Las preciosas - Cecilia Pagani - E-Book

Las preciosas E-Book

Cecilia Pagani

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Beschreibung

En un desesperado pedido de ayuda, Natalia, una chica muy joven, recurre a Malena, mujer madura y empleada de tribunales. Busca información que supone encontrará en un expediente judicial.   El cruce de sus historias devela un pasado obturado de secretos en la vida de ambas y conduce hacia el intento de reconstruirlo, entenderlo o remediarlo. Son las suyas existencias determinadas por los prejuicios y la violencia. El abuso y la violación. Sobre el cuerpo, sobre las palabras, sobre los silencios. Esos silencios que tanto tienen para callar.

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Cecilia Pagani

Las preciosas

NARRATIVAS

Pagani, Cecilia

Las preciosas / Cecilia Pagani. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-30-4

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

© 2022, Cecilia Pagani

Primera edición, junio 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Para mis hijas:

Milagros y Ángeles

La muñeca abrió los ojos.

 

ALEJANDRA PIZARNIK, «Devoción».

1

—¿Qué… qué chica?

Malena quiere saber, se sienta en la cama, se quita el antifaz, enciende la luz del velador:

—No, no entiendo…

Y quiere volver a preguntar, pero esa voz la interrumpe:

—No puedo explicarle ahora, señora, venga lo antes posible por el hospital.

Y termina de decir esto y cuelga. Malena queda descolocada, con el celular pegado a la oreja. Imposible recuperar esas dos horas de sueño que le faltan hasta que la alarma del reloj suene como todas las mañanas (ese ringtone que ella misma había programado y que invariablemente la dejaba alterada por un rato). Se resigna, no va a dormir porque una vez que ella se despierta, ¡zas!, queda despabilada para siempre. Sale de la cama, se coloca la bata y las pantuflas. Camina lenta hacia la cocina y mientras lo hace piensa y vuelve a pensar, repite ese nombre que acaba de escuchar: Natalia Luna. Y le resulta familiar, lo ha escuchado en algún momento, en otro lugar, pero en ese instante no logra asociarlo con nadie conocido. No entiende. Y lo repite una vez. Y otra.

 

De pronto y como un fogonazo una cara viene a su memoria y se ensambla con ese nombre, se acopla como los ladrillos de un juego de encastre. Ahora sí, se acuerda.

Sí, sabe quién es, y en alguna medida se alivia al comprobarlo. ¡Es la mocosa esa tan pesada! (Una chiquilina que vendría con descaro a desconcertarle la vida.) Y se fastidia y se pregunta qué quiere ahora. Entre noviembre y diciembre apareció por la oficina con su insólito pedido, insistiendo en que era importante para ella, algo personal y trataba de contarle una historia que Malena no estaba dispuesta a escuchar. Y cuando estuvo a punto de decirle: mirá, nena, ¿qué te pensás, que no tengo algo mejor para hacer que atenderte? Es que ya le había explicado varias veces que la solicitud para sacar de archivo un expediente debía tramitarlo un abogado matriculado y con un escrito especial, ¿entendés? Tenés que buscarte un representante legal. ¿Te queda claro? No, nada le quedaba claro. Y la chica, ojos desconcertados, grises, pálidos, puro reclamo respondiendo con su vocecita: ¡señora, usted siempre me dice lo mismo! Malena largó su lapicera y dio un golpe con la mano abierta sobre el libro donde desde muy temprano estaba asentando los ingresos de la mañana, y ese señora le cayó pesado, denso, y estuvo a punto de mandarla a la mierda pero calló a tiempo. Respiró hondo. Contó hasta diez. Con lo que ya había tenido en esos días era suficiente y no estaba para rollos. Tranquila, se dijo, esta pendeja no va a sacarme de quicio. Pero la chica no le dio tiempo a nada, pegó la vuelta y dejó a Malena con la boca abierta, mirándole la espalda, el pelo castaño recogido en una colita de caballo. La puerta cerrada de un portazo.

—¡Andá! ¡Mejor así, enojate y no vengás más!

Malena quiso concentrarse, volver al libro, a la rutina de asentar con letra prolija y clara los datos de cada expediente que pasaba al archivo. Intentó poner en práctica esos ejercicios de respiración que le habían enseñado en las clases de yoga. Era media mañana y a ese ritmo no terminaría antes de la una, y ya se veía postergando el trabajo para el día siguiente y prefería no hacerlo porque bien sabía lo que eso significaba: aguantar a la secretaria de la Cámara, su jefa. No la soporta, no tolera sus peroratas, sus indirectas, sus moralinas, esa catarata de alusiones de todo calibre que esa mujer descarga sobre su persona.

