Las chicas están bien - Iliaria Bernardini - E-Book

Las chicas están bien E-Book

Iliaria Bernardini

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una atrevida novela sobre el paso a la vida adulta ambientada en el mundo competitivo, controvertido y peligroso de la gimnasia de élite... Martina quiere ser la mejor gimnasta del mundo. Pero eso mismo desean todas las que la rodean. Durante una semana de intensa competición, Martina y sus compañeras de equipo llegan hasta el límite de sus fuerzas. Cualquier síntoma de debilidad puede significar el final. Y, en cuestión de siete días, una obsesión malsana acabará en asesinato. Todas harán cualquier cosa para ganar... pero ¿a qué precio? "Una perturbadora y sólida historia de amistad, rivalidad y obsesión". ABIGAIL DEAN, escritora superventas del Sunday Times "Brutal y brillante; me la leí de una sentada". HARRIET TYCE, autora de Naranja de sangre "Se adentra en un mundo jodido y maravillosamente peligroso. No podía dejar de leerla". CESCA MAJOR, autora de The Other Girl

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 320

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La chicas están bien

Título original: The Girls Are Good

© Ilaria Bernardini 2022

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Pedro Viejo Diseño

Imagen de portada: Dreamstime

 

ISBN: 9788410021389

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Lunes

Martes

Miércoles

Jueves

Viernes

Sábado

Domingo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

¿Hasta qué punto puede la músicaanular el dolor?

Ella abre la lista de reproducción.

 

DIANEDI PRIMA

Lunes

 

 

 

 

 

Dentro de siete días habrá una gimnasta muerta y, sin embargo, al abrir los ojos, me parece que todo sigue igual. Aunque, claro, mi vida es un bucle y todo me parece siempre igual. Mi primera alarma me despierta a las seis y cinco; la segunda, a y diez. Me gusta la primera porque existe la segunda, esos cinco minutos son solo míos. No pienso en nada, no soy nada. Son los cinco minutos más largos de mi día. A las seis y diez me despierto del todo, chasqueo el cuello, estiro los brazos, las manos, cada uno de los dedos. Me levanto y siento la moqueta bajo los pies. Me hace cosquillas, como de costumbre. No es una de esas moquetas suaves, como la que tienen en casa de Anna. La nuestra es barata y beis, el color más barato que existe, si exceptuamos el gris de colegio. Mi padre dice que no pasa nada por ser pobres, porque nos queremos y, mientras contemos con nuestro amor mutuo, lo demás no importa. Siempre me aseguro de decirle que sí con la cabeza, pues de lo contrario mi madre y él se pondrían aún más tristes y yo, además de pobre, me sentiría mezquina.

Me lavo el rojísimo cabello, me miro en el espejo mis muchísimas pecas, me visto y cierro la bolsa de viaje. Rodeo la silla dos veces, me subo la cremallera del chándal de mi equipo y vuelvo a mirarme mis muchísimas pecas. Abro la puerta, golpeo dos veces el picaporte y bajo al salón. Que también es comedor, sala de estar, cocina y el dormitorio de mis padres. Me como los cereales, me bebo el zumo.

—Te echaremos de menos —dice mi madre tras darme un beso—. No te olvides el pasaporte.

—Nos vemos dentro de una semana —dice mi padre desde el sofá cama—. ¡Rómpete una pierna, ratoncita!

Sí que es verdad que nos queremos. Aunque mi madre tenga la mirada triste y aunque mi padre parezca más deprimido que nunca. Yo no los echaré de menos. Nunca los echo de menos, nunca lo he hecho y nunca lo haré. Pero quiero ganar por ellos o, al menos, clasificarme para la final individual en este torneo para que quizá —gracias a mí y a mi camino hacia las Olimpiadas—, algún día puedan tener su propio dormitorio. O por lo menos una cocina. Así podría dejar de sentirme culpable por fingir a veces que no los conozco cuando vienen a verme competir.

Ahora tengo quince años, pero tenía solo cuatro cuando empecé a practicar gimnasia. Por ese entonces, nadie sabía si se me daría bien, o si acabaría siendo alta o baja. Tampoco tenía ni idea de que, a partir de cumplir los diez años, me vería obligada a entrenar a las siete de la mañana, antes de ir al colegio. Y luego otra vez desde las tres hasta las siete de la tarde, ni que tendría que hacer los deberes durante la cena, dormir y volver a levantarme a la mañana siguiente, seis días a la semana, para entrenar de nuevo a las siete y así sucesivamente. No sabía que los domingos quedarían destinados para siempre a las competiciones ni que mis días serían tan repetitivos. No sabía que acabaría gustándome que las cosas se repitan. Al menos la mayoría de ellas. Pese a que las sesiones de entrenamiento y los ejercicios nunca se repiten realmente, dado que, incluso en esa repetición, siempre se producen cambios. Y en la vida de una gimnasta siempre hay cambios. Como hoy, por ejemplo, que volamos a Rumanía para competir. Eso es nuevo.

Y la novedad me asusta y, al mismo tiempo, me entusiasma.

