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Las poéticas visionarias ofrece una indagación en las distintas formas de expresar lo caribeño deteniéndose en la obra de Carpentier, Lezama Lima, Piñera, Feijóo y varios poetas del ámbito francófono y angloparlante para mejor descubrir lo que, en medio de su diversidad, tienen en común todos ellos. Sin embargo, este atenerse al ámbito del Caribe no implica que los autores no sepan dialogar sabiamente, cuando lo necesitan, con otras literaturas y tradiciones para apuntar similitudes y diferencias que ayudan a iluminar las características que distinguen lo que es exclusivamente nuestro. Una excelente oportunidad para que los lectores se acerquen a los estudios caribeños desde una perspectiva fresca y original.
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Seitenzahl: 327
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Título
Las poéticas visionarias
© Pedro Yanes & Silvia Padrón, 2016
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2016
ISBN: 978-959-10-2199-1
E-Book -Edición-corrección y diagramación: Sandra Rossi Brito /
Dirección artística y diseño interior: Javier Toledo Prendes
Tomado del libro impreso en 2016 - Edición y corrección: Fabricio González Neira / Dirección artística y diseño: Alfredo Montoto Sánchez / Ilustración de cubierta: Samuel Feijóo
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
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AUTOR
Pedro Yanes Delgado (Placetas, 20 de Mayo de 1962). Poeta, narrador, dramaturgo, ensayista y traductor. Miembro de la UNEAC desde 1996. Responsable del área bibliográfica de la Editorial Capiro, miembro de honor de la AHS y director de Umbral, revista de la Dirección de Cultura de Villa Clara. Ha publicado, entre otros, Diario del ángel, Ed. Abril, 1993 (poesía); Sibilancia, 1996, Icono y ubicuidad, Ed. Abril, 2000 (ensayo); Sonetos de la estrellarota, Ed. Sed de Belleza, 2001, (poesía); El fundidor de espadas, Ed. Letras Cubanas, 2003 (novela); Del Norte y del Sur, 2008; así como en numerosas antologías tanto en Cuba como en el extranjero. También ha recibido premios, nacionales e internacionales. En 2011 recibió la Distinción por la Cultura Nacional. Ha desarrollado una intensa labor como traductor y ha formado parte del jurado en diferentes concursos como el de novela Alejo Carpentier, 2004 y el de los Premios Nacionales de la Crítica, 2005.
Silvia Padrón Jomet (Ranchuelo, 14 de febrero de 1968). Escritora, investigadora, editora y profesora universitaria. Graduada de Letras en 1991 por la Universidad de Las Villas. Posee una significativa formación académica en diversas disciplinas de las ciencias sociales y humanidades. Tiene una amplia trayectoria profesional en el sector de la cultura donde se ha destacado como investigadora (teórica y de trabajo de campo) de las ciencias socioculturales y literarias. Sus principales líneas de investigación han sido los temas de la cultura popular y las tradiciones, así como la vida y obra de Samuel Feijóo. Es miembro del Consejo Científico Provincial de la Cultura en Villa Clara desde el 2002. Ha publicado varios libros y ha sido merecedora de diversos premios y reconocimientos nacionales e internacionales en eventos de la investigación sociocultural. Forma parte del colectivo de la Editorial Capiro. Allí ha editado más de una docena de libros de todos los géneros literarios, especialmente aquellos dedicados al pensamiento (ensayo, compilaciones, testimonio, periodismo). Ha dictado conferencias, participado en mesas redondas y ha presentado libros y revistas en diferentes espacios de las Ferias Internacionales de La Habana, Santa Clara y Cienfuegos, así como en otros eventos, concursos y espacios. En los últimos años se ha dedicado a la investigación de los estudios de género, especialmente bajo el enfoque del feminismo poscolonial.
Las poéticas visionarias ofrece una indagación en las distintas formas de expresar lo caribeño deteniéndose en la obra de Carpentier, Lezama Lima, Piñera, Feijóo y varios poetas del ámbito francófono y angloparlante para mejor descubrir lo que, en medio de su diversidad, tienen en común todos ellos. Sin embargo, este atenerse al ámbito del Caribe no implica que los autores no sepan dialogar sabiamente, cuando lo necesitan, con otras literaturas y tradiciones para apuntar similitudes y diferencias que ayudan a iluminar las características que distinguen lo que es exclusivamente nuestro. Una excelente oportunidad para que los lectores se acerquen a los estudios caribeños desde una perspectiva fresca y original.
Precisión preliminar
Más que islas, centenares de millas marinas y una zona firme de Yucatán hasta las Guyanas, el Caribe es identidad y discontinuidad. Cuba, Puerto Rico y República Dominicana se ven en el espejo de su historia común. La Catedral de Santa María la Menor, primera de América, con su planta gótico tardío y la de La Habana, definida por Lezama «como una reminiscencia de vuelo marino, de sucesión inconmovible de oleaje» o las fortalezas de Antonelli, símbolos de la cerrada hegemonía española. Anténor Firmin, Oswald Durand, Lola Rodríguez de Tió y los nacionalistas puertorriqueños habían tenido vínculos con Cuba. Las culturas indígenas que el conquistador dejó reducidas a humo (Piñera) y la travesía del hombre negro por el transocéano hacia un destino llamado Caribe. La asimetría de agua, ínsula y perímetro continental refrescada por los alisios converge desde el pasado de economía de plantación, mestizaje y tiempo que no ha dejado de moverse.
