El pensamiento mudo de los peces - Lola López Mondéjar - E-Book

El pensamiento mudo de los peces E-Book

Lola López Mondéjar

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Beschreibung

Cada relato entreabre la puerta de una historia cuyos protagonistas no siempre son dueños de sus propios actos ya que éstos, a menudo, se les imponen, aparecen de incógnito, les atrapan inesperadamente, perturban la cotidianidad de sus vidas mostrándoles, bien a su pesar, una faceta desconocida de su personalidad más recóndita. Historias que están más allá del lenguaje, de lo que se dice y se comparte, que pertenecen al incómodo ámbito de lo secreto. Son peripecias indiscretas, entrometidas, pues, a poco que el lector se arriesgue a transitar por ellas podría descubrir, indagando en sí mismo, que de lo que están hablando, precisamente, es de él. Los personajes que habitan el universo imaginario en el que nos introduce este libro inquietante deambulan por un territorio fronterizo entre el silencio y la palabra, entre la conciencia y aquello que no queremos conocer de nosotros mismos: el reino del pensamiento mudo.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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Lola López Mondéjar

Lola López Mondéjar, El pensamiento mudo de los peces

Primera edición digital: junio de 2016

ISBN epub: 978-84-8393-583-5

© Lola López Mondejar 2008

© De la fotografía de cubierta, Jari Katajamäki, 2008

© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Literatura 95

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

«Il pensiero da fastidio,

anche se chi pensa é muto come un pesce»*1

Lucio Dalla,

Come é profondo il mare(1977)

1

Ley de costas

 

 

 

A Carmen y Jesús

 

 

 

Nunca dejó de sorprenderme la constancia con la que Mayte emprendió aquel asunto. Hacía años que veníamos hablando de construirnos una casa en la costa, frente al mar, sin que hubiésemos logrado encontrar el lugar idóneo, cuando de repente, un día Mayte me llamó por el teléfono móvil tan entusiasmada que apenas logré reconocerla. «¡Lo tenemos!, ¡lo he encontrado!» No quiso añadir nada más. El domingo siguiente fuimos juntos a conocer el lugar que había decidido que sería el de nuestro segundo hogar.

Se trataba de un acantilado de roca gris, escarpada, frente a una pequeña isla de origen volcánico emplazada a unos doscientos metros de la playa. Las construcciones que rodeaban el solar apenas se separaban del borde una docena de pasos, y entre dos de ellas quedaba un espacio vacío, una parcela milagrosamente sin construir, que encuadraba el mar enfrente. Hacia la derecha, alejado de la playa, a la que se descendía por unas escaleras excavadas en la roca, estrechas y peligrosas, se extendía un embarcadero de mineral construido por los ingleses a finales del diecinueve, durante el apogeo de las minas de hierro y plomo que dieron riqueza a la zona. Unas oxidadas estructuras de hierro sobresalían por encima de la superficie azul de las aguas afeando el paisaje, que adquiría, en virtud de su deterioro y abandono, un aspecto de catástrofe nuclear, algo así como la presencia de la estatua de la libertad, semienterrada en la arena de la playa, que provoca la desesperación de Charlton Heston en El planeta de los simios. Una vieja piscifactoría contribuía a dotar de una ambigüedad esquiva el inclasificable paisaje, doblemente determinado por los desechos industriales y la luz más pura del Mediterráneo.

Creo que ni siquiera pude opinar. El lugar era de una belleza fuera de lo común, la vieja piscifactoría iba a desaparecer en breve, según le habían informado a Mayte, y la panorámica del mar eternamente calmo, en el inmenso remanso que formaban el pequeño golfo protegido por la isla, estaba garantizada. A nuestras espaldas la urbanización se iba adueñando de los campos yermos hasta hacerlos desaparecer, pero delante de nosotros el mar poseía la atracción de su belleza inmemorial, helénica, aparentemente inmune al deterioro del entorno. Una continuidad geográfica innegable confundía el paraje con la costa turca, griega, tunecina o italiana, dotándolo de un aura familiar de higueras, olivos y lagartos, que evocaba en nosotros la nostalgia y el placer de las vacaciones de nuestra infancia.

Durante los dos años que siguieron a la adquisición de la parcela la actividad de Mayte consistió, en gran parte, en vencer las barreras burocráticas que la ubicación de nuestra propiedad llevaba implícitas. El secreto del milagroso hallazgo no era otro que su calificación de «no edificable». Los chalets aledaños fueron construidos o bien ilegalmente o antes de la publicación de la última Ley de costas, que obligaba a dejar los acantilados como espacios públicos y prohibía la construcción de cualquier edificio a menos de cincuenta metros de la orilla.

