mañana, el perro sigue en el felpudo, hecho un rosquito. «¿No te fuiste?», le pregunta Camila. El perro apenas mueve la cola y no levanta la cabeza. «¡Arriba!», le dice, pero el perro sigue en la misma postura. «¡Dale! ¡Arriba! ¡Levantate!», insiste. Parece un animal de cerámica. Algo le pasa, no tiene dudas. «Te voy a revisar, vos quedate así, tranquilito, no te voy a hacer doler», y procede a desenroscarlo para mirar el estado de la pata lastimada.
«¡Lo único que me faltaba!», grita Camila y no es enojo con el perro lo que siente, aunque él cree que sí, es enojo con ella misma; no tendría que haber sido tan débil la noche anterior, si no le hubiera dado de comer quizá el perro se habría ido, quizá alguien lo hubiera ayudado, quizá… No lo puede echar ahora, su herida parece estar infectada, y huele mal; además, si no lo ayuda, Luca no se lo perdonaría, y ella no quiere hacer nada más que su marido no le pueda perdonar.
Se sienta en la entrada de su casa, a la que están llegando los primeros rayos de sol, y baraja posibilidades. Al lado de la puerta hay un pequeño rellano donde Camila colocó una mesita y un banco, allí es donde desayuna cada mañana. Mientras ella muerde una tostada con tomate rallado y él come arroz con pollo, decide que lo curará, por lo menos el perro no se morirá por la herida en su pata. Una vez sano, no le será difícil echarlo.
Camila agarra una manta vieja con la que lo envuelve, va a la casa de Maripili, le pide prestado el coche y conduce hasta la veterinaria del pueblo grande. A la media hora está fuera. «En cuanto te recuperes te vas, eh», le dice al perro mientras lo lleva en brazos hacia el coche. «Te ayudo a que te cures, y luego te arreglás vos solito, que yo no puedo tener perro», y lo acomoda en el asiento del acompañante, sobre la manta. El perro le lame la mano. «¡No me chupes!», le grita. Él agacha la cabeza y echa sus orejas para atrás. «No te asustes. Pasa que no me gusta que me andes chupeteando», le dice mientras le estruja una oreja. El perro convierte su rabo en un helicóptero. «¿Ya me perdonaste?, ¿tan rápido?», y el animal ladra dos veces.
Al regresar a su pueblo va a la casa de Maripili, para devolverle las llaves.
—Ya verás tú, el chucho se te instala —le dice su vecina después de contarle lo que le dijo el veterinario.
—¡Estás loca! Lo último que necesito en mi vida es un perro.
—Si lo metes en casa, luego pa echarlo lo vas a tener chungo. —Maripili mira al animal, le sonríe y le rasca la cabeza—. Es la mar de guapo el chuchillo este.
—Es muy lindo, sí. ¿No te lo querés quedar?
¡Cómo no se le ocurrió ofrecérselo antes! ¡A su vecina le encantan los animales!
—No puedo quedármelo, un perro da mucha guerra cuando hay gatos.
—Pero este es muy bueno, y parece tranquilo, no creo que les haga nada.
—Si no es por él… Es que algunos de mis gatos son malos que no veas. El Chuli odia a los perros con locura, y el Jondo…, uf, a este chucho el Jondo se lo papea en un plis.
—¿Quién es el Jondo?
Camila conoce todos los gatos que rondan las plantas de Maripili, y también sabe que solo a dos les permite la entrada en su casa: al Chuli, un gato gordo, tuerto y arisco al que Camila jamás consiguió tocar, y a la Farruca, su favorita, una gata tricolor que siempre está ronroneando.
—Al Jondo tú no le conoces, lo tengo en el jardín de atrás, tiene prohibido salir, aunque el jodío gato se me escapa cada dos por tres.
—Pobrecito… ¿Por qué lo tenés ahí?
—Porque es un malaje.
—¿Un qué?
—Un mal ángel. Vamos, que tiene mala sombra, se pelea con to lo que se le cruza.