Si Santiago de Cuba por razones migratorias, étnicas, de fluencia cultural ha sido identificada a la caribeñidad, La Habana, cuyo puerto fue ventana a la trata, punto de partida de las flotas españolas y lugar intenso de fusión, no queda exceptuada. Las aguas del Atlántico que bañan el norte penetran con garfios y brazos en el sur Caribe. Hay que echar abajo el supuesto «Atlántico» de La Habana, separada solo por una estrecha franja de tierra de la costa Caribe. No hablamos de enclaves acá o allá, hablamos de trabajo histórico en términos de transculturación. La religiosidad de los afrodescendientes, vista por Virgilio y Carpentier, el plan de líneas foliares de las plantas antillanas descubierto en los dibujos y poemas de Feijóo, la fragancia y sensorialización que transpiran las obras de Augier adscriben pertenencia, identifican el ser caribeño.
Nuestros ensayos focalizan la caribeñidad a través de visiones que parten de sus textos y de sus vastos procesos culturales e incluyen interés por el espacio descrito de esa manera.
¿Por qué la escuela de pintores de Feijóo no ha sido considerada dentro del canon, al contrario de la haitiana? ¿Está tan alejado Piñera de la tradición de la poesía insular? Las inquisiciones hechas a las obras no van por búsquedas de significados comunes. Dialogan con ellas, procuran forzar sus secretos.
El ensayo acerca de Lezama propone por primera vez una lectura de Muerte de Narciso siguiendo paradigmas de interpretación que tuvieran en cuenta su propio relato. Las partes relacionadas al vínculo de este con lo insular y lo caribeño son también novedosas, interrogan par excellence, la intelección lezamiana.
Hemos reimaginado los ritos abakuás de ¡Écue-Yamba-Ó! a partir de las normativizaciones de los textos antropológicos de Lydia Cabrera y Fernando Ortiz.
Los trabajos sobre el Caribe angloparlante y la evaluación identitaria de la literatura haitiana nos parecen solo referenciales, pretenden ir al concepto de caribeñidad, visto desde una perspectiva transdisciplinar.
Agradecemos a los críticos Roberto Fernández Retamar, Virgilio López Lemus, Enríque Saínz, Rensoli Laliga, M. Dash, Baugh, Bellegarde-Smith, así mismo a la Fundación Dubuffet, a Jacques Gilard, director de Caravelle, por permitirnos reproducir parte del artículo sobre Virgilio Piñera de Robert Altmann publicado en su revista, al académico González Echevarría cuyas apreciaciones en torno al spenglerismo fueron muy importantes y también a los inapreciables textos traducidos por Desiderio Navarro a través de su centro.
Han quedado puntos de enlaces por encima de la barrera idiomática. Los poemas de Morisseau-Leroy, Braithwaite o los otros al pastel sobre el trasfondo marino de Castries, tatuados más que escritos por Walcott. Hemos subido al mirador-espejo de lo que somos, pero también de lo que queremos ser, como habría dicho Netleford: Lezama y lo invisible, el ser aquí de Virgilio, los uránicos caballos de Cahier...
Santa Clara, 14 de julio de 2011
Aquí están los países.
«Escuchar a los países, detrás del islote».
Desde el punto fijo de aquí,
tejer esta geografía.
Edouard Glissant
El discurso antillano
I¡ÉCUE-YAMBA-Ó! MONTAJE Y DESMONTAJE LITÚRGICO
¡Écue-Yamba-Ó!, Montaje y desmontaje litúrgico
La búsqueda de nuevas morfologías a través de los lenguajes de las vanguardias fijó uno de sus puntos de partida en los contenidos del arte negro, sintético y aún no obcecado por el cansancio de varios siglos de manipulación simbólica.
Los descubrimientos folclóricos y antropológicos de Cendrars y Frobenius, la acción heterotípica de nuevo estilo vanguardista y las prácticas pictóricas de los ismos cuyo foco se había trasladado a las estatuillas y terracotas traídas de Africa y a las piezas del mismo tipo del Museo del Hombre de París dirigían ahora su radio de acción hacia el cuerpo del otro para actuar después de manera catártica en el imaginario caribeño y de las naciones novomundistas que implicaban el sujeto negro.
La mirada fría, centrada en el glamour de esas formas recién descubiertas sufre reversiones dentro del discurso de los intelectuales de la negritud —Leon Gontran Damas, el martiniqueño Aimée Césaire— quienes revalorizan no como metáfora la trayectoria de la colonialidad, la tensa relación negro-blanco, metrópoli-periferia. El sujeto negro precedente descrito en Batuala de Maran (1921) y en los poemas del jamaicano McKay (1912) fue acompañado de las primeras normativizaciones de la cultura afrocaribeña hechas por Jean Price Mars, el polígrafo cubano Ortiz, o en la desfetichización de la historia revolucionaria haitiana emprendida por C. L. R. James (1936).