Quedó fastidiada. Sí, Malena quedó de pésimo humor. ¿Por qué? ¡Hay que ver las pretensiones de algunas! Y pensó esto, pero al rato pensó también que debió levantarse y salir al pasillo y hablarle y volver a explicarle, con el mejor de los tonos, eso que ya le había explicado y volver a sugerirle que, si no tenía plata, se buscara un defensor del Ministerio Público para que la representara. Sí, eso era lo mejor, cómo creía que ella, empleada pinche, iba a entregárselo, así como así. No era una irresponsable, además ¿por qué tendría que jugarse por ella? Y no lo hizo. No se tomó la molestia de hacerlo, ni siquiera se levantó de su silla porque especuló que la chica, aturdida como había salido, ya se habría perdido entre la gente al final del pasillo, escaleras abajo.

 

Malena no sabe qué pensar ni qué hacer. ¿Una broma pesada y de mal gusto a esta hora?, se pregunta. Y al instante se responde que no, que eso no es posible: su intuición le dice otra cosa. Se trata de otra cosa. Pero ¿qué?

Va hasta la cocina, enciende la hornalla, llena la pava con agua y la coloca sobre la llama, va a prepararse un café tal como lo hace todas las mañanas. Y lo hace del mismo modo desde que su padre murió, y en esto y en un par de detalles más ella es anticuada, todavía usa un colador de tela para preparar el café. Ella misma muele los granos en un molinillo de madera con manivela, viejito y aparatoso, lo conserva como una reliquia, es uno de los pocos objetos que guarda con cariño y con nostalgia. Lo tiene asociado a esas mañanas en las que al abrir los ojos para ir a la escuela ese olor la envolvía desde la cocina, es que su padre tenía por costumbre moler y preparar de inmediato el café, con el agua a la temperatura justa para no quemarlo, y la esperaba con el tazón humeante sobre la mesa de fórmica, sentado en el mismo lugar de siempre, mientras él tomaba el suyo y leía el diario. La radio sintonizada en el primer noticiero de la mañana era apenas un murmullo para no molestar a su madre, que odiaba con el alma despertarse tan temprano. Y quizás por ese recuerdo de a ratos cálido, de a ratos protector, ella no negocia un cambio por ese otro que viene en sobrecitos, sí, más simple y práctico de preparar, más económico también, pero vaya a saber mezclado con qué porquería.

 

No. No puede.

No puede dejar de preguntarse por qué esta chica le pide ayuda a ella, justamente a ella, a quien apenas conoce. ¿Por qué ir a verla hasta el hospital? Hacerse cargo… ¿de qué? No, ni ahí. No correspondía. Y si ahora la mocosa está metida en un lío, para qué complicarse la vida.

Y encima Malena la había atendido mal todas las veces que había aparecido por la oficina. De mala gana y con mal tono. Ella es consciente, debe admitirlo, puede volverse insoportable cuando se lo propone: gruñe en vez de hablar, no responde cuando le hablan, y si lo hace, argumenta no saber nada, o provoca que la gente venga una vez y otra hasta la oficina y más de uno no regresa (ya su jefa la ha sancionado por su mal genio, bah, por la queja de un abogaducho nuevito, uno de esos que se la creen). Y esa es su fórmula para espantar a las desubicadas que vienen a hacerle perder el tiempo. Aquel día, ella pensó que esta chica era una de esas. Pero no, con ella se equivocó. La mocosa persistía y regresó a la semana siguiente y a la otra. Que le buscara ese dichoso expediente, le rogó con toda frescura, y se había aparecido con un pedazo de papel dobladito donde tenía escrito el número, la carátula y el año. Malena se lo recibió con algo de asco y alcanzó a leer la fecha y la miró espantada, es que ese que la pendeja buscaba había sido archivado dieciocho años atrás. ¿Remover papeles viejos? ¿Llenarme de tierra? Esta no tiene ni la más mínima idea. Está loca. ¡Ni pensarlo! Volvé otro día, nena, ahora estoy ocupada, le dijo como para sacársela de encima. Por otra parte, esa mañana ella estaba cruzada, de pésimo humor. Y todo por culpa de Marcos.