Camila sonríe, le gustan mucho las expresiones andaluzas. El perro empieza a agitarse nervioso, acaba de escuchar que existe un gato peor que el Chuli.
—Uy, mirá cómo tiembla, no sé qué le pasa. Te dejo.
—Está en los huesos, tendrá frío —opina Maripili.
Al llegar a su casa Camila lo baña, lo hace con sumo cuidado de no mojarle la herida. Él se sacude con vigor luego de haberlo enjabonado. Le cubre la cara de champú. Por suerte el perro se tranquiliza y le permite enjuagarlo. En cuanto lo saca de la bañera, el perro sale corriendo a toda velocidad. Ve que está a punto de bajar las escaleras. «¡Esperá!, son muy empinadas, te vas a caer», le grita, lo agarra y lo desciende. Él empieza a restregarse como un poseso en la alfombra del salón. Ella enciende el secador que tiene en su mano y, en el momento en el que se lo acerca a su pelaje, el perro lo ataca. Camila lo apaga y el animal se calma. Lo enciende y el perro intenta morderlo varias veces, le muestra todos sus dientes y le gruñe. «Es un secador de pelo, no te hace nada, ¿ves?», y Camila lo apoya apagado en el suelo. El perro lo olfatea y, al poco, lo ignora, pero, en cuanto Camila lo vuelve a encender, el perro se arroja sobre él como si fuera una presa que no puede dejar viva. Lo apaga. «Te tengo que secar, hace mucho frío, estás empapado», y el aparato empieza a hacer ruido. Una vez más, el perro pasa de dócil y sumiso a despedazador de secadores. «Por lo que veo, no me vas a permitir que te seque. Voy a ver si consigo encender la chimenea y te secás ahí entonces», y escucha que el perro ladra dos veces.
Se siente tan mal que no opone la más mínima resistencia cuando Camila lo sube a la caja de metal ruidosa. Él las odia, con todo su pellejo. Pero la pata le duele como jamás le dolió otra parte del cuerpo, y no tiene fuerzas. Por eso, se deja meter en ella sin ladrar, sin aullar, y sin volverse loco, como corresponde.
Llegan a un sitio donde hay un gato dentro de una caja de palos. Le bufa. No siente miedo: el gato es tonto y no sabe abrirla, por eso no puede salir. Se tumba a los pies de Camila. El gato, la caja de palos y su dueño desaparecen detrás de una puerta. Al rato, reaparecen. Un hombre de azul los invita a pasar. No es el primero que ve, el perro conoce bien este tipo de lugares.
El hombre de azul huele a chuche de salmón y a gato castrado. Lo sube a una mesa y le acaricia el lomo. Enseguida le cae bien. Después de toquetearlo, de clavarle un pincho y de ponerle en la pata algo que le aprieta y le tira de los pelos, ya no le cae tan bien. El hombre de azul lo baja de la mesa, se aleja unos pasos y lo llama. Él se siente mejor, pero no se acerca; las órdenes de Camila son las únicas que está dispuesto a cumplir, y ella no le ha pedido que se acerque.
—No responde a mi llamada, no puede caminar debido al dolor que le produce la infección —le dice el hombre de azul a Camila—. Necesita dos o tres días de reposo absoluto.
—¡¿Qué?! ¿Dos o tres días? ¡Pero si no es mi perro! ¡Yo no lo puedo meter en mi casa! —grita Camila—. ¿No se lo podés dar a alguien? Me lo encontré ayer, me siguió como dos kilómetros, parece muy bueno.
El perro contiene el jadeo, él no vivirá con nadie que no sea Camila.
—Ojalá pudiera ayudarte, me encantaría. No sabes la gran cantidad de perros abandonados que hay en esta zona y la poca gente dispuesta a acogerlos. Sin reposo y medicinas, dudo mucho que este animal pueda recuperarse.
El perro suspira aliviado, por un momento temió que ella lo dejara con el hombre de azul.
