Las calles - Alberto Enrique Britos - E-Book

Las calles E-Book

Alberto Enrique Britos

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Beschreibung

Adéntrate en un viaje fascinante, donde lo inesperado se convierte en la fuerza motriz de la vida. En este cautivador relato descubrirás cómo el amor, desde lo más pequeño y remoto, desafía todas las barreras y trasciende las limitaciones impuestas por la sociedad. Desde un barrio pobre y marginal hasta los altos mandos del poder y el dinero, una valiente mujer desatará una guerra de emociones y pasiones que desafiará todos los pronósticos. A través de su inquebrantable demostración de amor, despertará los sentidos de aquellos que estaban dormidos, demostrando que la confianza y la unión pueden romper cualquier barrera. En esta historia conmovedora, diferentes almas provenientes de los contextos más diversos se entrecruzan, tejiendo un camino común hacia la vida. Déjate llevar por sus experiencias y descubre cómo, a pesar de las circunstancias adversas, el poder del amor puede superar los obstáculos más insalvables. Sumérgete en esta novela corta y entretenida, diseñada para cautivar a todo tipo de público. Desde la primera página hasta la última, serás transportado a un mundo lleno de emociones, esperanza y un amor que desafía todas las expectativas.

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ALBERTO ENRIQUE BRITOS

Las calles

Britos, Alberto EnriqueLas calles / Alberto Enrique Britos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4685-2

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

I.— Feliz cumpleaños

II.— Animal salvaje

III.— Toscos y habilidosos

IV.— Antonella

V.— Jaguar

VI.— Ella

VII.— Sueño

VIII.— Una nueva vasija

IX.— Escupiendo el guiso

X.— El empleado público

XI.— Su Señoría

XII.— Los villeros

XIII.— El ataque

XIV.— Solo los chicos

XV.— Todo es perfecto

XVI.— Un distinto

XVII.— Mi destino

XVIII.— La resaca

XIX.— Las calles tomadas

XX.— La educación es agua

XXI.— Somos uno

XXII.— Solo uno quedará

XXIII.— Que suenen las alarmas

XXIV.— Una misma bolsa

XXV.— Soldados del amor

XXVI.— Sin límites

XXVII.— La moneda está echada

XXVIII.— La mirada amorosa

XXIX.— Los dueños y sus circunstancias

XXX.— Contrataque

XXXI.— Todo mezclado. Vos quién eras

XXXII.— La hora de la verdad

XXXIII.— Dónde estamos

XXXIV.— Todo o nada

XXXV.— Silencio

XXXVI.— Ser uno

XXXVII.— Noches largas

XXXVIII.— El amor

XXXIX.— Bisagras

XL.— Una bocanada de aire fresco

XLI.— Los muertos

XLII.— Los votos de la confianza

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de una mesa, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al padre que está en el cielo”.

Mt 5, 13-16

I.— Feliz cumpleaños

El día que cumplí los doce años definió mi vida. Recuerdo la espera y la ilusión por recibir algún regalo. Había aprendido a no pedir y a esperar lo que mis padres pudieran darme, pero aquel día tan particular, el regalo fue el mejor, el más esperado. Claro que, si hubiese sabido a donde me llevaría, no habría festejado tanto.

Recuerdo llegar agitado de la escuela y ver a mi madre esperándome en la puerta con una caja que parecía gigante, cuadrada y que estaba muy bien envuelta con papeles de varios tipos mezclados. La abrí desesperado. Sin intención ni idea de qué podría ser. Mis ojos debieron haberse iluminado cuando adentro de la caja descubrí aún envuelta, la inconfundible redondez de una pelota de fútbol. La alegría no entraba en mí, tampoco en mi hermano que sonreía como si fuese su cumple. Casi que ni comimos aquel exquisito almuerzo que mamá había hecho en mi honor, y salimos corriendo con el último bocado sin tragar, sin digestión ni nada, derecho hacia la canchita. Las sonrisas no entraban en nuestras caras. Ya no va a doler tanto cabecear, nos decíamos riendo mientras corríamos.

