Las malas costumbres - Julieta García González - E-Book

Las malas costumbres E-Book

Julieta García González

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Beschreibung

Lectora perspicaz e inquieta de la generación del 32, ha hecho del retrato psíquico y el quiebre erótico una herramienta de conocimiento. Sus cuentos son el destilado más fino de una sensibilidad desconcertante que va siempre más rápido de lo que el lector se imagina.

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FOTOGRAFÍA: Víctor Ayala

Julieta García González (ciudad de México, 1970) ha sido becaria del Centro Mexicano de Escritores y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, así como escritora residente de la Jiménez-Porter Writers’ House de la Universidad de Maryland. Vapor, su primera novela, fue celebrada por la crítica como un libro inteligente y audaz. Las malas costumbres es su primera colección de cuentos.

LETRAS MEXICANAS

Las malas costumbres

JULIETA GARCÍA GONZÁLEZ

Las malascostumbres

Primera edición, 2005     Primera reimpresión, 2006 Primera edición electrónica, 2018

“Dos cosas (Una tarde de conferencia)” y “Aves que anuncian el amanecer” fueron escritos con el apoyo de la Jiménez-Porter Writers’ House, de la Universidad de Maryland, durante la primavera de 2003.

Diseño de la colección: R/4 Pablo Rulfo Ilustración de la portada: Rigoberto de la Rocha

D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5920-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Para el Grobas

(Creo que hasta le debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo.)

RAMÓN LÓPEZ VELARDE

ÍNDICE

Dos cosas (Una tarde de conferencia)

Cambio de rutina

Inspiración

Recuerdo de Manuel

Aves que anuncian el amanecer

La tupida copa de un árbol

Dos cosas (Una tarde de conferencia)

Buenas tardes. Entraré en materia.

Hay dos cosas que suceden con cierta regularidad cuando se tiene sexo. Creo de consideración mencionarlo, en parte porque sé que se trata de algo desagradable o francamente grosero, y en parte porque supongo que su aparición es inevitable. Tal vez no todo lo inevitable que parece a primera vista, pero sí difícil de controlar. Hablo de algo que, aunque es lo mismo, varía en su expresión dependiendo del género. Veo su cara de sorpresa: me explico.

Las mujeres emiten gases por el trasero. Cuando relajan los esfínteres en el momento del clímax, aflojan el cuerpo entero y los gases salen de su ano disparados en todas direcciones. Los hombres emiten gases por la boca. Cada movimiento que realizan para penetrar y llegar a un orgasmo presiona su intestino delgado e, incluso, el estómago. Estas emisiones pueden ser apenas perceptibles. A continuación les presentaré algunas imágenes que ilustrarán lo que voy explicando, aunque a veces parezca que no tienen relación alguna con lo que digo. Ustedes encontrarán, poco a poco, un hilo en la secuencia de imágenes y, cuando llegue el momento de explicar algunas, tendrán una idea muy clara del trabajo que hice. (Linda, ¿podrías poner la primera transparencia? Gracias.)

¿Cómo sé esto de los gases expulsados y cuál es su relación con el sexo?, se preguntarán, seguramente con desconfianza, viéndome aquí, sentado e inútil. Pues bien: en principio, me lo han contado docenas de personas fiables. Luego lo he constatado personalmente. Lo que les informo es producto de una investigación seria, la más seria que he realizado hasta ahora. Empecé esta pesquisa intrigado por lo que hacían las parejas cuando se iban a la cama. No, diré la verdad. Empecé la pesquisa antes de darme cuenta de que algo así existía.

Verán, mis padres eran personas conservadoras. Me querían bien. Representaba una carga a veces insoportable para ellos, pero me querían. Y los vi. No a ellos, porque entre mis padres, después de mi nacimiento, no volvió a suceder nada. Supongo que mi incapacidad para moverme o para hablar correctamente los hizo creer durante algún tiempo que tenían un hijo idiota y tal vez vieron en las babas que me escurrían no sólo estulticia, sino incapacidad para observar. Estoy hablando de algo que sucedió hace unos cuarenta y dos años, cuando yo rondaba los seis. Por esto mismo no tengo registrado con precisión el día en que vi a mi madre besarse con un hombre delgado y sombrío.