—¡Qué garrón! —dice Camila—. Bueh… Si lo tengo que meter en casa hasta que mejore, entonces dame algo para quitarle el olor repulsivo que tiene, cada vez que me acerco a él, me dan ganas de vomitar.
—Tienes razón, huele fatal —dice el hombre de azul mostrándole a Camila una sonrisa que ella no le corresponde.
¿Están hablando de él? No puede ser. ¿Cómo va a oler mal si cada mañana se revuelca en el barro del río, sitio favorito también de cabras, vacas y ovejas? Además, siempre que encuentra algún manjar, como un pájaro muerto o una rata despanzurrada, restriega todo su lomo sobre ellos. Hace pocos días, se aromó con la piel de un conejo al que ya no le quedaba nada comestible. No, no pueden estar hablando de él.
Cuando regresan al refugio de Camila no tiene que quedarse en el mullidito de la puerta, ella le dice que puede entrar. ¡Qué calorcito siente dentro! ¡Y qué de olores nuevos! No tiene tiempo de olfatear cada rincón como le gustaría, Camila lo lleva a la parte alta del refugio y lo mete en un cuenco gigante. El agua con la que ella empieza a mojarlo le recuerda al río. Durante el verano nadó en él cada día, pero desde que llegó el otoño sus aguas están demasiado frías y ya no le apetece mojarse más que las patas. Camila le rasca el lomo, con fuerza. ¡Qué felicidad siente!, tanta como cuando ella le acarició las orejas. Y, de repente, un olor repugnante le llega al morro: Camila le está echando en el pellejo un líquido que le irrita el olfato. Se sacude con todas sus fuerzas. Ella grita. Él se detiene y la ve haciendo un movimiento raro con la boca, tiene los labios cubiertos de burbujas, se parecen a las que tantas veces vio en la orilla del río. «¡Quedate quieto!», le ordena, y él le huele el enojo. Se sienta y se deja hacer, sabe que el olor a enojo nunca es bueno para él.
En cuanto Camila le permite abandonar el cuenco gigante, sale corriendo: está desesperado por quitarse el mal olor. En dos segundos alcanza las escaleras. «¡Esperá!, son muy empinadas, te vas a caer», le grita. Él se deja coger y ella lo lleva a la parte baja del refugio. Allí restriega su lomo sobre un mullidito que encuentra, es mucho más grande que el de la entrada. Se frota y se frota, pero el olor no se va. Ella sube y la ve volver con algo en su mano que nunca vio: es un bicho del que sale un viento muy caliente. Camila desenrosca su cola y el bicho se le acerca, lo quiere atacar con su aire. Y se detiene. Y el bicho le vuelve a soplar. Y para. Y le sopla. Él intenta defenderse en cada ataque. Camila le está hablando, pero no es capaz de escucharla, solo puede centrarse en embestir al bicho de viento. Después de lanzarle varios mordiscos, consigue matarlo, o herirlo; ve a Camila llevándoselo, su cola larguísima se aleja arrastrándose por el suelo. Y a los pocos minutos, ¡está al lado de una caja que da calor! Se siente dentro de su sueño, la única diferencia es que en vez de tener frente a él un hueso con más jamón que hueso, Camila le da arroz con pollo. Hace meses que no come así de bien, y tan seguido. Y está calentito. Y hay techo. Se siente protegido, no cree que los jabalíes puedan entrar allí, ni el Chuli.
Al terminar de comer mira a Camila: ¡cuánto la ama! ¡Y qué bien huele! Su olor lo llevó a acercársele, y a seguirla: Camila huele a mandarinas dulces y a castañas asadas. También huele a tristeza acumulada, como su antigua dueña. «¿Querés más?», escucha y él ladra dos veces. Camila lo mira. «¿Querés dormir en la puerta?». Él quiere dormir donde ella duerma, ¿qué pregunta es esa?, ¡claro que no quiere ir a la puerta!, tan lejos de ella, y de la caja que da calor. Ladra una vez. «¿Querés arroz con pollo?». Ladra dos veces, no entiende por qué se lo ha vuelto a preguntar. «¿Dormir en la puerta?». Ladra una vez. «¡Qué increíble! ¡Sabés decir sí y no!». Ladra dos veces, se acerca y le lame la mano.