Por el camino comenzamos aquel disfrute del contacto con el nuevo balón, aquella pelota era increíble y era nuestra. Fuimos a los pases hasta doblar en uno de los pasillos que deben atravesarse para llegar al centro del barrio donde está la canchita. Al levantar la cabeza, vimos que a unos cuantos metros por delante la realidad se nos plantaría, inoportuna y dura.

Eran tres, y apenas nos vieron el hijo del Uno del barrio y sus amigos, nos salieron al cruce cortándonos el paso, en su mirada mandaba la impunidad y lo peor resultaba predecible.

Como era de esperar, el que saltó primero fue Quebracho, el obeso hijo del capo de la villa. Nos conocíamos de vista, del barrio y de la escuela, pero hasta ahora no habíamos tenido ningún trato, y no teníamos por qué.

Prepotente y poderoso, clavó sus ojos en mi pelota nueva y el mundo pareció desvanecerse frente a mí. Su sonrisa habló por él, parecía babear y sus ojos despedían maldad, estaba secundado por dos de sus amigotes. Recuerdo que primero abracé bien fuerte al balón, con un lento movimiento giré hacia atrás y se lo di a mi hermano que se escondía atrás mío. Escuchaba cómo sus susurros, sus risas y sus preguntas punzantes me llegaban deformadas en apagados ecos lejanos. Comencé a sentir un fuego que se abría paso desde lo más profundo de mis entrañas y que en forma de bola de indignación y furia iba tomando existencia. Y así, sin pensar lo que podría haber sido el último de mis actos, miré otra vez a mi hermano, como en una despedida, mientras él con sus ojos suplicaba que se las diera y nos fuésemos de allí.

Cuando Quebracho estuvo lo suficientemente cerca, toda aquella fuerza que subía por mis pies y que a su paso quemaba mis entrañas hasta apretar el puño, fueron concentrados y apuntados directamente a su cara. Y la solté. En una fracción de segundo, mientras el puño viajaba por el aire, alcance a ver en sus ojos el espanto y cómo mi mano se incrustaba de lleno en su mandíbula llevándola hacia el otro extremo del rostro. Siguieron las bolitas de los ojos descontroladas y después el ruido del gordo al caer. Sus monos amigos pálidos, no reaccionaban hasta que chocándose lograron ponerse de acuerdo en asistirlo. Supe entonces que a partir de allí mi vida no volvería a ser igual.

II.— Animal salvaje

Volvimos rápido para nuestra casa. Esa tarde y algunas más no iba a haber canchita para nosotros. No teníamos idea si sabían en dónde vivíamos, pero era seguro que no tardarían en averiguarlo. Los días que siguieron a mi cumpleaños no fueron fáciles, vivía mirando hacia atrás, camuflado entre la gente. Traté de no salir y de manejarme siempre acompañado por algún amigo, mi hermano o mis padres. No sabía por dónde pero sí sabía que no iba a poder escapar de la venganza que Quebracho me tendría preparada en cualquier momento.

Pese a mi cuidado, mientras los días corrían algo parecía haber cambiado en el ambiente. Comencé a sentirme observado tanto en la escuela como en el barrio. Aquello no era habitual. Me estaba volviendo paranoico y no era para menos.

El rumor de la pelea con Quebracho había corrido y mis días parecían estar contados. Las miradas como de despedida. Los silencios. Pronto el terror se adueñó de mí.

El entorno de Quebracho y sus amigos enfurecidos me miraban sin disimulo pidiendo pronta venganza hasta que la bola del incidente se hizo tan grande que llegó a oídos del mismísimo Número Uno, el padre de Quebracho, el flamante jefe del barrio.

Así fue como el Uno mandó a llamar a su hijo y a sus monitos para que le contasen personalmente lo ocurrido. Primero escuchó a los monitos, esos que parecían tan bravos afuera y en banda, allí, casi se mean del susto al tener al Uno interrogándolos, y así largaron toda la verdad sin omisiones. Después habló con su hijo que trató de argumentar infelizmente alguna pavada en su defensa lo cual resultó peor.

