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Mark Lawrence

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Beschreibung

¿Tienen alguna relación la Guerra Civil Española con las guerras carlistas del siglo XIX? Mark Lawrence nos propone una nueva visión de la Guerra Civil de 1936 a partir del antecedente de la Primera Guerra Carlista, que tuvo lugar entre 1833 y 1840, con la que tiene muchos paralelismos, nacionales e internacionales, a pesar de los cien años que las separan. Lawrence nos ofrece una historia comparada de estas guerras, así como del impacto que tuvieron estos conflictos tanto en el marco nacional como internacional. Nos muestra que nuestras guerras civiles fueron guerras mundiales en miniatura, en las que combatieron voluntarios extranjeros bajo la mirada y conciencia política del mundo exterior, llegando a la conclusión de que el conflicto bélico de 1936 supuso la derrota de las libertades conquistadas en la Primera Guerra Carlista. Al mismo tiempo que analiza cómo y por qué España perdió cien años después aquellas libertades conseguidas en la década de 1830. "Las guerras civiles españolas" se divide en dos partes, una nacional y otra internacional, cada una con capítulos temáticos en los que se comparan dichas guerras en detalle. Se estudian desde el ámbito político, social y militar, pero también desde el ángulo del género, la cultura, el nacionalismo y el separatismo, la economía, la religión y, sobre todo, el contexto internacional. El libro es fruto de una profunda investigación en distintos archivos internacionales, así como del estudio de los últimos trabajos sobre la materia. Un libro fundamental, de referencia, tanto para estudiantes y estudiosos del tema como para el gran público, que ofrece una nueva perspectiva, tan original como interesante, sobre la Guerra Civil Española.

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Seitenzahl: 642

Veröffentlichungsjahr: 2019

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MARK LAWRENCE

LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

Una historia comparada de la Primera Guerra Carlista y el conflicto de 1936-1939

Traducido del inglés por Miguel Ángel Pérez Pérez

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

¿Por qué un estudio comparativo?

¿Dos Españas?

Contexto de las guerras civiles españolas

Crisis políticas de preguerra

Los preparativos para la guerra

PRIMERA PARTELA VERTIENTE NACIONAL DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

1. LOS FRENTES DE BATALLA DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

Perspectiva general

Estrategias de guerra

Las guerras se deciden en el norte

La inventiva de los sublevados

Asegurar la frontera con Francia

La intervención internacional intensifica las guerras civiles

El lado oscuro del honor

Honrar y deshonrar a los muertos

Atrocidades

Territorio urbano y rural

Frentes tranquilos

La retaguardia

Las guerras deterioran las relaciones humanas

El apogeo de la militarización

El enemigo en casa

2. LOS FRENTES INTERNOS DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

Legados constitucionales

Similitudes revolucionarias entre 1835-36 y 1936

Política regional

Política contrarrevolucionaria

Las jornadas de mayo de Barcelona

Las mujeres

La religión en las guerras civiles españolas

Alojamientos amigos y enemigos

Hospitales

Comida y moral

3. LEGADO Y MEMORIA DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

Una paz dinámica

SEGUNDA PARTELA VERTIENTE INTERNACIONAL DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

4. ORÍGENES IMPERIALISTAS DE LAS GUERRAS CIVILES ESPAÑOLAS

5. GUERRAS MUNDIALES EN MINIATURA

Similitudes en la intervención internacional

Los voluntarios de cien años después

6. AY DE LOS VENCIDOS

CONCLUSIONES

GLOSARIO

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

CRÉDITOS

AGRADECIMIENTOS

Este libro es el resultado de años de investigación y de docencia de Historia contemporánea de España. El proyecto coincidió con mi traslado de la Universidad de Newcastle a la de Kent, y tengo colegas tanto en una como en otra a los que dar las gracias por ayudarme de diversas formas. Mi particular agradecimiento a los compañeros hispanistas cuya asistencia, ánimos y correcciones fueron de un valor inestimable: Adrian Shubert, Paul Preston, Charles Esdaile, Diego Palacios Cerezales, Seb Browne y el difunto Christopher Schmidt-Nowara. Cualquier error o inconsistencia que aún puedan quedar en este texto hay que atribuírmelos a mí por completo.

Parte de mi investigación en España y México estuvo financiada por una Beca Santander de movilidad internacional y una Beca de investigación de la Universidad de Newcastle. Mi agradecimiento a las instituciones que me dieron permiso para citar materiales de sus fondos: los Archivos Nacionales (Reino Unido), el Archivo Histórico Nacional (Madrid), Archivo General del Palacio (Madrid), la Real Academia de la Historia (Madrid), el archivo del Centro de Estudios sobre la Universidad de la Universidad Nacional Autónoma de México (Ciudad de México), así como el Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona, el archivo de la Biblioteca Universitaria de Zaragoza, el Archivo Municipal de San Sebastián y el Archivo Municipal de Málaga1. Mi especial agradecimiento al Museo Zumalakarregi, en Ormáiztegui, por permitirme reproducir imágenes de su archivo en este libro.

Por encima de todo doy las gracias a mi mujer, Susana, y a mi hija, Nicole, por hacer que mis esfuerzos hayan valido la pena. En nuestra odisea familiar de los tres últimos años hemos viajado varias veces entre México y Europa, y finalmente de un extremo a otro de Inglaterra. Ha sido una experiencia apasionante y complicada para todos nosotros, y tenemos una extensa familia en México y el Reino Unido a la que dar las gracias por su cariño y apoyo. Ni este libro ni nuestra nueva vida en Kent habrían sido posibles sin el amor y la dedicación de mi esposa. Este libro está dedicado a Susana y Nicole.

Canterbury, mayo de 2016

1 Descargo de responsabilidad: hice todo lo posible para ponerme en contacto con el titular de los derechos (Archivo Municipal de Málaga).

INTRODUCCIÓN

¿Por qué un estudio comparativo?

La popularidad de la Guerra Civil Española (1936-1939) invita a hacer un nuevo estudio comparativo. Una guerra a la que la leyenda ha presentado como una lucha épica y trágica entre el bien y el mal fue en realidad una guerra civil compleja y de múltiples facetas cuyas fricciones se remontaban a por lo menos un siglo de la historia de España. Como afirmó Romero Salvadó, en la Guerra Civil Española se enfrentaron «republicanos contra monárquicos, centralistas contra “devolucionistas” o regionalistas, católicos contra anticlericales, modernizadores contra terratenientes, campesinos contra obreros y ciudades contra pueblos»1. En palabras de Helen Graham, «la Guerra Civil Española no fue una única guerra civil, sino varias que se lucharon simultáneamente»2. Este libro quiere mostrar que también fue una guerra civil que puede entenderse como parte de un larguísimo episodio histórico que se había iniciado cien años antes. Sus protagonistas españoles tenían posiciones contrapuestas sobre los orígenes decimonónicos de su trágica lucha. Para el bando nacional del general Franco, toda la historia de España a partir de la primera Constitución liberal de 1812 había sido un desastre absoluto de imperios perdidos, ataques «foráneos» a la iglesia y la tradición y guerras civiles provocadas por los liberales en nombre de un racionalismo impío. Para el bando republicano, el siglo XIX estaba lleno de trágicas oportunidades perdidas de acabar con el feudalismo y modernizar España de acuerdo con el modelo europeo, por más que en 1839, y de nuevo en 1876, los liberales derrotaron a la tendencia que más defendía el antiguo régimen, el carlismo. El drama de una España dividida pesaba mucho en ambos bandos cuando en 1936 se inició un nuevo capítulo de guerra civil.