En vez de gritarle, Camila se ríe. Es la primera vez que le ve ese gesto. A él le gustaría lamerla mucho más, ojalá pudiera chuparle toda la cara largo rato. Se contiene, a ella le molestan sus lengüetazos; él sabe que los humanos son así de raros.
Camila no lo puede creer: ¡el perro acaba de hacerla reír! Lo consiguió con algo tan estúpido como un lametazo en su mano.
Once meses y cinco días pasaron desde su última risa, la recuerda perfecta, jamás la olvidará.
Va a la cocina a buscar un trapo viejo, no quiere que el perro le llene la alfombra de pelos. Mientras abre cajones piensa en el primer día que salió de la cama, luego de pasar una eternidad sepultada en ella, y se sintió asqueada de los sedantes, de su desconsuelo, de su madre y hermanas tratándola con cautela, como si fuera una reina enfermiza.
Su familia la había presionado en varias ocasiones para que hablara de lo sucedido con Luca, la habían presionado de una manera sutil, por supuesto. Incluso, le habían dicho que si no lo quería hablar con ellos, podía hacerlo con un psicólogo. Camila se había negado a muerte, no iba a contarle a nadie lo que había sucedido con su marido. Lo mejor era irse, bien lejos. No fuera a confesar un día la verdad y todos descubrieran el tipo de persona que era.
Encuentra un trapo viejo en el último cajón del mueble que está en la cocina, lo coloca en el suelo, cerca de la chimenea. Busca al perro con la vista, lo encuentra durmiendo sobre sus pantuflas. «Vení, acostate acá», le dice y el perro le hace caso.
Aunque su madre y hermanas pusieron el grito en el cielo, abandonó Buenos Aires. Se decidió por Madrid porque en esa capital vivía un primo que podía alojarla un tiempo, hasta que ella decidiera qué rumbo tomar. Lo único que sabía era que no quería vivir en una gran ciudad, rodeada de gente y de diversiones. Deseaba estar sola.
Fue su primo quien le comentó que el sur de España podría gustarle: alquileres baratos, vida tranquila, naturaleza abundante. Le habló de los alrededores de Granada, de la zona de La Alpujarra, plagada de pintorescos pueblitos blancos. Siguiendo la sugerencia de su familiar, Camila se tomó un tren a Granada y, desde allí, un autobús a un pueblo que eligió al azar y que resultó ser demasiado grande para ella, aunque a mucha gente le habría parecido minúsculo. Ella quería vivir en un lugar desierto, si un lugar así existiera.
Después de recorrer varios pueblos llegó a uno que le pareció ser lo que buscaba: era pequeño y la mayoría de sus casas estaban deshabitadas. Fue en el parking de este pueblo donde vio a Maripili por primera vez: bajaba varias bolsas de supermercado de su coche, por ello, dedujo que sería una de las pocas personas que allí vivirían. Las bolsas eran transparentes y a Camila le llamó la atención la cantidad de latas para gatos que contenían.
—Nunca te he visto por aquí, ¿estás de vacaciones? —le preguntó Maripili mientras cerraba la puerta abollada de un coche viejísimo.
Camila, antaño abierta y sociable, no tenía ningún interés en hablar con desconocidos, rehuía de todo aquel que le preguntara algo, no le importaba quedar como una maleducada.
—No. Estoy buscando alguna casita que alquilar. ¿Vos por casualidad conocés alguna?
—Tú no eres española —afirmó Maripili sonriendo—. ¿De dónde eres?
—De Argentina —le respondió Camila sin mirarla. Maripili no pareció notar su sequedad porque no perdió la sonrisa.
—¡Anda! Mi hermana estuvo por tu tierra en su luna de miel y lo flipó, me dijo que…
—Perdoname, estoy apurada, ¿conocés alguna casa que se alquile en este pueblo o no? —la interrumpió, no estaba dispuesta a entablar una conversación que no le interesaba en lo más mínimo.
