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¿Puede una casualidad cambiarte la vida? ¿Existen realmente los golpes del destino? Eso mismo se pregunta Jane Pennington después de convertirse en la flamante propietaria de Elk Mountain Lodge, un ruinoso hostal de montaña en Banner Elk, Carolina del Norte. Jane, experta en dejar las cosas a medias, decide abandonar su trabajo de contable y emprender la gran aventura de su vida, que incluirá accidentes, imprevistos, mapaches y otros animales del bosque; entre ellos, un carpintero engreído que presume de profesionalidad y de atractivo. Keith siempre pensó que Elk Mountain sería suyo, y ahora, no solo lo ha perdido, sino que debe trabajar en la reforma para la nueva propietaria, una chica de ciudad con tendencia al desastre, terca, misteriosa… y tan encantadora que ya se ha metido a medio pueblo en el bolsillo. Abrir las puertas de del hostal significa recuperar todo un símbolo para Banner Elk, pero también una caja de Pandora que amenaza con demoler todo lo que Jane y Keith están empezando a construir juntos. Cuando lo único que importa es la confianza, ¿es mejor decir la verdad o mantener los secretos ocultos? Descúbrelo en este precioso small town romance, en el que querrás quedarte a vivir.
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Seitenzahl: 648
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Contenido
Página de créditos
Dedicatoria
1. Jane
2. Keith
3. Jane
4. Keith
5. Jane
6. Keith
7. Jane
8. Keith
9. Jane
10. Keith
11. Jane
12. Keith
13. Jane
14. Keith
15. Jane
16. Keith
17. Jane
18. Keith
19. Jane
20. Keith
21. Jane
22. Keith
23. Jane
24. Keith
25. Jane
26. Keith
27. Jane
28. Keith
29. Jane
30. Keith
31. Jane
32. Keith
33. Jane
34. Keith
35. Jane
36. Keith
37. Jane
38. Keith
39. Jane
40. Keith
41. Jane
42. Keith
43. Jane
44. Keith
45. Jane
46. Keith
47. Jane
48. Keith
49. Jane
50. Keith
51. Jane
52. Keith
53. Jane
54. Keith
55. Jane
56. Keith
57. Jane
58. Keith
59. Jane
60. Keith
61. Jane
62. Keith
63. Jane
64. Keith
65. Jane
66. Keith
67. Jane
68. Keith
69. Jane
70. Keith
71. Jane
72. Keith
73. Jane
74. Keith
75. Jane
76. Keith
77. Jane
EPÍLOGO 1: Keith
EPÍLOGO 2: Jane
Agradecimientos
Página de créditos
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
Título original: Lecciones de amor para días grises
© 2025 Patricia A. Miller
Corrección: Rosa Sanmartín
Diseño de cubierta: Eva Olaya
1.ª edición: mayo 2025
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2025: Ediciones Versátil S. L.
Calle Muntaner, 423, piso 2
08021 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
Dedicatoria
Para mi bebé, que lo seguirá siendo por muchos años que pasen Donde la vida comienza, el amor nunca acaba.
Lección 1:
La casualidad es un concurso
que puede hacerte ganar una vida.
Charlotte, Carolina del Norte. Julio de 2022
—Llegas tarde.
—Ya sé que llego tarde. —Saludé con la mano a una de las ayudantes de cocina del restaurante y tomé asiento frente a Spencer, que me miraba con el ceño fruncido—. Estás muy guapo.
—Es la ropa de trabajo, Janny. La misma de siempre —advirtió—. Y no es de buena educación llegar tarde. Hoy es día de descanso, y Dom y Nancy están aquí por mí.
—Vale, vale, lo siento, he perdido el autobús. Y esa chaquetilla de chef te sienta tan tan bien… —Agité las pestañas y le sonreí con inocencia. Dom, el enorme jefe de sala afroamericano, soltó una risilla al servir el vino—. La abuela estaría tan orgullosa de ti…
Aún me daba un vuelco el estómago al pensar que ya no estaba, que se había ido, que si nos encontrábamos allí era porque le prometimos salir a celebrar su aniversario. Pero no iba a ser divertido, nadie dijo que tuviera que serlo. Nos había dejado y era triste. Hacía un año que solo éramos Spencer y yo. Y una gata con muy malas pulgas que la echaba de menos tanto como nosotros.
