No
éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me
contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo
del secreto, preocupaba ya á la gente.
El sencillo sabio ante quien nos
hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante
de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la
pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y
molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de
tranvía.
Nunca quiso patentar sus
descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco
menos que nada á comerciantes de segundo orden. Presintiéndose
quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía
el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le
hablaba de ellos, concomíase con displicencia ó sonreía con
amargura.
—Eso es para comer, decía
sencillamente.
Me había hecho su amigo por la
casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias
ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público,
aquéllos á quienes interesa suelen disimular su predilección, no
hablando de ella sino con sus semejantes.
Fué precisamente lo que pasó, y
mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar á aquel
desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre
el asunto favorito, fueron largas. Mi amigo se inspiraba al
tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su
entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos.
Todavía le veo pasearse por su
cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus
ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y
de químico á la vez.
“Anda por ahí á flor de tierra,
solía decirme, más de una fuerza tremenda cuyo descubrimiento se
aproxima. De esas fuerzas interetéreas que acaban de modificar los
más sólidos conceptos de la ciencia, y que justificando las
afirmaciones de la sabiduría oculta, dependen cada vez más del
intelecto humano.”
La identidad de la mente con las
fuerzas directrices del cosmos—concluía en ocasiones filosofando—es
cada vez más clara; y día llegará en que aquélla sabrá regirlas sin
las máquinas intermediarias, que en realidad deben de ser un
estorbo. Cuando uno piensa que las máquinas no son sino aditamentos
con que el ser humano se completa, llevándolas potencialmente en
sí, según lo prueba al concebirlas y ejecutarlas, los tales
aparatos resultan en substancia, simples modificaciones de la caña
con que se prolonga el brazo para alcanzar un fruto. Ya la memoria
suprime los dos conceptos fundamentales, los más fundamentales como
realidad y como obstáculo—el espacio y el tiempo—al evocar
instantáneamente un lugar que se vió hace diez años y que se
encuentra á mil leguas; para no hablar de ciertos casos de
bilocación telepática, que demuestran mejor la teoría. Si estuviera
en ésta la verdad, el esfuerzo humano debería tender á la abolición
de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales, á
suprimir en lo posible la materia—otro axioma de filosofía oculta;
mas para esto hay que poner el organismo en condiciones especiales,
activar la mente, acostumbrarla á la comunicación directa con
dichas fuerzas. Caso de magia. Caso que solamente los miopes no
perciben en toda su luminosa sencillez. Habíamos hablado de la
memoria. El cálculo demuestra también una relación directa; pues si
calculando se llega á determinar la posición de un astro
desconocido, en un punto del espacio, es porque hay identidad entre
las leyes que rigen al pensamiento humano y al universo. Hay más
todavía: es la determinación de un hecho material por medio de una
ley intelectual. El astro tiene que estar ahí, porque así lo
determina mi razón matemática, y esta sanción imperativa equivale
casi á una creación.
Entiendo, Dios me perdone, que mi
amigo no se limitaba á teorizar el ocultismo, y que su régimen
alimenticio, tanto como su severa continencia, implicaban un
entrenamiento; pero nunca se franqueó sobre este punto y yo fuí
discreto á mi vez.
Habíase relacionado con nosotros,
poco antes de los sucesos que voy á narrar, un joven médico á quien
sólo faltan sus exámenes generales, que quizá nunca llegue á dar
pues se ha dedicado á la filosofía; y éste era el otro confidente
que debía escuchar la revelación.
Fué á la vuelta de unas largas
vacaciones que nos habían separado del descubridor. Encontrámosle
algo más nervioso, pero radiante con una singular inspiración, y su
primera frase fué para invitarnos á una especie de tertulia
filosófica—tales sus palabras—donde debía exponernos el
descubrimiento.
En el laboratorio habitual, que
presentaba al mismo tiempo un vago aspecto de cerrajería, y en cuya
atmósfera flotaba un dejo de cloro, empezó la conferencia.
