Las industrias de Atenas - Leopoldo Lugones - E-Book

Las industrias de Atenas E-Book

Leopoldo Lugones

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Beschreibung

Se trata de la compilación de los apuntes que Leopoldo Lugones tomó para las conferencias que realizó en la Universidad de Tucumán en 1915 sobre Las industrias de Atenas, tras la invitación del gobernador Ernesto Padilla.-

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Leopoldo Lugones

Las industrias de Atenas

 

Saga

Las industrias de Atenas

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641851

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Don Ernesto Padilla

Gobernador de Tucumán.

PRÓLOGO

El año 1915 di en la Universidad de Tueumán algunas conferencias sobre las industrias de Atenas, conforme a una invitación del gobernador de aquella provincia don Ernesto Padilla.

Los apuntes que tomé para el caso quedaron inéditos hasta hoy en su primitivo desorden, y yo sin cumplir ante la mencionada institución docente el compromiso de arreglarlos con propiedad. Discúlpenme la vida afanosa y el propio tema que lejos de envejecer remoza con el tiempo, conservándose eternamente nuevo bajo su perenne interés. Oh antigüedad de Atenas, clara siempre y erguida en el mármol de la columna subsistente : nuestra obscura juventud de bárbaros tiene que continuar sujeta a tu norma de belleza y de verdad, así como en torno del fuste viril la sombra de los días sigue girando...

______

EL TRABAJO ATENIENSE

Al inaugurar el ferrocarril del Norte, cuarenta años ha, el presidente Avellaneda, hijo de Tucumán, recordó a Grecia :

« Oigo decir que el Tucumán poético desaparecerá en breve, porque el humo de la locomotora espesa la atmósfera y empaña los cielos. No lo creo. Un país es doblemente hermoso cuando a los maravillosos aspectos de la naturaleza se han agregado las creaciones del arte. La Grecia no desplegó por completo la fascinación de sus prodigios que después de veinte siglos encantan aún la memoria, sino cuando el cincel de Fidias animó los blancos mármoles de Paros ; cuando hubo atraído por el comercio las industrias y los cultivos de otros pueblos, al mismo tiempo que los pintores imitaban en la pureza de sus líneas la suavidad de sus horizontes, y los poetas buscaban la luz fulgente de sus creaciones en el majestuoso esplendor de sus cielos ».

Bien dijo aquello el elocuente. Nada hay más griego, en efecto, que esa compatibilidad de las humanas tareas armonizadas por un concepto claro y amable de la vida. Pues a la vida, precisamente, referían aquellos antiguos sus nociones del bien y del mal, formatrices del susodicho concepto : bueno es todo lo que favorece el desarrollo normal de la vida; malo todo aquello que la contraría y la suprime. El goce de la vida completa, resultaba, así, un estado de belleza. Vida y libertad eran sinónimas. Entonces hubo, naturalmente, un « arte de vivir ». Entonces la vida fué una obra de arte. Fué algo más : la primera de todas las artes. En el desarrollo normal de la vida, la muerte era el final no sólo inevitable, sino necesario. Era también el precio del honor y de la libertad, pero siempre como fenómeno del libre albedrío que tipificaban acciones sublimes : así el sacrificio de aquellos trescientos de las Termopilas ; así la muerte de Sócrates, quien, pudiendo evitarla, no quiso hacerlo por su solo y único albedrío. De eso dimanó que la vida griega tuviese por principales condiciones la nobleza y la serenidad. Aquel estado de conciencia manifestóse exteriormente, plasmándolo todo, desde el templo divino hasta la forma corporal. Porque el griego creía que todo, desde el universo hasta el hombre, mejora y se perfecciona de adentro para afuera.

Pero la noción material que la gente culta suele tener sobre el arte de los griegos requiere también algunas advertencias.