Abro la puerta de casa y veo que por la carretera llega el minibús de nuestro equipo. Atravieso el jardín, siento el frío gélido en las mejillas y el viento hace que me lloren los ojos. El cielo está más encapotado de lo normal. Igual que mi pelo hoy me parece más rojo de lo normal. Un rojo fuego. O quizá más bien un rojo fresa. Me envuelvo con la bufanda, después lo hago dos veces más, antes de seguir con mi vida y todos los movimientos que esta exige. Caminar, desde luego. Estar con otras personas. Respirar, sonreír.

Rezar para no morirme.

Dentro del autobús reina el silencio. Ninguna de mis compañeras de equipo me mira. Anna y Benedetta van dormidas, Nadia y Carla ni se molestan. Rachele, nuestra entrenadora, me sonríe, aunque siempre se esfuerza demasiado. Cuando sonríe. Cuando habla. Cuando hace cualquier cosa. Yo la saludo discretamente con la mano y después le hago un gesto con la cabeza a Alex, el fisioterapeuta. Incluso desde aquí huelo la última copa que se ha tomado. Y, como todos los días durante los últimos cinco años, huelo sus cigarrillos, y luego el olor de sus cigarrillos sobre mi piel. El olor de su cuerpo sobre mi piel. Y esa es otra de las cosas que aprendí cuando tenía diez años.

—¿Has dormido bien esta noche? —me pregunta.

—Sí —le respondo.

Lo imagino con su mujer, durmiendo bien pese a los horrores de los que es capaz. A lo mejor ella también detesta su olor. A lo mejor también trata de quitárselo con agua, alcohol, o arañándose la piel con las uñas. ¿Será verdad que Alex solo nos tocará mientras parezcamos niñas, como dice Carla? ¿O eso también será mentira? Quizá eso signifique que, cuando cumpla los dieciséis, a lo sumo los diecisiete, dejará de hacerlo, y esa será la única ventaja de hacerme mayor.

Esa y, también, poder comer más.

El único asiento vacío se halla junto a Nadia y Carla, así que me siento ahí y las tres decimos «hola». Hay una hora de camino hasta el aeropuerto, luego un viaje de tres horas desde Italia a Rumanía, y ya empiezo a notar claustrofobia. Golpeo la ventanilla dos veces, subo y bajo la cremallera, cuento hasta cien. Las demás van escuchando música en sus teléfonos, pero yo aún utilizo un viejo iPod que heredé de la peluquera para la que limpia mi madre. Tengo que encenderlo y apagarlo unas cuantas veces antes de que funcione. Nadia y Carla observan mi artilugio antediluviano y cierran ambas los ojos, justo al mismo tiempo. Es como si las viese a cámara lenta, una coreografía que han ensayado. También está el sonido del movimiento que hacen sus larguísimas pestañas, y ese sonido también tiene eco.

Cualquier cosa que hagan Nadia y Carla, incluso respirar, siempre parecen hacerlo juntas. Quizá incluso sus latidos estén sincronizados. Quizá sus nombres, ambos de cinco letras, formen parte de una unidad superior. Carla lleva más maquillaje y faldas; Nadia siempre viste pantalón de chándal. Una es rubia y la otra de pelo oscuro. Pero es probable que tales diferencias se decidieran en la fase de planificación para que hicieran una mejor pareja.

Cuando las conocí, tenían ocho años. Antes de aquello, solo las había visto en el campo de entrenamiento, pero nunca se mezclaban con nadie más. Venían a visitar el club de Rachele, donde yo entrenaba. Carla ya era un prodigio. Además de famosa por haber protagonizado un anuncio de televisión en el que le decía a un chico de su misma edad «¡Mira lo que sé hacer!», y entonces se lanzaba a hacer tres rondadas y un doble salto mortal hacia atrás. Aterrizaba, sonreía y se sentaba a la mesa para devorar una barrita de cereales que supuestamente le daba la energía necesaria para realizar esas acrobacias. El chaval se apartaba, alicaído, pero Carla corría tras él para darle también una barrita y entonces ambos se ponían contentos.

Sé que debió de escupir esa barrita de cereales en cuanto gritaron «¡Corten!».

Recuerdo pensar que quería ser ella y preguntarme cómo sería posible que pudiera sonreír ante la cámara con tanta naturalidad después de hacer un doble salto mortal hacia atrás con giro. Entonces me di cuenta de que yo siempre estaba intentando sonreír para los jueces y para los entrenadores. También para mi madre y mi padre.

Todas dábamos una buena impresión desde fuera. Aún la damos. Aunque a algunas se nos da mejor fingirlo.

Selecciono la lista de reproducción de mi rutina de suelo y la pongo bajita, porque no soporto que la música me haga daño en los oídos. Sigo las notas y visualizo un movimiento para cada una de ellas —la carpa frontal, la voltereta lateral sin manos—, después me imagino la melodía sin la letra. Me visualizo con gran elegancia haciendo un doble salto mortal hacia atrás y hacia delante, un tic-toc doblando la espalda para formar una V invertida, antes de realizar el salto con split. Si mi mente me ayuda, si mi cuerpo me ayuda, esta semana añadiré un giro triple, que hace ya unos meses que me sale bastante bien. Me imagino derramando una única lágrima de satisfacción después de hacerlo, y sonriendo a los jueces.