Con su voz clara de siempre, su
aspecto negligente, sus manos extendidas sobre la mesa como durante
los discursos psíquicos, nuestro amigo enunció esta cosa
sorprendente:
—He descubierto la potencia
mecánica del sonido.
“Saben ustedes,—agregó, sin
preocuparse mayormente del efecto causado por su revelación—saben
ustedes bastante de estas cosas para comprender que no se trata de
nada sobrenatural. Es un gran hallazgo, ciertamente, pero no
superior á la onda hertziana ó al rayo Roentgen. Á propósito—yo he
puesto también un nombre á mi fuerza. Y como ella es la última en
la síntesis vibratoria cuyos otros componentes son el calor, la luz
y la electricidad—la he llamado la fuerza Omega”.
—¿Pero el sonido no es cosa
distinta?, preguntó el médico.
—No, desde que la electricidad y
la luz están consideradas ahora como materia. Falta todavía el
calor; pero la analogía nos lleva rápidamente á conjeturar la
identidad de su naturaleza, y veo cercano el día en que se
demuestre este postulado para mí evidente: que si los cuerpos se
dilatan al calentarse, ó en otros términos, si sus espacios
intermoleculares aumentan, es porque entre ellos se ha introducido
algo y que este algo es el calor. De lo contrario, habría que
recurrir al vacío aborrecido por la naturaleza y por la
razón.
“El sonido es materia para mí,
pero esto resultará mejor de la propia exposición de mi
descubrimiento.”
“La idea, vaga aunque intensa
hasta el deslumbramiento, me vino—cosa singular—la primera vez que
vi afinar una campana. Claro es que no se puede determinar de
antemano la nota precisa de una campana, pues la fundición
cambiaría el tono. Una vez fundida, es menester recortarla al torno
para lo cual hay dos reglas: si se quiere bajar el tono, hay que
disminuir la línea media llamada ”falseadura“; si subirlo, es
menester recortar la ”pata“ ó sea el reborde, y la afinación se
practica al oído como la de un piano. Puede bajarse hasta un tono,
pero no subirse sino medio; pues cortando mucho la pata, el
instrumento pierde su sonoridad.”
“Al pensar que si la pierde no es
porque deje de vibrar, me vino esta idea, base de todo el invento:
la vibración sonora se vuelve fuerza mecánica y por esto deja de
ser sonido; pero la cosa se precisó durante las vacaciones,
mientras ustedes veraneaban, lo cual aumentó, con la soledad, mi
concentración.”
“Ocupábame de modificar discos de
fonógrafo, y aquello me traía involuntariamente al tema. Había
pensado construir una especie de diapasón para destacar, y percibir
directamente por lo tanto, las armónicas de la voz humana, lo que
no es posible sino por medio de un piano, y siempre con gran
imperfección; cuando de repente, con claridad tal que en dos noches
de trabajo concebí toda la teoría, el hecho se produjo.”
“Cuando se hace vibrar un
diapasón que está al mismo tono con otro, éste vibra también por
influencia al cabo de poco tiempo, lo que prueba que la onda
sonora, ó en otros términos el aire agitado, tiene fuerza
suficiente para poner en movimiento el metal. Dada la relación que
existe entre el peso, densidad y tenacidad de éste con los del
aire, esa fuerza tiene que ser enorme; y sin embargo, no es capaz
de mover una hebra de paja que un soplo humano aventaría, siendo á
su vez impotente para hacer vibrar en forma perceptible el metal.
La onda sonora es, pues, más y menos poderosa que el soplo de
nuestro ejemplo. Esto depende de las circunstancias, y en el caso
de los diapasones, la circunstancia debe de ser una relación
molecular, puesto que si ellos no están al unísono, el fenómeno
marra. Había, pues, que aplicar la fuerza sonora, á fenómenos
intermoleculares.”