Sucede habitualmente que las esculturas de los museos y sus reproducciones fotográficas, inspiran un falso concepto de rígida plasticidad, conforme al cual Grecia resulta un pueblo de estatuas. Mas estas últimas no revelan por lo común sino las formas convencionales de los númenes. Los griegos no andaban por la ciudad con la cabeza descubierta ni en sandalias, ni con aquellas túnicas a medio muslo. Usaban por el contrario sombreros de variadas hechuras, generalmente anchos, pues entonces como ahora había en Grecia mucho sol; y los femeninos variaban con la moda, tal cual hoy ocurre, adoptando las más caprichosas formas. Sucedía lo propio con el peinado de las mujeres, ( 1 ) que no consistió, sino por excepción, en aquellas cocas onduladas y recogidas hacia atrás en un sencillo moño, según el modelo clásico de las diosas ; pues los peinadores de ambos sexos arreglaban las cabelleras con gran lujo de postizos, cintas, horquillas y peinetas, realizando construcciones de la más refinada peluquería. La sandalia era también, lo mismo que ahora, un calzado rústico, casero o infantil, excepto algunos caprichos de la moda, idénticos a los actuales, que buscaban novedad en las complicaciones de su atadura. La preferencia escultórica por ella, provino de que, prácticamente, deja libre toda la plástica del pie. El pie enteramente cubierto por su calzado, resulta en la estatua una masa inerte sin estética alguna. Pero el arte sutoria producía « modelos » variadísimos por la forma, el material y el color, y los tacos altos eran ya de rigor para las jóvenes atenienses. Los afeites blancos y rojos merecían el favor de las bellas desde tiempo inmemorial, lo mismo que la « cintura de avispa ». El traje ordinario de los hombres consistía en un ancho casacón ajustado por un cinto y cuyos faldones caían hasta cerca de la rodilla ; calzones anchos que unas veces cubrían apenas esta articulación y otras bajaban hasta el pie ; borceguíes y botas. En invierno usaban la capa que hoy llamaríamos « española » y el gabán forrado a veces de pieles. Las mujeres usaban trajes muy variados, joyas y dijes ; pero conservaron generalmente la costumbre oriental de salir a la calle — cosa que en Atenas, por ejemplo, sucedía rara vez — envueltas en un manto de color discreto cuyo embozo disponían con cuidada elegancia. La esbeltez se buscaba, como siempre, en el alargamiento ligeramente onduloso de las líneas verticales a que obedecen la empinadura del talón y el ajuste del talle — pues tanto la pierna como el seno femeninos tienden a caer con pesadez — y dicho queda ya lo bastante para prevenir al lector contra la falsa noción estatuaria que recordamos. El tipo escultural de los númenes constituía un dechado biológico, no una copia. Por el contrario, los seres vivientes debían tender a conformarse sobre aquellos patrones y en esto fincaba la costumbre de familiarizar a las mujeres encintas con las estatuas hermosas. Ya veremos cómo, por lo demás, todas las vasijas domésticas presentaban análogos ejemplos de armonía de las formas.

El griego, que no concebía la belleza sin la utilidad, determinaba la estética masculina por el tipo guerrero y la femenina por el tipo materno. La hermosura viril expresaba, así, el valor, como superior resumen de las cualidades del hombre ; la de la mujer la fecundidad que constituye su verdadera nobleza. Hombres valerosos y mujeres fecundas, unos y otras bellos de serlo : el fenómeno de amor que es el arte, enunciaba con eso la salud, la alegría, la serenidad, el honor, la libertad que consiste en no tener obstáculos para el desarrollo normal de la vida ; pues este último proviene, ante todo, de que se halle sano el ser viviente. Por ello las Venus tipificaban la atracción del amor con sus cuerpos normalmente conformados para la fecundidad : senos capaces en su bella redondez, caderas en perfecto desarrollo, pies más bien grandes que asientan sólidamente el cuerpo, dando con ello a los órganos interiores su natural disposición ; cintura de amplitud fisiológica, por decirlo así ; torso dispuesto para la respiración pectoral, que es la femenina ; manos serenas y próvidas, que no adolecen de aquella morbidez fomentada por la blandura del ocio, ni de aquella esbeltez demasiado concisa con que exageran una nerviosa inquietud los dedos largos del Renacimiento. Tal era el modelo divino.

Pero bien se echa de ver que las griegas con sus cinturas ceñidas, sus pies ajustados por zapatos altos y agudos, los dedos de sus manos envainados por la noche en estuchitos para afinarlos artificialmente, parecíanse más a nuestras mujeres que a las diosas de su panteón. La elegancia de la moda era ya entonces un resultado indumentario. Y por esto, nótese bien, los dioses que tipificaban la belleza biológica de la especie humana estaban desnudos. El conflicto procedía de que el traje no puede repetir las líneas del cuerpo que viste, sin producir un efecto grotesco de pesadez y de hinchazón. Tiene que buscar con otras combinaciones de líneas el recobro de la esbeltez para el cuerpo así forrado. De ahí los ajustes y las formas fisiológicamente paradógicas de ciertas prendas como los zapatos femeninos, cuya persistencia a través de tantos siglos indica algún motivo más poderoso que el capricho o la elegancia convencional. Es que la falda, al constituir una pirámide o cilindro opacos, resulta de suyo una masa pesada cuyo efecto no es posible corregir, sino dándole cierta ligereza aérea o prolongándola con ondulación acuática. Esto último compensa con la larga línea resultante, la mencionada amplitud ; pero no puede formar el traje diario y callejero por su consiguiente incomodidad. El otro debe aligerarse aparentando que los pies no asientan en el suelo, efecto que se consigue al maximum posible con el calzado pequeño y agudo que empina el talón, disimulando y restringiendo las superficies de contacto. Por otra parte, el traje prolongado en cola, requiere aumento de estatura en quien lo lleva, si no ha de salirle aplastador ; habiendo menester, así, del calzado alto. Las damas venecianas, con sus inmensos vestidos de terciopelo y de tisú, necesitaron levantar sus zapatos sobre pedestales cónicos hasta de treinta centímetros, para no quedar como aplastadas entre balumbas de ropa.

He insistido un poco en estos detalles, porque la gente, así extraviada, suele considerar a la civilización griega que yo propongo como dechado de la nuestra, una cosa irremediablemente remota y distinta ; mientras lo cierto es que sigue viviendo en los pueblos de su estirpe, a los cuales pertenecemos por la latinidad, si bien deformada con grosería. Esta proviene del maléfico aluvión cristiano ; de suerte que la obra regeneratriz consiste en traer a luz la Antigüedad sin complicación ni prejuicios.

En otra cosa nos parecemos a los atenienses, y es en el modo de ir formando nuestro pueblo.