Las normas del amor - Kara Lennox - E-Book
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Las normas del amor E-Book

Kara Lennox

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Beschreibung

Ser sincero es fácil… Decir la verdad no lo es tanto La única persona capaz de conseguir que Luc Carter no se fuera de la pequeña ciudad de Indigo era Loretta Castille. Pero también era el motivo por el que debía irse. La atractiva madre soltera y panadera que abastecía el hotel de Luc llevaba años sin querer salir con un hombre, desde que había descubierto que se había casado con un delincuente. Podría considerar la idea de romper sus propias reglas con Luc, pero no si descubría que estaba en libertad condicional. Luc pronto sería un hombre completamente libre y sin antecedentes, pero no disfrutaría de la libertad si tenía que renunciar a la mujer a la que amaba.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LAS NORMAS DEL AMOR, Nº 157 - Agosto 2013

Título original: A Second Chance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3511-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

1

Todavía no había amanecido y Luc Carter llevaba ya una hora levantado. Unos de sus huéspedes, una pareja procedente de Washington dedicada a la observación de las aves, pensaban hacer una excursión a la ciénaga Teche para intentar ver un pájaro carpintero y Luc les había prometido tener el desayuno a las siete.

No le importaba madrugar. Le gustaban aquellas horas tranquilas en las que los huéspedes todavía dormían y no había nadie en todo Indigo despierto. Salvo Loretta, quizá.

Loretta. Tenía que dejar de pensar en ella. ¿Pero cómo, si la veía casi todas las mañanas? Loretta Castille horneaba los panes y los bizcochos más deliciosos de Luisiana y los llevaba recién hechos todos los días a La Petite Maison, el hostal que Luc dirigía.

Luc revisó la tortilla que tenía en el horno y se volvió para exprimir las naranjas. El café estaba al fuego y su aroma se extendía por todo aquel edificio de arquitectura criolla que Luc había restaurado con sus propias manos.

Mientras mezclaba las fresas y las nueces en un cuenco de yogurt, permanecía pendiente de la ventana.

Loretta llegaría en cualquier momento con su cesta. Era una pena que el mejor momento del día para Luc tuviera siempre lugar antes del desayuno.

Cuando el cielo comenzaba a teñirse de rosa, llegó hasta él el familiar resoplido de la vieja camioneta de Loretta.

Llegaba puntual, como siempre. Loretta trabajaba día y noche para sacar adelante su panadería. Era difícil mantener a flote un negocio en un pueblo tan pequeño como Indigo, pero la gente lo conseguía.

Luc cruzó la mosquitera y salió al porche a recibirla. Loretta siempre llegaba con prisa, tenía una larga lista de clientes esperando sus panes y agradecía no tener que ir a buscarle.

La camioneta se detuvo y antes de que Loretta hubiera tenido tiempo siquiera de apagar al motor, se abrió la puerta de pasajeros y salió una pelirroja llena de energía. Zara, la hija de Loretta, una niña de nueve años, parecía correr directamente a los brazos de Luc, pero se detuvo bruscamente, como si de pronto se hubiera acordado de que ella no era la clase de niña que se dedicaba a ir abrazando a la gente.

—Hola.

—Hola, preciosa. Te has levantado muy pronto para ser sábado.

—Quería ir a ver a los observadores de pájaros. Mi madre me ha dicho que han venido unos observadores de pájaros desde Washington.

Zara era la niña más curiosa con la que Luc se había encontrado en su vida. Aunque la verdad era que tampoco conocía muchos niños.

—Todavía no se han despertado —contestó—, pero no tardarán mucho. Parecen gente normal, te lo prometo.

Vio que Loretta salía del coche y lo saludaba con un gesto. Estaba fantástica, como siempre, con unos vaqueros desgastados, una camiseta azul y el pelo alborotado, como si acabara de levantarse. A Luc le encantaba aquella imagen, y no se detenía a preguntarse por qué. Era peligroso asociar a Loretta con la cama.

—¿Hay alguien más? —preguntó Zara, mirando por detrás de él, quizá con la esperanza de encontrar algún huésped exótico.