El capo del barrio, un conocido delincuente y benefactor social apodado “Nahuel”, se ganó aquel lugar a fuerza de balas y caridad, una mezcla más de las tantas que se dan en la villa de una forma distinta a como se dan en cualquier otra parte. Pese a la crudeza que lo caracterizaba, era un hombre que trataba de ser justo a su manera en las cuestiones que le tocaba resolver. Entonces, después de rearmar la escena de lo que para él había pasado, conociendo muy bien a su hijo y a sus amigos y sin mucho más que investigar decidió aleccionarlo y prohibió cualquier tipo de ajuste de cuentas. El gordo era como un animal salvaje lastimado en lo más profundo de su orgullo.

Entonces nos evitamos. Yo tenía miedo. Me limité a tratar de seguir normal, pero sin salir por un minuto del estado de alerta en el que desde entonces vivía.

III.— Toscos y habilidosos

El timbre final significaba mucho más que la salida del colegio. Era la libertad. Correr hacia casa. Con la panza hinchada hasta doler. Entrar al barrio. Ver a los pibes callejeando. Encontrar algo rico en la mesa o no.

Aquel mediodía la comida fue increíble. Polenta con salsa de tomate y queso derretido, riquísima, el hambre que traía hizo que comiera demasiado rápido y antes de terminar el segundo plato tuve que desabrocharme el botón del pantalón.

Si dependiera solo de nosotros ahí mismo hubiésemos encarado para afuera, pero mamá decía que había que hacer la digestión, esperar por lo menos veinte minutos para salir a jugar que si no te podías morir. Es que ya con la panza llena lo que realmente nos quemaba por dentro, lo que nos hacía fermentar la sangre en verdad eran las ganas de llegar a la canchita y jugar a la pelota.

Las tardes las pasábamos casi enteras en el potrero, éramos casi siempre chicos del barrio de entre diez y catorce años, la cantidad de jugadores variaba según los que aquel día pudieran ir. Ese día éramos siete contra siete. La canchita que nos tocaba a los más pibes entonces, es la que está a un costado de la principal, de unos diez metros de largo por cinco de ancho más o menos, es de tierra que se hace polvo con las sequías y barro con las lluvias.

Ese rectángulo de tierra, rodeado de casillas de madera y chapa, donde vivíamos, era donde siempre queríamos estar. Allí, donde también sucedían los milagros.

Había un chico tímido y silencioso al que apodamos Mu, aquella tarde nos había tocado jugar en el mismo equipo, él se caracterizaba —además de casi no emitir sonido— por ser un mago con la pelota en los pies, sus pases eran redondos y su pegada cortaba el aire.

Perdíamos por uno cuando desde un centro fantasmal, el corto Mamana que venía entrando a los tropiezos en el área se encontró con la pelota que previo pique fue a dar contra su oreja derecha; el golpe dejó a Mamana zumbando y ni cuenta se dio de que el balón después de estamparlo salió despedido alto hasta dar con el ángulo opuesto del arquero rival. Gol y empate.

El festejo se hizo enérgico y rápido, el gol nos dio una cuota extra de fuerza que les sacamos a ellos, quienes de estar saboreando la victoria pasaron en una jugada espantosa a estar preocupados por perder, podía olerse.

Con el final encima, le damos la pelota a Mu afuera del área, alertados los contrarios de sus habilidades, salieron derecho para terminarlo, y fue allí donde sucedió —al recordarlo hoy creo oír alguna especie de canto celestial—, cuando los contrarios estaban a punto de caerle encima, la expresión de Mu permanecía intacta, con la pelota al costado del píe también inmóvil, se lo comían y cuando todo parecía estar perdido, en una fracción de segundo agachó la cabeza, metió el pie derecho por debajo empalando la pelota y a medida que levantaba la cabeza se veía cómo era catapultado el balón que despedido, viajaba incrédulo por los aires pasando por encima de todos, incluso del arquero que ni se había enterado hasta que vio incrustarse el balón en su ángulo izquierdo.

Ni los contrarios podían creer semejante gol y aún se lo recuerda en algún que otro evento social a media que avanzan las copas, claramente, nadie concuerda en cómo fue, pero se dio así más o menos.

