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Las memorias de Mamá Blanca es una evocadora exploración de la infancia, la nostalgia y los contrastes entre tradición y modernidad en la Venezuela de principios del siglo XX. Teresa de la Parra retrata con sensibilidad la transición de una sociedad agraria hacia la modernidad, a través de los recuerdos de la protagonista, quien rememora su infancia en la hacienda Piedra Azul. Con una mirada crítica pero melancólica, la novela examina las dinámicas familiares, los roles de género y la pérdida de un mundo idílico ante los cambios sociales y económicos. Desde su publicación, Las memorias de Mamá Blanca ha sido aclamada por su prosa elegante y su capacidad para capturar la esencia de un tiempo y un lugar en transformación. Su exploración de la identidad, la memoria y la tensión entre el pasado y el presente ha consolidado su estatus como una obra fundamental de la literatura hispanoamericana. A través de sus personajes vívidos y su atmósfera nostálgica, la novela sigue resonando con lectores, ofreciendo una reflexión atemporal sobre la infancia y el inexorable paso del tiempo. La relevancia perdurable de la obra radica en su capacidad para abordar los vínculos entre historia personal y memoria colectiva. Al examinar la intersección entre la intimidad de los recuerdos y los grandes procesos de cambio social, Las memorias de Mamá Blanca invita a reflexionar sobre la construcción de la identidad y la manera en que el pasado sigue moldeando el presente.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2025
Teresa de la Parra
LAS MEMORIAS DE MAMA BLANCA
PRESENTACIÓN
DEDICATORIA
ADVERTENCIA
LAS MEMORIAS DE MAMÁ BLANCA
VIENEN VISITAS
MARÍA MOÑITOS
AQUÍ ESTÁ PRIMO JUANCHO
VICENTE COCHOCHO
SE ACABÓ TRAPICHE
NUBE DE AGUA Y NUBE DE AGÜITA
AURORA
Teresa de la Parra
1889 – 1936
Teresa de la Parra fue una escritora venezolana, ampliamente reconocida como una de las figuras literarias más importantes de América Latina a principios del siglo XX. Nacida en París en el seno de una familia venezolana, es conocida por sus novelas que exploran temas como la identidad, los roles de género y las restricciones impuestas a las mujeres por la sociedad. Aunque su obra es breve, tuvo un impacto duradero en el pensamiento feminista y la literatura latinoamericana.
Primeros años y educación
Teresa de la Parra nació como Ana Teresa Parra Sanojo en una familia aristocrática. Pasó su infancia en Venezuela antes de trasladarse a Europa para su educación. Criada en una sociedad con normas de género rígidas, estuvo influenciada por las tradiciones literarias francesas y españolas, que marcaron su estilo narrativo. A pesar de las limitaciones impuestas a las mujeres de su época, desarrolló una sólida formación intelectual y una perspectiva crítica sobre el papel de la mujer en la sociedad latinoamericana.
Carrera y contribuciones
Teresa de la Parra es conocida principalmente por sus dos novelas más importantes: Ifigenia: Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1929). Ifigenia, su obra más célebre, es una novela semi-autobiográfica que cuestiona los roles opresivos impuestos a las mujeres, retratando la lucha de una joven entre sus deseos personales y las expectativas sociales. La novela es considerada una obra pionera del feminismo en la literatura latinoamericana.
Su segunda novela, Memorias de Mamá Blanca, ofrece una visión nostálgica e íntima de la vida aristocrática venezolana, reflexionando sobre la infancia y el declive del viejo orden social. La obra destaca por su lenguaje poético y su narrativa evocadora, capturando con calidez e ironía un mundo en desaparición.
Impacto y legado
El trabajo de Teresa de la Parra desafió las representaciones tradicionales de la mujer en la literatura latinoamericana, presentando personajes femeninos complejos e independientes. Sus novelas se adelantaron a su tiempo, abordando temas de género, autonomía y modernidad que luego serían fundamentales en los movimientos feministas.
Además, fue una intelectual influyente, participando en conferencias y ensayos sobre la educación y el papel de la mujer en la sociedad. Sus ideas dejaron una huella en generaciones posteriores de escritores latinoamericanos, especialmente en aquellos que abogaban por los derechos de la mujer.