—Hay dos parejas más. Una de Shreveport y otra de Houston.

—¿Son interesantes?

—La pareja de Shreveport es bastante divertida. Están recién casados —Luc bajó la voz—. Pero la de Houston es muy estirada. Nada es suficientemente bueno para ellos. He tenido que cambiarles el jabón y el papel higiénico.

Zara se echó a reír, que era precisamente lo que Luc pretendía. Era una niña inteligente. Demasiado a veces. Y también demasiado seria para tener nueve años. Cuando algo le interesaba, ponía en ello una determinación que parecía más propia de un adulto. Había comenzado a tocar el violín cajún a los seis años y, en sólo tres, había alcanzado tal grado de perfección que iba a participar en el festival de música de Indigo.

Loretta se unió a ellos, llevando en los brazos un cesto gigante. Luc se lo quitó, percibiendo al inclinarse la fragancia de su champú. Loretta olía a lavanda, a miel y a pan recién hecho, una combinación que le provocó un agradable cosquilleo.

—Mi padre te envía unas muestras de miel —le dijo, ajena al efecto que tenía sobre él.

—Si a los huéspedes les gusta, te lo diré.

Loretta sonrió con timidez.

—Y a ti te he traído unas magdalenas de naranja. Sé que te gustan.

—Si no te conociera, pensaría que estás coqueteando conmigo, señorita Castille.

Loretta tomó el cesto vacío que Luc había sacado y preguntó, empleando de pronto un tono profesional:

—¿Mañana quieres el mismo pedido?

Siempre pasaba lo mismo. Loretta se mostraba amable y cariñosa hasta que Luc comenzaba a coquetear con ella. Entonces se cerraba. Evidentemente, tenía sus razones, y Luc sabía que debía respetarlas, fueran cuales fueran. Pero aquel despliegue de simpatía era para él algo tan natural que le resultaba difícil contenerse.

—A lo mejor algunos cruasanes más. Hoy llega otro huésped.

Siempre pedía algo más de lo que necesitaba, pero el hostal estaba yendo mejor de lo que esperaba y le gustaba sentir que ayudaba a la economía local.

Loretta tomó nota rápidamente en la libreta que llevaba siempre en el bolsillo.

—¿Quieres pasar a desayunar? Tengo sitio para una persona más.

—Para dos más —señaló Zara—. ¿Podemos, mamá?

—Bueno, supongo que tengo algo de tiempo para tomar un café rápido, aunque ya hemos desayunado. Y hay algo de lo que me gustaría hablar contigo.

Aquello despertó el interés de Luc. Llevaba tiempo preguntándose si habría alguna manera de llegar a conocer mejor a Loretta. Cuando había hecho alguna pregunta sobre ella, más de una persona le había comentado que no salía con nadie. Su marido había muerto en prisión cuando Zara era sólo un bebé. Obviamente, una relación tan trágica como aquélla era más que suficiente para alejar a una mujer de los hombres durante una temporada, ¿pero durante nueve años?

Quizá, si Loretta llegara a conocerlo mejor... Estaba seguro de que poder contar con la compañía de una mujer como Loretta haría su vida mucho más agradable.

Loretta y Zara se sentaron a la mesa de la cocina, Loretta frente a una taza de café y Zara frente a un zumo de naranja.

—Es verdad lo que dicen, haces el mejor café del pueblo —lo alabó Loretta después de dar un largo sorbo a su café.

—¿Y qué me dices del que hacen en el Blue Moon? Y Marjo Savoy también sirve muy buen café.

—El del Blue Moon le sigue a éste de cerca. Y el de Marjo también está bien, lo admito. Pero...

—Pero tienes que esperar a que alguien se muera para probarlo —Marjo era la propietaria de la funeraria del pueblo.

Por lo visto, Zara encontró desternillante el comentario de Luc, porque estalló en carcajadas hasta que el zumo le salió por la nariz.

—Vaya, parece que te ha hecho gracia —dijo Loretta, mientras le limpiaba a su hija la cara con una servilleta.

—Me gusta Luc. Es muy divertido.

—Sí, Luc es muy divertido —se mostró de acuerdo Loretta—, pero tienes que llamarlo señor Carter.