IV.— Antonella

Los primeros días el ambiente parecía estar tranquilo y cuando empezaba a creer que era cierto, todo giró. Al principio, no sabía si por la piña a Quebracho o por la pelota nueva mis amigos se multiplicaban, me invitaban a sus casas, me regalaban cosas y me presentaban a sus hermanas. Si bien en la villa se ve, se sabe y se empieza todo a muy temprana edad, aún sentía solo ganas de jugar al fútbol, pero me guardé comentarle eso a alguien.

La historia del golpe seguía corriendo. Y pronto pasé a ser Nardo, el que había noqueado a Quebracho, que por entonces de los de nuestra edad, era el más temido, y si a la noqueada le sumamos que debió aceptar ante su padre la falta y comerse su orgullo, aquél boca en boca me llevó en pocos días a un nivel de popularidad impensado para alguien como yo.

Así comencé a hacerme de nuevos amigos, algunos un poco mayores pero que también reconocían mi hazaña y me daban un lugar. Supe también que a algunos les llegaron falsas historias respecto de mí que alguien hizo circular solo por hablar, pero en ellas me hacían pasar por un tipo bastante temible, así como reservado, por lo que, de alguna forma, sin mucho más que hacer ni que decir fui asumiendo ese rol de temido matón, el que poco a poco me iría comiendo.

Así, con flamantes doce años, comencé a patear por nuevos lugares, con nuevos y divertidos amigos, y si bien hasta entonces no estaba interesado en más que jugar a la pelota, una tarde apareció Antonella, vecina de la otra punta del barrio, íbamos al mismo colegio, pero ella al turno de la tarde. En ocasiones nos cruzábamos a la salida o en el trayecto del barrio hacia la escuela, había llamado mi atención. Aquel día cuando alcé la mirada y me encontré con sus ojos, la vi de otra manera, estaba parada en el medio de la calle y me quedé allí, solo sintiendo aquello para lo que nunca encontraría las palabras. Recuerdo que nos presentaron y traté de decir algo, pero no pude. Ella sin nada que esconder me saludó con un beso y me dijo:

—¿Vos vas a la mañana, no?

—Sí, y vos a la tarde. Siempre nos cruzamos.

—¿Sí? No me di cuenta —sonrió.

No podía evitar tener la boca cerrada y ni detenerme a pensar en mis respuestas. Las palabras brotaban autónomas.

—Es que soy bastante observador —le dije. Trataba de mirarla otra vez a los ojos, pero no podía conseguir alzar la vista, las cejas parecían pesarme y la frente caía.

—No se nota Nardo —continuó sonriendo.

Sus próximas palabras serían que no creía que yo fuera tan malo como me pintaban, que parecía tierno. Me desnudó. Ya no iba a poder con ella, nunca más.

V.— Jaguar

Su hermano mayor era cartero, o así le gustaba presentarse. Se llamaba Sergio y en realidad robaba correos privados, principalmente a motoqueros y repartidores de a pie o bicicleta. También hacía robos especiales a pedido, y fue así en uno de aquellos encargos, que había comenzado en este rubro por pura casualidad a raíz de un dato que les habían pasado y que resultó mucho más jugoso de lo esperado. Aquello que en principio parecía un simple robo de dinero, terminó siendo un botín de joyas y diamantes que al cambiarlos alcanzaron los diez mil dólares. Impensado. Me cambió la idea del negocio, decía. Así comenzaron a rastrear estas empresas que ofrecían aparentes sencillos servicios de mensajería, y que encubierto movían cantidades importantes de dinero, joyas, oro, piedras preciosas y documentos de valor.

Habían creado un método con el que analizaban el campo de acción, siempre variando los objetivos, descifrando a los empleados mensajeros e interceptándolos. Habían logrado identificar a muchos de los empleados. Y así cómo la primera vez resultó mejor de lo esperado, en ocasiones resultaban ser solo papeles o documentación que no representaba para ellos ningún valor y sí un alto riesgo.

También me contó de otras en las que ganaron bien y de las que se sentía orgulloso y que hoy lo llevaban a ser parte de una banda considerablemente importante de ladrones profesionales, pero me dejó bien en claro que las historias difíciles fueron las que los hicieron perfeccionarse en el negocio, ese al que me estaban invitando a participar en aquel mismo instante.