Este libro compara las dos guerras civiles más cruentas de la historia moderna de España, la Primera Guerra Carlista (1833-40) y la Guerra Civil Española (1936-39). Mientras que la Primera Guerra Carlista apenas se estudia fuera de España, la Guerra Civil Española es uno de los conflictos más analizados de la historia. No obstante, ambos muestran sorprendentes similitudes por lo que respecta a militancias, políticas, regiones, ideologías y contexto internacional. Los centros de insurrección derechista de 1936 fueron los mismos que los de 1833. La disputa ideológica fue similar, aunque los resultados fueran distintos. Los frentes de batalla y las retaguardias o frentes civiles de los dos conflictos muestran tensiones muy parecidas en lo relativo a movilización, centralización y quejas. Ambos conflictos tuvieron su origen en el desmoronamiento del imperialismo español a cada extremo del «corto» siglo XIX de España, y fueron los veteranos del imperio quienes dictaron la naturaleza y resultado de las dos guerras civiles. En 1840, el veterano de las contiendas americanas (o «ayacucho»), así como héroe de la Guerra Carlista, el izquierdista Espartero, se convirtió en regente de España, y cien años después el derechista («africanista») Franco, el «cruzado», hizo lo mismo. Por encima de todo, el entorno diplomático internacional con respecto a España presenta similitudes. La intervención extranjera fue decisiva en ambos conflictos, si bien es cierto que los resultados fueron opuestos. Las dos guerras también se lucharon en las opiniones y conciencias de otras sociedades, y la de la década de 1830 marcó el inicio de una «primera gran causa» de voluntariado internacional que fue el anticipo de las famosas Brigadas Internacionales de cien años después.

Podríamos incurrir en la ingenuidad de preguntarnos por qué no hay ninguna monografía que someta a estas dos guerras civiles a un estudio comparativo. Los estantes de todo el mundo crujen bajo el peso de libros dedicados a la Guerra Civil Española, pero fuera de España están desprovistos de títulos sobre la Primera Guerra Carlista, y en ninguna parte encontraremos un estudio que relacione ambas contiendas. No obstante, las razones para tal omisión no son en absoluto desconcertantes. Como explica uno de los principales expertos en el carlismo, Jordi Canal: «La centralidad de “nuestra” guerra de 1936-39 nos lleva a olvidar que las guerras civiles fueron el eje de la España del siglo XIX, y a subestimar su importancia e impacto»3. La Primera Guerra Carlista parece irremediablemente algo restringido al norte y bastante anticuado, al haber sido el último gran conflicto bélico anterior a la llegada de la fotografía y de la «revolución de todo lo militar» que provocaron el rifle, el ferrocarril y el telégrafo. La Guerra Civil Española, en cambio, parece precozmente moderna. Un corresponsal enviado a España la llamó «la guerra más fotogénica que se ha visto jamás»4.

¿Dos Españas?

Cualquier estudio de la longue durée de la guerra civil de España obliga a tratar con seriedad el estereotipo un tanto desacreditado de «las dos Españas» (la dicotomía de una España laica y progresista coartada por las fuerzas del tradicionalismo y el clericalismo). Aunque la idea de las dos Españas perdura en general, desde la década de 1990 ha sido criticada por tres importantes corrientes historiográficas. En primer lugar, tenemos una especie de escuela de historiadores «normalizadores» que argumenta que la España del siglo XIX avanzó mucho más en consonancia con otras naciones europeas en términos de modernidad política y económica de lo que se piensa. Esta tendencia fue en parte resultado de la prosperidad económica que vivió el país en la década de los noventa del siglo XX5. En segundo lugar, están los historiadores de la Guerra Civil Española que formulan su análisis dentro del distinto paradigma comparativo (y transnacional) de la «Guerra Civil Europea» de 1919-19396. Según dicho paradigma, los insolubles problemas diplomáticos y económicos de la paz de 1919 significaron que, en realidad, la Europa de entreguerras siguió en guerra, y España actuó de vector que unió la revolución de 1917 con la Segunda Guerra Mundial. En palabras de quien fuera ministro de Asuntos Exteriores soviético en los años treinta, la paz en Europa tenía que ser «indivisible» o no era paz7. En tercer lugar están los historiadores de la Guerra Civil Española que enfatizan que la resolución del conflicto no fue decidida en realidad por factores autóctonos, sino por la implicación internacional dentro del contexto de una inminente guerra mundial, y que la de España como tal fue la piedra angular de la Guerra de los Treinta Años de 1914-458. Ciertamente la intervención extranjera dictó el resultado de la Primera Guerra Carlista, y, sin embargo, no se ha intentado hacer ningún estudio comparativo de los «cien años».

En otros sentidos, las tres tendencias europeizantes han sido bienvenidas en tanto en cuanto han rescatado la historia de España de los márgenes del «núcleo» de Europa, y buena parte de ese rescate lo ha realizado el método comparativo9. Los historiadores marxistas establecieron un camino europeo hacia la modernidad para el que Gran Bretaña y Francia eran la norma10. España, Alemania, Rusia e incluso Italia no estaban a la altura de las circunstancias porque no habían llegado a experimentar «revoluciones burguesas» propiamente dichas, que eran los motores fundamentales de la modernidad. Encontraron «peculiaridades» en la historia alemana, «atraso» en la rusa y «fracaso» en la española11. Estos países eran demasiado alemanes, rusos o españoles para ser británicos o franceses. Sin embargo, a partir de la década de los setenta ese modelo marxista de búsqueda de fallos pasó a ser criticado, proceso que se aceleró con el final de la Guerra Fría. Se demostró que el «antiguo orden» persistió por toda Europa, entre otras cosas porque la burguesía se fundió con la antigua nobleza en lugar de reemplazarla, con lo que se perpetuó la hegemonía cultural y económica de las élites tradicionales12. Alexis de Tocqueville comparó en una ocasión el antiguo régimen con esos ríos que «después de hacerse subterráneos, vuelven a emerger en otro punto»13. Se descubrieron peculiaridades incluso en la Europa Occidental avanzada que arrojaban nueva luz sobre la modernización histórica supuestamente incompleta de España. La idea de una «norma» europea perdió peso. Como dijo Adrian Shubert, «cuando todo el mundo es “peculiar”, la peculiaridad se vuelve terreno común»14.

Lo cual no deja de ser irónico, ya que el propio régimen de Franco aceptó su «diferencia». «España es diferente» fue el eslogan acuñado por el ministerio de Turismo en los años sesenta, y tras su exótico atractivo para los turistas del norte de Europa se escondía la intención de Franco de mantener a los españoles en un estado de perpetua adolescencia política, con afirmaciones dogmáticas de que cualquier liberalización en la línea de Europa Occidental reabriría la guerra civil. Ante tan repugnante dictadura, los historiadores sintieron la necesidad tanto ética como intelectual de rechazar el tópico de las dos Españas, que con pesimismo explicaba el régimen franquista como el resultado de la victoria natural (para algunos incluso necesaria) de una España sobre la otra. Así pues, los aspectos comparados de la historia española moderna cobraron brío. Con Franco todavía en el poder, Jordi Nadal y Josep Fontana compararon la carga social y económica que representaban los grandes terratenientes de España, los latifundistas, con la resistencia del agrarismo prusiano15. Los latifundistas andaluces fueron asemejados con la clase Junker de Prusia, o nobleza terrateniente de aquel país, como fuerzas políticas y militares hegemónicas desprovistas de dinamismo económico16. En 2012, Helen Graham estableció similitudes entre dos «repúblicas sin republicanos», a saber, entre la Segunda República española y la República de Weimar alemana, y también entre las guerras de los Balcanes de la década de los noventa y la Guerra Civil Española17. El propio carlismo ha sido comparado con el catolicismo irredentista que impulsa al nacionalismo polaco18. La historia social y política de la Guerra Civil Española ha dado especialmente lugar a comparaciones por parte de estudiosos norteamericanos, a los que la lejanía de España aportaba razones tanto prácticas como intelectuales para someter al país a un estudio comparativo. Michael Seidman contrastó el triunfo de la contrarrevolución de Franco con el fracaso de los Blancos contrarrevolucionarios en las guerras civiles rusa, china e inglesa19. Stanley Payne y Philip Minehan han comparado de forma sistemática la guerra española con otras guerras civiles europeas de la primera mitad del siglo XX20.