—Lo siento —se disculpó Zara, sin parecer en absoluto arrepentida.

—¿Puede llamarme Luc si le doy permiso? —le preguntó Luc a Loretta.

—No me parece apropiado.

Luc, que había crecido en Las Vegas, jamás se acostumbraría a los modales tan anticuados del sur.

—¿Qué tal «señor Luc»?

Loretta frunció el ceño.

—¿Don Luc? ¿San Luc? —le propuso él.

Al final, Loretta se echó a reír a carcajadas.

—No sé por qué, pero dudo de que San Luc sea un nombre apropiado. De acuerdo, puede llamarte Luc —miró a su hija—, pero sólo cuando no haya nadie delante.

Luc le echó un vistazo al horno y miró el reloj. Diablos.

—Tengo que empezar a poner la mesa.

—¿Puedo ayudar? —preguntó Zara—. Sé cómo se colocan los cubiertos... Luc.

Se levantó rápidamente de la silla y le dirigió a su madre una sonrisa radiante. Loretta entrecerró los ojos ligeramente, advirtiéndole en silencio que se portara bien, y después los siguió al comedor.

Consciente de que Loretta también preferiría que la pusiera a trabajar, Luc le tendió una pila de platos.

—Seis cubiertos.

Sacó las servilletas, los vasos y los cuencos. Zara seguía a su madre alrededor de la mesa, colocando los cubiertos al lado de cada plato.

—Estos platos son preciosos —dijo Loretta—. ¿Estaban en la casa?

—Desgraciadamente, no. Quedan algunas cosas en el ático, pero casi todos los objetos de valor se los llevaron cuando la familia de mi abuela cerró la casa. He tenido que empezar desde cero.

—Y has hecho un gran trabajo. Apenas recuerdo cómo era este lugar cuando era niña, pero los muebles de mimbre y madera de ciprés quedan estupendamente.

—Gracias.

Había disfrutado más de lo que pensaba amueblando La Petite Maison. De hecho, toda la experiencia de tener un hostal le había resultado mucho más agradable de lo que imaginaba un año atrás. Por supuesto, no le hacía ninguna ilusión pasarse dos años exiliado en Indigo, lejos de las luces de la gran ciudad que siempre había anhelado. Pero habría estado dispuesto a hacer cualquier cosa para reconciliarse con su tía, sus primas y su abuela y enmendar de alguna manera el caos en el que había sumido sus vidas.

Afortunadamente, no había tenido que enfrentarse a la vida triste y solitaria que imaginaba. La gente del pueblo lo había recibido como a un miembro más de la familia Robichaux. Muy pronto había empezado a formar parte de la comunidad y todo el mundo lo había ayudado en el proceso de restauración de aquella casa construida por los fundadores de Indigo, la familia Valois.

Luc se preguntaba a veces si habrían sido tan amables con él si hubieran estado al tanto de su pasado.

—Mira, esto es lo que quería preguntarte —dijo Loretta con la voz ligeramente temblorosa mientras colocaba los vasos el zumo delante de cada plato—. Sabes que me he ofrecido como voluntaria para organizar las comidas durante el festival, ¿verdad?

Zara, una vez puestos los cubiertos, estaba doblando las servilletas en unos triángulos perfectos.

—De lo único que se habla últimamente es del festival —comentó Luc—. Sé perfectamente lo que hace todo el mundo.

—Bueno, pues necesitamos ayuda. Teníamos ya un comité, pero Carolee ha dado a luz dos semanas antes de lo que esperaba y Justine Clemente se ha torcido un tobillo. Y Rufus es experto en comer, pero no precisamente en cocinar...

—Loretta, dime lo que necesitas. Haré todo lo que pueda para ayudar.

—Bueno, el caso es que a mí se me ocurrió decir que iba a organizar una cena cajún para los músicos la noche anterior al festival. Se cobrarán cincuenta dólares por cubierto a cualquiera que quiera cenar con ellos. Pero ahora no encuentro a nadie que nos prepare la cena a un precio razonable. La cena ya está anunciada, y hemos vendido cuarenta tickets.

—No sé nada de comida cajún.

