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¿Qué es lo familiar? ¿Qué extraña naturaleza nutre esos lazos profundos, híbridos, que atan a padres e hijos? Las historias que Lola López Mondéjar nos ofrece en este libro de relatos, contundentes, inolvidables, nos introducen en universos familiares distintos, y nos muestran las dificultades de sus protagonistas para alejarse de esa determinación –maldición, a veces– que supone para los seres humanos lo familiar. Pero, también, dan cuenta de la dependencia, de los afectos, de los infinitos matices que sostienen esos lazos de sangre que están en el origen de nuestra identidad, y de los temas que aborda la mejor literatura.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Lola López Mondéjar
Lola López Mondéjar, Lazos de sangre
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-546-0
© Lola López Mondéjar, 2012
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 180
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Editorial Páginas de Espuma
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De haber estado en mi poder, habría eliminado allí mismo a aquellos padres que me avergonzaban, los habría hecho estallar como las burbujas que traen las rociadas del mar, mi madre rolliza, menuda y de cara desnuda, y mi padre, cuyo cuerpo bien podría haber estado hecho de mantequilla.
John Banville,El mar
Hay algo que estuvo mal entre nosotros, y que tú has contribuido a ocasionar, aunque sin culpa alguna.
Frank Kafka,Carta al padre
No cumpliste varias de las funciones que se asignan comúnmente a las madres, pero colmaste nuestra infancia de arrobas de leche condensada al baño maría y de todo un mundo mágico de relatos maravillosos.
Esther Tusquets,Carta a la madre
Las invitadas
La mujer y la niña guardan silencio mientras, procedentes del otro lado de la puerta, oyen los manejos de alguien en la cerradura.
–¡No puedo!, no lo entiendo. Esta es la llave de mi casa –exclama con voz desesperada una mujer que no ven.
Es la voz de Anna.
–Pero no funciona, señora, y nosotros no podemos hacer otra cosa –le contesta un desconocido.
–Esto es absurdo, verdaderamente absurdo. Esta es mi casa, llamen a los vecinos, por favor, hagan algo. Es mi casa y me la han arrebatado de la forma más estúpida.
–Bueno, tenga un poco de paciencia, vamos a la comisaría y le tomamos declaración –el tono del hombre parece cansado, como si supiese agotada su capacidad de convicción desde mucho antes de pronunciar esas palabras.
No oyen nada más. La mujer y la niña se miran a los ojos y se sonríen. El cerrajero se ha marchado tan sólo unas horas antes, y están contentas de haber actuado con tan prudente anticipación.
–Ya está, se han ido –dice la mujer, tomando entre sus manos la cabeza de la niña y depositando un beso entre los cabellos rubios que caen sobre su frente.
–¿Volverán, mamá?... Sí, sé que volverán.
La mujer le da la mano y la conduce hacia la cocina.
–Vamos, hay que acabar esa merienda.
Sobre la encimera reposa un vaso de leche con cacao a medio beber y unas galletas. La niña coge el vaso y se lo termina de un trago.
–No quiero más galletas, me aburren –le dice a su madre.
–Lo sé, es hora de que vayamos a comprar algo. No sé por qué Anna no tiene Internet, podríamos hacer la compra sin salir de casa...
En el salón, las ventanas están abiertas y las contraventanas entornadas, la luz inclinada del atardecer entra hasta la mitad de la estancia en multitud de reflejos dorados que dibujan sobre el parqué impoluto resplandecientes líneas paralelas. Ada se pone a jugar a la rayuela con ellas mientras su madre vuelve a la cocina.
–Mami, ¿puedo encender la tele?
–Ponla sin voz.
Un locutor mudo de gestos expresivos parlotea, risueño, con una señora obesa en lo que parece ser un concurso televisivo. La calva le brilla ligeramente bajo los focos. Ada pierde el interés y sigue jugando a la rayuela, pero deja la televisión encendida.
–Esta noche saldremos de paseo. Ya verás. Voy a llevarte a un lugar maravilloso.