Situar los orígenes y desarrollo de la Guerra Civil Española en el contexto de otras guerras civiles es competencia del método comparativo. Al fin y al cabo, esta variedad de los estudios históricos compara la continuidad en un contexto con el cambio en otro, con lo que ayuda a identificar los problemas y peculiaridades del tema estudiado. En gran medida, la historia comparada ya existía antes de que se acuñara el término, sobre todo por la importancia que dieron al método comparativo los fundadores decimonónicos de la sociología, Emile Durkheim, Karl Marx y Max Weber. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber comparaba regiones y continentes e incluía análisis sociológicos. La rama dorada, de James Frazer, escrito por las mismas fechas que el libro de Weber, sería piedra angular de la antropología comparada y la historia religiosa. No obstante, el auténtico padre por derecho propio de la historia comparada fue Marc Bloch, historiador medievalista y cofundador en los años veinte de la Escuela de los Annales, y que sería asesinado por la Gestapo en 1944. Bloch desarrolló lo que denominó el análisis cronológico contrastivo. Dicho análisis quería combinar los puntos fuertes de la narrativa y de la historia comparada integrando las mejores partes de la primera (i.e. el análisis simultáneo de los factores que conforman la realidad en cualquier ejemplo dado) con las mejores de la segunda (i.e. la organización temática que muestra los patrones contrastivos de continuidad y cambio). Con frecuencia se explican cuestiones sociales complejas comparando estudios localizados con tendencias globales.

En otras palabras, los enfoques comparativos están implícitos en una variedad de estudios. Son particularmente útiles en las nuevas historiografías militares21. Tal vez su mayor potencial radique en el análisis de las guerras civiles. Tales estudios han aumentado desde el final de la Guerra Fría. Los conflictos internos, más que los interestatales, han dominado el mundo posterior a la Guerra Fría y han dado lugar a trabajos sociales, éticos y de estrategias22. La historia comparada no interesa solamente a historiadores e hispanistas, sino también a politólogos y sociólogos. También es relevante en la actualidad en tanto en cuanto el estudio de las guerras subsidiarias vuelve a estar a la orden del día. El auge de los ensayos sobre guerras civiles, como explica Stathis N. Kalyvas, proviene de tres fuentes: los economistas especializados en economía del desarrollo, los expertos en relaciones internacionales y los comparatistas. Estos últimos son principalmente politólogos interesados en la capacidad del estado, o en la interrelación entre las desigualdades económicas y la incapacidad de los regímenes represivos para controlar las reacciones violentas23.

Ciertamente la historiografía comparada ha sido criticada por su determinismo cronológico, por sacrificar el análisis a la necesidad de «narrar los hechos» y, en el peor de los casos, por introducir de tapadillo en el análisis narrativo conceptos preconcebidos y faltos de sentido crítico cuya cuestionable validez inevitablemente no es puesta en tela de juicio24. Una acusación habitual contra la historia comparada es que intenta comparar hechos únicos e irrepetibles. Otras dos acusaciones se refieren a estudios que terminan analizando distintos temas en paralelo y no de forma comparativa, o terminan encontrando similitudes forzadas que en realidad no existen25. Los historiadores del siglo XIX veían por lo general las comparaciones históricas con escepticismo. En su lugar, el historicismo en su sentido más hegeliano veneraba los rasgos y hechos individuales que forjaban naciones, y celebraban su valor intrínseco como garantes de una identidad propia. Este esquema nacionalista presuponía que las naciones eran anteriores a cualquier otra consideración política y, lo que era muy habitual, que en algún momento había existido una era dorada que merecía ser revivida. El adalid del conservadurismo español de finales del XIX, Cánovas del Castillo, dijo que las naciones eran algo «natural» y «obra divina». Hasta bien entrado el siglo XX, los historiadores conservadores rechazaron las perspectivas comparativas por considerarlas unas inoportunas intrusas en otras disciplinas, e incluso una afrenta a la identidad nacional26. Sin embargo, la identidad nacional española tal vez fuese la más conflictiva de todos los países principales de la Europa moderna. El reto al absolutismo que supuso la Constitución de 1812, junto con el manifiesto tradicionalista de 1814, polarizaron el debate sobre la naturaleza legítima del Estado e hicieron que se recurriera a las fuerzas armadas con mayor frecuencia que en cualquier otra parte de Europa Occidental. Los sublevados de 1833 y 1936 defendían la legitimidad de su causa con la misma vehemencia que las fuerzas gubernamentales a las que se enfrentaban. Habida cuenta del carácter irreconciliable de las dos Españas que demuestran ambas guerras civiles, podemos razonablemente afirmar que una comparación de ambos conflictos no está de más.

Un estudio comparado de dos guerras civiles del mismo país, separadas por cien años, es menos controvertido por su falta de referencias a la Segunda Guerra Mundial, y menos probable que sucumba a la principal desventaja del método comparativo. A menudo se critica a las historias comparadas por no definir claramente épocas, regiones y culturas distintas, y por desequilibrar las comparaciones transnacionales con su escasez de investigación primaria de uno de los temas tratados27. Sin embargo, como los que voy a tratar cubren la misma geografía, el mismo país y la misma cultura en evolución, las continuidades y rupturas se pueden apreciar con una claridad inherente. Se corre mucho menos riesgo de caer en la parcialidad e ideas preconcebidas que podrían afectarles si se estudiaran por separado. El triunfo del Gobierno español en 1839 y su derrota en 1939, o, del mismo modo, el fracaso de los rebeldes en 1839 comparado con su éxito en 1939, parece un estudio comparativo que puede ser fructífero, dado el trasfondo similar.

Al mantener las comparaciones dentro del contexto español, este estudio evita la tendencia de la escuela «normalizadora» de querer encajar la historia de España en un marco europeo, lo que en última instancia no es adecuado. El filósofo y escritor Miguel de Unamuno consideraba que los españoles cultivados eran similares a los europeos cultos de todo el continente, pero «hay una enorme diferencia de cualquier cuerpo social español a otro extranjero»28. La generación de Unamuno estaba marcada por el «desastre» de 1898, cuando España perdió las últimas colonias que le quedaban, Cuba, Filipinas y Puerto Rico, en la guerra contra Estados Unidos. La generación del 98 dominó la cultura española de principios del siglo XX con su constante preocupación por el atraso de España con respecto al resto de Europa. La percepción de los españoles de la «diferencia» de su país era para ellos motivo de vergüenza, lo que significaba que cualquier comparación de la historia española con la europea era complicada desde el punto de vista emocional, sobre todo porque los vencedores de 1939 alardearon de esa «diferencia» de España con fines partidistas29.

Al fin y al cabo, aunque un estado latente de guerra civil es un rasgo habitual de la historia europea moderna, el hecho de que hubiera una guerra civil formal se deja sentir en la España moderna más que en cualquier otro país europeo occidental. Por mucho que España se ciña a la norma europea, si es que tal norma verdaderamente existe, desde el siglo XIX los historiadores españoles se han polarizado más con respecto a la historia de su país que los de las demás naciones europeas occidentales. España tenía menos símbolos de unidad nacional, y aún hoy en día su himno sigue sin letra.

Los contemporáneos españoles de las guerras civiles confirieron un significado maniqueo a su tragedia. El pesimista Mariano José de Larra (1809-37) inspeccionó la matanza de la Primera Guerra Carlista: «Aquí yace media España; murió de la otra media». Los intelectuales liberales de la década de 1830 mostraron una intolerancia despiadada hacia la «facción» carlista: ahí están los versos de Espronceda de 1835 instando a una guerra encarnizada. Pascual Madoz pidió tres veces que los carlistas fueran enviados al patíbulo30. Obras de ficción como La campaña del Maestrazgo, de Galdós, no necesitaron de licencia artística para detallar atrocidades horripilantes. Cien años de historia no debilitaron la polarizada imaginación española. En la década de 1930, el posibilista católico José María Gil Robles vilipendió el anticlericalismo de la República por ser «una llamada a la guerra entre las dos Españas»31.