—Lo sé, pero tienes una prima que sí, ¿verdad? Melanie Marchand es chef del hotel Marchand de Nueva Orleans.

Luc haría cualquier cosa que estuviera en su mano para ayudar a Loretta, ¿pero pedirle a su prima que cocinara gratis para docenas de personas? Le resultaba incómodo pedir a su familia cualquier pequeño favor, y algo tan comprometido le parecía impensable.

—Me encantaría ayudarte, Loretta, pero no puedo.

—Yo se lo pediré. Lo único que tienes que hacer tú es presentarnos. Y te estaría eternamente agradecida.

—De verdad, no creo que pueda.

¿Cómo explicarle a Loretta lo tensa que era su relación con sus primas? Aunque todas lo reconocían como primo, sabía que no era bienvenido en el hotel. Por su culpa, su familia había estado a punto de perder el hotel Marchand.

—No importa —Loretta esbozó una falsa sonrisa—. Bueno, por lo menos lo he intentado.

—Melanie es una mujer encantadora. ¿Has intentado llamarla?

—Le he dejado un par de mensajes, pero no espero que me devuelva la llamada. Ya me he puesto en contacto con una docena de chefs por los menos, y los pocos que me han contestado no pueden ayudarme. El festival es dentro de unas semanas y les parece poco tiempo.

Zara, advirtió Luc, lo estaba observando atentamente.

—Déjame pensarlo —contestó. Se sentía incapaz de decirle que no—. A lo mejor se me ocurre algo.

—De acuerdo —dijo Loretta rápidamente—, era sólo una idea. Encontraré a alguien que prepare la cena, aunque me cueste un ojo de la cara. Zara, será mejor que nos vayamos. Todavía tenemos que entregar muchos pedidos —agarró a su hija de la mano y salió del comedor—. Gracias por el café. Nos veremos mañana. Zara, despídete.

—Adiós... señor Carter —dijo Zara en tono solemne.

A Luc no le pasó por alto la intención de aquel tono formal. La niña le estaba haciendo el vacío. Señor Carter, sí. Pero le daría una lección. Mientras oía alejarse la camioneta por la carretera, se prometió que encontraría la manera de sacar a Loretta de aquel aprieto.

—Mamá, ¿por qué Luc no quiere ayudarnos? —le preguntó Zara a Loretta mientras se dirigían hacia Nueva Iberia.

Loretta también se lo había estado preguntando. Luc se había mostrado muy evasivo a la hora de explicar por qué no podía pedirle a Melanie que los ayudara.

—Probablemente porque no quiere prometer algo que no puede cumplir. Por alguna razón, no cree que pueda conseguir que su prima nos ayude.

Intentaba encontrar una explicación razonable para la actitud de Luc, que era una de las pocas personas a las que Zara respondía, aparte de su familia cercana. Era una niña extraordinariamente inteligente, pero muy tímida con los desconocidos y, a veces, era capaz de pasar horas y horas sin hablar.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó Zara con el ceño fruncido.

—Ya se me ocurrirá algo, no te preocupes. Éste es un problema que tienen que resolver los adultos, no una niña. Lo peor que puede pasar es que tenga que contratar a alguno de los catering con los que he hablado y que no saquemos tanto dinero con la cena como esperábamos.

O, más exactamente, que terminaran perdiendo dinero con la cena y se sintiera obligada a compensar las pérdidas con el dinero que pensaba invertir en la expansión de su propio negocio.

—Luc es un hombre muy guapo, ¿verdad? —preguntó Zara.

—Sí.

Muy guapo y muy diferente a los hombres de pelo y ojos oscuros que vivían en Indigo. Luc tenía el pelo rubio, los ojos azules y chispeantes y una sonrisa que la volvía loca. No conocía a nadie que hablara como él, sin ningún rastro de acento cajún; era obvio que había crecido en otra parte. Y si sus referencias a Francia, Bangkok o Tailandia eran un indicativo de algo, había viajado por todo el mundo.