Mayte se mostró inquebrantable. Como si en ello le fuese la vida, frecuentó ayuntamientos, consejerías y ministerios, venció uno a uno todos los inconvenientes y, asesorada por una abogada amiga, consiguió por fin una recalificación del terreno que nos permitía edificar, si bien dejando, como se habían visto obligados a hacer en las construcciones vecinas, un corredor de acceso a las playas de debajo del acantilado que recorría los jardines particulares de un extremo a otro del mismo. Tendríamos una casa, sí, pero la franja que se extendía entre ella y el borde del promontorio sería considerada espacio público y, por tanto, podría ser transitada por cualquiera.

El entusiasmo de Mayte no cedió ni siquiera ante esa perspectiva. Preguntó a los vecinos al respecto y, como siempre que se está decidido a hacer algo, tuvo exclusivamente en cuenta los argumentos a favor. En efecto, casi nadie se aventuraba por allí, el uso del corredor era prácticamente exclusivo de los propietarios y nadie recordaba haber sido molestado por desconocidos en excursiones inoportunas que transcurriesen, con toda impunidad, a unos escasos metros de la terraza de su casa. Mayte estaba radiante y no dejó de estarlo durante el largo proceso que duró el diseño de la vivienda y su no menos larga y penosa ejecución. Yo la dejé hacer aliviado. En realidad, por aquel entonces me hallaba demasiado ocupado en otros asuntos como para acercarme con frecuencia a la costa, y era ella quien elegía materiales, discutía con los albañiles o imponía sus gustos con el aparejador y el arquitecto, de manera que cuando me llevaba a visitar nuestra casa yo la encontraba cada día más avanzada, cerrando el espacio que quedaba en aquella cornisa de chalets desiguales, la mayor parte de ellos sin interés, pero privilegiadamente colocados frente a aquel hermoso rincón del Mediterráneo.

La vivienda le daba completamente la espalda al mundo, cerrada cual fortaleza por la parte posterior, se abría en su fachada marítima, como una flor expuesta al cielo, en ventanales inmensos, prácticamente colgados sobre el mar. Era hermosa y sencilla. Blanca y liviana, cúbica. Delante de la casa, me explicó mi mujer, se abría el agujero negro de lo que sería nuestra piscina. «¿Una piscina?» pregunté, asombrado, pues no había oído decir que fuésemos a tener ninguna. Mayte continuó implacable. Una pequeña piscina rodeada de una playa de madera de iroco en la que podríamos zambullirnos desde el mismísimo salón. No tenía nada que objetar. La excavación fue costosa. La roca se resistía a ser horadada, pero Mayte lo había previsto todo. Yo sólo tenía que seguir contribuyendo económicamente a la realización de su sueño. Esa era mi parte, así que cumplí con ella rigurosamente. A cambio tendría una casa estupenda, sin ninguno de los inconvenientes que Mayte sufría y que me detallaba durante las cenas sin que ni uno solo de ellos, ni siquiera una sola vez, la hiciese vacilar. Nunca la había visto tan decidida, tan entusiasta. Nunca volví a verla del mismo modo.

Por fin, un mes de junio, dos años después, inauguramos nuestro refugio en la costa. Los amigos, a quienes habíamos mantenido al margen del proyecto, un secreto que Mayte había querido mantener como en sus mejores tiempos de colegiala, estaban entusiasmados. Organizamos una fiesta excelente, canapés, música en directo, y por supuesto, el consabido baño en la piscina, un guateque sin la catastrófica intervención de Peter Sellers.

Digamos que Mayte y yo comenzamos un nuevo periodo de noviazgo que había sido interrumpido por el nacimiento de nuestras dos hijas, y por esa especie de entusiasmo laboral que le entra a uno a los cuarenta y que no cesa hasta alcanzar un éxito que, antes de lograrlo, se supone que es la meta de todo ser humano, pero que, una vez conseguido, descubrimos que no es más que otro hito en la desventurada carrera hacia la muerte en que se convierte la segunda mitad de nuestra vida. Está bien, no nos pongamos tristes. Mayte y yo, decía, hacíamos el amor en aquella casa como adolescentes, todo estaba por estrenar: la despensa, con su olor a buenos embutidos y mejores vino, la encimera de granito de la cocina, el baño con su ventana sobre el acantilado, cada rincón tenía que ser poseído y domesticado por una pasión que se renovaba en cada uno de esos espacios.