Durante el régimen franquista, la cultura española hizo uso de repetidas referencias alegóricas que vinculaban la «cruzada» de 1936-39 con la anterior lucha de 1833-40. El movimiento carlista histórico, empapado de ideales y batallas románticos, era una materia más segura de reflexión que su conflictivo sucesor moderno. El propio movimiento carlista lo posibilitó al mantenerse como la «familia» más selecta de los vencedores de 1939, ya que su credo, sobre todo por lo que respectaba a los del norte del país, lo llevaban «en la sangre» y era transmitido de generación en generación por medio de símbolos, rituales e historias absurdas que desconcertaban a los que no eran suyos. En 1942, Jaime del Burgo, decano del carlismo dominante en el siglo XX, publicó una novela titulada El valle perdido. En ella, un piloto que es derribado en Navarra en la Guerra Civil cae en un valle escondido, el cual está habitado por veteranos centenarios de la Primera Guerra Carlista que han envejecido aislados y siguen siendo fieles a los valores puros de la década de 183032. En la película filmada en tiempos de Franco, La reina del Chantecler (1962), una actriz que triunfa en Madrid durante la Primera Guerra Mundial es tomada por su pretendiente —el cual tendrá un final trágico— por una Margarita carlista. Cuando conoce al ultratradicionalista círculo familiar de él, formado por tías solteronas y matriarcas de Navarra, la actriz llega a creerse que desciende de una familia insurgente de los años treinta, y es ensalzada por proceder de una estirpe de la Primera Guerra Carlista, la «más pura» de todas las luchas. Una de las «novelas del sábado» oficiales de 1939 contrastaba la pureza y «buena ley» de las guerras del siglo XIX entre carlistas y liberales con la degeneración de los «rojos» de la Guerra Civil33. A veces las obras de ficción vinculaban las guerras de las décadas de 1830 y 1930 de un modo que no apoyaba ni mucho menos la victoria de 1939. La novela de Gaspar Gómez de la Serna, Cartas a mi hijo, que fue un gran éxito de ventas, ganó el premio franquista de ficción «18 de julio» de 1961, pese a que el autor ofrecía un análisis crítico de la violencia de las guerras civiles y de por qué la España moderna se había vuelto tan propensa a ellas. La novela hacía alusión directa al Convenio de Vergara de 1839, con el que concluyó la Primera Guerra Carlista, como una alegoría de la falta de intención de los vencedores de 1939 de conseguir ninguna reconciliación con los vencidos34.

Así pues, las dos Españas estaban presentes en la cultura franquista. Sin embargo, también lo estaban en la historia académica. El testigo de la polarización pasó de contemporáneos como Larra o Gil Robles a los historiadores. A los de derechas les gustaba exagerar los orígenes internacionales (sobre todo franceses) de la tradición liberal de España, tachando a la izquierda de no ser en esencia española35, mientras que otros más extremistas celebraban la «españolidad» orgánica del carlismo en ambas guerras civiles36. Los historiadores de izquierdas, por su parte, escribieron tomos historicistas en los que relacionaban las reformas del siglo XIX con precedentes de la España de la Edad moderna37. Y aunque el partidismo sea un rasgo dominante de la escritura histórica decimonónica, palidece en comparación con el de los estudios de la Guerra Civil Española. Aún hoy en día a los historiadores que revisan nuestra comprensión de los fatídicos años treinta españoles se les acusa de ser marxistas recalcitrantes o bien apologistas de Franco38. En realidad, las dos Españas nunca han llegado a desaparecer; de hecho, gozan de muy buena salud.

Al centrarse en la propia España, este estudio añade dos nuevas perspectivas comparativas a la Guerra Civil Española. En primer lugar, el papel de la intervención extranjera no se enmarca en el contexto teleológico y poco útil de la Segunda Guerra Mundial, sino en el de las intervenciones extranjeras en España de cien años antes, que fueron igual de decisivas. En segundo lugar, al restringir las comparaciones a España se evitan algunas de las complicaciones de los estudios transnacionales de guerras civiles. Para Stanley Payne, la violencia de la política revolucionaria de la Guerra Civil Española fue «mediana»: proporcionalmente mayor que la de Hungría en 1919, menor que la de Rusia durante la guerra civil de 1917-22 y más o menos la misma que la de la guerra civil de Finlandia de 191839. Sin embargo, la violencia también fue proporcionalmente la misma que en la guerra civil de la propia España de cien años antes. A diferencia del caso de Hungría y Finlandia, ni la Primera Guerra Carlista ni la Guerra Civil Española estuvieron determinadas por los enclaves de distinta lengua de potencias extranjeras o por plazas extranjeras ya existentes. Ambas guerras civiles tuvieron lugar en una nación consolidada y con las mismas fronteras nacionales.

La España contemporánea es el país con mayor número de conflictos bélicos de Europa Occidental. El estado español no consiguió convencer a todos sus habitantes de su legitimidad entre la caída de la monarquía de los Borbones en 1808 y la muerte de Franco en 1975. Los periodos de aparente estabilidad, como la «Restauración» de 1876-1923, apenas ocultaron las tensiones subyacentes. España sufrió formalmente guerras civiles en 1820-23, 1827-28, 1833-40, 1846-48, 1872-76 y 1936-39. Hasta la guerra nacional de 1808-14 y las guerras coloniales de 1810-24 y 1895-98 fueron hasta cierto grado civiles, debido a su impacto revolucionario y contrarrevolucionario. La Guerra Peninsular de 1808-14 (o Guerra de la Independencia Española), en particular, ha atraído la atención de los estudios comparativos. Para los voluntarios internacionales, 1936 era una repetición de 1808 en tanto en cuanto ejércitos extranjeros invadieron España en ambos conflictos40. Tanto los nacionales como los republicanos exageraron el respaldo internacional a sus enemigos internos, insistieron en la lección de la «resistencia popular» de la Guerra Peninsular y hasta es como si el fantasma de la heroína de esa guerra, Agustina de Aragón, hubiera combatido en ambos bandos de la Guerra Civil Española41. Algunos historiadores incluso afirman que los orígenes del catalanismo moderno se remontan a la Guerra de la Independencia42. El estudio comparado más completo de esa guerra es el del difunto Ronald Fraser, autor de una de las dos monografías más importantes en que se compara la Guerra Peninsular con la Guerra Civil Española43. Está claro que ni el desafío liberal de 1812 ni el tradicionalista de 1814 se pueden entender debidamente sin referirse a la Guerra de la Independencia. Sin embargo, esta sigue siendo una «guerra nacional», y de ahí que en España se la llame «Guerra de la Independencia», aunque el verano de 1808 se viera sacudido por conflictos sociales y existiese un elemento colaboracionista afrancesado durante la ocupación francesa. De hecho, las dos Españas de 1812 y 1814 no llegaron a enfrentarse durante la invasión napoleónica, sino más tarde: brevemente en la Guerra Realista de 1821-23, y de forma mucho más considerable en la guerra carlista de 1833-40. En muchos sentidos las dos mismas Españas se volvieron a enfrentar en 1936, y no solo en términos ideológicos, sino también en términos similares de composición de ejércitos, radicalización, relaciones entre civiles y militares, exilio y participación internacional.

