Las cosas suceden - Carlos Roberto Morán - E-Book

Las cosas suceden E-Book

Carlos Roberto Morán

0,0

Beschreibung

Carlos Roberto Morán vuelve a sorprendernos. La fina elaboración de cada uno de los relatos presenta un estilo directo y profundo que, a su vez, es complejo y en espiral. Esta manera de contar logra desentrañar el núcleo de lo abordado. Y apuesta a algo más: elevar lo narrado a las alturas de lo inexplicable.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 146

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Las cosas suceden

Las cosas suceden

Carlos Roberto Morán

Índice de contenido
Portadilla
Legales
El perfil de Morena
Golpes en la puerta
La película del Yuaseneger
La materia hierve su cólera cerrada
Algo así como un gen
La forma de la felicidad
La mirada de Juan Prado
Las cosas suceden
Tríptico de Verónica
Sentís que te vas a morir
La muerte del abogado
En un mundo opaco

Morán, Carlos Roberto

Las cosas suceden / Carlos Roberto Morán ; coordinación general de Viviana Rosenzwit ; editor literario Patricia Severin. - 1a ed . - Santa Fe : Palabrava, 2020.

Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4156-19-8

1. Antología de Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Rosenzwit, Viviana, coord. II. Severin, Patricia, ed. Lit. III. Título.

CDD A863

Las cosas suceden

Carlos Roberto Morán

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.blogspot.com

Colección Rosa de los vientos

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe – www.sugoilab.com

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4156-19-8

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado

con las mínimas distracciones.

Jorge Luis Borges, El Sur

El perfil de Morena

I

Alcancé a ver el perfil de Morena en el diario de la mañana. La cuarta foto, abajo, la de los festejos por la inauguración del hotel. La toma, aunque un tanto difusa, me permitió encontrar de nuevo a Morena, con esa actitud arrogante que por lo visto no la había abandonado veinte años más tarde.

Cuando se visita un lugar por primera vez, con cierta expectativa y ansiedad, quedan marcas que la costumbre, la rutina, no terminan de diluir. Y así, cuando mucho después se vuelve a ese sitio se recuerdan con precisión sus particularidades, digamos la grieta, el camino irregular o un árbol añoso. Lo mismo con las ciudades, lo mismo con las personas.

Porque había visitado con expectativa y ansiedad ese lugar que para mí fue Morena (poco tiempo, gran entusiasmo), la recordaba con bastante precisión a pesar de los años pasados. Y más aún porque ella, de un día para el otro desapareció. Ocurren estas cosas. Alguien, sin avisar, decide clausurar una entrada particular y ese sitio especial en concreto de pronto deja de existir.

Morena no murió, pero para mí fue prácticamente igual porque de súbito se esfumó sin dejar rastros, como suele decirse. Veinte años más tarde recuperaba su perfil en una fotografía publicada en el diario, una recepción en el hotel cinco estrellas que terminaban de inaugurar. No estuve allí, no conozco a esa gente, pero no me extrañaba que en cambio Morena hubiera participado del festejo porque era lo propio de ella. Al fin, es imposible cambiar las señas de identidad más profundas.

Podía estar equivocado porque a la memoria le gusta confundir. Quizás se tratase de otra persona. Además, la fotografía, a pesar del color no entregaba con claridad la imagen de la mujer retratada (ella aparecía en un costado, casi saliéndose de la misma imagen). Pese a todo supe que era Morena y nadie más que ella, un poco más engrosado el cuerpo, el mismo porte, un similar corte de su pelo oscuro (que, pensándolo bien, ahora debía estar teñido).

Hasta ese momento me había resignado a lo que me tocó en suerte. Hablo, es evidente, de la lotería de la vida, premios menores y más castigos que cualquier otra cosa, pero era lo que me había correspondido y lo aceptaba. Ninguna electricidad, ninguna conmoción. Me dejaba estar y no había más para decir. Hasta el momento mismo en que, al abrir el diario, volví a ver a Morena.

Lo nuestro fue breve, clandestino y, para mí, tan especial como irrepetible. Después Morena se casó con el que tenía que ser y de ella dejé de tener noticias. Alguien me habló de la designación del marido como embajador (o algo así) y otro, tiempo después, me contó que creía que Morena se había divorciado. Sus parientes, los que quedaron acá, eran escasos y ajenos a mi vida. Por ser tan extraños su ámbito y el mío, ella aceptó la relación a cambio del silencio y de la anulación de cualquier futuro compartido. De entrada puso las condiciones, es decir que Morena fue quien estableció las reglas y yo acepté porque el deseo se imponía sobre todo lo demás.