—Fíjate tú que sí, guapa, conozco una… —le dijo Maripili de buena gana. A Camila le sorprendió que continuara siendo amable cuando ella estaba siendo tan antipática—. Justo el otro día, en el mercadillo del pueblo grande, me encontré a la Evelyne y me contó que la casita de su hijo está vacía. Si la alquilas, vamos a ser vecinas, mi casa está al lao. Y, si vas a vivir aquí, te vendrá bien saber que to los sábados montan un mercadillo en…
—¿Y sabés cómo puedo hacer para hablar con esa señora? —la interrumpió Camila una vez más mientras pensaba que no veía la hora de que se callara, ¡qué le importaba el mercadillo ese!
—Llama a su puerta, seguro que está en casa, solo sale para ir a la compra, pobrecita mía… —Hizo una pausa y agregó—: Coge la cuesta esa, al poco vas a ver unas escaleras, subes pa arriba, a la derecha hay una calle de tierra, y otras escaleras, y la casa de la Evelyne está al final. ¿Tasenterao?
—¿Qué?
—Que si te has enterao de cómo llegar.
—No mucho, no.
—Ven que te acompaño. Vive allí. —Y Maripili le señaló una casa a lo lejos, en la parte más alta del pueblo. A continuación, metió todas las bolsas en el coche. A Camila le llamó la atención que no lo cerrara con llave—. La Evelyne es francesa, aunque vive aquí hace más años que yo, como veinte —empezó a contarle Maripili mientras ascendían la cuesta—. Su hijo vivía en la última casa del pueblo, pero hace un mes se fue. Se enamoró de un gabacho que vino de vacaciones y se piró, sin pensar en su madre.
Camila no tenía ni idea de qué significaba «gabacho» pero no pensaba preguntárselo, demasiado le parecía ya el que su acompañante le estuviera contando tantas intimidades sin conocerla.
—La Evelyne está mala, sufre de la ciática y casi no puede caminar. Pa esto una tiene hijos, pa que cuando se los necesite no te hagan ni puñetero caso… —dijo entre resoplidos. La cuesta era empinada. Camila la miró, parecía que le costaba trabajo caminar, Maripili tenía unos cuantos kilos de más—. ¿De qué parte de Argentina eres?
—De Buenos Aires —le respondió, aunque lo que realmente le hubiera gustado contestarle era: «¿qué carajo te importa?». Pero necesitaba de esta mujer que le caía mal por metiche, porque hablaba demasiado, y porque no quería que nadie fuese amigable con ella.
—Mi hermana me ha dicho que Buenos Aires es enorme, casi como toda España. A mí lo único que me suena es el obelisco, ¿tú vivías cerca? —le preguntó Maripili con la respiración todavía entrecortada.
—No, nada que ver. Yo soy de Quilmes, de una ciudad que está más o menos a veinte kilómetros del obelisco.
—¡Madre mía de mi vida! ¡Esta cuesta me va a matá! —Maripili golpeó una puerta—. Ya hemos llegao.
Evelyne las hizo pasar en su casa y les preparó una infusión a cada una. Se sentaron las tres en su gran salón, desde el que había unas vistas espléndidas a la sierra. Evelyne llevaría veinte años viviendo en Andalucía, pero hablaba un español de recién llegada, se le entendía menos de la mitad de lo que decía. Camila podría haber facilitado la comunicación; su abuela era francesa y le había enseñado su lengua materna a la perfección, sin embargo, no lo mencionó.
Mientras duró la infusión, las dos mujeres no pararon de hacerle preguntas sobre Buenos Aires, estaban fascinadas con su ciudad natal, parecía que ella venía del mejor sitio del mundo. Respondió a todas las preguntas con monosílabos y, en cuanto vio la oportunidad, le preguntó a Evelyne a cuánto alquilaba la casa de su hijo. Tenía que cuidar el dinero con el que había llegado, los ahorros de toda su vida sumaban cinco mil euros y no sabía cuándo tendría fuerzas para volver a trabajar. La francesa le pidió un precio ridículo, por ser ella, y porque venía de tan lejos. Camila no entendía por qué motivo estas mujeres eran encantadoras, ni por qué la estaban ayudando; ¿sería el resto de gente de esa zona también así?