–¿De verdad?
–Pero antes vamos a leer un rato.
Hasta ese día, creo que mamá era buena. Lo sé porque los vecinos del barrio le sonreían cuando se cruzaban con nosotras, porque salía muchas veces a cenar con sus amigos, y porque nunca jamás le llamó nadie por teléfono a las doce de la noche y se puso a gritarle palabras que no se deben decir. Mamá era buena hasta entonces.
Pero ese día, cuando estábamos a punto de salir hacia el aeropuerto, con nuestras maletas ya en la puerta y con mi mochila con dibujos de Jordi Labanda colgada sobre mi espalda, mamá dijo de repente.
–¡Nos quedamos!
Y empezó todo esto.
A lo mejor su transformación viene de tiempo atrás, puede ser. A veces me quedo mirándola y no imagino siquiera qué es lo que puede estar pensando, pero fue en ese momento cuando yo comencé a notar que algo en ella había cambiado. Dijo:
–Nos quedamos, vamos a deshacer el equipaje.
La miré sorprendida, pero no me prestaba atención. Puso las maletas sobre la cama del dormitorio y las abrió con gestos bruscos, raros en ella. Durante el resto de la tarde no hicimos absolutamente nada, pero mamá parecía estar muy contenta de su decisión.
He dicho que mamá cambió, que se hizo mala, y estoy arrepentida de haberlo dicho, porque en realidad mamá sigue siendo muy buena, conmigo lo es, más si cabe que antes, mucho más, pero parece que se está convirtiendo en alguien malo para el mundo. Como aquí nadie nos conoce todavía no puedo saber qué piensan de ella los vecinos, pero quienes sí saben quiénes somos nosotras no nos quieren ni ver. Anna, por ejemplo. Anna, que era antes nuestra amiga.
Al día siguiente de su transformación, le dije a mamá:
–¿Y el cole?, ¿no voy a ir al cole?
Y ella, que fregaba los platos del desayuno, me contestó.
–Ya veremos.
No me lo podía creer. El cole era sagrado para mamá.
Creo que si mamá decidió lo que decidió ha sido por culpa del amor. Creo que se ha enamorado. Tiene todos los síntomas, me los dijo Erika, mi compañera de la academia de inglés, el año pasado: le brillan los ojos, sonríe sin motivo, se queda pensando en las musarañas. Las musarañas son unos animalitos preciosos que se parecen a los ratones, pero tienen el hocico mucho más fino y las patitas de delante más largas que las de atrás. Yo creía que no existían. Creía que la palabra musaraña era una de esas palabras que dicen los mayores, pero que no tienen nada que ver con los objetos. Palabras como paradigmático, concepto, inflación, y muchas más. Pero no, la busqué en Internet y encontré a ese animalito. Mamá está enamorada, pero todavía no sé de quién. Por más que la observo no puedo adivinarlo porque en esta ciudad no conocemos a nadie que no sea Anna.
Hacía tanto calor que la camiseta se me pegaba a la espalda cuando íbamos de paseo. Y no hacíamos otra cosa que no fuese pasear. A mamá le encantaba dar vueltas por las calles.
–Mira, Ada, mira.
Se pasaba el día entero invitándome a mirar. Esta es una ciudad preciosa. La ciudad más bonita que he visto en mi vida. Es como un cuento de hadas. Yo nunca pensé que pudieran existir ciudades así. A mamá le gusta enseñármela, le brillan los ojos cuando descubrimos un nuevo rincón, un puente, una iglesia. Está llena de puentes esta ciudad. A veces mamá llora mirando un edificio o una calle. Llora en silencio, sin decirme nada. Yo sé que lo hace porque le gusta demasiado lo que ve. Siempre le pasa. La primera vez que la vi llorar le pregunté por qué lo hacía y ella me contestó.
–Es que es demasiado hermoso, Ada; lloro de felicidad.
Eso fue lo que me dijo. Yo la entendí. A mí también me pasa a veces, se me inunda el pecho de alegría y me siento muy muy feliz, pero no se me saltan las lágrimas.