¡Écue-Yamba-Ó! de Carpentier se inscribe de pionera dentro de esta estrategia emergente, revierte las formalizaciones de la vanguardia respecto a la alteridad a la vez que aprovecha el reservorio simbólico de los mitos transculturados, dotándolos de claras referencias axiológicas. El bisoño novelista busca en los legajos de la biblioteca colonizante, cansada de su experiencia retórica para luego volver la mirada ab origo hacia el orbe caótico novomundista que está renaciendo y reformulando su cuerpo abierto a la historia. Los orígenes de la novela propuestos por Carpentier que partirían de la prisión de 19271 tropiezan con algunas dificultades si contrastamos la datación del propio autor en la entrevista a Leante con las investigaciones de Sergio Chaple respecto al tiempo real de encarcelación desde el 7 de julio de 1927 hasta el 20 de agosto del mismo año. (2009: 11 y 19) En solo cuarenta y un días de altibajos, Carpentier escribiría poco o nada. Pero llama la atención que las fechas sobre bases documentales establecidas por Chaple no coincidan con lo dicho en «Confesiones sencilla de un escritor barroco»: «Me encarcelaron en 1927 por firmar un manifiesto contra Machado. Siete meses estuve preso en la Cárcel de Prado I» (VMAL: 60). De todas formas él se queja en el prólogo a la novela escrito en 1975 y publicada en 1977 de que los editores piratas argentinos y españoles no hubiesen consignado su fecha y su lugar de redacción: «Cárcel de La Habana, agosto 19 de 1927» (:12).2 Esto ha sido tratado por Rafael Rodríguez Beltrán en el prefacio a la edición crítica de la novela después de la aparición de la «maleta perdida» y los documentos guardados por Lilia Esteban (Carpentier, 2012: 5-15).
En Cartas a Toutouche encontramos referencias a la escritura de esta novela. En los primeros meses de 1929, Carta 25, p. 104, Carta 41, p. 143, Carta 69, p. 229; 1930, Carta 84, p. 280; 1931; 1932, Carta 96, p. 329. En las cartas 110 y 111 de enero de 1934, Carpentier anuncia el envío a Lina Valmont de los primeros ejemplares de la novela, que había sido publicada por Araquistain en la editorial España. En el Epistolario Carpentier-Férnández de Castro, el primero le escribe a este último el 26 de enero de 1933: «Me permito opinar que mi ¡Écue-Yamba-Ó!, que tengo enteramente terminado, y del cual envié una copia hace un mes a mi madre, es una novela, que al menos, constituye algo absolutamente nuevo en la literatura de América» (:66). Como deja entrever Chaple, Lina Valmont pudo enviarle fragmentos promocionales a la revista santiaguera Aventura en Mal Tiempo, es decir, a su director, Primitivo Cordero (:33).
¡Écue-Yamba-Ó! se apega al temario del vanguardismo cubano interesado por el referente específico de lo insular. Menegildo, Salomé, Longina guardan relación entre sí, remiten al encuadre rural del ingenio y la dura vida de los pequeños tenedores de tierra durante los primeros años republicanos. El académico González Echevarría cree advertir en Menegildo una trasposición de las ideas de Ortiz en Los negros brujos en lo tocante al abakuá: «excepto que su criminalidad, no se ve como algo completamente maligno, sino como el resultado de la opresión a la que el hombre negro está sometido por parte de la sociedad blanca y de la naturaleza trágica del mundo africano, el cual en términos spenglerianos, es gobernado por el destino» (1993: 83).
Las líneas del diagrama novelesco se mueven en dos perspectivas bien diferenciadas: una vertical, inestable y cuidadosamente opresiva, otra horizontal, descentrada, inmóvil en apariencia. Cuando Longina regresa al batey y las fórmulas orales que acompañan lo alusivo al nacimiento repiten su ciclo (Carpentier, 1977: 24 y 153),3 ya se habrán encontrado las fuerzas de choque de esas perspectivas: lo horizontal-extorsión-blancocracia contra lo vertical-pobreza-negro. Aunque la insistencia en los mismos patrones lingüísticos acuse el destino trágico cíclico de los afrodescendientes, la perspectiva vertical que se mueve para repetirse nos quiere decir que las expectativas han sido postergadas, de ninguna manera abolidas.4 Carpentier con escasas sugerencias, al igual que sucede en los textos apocalípticos, traza notas veladas pero esperanzadoras.
Imaginemos haber recorrido en detalle el texto vanguardista y que ahora nuestro interés se desplaza con precisión casi quirúrgica hacia los capítulos de liturgia ñáñiga. Llegada la década de los setenta, más o menos medio siglo después, el propio novelista sostiene que el relato ritualístico abakuá constituye la tabla de salvación de la obra. En la conocida entrevista que le hiciera César Leante aclara que ¡Écue-Yamba-Ó!: «es tal vez un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos entonces los hombres de mi generación. Pero no todo es deplorable en ella. Salvo de la hecatombe los capítulos dedicados del “rompimiento” ñáñigo» (VM, 1977: 63).
Repasemos el pasaje, tratémoslo de desmontar a través de su intensa relación antropológica.
Menegildo y Antonio bajan del coche y desde lo alto vislumbran el panorama urbano a lo lejos: «El ritmo metálico, inflexible de la ciudad, se había borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar de puntillas. Las hojas se volvían hacia el ruido» (Carpentier, 1977: 121). Lo urbano se deshace según avanzan buscando el batey, va siendo sustituido por los fitónimos, por detalles externos que acusan insularidad: «Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme como en todas partes […] tomó un sendero abierto entre los setos de cardón. De trecho en trecho un flamboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas» (ídem). Resulta incluso plausible que el local escogido para la ceremonia de iniciación sea en pleno campo, con el paisaje de la ciudad a lo lejos, por la razón de que al ser criminalizadas, las prácticas religiosas afrocubanas pasaron a un estatus encubierto: «en 1903 quedó prohibida la sociedad abakuá, con lo cual quedaron reducidos a la clandestinidad sus tambores y diablitos; que en 1913 al infiltrar las comparsas de negros los desfiles de carnaval, aquellas habían sido suprimidas; en 1922 una resolución del secretario de Gobernación prohibía las fiestas y bailes ceremoniales en toda la isla» (Benítez, 2010: 367).