A mi madre le dio siempre mucha aprensión lo que pudiera ser de mí, temía que me ahogara con mi propia saliva —no era un temor infundado, ya alguna vez había estado a punto de morirme con una bola viscosa atascada en la garganta— o que me fuera de lado y me reventara la cabeza contra el piso. Me mantenía cerca de ella. Yo era una certeza, le brindaba tranquilidad ahí, a un lado, inmóvil y empapado. Y esta interpretación no la inventé yo, atribulado por imágenes de una madre adúltera y hermosa, no: ella misma me lo dijo. No empleó los términos que uso al hablar con ustedes, pero hizo lo que pudo.

Divago. Discúlpenme. Lo atribuyo al medicamento. Pues bien, mi madre no fue el mejor ejemplo que tuve para lo que vengo a exponer hoy aquí. Jamás noté que de ella saliera otra cosa que no fueran gemidos. Unos sonidos prolongados, para mí extrañísimos en esa época, que me dejaban al borde de un ataque de pánico. (Siguiente imagen, preciosa.) Mi madre desaparecía de mi vista arropada en los brazos de algún hombre y luego parecía sucumbir entre los chirridos de una cama vieja. Aprendí mis primeros balbuceos durante esas aventuras. Los intentos iniciales que hice para armar con mi lengua pastosa las frases que se agolpaban en mi mente, surgieron cuando mi madre y los resortes del colchón se agitaban y rechinaban.

Comprenderán que estaba concentrado en asuntos de vital importancia por entonces como para reparar en los detalles que ahora nos ocupan. Si lograba exclamar algo, si de mi boca lograba sacar la súplica que constreñía mi pecho, entonces podría convertirme en una persona normal… Ésas eran mis fantasías. Para mis padres yo todavía era como un mueble incómodo al que había que bañar con regularidad, que apestaba. Como dije, los deslices de mi madre fueron una escuela para mí.

Con mi padre todo fue distinto. A él no lo vi jamás besarse con alguien. O sí, con mi madre, pero de una manera muy extraña. Aunque pregunté, años después, por esos encuentros dolorosos (que me parecían incomprensibles en ese tiempo), ninguno de los dos quiso explicármelos. Sé, sin embargo, que no tuvieron relaciones sexuales. En fin, lo que interesa aquí es que yo vi a mi padre expulsar aire por la boca, eructar, en mucho más de una ocasión. Estoy consciente de que es una función orgánica incontenible; lo sé, créanme. Yo, como pocos, he vivido sujeto a las veleidades de mi anatomía. En todo caso, hablo de los eructos de mi padre cuando se masturbaba, de cómo eran esos eructos.

Aprendí a hablar. Ayudado por la modernidad —la mejor muleta con la que podría contar—, también a escribir. Mis años de aprendizaje fueron lentos y dolorosos. Mis sujetos de estudio me han enseñado más de la vida y de las relaciones que cualquier libro, del mismo modo que los gemidos de mi madre y los rituales en el baño de mi padre superaron los esfuerzos de una fisioterapeuta que trató de sacarme palabras a tirones. (Cambio de foto, linda.)

Ahora bien: el sexo. ¿Qué hay, pues, con el sexo? Considero —algunos de ustedes ya saben mi postura al respecto— que el sexo ha sido sobrevalorado. No estoy hablando de hoy, de esta época hipersexual en que vivimos. No. Algunos de ustedes se preguntarán: ¿cómo puede hablar de sexo él, incapaz de valerse por sí mismo, un títere de la fisiología humana? Bueno, pues tengo autoridad, aunque no lo crean. No explicaré más, es innecesario. Pero tienen razón los que piensan que me refiero a la sexualidad como si hablara de una droga o de un alimento nocivo, es algo intencional. Creo que destruye la mente. He visto cientos, quizás miles de escenas de sexo: en vivo, filmadas, en fotografías, ilustradas. Tengo un estudio sobre los gestos y la deformación de los rasgos durante el coito. Ese estudio fue mi aproximación preliminar a este que ahora presento. (Sí, la que sigue. Gracias.)