Con cara seria, ceño fruncido y mirada lejana me paré y me fui sin decir nada, los ojos de los que me veían partir daban un tanto perplejos, otros se reían. En un rapto de lucidez me acordé de mi fama de silencioso y caminé a la salida sin responder la convidada. Esa vez me dejaron partir sin entender. Sentí un gran alivio al salir de allí, pero sabía que no habría muchas escapatorias más. Y no las hubo. De a poco fui ingresando en aquella familia de ladrones tanto como ingresaba en la vida de la hermana de Sergio, con su venia claramente.

Cosas impensadas sucedieron entonces, todo fue tomando otros matices y el potrero de a poco fue quedando solo para algunos días, los cambios comenzaron a darse con cierta naturalidad, pero no olvidaba nunca que los verdaderos milagros seguían pasando en la canchita de tierra, donde la pelota como mi vida, no paraba de girar.

Entré a las filas de la banda como soldado para asuntos menores. En principio mi papel sería —dadas mis características noqueadoras— la de secundar a los otros que también daban sus primeros golpes generalmente poco arriesgados. Los planes siempre estaban a cargo de los jefes que organizaban y bajaban líneas para cada integrante de la operación. Los objetivos podían ir desde artículos de valor hasta robo de datos informáticos, lo cierto es que siempre tenían las modalidades de los operativos bien claras, no quedaba lugar para improvisaciones.

Trabajaban por encargos, gente allegada que sacaba provecho de alguna información y la compartían a cambio de un porcentaje o un monto pre acordado. Ningún atraco era al azar y la mercancía se entregaba en la cueva o donde el plan lo dispusiera, claro estaba de que no se tomaba nada del botín hasta la paga, ni se salía de la línea que se había cruzado para su ejecución, y si por alguna cuestión el atraco se ponía áspero, ahí aparecía yo a defender a los amigos cacos. Cierto es que dada mi fama, no había necesitado hasta allí demostrar que era cierta, y lo que era realmente cierto era que la piña a Quebracho había sido la segunda en mi vida y la primera que acertaba, dado que vivía en un barrio de lo más bajo, aquello también era poco habitual.

Pero ni con el ceño fruncido, que me causaba fuertes dolores de cabeza, ni con el mayor gesto delictivo que lograra impostar, podía igualar las miradas de mis compañeros que llevaban un tiempo en las filas, eran ojos viejos, miradas muertas, comencé notar cómo algunos de ellos con el dinero que ganaban se lo gastaban todo en droga que pese a las recomendaciones de los mayores y jefes que nos apadrinaban y cuidaban a su manera, los aguantaban hasta donde los pibes podían responder, solo unos meses y si no morían, solo se perdían sin saber más de ellos.

En una ocasión, debíamos entrar a una casona en una zona residencial, la gente estaba de vacaciones y había un cambio de guardia en la garita de vigilancia que —como ya estaba arreglado— algo lo retrasaría aquella noche. La entrada era difícil por pequeña y las alarmas debían ser anuladas primero. Tendríamos entonces unos trece o catorce años y éramos cuatro de los más chicos de la banda en aquel atraco, dos de contextura chiquita que se meterían a la casa mientras otro cortaba la alarma, forzaron las cerraduras y se mandaron, yo que cuidaba la entrada haciendo de campana y soporte eventual como siempre. Las tareas de investigación previas habían revelado que no habría nadie en la casa esa noche y no lo había, ingresaron sin mayor problema y fueron como estaba planeado directo al objetivo, era un automóvil Jaguar del año 1971 de colección que supimos luego costaba unos cien mil dólares, por lo que debía abrirse el portón y sacarlo con el mayor cuidado posible para no llamar la atención ya que el rugido de su motor era inconfundible, por lo que se planeó empujarlo a pie sin encenderlo hasta alcanzar la calle en donde nos reuniríamos. Cuando los tres salían con el auto del garaje interno de la casona, observo llegar al dueño de la casa que sorpresivamente subía su auto a la vereda frente al portón de entrada enfocando con sus luces a los chicos que empujaban el Jaguar.