Después al mundo.

Me hago un ovillo en el asiento, de espaldas a Carla, y me duermo. Puedo dormir en cualquier parte; me enseñó mi madre. Incluso de pequeña, podía quedarme dormida sin problema debajo de una mesa mientras ella limpiaba despachos, o mientras limpiaba en la peluquería, o en el autobús nocturno cuando regresábamos de alguno de sus trabajos más alejados. Me quedo dormida de inmediato y muy profundamente. No sueño con nada. No soy nada.

Cuando me despierto, estamos en el aeropuerto y Nadia y Carla se están riendo del culo de Rachele, que dicen que cada vez parece más grande, más gordo y más flácido.

—Se le ve la celulitis desde aquí —dice Carla.

—Se le ve a través del chándal —confirma Nadia.

—Se le ven los platos de pasta con salsa que se comió. Se le ve también en la cara, tiene la piel tan brillante como el queso. ¿Hueles la mozzarella?

Nadia se ríe. Siempre se ríe cuando Carla está siendo mala. O cuando Carla está siendo cualquier cosa, la verdad. Se ríe y la adora.

Yo las sigo, haciendo que parezca que no las estoy siguiendo; me odian cuando me acerco demasiado, y me odio a mí misma cuando me acerco demasiado. De modo que camino junto a ellas, pero un paso y medio por detrás. Carla hace oscilar sus caderas y su bolso de diseño, que lleva estampadas unas letras enormes. Ahora está hablando de que, la semana pasada en el colegio, estuvo flirteando con su profesor durante un examen de historia. Le preguntó si de verdad era importante saber qué enfermedades existían en la Edad Media. «¿No deberíamos preocuparnos por otras cosas?», preguntó supuestamente. Entonces le dice a Nadia que parpadeó de un modo muy explícito.

Llevo ya años escuchando a Carla y a Nadia. Las he oído analizar el crecimiento —o el no crecimiento— de sus tetas, de mis tetas, y examinar con atención a cada chico, a cada chica. Las he oído, una por una, confesar sus obsesiones, anécdotas y secretos familiares. También llevo ya años viendo a Nadia mirar embobada a Carla en la ducha, admirar su salto mortal hacia atrás en el gimnasio. Elogiarla. Amarla.

Sé que la ama. Todas lo sabemos.

También sé que, en casa de Carla, rezan mucho. Leen la Biblia durante la cena y en la cama, antes de irse a dormir, y luego la leen un poco más durante el café del desayuno. Si comen juntos a mediodía, pues, claro, entonces acompañarán la comida con más Biblia. Que lean la Biblia juntos durante el café del desayuno, o cuando comen pollo a mediodía, es el motivo por el que los padres de Carla decidieron que dejara de hacer anuncios. No importaba que fuera famosa antes de que Dios entrara en sus vidas. Era algo que estaba permitido. Sin embargo, ahora ya no es la manera apropiada de dar gracias al Señor por el preciado talento y el don que le ha concedido a Carla.

—Eres el ángel gimnasta de Dios —le dicen.

Y, aunque Carla se burla de ellos, me pregunto si parte de esa afirmación se le habrá quedado dentro. Sí que parece creerse un ángel. Esa fe, junto con su capacidad de volar, debe de ayudarla a no caerse del potro. Ni en las barras. Ni nunca.

La madre de Nadia es muy diferente de todas las demás madres. La tuvo con nuestra edad y, desde luego, no quería tenerla. Ahora solo tiene veintinueve años y no le importaría que Nadia llevase a un chico a casa a dormir con ella. A Nadia no le interesa llevarse a un chico a dormir, pero nos lo cuenta para que sepamos cómo es su madre, que Nadia y ella hablan de cosas divertidas, como el amor, los amantes y el sexo, y cómo romper con los novios sin hacerles daño a ellos ni a una misma. Nos cuenta todo esto para que veamos que hablan. Que ella existe.

—No cometáis mis errores, chicas —nos dijo su madre una de las pocas veces que pasamos tiempo con ella—. Nada de embarazos antes de los veinte. O incluso los treinta. Tener hijos es una idea terrible.

Yo miré a Nadia y me pregunté qué sentiría al oír su nombre con frecuencia en una advertencia sobre errores y malas ideas.

En el aeropuerto, somos las pasajeras más bajas de los que hacen cola para embarcar en el vuelo low cost, y Anna y Benedetta son las más bajas de las más bajas, aquí y puede que en el universo entero. Ese es solo parte del motivo por el que casi nunca nos fijamos en ellas. El otro motivo es que les da tanto miedo todo que han escogido el silencio como manera de fingir que no están aquí. O que no están vivas. O en peligro. Carla les ha puesto a Anna y a Benedetta el apodo de las «Inútiles». Antes solo las veíamos cuando entrenábamos para entrar en el equipo nacional porque ellas venían de clubes lejanos, y Carla siempre nos recordaba que los suyos eran clubes de gente pobre. Para las gimnastas de la gente pobre. Pero entonces Rachele las invitó a apuntarse a nuestro club, así que aquí están. Aquí están inútilmente. Carla también repite que tanto las Inútiles como el equipo de chicos de nuestro club son una vergüenza. Los chicos ni siquiera llegan nunca a los campeonatos, y ella dice que deberían ser camareros, carpinteros, o desaparecer, desintegrarse. Quizá incluso morir.