Teresa de la Parra falleció a los 46 años en 1936, debido a la tuberculosis. A pesar de su corta trayectoria literaria, sus obras siguen siendo fundamentales en la literatura latinoamericana. Hoy es considerada una figura clave en la literatura feminista de la región, y sus novelas continúan siendo estudiadas por su profundidad psicológica y su aguda crítica social.
Su legado perdura a través de sus poderosos e introspectivos retratos de la lucha femenina, consolidándola como una voz imprescindible en el canon literario de América Latina.
Sobre la obra
Las memorias de Mamá Blanca es una evocadora exploración de la infancia, la nostalgia y los contrastes entre tradición y modernidad en la Venezuela de principios del siglo XX. Teresa de la Parra retrata con sensibilidad la transición de una sociedad agraria hacia la modernidad, a través de los recuerdos de la protagonista, quien rememora su infancia en la hacienda Piedra Azul. Con una mirada crítica pero melancólica, la novela examina las dinámicas familiares, los roles de género y la pérdida de un mundo idílico ante los cambios sociales y económicos.
Desde su publicación, Las memorias de Mamá Blanca ha sido aclamada por su prosa elegante y su capacidad para capturar la esencia de un tiempo y un lugar en transformación. Su exploración de la identidad, la memoria y la tensión entre el pasado y el presente ha consolidado su estatus como una obra fundamental de la literatura hispanoamericana. A través de sus personajes vívidos y su atmósfera nostálgica, la novela sigue resonando con lectores, ofreciendo una reflexión atemporal sobre la infancia y el inexorable paso del tiempo.
La relevancia perdurable de la obra radica en su capacidad para abordar los vínculos entre historia personal y memoria colectiva. Al examinar la intersección entre la intimidad de los recuerdos y los grandes procesos de cambio social, Las memorias de Mamá Blanca invita a reflexionar sobre la construcción de la identidad y la manera en que el pasado sigue moldeando el presente.
A ti, que, al igual de Mamá Blanca, reinaste dulcemente en una hacienda de caña, donde al impulso de tu mano llamaba a los peones la campana para la misa del domingo, subía en espirales de oración a la hora del ángelus sobre el canto de los grillos y el parpadeo de los cocuyos, el humo santo de la molienda en el torreón y te dibujas allá, entre la niebla de mis primeaos recuerdos, lejana y piadosa, apacentando caberas sobre un fondo de campo, como la imagen de la donadora en el retablo de algún primitivo.
Mamá Blanca, quien me legó al morir suaves recuerdos y unos quinientos pliegos de papel de hilo surcados por su fina y temblorosa letra inglesa, no tenía el menor parentesco conmigo. Escritos hacia el final de su vida, aquellos pliegos, que conservo con ternura, tienen la santa sencillez monótona que preside las horas en la existencia doméstica, y al igual de un libro rústico y voluminoso, se hallan unidos por el lomo con un estrecho cordón de seda, cuyo color, tanto el tiempo como el roce de mis manos sobre las huellas de las manos ausentes, han desteñido ya.
A falta de todo parentesco uníanme estrechamente a Mamá Blanca misteriosas afinidades espirituales, aquellas que en el comercio de las almas tejen la trama más o menos duradera de la simpatía, la amistad o el amor, que son distintos grados dentro del mismo placer supremo de comprenderse. Su nombre, Mamá Blanca, era, en el fervor de mis labios extraños, la expresión que mejor convenía a su vejez generosa y sonriente. Habíaselo dado al romper a hablar el mayor de sus nietos., Como los niños y el pueblo, por su ignorancia o desdén de las abstracciones, poseen la ciencia de acordar las cosas con la vida, saben animar de sentido las palabras y son los únicos capaces de reformar el idioma, el nombre que describía a un tiempo la blancura del cabello y la indulgencia del alma fue cundiendo en derredor con tal naturalidad que Mamá Blanca acabaron diciendo personas de toda edad, sexo y condición, pues que no era nada extraño el que al llegar a la puerta, una pobre con su cesta de mendrugos, o un vendedor ambulante con su caja de quincalla, luego de llamar: toe, toe, y de anunciar asomando al patio la cabeza: "¡Gente de paz!" preguntasen familiarmente a la sirvienta 'vieja, que llegaba a atender, si se podía hablar un momento con la señora Mamá Blanca.