Por más que un estudio comparativo parezca por todo esto estar justificado, ha de enfrentarse a un importante desequilibrio de fuentes. La Guerra Civil Española goza de una verdadera pléyade de literatura, cuyos mejores ejemplos se escribieron en el extranjero hasta la consolidación de la democracia española en los años ochenta del siglo xx44. La guerra civil de la década de 1830, por el contrario, no cuenta con mucha literatura que no sea española, más allá de memorias y libros de viajes. Aunque los estudios españoles son importantes, e innovadores por lo que respecta al bando carlista, los vínculos entre la guerra de la década de 1830 y la de 1936 solo se han establecido de forma temática, y únicamente por lo que se refiere al propio movimiento carlista45. Martin Blinkhorn presentó la Guerra Civil Española desde una perspectiva carlista («cuarta guerra carlista»), pero sin compararla sustancialmente con su predecesora de 183346. El importante papel que desempeñó el carlismo en la consecución de la victoria de los sublevados en 1939 fue deliberadamente minimizado por las crónicas oficiales franquistas. En el lado positivo, y a lo sumo, el estado franquista veía el carlismo como una rareza medievalista que vagaba perdida en medio del espíritu urbanizador e industrializador del régimen. En el negativo, a partir de los años sesenta el carlismo produjo su propia «herejía» izquierdista (el neocarlismo) asociada con el pretendiente al trono Carlos Hugo y la autogestión socialista, así como con una reinterpretación histórica del carlismo de la década de 1830 como «objetivamente revolucionario». Tras la muerte de Franco, el estudio histórico del carlismo experimentó un auge, a la cabeza del cual se encontraban Pedro Rújula, Josep Carles Clemente, Alfonso Bullón de Mendoza, Antonio Caridad Salvador, Jordi Canal y Julio Aróstegui, por nombrar tan solo a algunos de los historiadores más destacados. Aun así, el carlismo carecía de atractivo en comparación con los estudios reivindicativos de la derrotada Segunda República española, e incluso en comparación con otras fuerzas de derechas «catastrofistas» como la Falange.

Así pues, navegar por dos conflictos tan desiguales en los planos historiográfico e internacional en el espacio de una monografía de tamaño medio presenta desafíos por lo que se refiere a integrar fuentes primarias y secundarias. La desigual base historiográfica impide una comparación sistemática y equitativa en cada párrafo; más bien las comparaciones se hacen con frecuencia entre párrafos, en lugar de en ellos. Como ya se han estudiado a fondo los archivos españoles de su Guerra Civil, y como mi comparación internacional de los dos conflictos solo forma un discreto capítulo, mi estudio se basa fundamentalmente en archivos menos explorados del extranjero (los Archivos Nacionales de Londres y Ciudad de México) en el caso de la Guerra Civil Española. Dos archivos especialmente útiles que he usado para internacionalizar ambas guerras son las cartas del todopoderoso embajador británico durante la Primera Guerra Carlista, George Villiers, y las de uno de los principales defensores latinoamericanos de los sublevados de la Guerra Civil Española, Aurelio Acevedo. Mis reflexiones sobre el conflicto de la década de 1830 se basan principalmente en la investigación de fuentes primarias llevada a cabo tanto en archivos españoles como en los Archivos Nacionales de Londres, así como de periódicos españoles y europeos de la época. Al privilegiar las fuentes primarias relacionadas con la Primera Guerra Carlista, mi intención es contribuir al aumento del pequeño corpus de estudios sobre el tema y arrojar nueva luz sobre la Guerra Civil Española.

El libro se divide en dos partes (las vertientes nacionales e internacionales de las guerras civiles españolas), cada una de las cuales contiene tres capítulos temáticos. La sección nacional se divide en frentes de batalla, frentes civiles y el recuerdo y memoria de los hechos. Como las batallas son consustanciales a las guerras, incluidas las civiles, la necesidad de hacer historia militar parece obvia. Según Carl von Clausewitz, el teórico de lo militar cuyo número de lectores alcanzó su apogeo durante la Guerra Civil Española, «la batalla es a la guerra lo que el pago en efectivo al comercio»47. Sin embargo, en lugar de adoptar el «punto de vista aéreo» de la estrategia militar de Clausewitz, este estudio se une al floreciente campo de la nueva historiografía militar al presentar desde un «punto de vista a ras de tierra» la situación de los soldados y sus preocupaciones diarias, como son la comida, el sexo, los hospitales, las deserciones, el ánimo y la familia. No se tratan batallas desde un punto de vista puramente estratégico, por lo que algunas de renombre han quedado excluidas. Algunos de estos temas son de naturaleza civil-militar y se desarrollan en el capítulo 2, que explica los patrones similares de fragmentación y radicalización políticas que produjo cada guerra. Aunque estos dos capítulos abordan cada conflicto desde una perspectiva cronológica general, su principal énfasis es temático. Reconozco que las batallas de 1937-38 se lucharon de una forma mucho más moderna que las de 1936, pero mi principal interés sigue estando en las condiciones bélicas sorprendentemente primitivas que se dieron en la Batalla de Teruel de 1937-38 y, en menor medida, en la del Ebro de 1938. La primera sección concluye con un estudio comparativo del legado y memoria de cada conflicto. La segunda empieza con un breve capítulo en que se comparan los orígenes imperiales de ambas guerras civiles, relativos a Hispanoamérica y Marruecos respectivamente. En los dos capítulos siguientes se comparan las intervenciones diplomáticas y militares de potencias extranjeras, las experiencias de los voluntarios llegados de otros países y las de los derrotados y exiliados.

Contexto de las guerras civiles españolas

El contexto de las guerras civiles españolas comprende una historia más larga de las fuerzas armadas españolas y de otros combatientes armados más irregulares que llevaron a cabo cambios revolucionarios y contrarrevolucionarios. En la Primera Guerra Carlista, la causa de Isabel y su madre dio inicio a un periodo de pretorianismo en la historia de España que culminó en la guerra de cien años después. La derrota del carlismo en 1840 debilitó la supremacía civil en el estado liberal. Al igual que su padre en la Guerra de la Independencia, Isabel no supo estar a la altura de la imagen propagandística que se forjara durante la Primera Guerra Carlista. La princesa «inocente» se volvió muy mundana en cuanto cumplió la mayoría de edad en 1843. Su reinado fue el eje de un sistema de partidos disfuncional que hizo que tanto los liberales moderados como, en aún mayor medida, los progresistas, necesitaran de paladines militares para llegar al poder. Los generales veteranos de la Primera Guerra Carlista se convirtieron en cómplices de los políticos, cambiando sus fajines por levitas de presidente del gobierno y llevando a cabo ese cambio de ropa a la inversa cada vez que la reina encargaba a un general rival que formase gobierno. Como es comprensible, todos los oficiales de rango ansiaban enriquecerse en ese sistema pretoriano de posguerra, ya que a cualquier facción militar que tuviera la suerte de que «se pronunciara», que formase nuevo gobierno le llovían pensiones, condecoraciones, ascensos y, lo mejor de todo, un título nobiliario48. Aunque la guerra civil contra los carlistas se había librado en nombre del liberalismo, los vencedores, empezando por la propia reina, conservaron valores sociales y políticos muy poco liberales. Una necrológica británica de Isabel II, escrita en el país que más había hecho para garantizar su victoria en la década de 1830, reproducía esa situación perfectamente al afirmar que a los principales generales de su tiempo «cualesquiera que fuesen sus disensiones mutuas [...] siempre les interesó mantenerla en el trono como instrumento de su propio poder»49.