Las niñas habían crecido. Con sus doce y quince años poblaron el chalet, aquel primer verano, de bulliciosas adolescentes de vientres planos y figuras más que esbeltas. Nunca, lo juro por mi honor, había visto en mi pubertad unas jóvenes más hermosas. Sus sienes brillaban al sol con los destellos dorados de un vello fino y delicioso que se perdía en el origen de sus cabellos. Gocé mirándolas sin pudor, con la tranquilidad y la ausencia de sentimiento de culpa que me confería mi propia satisfacción sexual. Todo prometía transcurrir del mejor modo posible, tal y como Mayte lo había soñado. Ella misma, exenta de las tareas de la construcción, resplandecía morena y ligera bajo la luz inclemente de nuestro nuevo hogar, que se tornaba tenue penumbra al correr los estores y las persianas que protegían nuestra intimidad de un sol indiscreto.

De ese modo transcurrió el primer verano.

Aquel invierno viajamos al mar más de lo acostumbrado, la casa nos demandaba. Instalamos una chimenea y pasamos la Nochevieja en compañía de amigos, regalándonos con platos que cocinamos entre todos, repartiéndonos el trabajo en una tradicional división: las mujeres daban los últimos toques a la cena, mientras los hombres preparábamos el aperitivo, el fuego y las uvas. Nunca habíamos sido tan felices, nunca más volveríamos a serlo.

Todo comenzó con la primavera. Abril nació templado y el borde de nuestra piscina, con su playa de madera de iroco, nos reunió a su alrededor para disfrutar de ella, aún a riesgo de sufrir un más que probable resfriado, fruto de baños en exceso fríos.

Recuerdo que fue un viernes santo. Estoy seguro. Ese año la pascua fue muy tardía y la costa estaba llena de veraneantes que merodeaban por las urbanizaciones buscando la casa que habrían de alquilar para el verano ya próximo.

Fue un viernes santo, a eso de las cuatro. Como ya conté, por imperativos legales, entre nuestra casa y el chalet colindante se abría un pasillo que daba acceso al acantilado. Un estrecho callejón separado de la piscina por un muro de dos metros de altura, tras el cual, la casa se abría al mar con el simbólico límite de un seto de cipreses apenas crecidos. El hombre atravesó el pasillo y permaneció de pie frente a la playa, delante de nuestra piscina. Mayte lo vio cuando iba a la cocina a por un refresco. Al ponerse de pie, en top less, se sorprendió del sigilo del visitante y cubrió instintivamente con sus manos sus pechos blancos y aún deseables. El hombre no se volvió. Vestía un pantalón beige y una camisa azul celeste. Sentado donde yo estaba no le veía los pies. Los zapatos son un signo evidente de la personalidad de quien los calza y, no sé por qué extraña razón, me pregunté cómo serían los zapatos que aquel hombre había elegido para completar su atuendo. Mayte hizo un gesto con los hombros, más de sorpresa que de fastidio, y yo le sonreí con ironía, «¿Ves?, quise decirle, ahí tienes uno de los inconvenientes». Pero, prudente, no comenté nada que pudiera molestarla y seguí leyendo mi periódico. Las niñas no estaban en casa.

A pesar de su silencio, la presencia del desconocido se hacía sentir. Mayte volvió con el refresco y una blusa abotonada hasta la cintura. Movió la tumbona y continuó leyendo como si nada, pero era evidente que nada era lo mismo. El hombre permaneció allí el tiempo que quiso y yo entré en esa especie de lectura estéril en la que te descubres leyendo una y otra vez la misma frase, que crees haber comprendido, pero que se pierde en el laberinto de la mente apenas avanzas hacia la siguiente, perdiendo completamente el sentido.

Sólo cuando se marchó recuperé la atención y el sentimiento de fastidio que su presencia me había provocado. Mayte, que siguió sus pasos con oído atento, respiró mejor en su ausencia, pero ninguno de los dos dijo una palabra sobre el asunto en un acuerdo tácito que parecía estimar que, mientras no fuese reconocido, el desconocido no existiría para nosotros.

Regresó al día siguiente con una cómoda silleta plegable con respaldo y un libro. Un best seller que hacía furor aquella primavera, una de esas novelas estrella de una escritora estrella lanzada por una editorial estrella, un producto abominable destinado a lectores de grandes almacenes con gustos estandarizados. Desde donde estaba podía leer el título –que les ahorraré– y, a juzgar por la atención con que se complacía en su lectura, mi presencia era menos intimidante para él que la suya para mí. Volví a mi estado de estulticia intelectual del día anterior, aunque, tras media hora de repetir una y otra vez la misma línea antes de poder pasar a la siguiente, logré concluir lo que estaba leyendo, un artículo sobre la obesidad en Estados Unidos. Los gordos se asocian y reivindican sus derechos, eso es todo lo que recuerdo de aquella penosa lectura. Mayte, más precavida que el día anterior, había traído la blusa que colgaba del respaldo de la tumbona, pero en un esfuerzo por ignorar al visitante, no la utilizó. No me sentí contrariado. Aquel ser todavía carecía de sexo para mí, y no estaba dispuesto a concederle ningún atributo humano, por más evidente que este fuera. Leía best sellers deplorables, eso era todo. Ninguno pronunció ni una palabra al respecto.