Aquella puerta, que, casi siempre entornada, parecía sonreír a la calle desde el fondo del zaguán, fue un constante reflejo de su trato hospitalario, una muestra natural de su amor a los humildes, un amu-ble vestigio de la edad fraternal sin timbres ni llave inglesa y fue también la causa o circunstancia de donde arrancó nuestro mutuo, gran afecto.
Conocí a Mamá Blanca mucho tiempo antes de su muerte, cuando ella no tenía aún setenta años ni yo doce. Trabamos amistad, como ocurre en los cuentos, preguntándonos los nombres desde lejos, amortiguadas las voces por el rumor del agua que cantaba y se reía al caer sobre el follaje. Iba yo jugueteando por el barrio y de pronto, como se me viniese a la idea curiosear en una casa silenciosa y vieja, penetré en el zaguán, empujé la puerta tosca de aldabón y barrotes de madera, pasé la cabeza por entre las dos hojas y me di a contemplar los cuadros, las mecedoras, los objetos y en el centro del patio un corro de macetas, con heléchos y novios que subidos al brocal de la pila se estremecían de contento azotados por la lluvia de un humilde surtidor de hierro. Allá, más lejos aún, en el cuadro de una ventana abierta, dentro de su comedor, la dueña de la casa con cabeza de nieve y bata blanca se tomaba poco a poco una taza de chocolate mojando en ella plantillas y bizcochuelos. Hacía rato que la contemplaba así, como a la madrina de las macetas y del surtidor, cuando ella, volviendo los ojos, descubrió mi cabeza que pasaba la puerta. Al punto sorprendida y sonriente, me gritó cariñosa desde su mesa:
— ¡Ajá, muy bien, muy bien! ¡Averiguando la vida ajena, como los merodeadores y los pajaritos que se meten en el cuarto sin permiso de nadie! ¡No te vayas y dime cómo te llamas, muchachita bonita y curiosa!
Yo le grité mi nombre varias veces hasta que llegó a oírlo y ella, como tenía el alma jovial ante lo inesperado y le gustaba el sabor de las pequeñas aventuras callejeras, volvió a gritar en el mismo tono y con la misma sonrisa:
— ¡Yo me llamo Mamá Blanca! ¡No te vayas, no te vayas, ven acá, pasa adelante, ven a hacerme una visita y a comerte conmigo una tajada de torta de bizco-chuelo!
Desde mi primera ojeada de inspección había comprobado que aquella casa de limpieza fragante florecía por todos los lados en raídos y desportillados, cosa que me inspiró una dulce confianza. La jovialidad de su dueña acabó de tranquilizarme. Por ello, al sentirme descubierta e interpelada, en lugar de echar a correr a galope tendido como perro cogido en falta, accedí primero a gritar mi nombre, y después, con mucha naturalidad, pasé adelante.
Sentadas frente por frente en la mesa grande, comiendo bizcochuelo y mordisqueando plantillas, dialogamos un buen rato. Me contó que en su infancia habia traveseado mucho con mi abuelo, sus hermanos y hermanas por haber sido vecinos muchos años, pero en otro barrio y en unos tiempos que ya se iban quedando tan lejos, ¡tan relejos!... Me encontró parecidos con personas ya muertas, y como yo, por decir algo, le refiriese que en mi casa teníamos muchas rosas y el loro Sebastián, que sabía gritar los nombres de todo el mundo, me llevó para que conociese en detalles su patio y su corral, donde también había rosas; pero en lugar de Sebastián ejércitos de hormigones, ¡ay ay ay! que acababan con las flores.