El liberalismo isabelino tocó a su fin con la «Revolución Gloriosa» de 1868, que dio inicio a seis años de desintegración y reintegración en medio de revueltas cantonalistas, otra guerra carlista y la reafirmación del papel del ejército en la vida política a partir de 1874, ahora como punta de lanza de la contrarrevolución y adoptando una ideología cerrada y corporativista. La Segunda Guerra Carlista de 1872-76 es un hito entre las dos guerras civiles analizadas en este estudio. Esa Segunda Guerra Carlista, al fin y al cabo, no sólo fue producto de la Primera, sino que también anticipó la de 1936. En 1876, la Restauración canovista de posguerra afianzó el poder socioeconómico de los grandes latifundistas, lo que provocaría la crisis social más peligrosa para la República de 1931. La Segunda Guerra Carlista fue el resultado de la crisis monárquica de 1868 del mismo modo que la Segunda República española lo sería en 1931. La prensa carlista y ultracatólica de 1931 comparó el desastre de la revolución de ese año con la de 1868. Los programas republicanos de «libertad religiosa», similares en ambos casos, provocaron un violento anticlericalismo en las dos guerras, y en las dos los carlistas se apresuraron a ver dicha actitud en términos apocalípticos, con lo que irónicamente se hicieron más fuertes gracias a la decadencia de la revolución liberal y haciendo caso omiso del hecho de que las anteriores monarquías isabelina y alfonsina habían apoyado firmemente a la iglesia50. La torpe prohibición por parte de la República de la prensa carlista en 1931 estuvo provocada por el miedo a lo que había pasado después de 1868, y (todavía) no porque pudiese haber una infiltración fascista en el movimiento tradicionalista51. E incluso se encontraron referentes internacionales. La Comuna de París definió la manera en que los republicanos, monárquicos y carlistas españoles vieron su lucha, del mismo modo en que la Revolución Bolchevique definió las militancias de los años treinta. Las tensiones centrífugas entre los cantonalistas de 1873 y el régimen republicano son análogas a la descomposición de la República en 1936, como lo fue la posterior contrarrevolución de las fuerzas armadas del gobierno (el golpe de estado de Pavía de enero de 1874 y la contrarrevolución apoyada por los comunistas de 1937). Hasta había tradiciones que unían la guerra de la década de 1870 con la de los años treinta. La atención humanitaria de la mujer del pretendiente al trono, doña Margarita, dio lugar a la organización epónima de mujeres carlistas que asistían a los heridos en la Guerra Civil Española. Hubo innumerables ejemplos de ancianos veteranos de la Segunda Guerra Carlista que fueron homenajeados durante los preparativos bélicos de los carlistas con posterioridad a 1931.

Aunque la Segunda Guerra Carlista habrá de esperar a tener su propia historia comparada, para nuestros propósitos hay razones de peso para comparar la Primera Guerra Carlista y la Guerra Civil Española. Como veremos, ambas guerras, separadas por cien años, fueron distorsionadas fundamentalmente por la intervención internacional. Después de 1839 y 1939 hubo unos difíciles periodos de paz, y la represión franquista se puede explicar en muchos casos por lo sucedido en la década de 1830. Los queridos fueros de los carlistas (derechos concedidos por la corona española) se vieron minados en 1841 al trasladar definitivamente la línea de las aduanas españolas a los Pirineos. Con ese traslado se recompensaba a los vencedores liberales de San Sebastián y Bilbao y se castigaba a los carlistas del interior52. La victoria de Franco de cien años después invirtió esos beneficios, ya que las provincias de Álava y Navarra, derrotadas en 1839, ahora se encontraban en el bando vencedor, y durante el franquismo experimentarían por primera vez una considerable industrialización y modernización53.

Hay también factores sociopolíticos de peso que vinculan las décadas de 1830 y 1930. La coalición republicana de 1931 constaba de una mayoría de partidos que pensaban que el problema histórico de la izquierda española había sido su tímida disposición a transigir con las fuerzas reaccionarias54. Subyacía a ese punto de vista una controversia ideológica surgida de la revolución liberal de la década de 1830: si verdaderamente España había vivido ya una «revolución burguesa». Por muy críptico que resulte ese punto de la ideología marxista, no deja de tener su relevancia para los comparatistas. El revolucionario de 1835-37 que abolió el sistema feudal e instituyó el capitalista, Juan Álvarez Mendizábal, fue una rara avis en la España del siglo XIX: un burgués verdaderamente comprometido con la revolución burguesa55. Sin embargo, a los sesudos intelectuales del Pacto republicano de San Sebastián se les escapó ese precedente autóctono, por la fascinación que sentían por los modelos en apariencia más contundentes de otros países, en especial de Francia. Sin que se inmutaran por la revolución que había supuesto la guerra carlista, parece como si hubiesen considerado que el comportamiento de la burguesía española a partir de 1931 justificaba su posición. Lejos de consolidar la república burguesa, lo que consiguieron los republicanos fue que la burguesía española se distanciara aún más de ellos, a causa de su atroz anticlericalismo y por el poder de sus aliados de la clase obrera. La mayor parte de las clases medias no votó a la república laica de centro-izquierda de Manuel Azaña, sino al partido católico que hizo las veces de aglutinador, Acción Popular (conocido a partir de 1933 como el CEDA), que juró proteger la propiedad privada y las jerarquías «naturales» de la sociedad.

Ante la falta en 1931 de una burguesía revolucionaria, el papel crucial que debían jugar los socialistas en el primer gobierno republicano falló desde el principio. Eso se manifestó en el conflicto insalvable entre legitimidades revolucionarias y parlamentarias que tuvo lugar tras establecerse la República en 1931. Mientras que el líder político de los socialistas, Indalecio Prieto, aceptó la evolución parlamentaria hacia el socialismo, su gran rival, el dirigente sindicalista Largo Caballero, se mostró cada vez más proclive a buscar soluciones revolucionarias a la crisis social. Alejado de esa rivalidad se encontraba el gran cerebro del socialismo español, Julián Besteiro, que se oponía al pacto por el que se había constituido la Segunda República basándose en su creencia, ideológicamente purista, de que primero la burguesía tenía que hacer su propia revolución. Besteiro fue culpado del fracaso de la huelga general convocada por los socialistas en diciembre de 1930 y del fallido levantamiento militar en su apoyo, lo que hizo que la iniciativa pasara a las alas del partido a favor del pacto56. La idea de Besteiro de que el feudalismo español sobrevivía intacto, y que las reformas liberales de la Primera Guerra Carlista no habían producido ningún avance de la clase media, era compartida por la gran mayoría de los observadores internacionales. El católico liberal Henry Buckley, experto en la Segunda República, llamó al ejército (Army), obispos (Bishops) y la corona (Crown) «el abecé de la política española»57.

De hecho, tanto Besteiro como Buckley estaban en lo cierto, pero por razones erróneas. El antiguo orden sobrevivió en España precisamente porque sus clases medias del siglo XIX se fundieron con el viejo orden feudal y unieron la hegemonía económica y la cultural. Se diría que la por lo general inexistente clase burguesa revolucionaria de España estaba en buena compañía. Los historiadores del siglo XXI son muy escépticos con respecto a que el modelo marxista de revolución burguesa sirva para algo, ya que hasta los estudios de revoluciones tan destacadas como las de Inglaterra en la década de 1640 y Francia en la de 1790 han demostrado que sus respectivas burguesías fueron de todo menos dinámicas a la hora de reemplazar al feudalismo. Aunque la llegada de la República en 1931 marcó una ruptura lo bastante significativa para necesitar de comparación con otras de la historia, los candidatos para esa comparación no se encuentran en Francia, Inglaterra o Rusia, sino en la propia España. El feudalismo se abolió formalmente durante la guerra carlista de la década de 1830, sustentando el triunfo de una tradición constitucional liberal en España que aguantó con unas pocas excepciones hasta la Guerra Civil Española. La guerra civil de 1833 dio inicio a una hegemonía liberal a la que la de 1936 puso fin. En otras palabras, una España fue derrotada en 1839, y en 1939 esa España tuvo su venganza.