La mano de Spencer apretó la mía y volví allí, al restaurante, a nuestra mesa en el rincón, a la celebración de un primer aniversario que aún dolía.
—Por Nana —dijo mi hermano al tiempo que levantaba su copa de vino.
—Por Nana.
Spencer era el chef de su propio restaurante, La belle vie, un selecto local en uno de los distritos más efervescentes de Charlotte, nuestra ciudad natal. Tenía seis años más que yo, pero no lo parecía. Si de algo podíamos presumir los Pennington era de una genética privilegiada. Ni él aparentaba treinta y cinco ni yo veintinueve, aunque a veces me sentía como una anciana de ochenta.
—He elaborado un nuevo menú, vas a ser mi conejillo de indias —anunció con jovialidad al ver llegar a Dom con el primer plato—. Gajos de langosta frita con hebras de azafrán y setas sobre lecho de parmentier de pimientos y gotas de aceite de calamar.
—Te odio cuando haces eso.
—¿Hacer qué? —se extrañó.
—Sonar como un estirado que llama «gajos» a los trozos de langosta, «lecho» a un manchurrón en el plato y parmentier al puré de toda la vida. —Me llevé el tenedor a la boca como él me había enseñado, con una mezcla de todos los ingredientes para experimentar los sabores en su conjunto, y gemí de gusto—. También odio cuando haces esto. —Señalé la comida y volví a gemir más fuerte—. Está delicioso. Odio que seas tan perfecto.
—No soy perfecto, Janny. —Se sonrojó—. Se me da bien, ya está. Y a ti también se te daría bien si hubieras hecho el curso de cocina que te regalé.
—¡Y lo hice! —le rebatí.
—Solo durante una hora.
—Fue una hora muy larga.
—Era un curso muy caro de quince días.
—Que yo no te pedí.
—¡Fue mi regalo de Navidad! —se ofuscó—. Dijiste que querías hacer algo divertido.
—Cocinar no es divertido. Comerme lo que tú cocinas sí. ¿Ves la diferencia?
—Janny… —Ese tono de hermano mayor solo podía significar que se avecinaba una charla importante. Otra más—. Le dijiste a Nana que te esforzarías, que harías cosas divertidas, que te arriesgarías…
—¿Y no lo estoy haciendo? —Di un buen trago de vino y agradecí a Dom el siguiente plato—. He ido a tu casa a darle de comer a Aby, ¿no te parece suficiente riesgo? Esa gata me tiene manía.
—No te tiene manía —me dijo como si fuera una niña—. Solo está un poco susceptible. Supongo que ella también echa de menos a Nana.
Debía de ser eso. Aun así, siempre prefirió las carantoñas de Spencer. La gata era muy especial para nuestra abuela y fue un auténtico dolor de cabeza pensar qué hacer con ella. A Nana le habría dado otro ataque al corazón de haber sabido que el destino de Aby era la protectora, quizá por eso nos echamos atrás en el último momento. Pero yo no podía hacerme cargo, en mi edificio no aceptaban animales de compañía, y mi hermano se pasaba todo el día en el restaurante. Al final, Spencer asumió la responsabilidad, pero decidimos compartir tareas, algo así como un régimen de visitas.
El destino de la gata y la sucesión de deliciosos platos de nombres rimbombantes desvió la atención del tema que nos ocupaba, es decir, yo.
Le prometí a mi abuela que tendría una vida más allá del aburrido trabajo de contable en la misma cadena de supermercados en la que hice las prácticas universitarias. Le prometí que correría aventuras, que me arriesgaría, que empezaría y terminaría aquellos proyectos que me hicieran ilusión, y que no me acobardaría, porque yo, Jane Malory Pennington, era única abandonando sueños al menor contratiempo.
—El color de este bizcocho es igualito al de la pared de mi salón —observé tras un sorbito del vino dulce que acompañaba al postre.
—¿La pared que sigue a medias? —Ya estábamos otra vez.
—No está a medias, es art déco.
—¡Ja! —exclamó—. ¡Y yo tengo tres estrellas Michelin!
—Algún día puede que las tengas.
—Desde luego que sí, porque me lo propondré, trabajaré duro, me esforzaré y las conseguiré. —Puntualizó cada objetivo con un golpe del dedo sobre la mesa, delante de mí—. Y si fallo, no me rendiré, Janny, que es lo que haces tú en cuanto ves la mínima dificultad.