Nacida en una hacienda de caña con trapiche y oficinas de beneficiar café, Mamá Blanca conocía a tal punto los secretos y escondites de la vida agreste que, al igttal de su hermano Juan de la Fontaine, interrogaba o hacía dialogar con ingenio y donaire, flores, sapos y mariposas. Enseñándome patio y corral me fué diciendo:
— Mira, estas margaritas son tenas niñas coquetas que les gusta presumir y que las vean con su vestido de baile bien escotado... Las violeticas de esta orilla del patio viven tristes porque son pobres y no tienen novio ni vestidos con que asomarse a la ventana; no salen sino en Semana Santa, descalzas, con la sayita morada, a cumplir su promesa como los nazarenos... Aquellas señoritas flores de mayo son millonarias, allá
van en su coche de lujo, y no saben de las cosas de la tierra sino por los* cuentos que les llevan las abejas que las adulan porque viven a costa de ellas.
Y así fue como saciada por entero mi ctiriosidad, entre violetas y margaritas, biscochuelos y plantillas, Mamá Blanca y yo nos fuimos corriendo de la mano, camino de nuestra gran amistad. A partir de aquella tarde, bajo el menor pretexto salía de mi casa, volteaba a todo correr la esquiné, penetraba en el zaguán amigo y comenzaba a gritar alegremente como quien participa una estupenda noticia:
— ¡Aquí estoy yo, Mamá Blanca, Mamá Blanquita, que estoy yo aquí!
fladie comprendía que a mi edad se pudiesen pasar tan largos ratos en compañía de una señora que bien podía ser mi bisabuela. Como de costumbre, la gente juzgaba apoyándose en burdas apariencias. Aquella alma sobre la cual habían pasado setenta años' era tan impermeable a la experiencia que conservaba intactas, sin la molesta inquietud, todas las frescuras de la adolescencia, y, junto a ellas, la santa necesidad del árbol frutal que se cubre de dones para ofrendarlos maduros por la gracia del cielo. Su trato, como la oración en labios de los místicos, sabía descubrirme horizontes infinitos e iba satisfaciendo ansias misteriosas de mi espíritu. No creo, por lo tanto, exagerar al decir no sólo que la quería, sino que la amaba y que como en todo amor bien entendido, en su principio y en su fin, me buscaba a mí misma. Para mis pocos años aquella larga existencia fraternal, en la cual se encerraban aventuras de viajes, guerras, tristezas, alegrías, prosperidades y decadencias, era como un museo impregnado de gracia melancólica, donde podía contemplar a mi sabor todas las divinas emociones que la vida, por previsión bondadosa, no había querido darme todavía, bien que a menudo, por divertirse quizás con mi impaciencia, me las mostrase desde lejos sonriendo y guiñando los ojos maliciosamente. Yo no sabía aún que, a la inversa de los poderosos y los ricos de este mundo, la vida es espléndida no por lo que da, sino por lo que promete, Sus numerosas promesas no cumplidas me llenaban entonces el alma de un regocijo incierto. Sin sospecharlo me iba a buscarlo a todas horas en la paz de los paisajes campesinos en los ratos propicios en que florece el ensueño, en el mundo indefinido de la música o de los versos y en el encanto que emana dulcemente de las cosas e historias de otros tiempos, Como Mamá Blanca poseía el don precioso de evocar narrando y tenía el alma desordenada y panteísta de los artistas sin profesión, su trato me conducía fácilmente por amenas peregrinaciones sentimentales. En una palabra: Mamá Blanca me divertía. He ahí la razón poderosa por lo egoísta de mi apego y continuas visitas.
Con sus pobres dedos temblorosos y sin mayor escuela, tocaba el piano con intuición maravillosa. A los pocos días de habernos hecho amigas, emprendió el largo, cotidiano obsequio de darme lecciones, sentadas las dos todas las tardes ante su piano viejo. Después de las clases, merendando juntas, solía decirme a guisa de otro gentil regalo:
— Siempre le pedí a Dios que entre los hijos me mandara siquiera una sola hijita. Como es terco y le gusta hacer milagros cuando no lo molestan, me la mandó ahora: a los setenta años.