Rachele siempre defiende a los chicos y a las Inútiles.

—Son tus valiosos compañeros de equipo —le dice a Carla—. Sabes muy bien que, cuando ellos ganan, tú también ganas.

Pero, por mucho que Rachele nos lo recuerde, Carla nunca lo deja correr. Y hay que reconocer que nunca ganan, las cosas como son.

—No nos pasemos, entrenadora —le dijo Carla a Rachele la última vez—. Benedetta, a pesar de su espectacular anorexia, es como un elefante en la barra de equilibrio. Anna le tiene miedo al potro y, cuando hace un ejercicio de suelo, se mira los pies. ¡Son patéticas! ¿Por qué permite que compitan con nosotras?

En la cola para embarcar en el avión, igual que en cualquier otra parte del mundo exterior, la gente se queda mirándonos. Supongo que tenemos una pinta rara, somos chicas pequeñas con piernas musculosas y el pelo muy arreglado, todas ataviadas con una sudadera idéntica. En el gimnasio, nuestros cuerpos me gustan, los valoro, pero aquí me siento deforme. Me gustaría llevarlo escrito en la frente: SOMOS GIMNASTAS. ¡En este deporte es una gran ventaja tener el cuerpo pequeño como el nuestro y unas piernas supermusculosas! ¡No queremos pechos! ¡No queremos tener la regla! ¡No pasa nada por tener osteoporosis a los trece años, no pasa nada por no ser altas! ¡Lo importante es ganar y que este cuerpo sea fuerte y no resulte bonito cuando estamos haciendo cola!

Pero todas esas palabras no me cabrían en la frente.

Rachele siempre dice gracias a Dios que tenemos esta complexión, gracias a Dios que somos bajas y no tenemos tetas, y gracias a Dios que casi ninguna tiene la regla, y que debemos dar gracias a Dios por nuestros cuerpos, tan pequeños y a la vez tan fuertes. De lo contrario, no podríamos brillar en este deporte ni ser campeonas ni hacer de la gimnasia la orgullosa representación del poder y la fortaleza de la nación. Por eso aquella que engorda está acabada. O aquella que crece está acabada. O aquella a la que le crecen las tetas está acabada, salvo que pueda soportar que la envuelvan con vendas. Nuestro cuerpo es nuestra posesión más preciada. También es por eso por lo que vivimos y viajamos con un fisioterapeuta. Y por eso tenemos sesiones diarias con él. En teoría, las sesiones sirven para proteger nuestra posesión más preciada.

En la práctica, es ahí dentro donde se nos rompe todo.

—Las chicas están bien —le dirá Rachele a cualquiera que pregunte si queremos comer un poco más, o entrenar un poco menos, o si estamos satisfechas con esta vida en la que nos llaman adefesios, elefantes o pringadas, mientras trabajamos, sudamos y soportamos el dolor en nuestros ejercicios.

—Estamos bien —confirmamos. Y decimos que sí con la cabeza. Y sonreímos.

En nuestro país hay casi cuatro mil gimnastas a nivel de competición. Apenas una docena son tan fuertes como nosotras. ¿Física y mentalmente tan fuertes como Carla? No creo que haya nadie. Quizá por eso sea capaz de no hablar nunca de Alex. Quizá por eso sea tan combativa. Nuestra disciplina consiste en ejercicios de suelo al ritmo de la música, la barra de equilibrio, el potro y las barras asimétricas. Realizamos todos los ejercicios individualmente, pero nos puntúan como individuos y como equipo. Es un deporte olímpico y a lo que aspiramos es al equipo nacional y a las Olimpiadas. Por esa razón Carla y Nadia se trasladaron al norte con sus familias y empezaron a entrenar en mi gimnasio. Por eso Anna y Benedetta se esfuerzan por encajar también. Rachele es conocida por ser la mejor. También es la más dura, vale, y ahora sabemos que además es una mentirosa y oculta cosas, vale, pero en sus manos puedes tener opciones de llegar a las Olimpiadas. Ha proporcionado más medallas de oro que ningún otro entrenador del país. Aunque nunca sabremos cuántas de esas gimnastas querían morir.

—Sé la mejor versión de ti misma —dice siempre—. Pregúntate si deseas ser prisionera del pasado o pionera del futuro.

Me pregunto si vio esa frase estampada en alguna camiseta. O en un meme de internet. Me pregunto si, cuando menciona el pasado, pensará en el horrible pasado que sabe que compartimos. El horrible presente que sabe que compartimos. Y si eso cambiará el tipo de pioneras en las que podríamos acabar convirtiéndonos en nuestro futuro. Me pregunto si creerá que, como pioneras, volveremos en busca de venganza. O si sabrá que, para entonces, estaremos totalmente destrozadas.