“No creo que la concepción de la
fuerza sonora necesite mucho ingenio. Cualquiera ha sentido las
pulsaciones del aire en los sonidos muy bajos, los que produce el
nasardo de un órgano, por ejemplo. Parece que las dieciséis
vibraciones por segundo que engendra un tubo de treinta y dos pies,
marcan el límite inferior del sonido perceptible que no es ya sino
un zumbido. Con menos vibraciones, el movimiento se vuelve un soplo
de aire; el soplo que movería la brizna, pero que no afectaría el
diapasón. Esas vibraciones bajas, verdadero viento melodioso, son
las que hacen trepidar las vidrieras de las catedrales; pero no
forman ya notas, propiamente hablando, y sólo sirven para reforzar
las octavas inmediatamente superiores.”
“Cuanto más alto es el sonido,
más se aleja de su semejanza con el viento y más disminuye la
longitud de su onda; pero si ha de considerársela como fuerza
intermolecular, ella es enorme todavía en los sonidos más altos de
los instrumentos; pues el del piano con el do séptimo, que
corresponde á un máximum de 4200 vibraciones por segundo, tiene una
onda de tres pulgadas. La flauta, que llega á 4700 vibraciones, da
una onda gigantesca todavía.”
“La longitud de la onda depende,
pues, de la altura del sonido, que deja ya de ser musical poco más
allá de las 4700 vibraciones mencionadas. Despretz ha podido
percibir un do, que vendría á ser el décimo, con 32.770 vibraciones
producidas por el frote de un arco sobre un pequeñísimo diapasón.
Yo percibo sonido aún, pero sin determinación musical posible, en
las 45.000 vibraciones del diapasón que he inventado.”
—¡45.000 vibraciones, dije; eso
es prodigioso!
—Pronto vas á verlo, prosiguió el
inventor. Ten paciencia un instante todavía.
Y después de ofrecernos té, que
rehusamos:
“La vibración sonora, se vuelve
casi recta con estas altísimas frecuencias, y tiende igualmente á
perder su forma curvilínea, tornándose más bien un zig-zag á medida
que el sonido se exaspera. Esto se ha experimentado prácticamente
cerdeando un violín. Hasta aquí no salimos de lo conocido, bien que
no sea vulgar.”
“Pero ya he dicho que me proponía
estudiar el sonido como fuerza. He aquí mi teoría, que la
experiencia ha confirmado.”
“Cuanto más bajo es el sonido,
más superficiales son sus efectos sobre los cuerpos. Después de lo
que sabemos, esto es bien sencillo. La fuerza penetrante del
sonido, depende, pues, de su altura; y como á ésta corresponde,
según dije, una menor ondulación, resulta que mi onda sonora de
45.000 vibraciones por segundo, es casi una flecha ligerísimamente
ondulada. Por pequeña que sea esta ondulación, siempre es excesiva
molecularmente hablando; y como mis diapasones no pueden reducirse
más, era menester ingeniarse de otro modo.”
“Había, además, otro
inconveniente. Las curvas de la onda sonora están relacionadas con
su propagación, de tal modo que su ampliación progresa con gran
velocidad hasta anularla como sonido, imposibilitando á la vez su
desarrollo como fuerza; pero tanto este inconveniente, como el que
resulta de la ondulación en sí, desaparecerían multiplicando la
velocidad de traslación. De ésta depende que la onda no pierda la
rectitud, que como toda curva tiene al comenzar, y al logro de
semejante propósito concurrió una ley científica.”
“Fourier, el célebre matemático
francés, ha enunciado un principio aplicable á las ondas
simples—las de mi problema—que puede traducirse vulgarmente
así:
“Cualquiera forma de onda, puede
estar compuesta por cierto número de ondas simples de longitudes
diferentes.”