Debo advertir que Mamá Blanca, cuyo amor maternal, traspasando los límites de su casa y su familia, se extendía sin excepción sobre todo lo amable: personas, animales o cosas, vivía sola como un ermitaño y era pobre como los poetas y las ratas.' A la muerte de su marido se había dado a malgastar su fortuna realizando los más perseverantes y lamentables negocios de bolsa. Su amor a cierto fausto magnífico y futuro, dentro del cual, entre damascos y púrpuras, repartía dádivas a manos llenas como frutos cosechados sin esfuerzo en una tierra de promisión, la había impulsado a ello. De modo que si sus especulaciones fallidas no le dieron nunca a probar el sabor de la riqueza, que es deslavazado y fértil en desencantos, le regalaron, en cambio, generosamente, por virtud bendita de la imaginación, la parte verdaderamente esplendorosa, la del ideal, la misma que en el evangelio se apresuró a tomar María. Ahora, en su pobreza, fiel a su gentil vicio, jugaba a la lotería.
Sus hijos se condolían de tanto aislamiento dentro de tanta estrechez e insistían para que fuese a habitar al lado de uno u otro en sus cómodas y más o menos bien decoradas casas, Mamá Blanca respondía obstinadamente :
— ¡Los viejos estorban! Cuando quieran verme, vengan todos a todas horas: ahí tienen mi puerta de zaguán, que, como buena puerta de pobre, siempre está abierta.
— Los viejos estorban era un subterfugio. Su abnegación maternal, siempre alerta para acudir a reclamar la mitad de cualquier tristeza o contratiempo, no había logrado anular en ella su sagrado horror por todo aquello que significase vulgaridad. Me refiero especialmente a la vulgaridad del alma. Las nueras de Mamá Blanca, muy unidas entre sí, gracias a la necesidad absoluta de vi^ir rivalizando, educadas casi todas en Europa, hablaban bien varios idiomas, viajaban mucho, hacían sport, no se vestían mal, cifraban su honor en el brillo más o menos deslumbrante de sus relaciones y se avergonzaban con discreción de aquella suegra que vivía en una casa con pisos de ladrillo, junto a una vieja sirvienta mal vestida y que, por otro lado, ni era inteligente, ni era instruida. Mamá Blanca, cuyos ruidosos fracasos en todo lo que representase éxito material le habían conquistado aquella sólida reputación de poca inteligencia, atrincheraba tras su pobrecito francés aprendido en Olendorff el más estupendo temperamento de artista y una exquisita, sutil inteligencia, que más aún que en los libros se había nutrido en la naturaleza y en el saborear cotidiano de la vida. Éstas eran 'las causas por las cuñales, con amable ironía ante el peligro de sus nueras, había sabido encerrarse en su casa de ladrillos y en su torre de marfil: "los viejos estorban".
Sus hermosos ojos negros, que en el marco del rostro tan gentilmente marchito no perdieron nunca el fuego de la juventud, brillaban a menudo con chispazos de malicia y sus palabras, que eran armoniosas tanto por la musicalidad del tono cuanto por la gracia infinita del pensamiento, mezclaban con sazonada medida la ternura a la ironía.
Se burlaba afectuosamente de todo porque su alma sabía que la bondad y la alegría son el azúcar y la sal indispensables para aderezar la vida. A cada cosa le ponía sus dos granitos.
Yo creo que jamás reina ninguna llevó su manto de brocado y de armiño con la noble soltura con que Mamá Blanca llevaba su pobreza. Aseguraba que había aprendido tal arte en su más tierna infancia y en el ejemplo de un viejo pariente a quien llamaba Primo Juancho. Siempre pulcra, su amor a todo lo que fuese placer de la vista la inducía a disimular con multitud de ardides, en muebles y en objetos', las injurias del uso o de los accidentes, para luego, cuando viniese el caso, descubrir el engaño por medio de una frase salpicada de ingenio.
Un día, como se le rompiese en forma irremediable y muy visible un jarrón de porcelana antigua que servía de envase a una de sus plantas preferidas, cubrió la parte superior, que era la maltrecha, atando en contorno y como mejor pudo un pañuelo de seda escocesa. Luego, alejándose unos pasos, contempló y comentó el desacierto de su trabajo interrogando al jarrón con gran dulzura:
— Pobre viejo. ¿Tienes dolor de cabeza?
