Las hermanas Bunner - Edith Wharton - E-Book

Las hermanas Bunner E-Book

Edith Wharton

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

"Las hermanas Bunner" fue una obra temprana en la producción literaria de Edith Wharton. Escrita en 1892, no fue publicada hasta 1916 en el volumen Xingu y otras historias

"Las hermanas Bunner" constituye un relato atípico de Wharton, en el que aparece la Nueva York pobre y no el mundo rico y aristócrata que con tanta sutileza y penetración dibujó la autora en otras obras.

Ann Eliza y Evelina son Las hermanas Bunner. Llevan una vida frugal y recogida desde su pequeña mercería, negocio que les procura el sustento y las escasas relaciones sociales con las que cuentan. Su rutina consiste en atender la tienda, cuidar una de la otra y ver pasar los días sin albergar grandes aspiraciones.

Pero esa existencia monótona se ve alterada de pronto por la aparición de un reloj. La persona a quien la hermana mayor compra ese objeto pasa a formar parte de sus vidas trastocándolo todo: primero, los anhelos de las hermanas; después, su situación presente; para terminar marcando a fuego su completo porvenir.

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Tabla de contenidos

LAS HERMANAS BUNNER

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

SEGUNDA PARTE

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

Notas a pie de página

LAS HERMANAS BUNNER

Edith Wharton

PRIMERA PARTE

I

En los días en que el tráfico de Nueva York avanzaba al ritmo de los languidecientes coches de caballos, en que la buena sociedad aplaudía a Christine Nilsson en la Academia de Música y disfrutaba de los atardeceres de la Escuela del Río Hudson [1] que colgaban en las paredes de la Academia Nacional de Diseño, había una discreta tienda de un solo escaparate conocida estrecha y favorablemente por la población femenina del vecindario que limitaba con la plaza Stuyvesant.

Se trataba de una tienda muy pequeña en un destartalado semisótano de una calle tranquila ya condenada a la decadencia; a tenor del carácter misceláneo de lo expuesto detrás del cristal y de la parquedad del cartel que lo coronaba (un mero «Hermanas Bunner» en borrosas letras de oro sobre un fondo negro), para un no iniciado habría sido difícil adivinar la naturaleza exacta del negocio que se desarrollaba en el interior. Aunque eso carecía prácticamente de importancia, puesto que su fama era tan puramente local que las clientas de cuya existencia dependía conocían de forma casi congénita y exacta cuál era el surtido de «artículos» de los que disponía el establecimiento de las hermanas Bunner.

La casa cuyo semisótano ocupaban las hermanas era un edificio de viviendas particulares con una fachada de ladrillo, contraventanas verdes de goznes sueltos y el cartel de una modista en la ventana inmediatamente superior a la tienda. A cada lado de sus humildes tres pisos se alzaban edificios más altos de fachadas de piedra marrón, agrietada y desconchada, balcones de hierro forjado y franjas de césped que asediaban los gatos detrás de unas verjas torcidas. Esas otras edificaciones también habían sido domicilios particulares, pero ahora una casa de comidas barata ocupaba el semisótano de una de ellas; y la otra se anunciaba, por encima de la tupida glicina que atenazaba el balcón central, como el hotel familiar Mendoza. Resultaba evidente, al ver la acumulación crónica de basura en la entrada y la superficie desvaída de las ventanas sin cortinas, que las familias que frecuentaban el hotel Mendoza no eran de gustos muy exigentes, aunque no cabe duda de que demostraban toda la puntillosidad que el dinero les permitía, mucha más de la que el dueño pensaba que tenían derecho a expresar.