Antes de marcharse dobló concienzudamente la silla, sin prisa, con la pasión por el detalle de un deficiente mental o de un obsesivo. Como es evidente, y sin poderlo en modo alguno evitar, comencé a odiarlo.

El domingo de Resurrección recibimos la estimulante visita de los amigos. Habíamos preparado una barbacoa, el mar estaba radiante, nunca hasta entonces había experimentado ese placer estético, íntegro, que la contemplación de su azul me producía. Observar las irisaciones de las olas me daba escalofríos, temía, como cuando era niño, que aquel placer fuese efímero, que la belleza desapareciese de un momento a otro, pero cada nueva mañana el mar seguía allí, y mis sensaciones se renovaban intactas. Mientras preparaba la vajilla sobre la mesa me detenía para volverme hacia el agua en calma, alrededor de la isla sobrevolada por las gaviotas; incluso la herrumbrosa piscifactoría y el embarcadero de mineral me resultaban hermosos, ruinas de una belleza industrial que marcaba con la huella de mis contemporáneos aquel paisaje de Homero. Era muy feliz. Más feliz si cabe por ese temor infantil y judeocristiano a que la felicidad se enturbie de repente, por inmerecida. Mayte también parecía encontrarse a sus anchas. Los amigos llegaron, alegres, celebrando el día y el encuentro. Con el café, a eso de las cinco, la tarde refrescaba y, al volver del dormitorio con unos jerseys para los desprevenidos, le vi. Había traído su silla y su best seller y, sentado de perfil, parecía casi un invitado melancólico que hubiera abandonado momentáneamente la fiesta para reincorporarse a ella una vez saldadas quien sabe qué cuitas internas. Pero no. Los verdaderos invitados hablaban ahora en voz más baja, algo estúpido, considerando que nos separaban de él seis escasos metros, sin otra barrera que se interpusiera entre nosotros más que los ridículos cipreses –que entonces me parecieron raquíticos–. Las risas habían desaparecido de la conversación.

Aquella noche Mayte y yo tratamos por primera vez el asunto. Era evidente que el forastero se encontraba a sus anchas delante de nuestra casa, como también lo era que nada podíamos hacer al respecto. Tenía derecho, según la ley, a deambular y permanecer allí donde quisiera, entre nuestra terraza y el acantilado. Era espacio público, abierto. No podíamos impedírselo.

Las cosas empeoraron durante el verano. El buen tiempo estimulaba las actividades al aire libre y la piscina y sus alrededores constituían el centro de nuestra vida. Las niñas bajaban a la playa y volvían a subir a casa con sus amigos, mientras él comenzaba a formar parte del paisaje de un modo extraño. Su incómoda presencia se echaba de menos si no acudía a la hora de costumbre, era como si necesitásemos odiarlo para estar unidos. Las chicas le pusieron un nombre: «El Convidado de piedra», y no pasaba día en que no lo pronunciáramos con sorna o en serio. Pero Mayte sufría más que ninguno de nosotros. Como si toda la tensión, toda la incertidumbre acumulada durante la lucha por hacer realidad la casa de sus sueños se vertiese ahora sobre aquel desconocido, haciéndole culpable de todo. Cualquier malestar doméstico se le trasladaba, depositario de las iras irracionales de que estamos tan bien provistos los humanos. En él encontrábamos causa de sobra para nuestro malestar, cuando, bien mirado, no la había. Comenzó a centrar nuestras conversaciones con los amigos, que se compadecían de nosotros, simpatizando con nuestra desgracia. Nos convertimos en ese tipo de agraviados que centran la atención de todos sobre sí mismos al tratar de explicar y justificar la inmensa agresión a la que se sienten sometidos.

Comenzamos a odiar lo que estábamos haciendo de nosotros, pues nunca fuimos dados, bien al contrario, a airear nuestras miserias. Pero él estaba allí, nuestros amigos le conocían, algunos hasta le saludaban al llegar, respetuosos, otros le confundían con algún nuevo conocido. Todos preguntaban, todos asentían. Mientras, él se mantenía indiferente a nuestras preocupaciones. Un espectador impasible de nuestra vida, sobre el que no cesábamos de hacernos preguntas. ¿Qué pensaría de nosotros?

Un día, la hija pequeña de unos amigos le invitó a la piscina.

–¿No te bañas? –le dijo.