El jarrón, en efecto, adquirió para siempre un aspecto humano de humilde y cómica resignación.
Llena de fe cristiana, trataba a Dios con una familiaridad digna de aquellos artífices de los primeros siglos de la Iglesia, quienes rebosantes de celo, para bien demostrar a los fieles la Ira Santa y la Sagrada Justicia del Señor, no vacilaban en tallarlos en piedra tirándose de las barbas o arrojando a Adán del Paraíso por medio de un acertado puntapié. Pero el Dios de Mamá Blanca no se indignaba nunca ni. era capaz del menor acto de violencia. A menudo sordo, siempre distraído, presidía sin majestad un cielo alegre, lleno de flores en el cual todo el mundo lograba pasar adelante por poco que le argumentasen o le llamasen la atención haciéndole señas cariñosas desde la puerta de entrada.
La música fué siempre la gran pasión de su vida. Cuando sentada al piano lograba apresar entre sus dedos la corriente de comunión divina que une al compositor con el ejecutante, al igual de los santos en éxtasis, se alejaba de la tierra y se transfiguraba. En tales momentos, la realidad, por apremiante que fuera, no existía.
Una vez, hallándose perdida y feliz en el sutil laberinto de un Claro de Luna, de Beethoven, vinieron a avisarle que un individuo de quien era acreedora, después de continuas diligencias y demandas realizadas por sus hijos, llegaba finalmente a saldar su deuda, entregando el dinero en propias manos. Al oír el nuncio lanzado por la, vieja sirvienta desde el umbral de la sala, Mamá Blanca volvió apenas la cabeza y respondió con una severidad sólo empleada en tales casos :
— He dicho ya mil veces que no me molesten nunca, bajo ningún pretexto, cuando estoy en el piano.
— Dice que.. .iba a replicar la sirvienta.
— Dice ¡nada! — interrumpió Mamá Blanca — ; que vuelva otro día.
Y siguió vagando dichosa por su etéreo laberinto bajo la luna. Inútil es advertir que el deudor reúnente no volvió jamás y que Mamá Blanca, ya de regreso a la tierra, deploró mucho tiempo, casi entre lágrimas, semejante coincidencia.
Los achaques de su piano, cuyas cuerdas gastadas se resistían de tiempo en tiempo a sonar como es debido, la hacían sonreír de indulgencia en atención a tan larga fidelidad herida por fin de decadencia. Sus propias deficiencias la llenaban de un suave desencanto que florecía en consejos si, dado el caso, yo me hallaba gentada a su lado. En tal circunstancia, cesaba la pieza comenzada, se quitaba los anteojos, apoyaba los codos en el teclado, cruzaba sus manos salpicadas por las manchas del tiempo y me decía en voz de confidencia, señalando con los ojos el nombre del compositor, en el libro abierto sobre el piano :
— ¿Tú ves? Yo hubiera llegado hasta él porque lo comprendo, pero no lo alcanzo. Estos dedos viejos no me ayudan ni me ayudaron nunca, porque en mi tiempo, hijita, no se usaba aprender con fundamento. Aprende, aprende tú para que gobiernes en las notas, no vengan ellas a gobernarte a ti. Óyelo bien y no lo olvides: éste es el único marido que da ventajas y no deja remordimientos ni busca enemigos.
¡Sí! Tú hubieras gobernado en las notas y en otros muchos reinos que no son de este mundo, Mamá Blanca, porque tú tenías genio, madie lo sospechó nunca, y fué sin duda esa ignorancia de la opinión ajena la que purificó tu alma del más leve soplo de vulgaridad, como un nuevo bautismo de belleza y de gracia.