Ese mismo día fue a ver la casa. Maripili la acompañó, Evelyne no podía hacerlo debido a sus problemas de ciática. A Camila enseguida le gustó el antiguo horno de pan convertido en vivienda, tenía dos puntos fuertes: una gran chimenea de leña y una terraza desde la que cada tarde podría contemplar a una bola roja, gigantesca, adentrándose en todos los verdes de la sierra hasta ser tragada por ellos. Jamás había visto atardeceres tan espectaculares. Otra estampa que a Luca le encantaría convertir en óleo que colgar en la pared.
Un mes y medio había pasado desde el día en el que alquiló la última casa del pueblo. Maripili ya no le caía mal. Seguía hablando demasiado para su gusto, pero era un ser de una generosidad como pocas veces había conocido.
Un mes y medio sin sentirse tan mal como en Buenos Aires, pero aún a miles de kilómetros de la mujer feliz que una vez fue. Siempre segura de una sola cosa: de que ella no volvería a reír. Y el perro lo había conseguido.
¡Pobre animal! Aunque en Buenos Aires había visto miles de perros malviviendo en las calles, no recordaba que se le hubiera cruzado uno tan flaco. No solo estaba escuálido, también estaba sucio, lastimado y tenía varias garrapatas, de tamaño considerable; no había intentado quitárselas, esas arañas le daban un asco infinito.
Quizá el perro esté peor que ella… Eso es imposible, nadie puede estar peor que ella…
Aunque el perro le da lástima, no se lo puede quedar. Una sola cosa tiene en claro en esta etapa de su vida: no quiere tener ninguna atadura. «No te sientas muy a gusto que te vas a ir en breve», le dice cada vez que le da de comer. Y el perro ladra una vez. «Ya sé que vos decís que no, pero yo te digo que sí. En cuanto te recuperes, te tenés que ir». Y se escucha un ladrido.
Durante tres días Camila le cura la herida, le prepara la comida y le permite que la acompañe a sacar fotos por las mañanas, ella no lo ve necesitado de reposo como dijo el veterinario. Al salir no tiene que estar pendiente, el perro no se aleja de sus piernas. Cuando paran a descansar, Camila le da varios gajos de su mandarina; al perro le encanta la fruta, algo más de él que a ella le hace gracia. Si Luca lo viera, querría quedárselo y lo pintaría hasta el hartazgo.
Al tercer día, Camila ve que el animal tiene la herida en perfecto estado, le asombra la rapidez con la que cicatrizó. Decide no esperar más, es imperioso que cada uno vuelva a su antigua vida. Abre la puerta de su casa y, en cuanto el perro sale, la cierra.
Poco tiempo después de que el hombre de azul lo pinche y le ponga algo que le aprieta y le tira de los pelos, deja de sentir dolor. Al día siguiente ya no necesita encoger la pata lastimada para caminar, hasta puede correr si lo hace despacio. No le hubiera importado que Camila continuara llevándolo en brazos, para él no hay nada más agradable que olerle tan de cerca las mandarinas dulces y las castañas asadas. La tristeza acumulada también le huele, pero es un aroma que a él no le molesta, está acostumbrado.
Lo que más le gusta es salir a pasear por las mañanas; acompañarla, esperar a su lado mientras ella mira el paisaje a través de la cajita que lleva colgando del cuello. El mejor momento del paseo llega cuando se sientan a descansar y Camila le convida mandarina: un pedazo para él, uno para ella, uno para él, y así, hasta acabarla. ¡Qué diferentes son las mañanas y las tardes y las noches si se tiene un humano cerca!