Te pasas años en los que no haces otra cosa que mejorar, saltar más alto, volverte más precisa, más elegante. Pero, conforme te aproximas a los dieciocho, según nos cuentan, no haces más que empeorar, engordar. Ese momento será desagradable, salvo porque supondrá poder librarnos de Alex, de sus dedos en nuestro interior y de su olor impregnado en nuestra piel. Ni siquiera queda tanto para que llegue. Más o menos tres años hasta que llegue nuestro declive. Es un poco como si supieras cuándo vas a morir, lo cual resulta extraño, teniendo en cuenta que apenas has empezado a vivir de verdad. Podría resultar útil, vale, porque has de tomar decisiones, saber cómo quieres pasar los últimos días de tu vida, lo que quieres dejar como legado, por qué deseas que te recuerden. Y has de tener en cuenta que, aunque creas poder decidir por qué serás recordada, a fin de cuentas, tanto en la gimnasia como en la vida, en realidad no lo decides tú.

Podrías caer antes de tiempo. Podrías morir antes de tiempo.

Las chicas altas, por ejemplo, incluso las que son brillantes y llegan a nivel de competición, tarde o temprano acaban por desaparecer y, para la mayoría de ellas, eso supone una tragedia. ¿Qué tenían que ver con ellas esos centímetros de más? No pidieron ser más altas, jamás desearon tener esa altura extra. Sin embargo, los huesos de sus espinillas se hicieron más largos, y se les ensancharon los hombros, cosa que parecía más apta para la natación o para la halterofilia. Sus espaldas duplicaban en tamaño a las nuestras y, desde atrás, esas espaldas parecían decirnos adiós.

Al menos eso era lo que me decían a mí, pero no podía contárselo a nadie porque habría resultado extraño tener que explicar eso de que unas espaldas te dicen adiós.

Y luego siempre tenemos a Khorkina, la rusa que, pese a insultar a veces a las demás gimnastas por ser unas débiles o unas quejicas, o por acompañar sus frases con amenazas de castigos divinos, da esperanza a todas las gimnastas altas. Mide un metro sesenta y cinco centímetros y es el claro ejemplo de que, tras pasarse años embutida en vendas y muerta de hambre, cualquier cosa es posible. Incluso ser alta y campeona suprema. Incluso que te apoden «El flamenco de Belgorod». Incluso que te den palizas y tú lo agradezcas. Si quieres llegar a ser algo, claro está, como dice ella. Si quieres ser una pionera.

En sus últimas Olimpiadas llevaba un maillot negro hecho de cristales de Swarovski. Lo llamaba su maillot de boda.

Pero sale una Khorkina cada diez o veinte años y, en estos diez o veinte años, ella ha sigo la escogida, con ejercicios creados especialmente para ella, modificados para ella, de modo que incluso un giro sobre sí misma con su metro sesenta y cinco de estatura pueda resultar un movimiento elegante. Ahora esos movimientos forman parte de su repertorio y llevarán su nombre por los siglos de los siglos. Y, cuando tu nombre se repite por los siglos de los siglos en gimnasios de todo el mundo, en algún momento llegas a oírlo y a sentirlo, sin duda. Sentirás que alguien dice «Khorkina» en China, o en un pequeño gimnasio de España, o tal vez en Japón. En un vuelo por Canadá, alguien irá murmurando: «Ahora voy a intentar hacer la combinación Markelov-Khorkina», y eso debe de ser precioso.

Rachele está repasando las normas del viaje: teléfonos móviles apagados en el gimnasio, buenos modales durante el viaje y en el hotel. Responsabilidad y respeto hacia nuestro propio cuerpo porque cada uno de nuestros cuerpos es el cuerpo de todas las demás. Debemos cuidar de nuestras compañeras de equipo y también del país anfitrión. Debemos ser educadas. Sonreír. Dar las gracias.

Ser buenas chicas.

Viéndonos desde fuera, una no pensaría que las compañeras de equipo competimos también las unas contra las otras. Individualmente, cada una de nosotras tiene el potencial de ganar su propio evento, de derrotar a una compañera de equipo que se ha convertido en enemiga. Nadia contra Anna en la barra de equilibrio, por ejemplo, o Benedetta y yo tratando de superarnos la una a la otra a todas horas en el potro. Pero no hay manera de competir con Carla, y a una ni siquiera se le ocurriría tratar de medirse con ella. Y Nadia, que es la segunda mejor, parece satisfecha tal cual está. En general, parece satisfecha con que Carla consiga lo que quiere.

—Ni se os ocurra practicar ninguna rutina romántica —dice Rachele, tratando de hacerse la graciosa.