Esos tres edificios representaban de forma bastante precisa el carácter general de la calle, que, a medida que avanzaba al este, se iba alejando de lo destartalado y se aproximaba a la miseria; en ella iban apareciendo con frecuencia cada vez mayor unos letreros muy visibles y puertas de vaivén que se cerraban o se abrían silenciosamente al ser empujadas por hombres de nariz roja y por chiquillas pálidas con jarras agrietadas. El centro de la calzada estaba lleno de depresiones irregulares, muy adecuadas para contener los amplios remolinos de polvo, paja y papeles arrugados que el viento arrastraba por toda esa calle triste y descuidada; al final del día, si habían pasado muchos transeúntes, el pavimento agrietado componía un mosaico de octavillas de mil colores, tapas de latas de tomate, zapatos viejos, colillas y cáscaras de plátano, amalgamados en una capa de barro o cubiertas por un velo de polvo, según dictasen las condiciones climatológicas.

El único refugio que se vislumbraba al contemplar ese basural deprimente era la imagen del escaparate de las hermanas Bunner. Los cristales siempre estaban muy limpios y, pese a que el muestrario de flores artificiales, las tiras de franela festoneada, las hormas de alambre para sombreros y los tarros de conservas caseras presentaban la indefinible tonalidad gris de los objetos preservados durante mucho tiempo en la vitrina de un museo, por el escaparate se atisbaban, al fondo, unos mostradores ordenados y unas paredes encaladas que suponían un agradable contraste al lado de la suciedad adyacente.

Las hermanas Bunner estaban orgullosas de lo cuidada que estaba su tienda y se sentían satisfechas con su modesta prosperidad. El establecimiento no era tal y como lo habían imaginado, y, pese a que no constituía sino una imagen reducida de sus primeras ambiciones, les permitía pagar el alquiler, ganarse la vida y no contraer deudas: sus esperanzas no habían volado más alto desde hacía mucho tiempo.

Sin embargo, de vez en cuando, en medio de las horas más grises aparecía un instante carente de la luminosidad necesaria para ser denominado brillante, pero que sí presentaba ese matiz argénteo, propio del ocaso, con el que a veces concluye un día de tormenta. Ann Eliza, la mayor de la tienda, se hallaba precisamente disfrutando con serenidad de uno de esos momentos en una tarde de enero, sentada en la trastienda que ella y su hermana Evelina utilizaban como dormitorio, cocina y salón. En el comercio se habían bajado las persianas, los mostradores se habían despejado y los artículos del escaparate se habían cubierto con una sábana vieja y fina, pero la puerta no se cerraría hasta que regresara Evelina, que había llevado un paquete al tintorero.

En esa trastienda una tetera burbujeaba en el fogón; Ann Eliza había colocado un mantel en un extremo de la mesa que ocupaba el centro de la estancia, y cerca de la lámpara de costura con tulipa verde había dispuesto dos tazas, dos platillos, un cuenco de azúcar y una porción de bizcocho. El resto de la estancia se hallaba sumido en una penumbra verdosa, que velaba discretamente el contorno de una anticuada cama de caoba coronada por la cromolitografía de una muchacha en camisón que se agarraba, con ojos elocuentemente vueltos hacia el cielo, a un peñasco que unas letras historiadas identificaban como la Roca de la Eternidad; delante de las ventanas sin persianas se recortaban las siluetas de dos mecedoras y de una máquina de coser.

Ann Eliza, cuyo rostro menudo y normalmente angustiado mostraba una serenidad infrecuente y cuyos mechones de cabello pálido sobre las sienes venosas brillaban con fuerza a la luz de la lámpara, se había sentado delante de la mesa y empaquetaba, con su acostumbrada y torpe parsimonia, un objeto abultado y envuelto en papel. De tanto en tanto, mientras luchaba con el cordel, que era demasiado corto, le parecía oír el ruido de la puerta de la tienda y se detenía para descubrir si había llegado su hermana; como no llegaba nadie, se colocaba bien las gafas y se enzarzaba en una nueva contienda con el paquete. Para conmemorar algún acontecimiento de importancia evidente se había puesto el vestido de seda negra, teñido dos veces y de costura triple. El paso del tiempo, pese a que había conferido a esa prenda una pátina digna de un bronce renacentista, también le había borrado las curvas que la figura prerrafaelita de la portadora le había podido dibujar en una época anterior; pero esas líneas rígidas brindaban a la prenda un aire sacerdotal que parecía recalcar la importancia de la ocasión.