A mamá sí. Un día se acercó a un puente y se puso a enseñarme lo que se veía a los dos lados del canal, era el canal más grande, el Gran Canal, que se abre hacia la laguna. Mamá empezó muy contenta a señalarme los edificios, había un submarino que sacaba su periscopio delante de un museo, y mamá me explicó que era una obra de arte que estaba expuesta en ese museo, que el agua del canal se había convertido en sala de exposiciones, y ya se le quebraba la voz. Luego me señaló una fachada llena de geranios rojos, y noté que su voz se iba haciendo más y más grave, como cuando uno está resfriado; luego me mostró una cúpula, al fondo, y después no pudo hablar más. Se dio la vuelta y se fue al otro lado del puente para que no la viera llorando, dice que le da vergüenza que la vea así. Yo ya estoy acostumbrada, me alejo de ella un poquito como si estuviese viendo yo misma otra cosa, y ya está. Vuelve de nuevo cuando se le pasa. Pero ese día no se le pasó. A los diez minutos, cuando me acerqué, mamá seguía igual. Sus ojos soltaban lágrimas como si fuesen una catarata. Pero ella sonreía.
–No te preocupes. No me pasa nada. Es que es demasiada belleza para mí.
–Ya lo sé. No me preocupo.
Le dije yo. Y mamá me dio un beso en la frente y me mojó el flequillo con sus lágrimas.
–No sé qué me ocurre. No me puedo ir de aquí.
También me dijo luego, y estuvimos apoyadas en el puente hasta el anochecer, viendo el ir y venir de los vaporettos, que son unos barcos como autobuses que te llevan de un lado a otro de esta ciudad de agua.
Por fin, cuando nos fuimos, mamá me invitó a cenar a un restaurante estupendo. Se bebió dos copas de vino y volvimos a casa cantando. Creo que era muy feliz. Por eso, también, pensé que estaba enamorada.
La mujer y la niña salen de casa al atardecer, atraviesan con lentitud la ciudad charlando animadamente, compran un helado de germen de trigo, y continúan hacia el Campo de Manín, en uno de cuyos laterales, a la entrada de una calle estrechísima, se detienen.
La calle desemboca en una pequeña plaza, casi en penumbra a esas horas de la tarde.
–Tápate los ojos –le pide la madre a la hija.
Y la niña se los cubre con las manos. La mujer la toma por los hombros y la empuja suavemente hacia el final de la calle.
–Mira –le dice, levantando la cabeza de la niña.
–¡Qué bonito!, ¿qué es?
–Es la Scala Contarini.
Frente a ellas se levanta la singular y elegante silueta de un raro edificio renacentista en forma de escalera de caracol. La mujer se acerca hasta su base y mira hacia arriba.
–Ahora no podemos subir, pero desde su cúpula puede verse un panorama precioso de la ciudad.
–¿Cómo lo sabes?, ¿es que has subido alguna vez?
–Claro que sí. Hace ya muchos años.
Terminan su helado dando vueltas a la plaza, mientras miran desde todos los ángulos la extraña construcción.
–Parece de mentira, mamá.
–¿Verdad? Es lo mismo que yo pensé cuando lo vi por primera vez.
Pero las cosas cambiaron después del día de su decisión. Cambiaron sin parar, aunque mamá quiere hacer como que todo sigue siendo lo mismo. Por ejemplo, salíamos menos a cenar.
–Hay que economizar.
Me decía ella. Durante nuestras vacaciones habíamos comido y cenado siempre fuera, sólo hacíamos en casa el desayuno, para el que mamá solía comprar cada día unos cruasanes buenísimos que hacen en la pastelería que está justo en la calle que sale a la derecha de nuestra casa, pero desde que decidió que nos quedábamos es muy difícil que cenemos fuera. Creo que a mamá se le está acabando el dinero.
Un día me dijo durante el desayuno.
–Hoy vuelve Anna de sus vacaciones.
–¿Y qué vamos a hacer?