Cuando era cachorro, su mamá les ladró a él y a sus hermanitos que la vida de un perro solo tiene sentido si se encuentra un humano al que amar. Eso es lo que hay que buscar, eso importa más que tener un cajón en el que dormir para no pasar frío, más que estar sano, incluso, importa más que el hecho de que la barriga esté llena. Su mamá lo sabía bien, ella había tenido dueño y lo había amado con todo su pellejo. Muchas veces no había tenido nada que darle a sus tripas, su amo vivía en la calle y no siempre podía alimentarla; muchas veces su mamá se había enfermado, y había pasado frío, y el agua que cae del cielo la había empapado, sin embargo, mientras su dueño la acariciara y la dejara enroscarse contra su cuerpo, ella vivía feliz.
En otra época, el perro había tenido una familia humana a la que amar. Pero la había perdido.
Al principio buscó con desesperación a sus dueños, olfateó y olfateó el aire durante días ilusionado con encontrar en él un mínimo rastro que lo llevara hasta ellos. Sintió miedo por las noches. Pasó frío. Sufrió hambre. Y siguió buscando. Y continuó. Y unos días más… Nada, ni una pista… Y siguió. Y se dio por vencido.
Las noches eran lo peor, sobre todo, aquellas en las que las nubes se rompían, haciendo un ruido tremendo y, de repente, aparecían unas chispas alargadas que lo dejaban ciego y temblando desde las uñas hasta las orejas.
Sin humanos cerca, nada tenía sentido, ¿para qué seguir?
Se enroscó bajo una gran piedra cercana al molino, metió su hocico bajo sus patas y cerró los ojos convencido de que ya no se levantaría.
Al segundo día, su mamá se le apareció en un sueño, y le ladró que se levantara: si ella había podido seguir viviendo después de perder a su amo, él también. Tenía que buscar, no parar de buscar a quien amar, él era un buen perro, encontraría a alguien.
Su mamá le ladró tanto en el sueño que lo convenció, y se levantó. ¡Y por fin había aparecido esa persona a quien amar!
En el sendero que recorre con Camila cada mañana está su antiguo refugio: el molino. Hasta encontrar la casa abandonada, más cercana al pueblo, pasó allí muchas noches, aterrado no solo cuando las nubes se rompían, sino también cuando los jabalíes le pasaban cerca, temiendo que, si lo encontraban, se lo comieran. Y él no quería ser devorado por esos seres odiosos que chillan y huelen a tierra empapada. ¡Cuánto odia a los jabalíes! Más que a las máquinas de metal ruidosas, aunque menos que a los gatos. ¡Pero ya no tendrá que dormir en el molino! ¡Ni sobre el colchoncito de hojas de la casa abandonada! A partir de ahora dormirá siempre en el mismo refugio que Camila. ¡Es tan feliz!
Pasan uno, dos, tres días. Consigue que su dueña se vuelva a reír, varias veces, hasta le parece que su olor a tristeza acumulada ya no es tan intenso. Cuando ella ríe, él siente algo hermoso, como si un rayito de sol le estuviera rascando la barriga.
La tercera mañana, Camila abre la puerta, él sale creyendo que se van de paseo y ella no le permite volver a entrar en su refugio. Ya no lo deja dormir cerca de la caja que da calor, ¡hasta quita el mullidito de la entrada! Él llora. Ella no le abre. Rasca la puerta, salta en el metal que sobresale, aúlla, llora más fuerte. Camila lo ignora.
Él no se moverá, y la acompañará a todas partes, y aguantará lo que sea hasta que ella lo ame como él la ama a ella.
—¿Pero qué esperabas, alma de cántaro? —le pregunta Maripili a Camila.
—¡Esperaba no encariñarme! ¡Si a mí nunca me gustaron los perros! —responde con amargura—. No sabés lo inteligente que es, entiende todo… —Las dos lo miran. Al encontrar los ojos de Camila, el perro empieza a hacer círculos con su cola.
—¡Cómo mueve el rabo! —grita Maripili muerta de risa.
—¿A que es simpatiquísimo?
—Es mu guapo —dice su vecina mientras le rasca la cabeza—. Que sepas que no lo vas a poder echar.