A nosotras no nos parece graciosa. Nos parece repugnante. Carla se burla de ella e imita con las manos la forma de su flequillo, tan rígido que bien podría estar hecho de escayola. En una ocasión, después del entrenamiento, vi a Rachele aplicándose montones de laca en el pelo. También estaba pintándose los ojos con kohl y la boca con un lápiz de labios marrón para crear el contorno y después rellenarlo con esa pasta densa. Estaba esforzándose por parecer guapa, pero le lloraban los ojos. Quizá fuera el lápiz de ojos negro, o a lo mejor es que sabía que, aunque se pintara los labios, seguiría sintiéndose sola. Y, de un modo u otro, está al corriente de demasiadas cosas que nos han sucedido, y también a ella misma, como para volver a sentirse feliz o guapa alguna vez. Es culpable. No hay cantidad suficiente de lápiz de ojos negro y pintalabios naranja como para lograr tapar eso.

—Ella sí que va a practicar —le susurra Carla a Nadia, con el volumen suficiente para asegurarse de que la oigamos todas—. Hará cosas raras con algún tío raro que conocerá en algún bar raro de Rumanía.

Carla empieza a inventar sus propias reglas.

—Regla número mil trescientos seis: respetar a los pobres rumanos que son pobres —dice—. Regla número cien mil siete: no les toques las tetas a otras chicas. Regla número dos millones trescientos: no les toques a los gimnastas chicos la polla ni ¡las narices!

Todas nos reímos. O al menos hacemos ese ruido que parece risa.

Rachele nunca se enfada demasiado con Carla. Es nuestra campeona y por eso siempre se sale con la suya. Se sale con la suya con muchas cosas que a nosotras, que somos buenas pero no campeonas, nos están prohibidas. Hablar a gritos. Hacer daño a las demás. Mentir. Nosotras tampoco nos enfadamos con Carla. A lo sumo ponemos los ojos en blanco cuando no nos ve. O apretamos la mandíbula y rechinamos los dientes.

Sin ella no seríamos nada.

Un aguacero golpea los enormes ventanales del aeropuerto, envuelto en mitad de una tormenta. Todas volvemos a ponernos los auriculares —yo escojo una banda sonora para la tormenta— y esperamos a que pase el tiempo y a que cesen los relámpagos. A Nadia le da miedo volar y se está poniendo pálida. Le dan miedo tantas cosas que hemos perdido la cuenta: caerse de las barras asimétricas, estar en la oscuridad, subirse a un ascensor, quedarse encerrada en cualquier tipo de estancia, incluidos los baños públicos. Los ruidos fuertes e incluso los muy ligeros, como cuando alguien susurra.

—Me acojonan —dice—, como si trajeran mala suerte.

Carla siempre dice que Nadia es medio pobre, pero no «una muerta de hambre como Martina». Y Nadia siempre anda recordándonos que, si alguien conoce a alguien que necesite niñera, ella está libre los sábados por la noche. Su casa es muy pequeña —es más como una habitación— y su padre estuvo ausente desde el principio. Su jovencísima madre cuida de gente muy vieja, pero solo lo hace parte del tiempo. Está intentando sacarse un título para poder ganar más dinero.

—Tengo que enmendar mi error —dice.

Por otra parte, Carla es, según sus propias palabras, «medio rica», lo cual significa muy rica. Su familia tiene un coche, una moto, dos trabajos, tres bicicletas y dormitorios suficientes para cada uno de ellos. Además, comen carne por lo menos tres veces a la semana. O eso nos dice. Se van de vacaciones a Sharm-el-Sheik o a Yerba cada dos años, y en verano van a la costa. Si Carla quiere, puede comprarse faldas y camisetas nuevas y no tiene que llevar la ropa heredada de su prima, como me pasa a mí. Carla tiene un hermano adoptado, Ali, y lo llama «mi medio hermano medio negro». Como si quisiera demostrar algo, dado que sus padres son tan religiosos, dice que ella no cree para nada para nada para nada en Dios, pero sabemos que reza antes de irse a dormir. Y siempre que viajamos lleva la Biblia consigo. También sabemos que quiere a Ali porque, cuando este acude a las competiciones, ella lo abraza cien veces diciendo «Te quiero, mi medio hermano medio negro».

—Durante una tormenta, el fuselaje puede canalizar la corriente de aire de modo que esta golpea el avión, generalmente sin que suceda nada malo —explica Nadia.

—¿De verdad has dicho «fuselaje»? Yo jamás en mi vida diría la palabra fuselaje —asegura Carla—. Y también has dicho «canalizar». Me estás asustando, así que cállate, ¿quieres?

Cuando nos dejan subir al avión, somos las únicas a bordo que van sentadas cómodamente. Los asientos están tan pegados unos a otros que la gente con una altura normal tiene las rodillas casi en la boca. Yo voy sentada junto a un hombre que apesta a algo como fruta podrida, o algo podrido, y va leyendo el periódico. Se queda detenido en la página con la previsión meteorológica durante todo el despegue, y después emplea al menos veintisiete minutos en la página dedicada al fútbol.

Es posible que, al pronosticar su vida a través de las temperaturas diarias, él también esté intentando ser el pionero de su futuro.