Marcos se había borrado. No daba señales de vida, sin llamar, sin atender el teléfono, sin responder sus mensajes. ¿Qué le pasa? ¿Acaso habría resuelto cortar definitivamente con ella? Y así, de ese modo, desapareciendo, escapando como una rata, como un cobarde.

Y ya le parece escuchar a Claudia:

—¡Te lo dije! Mil veces te lo dije: ese tipo no vale nada.

No, no quería ni llegar a imaginárselo. No, no iba a soportarlo. Aunque, en el fondo, ella bien sabía. La mujer. Su mujer no piensa largarlo por nada del mundo y es capaz de cualquier cosa con tal de retenerlo, apela a toda clase de artimañas y utiliza sus mejores armas. Sí, Malena bien sabía, ella tenía una muy efectiva y contra la cual Marcos no ofrecía resistencia y se resignaba y caía como un chorlito. No quería pensar que una vez más se tratara de eso, y llamaba eso a los dos últimos embarazos, ¡pero si entre uno y otro había una distancia de once meses! No, él se lo había prometido: ni uno más. Se lo había jurado y rejurado. No, ella ni siquiera quería pensarlo, porque entonces sí, venía el acabose. ¡Tan pollerudo!, Claudia y su sentencia (y lo peor es que su amiga tiene razón y sus razones también):

—No vale la pena ese tipo, largalo, querés, hacé el favor, es un pelotudo. Sólo va a joderte la vida. Sí, es un hijo de puta, como todos. Porque too-doss (deletrea, remarca, subraya) los hombres son unos hijos de puta. ¿Entendés?

 

Malena duda y le da vueltas al asunto. Se plantea que por alguna razón esta chica la hace llamar. A ella, justamente a ella. Sin embargo, va a dejarse llevar por el impulso inexplicable de ir hasta el hospital.

¿Curiosidad? No.

¿Solidaridad? Menos.

Más, mucho más que eso. Un algo que aún ella no puede descifrar pero que la tironea, la arrastra, la conduce hacia Natalia. Es que hay palabras que se vuelven un acicate: mueven, sacan de la modorra, impulsan a actuar. Así, sin pensarlo con detenimiento, sin saber muy bien por qué, ella arranca y de pronto está ahí, en movimiento, con una terca, tonta, inusitada determinación. Después de escuchar ese: “venga lo antes posible”, Malena está dándose una ducha. Vistiéndose. Arreglándose lo más rápido que puede, la cara, el pelo. El flequillo está demasiado levantado, el rulero que se había atado esa noche lo dejó apretado y rígido; lo cepilla con fuerza, intenta aplastarlo un poco, pero la onda se pronuncia más y se pone más rebelde con tanta humedad porque hace días que llueve y ella se fastidia y se dice que su cabeza no tiene remedio. Se da por vencida y lo deja así, como tenga ganas de acomodarse. Va a verla. Va a llevar algo de plata, por las dudas, claro. La suele esconder en un jarrón de porcelana, en la vitrina que está en el living (¿a quién se le ocurriría buscar ahí?), y la guarda justamente en su casa porque ni loca confiaría sus ahorros a un banco en este país. Con lo que ya había sucedido, sería un suicidio. Todavía tiene muy fresco lo que le pasó a su padre en 2001 cuando, “corralito” mediante y de la noche a la mañana, le incautaron todos sus ahorros.

Esta chica necesita para los medicamentos, no debe tener un peso partido por la mitad a estas alturas del mes. Además, las veces que fue por la oficina, la vio mal vestida, pobretona, el mismo bucito azul y el mismo jean desteñido. Zapatillas de un blanco percudido y cordones fucsia. Y está sola. Sí, de eso ella está segura. Aunque la había visto acompañada de un chico que bien podría ser su noviecito, en todo momento le dio la sensación de que estaba sola. Completamente sola en este mundo. De esa soledad que Malena conoce mejor que nadie.

2

Ya en el hospital y ante el empleado de recepción, Malena no sabe qué responder. El hombre hace demasiadas preguntas.