—¿Vas a pasarte toda la cena recordándome lo desastrosa que soy? Necesitaré mucho vino, entonces. —Alcé la copa y Dom trajo algo más fuerte. La ocasión lo merecía—. Y no es para tanto.
—Janny, tienes ideas, tiempo, y ahora, entre tus ahorros, la cuenta de papá y mamá y la herencia de Nana puedes llevarlas a cabo. ¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo —mentí—. Y no pienso invertir dinero en pérdidas de tiempo.
—Pintar el apartamento no es perder el tiempo. Empezaste hace meses y los cubos de pintura ya forman parte del mobiliario.
—Es decoración vanguardista.
—¿Y qué me dices de tu trabajo de voluntaria en la protectora? ¡Querías alquilar un local para montar tu propia asociación para animales abandonados! —insistió—. Le juraste a Nana que era tu vocación…
—¡Me mordió una iguana y los perros me chupaban todo el rato! ¡No me gustan los perros!
—Tampoco los gatos.
—¡Es que les doy alergia!
La risa de Spencer sonó igual de ebria que la mía después de los dos chupitos de burbon que nos habíamos tomado ya.
—Y ahora has dejado el curso de cocina… Por no hablar de tus relaciones personales.
—¡Tú tampoco eres un experto en relaciones, no me fastidies! —le espeté.
—Yo estoy casado con mi trabajo, amo mi trabajo, Janny, que es más de lo que se puede decir de ti. Odias ser contable.
—No lo odio, es solo que es tan aburrido…, y mi jefe tan gilipollas…
—¿Y a qué esperas para salir de ahí? —me provocó—. ¿Qué hay de aquello de aprender a pilotar una avioneta? ¿O lo de viajar de mochilera por Europa? ¿O lo ser decoradora de interiores?
—No quiero decorar interiores, quiero tirar tabiques a lo bestia, como en esos programas de televisión donde todo está hecho un asco y después queda de lujo, aunque no tengo muy claro que vaya a poder con un mazo y no tengo ni idea de electricidad ni de tuberías.
—¡Pues aprende! Si es lo que te hace feliz, ve a por ello. Tienes veintinueve años, sin responsabilidades… ¡Lárgate de aquí! Haz algo loco.
—Tú sí que estás loco.
—No, Janny, yo estoy cojo —soltó de sopetón, y tragué saliva. No me gustaba que bromeara con ese tema—. Venga, no me mires así. Llevar una pierna ortopédica no es tan malo, ya lo sabes. Me ceden el asiento en el autobús —bromeó.
—Eres idiota.
—Y gay.
—¡Cállate! —le grité muerta de risa, empezaba a hacerme mucho efecto el alcohol—. Eres un chef gay, idiota, cojo y con una hermana incapaz de hacer nada productivo. Un portento. Serías un bocadito muy apetecible en una app de citas.
Bromeamos sobre nuestras relaciones y sobre lo mal que se nos daba a ambos el plano sentimental. Recordamos viejos amores, tiempos pasados y proyectos frustrados, y entre risas, algunas lágrimas y la sección de contactos del periódico, encontramos un anuncio que despertó el interés de Spencer.
—Mira lo que dice aquí. —Señaló con el dedo, pero entre que no llevaba las gafas de leer y que no estaba en plenas condiciones para hacerlo…—. Por un dólar, define tu vida perfecta en las montañas y gana una estancia única en el pueblo más bonito de Carolina del Norte —leyó—. ¡Venga! —Se puso en pie y sacó del bolsillo un billete que dejó sobre la mesa con un golpe que hizo tintinear las copas—. ¡Yo pongo el dólar! Tú, la prosa.
—La vida perfecta en las montañas, ¿eh? Deja que piense…
El alcohol y la nostalgia activaron mi lado más creativo, y me arranqué con una narración romántica; una descripción bucólica de mi ideal de vida. Cerré los ojos y me dejé llevar por los sentimientos, esos que normalmente estaban a buen recaudo en la cajita de galletas donde empecé a guardarlos desde muy pequeña.
Y hablé y hablé con el corazón en la mano, arranqué una confesión de lo más profundo del alma. Imaginé, sentí y me vi allí, en aquel lugar desconocido, mientras Spencer escribía en el móvil y daba pequeños sorbos a su copa.