Ocurrió lo que buscaba, pero tuvo mínima duración. Ése era el acuerdo, me lo recordó Morena, sin sentimentalismos, en la despedida. No me opuse, tratando de mostrarme con una pose mundana y autosuficiente, mentirosa también porque por dentro sentía amargura y desprecio por mí mismo. Y amor.

Y de Morena no supe más.

Por haberla visto en la fotografía volvieron los recuerdos y sentí el impulso de buscarla, pero de inmediato me refrené porque, por supuesto, era una actitud irreflexiva, negada por la realidad. Porque aún en el supuesto de que fuese Morena la del diario, me resultaría una mujer totalmente desconocida, veinte años no es un día. Casi como si viviéramos en dimensiones diferentes. Me había pasado con varias personas a las que, al reencontrarlas, no reconocí.

Persistía en mí un centro duro y angustiante que reiteradamente : me hacía pensar que, si yo era así hoy, quizás se debiera a aquello que pasó. O a lo que, más bien, no pasó con Morena y me decía que, si nos viéramos, podríamos lograr algo en común, que me sacara de la nada que era mi vida.

Porque se llega tarde a todas las cosas —me decía con grandes cuotas de autoengaño y exceso de palabras— al menos que una sola cobrara consistencia. Está bien, me concedí, hay que buscar a Morena, pero ¿cómo encontrarla? La trivialidad de las fotos de sociales hace que sean efímeras. La recepción había tenido lugar varios días atrás. Internet me permitió encontrar el archivo del diario y precisar la fecha: dos semanas exactas habían pasado desde el momento en que alguien había logrado corporizar de nuevo a Morena.

¿Alguien? Lógico: el fotógrafo del diario. Había descartado la alternativa de ir al hotel para preguntar por ella. A la inauguración concurrió mucha gente y si hubiera sido un personaje central habría aparecido varias veces. Supuse entonces que estuvo ahí casi de casualidad.

Si Morena no se encontraba sola mis intentos carecerían de sentido. Aunque en realidad eran mis propósitos los que carecían de sentido, pero no lo quise admitir, de manera que persistí en ellos. Al fotógrafo, especulé, podían haberle pedido copias. Suele ocurrir, un trabajito extra que nunca viene mal.

Decidí ser parco, porque no podía decirle a ese hombre desconocido para qué exactamente quería la foto. Él por su parte no hizo preguntas, salvo que intentó venderme la serie entera de las tomadas en el hotel. Opté por comprarle varias después de una aparente selección que de nada me sirvió porque en ninguna otra vi a Morena. A quien para mí continuaba siendo Morena.

Esa noche, con la copia en mi mano, me costó dormir. ¿Era o no Morena la mujer que aparecía de manera fugaz en una sola de las tomas? El mismo corte de pelo, un vestido claro, el perfil de una cartera. El perfil de ella misma, negándose a develar su verdad.

Recordé conversaciones con Morena, nuestro primer encuentro nervioso y apurado, el segundo, más calmo, con mayor comprensión de nuestros cuerpos, y algunos más. Igual, continuaba en el mismo lugar donde había empezado y eso significaba retroceder. Me sentía peor que antes de abrir el diario y haber visto el agasajo y la foto.

Haber visto de nuevo a Morena...

Quiero decir que antes estaba resignado a mi suerte y que había desistido de cualquier acción inaudita. Pero, de súbito, todo había cambiado para mí.

Me sentía un tanto perdido, sin saber qué hacer nel mezzo del cammin. Hasta que recordé al desagradable de Alfredo, el primo de Morena que continuaba viviendo en la ciudad. Para mí Alfredo era un incordio, abogado con estudio ubicado en el casco histórico, al sur, con secretarias de vidriera, auto flamante, viajes por el mundo, una vida de esas que brillan y que por brillar cuestan mucho porque hay que bruñirlas todo el tiempo. En el pasado cuando nos encontrábamos poco y nada nos decíamos porque, pensaba yo, él desconocía mi relación con Morena. Después dejamos de vernos.