Las órdenes eran claras para cada uno, había sido un plan que no dejaba lugar para sorpresas, los del auto se quedaron parados con las manos en alto ante los gritos locos del propietario llamando desesperado al guardia de la garita, el que había sido raptado yendo para el trabajo y descansaba maniatado en el baúl de su auto a un costado de la ruta. Allí fue cuando debí validar mi puesto, tenía la orden de intervenir ante un caso semejante y lo hice, ni me vio llegar cuando lo sacudí de lleno en la pera y cayó al piso, lo subimos a su auto, lo entramos y salimos andando por la avenida con el Jaguar.

Con la distancia parece fácil pero aquel momento fue uno de los más jodidos en mi vida, además de jugarse mi futuro y mi vida en todos sus aspectos —por lo menos yo lo creía así— hasta entonces no había tenido que pegarle a nadie sacando el conocido episodio con Quebracho, mucho menos a alguien contra quien no tuviese nada personal, que no me hubiese hecho nada y al que encima le estábamos robando cien mil dólares.

En todas las operaciones de las que había participado hasta entonces nunca me había tocado actuar —por lo que estaba agradecido—, pero esa noche cuando vi llegar el automóvil del dueño de la casa, sabía que sería bisagra, ya no importaba qué hiciese ni qué decisión tomara, lo que había sido hasta entonces dejaría de ser, me debatí entre la obligación asumida junto a un camino difícil y peligroso, al que de alguna forma todavía no me había resignado a admitir que era parte o dejar todo y salir de ahí, no había vuelta, como no la hubo desde que me dejé llevar por la borrachera de la fama provocada por la renombrada piña y por no haber dicho nunca desde entonces que no casi a nada.

En ese mismo instante me vinieron a la mente por un segundo mis padres diciéndome que me cuidara de las nuevas compañías, que por qué no iba tanto por la canchita, que los chicos les preguntaban dónde estaba, y que les decían que estaba de novio, pero que no sabían si eso era cierto, entonces pensé en que si salía de allí en ese instante todavía podría volver, seguir mirando a mis padres a los ojos y seguir mirándome a mí como hasta entonces al espejo, pero de un golpe apareció también en mi cabeza la imagen de Antonella, y ya sabemos lo que hice.

La cueva, como le decíamos a la casa de reunión de la banda, era una casilla de chapa por fuera y por dentro que hacía juego con todas las demás casillas pobres del barrio, por fuera no era ni más ni menos que ninguna y a simple vista no decía mucho, pero en realidad por dentro eran tres casas grandes que se unía y no se notaba que era solo una. Entre la chapa que vestía por fuera y la que revestía por dentro había una hilera de ladrillos de sesenta centímetros que hacía imposible traspasarla, allí vivían solo el Ratón con su mujer la Mari, él era uno de los hombres de confianza de los jefes y el custodio de los botines y todas las armas de la banda.

Después de haber entregado el vehículo de lujo en la dirección indicada, llegamos a la cueva en un taxi que nos había esperado y fue como una pequeña fiesta de iniciación, los integrantes de aquel comando nunca habíamos realizado un golpe de esa magnitud, sumado a la situación complicada que se nos presentó, nos hicieron un bautismo de sangre y entre otras cosas dieron por ascendida nuestra posición y por confirmada mi fama de noqueador. Y ahí estaba Antonella que me dio un beso delante de todos y muchos palidecieron de envidia. Todo iba cuesta arriba, rápido, muy rápido.

Hasta entonces, nuestros lugares en la Cueva eran los de los más novatos, los más lejanos, bien cerca de la puerta de la entrada, mientras que los jefes tenían su lugar al fondo, con los restantes segundos, apostados a sus lados.

La vida seguía su rumbo mientras tanto trataba de regresar a la canchita para jugar al fútbol en cada ocasión que podía. Todo era brillante y sabroso pero el fútbol tenía algo que nada ni nadie podía darme, y ese lugar particularmente me atraía.

VI.— Ella

La pisó y levantó la cabeza mirando hacia otro lado, sabía que el flaco picaba en diagonal y perforando una pelota profunda y rasante dejó a todos parados menos a él, que quedó solo frente al arquero, el que solo atinó a mirar la pelota correr hasta el fondo del arco.