La entrada de capítulo, bastante sintética nos referencia el topos litúrgico. A pesar de que los tambores tocan llanto —enyoró,5 ceremonia de naturaleza luctuosa— no se aclara cuál de los hermanos ha muerto:
[En] el bohío del Iyamba, se encontraban los altos dignatarios de la Potencia haciendo sonar fúnebremente los tambores en honor de los muertos que comerían al día siguiente […]. Junto al bohío Menegildo observó una construcción cuadrada de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta cerrada, se ostentaba la firma del juego, trazada con tiza amarilla: un círculo coronado por tres cruces que encerraba dos triángulos, una palma y una culebra (:121).
La pantomima ritual de iniciación exige una mise en scène que el nivel discursivo de la historia tratará de resolver. Aunque se supone que Menegildo ha pedido tiempo atrás entrada al juego y ha sido investigado de acuerdo con los procedimientos no se nos da ninguna noticia. De todas formas, la acción comienza a precipitarse: Antonio lleva el gallo (deben ser dos) donde están los dignatarios de la Potencia y reaparece «trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo […], tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente [a Menegildo], una en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho y una en cada tobillo. Luego […] vendó bruscamente al neófito» (:122).
Carpentier tampoco nos informa de la ceiba, la palma o en su defecto el signo, imprescindibles para la ritualidad. El Enkríkamo, Mosongo o Abasonga (también Moruá Engomo) deben conducir al indíseme a la ceiba «desnudo hasta la cintura, descalzo y con los ojos vendados. Es el primer paso en la iniciación» (Ortiz, 1993:392).
Antonio no puede «rayar» como deja establecido el relato porque esto queda bajo la incumbencia de Moruá Engomo, acto seguido que Ekoumbre haya limpiado a los indíseme con un puñado de yerba. Moruá Engomo los raya «dibujándoles con yeso amarillo, color que simboliza la vida, unas cruces en la frente, pechos, manos y en el empeine de los pies, frotándolos ligeramente con el yeso blanco que simboliza la muerte» (ibídem).
La versión hecha por Lydia Cabrera insiste en el ritual de frente a la ceiba:6 «Empegó, se arrodilla ante el árbol sagrado, saluda al cielo y a los astros, se llena la boca de aguardiente y rocía […] el tronco. Luego lo rocía de nuevo con vino seco y por último lo asperja con un gajo de albahaca (el hisopo abakuá) mojado en umón abasí (esto es agua bendita…) Después de estas aspersiones […] sahúma con incienso […] y traza en el árbol signos simbólicos» (Ortiz, ídem: 392).7
La fase de limpieza y rayado frente a la ceiba, también con el yeso blanco, símbolo de la muerte iniciática es descrita por Rodríguez Sosa sin muchas variaciones respecto a los textos de Lydia Cabrera y Ortiz:
Ekoumbre (o Nasakó) concluye la limpieza con los líquidos y yerbas ya señalados, se les venda de dos en dos, y finalmente, puestos todos de pie, Mpegó (o Moruá, Ngomo) los “raya” dibujando con yeso amarillo de la vida cuatro-vientos en la frente, cabeza, pecho, espalda, manos, tobillos y pies […] después levemente cubiertos con yeso blanco por la muerte previa que sufren abakuá y por la muerte definitiva que sufre al finalizar la vida (Rodríguez Sosa, 1982: 227).
¡Écue-Yamba-Ó! trueca las funciones de los íremes luctuosos, por ejemplo, el duplo de Anamanguí, el diablito de rombos y escaques rojos y blancos que aparece solo durante la muerte de los Iyamba sustituye a Eribangandó en el ritual de limpieza del gallo: «Entonces un tremendo cucurucho negro surgió de la casa seguido por un cuerpo en tablero de ajedrez…» (Carpentier, 1971:123).
La novela elude la ceremonia de «rayamiento» y preparación del topos litúrgico presentada en una de sus partes; el baile y la limpieza lustral del íreme a los iniciados. El baile y las piezas del atuendo del íreme —en las manos el itón e ifán— guardan semejanza (salvo el vestido que imita el tablero de ajedrez) a la descripción posterior de Ortiz.
Ente sin rostro, con una alta cabezota triangular, fija en los hombros, en cuyo extremo miraban sin mirar dos pupilas de cartón pintado, cosidas con hilo blanco. Sobre el pecho la extraña cogulla se deshacía en barbas de fibra amarilla. Detrás de la cabezota cónica colgaba un sombrero de copa chata, adornado por un triángulo y una cruz blanca […]. Cinturón de cencerros y cencerros en los tobillos. Cola de blanca percalina enrollada al cinto, la escoba amarga en la diestra y el Palo Macombo —cetro de exorcismos— en la siniestra (Carpentier, ídem: 123) (énfasis del autor).
Ortiz lo describe recalcando la significación de la franja blanca y los dibujos geométricos sobre saco o tejido:
Van todos cubiertos con tela burda de saco o con tela vistosa de diferentes colores y caprichosos dibujos por lo común geométricos. En la cabeza llevan como un capuchón puntiagudo, en el cual hay disimulados uno o más ojos, y en su cima uno o varios penachos o muñones. Detrás de la cabeza una sombrereta circular con diseños emblemáticos de alto rango. En la cintura una faja con bullones de tela o «enyugadura», a manera de sudario que simboliza el muerto desenterrado; al cuello, cintura, bocamangas, bocapiernas y a veces en las rodillas, sendos festones de soga de pita deshilachada. En la cintura cencerros que suenan al andar y bailar […]. En las manos un itón o cetro y un ifán o «rama» de escoba amarga… (Ortiz, 1991: 125).