“Siendo ello así, si yo pudiera
lanzar sucesivamente un número cualquiera de ondas en progresión
proporcional, la velocidad de la primera sería la suma de las
velocidades de todas juntas; la proporción entre las ondulaciones
de aquélla y su traslación, quedaba rota con ventaja, y libertada
por lo tanto la potencia mecánica del sonido.”
“Mi aparato va á demostrarles que
todo esto se puede; pero aún no les he dicho lo que me proponía
hacer.”
“Yo considero que el sonido es
materia, desprendida en partículas infinitesimales del cuerpo
sonoro, y dinamizada en tal forma, que da la sensación de sonido,
como las partículas odoríferas dan la sensación del olor. Esa
materia se desprende en la forma ondulatoria comprobada por la
ciencia y que yo me proponía modificar, engendrando la onda aérea
conocida por nosotros, del propio modo que la ondulación de una
anguila bajo el agua, es repetida por ésta en su superficie.”
“Cuando la doble onda choca con
un cuerpo, la parte aérea se refleja contra su superficie; la
etérea penetra produciendo la vibración del cuerpo y sin ninguna
otra consecuencia, pues el éter de cuerpo supuesto, se dinamiza
armónicamente con el de la onda, difundido en él; y ésta es la
explicación, que se da por primera vez, de las vibraciones al
unísono.” “Una vez rota la relación entre las ondulaciones y su
propagación, el éter sonoro no se difunde en la masa del cuerpo,
sino que la perfora, ya completamente, ya hasta cierta profundidad.
Y aquí viene la explicación misma de los fenómenos que
produzco.”
“Todo cuerpo tiene un centro
formado por la gravitación de moléculas que constituye su cohesión,
y que representa el peso total de dichas moléculas. No necesito
advertir que ese centro puede encontrarse en cualquier punto del
cuerpo. Las moléculas representan aquí, lo que las masas
planetarias en el espacio.”
“Claro es que el más mínimo
desplazamiento del centro en cuestión, ocasionará instantáneamente
la desintegración del cuerpo; pero no es menos cierto que para
efectuarlo, venciendo la cohesión molecular, se necesitaría una
fuerza enorme, algo de que la mecánica actual no tiene idea, y que
yo he descubierto, sin embargo.”
“Tyndall ha dicho en un ejemplo
gráfico, que la fuerza del puñado de nieve contenido en la mano de
un niño, bastaría para hacer volar en pedazos una montaña. Calculen
ustedes lo que se necesitará para vencer esa fuerza. Y yo
desintegro bloques de granito de un metro cúbico...”
Decía aquello sencillamente, como
la cosa más natural, sin ocuparse de nuestra aquiescencia.
Nosotros, aunque vagamente, íbamonos turbando con la inminencia de
un gran revelación; pero acostumbrados al tono autoritario de
nuestro amigo, nada replicábamos. Nuestros ojos, eso sí, buscaban
al descuido por el taller, los misteriosos aparatos. Á no ser un
volante de eje solidísimo, nada había que no nos fuese
familiar.
“Llegamos, prosiguió el
descubridor, al final de la exposición. Había dicho que necesitaba
ondas sonoras susceptibles de ser lanzadas en progresión
proporcional, y á vuelta de muchos tanteos, que no es menester
describrir, di con ellas.”
“Eran el do, fa, sol, do, que
según la tradición antigua constituían la lira de Orfeo, y que
contienen los intervalos más importantes de la declamación, es
decir, el secreto musical de la voz humana. La relación de estas
ondas es matemáticamente 1, 4/3, 3/2, 2; y arrancadas de la
naturaleza, sin un agregado ó deformación que las altere, son
también una fuerza original. Ya ven ustedes que la lógica de los
hechos, iba paralela con la de la teoría.”
“Procedí entonces á construir mi
aparato; mas para llegar al que usted en ven aquí, dijo sacando de
su bolsillo un disco harto semejante á un reloj de níquel, ensayé
diversas máquinas.”