–Nada, no nos vamos a ir de aquí. Tú sólo tienes que hacer lo que yo te diga. ¿Vale? No te preocupes. Anna tiene donde quedarse, puede seguir tranquilamente viviendo en casa de Andrea.
Aquella mañana sacamos unas maletas viejas que encontramos encima del armario de la habitación de mamá y las llenamos con toda la ropa de invierno de Anna. Metimos sus zapatos –Anna tiene muchísimos pares, adora los zapatos de colores– en el carrito de la compra y lo sacamos todo al descansillo de la escalera. Cuando terminamos de dejar allí todas sus cosas, mamá puso una nota encima del equipaje. Decía: «Anna, lo siento». Nos metimos en casa y cerramos con llave.
Cuando Anna llegó mamá había mandado cambiar la cerradura. Su amiga llamó varias veces, después de intentar abrir la puerta con sus llaves, pero nosotras no le abrimos.
Luego empezó a sonar el teléfono móvil de mamá. Y después el fijo de la casa. Pero no cogimos ni uno ni otro.
Anna se enfadó. Oí cómo gritaba desde el otro lado de la puerta.
–¿Se puede saber qué está pasando, Clara?
Pero mamá, que se llama Clara, no le contestó. Yo estaba a su lado, muda, sin saber tampoco lo que se proponía. Faltaban diez días para que empezara el colegio y teníamos que comprar una mochila nueva, además del billete de regreso que habíamos desaprovechado al quedarnos allí. ¿Por qué no hablaba mamá con Anna y le pedía la casa tranquilamente por unos días?
Ella nunca había sido así.
A veces creo que mamá cambió el mismo día en que llegamos a Venecia. Nunca antes la había visto tan contenta. En nuestra propia casa mamá está más seria, como si tuviese siempre prisa, pero aquí no. Aquí está alegre, yo la veo hasta más guapa. A veces cambiábamos los planes del día conforme iban avanzando las horas, y mamá, satisfecha por la novedad, decía como si fuera un descubrimiento:
–Total, podemos volver cuando queramos: no nos espera nadie.
Yo nunca había pensado de esa manera. Nunca pude cambiar mis horarios por mi cuenta porque ella me espera siempre en casa o viene a recogerme a la de mis amigas, pero yo creía que los mayores, mamá incluida, sí lo hacían. Quería ser mayor precisamente por eso: para poder cambiar de planes sin pedirle permiso a nadie. Y me di cuenta de que no. Por eso me sorprendió su alegría cada vez que se saltaba su propio plan; era como si disfrutase saltándose las reglas, como cuando me como un éclair au chocolat a la hora de la merienda en lugar de un bocadillo de queso y un zumo de naranja, que es lo que debe comerse. Yo creía que a mamá las normas no se las ponía nadie, pero seguro que me equivoco porque creo que ella se pone tan contenta cuando se las salta como me pongo yo. A lo mejor los mayores no son tan diferentes de nosotros. No sé, desde que estamos aquí no pienso las cosas como antes. Estoy algo confundida.
Anna llamó muchas veces por teléfono, el móvil de mamá sonaba y sonaba, y en la pantalla aparecía su nombre, Anna, al que mamá nunca le había fallado, pero ella no me dejaba contestar.
Luego vino con ese policía. A través del visor de la puerta lo vi detrás de ella, esperando que, por fin, lograse convencernos de abrir y lo dejase marchar en paz. Ser mayor parecía algo agotador para él. Anna estaba trastornada. Tenía los ojos llenos de furia. Decía:
–Sé que estás ahí, Clara, sé que estás ahí.
Pero nosotras no hacíamos el menor ruido. Menos mal que había venido el cerrajero unas horas antes para cambiar la cerradura. Ahora estamos más tranquilas. Nadie puede entrar a casa mientras dormimos y echarnos de aquí de malas maneras.