El capítulo (36) enfatiza el valor erótico del baile: «El Diablito se adelantó brincando de lado como pájaro en celo, al ritmo cada vez más imperioso del tamborcito. Su danza remozaba tradiciones de sagradas mascaradas tabúes […]. Cayendo sin llegar a caer, proyectándose como saltador en cámara lenta…» (Carpentier, ídem: 123).
Ortiz aventura una hipótesis del origen sexual de la danza:
No es de excluirse la posibilidad de que la figura del «diablito» ñáñigo tuviera originalmente algún simbolismo sexual. Sus extraños pasos y sacudimientos han inspirado a alguien una interpretación realista de tipo mimética pensando que el íreme trata en ocasiones de simular muy utilizados pero inmediatamente reconocibles los gestos de un gallo en el acto de ayuntamiento sexual […]. De todas formas es muy verosímil que el íreme tuviera algún símbolo de tipo fálico... (Ortiz, 1991: 125).
Carpentier llegó a las conclusiones que luego propondría Ortiz en la obra ya referenciada con una anticipación de más de dos décadas. La literatura que tuvo a mano era fundamentalmente legalista, carente de valor antropológico. Enrique Sosa supone que quizás hubiera consultado mientras guardaba prisión La policía y sus misterios en Cuba de Rafael Roche Monteagudo, Lajerga de los ñáñigos de Israel Castellanos o previo a esto, los trabajos de cariz divulgativo de Juan Luis Martín.8 Hay confirmación de las conjeturas de Sosa en Cartas a Toutouche, París 7 de agosto de 1931: «Otra cosa: he visto en los dos números de Orbe, unos artículos de Juan Luis Martín sobre cosas de brujería, artículos confusos y poco interesantes. Pero esos artículos estaban ilustrados con unas fotografías interesantes que quisiera tener» (2010:273). Al igual que Sosa, Sergio Valdés Bernal cree que Carpentier utilizó los libros de Roche y Monteagudo, sobre todo, La policía y sus misterios en Cuba (VM, 1977:465).
Volvamos a la entrevista que realizara Leante. Allí el encuestado declara (1974): «En prisión empecé a escribir mi primera novela, ¡Écue-Yamba-Ó! (voz lucumí que significa algo así como “Dios, loado seas”)» (VM, 1977: 61).
Esta declaración tardía no puede menos que sorprendernos. Si la obra parte para su nombramiento del abakuá como indica que sea co-término en este el tambor sagrado Ekue, un signo de la hierofanía ñáñiga, las deducciones subsiguientes tendrán que ir en este sentido. El mismo Sosa intenta revisar el título y adecuar el nombre de la novela a la cosmovisión carabarí, cuando lo compara a la fórmula cantada por Mpegó (oficiante del juego) ¡Oh écue iyamba Oh!, acto seguido de trazar la firma del iyamba.9 El yoruba —Carpentier llama lucumí erróneamente a la lengua ritualística— pertenece a la rama kwa de la subfamilia de lenguas nigerocongolesas, que incluyen al kru, el ewe e igbo; lengua ritual ñáñiga, el efik, dialecto del ibibio (y no apapa) (Carpentier, 1977: 163) queda incluido en esa amplia subfamilia pero en la rama benino-congolesa de aspecto bantuoide (Valdés Bernal, 1990: 9).
El profesor Ivor L. Miller, estudioso de los cantos litúrgicos abakuá, ayudado por informantes africanos que usan el efik en su comunicación traduce «Núnkue Itia Kánde Efik Ebutón / Oo Ékue» como «Llegaron a la Habana y en Regla fundaron Efik Ebutón / Saludamos al tambor Ékue». Oo, sería al igual que asére «saludo común»; esiere en efik, asiere en ibibio (2007: 20-28). También Ortiz recoge la tradición del canto deambulatorio tras la unción del nuevo sacerdote en el embori mapá cuando «el coro en la primera parte del trayecto entona […]. Ékue, Ékue Chabiaka, Mokongo Ma Chévere y al emprender el regreso […]. O yóo Seseribó o yáo óoo…» (1993: 382).
Aunque la o final, pudiera ser una de las sonoridades orales sin sentido descrita ya por Ortiz:
[E]l uso de las sonoridades orales sin sentido interpoladas en los cantos o en vez de sonidos vocabularios, es frecuente entre la poesía que ha de entretejerse con la música, aún en las grandes composiciones artísticas contemporáneas, como puede verse en las óperas de Wagner; son otras tantas «licencias» poéticas como las prolongaciones o supresiones de sílabas, las deformaciones de palabras o frases, la incrustación de interjecciones y demás trucos y ripios a que acude el versificador obligado por la exigencia del ritmo, de la rima, de la morfología estrófica y de la efusión que lo inspira. […] Además los africanos usan alguna otra sonoridad oral que hemos oído con frecuencia entre sus descendientes de Cuba, cual es la que se produce pronunciando en alta voz un sonido prolongado de o, mientras con la mano se dan golpes sobre los labios, de manera que se oye como si se dijera «bo…bo…bo». Lo hemos notado entre los ararás, yorubas, abakuás y congos (1984: 206-207).