Fue un viernes a la tarde, el otoño daba marco, un decrecimiento de las pasiones como suelen traer los atardeceres. Una ligera congoja, también. Toqué el portero eléctrico, antes de hacerme pasar debí identificarme, pedí por el doctor Martínez Prieto y tuve que esperar largo rato en un no demasiado mullido sillón. Silencio de sala de velatorios.

Llevaba la foto en un bolsillo. Quedé sorprendido al saber que el abogado me recordaba más de lo que hubiera imaginado. Me sentía imprecisamente mal, como si estuviera incubando una enfermedad. El despacho de Alfredo era pulcro y amplio, pero desde que ingresé en él sentí la opresión, como si el aire del lugar no fuera suficiente. No sabía de qué manera plantearle las cosas.

Sin embargo, él mismo abrió el fuego, volviéndome a sorprender: Supongo que viene por Morena.

¿Cómo lo supo? No le había mostrado ni hablado de la foto. Mi mirada debe haber dicho lo que no pude responder en palabras. Hizo un gesto con la mano, como si con ella quisiera barrer el presente.

Primos y confidentes, me aclaró. Ahora podía decírmelo: me había odiado. Sí, era un sentimiento excesivo y al mismo tiempo exacto. No sabe cuánto debí insistir, meterme, obligarla, para que se olvidara de usted, confesó. De ese modo vine a saber, tantos años después, cuando todo es imposible, que hubo mucho más que atracción física, que la irracional Morena (así la llamó) había llegado a amarme.

Quiero verla, dije, con una voz perentoria que no me reconocía.

Alfredo me miró con visible desconcierto, como si solo en ese momento yo terminara de llegar.

II

Desde aquí, desde este mismo lugar y a pocos pasos de donde me encuentro. Café y nada más porque acá no hay piedad para los pobres.

Allí, en ese mismo sofá, quince días atrás, carterita en la mano, pelo recién salido de la peluquería, una ropa que, debí haberme dado cuenta, ya no se usa: Morena.

Llamé varias veces a Alfredo por teléfono, pero en los últimos días no concurrió a su estudio. Al parecer no se encontraba bien.

Hay un silencio casi untuoso en este lugar excedido en sus luces y maderas relucientes, en la discreción de los mozos que apenas si se hacen sentir. A tres o cuatro metros de donde estoy sentado apareció en la foto apenas de refilón, un rostro que no dice nada, que no expresa nada.

Esa mujer persiste en la fotografía, pero sin nitidez, como ave de paso. No parece mirar a nada ni a nadie. ¿Se dirigía a mí, a Alfredo, a quién?

Blanca y aún sin manchas, resplandeciente a la luz del sol.

El mozo me observa a la distancia, atento por si lo llamo, pero evito hacerlo porque este es el mundo de los ricos, extraño para mí.

Quince días atrás el hotel fue inaugurado y aún persisten los detalles del festejo, una especie de olor a nuevo en todo, tan reluciente.

Un festejo. Tuvimos muchos invitados, me ha dicho el conserje quien no reconoce en la foto a la señora que apenas se ve. No la recuerdo, lo siento. Su discreción no le permite preguntar dónde obtuve la fotografía, tampoco por qué estoy allí, pero sus ojitos no me han perdido de vista desde que me instalé en el bar desde el que observo el lugar específico, a no más de tres metros, donde Morena estuvo. O pudo haber estado.

¿Qué quiere decir?, preguntó Alfredo con extrañeza y agregó un gesto que interpreté (mal) como de fastidio, aunque se trataba de otra cosa.

No le había mostrado la foto. Se la alcancé. Pálido, la miró largo rato.

¿Cuándo la sacaron?, preguntó, con voz cambiada.

Le conté lo de la fiesta, la inauguración del hotel, la publicación en el diario.

No, dijo por fin. Lamentablemente no es, no pudo haber sido Morena. No pudo haber sido…

Me dio explicaciones que me perturbaron y que, de verdad, no quise seguir escuchando. Me mostró algunos recortes. Necrológicas.

Cuando salí a la tarde otoñal estaba apenado y confundido, llevaba conmigo la foto del diario. La inútil foto. También me acompañaba la impresión de haber conocido a otro hombre, a un Alfredo cargado de dolor y de extrema sensibilidad.

Tomo el café. Blanca y aún sin manchas. No conoceré nunca esa lápida del cementerio de Mendoza, pero la imagino con nitidez, con esa nitidez nacida de las palabras dolidas de Alfredo.