El que situemos la Guerra Civil Española en un contexto autóctono requiere que volvamos al manido paradigma de las dos Españas. Está claro que este concepto de las dos Españas es en realidad hermético y rígido, por simplificar la naturaleza de la división del país en los conflictos que nos ocupan. Aunque ambas guerras civiles demuestran dos visiones de España en su sentido más amplio, los liberales y republicanos de izquierdas contra los carlistas y nacionales de derechas, ambas guerras también muestran divisiones ideológicas y sectarias dentro de cada una de las «dos Españas» que no se pueden adscribir fácilmente a una visión de España o a la otra. La derecha de la década de 1830 estaba dividida en un ala absolutista, ejemplificada por el difunto Fernando VII, y otra tradicionalista y teocrática que quería volver atrás con respecto al absolutismo ilustrado del siglo XVIII y restituir los derechos medievales de iglesia, nobleza y estructuras políticas descentralizadas58. Estos ultras se inquietaron por la política de Fernando de conceder amnistías limitadas y su gradual restablecimiento de las reformas económicas y administrativas más moderadas que se habían ensayado durante el Trienio Liberal. Aunque Fernando derrotó a un levantamiento monárquico armado que tuvo lugar en Cataluña en 1827, los «carlistas» confiaban en que, aun así, el príncipe heredero ultra, don Carlos, sucedería al ya enfermo Fernando, puesto que este no tenía ningún hijo varón. Sin embargo, el nacimiento en 1830 de la hija del rey, la princesa Isabel, que gozaba de buena salud, lo cambió todo. La Ley Sálica que regulaba la monarquía borbónica española desde principios del siglo XVIII reservaba el trono a los herederos varones (por más que la ley había sido abolida, aunque en secreto, en 1789). Sin embargo, tras una complicada serie de hechos, el rey y su última esposa, la napolitana María Cristina, se aseguraron de que su hija Isabel sucediese a su padre bajo la regencia de su madre a la muerte de Fernando.

Cien años más tarde, los carlistas solo eran una de las facciones de un total de cinco (junto con católicos, monárquicos alfonsinos, el ejército y la Falange) que luchaban contra el gobierno de la República. Todos ellos forman las variedades derechistas de las dos Españas, pero, aun así, se pueden encontrar complejidades en el movimiento extremista que no existía (ni podría haberlo hecho) en la década de 1830, es decir, en la Falange, o el partido fascista español. Los carlistas acusaron a la Falange de que su totalitarismo e industrialismo eran una invitación a la llegada del bolchevismo por la puerta trasera. Es significativo que las clases medias católicas más moderadas, que en su mayoría habían apoyado al movimiento reformista autoritario conocido como «maurismo», compartiesen los resquemores carlistas con respecto a la Falange, y sobre todo con respecto a sus intentos propagandísticos de «redimir» al obrero español59.

Los sublevados de los años treinta estaban, por lo tanto, tan divididos como sus predecesores de la década de 1830. Lo que compartían era su rebeldía contra los gobiernos ampliamente de izquierdas (la «otra España»), de los que pensaban que carecían de legitimidad. Así pues, eran rebeldes o sublevados, y a lo largo de esta monografía de ese modo los describiré en buena medida, en lugar de enredarme con otras palabras descriptivas (como, por ejemplo, reaccionarios o España blanca). Mis razones son que no quiero hacer juicios de valor ni establecer diferenciaciones con tal de que el texto sea más ameno. Los franquistas rechazaban esa idea de rebelión. La primera historia franquista de la Guerra Civil Española insistía en que el alzamiento de julio de 1936 no era una mera rebelión, sino una «guerra de liberación»60. Posiblemente con mayor justificación, los carlistas de 1833 insistían en que el bando del gobierno eran los verdaderos rebeldes, mientras que ellos, los insurgentes, eran los «libertadores». Sin embargo, tanto a los carlistas de 1833 como a los nacionales de 1936 se les puede denominar rebeldes, ya que actuaron en contra de gobiernos legítimamente constituidos. En 1832 el papa Gregorio XVI condenó toda rebelión o sedición contra poderes constituidos61. Esto es importante, en tanto en cuanto los carlistas reivindicaron mucho más su justificación religiosa que el gobierno, pese a que Gregorio XVI estaba constreñido por su propia doctrina a no dar abiertamente apoyo a su causa. Del mismo modo, en 1931 el Vaticano adoptó una actitud conciliadora con la República al apartar al cardenal Segura, monárquico incendiario, de su puesto de nuncio para reemplazarlo por los aparentemente más dóciles Tedeschini y Vidal i Barraquer, además de limitarse a emitir una discreta condena de la quema de iglesias de ese año por parte de anarquistas62. Cuando los rebeldes de 1936 empezaron la guerra civil, afirmaron tener la bendición papal, pero de hecho el apoyo vaticano de importancia a su sublevación contra el poder constituido no llegó hasta un año después de iniciada la guerra.

Por las mismas razones, denomino «el gobierno» tanto al bando liberal ganador de la década de 1830 como al derrotado bando republicano de la de 1930. Mientras que la España «nacional» de la década de 1830 era el gobierno cristino, los nacionales de la de 1930 eran los rebeldes. El paradigma de las «dos Españas» es igual de problemático para definir la España de izquierdas y la de derechas. Al fin y al cabo, la guerra de 1833 produjo la división definitiva del movimiento liberal en las alas «moderada» y «progresista», cada una con ideologías distintas en lo relativo a participación política, gobiernos locales y la corona. La guerra civil de 1833 fue testigo de unas divisiones sectarias tras las líneas gubernamentales en las que se enfrentaban la periferia contra el centro, la revolución contra la moderación y las milicias contra el ejército, en lo que era un espectro político que iba del centro a la izquierda radical. Del mismo modo, en la guerra civil de 1936 los elementos políticos que formaban el gobierno estaban radicalmente divididos en alas revolucionarias y moderadas, mientras que la mayor diferencia era que, a diferencia de lo que sucedió en la década de 1830, esas divisiones demostraron ser fatídicas. Solo una minoría de los republicanos que hicieron la guerra eran verdaderamente «republicanos» de acuerdo con la idea que se tenía en 1931, debido a la movilización del anarquismo y el papel más ambiguo del comunismo. El republicano coronel Casado era optimista con respecto a las fuerzas que servían al gobierno:

Todos los partidos políticos y organizaciones sindicales del Frente Popular empezaron a reclutar voluntarios para repeler la agresión. Las masas tanto de obreros como de campesinos acudieron a miles. Rápidamente se formaron grupos y batallones de milicianos, y ésa fue la base del Ejército Popular de la República63.

Pero, en la práctica, las fuerzas republicanas solo en parte eran republicanas. El gobierno vasco controlaba sus propias fuerzas, y muchas de las milicias del frente de Aragón apoyaban la revolución obrera y campesina y no la República democrática burguesa. Los que sí lo hacían —como las brigadas comunistas— se entienden mejor como «populares» sólo en el sentido en que el Congreso de Soviets de Stalin era en 1936 «popular». Lo que unía a estas fuerzas dispares era su defensa del gobierno, por más que discreparan en la forma que debía tomar el gobierno de entonces y el venidero.

Crisis políticas de preguerra

La caída de Alfonso XIII en abril de 1931 y la implantación de una República cogió al movimiento carlista en lo que tal vez fuera su momento más bajo. Sin embargo, los carlistas recibieron la llegada de la República con manifiesta alegría. La respuesta a este misterio es doble. En primer lugar, la disputa dinástica entre las dos ramas de la dinastía de los Borbones había quedado en buena medida resuelta, y, en segundo, la aprensión popular de que una República atacaría al clericalismo prometía incitar a los militantes hasta entonces desanimados a una nueva cruzada carlista64. Esperaban que la llegada de un gobierno inequívocamente secularizador curara al movimiento carlista de un siglo de luchas intestinas debilitadoras, las cuales estaban provocadas básicamente por el hecho de que un movimiento legítimo va unido a un rey legítimo. Mientras que el Carlos V de la primera guerra civil había demostrado ser un fanático, mediocre en lo militar y carente de visión, todos sus sucesores, a excepción del Carlos VII de la guerra de 1870, habían demostrado ser incluso peores. Hay que reconocer que las cosas mejoraron en el último tercio del siglo XIX gracias al legado de los intelectuales «neocatólicos» Jaime Balmes y Donoso Cortés, así como por la continuada influencia de Cándido Nocedal, cuyas homilías neocatólicas se ocupaban por entero del tradicionalismo en conjunto y se distanciaban por completo de la disputa dinástica de 1833. Por encima de todo, las publicaciones de Vázquez de Mella ofrecían un canon ideológico que había estado en buena medida ausente en la década de 1830 y que, de forma crucial, establecía el principio primordial de legitimidad como un conjunto de valores y acciones, y no como una mera cuestión de sucesión legítima. Aunque los carlistas del siglo XX no podían esperar de verdad contar con la fuerza militar de sus predecesores de la década de 1830, de todos modos estaban liberados de la perspectiva de que su futuro esfuerzo bélico fuese rehén de los caprichos de su rey65.