El festejo desencadenó en insultos y reclamos por parte del equipo perdedor por el tiempo que los abrazos le quitaban a la mínima oportunidad de empatar los tantos en aquellos segundos restantes, afuera se agrupaban los mayores y la hora de entregar la cancha se acercaba, no había lugar para mucho más. La pelota rodó y con más desesperación que apuro todos los del equipo que perdía se fueron al ataque para intentar enterrarla en nuestro arco y salir por fin de ese ahogo que no podía soportarse. Sin embargo, se encontraron con una cadena montañosa, un impenetrable chaqueño, el partido estaba sellado y así acabó cuando invadieron la cancha los grandes y frenaron toda aspiración heroica de los otros por no perder.

La espera por aquel encuentro había sido angustiante, era una revancha que llevaba varias semanas postergándose y subiendo la temperatura entre los participantes, llevando la discusión a niveles un tanto peligrosos, si bien éramos amigos y hermanos enfrentados por un partido, también eran los mejores equipos y querían ser los dueños de la tan preciada corona barrial.

De un gol y la alegría para un lado, al dolor amargo y punzante para el otro, no importa qué lado es, no interesa, nunca interesó, porque si hay un lugar donde toda nuestra miseria sale a la luz es con ese grito de gol, el que sale con furia de nuestras gargantas, o el que es apagado mordiéndonos los labios para tragar la bronca.

Esta vez el triunfo casi le cuesta un ojo al Japo, y al rojo marquesina le dijeron en la salita que ese dedo no le iba a quedar bien, se lo habían pisado cuando estaba tirado recibiendo golpes y patadas, le saltaron encima de la mano con los tapones, los que seguirían por algunos días más tatuados en su piel.

Otra vez la misma historia, un ganador, un perdedor y al minuto seguido todos a las trompadas y todos perdedores. Siempre la misma secuencia, o no resistían perder o tampoco sabían ganar.

Cuando las broncas y las piñas se iban calmando alcancé a verla pasar por el costado de la canchita junto a unos niños, era la misma que había visto días antes por el barrio y había llamado mi atención. Parecía tener algo especial entonces y también ahora, pero esta vez no fue ella quien llevara toda mí atención, fueron los chicos.

Por un instante, sin que detuviera su andar, creí haber cruzado una mirada. Algo en ella me transmitió cierta calma pese a lo breve, y viéndonos como estábamos envueltos otra vez en una pelea más, las que ya parecían no tener fin, el contraste con aquella mirada me hizo querer mantenerla, aunque sea una vez más, eso sentí. Quería verla.

Mientras continuaban los insultos, empujones y algunas piñas me acerqué al tumulto y tomé a mi hermano del brazo para sacarlo de la batahola antes de que cayera noqueado, al volver la vista hacia ella otra vez, la vi alejándose con los niños.

Tomé del brazo a Tito y fuimos tras ellos, daban pasos firmes a una velocidad normal por lo que no tardamos en alcanzarlos. Nos dejó acercarnos al grupo y que anduviésemos a su lado sin decir nada por algún tiempo, ella parecía saber hacia dónde iba, a nosotros parecía no importarnos. Un rato después se detuvo ante mi pregunta.

—¿Qué hacen? ¿A dónde van?

—Hola ¿cómo te llamas? —respondió ella mientras los niños guardaban silencio.

—Yo soy Gabriel y él es mi hermano Tito.

—Hola, yo soy Alma, y ellos son algunos de mis amigos. ¿Terminaron de pelear?

—No lo sé, nosotros nos fuimos.

—¿Qué pasó que dejaron a sus amigos? Parecen muy leales con los suyos cuando se pelean.

—Es así, no sé bien por qué siempre los partidos importantes terminan en pelea —dijo Gabriel con semblante preocupado.

—Estos se creen mejores y hoy les demostramos que los mejores somos nosotros y no se la bancan —gritó Tito desde atrás de su hermano.

—Muchas de las disputas surgen de allí, de creerse por momentos unos mejores que otros. ¿Te puedo pedir que te acerques por favor? —al hacerlo, Tito comenzó a sentir un fuerte calor del lado más próximo a ella.