El porqué había decidido instalarse en Indigo era un misterio, además de motivo de todo tipo de especulaciones. Luc nunca revelaba mucha información sobre su pasado. El que fuera nieto de Celeste Robichaux había bastado para que fuera aceptado en el pueblo, pero nadie conocía en realidad a Luc Carter.

Después de haber pasado casi nueve años sin ningún hombre en su vida, era lógico que Loretta perdiera la cabeza por un extraño de misterioso pasado. Como Jim. Jim, su difunto marido, era un trabajador del campo que iba de pueblo en pueblo, atractivo como un demonio. Para Loretta, un vagabundo romántico que le permitía soñar con viajar por todo el país. A los dieciocho años, Indigo le parecía mortalmente aburrido y, ¿qué mejor forma de escapar de allí que casarse y dedicarse a viajar?

Viviendo en la carretera con Jim, se le habían abierto los ojos, sobre todo cuando había descubierto cómo se ganaba en realidad la vida su marido: sencillamente, robaba.

Después, había aparecido Zara y la vida de nómada había dejado de gustarle. Loretta quería y necesitaba una casa.

Pero Jim no era un hombre de echar raíces. Era incapaz de conservar un trabajo o de quedarse en casa durante más de una semana. Lo último que había sabido de él era que lo habían detenido en Texas por un atraco a mano armada. Poco después de ser condenado, lo habían apuñalado en la prisión.

Loretta había llorado su muerte, pero había aprendido también una lección de gran valor. Había aprendido a querer a la comunidad con la que contaba en Indigo, especialmente a sus padres, que en ningún momento habían dejado de apoyarla.

Y, además, se había negado a relacionarse con ningún otro hombre. ¿Quién sabía lo que podía esconderse bajo la superficie de un hombre atractivo? Incluso de Luc Carter.

O, especialmente, de Luc Carter.

2

—Luc, ¿a qué debo este dudoso placer?

La abuela de Luc, Celeste Robichaux, era una gran dama en todos los sentidos. Había tenido la deferencia de recibirlo en el salón de su mansión de Nueva Orleans e incluso había pedido que la doncella les sirviera un té con pasteles franceses.

Luc había oído historias terribles sobre Celeste de labios de su padre. Según él, Celeste lo había echado de casa y le había arrebatado la parte de la herencia familiar que le correspondía.

Con el tiempo, Luc había aprendido que había otras versiones de la historia y que Celeste, aunque fuera una mujer severa, no era la encarnación del diablo. De hecho, de toda su familia, Celeste había sido la única que le había ofrecido la manera de reparar el daño que había hecho enviándolo a Indigo para restaurar la que había sido la casa de veraneo de la familia y abrir un hostal, ayudándolo así a evitar la prisión.

—Gracias por recibirme habiéndote avisado con tan poco tiempo. Pero tengo un problema que espero que puedas ayudarme a resolver.

—¿Ha ocurrido algo en La Petite Maison? —preguntó Celeste.

—No, no, La Petite Maison va estupendamente.

—¿Entonces qué ocurre? —le preguntó Celeste con impaciencia.

Luc le explicó sucintamente la necesidad de Loretta de encontrar un chef con experiencia para organizar la cena del festival. Celeste lo escuchaba apretando los labios como si hubiera mordido una almendra amarga.

—No termino de comprender de qué modo puede concernirme este asunto. ¿Por qué no hablas con Melanie?

—Esperaba que pudieras interceder por mí.

—No seas ridículo. Si quieres que Melanie ayude a esa tal Loretta, pídeselo tú mismo.

—Melanie no tiene ningún motivo para hacerme un favor.

—Oh, deja de martirizarte. No puedo decir que en este momento seas la persona más popular de la familia, pero ya ha pasado más de un año desde aquello. Mon Dieu, pídeselo como si participar en esa cena fuera para ella una victoria personal. Le encantará hacer algo fuera de lo habitual.

Las dudas de Luc debieron de reflejarse en su rostro, porque su abuela lo miró con el ceño fruncido.

—Desde luego, a tu padre no le daba ningún miedo arriesgarse —lo regañó—. Ésa es una de las pocas cosas buenas que puedo decir sobre él. No creo que te educara como a un cobarde.