¿En qué sector estaría internada? Ni idea. Imagínese, si lo supiera, ya se lo habría dicho. ¡Hay cada uno! Malena comienza a impacientarse, supone que habría sido un accidente. Y el hombrecito la mira desde el fondo de su desconcierto, qué puede saber él si ella no le da más datos. Y la sigue mirando y está a la espera de que le diga algo. Y ella le dice que está casi segura de que se trató de un accidente y que cree esto porque una vez la había visto en moto y no llevaba puesto el casco, y de eso también está segura porque, obvio, si lo hubiera tenido en la cabeza, ella no la habría visto y menos reconocido. Pero, ahora que recuerda, manejaba un chico que, al igual que ella, llevaba el casco colgado del brazo. Calcula que ha chocado o algo así. Intuye que está herida. Sospecha un accidente.

¿En ambulancia? No. Tampoco sabe cómo ha llegado hasta aquí. ¿Qué puede saber ella? No tiene más datos de los que le acaba de dar. ¡Ay, qué hombre!

Pero ese hombre resulta tener más paciencia que lo imaginable a esa hora de la madrugada. Le presta atención, la escucha, le pide que espere, él va hasta Urgencias y averigua. Al regresar, le explica que no ingresó ninguna persona accidentada que responda a ese nombre. Aunque sí hay registro de una jovencita que había llegado cerca de la medianoche, caminando con dificultad, sosteniéndose el vientre. Y él ahora se acuerda de ese detalle porque mientras caminaba, la chica iba dejando un rastro, un hilo de sangre marcaba su huella sobre el piso. Y como no llegaba el Lucho, el de maestranza, encargado de este sector, él mismo decidió ir a buscar el estropajo y limpiar. Podría tratarse de ella. La habían derivado a Maternidad. ¡Ahh! Y si de ella se trata, ya adivina él en lo que habría andado. Y mira a Malena, como queriendo decir algo que al final no dice. Y ella cree percibir el cambio en él. En esa mirada, en ese, su tono cargado de sorna, de insidia, de acusación. ¡Vaya, señora! Vaya y vea usted misma.

Y le explica cómo llegar. Seguir por el pasillo que tiene enfrente, doblar a la derecha, otro pasillo, un patio interno, otro módulo. Leer unos carteles azules con indicaciones en letras blancas, seguir las flechas en las paredes y llegar hasta una sala de espera amplia. Allí se encuentra el servicio de Guardia.

Malena camina repitiéndose bajito lo que el empleado le acaba de explicar como cuando era chica y tonta y caminaba igual que ahora, repitiéndose lo que le habían encargado comprar en el almacén de la otra cuadra: pan, azúcar, manteca y yerba, canturreando igual que esa nena en la publicidad de una margarina, era para untar, era para untar. Llega. Sala amplia. Hay gente. Gente que espera. Se acerca y se detiene frente a una especie de mostrador, mira a un lado y a otro, pero no hay nadie que pueda atenderla o darle alguna información. Espera un rato porque alguien tiene que venir, supone, ¿acaso no se trata de la guardia de un hospital?

De pronto observa a una enfermera atravesar la sala, petisa, ancha, retacona, de pies redonditos, pequeños, tanto que dan la sensación de no sostenerla, da pasitos cortos, bamboleándose de un lado a otro para equilibrar el peso, igual, igual a un pupinauta, un muñequito de esos que ella tenía cuando era chica, todavía está arrumbado en algún rincón del placar. Malena se adelanta y buenas… y sin esperar respuesta, pregunta por Natalia, si quizás ella está aquí, internada.

—Ya viene la doctora.

La enfermera le responde mientras sigue su camino y deja a Malena desconcertada. Ella duda sobre qué hacer, si se queda y espera o regresa a su casa, pero luego va hacia donde está la mujer, insiste porque la ansiedad la consume, quiere una respuesta rápida, y le aclara con fastidio que no tiene todo el tiempo del mundo.

—¡Ya va!

Rezonga la enfermera y continúa con su tarea sin sacar la vista de unas jeringas en las que carga un líquido opaco. Luego, las deja sobre una bandejita de acero y agrega:

—Enseguida viene la doctora.

Esta vez su voz suena con un tono distinto, algo cansada, como de quien ya está acostumbrada a la ansiedad de la gente, al apremio, a la insolencia. Malena cree reconocerla, y está casi segura: es quien ha llamado por teléfono a su casa. Pero no va a objetarle nada, no vale la pena, la percibe terca, retobada. Lo único que le falta es terminar peleando a las cinco de la mañana. Y no, no tiene ganas.