—¿Cuéntame si quieres cuál es el problema este que hace que tengas esa necesidad de matarlos? —dijo Alma.

—Nos cansaron, nos viven gastando desde siempre y es tiempo de terminarlo. No les van a quedar ganas de reírse más cuando les arranquemos los dientes.

—Tito, ya que me comparten esto, si me permiten quisiera decirles algo que quizás pueda ayudarlos a terminar con las peleas. Es tan solo una palabra.

Haciendo una pasada por encima de los niños que la acompañaban, invitándolos a recitar juntos la respuesta, dijeron con ella, a tempo y a una voz “respeto”.

Habiendo advertido la sorpresa que aquella palabra les había generado, volvió hacia Tito, se notaba en su forma que no lo juzgaba, por el contrario, sino que ya lo tenía en su corazón, y desde allí solo lo observaba.

—Respeto con uno. Quizás el más difícil de los respetos, pero es al que hay que conquistar primero, la verdadera victoria está allí, después será más sencillo poder respetar a los demás.

—Es justo lo que estamos haciendo, nos estamos haciendo respetar —dijo Tito.

—Lo sé. El respeto del que vos hablas es el que nace del odio y del dolor, el respeto del que yo te hablo nace del amor. Querer lastimar a otro es lastimarnos a nosotros. Amarnos y respetarnos, nos hace amar y respetar a los demás.

—Acá el respeto se gana por la fuerza, en la canchita, en la escuela y hasta en casa ¿Vos qué haces por acá, no recuerdo haberte visto hasta hace algunos días? —preguntó Gabriel.

—Estamos trabajando, con los chicos.

Al mirar por segunda vez, pero esta detenidamente a los niños, tampoco parecían de aquél lugar, pero conocía a algunos, eran de allí, solo que ahora tenían otro semblante, ciertamente diferente, su mirada era similar a la de aquella mujer, con seguridad en su actitud y en su presencia. Pero no quedaba solo allí, había otras cosas más que podían advertirse de ellos, una mirada atenta, presente y cálida.

—¿Qué son de la iglesia de acá o de otra? ¿Usted vio la pelea? ¿Por qué no paró a ayudar? —preguntó Tito desde atrás de su hermano, que se veía cada vez más enganchado en la conversación.

—No soy de ninguna Iglesia, y sí, vi la pelea, y no paré a ayudar porque no creí que fuera mi asunto. Ahora, si son ustedes los que precisan o quieren hacer algo al respecto, quizás pueda darles una mano a ustedes.

—La verdad es que estoy cansado de que siempre terminen todos los partidos igual y que vivamos mirando hacia atrás para ver cuándo nos la van a dar —dijo Gabriel.

—Nada que venga de la violencia puede ayudarlos a mejorar. Nunca. No solo son familia y amigos, nosotros trabajamos juntos porque formamos parte de algo más grande, y si lastimo a mi hermano, o a mi vecino, o a quien está a mi lado, algo en mí se lastima también, pero sí en cambio lo ayudo, lo estoy haciendo por todos, incluso por mí.

—Quisiera que nos ayudes a cambiar esto que nos divide, que nos está matando ¿podés?

—Puedo tratar de ayudarlos a que ustedes se puedan ayudar.

—Quizás podamos ayudarnos mutuamente.

—Quizás.

VII.— Sueño

Escuchar a aquella mujer le pareció revelador, dentro de una tarde negra un haz de luz pareció cambiar su mirada. Al partir, Gabriel no podían dejar de pensar en ella, mucho menos suponer lo que allí se estaba gestando.

Volvió a su casa en un llamativo silencio, ambos hermanos sentían algo que hasta allí nunca habían experimentado, no eran fáciles de conmover, eran los hijos de Nardo, actual capo de la villa y un reconocido delincuente.

—¿Vos creés realmente que esta mujer nos puede ayudar a frenar esta guerra? —Le dijo Gabriel a su hermano Tito.

—¿Qué es lo que hacen? Aun no puedo entender qué fue eso, ¿por qué los seguiste? —contestó Tito.