En mi casa nadie lee el periódico. A mi madre le gustan las revistas de cotilleos que encuentra tiradas por la peluquería, pero, como solo trabaja allí si alguien está enfermo, apenas logra quedarse con ninguna. A veces las hojeamos juntas y nos reímos o comentamos las historias de amor o las exclusivas sobre personas de las que nunca hemos oído hablar. Se casan. Tienen hijos. Se ponen los cuernos. Engordan. Adelgazan. Gritan y lloran. Mueren. A veces mi padre lee cosas sobre caballos, los ganadores y los perdedores, y revistas de carreras aburridísimas con artículos sobre cosas como cuál es el mejor heno para dar de comer a tu caballo, y la respuesta siempre es heno de buena calidad. También lee cuadernos de pasatiempos del bar de su amigo Nino, aunque por lo general la mitad de los pasatiempos ya los ha resuelto otro. Yo no sería capaz de explicar por qué nuestra situación económica es tan mala o por qué hemos de utilizar cosas que ya ha usado antes otra persona, ya sean camisetas o cuadernos de pasatiempos. Debe de haber una razón, pero no sé cuál es. Una vez lo pregunté y la respuesta que me dieron fue otra pregunta: «¿Quieres algo que no tengas?». Yo podría haber respondido con una lista. Podría haber respondido con unos cuantos dibujos. Pero dije «no», porque eso también me parecía cierto.

No quería nada que no tuviera.

Apago mi iPod de segunda mano y me quedo mirando las nubes de fuera. En las alas advierto un polvo brillante, aunque quizá sea cosa de mis ojos. El cielo es de un azul intenso y desde aquí parece un lugar seguro. Estrellarnos no me parece posible y la tormenta está muy por debajo de nosotras. Si pudiera, me pondría de pie sobre un ala y le haría una reverencia al universo igual que se la hago a los jueces, y me lanzaría a ejecutar una sucesión interminable de Yurchenkos. Me encantaría aterrizar en algún bosque, isla o río inexplorado, con una sonrisa perfecta y los pies bien clavados en el suelo.

—Soy Martina —diría—. Soy buena, ¿lo veis?

En el asiento de atrás, Carla va leyendo en voz alta el cuestionario de una revista.

—¿Eres celosa? —le pregunta a Nadia—. Estás en un bar y un chico guapo te está mirando, aunque está con otra chica. ¿Qué haces? a) Miras hacia abajo; b) Le devuelves la mirada; c) Te acercas a su novia y le dices que el chico la engaña.

A Nadia ni siquiera le da tiempo a responder antes de que Carla empiece a poner en duda el cuestionario.

—¿Cómo coño vas a saber con quién está el chico? —pregunta—. En las películas, siempre es la estúpida de su hermana, puesta ahí a propósito para hacerte pensar que es su novia. Desde luego, yo haría esto con la lengua.

No veo lo que está haciendo Carla con la lengua, pero me lo imagino. Repetición. Bucle.

Nadia se ríe y dice «Qué asco», también «Quita la lengua de la ventanilla o vas a pillar hepatitis, ébola, malaria».

—¡Chorradas! —responde Carla, luego agrega—: El caso es, hablando de lenguas, que me he besado con mi vecino de al lado. El fumeta. Quería hacerle una paja, pero me aburrí a la mitad.

Cuando oigo la palabra paja, casi me trago el chicle.

Carla se asoma desde detrás del asiento y me grita: «¿Nos estabas escuchando bien, Martina? ¿Nos estás espiando, chivata?». Nadia también asoma la cabeza, sonríe y no dice nada. «¡Martina se está poniendo cachonda!», exclama Carla, y yo me pongo roja y me preocupa que ponerme roja haga que parezca que de verdad estoy cachonda.

Cosa que a lo mejor también estoy.

Entretanto, el hombre que huele a fruta podrida y va sentado a mi lado sigue leyendo el periódico con atención, ahora asuntos de economía, cosa que debe de parecerle de lo más interesante, al menos tan interesante como la temperatura en Tokio. Transcurrida más o menos otra hora, empezamos a descender. Vuelvo a ponerme los auriculares y lo primero que veo en este nuevo mundo es la nieve caer. Veo cómo tiñe de blanco el universo, cómo convierte la tierra en un mapa más sencillo, compuesto solo de puntos negros que hay que ir uniendo del uno al noventa y nueve para ver qué es lo que sale al final. ¿Quizá un premio? Y quizá mi premio podría ser no tener que oír a nadie ni hablar con nadie nunca más. Podría dejar de hablar y todo sería más sencillo. Me convertiría en la chica que nunca habla y, en ese papel nuevo y fácil, quizá incluso alcanzase algo de fama.

—¿Cómo empezó todo? —me preguntarán en las entrevistas.

—Con el silencio —responderé.