—No metas a mi padre en esto. En cualquier caso, él no me educó. Se fue cuando yo era un niño y volvió poco tiempo antes de morir.

Se levantó, dando por terminado aquel encuentro. No era la negativa de Celeste a ayudarlo lo que le enfadaba, sino las razones que se escondían detrás. Como siempre, Celeste estaba intentando manipularlo. No había nada que le gustara más que jugar con sus nietos como si fueran peones en un tablero de ajedrez, creyendo que lo hacía por su bien.

Pero Luc sabía que no podía dejarse llevar por el genio. Celeste era su benefactora. Si no hubiera sido por ella, no tendría trabajo.

—Llamaré a Melanie entonces. Gracias por el té.

—No has bebido una gota —respondió Celeste con una ligera sonrisa.

Mientras observaba alejarse a su nieto, la sonrisa de Celeste desapareció. Sabía que Luc la consideraba una vieja mezquina, pero ella tenía sus razones para no interceder por él.

Celeste debía reconocer que parte de la culpa de lo que había ocurrido dieciocho meses atrás, de aquellos acontecimientos que habían estado a punto de destrozar el hotel, había sido suya. Luc Carter era hijo de su padre y... bueno, ella no se había portado muy bien con Pierre.

Durante años, había vivido esperando que Pierre regresara a sus vidas; lo que nunca había imaginado era que lo haría el hijo de Pierre, su nieto.

Lo que Luc había hecho era censurable. Pero Celeste había visto algo en él que indicaba que todavía no era un caso perdido. Lo había creído cuando le había oído decir que había llegado a encariñarse con aquella familia a la que no había conocido de niño. Y también cuando había dicho que sentía profundamente haber intentado arruinar la reputación del hotel para que así pudieran comprarlo a buen precio sus despreciables socios.

Pero le preocupaba que Luc pudiera parecerse a su padre. Confiarle La Petite Maison había sido la manera de ponerlo a prueba en un contexto en el que Luc no podía hacer ningún daño. Había imaginado que si el trabajo físico que la restauración de aquella casa requería le resultaba excesivo, Luc escaparía a algún rincón de Estados Unidos en el que la policía no pudiera encontrarlo.

Pero, para su sorpresa, su nieto se había quedado en Indigo y se había entregado completamente a la tarea, si era cierto lo que le decía su espía.

Y después de aquello, Celeste estaba completamente decidida a salvar a Luc Carter. Era una manera de enmendar lo mal que había tratado a su padre. Para ello necesitaba el apoyo del resto de la familia. Y no le iba a resultar fácil conseguirlo. Anne, su hija, no era una mujer fácil. Y Anne había criado a cuatro hijas inteligentes que, aunque habían perdonado a Luc, todavía no estaban convencidas de que se pudiera confiar en él.

Luc iba a tener que demostrarse a sí mismo y a ellas que era un hombre digno de confianza. En aquel momento tenía al menos la manera de acercarse a Melanie. Y, a menos que Celeste estuviera equivocada, el motivo no era otro que una mujer llamada Loretta Castille.

Luc no había vuelto al hotel Marchand desde aquella horrible noche en la que Richard Corbin le había disparado y dado por muerto. Sintió una extraña mezcla de sentimientos al contemplar aquel lujoso hotel del barrio francés en el que, por primera vez, había sentido que pertenecía a algún lugar. Como relaciones públicas, había recibido el apoyo de las hermanas Marchand y de su madre, sus primas y su tía, incluso cuando éstas no conocían su parentesco. Casi desde el primer momento, Luc había comenzado a arrepentirse del camino que había tomado para vengar a su padre.

Pero todo aquello había quedado atrás. Y él estaba mirando hacia delante.

La primera persona a la que vio al entrar fue Charlotte, la mayor de sus primas. Se le secó la boca al reconocerla, pero continuó avanzando. Desde que estaba en Indigo, se habían escrito por correo electrónico, pero llevaban casi dos años sin verse.

Charlotte también lo vio. En su rostro no apareció la menor señal de bienvenida mientras Luc se acercaba a ella con la más cariñosa de sus sonrisas.

—Hola, Charlotte. Parece que hay mucho trabajo en el hotel.