Suspira, cuenta hasta diez, se domina, da la vuelta y va hacia una hilera de sillas fijadas al piso, adosadas a unas guías de metal, en medio del salón. Se sienta en la primera, a su lado un hombre dormita con la cabeza colgando hacia adelante. Al cabo de un rato y desde un extremo del pasillo, aparece la doctora (supone que sería ella por el pantalón y la chaqueta verdes). Malena se levanta de un salto, se arrima, le habla y comienza a explicarle atragantándose con las palabras, con un nerviosismo que no puede manejar, que la han llamado desde aquí, hace una hora más o menos, por… por una chica que estaría internada y que se llama Natalia Luna.

La mujer la interrumpe con una seña, con un sí, sí, ya estoy con usted. Un momento, por favor. Y da la vuelta y se pierde también dentro de la sala de guardia y deja a Malena ahí, parada y sin saber nuevamente qué hacer ni qué pensar, a la espera de encontrar una explicación a esta situación por ahora tan extraña para ella.

Malena regresa a su silla. El hombre sentado a su lado comienza a roncar. Un ronquido sordo y acompasado.

Diez.

Quince.

Veinte minutos. La doctora no aparece.

Malena mira su reloj, se impacienta y se da cuenta de que en un rato nomás debería estar preparándose para ir a su trabajo. Y ahora, ¿qué hace? ¿Qué carajo hace ella ahí? ¿Por qué sigue pegada a esa silla? Y está a punto de levantarse y de irse, es que… se siente incómoda, ridícula. La invade la sospecha, el recelo, el miedo a estar en el sitio equivocado, metiendo la nariz donde no debe, comprándose flor de quilombo, porque es una boluda, de eso sin duda se convence: ella es una perfecta boluda.

En el patio, la mañana nace agrisada y sucia. El pronóstico del tiempo parece haber acertado con el anuncio: nublado, húmedo y con chaparrones aislados.

3

Y ya se crispa de pensar nada más en que va a tener que dar explicaciones a la Secre, su jefa, por la tardanza, claro. ¡Ay, esa mujer!

Se ha vuelto un pickle desde que el marido se le fue con otra. Con una brasileira y unos cuantos años menor que él, como veinte y más también, decían. Y la Secre quedó sola su alma, porque ellos no habían tenido hijos, así que al tipo le resultó fácil plantarla sin remordimiento alguno. Después de la crisis de dos mil uno, él había quebrado y nunca pudo recomponerse, y eso que lo intentó en varias oportunidades, con diferentes emprendimientos, un mala cabeza. Terminó yéndose a Foz de Iguazú con un amigo, por un negocio y una historia medio rara. No volvió más. Y allá se quedó. Y con la mujercita que, decían, había sido la novia del amigo. Y aquí la Secre, que trina, y peor desde que supo cómo era, pero si casi enloquece, cómo podía hacerle esto a ella, tan luego a ella, lloriqueaba: ¡cambiarla así como así! Es que se trataba de una de esas garotas que bailaban samba en las comparsas, chismeaban las chicas en la oficina, si hasta había circulado una foto donde ella aparece festejando el triunfo porque su escola había ganado el concurso y ella había resultado la favorita. Brillaba como una reina en el desfile arriba de una carroza, sólo vestida con un enorme tocado de plumas multicolores en la cabeza y arabescos de purpurina trazados sobre ese cuerpo de escándalo, liso, firme, de escultura. Y claro, al lado de la Secre, magra y chata como una tabla, el tipo ni lo dudó. ¡Qué infeliz!

Sí, con el tiempo, pobre mujer, trasladaría todo su resentimiento hacia Malena, y hacia las otras también. ¿Y qué tenía que ver ella con el marido de su jefa? Nada. Nada de nada. Es que pasó a considerarla una rompehogares desde que se había enterado de su historia con Marcos. Alguna de esas santulonas que nunca faltan le había ido con el chisme. Y en el acto la jefa se solidarizó con la mujer de él. Y era de esperar, todas reaccionan igual, todas con espíritu de cuerpo. Porque esta, como las que se saben cornudas, se solidarizan con la despechada. Sí, hacen causa común aunque no la conozcan, aunque no la soporten (a la mujer de Marcos nadie la soporta, tan correctita, tan puritana, tan embarazada, tan de tener los hijos que Dios mande). Aunque tampoco sepan cómo han sido las cosas, ni por qué a veces y con razón un marido se va de su casa. Su jefa no sabe nada. Nada de nada, pero igual se la agarra con ella (literal) y que la ropa y que las caras y que los permisos y que los días de vacaciones y que las quejas del público y un etcétera detrás de otro. Y dale que dale tirar mierda hacia todos lados.