Haré una confesión: no fue originalmente idea mía. La primera pista que tuve para realizar este estudio provino de una persona insospechada. Yo había dedicado años a la comparación entre algunos grandes mamíferos —su comportamiento antes, durante y después del coito— y los seres humanos bajo circunstancias sociales similares. Estaba en un punto muerto que me tenía desilusionado, sin ánimos de trabajar y propenso a la distracción. Un día —lamento que prevalezca la anécdota, pero es importante para explicar el contexto de esta investigación—, mientras miraba absorto a unos zanates comer las frutillas de un laurel de la India, escuché algo que me sobresaltó. (Siguiente, por favor.) La casa junto a la mía, y con la que comparto jardín, estaba siendo remodelada. Dos albañiles hablaban sin tapujos, afanándose en su labor. Sin interrumpirse, uno de ellos hizo girar mis estudios ciento ochenta grados. Si mal no recuerdo, dijo lo siguiente: “Uno las pone de patas y ellas se pedorrean”. Sé que puede sonar hilarante —lo veo en sus caras, en el sobresalto con el que vibró este sitio—, pero al hombre le parecía una situación triste e irremediable. Durante un tiempo se dedicaron a fantasear en voz alta sobre mujeres que no se tiraran ni un solo pedo al ser penetradas por detrás. Entonces llegó a mí la iluminación y recuperé viejísimas memorias que me sirvieron para redireccionar mi trabajo.

Lo primero que me pregunté en ese momento fue: ¿las mujeres dan rienda suelta a sus ventosidades cuando son penetradas por el ano (mejor dicho, una vez que lo fueron) o cuando son penetradas de forma vaginal? Espero que las señoras entiendan lo que pretendo hacer. Créanme, a mí poco puede sorprenderme o asustarme lo que le sucede a un cuerpo. He visto al mío llegar al límite, he vivido en el borde de lo tolerable incluso para mí mismo.

Una vez que aprendí a hablar, que pude decir lo que quería y, más aún, lo que sentía, mis padres me llevaron a una escuela especial. Ahí aprendí otras cosas importantes que me hacen ser lo que soy: por ellas puedo estar ahora frente a ustedes y no detrás de un biombo que los proteja de mí. Sonríen, eso me gusta. En la escuela había dos hombres fornidos que se encargaban de mi cuidado cuando no estaban las maestras, las fisioterapeutas o las psicólogas. (La enseñanza y las terapias se daban dentro de una burbuja llena de mujeres.) Uno de los hombres fornidos, de cabellos muy cortos y manos anchas, tenía relaciones sexuales con mi fisioterapeuta. Lo hacían junto a la alberca de terapias. Este mismo hombre tenía relaciones homosexuales con su compañero. Fornicaban casi enfrente de mí, especialmente cuando yo todavía no hablaba con claridad y cuando aún no sabía gritar.

Yo diría que lo primero que me llamó la atención de este hombre fue su capacidad para mentir, el talento que tenía para engañar a los otros dos personajes de su historia sexual. Pero eso pasó a segundo término cuando descubrí su incapacidad para contener los eructos. Cuando lo hacía con ella, era más recatado. Si empujaba mi silla de ruedas y ella estaba cerca de él o si, al pasar, ella le coqueteaba abiertamente, el hombre fornido (llamémosle A) no podía evitar llevarse el puño a la boca y exhalar un eructo. Así descubrí que algo se removía en sus entrañas cuando se excitaba.