El vestíbulo estaba lleno de pequeños grupos de huéspedes.

—No gracias a ti —contestó Charlotte—. ¿A qué debemos este placer?

—¿Podría hablar con Melanie? Dentro de unas semanas se celebra en Indigo el festival de música cajún y participan en él los mejores restaurantes de la zona. Tengo la posibilidad de que Melanie juegue un papel especial en el festival, si le apetece, claro.

Había pasado media noche intentando encontrar la manera de que su ofrecimiento no pareciera una petición nacida de la desesperación.

—El festival está teniendo mucha publicidad. Aparece por todas partes. Se celebra a final de mes, ¿verdad?

—Sí, pero la mujer que coordina las comidas está en un aprieto y me ha pedido ayuda.

Luc podía ver cómo se movían los engranajes del cerebro de Charlotte. Como buena mujer de negocios, no iba a perder una oportunidad de dar publicidad al hotel.

—Si Melanie está de acuerdo en ayudar, ¿podría figurar el hotel Marchand como uno de los patrocinadores?

—Supongo que podría intentarlo. No puedo prometer nada porque no tengo ninguna responsabilidad, pero estoy seguro de que Marjo, la organizadora, podría hablarlo contigo.

—Voy a ver si Melanie tiene unos minutos.

Melanie le ofreció diez minutos y Luc los aprovechó. Se reunieron en el despacho de Charlotte, ella misma, Melanie y Robert LeSoeur, marido de Melanie y jefe de cocina del hotel.

—¿Entonces no hay instalaciones en las que preparar la comida?

—No. Tendrías que prepararlo todo y llevarlo hasta allí. Loretta tiene una cocina y un horno de leña que podrías usar, y tienes mi cocina a tu disposición, pero es muy pequeña.

Robert, que permanecía sentado con los brazos cruzados, habló por fin.

—Hace falta tener valor para venir aquí a pedir un favor.

Melanie posó la mano en el brazo de Robert para intentar tranquilizarlo.

—Sé que no tengo derecho a pediros nada, y jamás habría venido si Loretta no se encontrara en esa situación.

—¿Quién es Loretta? —preguntó Charlotte.

—La propietaria de la panadería. Es una mujer fantástica. Seguro que os gustaría.

—Luc ha dicho que podría conseguir que el hotel apareciera como uno de los patrocinadores del festival —añadió Charlotte.

—¿Tú estás a favor de que participemos? —le preguntó Melanie a su hermana.

—Estoy a favor de hacer cualquier cosa que sirva para promocionar el hotel. Y, bueno, Luc es parte de la familia.

—Sí, la oveja negra —gruñó Robert.

—No lo hagáis por mí —le pidió Luc—. Hacedlo por un pueblo que está intentando sobrevivir. Hacedlo para preservar vuestra herencia cajún. Recordad que, cuanto más turismo venga a Indigo, más gente se alojará en La Petite Maison, que, al fin y al cabo, forma parte del legado de la familia.

Acababa de jugar su última carta. Estaba en manos de aquel tribunal improvisado decidir su destino.

Loretta oyó llegar el autobús del colegio y corrió a envolver las tres hogazas de pan de arándanos. A principio de curso, se le había ocurrido la brillante idea de ofrecer muestras de pan a los niños y a la conductora del autobús, Della Roy. Y no había tardado en recibir pedidos de los niños de los padres, muchos de ellos procedentes de pueblos vecinos que, de otra manera, no habrían probado los productos de su panadería.

Salió justo en el momento en el que el autobús se detenía y bajaba Zara, aunque no con su habitual energía. Loretta le tendió la bolsa a Della.

—Kane, Schubert y Cauberraux. Y las galletas de mantequilla son para ti.

—Gracias, pero como sigas así, voy a terminar como una bola. Hasta mañana —y se marchó, dejando a Zara a un lado de la carretera.

Fue entonces cuando Loretta se fijó en la herida que tenía su hija en la mejilla.

—Zara, ¿qué te ha pasado? —le apartó el pelo de la cara e inspeccionó la herida—. ¿Estás bien?

—Es una larga historia.

—Me gustaría oírla.