En Venecia mamá se embelesa con todo lo que ve. Dice que es la ciudad más hermosa del mundo, que no puede soportar tanta belleza; ya sé que lo he dicho antes, pero es que ella no para de insistir en lo mismo, de ahí que yo también lo repita. Es la única explicación que me da. A mí también me gusta mucho vivir aquí, pero tengo miedo de que empiece el curso y sigamos en esta casa que no es nuestra, saliendo sólo por las tardes a ver lugares extraños y escondidos.
–Yo te daré clases –me ha dicho mamá, como si eso me tranquilizara.
Pero no es lo mismo. Aquí no podré estar con Celia, ni con Carina, ni con Magda, ni con Erika en las clases de inglés. Erika me gusta mucho porque sabe más cosas de la vida que yo. Me reprocha:
–No sabes nada de la vida, Ada.
Dice que es porque soy hija única; los hijos únicos sabemos menos de la vida que los que tienen hermanos. Aunque mamá me enseña muchas cosas sobre arte, y sobre otras materias que todavía no damos en el cole, nunca me cuenta las cosas que a Erika le cuenta su hermana mayor. Si ella me da clases me pasaré el día entero aquí encerrada sin aprender nada de la vida, y cuando vuelva a casa estaré tan retrasada como María lo está por culpa de su madre, que no la deja salir ni dormir en casa de las amigas porque dice que todavía es muy pequeña, y eso que en octubre cumple doce años, los mismos que tengo yo.
Por eso no quiero quedarme aquí con mamá mucho tiempo más. Todavía no se lo he dicho porque creo que está enamorada y me da pena quitarle la ilusión; supongo que cree que estoy igual de contenta que ella. Me da pena entristecerla si le digo:
–Mamá quiero volver a clase y comprarme la mochila nueva.
Porque creo que se pondría muy triste sólo de pensar en dejar esta ciudad que tanto le gusta.
Además, con todo lo que ha cambiado, tengo miedo de que no tenga en cuenta mi opinión, que yo note que no la tiene en cuenta y que piense de ella cosas menos cariñosas. Siempre que pienso algo malo de mamá me siento muy muy desgraciada y tengo que volver rápidamente a pensar algo bueno para sentirme mejor. No sé por qué será.
Tres días después de su regreso a la ciudad, Anna empezó a enviarnos cartas por debajo de la puerta. Mamá no dejaba que las leyera, pero a partir de la segunda la veía llorar cada vez que encontrábamos una, hasta que terminó por romperlas sin abrirlas siquiera. Fue entonces cuando aprendí que cuando mamá me decía:
–No pasa nada.
En realidad estaban pasando muchas cosas.
La primera vez que rompió la carta salimos por la noche a pasear sin rumbo por la ciudad, y pasó una cosa que no olvidaré en toda mi vida, de verdad.
Esa misma mañana mamá me había dicho:
–Hoy habrá acqua alta.
Que es una especie de marea que hace que la laguna inunde las calles de la ciudad. Conque nos pusimos unas botas hasta las rodillas que compramos esa misma mañana en una zapatería del barrio –nuestro barrio se llama Il Castello–; nos pusimos también unos impermeables y un gorro –no sé por qué lo hicimos, porque no llovía– y nos fuimos caminando hacia las zonas bajas de la ciudad, las que están al mismo nivel de la laguna.
Cuando se hicieron las diez y cuarto de la noche, justo a la hora exacta que había dicho la televisión, el agua del mar Adriático empezó a subir y a subir hasta inundar poco a poco la ciudad; salía a borbotones por las alcantarillas, subía los escalones de los canales y se expandía a lo largo de los muelles que daban al mar. El agua crecía en silencio e iba inundando las calles y las plazas. Daba un poco de miedo porque parecía que no iba a detenerse nunca, que todos íbamos a morir sumergidos en aquel agua densa y oscura. Pero mamá me dijo que no pasaría nada, y esta vez sí la creí.
–Sólo es un 1.1 –me tranquilizó mamá, que parecía saber de qué se trataba.
Nos compramos unos helados en San Marcos, nos sentamos en las escaleras de unos soportales enormes que hay frente al Palacio Ducal, que es un edificio precioso, tan precioso o más que la catedral, y nos pusimos tranquilamente a comerlos.