Cuando acabé, tenía las mejillas húmedas por las lágrimas, y una sensación en el pecho que identifiqué como náuseas.
—Creo que voy a vomitar.
***
Maldije mil veces a Spencer por su particular forma de celebrar el aniversario de la muerte de nuestra abuela, porque lo que debía de haber sido una cena tranquila plagada de recuerdos bonitos, se convirtió en un «machaquemos a Jane y emborrachémonos hasta sacar las tripas». Tres días después aún tenía dolor de estómago y unas lagunas mentales muy considerables.
—Capullo —mascullé con la cabeza recostada en la mano y las gafas haciendo equilibrios sobre la punta de la nariz, en una posición muy poco profesional para la contable respetable que era.
—¿Cómo dice, señorita Pennington? —se escandalizó mi jefe, que justo pasaba por allí en ese instante.
—Muy suyo —improvisé, a pesar de que mi mente era una pasta densa incapaz de generar pensamientos—, decía que esa corbata es de un estilo muy suyo, señor Foster.
«Y muy hortera, joder».
—No la vi el viernes por la noche en la sesión de inventario, señorita Pennington. ¿Pasó algo importante por lo que tuviera que ausentarse? Lans y Marie sí estaban allí. —«Porque Lans y Marie son unos lameculos de cuidado», pensé—. Ya sabe lo fundamentales que son los inventarios de final de trimestre.
El olor de su colonia, mezclado con el del sudor que emanaban sus axilas, me provocó una arcada que disimulé tras la mano. Era el hombre más nauseabundo y prepotente de todo Charlotte. ¿Qué demonios quería que hiciera en el maldito inventario del supermercado? Yo era una contable, y como el resto de los contables de aquella empresa, no necesitaba nada más que albaranes, facturas y extractos bancarios para hacer mi trabajo.
—El viernes fue la cena de aniversario del fallecimiento de mi abuela, se lo dije, ¿recuerda?
Usé mi tono más amable y el aleteo de pestañas que funcionaba tan bien con mi hermano, pero no debió de salirme como esperaba porque su expresión no mejoró y se acercó más a la mesa.
Otra arcada. Iba a morir allí mismo asfixiada por aquel hombre horrible.
—Sus celebraciones me importan tres pimientos, ¡el inventario es sagrado! —me gritó, y apreté los puños bajo la mesa—. Que sea la última vez que se escaquea de sus obligaciones.
—Perdóneme, señor Foster, pero yo no me he escaqueado de…
—Chiiist, ¡boca cerrada, señorita Pennington! Es su primera y última falta. Queda advertida.
¡A la mierda sus advertencias! Iba a decirle a ese pavo relleno dónde podía meterse sus días de inventario cuando mi móvil empezó a sonar. La cara de mi hermano con su gorro de chef iluminó la pantalla.
—¡Las llamadas personales en el trabajo son solo para casos de emergencia, señorita Pennington! —voceó para que lo oyera toda la oficina, pero como se alejaba por el pasillo entre las mesas, agarré el teléfono y me escapé al cuarto de baño.
—Dime algo bueno, gracioso y que me haga ilusión porque te juro que ahora mismo estoy a punto de matar a mi jefe —recité al responder.
—¿Qué tal el fin de semana? ¿Todavía te dura la resaca? —Se rio. El muy capullo se rio—. ¿Recuerdas algo de lo que hicimos el viernes?
—Recuerdo que fue una cena horrible y que Nana se habría escandalizado si me hubiera visto vomitar como un sifón —contesté molesta y avergonzada.
—¿Y recuerdas lo del concurso sobre la vida ideal en las montañas?
—Dijiste algo, sí. ¿Qué pasa?
—Has ganado.
—¿Qué?
—Que has ganado. El concurso. Has ganado.
—Sí, Spencer, ya te he oído, pero no sé qué quieres decir con que he ganado. ¡Si no participé!
—Sí lo hiciste. Pagué el dólar por la web y mandé tu respuesta. Has ganado.
—¡Deja de repetirlo, leches! —Me quité las gafas, me presioné el puente de la nariz y respiré despacio—. ¿Pagaste el dólar de un concurso donde ni siquiera sé qué dije y he ganado? ¿Y no se te ocurrió pensar que a lo mejor era una estafa?
—Solo era un dólar.
—Un dólar más otro dólar más otro dólar suman miles de dólares, listillo.
—No es una estafa, créeme. He buscado referencias.