Los protagonistas de la Guerra Civil Española utilizaron precedentes autóctonos. En julio de 1936 los carlistas de Navarra eran la única fuerza militar de los sublevados que poseía una cosmovisión previa y consistente de lo que era una monarquía religiosa, y que se remontaba a su primera gran guerra de la década de 183066. Tanto a los marxistas contemporáneos como a los posteriores los atrajo la controvertida evolución del liberalismo español que triunfó en la década de 1830 y sucumbió en la de 1930. Mientras los carlistas se preparaban para una nueva guerra en los años treinta, vencieron su renuencia inicial a aliarse con los falangistas (a cuenta del estatismo y laicismo «heréticos» de éstos, surgidos de una «desviación socialista» del hegelianismo) cuando ambas fuerzas de extrema derecha subrayaron su rechazo común a todo el legado liberal del siglo XIX67. En palabras de un ideólogo falangista, «el latino ve que el liberalismo implica algo contra natura»68. El historiador tradicionalista Jesús Casariego se regocijaba en 1938 de que «Dos veces —con ayuda extranjera— lograron dominar las reacciones del sentimiento español en las dos contiendas civiles del pasado siglo. Pero en la tercera, no ha tocado ganar: que se aguanten y sufran»69.

En la década de 1830 España era todavía vista como una nación lo bastante importante de por sí para ocupar las agendas diplomáticas y políticas de las grandes potencias europeas. En 1870, en cambio, ya se había convertido en un país secundario, y habría seguido siéndolo aún más en los años treinta del siglo XX de no haber sobrevenido la guerra de poder europea entre izquierda y derecha. Además, el mayor alcance y brutalidad de la Primera Guerra Carlista son comparables a los de la Guerra Civil Española. En ambos conflictos lucharon voluntarios extranjeros, por motivos similares y bajo estandartes propagandísticos comparables. Puede que la Guerra Civil Española fuese la primera guerra europea moderna en que la propaganda jugó un papel fundamental a la hora de perfilar tanto los propósitos bélicos como la intervención extranjera. No obstante, un alto porcentaje de esa propaganda maniquea de «libertad» contra «religión» tiene el estilo de cualquier página de los numerosos periódicos de la guerra de la década de 1830 que eran devorados en púlpitos y cafés de toda España. El modelo carlista de insurgencia «pura» de 1833 fue ensalzado como el modelo nacional para defender a Dios, el Rey y la Tradición por generaciones posteriores de carlistas que ya no podían soñar con contar con el apoyo que habían tenido sus predecesores en la guerra de 1833. Los carlistas de la década de 1870, y de nuevo los de los años treinta, intentaron por todos los medios recalcar los ejemplos de la primera lucha: el recuerdo del «Gran hombre» (Zumalacárregui), las intervenciones de la Cruz Roja con precedentes en el convenio de lord Eliot de 1835 e incluso los ruegos de préstamos del «Comité carlista de Inglaterra» de los años setenta, que intentaba aprender de los errores de sus antepasados de los años treinta70.

Los requetés navarros (la milicia carlista) que se alzaron en julio de 1936 repitieron la embriagadora mezcla de penitencia, celebración y, sobre todo, recuerdo que unía su alzamiento al de sus predecesores de 1872 y, en especial, al de 183371. La prensa carlista de los años treinta dio mucha publicidad a los veteranos supervivientes del conflicto de 187072, del mismo modo que la prensa de esa década había homenajeado a los veteranos de 183073. Los civiles que entraron en combate en los años treinta recordaban experiencias similares que habían acaecido a sus abuelos en la década de 187074, del mismo modo que estos habían recordado a su vez las de los suyos en la de 1830. Los testimonios orales de entonces seguían teniendo toda su fuerza, ya que la no participación de España en la reciente Primera Guerra Mundial había impedido que hubiese otros que los reemplazaran75. Los insurgentes carlistas de 1936 veían el conflicto como una «tercera guerra carlista», su ofensiva contra Bilbao como un «tercer sitio carlista», y el gran valor que concedían a los objetos marciales y religiosos de 1830 que atesoraban era prueba de la persistencia de esos tiempos de antaño76.

La transición cristina de 1830-33 fue claramente distinta a la toma de poder de la República de 1931-36. Pasó un año entre el «golpe de estado» cristino de La Granja y el estallido de la guerra civil en octubre de 1833. El último primer ministro de preguerra, Cea Bermúdez, purgó las organizaciones proclives a sublevarse. La mayoría de los doscientos oficiales de la guardia de palacio que fueron purgados en 1832 aparecieron como carlistas armados un año después, mientras que los dos regimientos de la caballería real que los reemplazaron eran decididamente cristinos. Aún más importante es que una revuelta carlista fallida que tuvo lugar en León en marzo de 1833 permitió a Cea desterrar a Portugal a don Carlos y su séquito77. Habida cuenta de las pobres infraestructuras de España y de que la de 1833, a diferencia de la de 1936, fue una guerra dinástica, ese destierro de la figura principal de los rebeldes fue un golpe maestro. Hizo que los sublevados de 1833 tuvieran que llevar a cabo su insurgencia en el campo, pues, excluyendo la fugaz excepción de Bilbao, todos sus intentos de hacerse con el control de las ciudades fracasaron. Los sublevados de 1936, por el contrario, querían un golpe de estado y lo planearon: una desesperada conversación telefónica entre el primer ministro Giral y el líder rebelde Mola, a las cuarenta y ocho horas de la revuelta, reveló que Mola tenía intención de «pacificar España» en menos de una semana al estilo de Primo de Rivera en 192378. Lo que frustró el golpe de estado rebelde de 1936 fue la lealtad de alrededor de la mitad de las fuerzas militares y paramilitares de la República, incitadas por las clases obreras radicalizadas. La guerra de 1936, aún más que la de 1833, fue el resultado de una sociedad polarizada y radicalizada. Para contextualizar esto, debemos explicar lo acaecido en la Segunda República de preguerra de 1931-36, haciendo comparaciones con el periodo previo a 1833 donde sea relevante.

La década de 1920 se caracterizó en general en España por el boom económico que resultó de la repatriación del capital de las colonias tras la pérdida de la guerra con Estados Unidos en 1898 y de la ventajosa neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial. El crecimiento económico se concentró sobre todo en áreas en las que ya de por sí se concentraba la industria española, especialmente en Barcelona (que diversificó su economía) y Bilbao. La población de las grandes ciudades se duplicó entre 1900 y 193079. Los ingresos procedentes de ese boom llevaron a una enorme inversión en infraestructuras públicas, escuelas y hospitales incluidos, que fue mucho mayor de lo que luego se conseguiría durante la República. Sin embargo, una crisis económica marcó los últimos años del régimen de Primo de Rivera, como consecuencia del déficit comercial estructural que aquejaba al país pese a la fuerte política proteccionista del gobierno. A los inversores extranjeros los echaba atrás el monopolio petrolífero, y la peseta, que ya estaba débil en 1926, pronto cayó a 39 a cambio de una libra esterlina para luego subir a 58 a las pocas semanas de proclamarse la República, mientras que para el mismo nivel de vida lo que costaba 4 pesetas en 1920 pasó a costar 7,20 en 193180.