—Sí, sí, ya lo eché: desde ayer no lo dejo entrar más en casa. Hasta quité el felpudo para que no tenga dónde acostarse. Pero no se va. Llora, gimotea, salta en el picaporte, y también…
—¡Calla, calla! No me cuentes ma que se me cae el alma a los pies.
—Dije que lo iba a curar y lo curé: la herida la tiene perfecta, hasta ganó un poco de peso. Ahora, que se arregle solo. Yo no me lo puedo quedar.
—¿Por qué no?
—¡Porque no!
Camila no tiene confianza con Maripili para contarle sus porqués. Y, aunque la tuviera, se ha jurado a sí misma no hablar de su pasado. La poca gente que vive en el pueblo sabe que es argentina porque no le es posible disimular su acento, si no, ni eso sabrían de ella.
Al abandonar Buenos Aires se prometió renacer en España, ser otra persona completamente diferente. Se lo prometió a tal punto, que al día siguiente de haber aterrizado en Madrid, se tatuó un ave fénix en el antebrazo izquierdo, por si se le olvidaba.
—Los chuchillos callejeros son más listos que el hambre, y este sabe dónde vives, ya verás tú, de tu puerta no se va.
—¿Te parece? Al no darle de comer, en algún momento se va a cansar, se va a ir a buscar comida a otra parte.
—¡Ay, madre mía de mi vida! ¡Qué penita me da!
—¡No me lo digas más! —le pide Camila y ve que su vecina tiene los ojos llenos de lágrimas—. ¡Qué pelotuda que fui! No le tendría que haber dado de comer, mucho menos debería haberlo metido dentro. ¡No sé en qué estaba pensando! ¿Y ahora cómo hago para sacármelo de encima?
—Llévalo con el coche a otro pueblo y lo dejas ahí.
—¿Cómo voy a hacer eso? ¿Estás loca?
—Es lo que hace la gente cuando abandona un perro.
—Pero yo no lo estoy abandonando, ¡porque nunca fue mío! —grita Camila.
—Al chucho no te lo despegas, ya verás.
Y Maripili tiene razón. Aunque Camila le prohíbe la entrada en su casa y deja de darle de comer, el perro no se mueve de su puerta. Cada vez que ella sale, el perro hace el helicóptero con su cola, intenta lamerle la mano (ella ya no se lo permite) y la sigue a todas partes: en el paseo matutino no se aleja más de treinta centímetros de sus pies, camina a su lado hasta el coche cuando se va a la compra, y lo encuentra en el parking al volver, sentado en el mismo sitio. Muchas veces le pide que por favor la deje, le asegura que, si es así de simpático con otra gente, encontrará un buen hogar. Camila le grita, le ruega, hasta lo insulta. No hay manera, el perro no se va. Si su marido estuviera allí, todo sería diferente; Luca no dudaría en darle un hogar, desde luego el perro lo necesita más que nadie. Pero su marido no está. ¿Qué otra cosa puede hacer? Ella no se puede ocupar de él. Ella no se puede ocupar de nadie.
—¿Me prestás el coche? —le pide a Maripili.
Camila está pálida, le tiemblan las manos, le costó mucho tomar la decisión.
—¿Pa qué lo quieres? ¿Qué vas a hacer? ¿Es pa llevar al chuchillo a algún pueblo?
—Sí.
—¿Estás segura?
—No.
—Vente, entra que nos tomamos algo. Tienes mu mala cara —dice Maripili y empuja la puerta que había entornado al salir a charlar con Camila. En cuanto la abre, aparece el Chuli.
Al ver al perro, el gato eriza la cola y le bufa. Al ver al gato, el perro se mete entre las piernas de Camila y empieza a temblequear.
—Parece que no se caen muy bien —dice Camila y su vecina coge al Chuli en brazos. Se escucha otro bufido. El perro se refugia más aún en las piernas de Camila y agacha la cabeza como si un arañazo le fuera a llegar de un momento a otro.