Y la culpa fue de esa palabra y Malena está segura, la escuchó justo al entrar al despacho. En el acto captó que hablaban de ella, aunque sus compañeras aún hoy se lo nieguen. Entendiste mal, ignorala, no le des bola, dice una. Dejá de lado tanta susceptibilidad, la otra. Que no vale la pena enojarse. Que la mina es una loca.

Está segurísima. Ella acaba de escucharla clarito, clarito como el agua. Como aquella otra vez. Esa palabra. Esa palabrita, esa palabreja, esa palabrota. De cuatro letras. ¡Esa! La dijo ella, y cómo se la dijo (porque todo pasa por el cómo: cómo se dice, cómo se cuenta, cómo se elige decir eso que se dice). La voz áspera, punzante, idéntica a esa otra voz, al pronunciar la pe, al alargar la u, la te, la a, al lanzársela a la cara, pastosa y verde como un escupitajo. La enerva, la remonta hasta lo más recóndito de sí misma y despierta lo peor de ella. Lo más oscuro. Eso que nace, crece y se expande incontrolable. Ocupa demasiado espacio. Estalla. Eso que tiene que ver con eso: con el odio.

Y entonces lo hace. Le hace frente. Y en ese instante no le importa. No hace caso a lo que la Secre pudiera hacerle porque la sabe vengativa, capaz de firmar un traslado hacia otra repartición. ¡Peor! A sepultarla en algún lugar lleno de ratas. Le hace frente. Así, del modo en que hubiera querido hacerlo en aquel entonces. (Del modo en que debió hacerlo en aquel entonces.) ¿Con quién?

Malena regresa ya en la mañana, la encuentra despierta, semisentada entre almohadones y dentro de su cama de enferma. La luz del velador encendida, el televisor en un murmullo. Lleva horas esperándola. Armada hasta los dientes, la lengua viperina, la cuchilla en la mano, lista para una estocada. ¿De dónde venís?, ¿con quién andás?, ¿qué te creés? Amonestándola desde su púlpito, que el decoro, que la decencia, que las buenas costumbres y:

—¡… de tu culo, una flor! ¡Puutaa…!

Asesta con esa voz rasposa, de gorgojo agónico que le había quedado después del último ataque. Para luego:

—¡No bajo mi techo! ¡No mientras yo viva!

Malena no responde. No va a hacerlo, no piensa darle el gusto de contestarle nada. Ni media palabra. No tiene ganas de iniciar una discusión, menos una pelea a esa hora y después de la noche que ha tenido. ¿Para qué? Ella sólo quiere dormir un rato y, sobre todo, disfrutar hasta en sueños del tipazo ese que acaba de conocer. ¡Un bombón! Además, el daiquiri le ha pegado fuerte (uno y otro y otro más) y ya comienza a instalársele ese dolor de cabeza típico que comprime las sienes y anuncia la resaca. Mira a su madre sin mirar, como si no la tuviera enfrente. Levanta los hombros, da la vuelta y se va. La deja vociferando sobre su espalda, enmarañada en insultos y amenazas y que esto y que lo otro. Malena atraviesa el umbral de la puerta, desabrocha sus sandalias y de una patada las arroja en el pasillo, primero una y después la otra. Se ríe. Se encamina hacia la cocina, se sostiene de las paredes, flota sobre las baldosas. Ríe de nuevo, a carcajadas. Tiene hambre, va a comer algo, en la heladera quedó guardada desde el día anterior una porción de pastel de papa. Se siente feliz.

 

Frente a su jefa, Malena avanza, decidida a agarrarla de las mechas, para darle su merecido, porque ella es bien capaz de hacerlo y ganas no le faltan. Pero las chicas le adivinan la intención y se apresuran y la toman de los brazos y: tranquila, tranquila. Y entonces ella se detiene a tiempo, justo a tiempo, porque si no, ¿quién sabe?, le rompe el alma.

Y entonces lo hace, lo dice. El corazón reventándole el pecho, las venas inflamadas, las ganas acumuladas por años. A los gritos se lo dice:

—¡Sí! ¿Y qué?

Rotunda, Malena se lo chanta en la cara. En esa cara roja de su jefa. En esa cara. De pasmo, de espanto, de pánico:

—¡De mi culo, una flor!

Y las otras, a coro:

—¡Ayyy! ¡De no creer!

4