A era mucho menos sutil cuando hacía el amor con el otro hombre fornido. Los dos gruñían y gritaban como perros heridos. A continuaba con la exhalación de gases. Su compañero, más joven y menos excitable, se entregaba a sus placeres sin tanta alharaca. En una ocasión, sin embargo, lo vi llevarse la mano a la boca como para evitar que el aire fétido llegara hasta A. De lo que sucedía en el centro de rehabilitación especializada y de lo que sucedió en alguna otra escuela después, frente a mis ojos, no tuve mucha conciencia. No reflexioné sobre ello hasta que la voz del albañil hizo las veces de iluminación. Veamos el esquema. (Gracias, preciosa.)

En las decenas de entrevistas que he realizado he notado que a las personas les parece repulsiva la idea y que muchos niegan con vehemencia esta proliferación de flato o de exhalaciones. En términos generales, las personas no se sienten en confianza para narrar, de buenas a primeras, los más íntimos secretos de su vida sexual. Están ávidos, por el contrario, de detallar el número de personas o de veces que han tenido intercambio de fluidos con otros. Eso no me resulta importante, o no para este estudio específico.

Acostumbrado a vivir entre mi propia inmundicia, a no controlar lo que para los demás era evidente motivo de vergüenza —de la más apretada intimidad—, aprendí a leer en los deshechos corporales lo que otros se negaban a ver. No haré aquí una apología de la excrecencia: entiendo por qué es detestable, por qué ahuyenta a las personas; tampoco hablaré de mi propia experiencia en ese terreno, porque odiaría verlos retirarse en desconcierto. Descuiden. (Cambio, querida.)

Hay una serie de perversiones, de desvíos de la voluntad, que tienen que ver con los excrementos. Miren esta imagen: estas chicas están desayunándose unos molotes de mierda. Los breves calzoncillos que llevan puestos, las medias con liguero, los tacones altos, no son otra cosa que una coqueta distracción. Lo que realmente interesa es la caca de este hombre que ven aquí. ¿Pueden observarlo claramente o solicito que amplíen la imagen? Bien. Pues sí. Esto que está aquí es un fetiche tolerado, incluso alentado en algunos círculos. No hablaremos de lo que estas niñas padecerán después de semejante almuerzo. Diré tan sólo que estas mismas chicas se desconciertan ante el menor pedorreo si es que hay alguien más en la sala: el fotógrafo, por ejemplo. O yo, haciéndoles preguntas.

Me senté con ellas durante horas y las vi alistarse para la sesión de fotos. Yo no puedo hacer mucho más que sentarme y contemplar si es que no estoy en casa, rodeado de mis herramientas de trabajo. En aquella ocasión mi única arma era una grabadora, así que empleé todo mi empeño en sacarles una confesión. Salió natural. Comenzaron a ensañarse una contra la otra. Se echaron en cara la expulsión de gases y otras cosas que entonces me parecieron necedades. Claro, primero se alabaron. Hablaron maravillas del cuerpo de la otra, de su forma de actuar, de moverse, del atrevimiento de alguna al lanzarse a cierta escena particularmente arriesgada o desagradable. Se acariciaron frente a mí, se besaron, terminaron haciéndose el amor bajo mis narices. A una pregunta expresa la más rubia de ellas bajó la mirada. Poco a poco surgieron las acusaciones y la confirmación de mi teoría.

Ahora, ¿cuál es la relación entre la expulsión de gases y el sexo? Bien. Hay dos formas de aproximarse a este hecho para ustedes desconcertante (lo veo en sus rostros). La primera: los gases a la hora del sexo tienen un significado. No soy del todo ajeno a las teorías del Profesor. De hecho, me parece lamentable que haya abandonado, en sus primeros años de trabajo, la teoría de las pulsiones. Porque, justamente, de ahí viene este asunto. Es una cuestión de vida o muerte, por decirlo de alguna manera. ¿Cómo se manifiestan, pues, estos impulsos? A través del propio cuerpo. Esto es: la fisiología tiene su lenguaje propio, dice sus cosas. Nosotros podemos darnos aires de civilidad, de superar los escollos evolutivos en los que evidentemente nos encontramos… Pero de ahí a obviar las verdades de las que habla nuestro organismo hay un trecho sustancial e infranqueable. Nada es tan cierto como lo que dice el cuerpo.