Lo primero que oigo después de que el capitán anuncie que hemos aterrizado en Sibiu, Rumanía, y que la temperatura en el exterior es de menos tres grados, es a Nadia riéndose aliviada. Carla empieza otra vez con sus teorías perversas alimentadas por sus padres, por la tele y por toda esa gente de mierda. Según ella, Rumanía es un país asquerosamente pobre y horrendo incluso desde la ventanilla, incluso desde el aeropuerto. Si existe un lugar en el que podríamos morir en un avión, ese lugar es Rumanía. En Rumanía comen perros, se comen los unos a los otros, comen patatas crudas negras y mohosas pensando que son una exquisitez. La gimnasta Angelika tiene que morir y podríamos llenarle la boca de ramas diminutas para que se atragantara para siempre.

—En YouTube he visto que se está poniendo gorda —comenta—. Es una gimnasta de mierda, fea y desesperada. Me gustaría escupirle en los ojos hasta que se quedara ciega.

A veces Nadia dice que, cuando Carla dice esas cosas, ella las ve de verdad, como si ocurrieran en la vida real. Mira a Carla para demostrarle que está visualizando sus palabras. Sonríe, como si ser capaz de visualizar los fantasmas de las palabras de otros fuera una especie de don. Pero a mí no me parece un don, y tampoco creo que a Nadia le guste realmente ver las cosas de las que está hablando Carla, porque son tan crueles y asquerosas que te dan ganas de vomitar y llorar. Yo también acabo de ver la imagen de Angelika con escupitajos saliéndole de las cuencas vacías de los ojos, con la boca llena de ramas diminutas. Yo también acabo de verla muerta.

Y ahora ya no sé cómo quitarme esa imagen de la cabeza.

Cuando nos bajamos del avión, pasamos por el control de pasaportes. Recogemos nuestro equipaje y lo primero que respiramos en este nuevo mundo blanco es una bocanada de hielo. En el tiempo que nos lleva abrigarnos con nuestros gorros y bufandas, ya estamos en el minibús. Esperando para compartir el trayecto con nosotras hay un grupo seleccionadores del equipo nacional que deben de haber llegado en otro vuelo, o quizá hayan venido hasta aquí caminando y partieran hace meses. Todas decimos «hola». Alex y Rachele se ponen en plan formal, falsos y amables, y a todas nos da repelús, igual que como cuando ves a tus padres intentando hacerse los graciosos y enrollados. Igual que como cuando en casa tus padres gritan y te pegan y te odian, pero cuando llega alguien, se vuelven simpáticos y cariñosos, y eso duele aún más que cuando te pegan en la cabeza y en el estómago.

Al menos eso es directo. Al menos sabes qué hacer con ese dolor.

Me subo y me bajo varias veces la cremallera del abrigo del equipo, tratando de encontrarle algún orden y sentido a este día, a este nuevo paisaje. Carla se saca del bolsillo un paquete de ositos de gominola y los comparte con Nadia, que se mete un puñado en la boca. Comprueban que no haya nadie mirándolas, entonces mastican y tragan. Puede que Nadia esté dándose un capricho por sobrevivir al vuelo. O por sobrevivir a las palabras de Carla. Yo cuento hasta cien para dejar de desear esos ositos de gominola y, en su lugar, trato de prestar atención mientras Rachele va enumerando la lista de atletas con las que debemos tener cuidado, así como nuestras tareas cuando lleguemos al hotel y el horario de nuestras sesiones de entrenamiento y nuestras competiciones.

—Bueno, menudo hotel. Más bien es un complejo vacacional de los tiempos de la guerra —comenta Carla, que ya lo ha buscado en Google.

—Es el típico programa de una semana —prosigue Rachele—, con entrenamiento mañana y pruebas clasificatorias de equipos al día siguiente.

Entonces será cuando se marchen los peores equipos. Las pruebas clasificatorias individuales serán el jueves y, después de eso, la final por equipos. La final del evento será el sábado y, para quienes pasen esa fase, el domingo tendrá lugar la final general individual, también llamada All Around, en la que las gimnastas clasificadas competirán entre ellas en todos los aparatos. Solo las mejores llegarán hasta la final general. Todas queremos llegar ahí, por supuesto, pero sobre todo debemos desear que Carla esté presente en ese podio.

Un cuerpo, un corazón.

Lo último que dice Rachele mientras ascendemos por las carreteras de montaña, justo antes de llegar al hotel de los tiempos de la guerra, es: «Carla, siéntate como es debido, se te ven las bragas», ante lo que Carla se sonroja durante un segundo, y en ese instante me imagino a Alex imaginándose esas bragas. Y las nuestras.

Pero Carla ha escogido ser Popeye.

—Verme las bragas no es algo malo —responde—. Llevan bordados los días de la semana. Anna, ¿quieres comprobar que llevo las del lunes? Como ya estabas mirando, lo mismo podrías sacar provecho a tu maravilloso sentido de la vista.

Anna no estaba mirando, de modo que no sigue mirando.

En el hotel, situado en la linde del bosque Cozia, las habitaciones ya han sido asignadas y resulta que a mí me toca compartir una triple con Carla y Nadia. Anna y Benedetta pensarán que es un trato inmerecido, como si dormir en la misma habitación que la campeona constituyera algún tipo de privilegio. Pero a mí me dan náuseas solo de pensar que tendré que pasar con ellas seis larguísimos días.