Una mañanita de abril, muy temprano, como quien se marcha a una excursión campestre, ante el suave concierto que formaban juntos el surtidor de la pila y el piar de los pajaritos saltando sobre el alero, sin dolor ni quejas. Mamá Blanca se fue dulcemente camino de aquel cielo que durante la vida había tenido el buen cuidado de arreglar a su gusto: ¡tan propicio a la íntima alegría! Ya dormida, sus labios entreabiertos por una inmóvil sonrisa, cantaban a lo lejos en el coro de los Bienaventurados. Cuando el ataúd, ligero y florido como su espíritu, pasó sin dificultad por la puerta del zaguán, el ángulo final que se ofreció a la vista pareció exclamar desde la altura dirigiéndose a todos los de adentro:
— ¡Adiós, hasta después, y dispensen la molestia!
Como tanto me lo había recomendado, una vez ya ausente me apresuré a reclamar cierto manuscrito misterioso que se hallaba dentro de sú armario y en el cual, durante su vida y sus ratos perdidos, solía trabajar clandestinamente, como el niño que juega con objetos destinados a más graves empleos. Sabiendo de antemano que estaría yo siempre de buen grado a la sombra de sil espíritu, me había dicho repetidas veces:
— Ya sabes, esto es para ti. Dedicado a mis hijos y nietos, presiento que de heredarlo sonreirían con ternura diciendo : "¡Cosas de Mamá Blanca!", y ni siquiera lo hojearían. Escrito, pues, para ellos, te lo legaré a ti. Léelo si quieres, pero no lo enseñes a nadie. Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir conmigo que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí. Éste es el retrato de mi memoria. Lo dejo entre tus manos. Guárdalo con mi recuerdo algunos años más. Y guardado, en efecto, han pasado por él varios años.
Siendo indiscreción tan en boga la de publicar Memorias y Biografías cortando aquí, añadiendo allá, según el capricho de biógrafos y editores, no he podido resistir más tiempo a la corriente de mi época y he emprendido la tarea fácil y destructora de ordenar las primeras cien páginas de estas Memorias, que Mamá Blanca llamó "retrato de su memorias, a fin de darlas a la publicidad. Como se ha visto, quien las escribió sólo fué célebre ante el afecto conmovido de mi alma. Ésta es, sin duda, la única originalidad que ofrecen sobre las demás. Mientras las disponía, he sentido la mirada del público lector, fija continuamente sobre mí como el ojo del Señor sobre Caín. No es de extrañar que, perdida su primera frescura, hayan adquirido ya una pretensión helada y simétrica, condición fatal que rige casi todo escrito destinado a la imprenta. Queriendo condensar y aspirando a corregir, he realizado una siega funesta. Como bandada de mariposas perseguidas, las frases originales han dejado sobre las viejas páginas sus pintadas alas: las alas de la vida. En el nuevo manuscrito son muy pocas las que vuelan todavía. Sin ejercer como yo la profesión de las letras, Mamá Blanca escribía con el gracioso abandono de esos autores cuyas hojas de libro corren ligeras sobre los años y nunca se marchitan. Tal observación la había hecho ya más de una 'vez leyendo sencillas cartas de personas que jamás aspiraron a entrar en el templo solemne de la literatura, por lo cual he deducido con melancolía que esta necesidad imperiosa de firmar un libro no es hierba que nos brota por la fuerza del talento, sino quizá, quizá, por la debilidad del espíritu crítico. Sé de antemano que la mayoría de mis colegas y lectores contemporáneos no han de reprocharme la poda hecha en terrenos de naturalidad y limpidez, sino acaso por lo que encierra de incompleta. Sensible a la aprobación, tal seguridad me regocija.. En nuestros días, el ingenio alerta suele realizar en la sombra, entre formas desapacibles y a espaldas de la naturaleza, obras de un esplendor hermético. Para llegar hasta ellas, es preciso forcejear mucho tiempo, hasta abrir siete puertas con siete llaves de oro. Cuando se logra penetrar en el último recinto, se contempla con extenuación un punto interrogante velado y suspendido en el vacío. Por lo que me atañe, puedo asegurar, con la dulce satisfacción del deber cumplido, que he llevado siempre a exposiciones cubistas y a antologías dadaístas un alma vestida de humildad y sedienta de fe: lo mismo que en las sesiones espiritas, no he visto ni oído a mi alrededor sino la oscuridad y el silencio.