El ibibio, el efik son las lenguas cardinales para descifrar el nombre de la novela, que parece ser ritualístico. El novelista en su libro La música en Cuba da pruebas de conocer la historia del ñañiguismo, allí hace referencia a la fundación la sociedad Acabatón en el barrio de Regla, 1835 (Carpentier, 1989: 266) y también a los ritos «inicíacos»: «verdadero auto ritual, el juego incluye en este caso, himnos antifonales, danzas de los diablitos, responsos, marchas, procesionales y una invocación al sol, a más de recitaciones de fórmulas en “lengua” medidas sobre el parche de un tambor. Inútil sería insistir sobre la riqueza sonora de estos tipos de folklore» (ídem: 373).
Lydia Cabrera sostiene que a falta de isaroko con palma o ceiba por falla del lugar adecuado serán suficientes los signos (marcas): «Como no siempre se hallará una ceiba o palmera en su patio, los signos bastarán, con su mágico poder para suplir su ausencia. Un símbolo es una realidad» (Cabrera, 2000: 140). Esto en alguna medida justifica que Carpentier haya omitido el detalle del árbol sagrado.
El tiempo de iniciación (nocturno en la novela) parece coincidir con el horario litúrgico para el caso.
Menegildo jura (Capítulo 35, p. 121-126) y es bautizado de noche. Por conveniencia o pragmatismo la hierocracia de muchos Juegos comienza la preparación del santuario a las doce de la noche. Lydia Cabrera asegura que «Mokongos criollos alteraron el verdadero horario litúrgico que se cuenta de sol a sol. Para mayor lucimiento y duración de la fiesta se “rompe” a las doce de la noche y de noche se inicia a los neófitos; lo cual, de creer algunos viejos no es canónico» (2000:140).
Los Juegos ortodoxos varían el horario corriéndolo hacia el día «porque Sikán pasó su última noche cautiva en el monte y fue sacrificada a la salida del sol […]. En muchas Potencias matanceras muy tradicionalistas practican la purificación del templo y de los Atributos a las tres o a las cuatro de la madrugada, a las seis “llaman”, invocan al Espíritu y “traen la voz” (el Espíritu se posesiona del tambor)…» (ídem: 140). Salvo la comida teofágica, ¡Écue-Yamba-Ó! observa el cronosimbolismo de la celebración.
Otro de los errores ceremoniales se visibiliza en el paso de la cobertura y develamiento de ojos a los indíseme. La novela nos informa que a estos no se les permite observar los objetos y el topos secreto litúrgico después que Isué ha recitado el credo y el padrenuestro abakuá: «Los neófitos fueron introducidos en el santuario, uno por uno y se les hizo arrodillar ante el altar que no verían durante mucho tiempo todavía» (Carpentier, 1977:124) (énfasis nuestro). Unos párrafos antes del final del capítulo se vuelve de nuevo al tema. «Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá, donde el Ékue seguía sonando con insistencia inquietante —ruido que obsesionaría a Menegildo durante varias semanas. En la habitación principal del bohío cayeron las vendas» (ídem: 126) (énfasis nuestro).
El rito de iniciación abakuá, al contrario, hace un recorrido, a través de su intrincada dramaturgia, del indíseme venido del mundo, muerto y renacido ceremonialmente. Cuando el hierofante le retira el vendaje y luego que el indíseme besa el crucifijo, Sese Eribó y bebido la sangre del gallo, se convierte en el hombre que renace, el signo de ese renacimiento se acompaña de que sea develado. Ortiz describe así la escena de gran simbolismo: «Después el mistagogo afrocubano le quita al iniciado abakuá la venda que cubre sus ojos. El hierofante abakuá, como el eleusino, le muestra los objetos sagrados y oficia los ritos restantes, al cabo de los cuales el neófito es un “renatus”, ha “resucitado” en un okobio “jurado” en su “potencia”» (Ortiz, 1993: 379).
Las funciones de las jerarquías ceremoniales dan la impresión de ser a veces confusas. En el capítulo de marras Carpentier dice que el Isué toma el juramento a los amanision (1977: 125), cuando esto cae en el área de incumbencias de Mokongo. El erudito Ortiz al igual que Lydia Cabrera comenta al respecto:
Los indíseme, arrodillándose ante el altar saludan a los obones reunidos con los de otras potencias que asisten invitados para dar fe del juramento[…]. Es Mokongo quien empuñando su bastón, le lee el reglamento «ley de creencias» de la sociedad y les pregunta, no en jerga ñáñiga, sino en castellano si juran contestar sinceramente a sus preguntas[…]. Los padrinos repiten en coro las palabras de Mokongo. Este, al fin, les da a besar su cetro. Mosongo y Abasonga terminado el interrogatorio de Mokongo, les dan igualmente a besar los suyos (1993: 393) (énfasis nuestro).
En ¡Écue-Yamba-Ó!, el espurreón se administra antes del juramento y sus ingredientes están compuestos por «líquido santo, mezcla de sangre de gallo, pólvora, tabaco, pimienta, ajonjolí y aguardiente de caña» (1997: 125). El rociamiento ritual en los textos descriptivos de Ortiz y Cabrera se efectúa como anticipo del juramento tomado por Mokongo. Ortiz aclara que se compone de «aguardiente y vino seco y un golpe albahaca empapada de agua bendita» (1993: 394). Carpentier confunde, por extensión, sus ingredientes con los del «vino pre-teofágico» servido dentro de la mokuba.