Vista así, con ese sacramental vestido de seda negra, un volante de encaje en torno al cuello y sujeto con un broche de mosaico, y el rostro sereno para que no desentonase con el atuendo, Ann Eliza parecía diez años más joven que cuando se situaba detrás del mostrador, en medio del fragor y de las tareas de la jornada. Su edad aproximada habría resultado tan difícil de aventurar como la de la seda negra, pues mostraba un aspecto tan gastado y tan brillante como su vestido; no obstante, un leve matiz rosáceo aún asomaba a sus mejillas, como el reflejo de una puesta de sol que a veces colorea el occidente mucho después de que haya terminado el día.

Cuando quedó satisfecha con el envoltorio del paquete, lo colocó con precisión furtiva al lado del plato de su hermana y se sentó, con un gesto de indiferencia evidentemente fingida, en una de las mecedoras que había cerca de la ventana; al cabo de un instante se abrió la puerta de la tienda y entró Evelina.

La menor de las hermanas Bunner, algo más alta que la mayor, tenía una nariz más prominente, pero una boca y un mentón menos marcados. Todavía se permitía la frivolidad de ondularse el cabello pálido, y llevaba los apretados ricitos, tiesos como los cabellos de una estatua asiria, aplastados bajo un velo moteado que le terminaba en la punta de la nariz enrojecida por el frío. Con la fina chaqueta y la falda de cachemira negra que vestía presentaba un aspecto singularmente ajado y marchito, pero no parecía imposible que, en circunstancias más felices, aún pudiera irradiar una relativa juventud.

—Caramba, Ann Eliza —exclamó con una voz frágil y caracterizada por un tono de inquietud crónica—, ¿se puede saber por qué te has puesto tu mejor vestido de seda?

Esta se había puesto en pie con un rubor que no casaba bien con sus gafas de montura de acero.

—Oh, Evelina, ¿y por qué no me lo iba a poner, si se puede saber? ¿Acaso no es tu cumpleaños, querida? —Extendió los brazos con la torpeza de las emociones habitualmente reprimidas.

Evelina, que no parecía haber advertido el ademán, se descubrió la espalda estrecha.

—Qué más da —respondió, menos enfurruñada—. Deberíamos olvidarnos de los cumpleaños. Ya nos cuesta bastante celebrar la Navidad.

—No deberías decir eso. No nos va tan mal. Debes de estar cansada y tener frío. Siéntate mientras saco la tetera del fuego: ya hierve.

Obligó a Evelina a acercarse a la mesa y observó de reojo los movimientos exangües de su hermana mientras trasteaba con la tetera. Un instante después se produjo la exclamación que aguardaba.

—¡Caramba, Ann Eliza! —Evelina se había quedado embelesada al ver el paquete que había junto a su plato.

Ella, que estaba llenando trémulamente la tetera, levantó la mirada con un fingido gesto de sorpresa.

—¡Por Dios, Evelina! ¿Qué sucede?

La hermana menor había deshecho el nudo con rapidez y había sacado del envoltorio un redondo reloj de níquel de los que costaban un dólar con setenta y cinco centavos.

—Ay, Ann Eliza, ¿por qué lo has hecho? —Dejó el reloj; las hermanas intercambiaron unas miradas nerviosas desde los dos lados de la mesa.

—¿Acaso no es tu cumpleaños? —repuso la mayor.

—Sí, pero…

—¿Y acaso no has tenido que acercarte a la plaza todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, para ver qué hora era desde que el julio pasado tuvimos que vender el reloj de nuestra madre? ¿Acaso no ha sido así, Evelina?