Porque Morena murió, lejana, ajena, envejecida, en Mendoza, sola, el mismo día en que inauguraron el hotel. La misma noche en la que una mujer tan parecida a ella decidió inmortalizarse en una foto del común.

Alfredo me aseguró que no era Morena, pero su voz develaba inseguridad. No obstante, me devolvió la foto y me invitó a olvidar.

No sé para qué me encuentro acá, para qué este acto inútil. Morena, ella, tan vivaz, tan cargada de humor y simpatía, irónica, mordaz. La siento en este lugar, entre las paredes y la boisserie, las luces, los ascensores vidriados.

Alfredo ingresa al hotel, desconcertado como yo. Queda en un rincón observando lo mismo que yo, eso que busco y que me devolvería mi entidad.

Esa figura que veo o creo o quiero ver: el perfil de Morena.

Golpes en la puerta

A Mario Cuello, i.m.

Ya es abril, las hojas del otoño cubren el bosque como una densa alfombra mientras que, en la Rambla (el recuerdo nítido de la locura de Piria), los obreros, muy arriba, dan las puntadas finales al gran edificio de departamentos, presencia de lo nuevo y gigantesco que le sigue cambiando la cara, irremediablemente, a esta ciudad en la que me limito a permanecer.

He debido quedarme más allá de la temporada, de lo previsto en mi plan inicial de sol, playa, baile, fichas perdidas en el casino, alguna mujer relativamente fácil, y fácilmente olvidable. No ha sido una actitud premeditada sino, y al principio, la consecuencia de una inesperada racha favorable en el casino y, agrego y acepto, por Luisa, que me invitó a su casa para festejar el fin de año y que hasta me hizo brindar en su zapato a la hora de los fuegos artificiales.

Aunque la verdad es que no me he quedado por el casino ni por la mujer. Llamé a mi ciudad a comienzos de febrero y Jorge —que es de fiar— me habló de los cheques. No volvás por un tiempo —aconsejó—, ya te avisaré cuando despeje. Prometió girarme plata, lo que por suerte hizo y entonces pude dejar el hotelito e instalarme en la casita del bosque, a siete cuadras de la playa y frente a la provisión de la mujer que me inquieta porque me recibe con un caluroso adiós cada vez que entro a comprarle.

De pronto con Luisa no ocurrió nada más pese a que la busqué. Me pasó con ella lo mismo que con el casino y con mi demorada vuelta a casa: perdí la mano, resultó el final de la racha favorable. En realidad, el final del brillante espectáculo.

Cuando se fue el tropel de turistas y no quedaron ni las migas de los pobres (acá no tan pobres) jubilados, me mudé al bosque y en tanto Jorge, con una constancia que me llegó a sorprender, que —admito— yo no hubiera tenido con él, giró dinero al banco Pan de Azúcar, deuda que se acumula y que trataré de cancelar cuando la situación se arregle.

Si es que se arregla.

Por el momento estoy decidido a quedarme aquí y dejar que el tiempo pase sin ningún tipo de compromiso ni arriesgarme en nada. La casa es estrecha, de tanto en tanto la limpio sacando por arriba la acumulación de arena, tierra y hojitas y los papeles y los plásticos que voy tirando casi sin darme cuenta. Por lo demás, mate, cigarrillos, bife o asado, o queso y fiambre, diarios comprados en la Rambla que leo sin demasiado interés, todo muy previsible. Y ninguna mujer. Por el momento no me interesa, aunque es cierto que a veces la soledad se hace sentir como una tijera que corta el aire alrededor de uno.

Voy poco por la Rambla y, como debo economizar, me he prohibido la vuelta al casino, aunque muchas veces debo pelearle a la tentación.

La soledad parece aumentar en la noche, demora el sueño cuando escucho ruidos diversos que hacen sentir más delgadas a las paredes y eso permite que las voces ajenas lleguen hasta mí, como si me buscaran, como si me provocaran, aunque en sustancia nada me terminan diciendo.

He tenido un sueño pesado. En él aparecieron parientes muertos y yo me sentía muy intranquilo, en falta. En el sueño tenía mi actual edad. En cambio, y ante los ojos ajenos, era un chico que creaba problemas. Desperté cuando discutía con el tío, bajito e irritable, que a gritos me llamaba por un nombre distinto al mío.

Esta noche ha golpeado la puerta de calle un tipo confundido. ¡Gutiérrez!, me dijo enojado cuando abrí, como si estuviera representando una obrita barata.