En la puerta de un restaurante que había a nuestras espaldas actuaba una pequeña orquesta; tocaban la «Vie en rose», y mamá la cantaba bajito porque se sabe la letra de memoria desde que era adolescente. Mi helado era de cacciata siciliana y el suyo de fior di latte. Nos pusimos a mirar a la gente que seguía paseando por la plaza como si nada, aunque ya estaba cubierta de agua hasta el segundo escalón de nuestros soportales. Era un agua negra y sucia, como ya he dicho, pero todo aquello parecía increíble, como irreal. Algunas chicas llevaban bolsas también negras cubriéndoles las piernas hasta los muslos, pero por encima de ellas iban vestidas con trajes de noche. Era como si la ciudad entera celebrase una gigantesca fiesta. La gente seguía cruzando la plaza con el agua hasta las rodillas, se reía; hacía un calor húmedo y me pesaban el impermeable y las botas, pero creo que nunca en mi vida he visto algo tan hermoso, ni me he sentido tan feliz.
Cuando acabamos nuestros helados nos dimos cuenta de que no podíamos cruzar hacia ninguna parte porque la plaza era una continuación de la laguna y los edificios flotaban en el agua negra del mar. Ya era casi de noche, las farolas de la ciudad estaban encendidas y se reflejaban en aquel enorme espejo salado.
Los músicos tocaron entonces «What a wonderful world», que es una canción que escuchamos mucho en casa, y mamá me abrazó y la bailamos juntas delante de ellos, muy despacito. Parecía que aquellos músicos supiesen de memoria nuestro repertorio preferido, y que lo tocasen sólo para nosotras. El pianista me guiñó un ojo, no sé si a mí o a mamá, pero ella no le vio porque tenía los suyos cerrados. Yo estaba tan contenta que se me olvidó todo lo demás, pero el agua seguía subiendo y nosotras no sabíamos cómo salir de allí. Cuando tocaron una canción de Paolo Conte, «Via con me», que siempre nos invita a cantar, mamá descubrió que alguien había construido un puente con las sillas metálicas de las terrazas de los restaurantes de la plaza, y que la gente la cruzaba subiéndose a ellas, pasando con cuidado de una a otra. Se diría que estuviesen bailando a cámara lenta nuestra canción. Nos pusimos a la cola y cruzamos la plaza riéndonos, hasta llegar a un lugar donde el agua era casi transparente y dejaba ver el pavimento por debajo. En la entrada de nuestra calle, como sucede siempre que el aire caliente de la ciudad se cruza con el aire más frío del mar, el viento levantó nuestros impermeables como si fueran paracaídas, y mamá y yo volvimos a reírnos muchísimo.
Subimos las escaleras de casa cantando, porque los edificios de Venecia no tienen ascensor, y cuando llegamos al tercer piso encontramos clavada en la puerta una nota de Anna que decía: «Esto no va a quedar así, Clara. Te has vuelto completamente loca». Mamá la quitó de inmediato para que yo no la leyera, pero como subo las escaleras mucho más rápido que ella ya lo había hecho, disimulando, claro, porque sé que le hace daño que me enfrente en primera persona a sus problemas. De repente se me esfumó parte de la felicidad que habíamos tenido mientras disfrutábamos como locas del acqua alta. Pero creo que, en su nota, Anna se refería a otro tipo de locura.
A veces comprendo que mamá esté enamorada. Cuando sea mayor yo también querré vivir en esta ciudad de ensueño. Aunque no haya viajado mucho todavía, no tanto como mamá y sus amigos, que conocen casi todos los continentes del planeta, sí que he ido con ella a Praga, a Roma, a París, a Londres y a Nueva York, es decir, a las ciudades más importantes del mundo; ¡ah!, también he estado en San Petersburgo –que es preciosa– y en Edimburgo –donde se escribió Harry Potter–. Mamá y yo, en aquel viaje también iba con nosotras Anna –que vino a Escocia desde Italia–, comimos en el restaurante donde J. K. Rowling escribió a mano el primer manuscrito de Harry. Iba allí para protegerse del frío, porque entonces, al principio, era muy pobre y en su casa no tenía calefacción. En fin, que de todas esas ciudades la que prefiero con mucho es Venecia, como mamá, aunque no creo que esté enamorada como ella.