Existen, además, detalles ambiguos que rozan la representación en el isaroko: se supone que deban estar fuera Moruá Engomo, Ekoúmbre Enkríkamo o Moruá Yansa. Enkríkamo (algunas veces Moruá Yansa) llama al diablito Eribangandó para que purifique a los neófitos pasándoles el gallo sobre el cuerpo. Eribangandó acude al llamado de Enkríkamo o su sustituto atraído por las palabras en jerga ñáñiga. El relato novelesco denota ciertas omisiones al tratar el asunto:
Un gorro puntiagudo, rematado por un penacho de paja, asomó a la puerta del bohío. Se ocultó. Volvió a salir. Desapareció otra vez.
[…]. Una voz gritó detrás de Menegildo.
—Ñámalo, Arencibia, que no quiere salil.
Las falanges castigaron nuevamente el tambor.
—Ñámalo, má…
La percusión se hizo furiosa, apremiante (Carpentier, 1977: 123).
Eribangandó, quien viste el atuendo de Anamanguí —y quizás sea la personificación de este, porque Enkaníma y Eribangandó son espíritus benévolos, de purificación— (Ortiz, 1993: 383) no obedece al idiobón del que depende. Arencibia debe llamarlo (tal vez el Enkríkamo o Moruá Yansa, tal vez de forma contraritual uno de los músicos del biankomeko), golpear el tambor con insistencia para que el íreme salga a cumplir su función. ¿Cómo se entiende semejante aplazamiento?
La parte de la occisión del cabro en la ceremonia del embori mapá, explica muy bien la escena. El verdugo Aberisún, llamado por Enkríkamo se resiste a matar el cabro. Asoma su cabeza, se esconde, sale, se vuelve a esconder. Al fin, las fórmulas de Enkríkamo en jerga ñáñiga surten efecto y Aberisún aparece con su aspecto terrible (Ortiz, ídem: 377).
Carpentier combina en el tipo del íreme purificador (Eribangandó) dos subtipos a saber, el íreme que se niega a salir, ejecutor de la función de verdugo (Aberisún) y el funerario Anamanguí o su duplo (vestidos con escaques de ajedrez). Tal vez pudiera tratarse de forma muy abierta, del momento en que los diablitos tratan de resistir al Nkríkamo o en su defecto Morúa Yuansa (Guerra, 2008: 270).
Ramiro Guerra ha descrito las danzas ceremoniales del abakuá que unen lo escenográfico y lo coreográfico: «la danza además de los pasajes de vívida pantomima, propia de cada uno de los diferentes íremes, posee lineamientos generales personificadores de extrañas y contrastantes imágenes: estas van, desde la absoluta inmovibilidad momentánea hasta el movimiento frenético del danzante pasando por secuencias de lentos desplazamientos, y sobre todo de fuertes y sorpresivos contrastes». (ídem)
La mise en scène del aprofabakesongo o iniciación evidencia haber sido sometida a camisas de fuerzas que lastran a decir verdad su valor escenográfico y su contenido litúrgico intrínseco. La escena se resuelve con actores periféricos de la hierocracia: el íreme (suponemos que Eribangandó) y el Munifambá de la Potencia. «El guardián de los secretos los obligó a girar sobre sí mismos para hacerles perder el sentido de la orientación. Después se les hizo entrar en el bohío, siempre vendados. El Munifambá confió los neófitos al Iyamba» (Carpentier, 1977: 124).
Ya Nasakó y sus ayudantes han traído el Eroromo, el incensario, el aguardiente, vino seco y agua bendita; Mpegó, Enkríkamo y Eribangandó hecho los trabajos de rayamiento y purificación y los acólitos devuelto al Butame (Fambá) las species utilizadas por Nasakó (Cabrera, 2000:154). Entonces sale del Fambá:
[U]na procesión con todos los atributos, a buscarlos [a los indísemes]. Se les pone de pie en fila, por orden y detrás de cada uno, se sitúa su padrino, el obonekue que solicitó su admisión en la fraternidad. Isué y Mpegó marchan en medio de la procesión y en último término va la música […]. En tinieblas, guiados por sus padrinos respectivos, atento a su andar vacilante, llegan a la puerta del Fambá donde la procesión se detiene y se retiran los padrinos […]. Cesa el canto y Mpegó o Nasakó, que los recibe en la puerta, reza. Uno a uno, los introduce en el Fambá. Uno a uno, Moruá que está en la puerta, los lleva y los coloca en fila frente al altar (Cabrera, ídem: 154).
Al Iyamba como sacerdote de Écue no se le confían los indíseme, solo fragaya el tambor sagrado y participa en la parte principal de la consagración dentro del Fo-Écue. El fragmento, rico desde el punto de vista litúrgico del aprofabakesongo y la porción consagratoria quedan reducidos a pequeños esquemas en la novela. Carpentier nada habla de las intervenciones de Abasí, custodio del Crucifijo, el cual debe poner en la mano izquierda de los neófitos la vela encendida y darles a besar el Itón Manansere (crucifijo); de Mokongo, «jefe de las fuerzas militares», de Mosongo y Abasonga, quienes los interrogan y les dan a besar sus cetros en la ceremonia que dirige Isué.
La porción consagratoria descrita por Carpentier a contracorriente de la celebración dice que «el Iyamba alzó una cazuela, donde el Diablito había dejada preparada la Mocuba.10 Mojó la cabeza de cada neófito con una gárgara del líquido santo […]. El Isué, segundo Obón de la Potencia, preguntó entonces […]. El Isué declaró con voz sorda, monótona […]. Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá…» (Carpentier, ídem: 125-126). La versión de Cabrera referente a este tópico difiere del relato carpenteriano. Dentro del santuario (Fambá) los neófitos son purificados por Nasakó con agua lustral (Eroromo), después de las aspersiones se les sahuma —ritos pre-consagratorios (Cabrera, 2000: 154).