—Sí, pero…

—No hay pero que valga. Siempre hemos querido un reloj, y ya lo tenemos: no hay que darle más vueltas. ¿No es precioso? —Dejó la tetera en el fogón, se inclinó sobre el hombro de su hermana y pasó la mano con satisfacción por el borde circular del reloj—. ¡Qué fuerte suena el segundero! Tenía miedo de que lo oyeras al entrar.

—No, no me he fijado —murmuró Evelina.

—Bueno, ¿y no te alegras? —le preguntó con un leve tono de reproche. Esa reprimenda carecía de acritud, pues ella sabía que la aparente indiferencia de Evelina denotaba unos escrúpulos no expresados.

—Me alegro mucho, hermana, pero no deberías haberlo comprado. Nos podríamos haber pasado sin él.

—¡Evelina Bunner, tómate el té y no rechistes! ¡Ya soy mayor para saber lo que debo y lo que no debo hacer! ¡Vamos, digo yo!

—Eres muy buena, Ann Eliza, pero sé que has renunciado a algo que te hacía falta para regalarme el reloj.

—¿Y a mí qué me hace falta, vamos a ver? ¿No tengo un espléndido vestido de seda? —repuso ella con una risa que rebosaba placer y nerviosismo.

Le sirvió el té a su hermana; añadió leche condensada de una jarra y le cortó el trozo más grande de bizcocho; después acercó su silla a la mesa.

Las dos mujeres comieron en silencio durante unos instantes antes de que Evelina volviera a hablar:

—El reloj es una maravilla, y no digo que no nos resulte muy práctico tenerlo, pero me espanta pensar lo mucho que te debe de haber costado.

—Pues no —respondió Ann Eliza—. Ha sido una ganga, si quieres saberlo. Lo he pagado con el dinero de un encargo extraordinario que le cosí a máquina, la otra noche, a la señora Hawkins.

—¿La canastilla del bebé?

—Sí.

—¡Lo sabía! Me habías prometido que con ese dinero te ibas a comprar unos zapatos nuevos.

—Ya. Y si no los quiero, ¿qué? He remendado los viejos y han quedado como nuevos. ¡Por amor de Dios, Evelina Bunner, si sigues haciéndome preguntas me vas a quitar la ilusión!

—De acuerdo, me callo —repuso la hermana menor.

Continuaron comiendo sin decirse nada más. Evelina atendió al ruego de su hermana de que terminase el bizcocho y se sirvió una segunda taza de té, en la que disolvió el último terrón de azúcar; entre ellas, en la mesa, el reloj no dejaba de emitir su simpático tictac.

—¿Dónde lo has comprado? —inquirió Evelina, fascinada.

—¿Dónde lo voy a haber comprado? Por aquí cerca, cruzando la plaza, en la tiendecita más extraña que he visto en la vida. Lo vi en el escaparate al pasar, entré inmediatamente y pregunté el precio; el encargado me atendió con mucha amabilidad. Un hombre simpatiquísimo. Creo que es alemán. Le dije que no podía pagar mucho y él respondió que también sabía lo que era pasar apuros. Se llama Ramy, Herman Ramy: lo vi en el letrero que había encima de la puerta. Me contó que antes trabajaba en Tiffany’s, que estuvo años allí, en el departamento de relojes, pero que hace tres años enfermó, sufrió unas fiebres benignas y perdió el empleo; cuando se recuperó, ya habían buscado a otra persona y no lo readmitieron, y por eso abrió la tiendecita. Me ha parecido muy avispado, y hablaba como si hubiera estudiado, aunque tiene cara de enfermo.

Evelina escuchaba con suma atención. En las vidas recluidas de las dos hermanas un episodio tal revestía una gran importancia.

—¿Y cómo has dicho que se llamaba? —preguntó cuando Ann Eliza dejó de hablar.

—Herman Ramy.

—¿Cuántos años tiene?

—Pues tiene un aspecto tan desmejorado que no lo sé exactamente, pero no creo que haya rebasado en mucho la cuarentena.