Cuando sea mayor viviré aquí porque voy a ser directora de cine, presentaré mis películas en el festival de esta ciudad y conoceré a Brad Pitt en persona, y cuando me inviten a la gala de inauguración me traeré a mamá conmigo; le compraré una casa como la de Anna, pero más grande, y se la regalaré para que no tengamos que quitarle a Anna la suya, que siempre se ha portado tan bien con nosotras, como mamá solía decir antes.
–¿Por qué si se ha portado tan bien con nosotras le hacemos esto a Anna?
Mamá no da su brazo a torcer. La conoce desde que tenía veinte años y se vino a Venecia con una beca de su universidad; a veces habla de ella como si la tuviese dentro y supiese de antemano todos y cada uno de sus pensamientos.
–A Anna no estamos haciéndole ningún daño, Ada, no soportaría hacérselo. Para ella sólo es una pequeña incomodidad.
Pero Anna está enfadada. Yo creo que mamá tendría que haberle dado alguna explicación, aunque esté enamorada y no quiera saber nada más que de su amor. Ni se detiene en los problemas cotidianos.
Un día, cuando llevábamos una semana encerradas como vampiros, me dijo.
–He encontrado trabajo. Voy a trabajar de noche en la recepción de un hotel, está aquí cerquita. Luego te lo enseño. No pasará nada.
Cuando mamá decía que no pasaba nada, ya lo he dicho, yo temía lo peor. Esa misma tarde mamá me enseñó el hotel, que quedaba muy cerca de casa, era verdad, sólo había que caminar hacia San Zaccaria, girar hacia la derecha y allí estaba el hotel, con un jardincito delante. Apenas a unos tres minutos de casa. Mamá sabía hablar inglés, francés e italiano, por eso le han dado ese trabajo tan aburrido.
–Vamos a poder cenar fuera de casa cuando queramos.
Me dijo, feliz, para convencerme. Pero al día siguiente comenzaban las clases y yo quería irme a mi verdadera casa, con mis amigas.
Mamá entra a trabajar a las doce de la noche y sale a las ocho. Durante ese tiempo yo tendré que estar dormida, sin acusar su ausencia. Aunque sé que no será así.
Una tarde, cuando apenas habíamos llegado a la ciudad, mamá me llevó a ver la casa de Otelo y de Desdémona.
–El moro de Venecia es un drama de Shakespeare –me explicaba–. Lo inventó inspirándose en una historia veneciana que había sucedido casi un siglo antes de que él la escribiera. Figúrate que crack.
Mamá no suele decir ese tipo de palabras, crack, guay, y cosas por el estilo, pero desde que estamos aquí se empeña en hablarme como si fuera una niña, creo que para tenerme contenta. Yo lo encuentro patético, pero no le digo nada.
Me contó sobre los celos de Otelo mientras íbamos camino del Dorsoduro; me dijo que era de piel oscura, y enumeró los peligros que encierra ese tipo de amor, tan posesivo. Me pareció increíble aquella historia, y de repente pensé en papá, no sé por qué lo hice, aunque, ahora que lo pienso, puede que sea porque un día oí que mamá le decía a una amiga:
–Era muy celoso, muy posesivo.
A lo mejor por eso se separaron. Cuando se lo pregunto siempre me contesta lo mismo.
–Son cosas de mayores.
Dice que cuando sea mayor me lo explicará. Papá se marchó a trabajar a México y sólo lo veo a través del Skype. Ya no lo hecho ni siquiera de menos porque sólo estuvo viviendo con nosotras cuatro años, y ya no me acuerdo de aquel tiempo porque era muy pequeña.
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