En los ritos consagratorios, luego que Nkóboro […] purifica al indíseme con un gallo, pasándolo por sus hombros y por los plumeros del Sese […]. Isué toma la cabeza del gallo sacrificado [durante la preparación del Fambá, la comida a Ecue, etcétera] que descansa sobre el sello del tambor. Lo moja en la Mokuba, en la cazuela llena de sangre que Ekueñón le alarga y recita un largo nkame. Acerca la cabeza del gallo llena de sangre a la boca de indíseme y este chupa la sangre […]. Ekueñón […] la levanta [la Mokuba] en dirección al Fo-Ecue, declama y le introduce en la boca un poco de sal y le da a beber la sangre sagrada del gallo […], le da a beber por separado aguardiente y vino seco (ídem: 157).
Iyamba tampoco moja las cabezas, el rociamiento (Carpentier menciona la palabra «gárgara») lo dirige Nasakó y no incluye la sangre de gallo. Las lecturas de disciplina muy admonitorias y los juramentos ante la hierocracia, salvo cuando actúa Mpegó, los realizan Abasí, Mokongo, Mosongo, Abasonga, y pertenecen a la fase pre-consagratoria (ibídem: 155-156).
Los indiseme no salen del Fambá luego de ser consagrados, se les sitúa junto a las puertas de este: «lo sacan fuera del Iriongo, de espalda a la cortina que oculta el Fundamento. Isué anuncia que es un iniciado. Lo guía hasta la puerta de Fambá y allí de espaldas al Butame y vendado, el obonekue aguarda que los demás sean confirmados por Écue» (ídem: 159).
La «fiesta» (fragmento exterior del culto en el isaroko) comienza al amanecer. «El íreme Eribangandó y los Atributos se presentan ante la puerta del Butame y allí se arrodilla. La música se coloca afuera de frente a la procesión. Se canta varias veces invocando a Dios y a los astros. El repertorio de Moruá es rico en salutaciones y cánticos» (ibídem: 162).
El texto de la novela maneja bastante bien los detalles de la hora litúrgica: «el Diablito […]. Bailó cara al levante invitando al sol a salir […]. Saltó otro Diablito, rosado esta vez. Y uno verde, de seda. Y uno, escarlata. Bailaron tafetanes y oros, telas de saco e hilo blanco» (Carpentier, 1977: 128). Cabrera apoya en su recuento de la procesión post-consagratoria la descripción del novelista: «De regreso, Isué y los íremes quedan en la puerta del Fambá. Entran las demás Plazas y se sitúan de espaldas al Fambá. El último en penetrar al santuario es Isué. Los íremes y la música permanecen fuera y se baila hasta el atardecer» (2000: 161) (énfasis nuestro).
La representación exterior del capítulo «¡Íreme!» ha sido también simplificada. El primer procesional compuesto por la hierocracia y los nuevos iniciados, debe salir para que estos sean presentados a la ceiba y al sol naciente (Ortiz, 1993: 394).
Los íremes Nkóbaro y Eribangandó a la cabeza de la procesión: Eribangandó purificando el sendero y Nkríkamo guiando y conminando con su tamborcillo a Eribangandó. Nkóboro es guiado por el Sese Eribó y marcha junto a Isué que lleva el Sese en sus manos y la cabeza del gallo en los dientes. A su derecha Mokongo con su bastón y a su izquierda Mpegó con su tambor. Detrás de Isué, Mokongo y Mpegó van con Mosongo, Abasonga y Abasí, y a ambos lados los que llevan el agua bendita, la teja con el incienso y la vela encendida. Tras ellos la música y los demás que integran la procesión (Cabrera, 2000: 161).
El capítulo 36 evita la dramaturgia procesional y concentra su relación en el baile de los íremes, el biankomeko, las béfumas y la comida en comunión.
Carpentier designa el tambor obí-apá del enkomo bajo el nombre de Repicador y no menciona las erikundi (maracas); a la misma vez introduce los membranófonos del biankomeko a través de la identificación de sus tambores: «El estrépito de la batería se fue organizando según las reglas: primer toque confiado al Bencomo; segundo al Cocilleremá-tambor-de-orden; el Repicador irrumpió tumultuosamente sobre un tiempo débil, y, finalmente, golpeado en la faz y en los costados, el BoncóEnchemillá-tambor-de-Nación hizo escuchar su bronca llamada» (1977: 127).
El musicólogo cubano Lino Arturo Neira, quien ha estudiado la percusión abakuá puntualiza que «el biankomeko se ejecuta durante la parte pública de la ceremonia […] que se inicia al finalizar la liturgia cerrada del Plante en el Fambá, cuando el Plaza Ekueñón golpea su tambor o el ekón y simultáneamente emplea un recitativo e invoca la “voz” pidiendo a Écue que suene, acción que ejecuta Écue “fragayado” por Iyamba…» (2007: 43).
El nombramiento de los idiófonos recibe designaciones más vagas en la novela: «Ahora la percusión de los cuatro tambores era enriquecida por bramidos de botijos, tremolinas de calabazas encajadas en embudos de mimbre y chillar de esquilas oxidadas bajo el castigo de una varilla de metal…» (Carpentier, 1977: 127).