—Vale, no es una estafa. —Si él lo decía…—. ¿Qué he ganado?
—Un bonito hostal en Banner Elk, en las montañas —anunció, muy animado.
—¿Un… qué?
—Un hostal.
—Mira qué bien. Tal vez unos días de estancia en...
—No, Janny, no son unos días de vacaciones. —Volvió a reír—. Has ganado una propiedad que contiene un hostal, un pequeño riachuelo, unos cuantos árboles…
—¿Qué?
—La mujer que me ha llamado ha dicho que contactaría contigo hoy. Le he dado tu número.
—¿Y por qué demonios has hecho eso? Yo no quiero un hostal en Banner Elk, no fui yo la que participó, sino tú. Es tuyo.
—Ah, no. No, no, no, lo dijiste, me lo juraste por la tumba de Nana y lo firmaste. Tengo la prueba.
—No sé de qué hablas, Spencer, pero tengo que volver al…
—Ve despidiéndote de tu trabajo o tendrás que renunciar a tu parte de la herencia.
—¡¿Qué?! ¿Aún estás borracho? —Debía de ser eso porque no diría semejante tontería sobrio—. No pienso ir a las montañas ni darte nada, y no sé qué pruebas crees que tienes, pero no son válidas en absoluto.
—Yo, Jane Malory Pennington, en pleno uso de mis facultades, me comprometo a ceder mi parte de la herencia de Nana a mi hermano, Spencer Pennington, si no cumplo con las condiciones y con la posible resolución del concurso a mi favor —leyó.
—Te lo estás inventado.
—Te aseguro que no. Es más, tu dinero me vendría de lujo para ampliar el negocio. Tú solo di que no irás, anda. ¡Ya oigo las monedas caer en mi cuenta!
—No serás capaz —lo desafié—. Eres un idiota. Si esto es una de tus artimañas para que salga de mi zona de confort…
—Te acabo de mandar una foto. —Miré el teléfono como a un cartucho de dinamita. En la pantalla, la imagen de una nota con aquel absurdo trato parecía reírse de mí igual que lo hacía él al otro lado de la línea—. Haz las maletas, Janny. Te vas a Banner Elk.
Banner Elk, Carolina del Norte. Un mes más tarde…
—Recuérdame qué hacíamos para celebrar nuestros cumpleaños cuando yo no era un marido responsable y tú no te dedicabas a trabajar como un cabronazo, por favor —me pidió Robert, más melodramático de lo habitual.
—¿Te refieres al año pasado? —Me reí, y continué cepillando el tablón de madera que iba a usar para hacerle a mi abuelo una estantería nueva para su colección de vinilos—. Venga, tomarnos unas cervezas y hablar de la vida tampoco es tan malo.
—¿Comparado con qué?
—Comparado con ir a trabajar con resaca, aguantar un sermón de mi padre o de tu mujer, y ser el hazmerreír del pueblo durante toda una semana —respondí—. Cada vez que salimos juntos acabamos en comisaría.
—¡Eso no es verdad! Solo pasó una vez.
—Dos.
—Bueno, vale, dos, pero, joder, no fue culpa nuestra. Esas chicas no dijeron en ningún momento que tuvieran novio ni que fueran armarios empotrados con puños como piedras. Todavía me duele la mandíbula cuando me acuerdo. —Se pasó la mano por el mentón, a disgusto—. ¿Cuántos años cumplimos aquel día? ¿Veintisiete?
—Veintiocho.
—Veintiocho, tío. Y hoy, treinta y cuatro. ¿Cuándo dejamos de ser jóvenes para ser como nuestros padres?
—Tú eres el que se casó y va a tener un hijo, amigo. Yo sigo siendo joven.
—Sí, pero al menos me dedico a lo que me gusta y soy feliz con mi mujer. Tú te la tienes que cascar solito y eres incapaz de decirle a tu padre que no quieres hacerte cargo de la empresa familiar cuando decida retirarse. No sé a qué cojones esperas.
Yo tampoco lo sabía.
No me importaba atender los trabajos de carpintería que iban asociados a los contratos que firmaba mi padre. Cuando uno tenía una empresa contratista, quería trabajar con los mejores en cada sector, y si eran baratos, punto extra. Por eso me los endosaba a mí, porque yo era el mejor carpintero del condado de Avery, y en cuanto a cobrarle… Digamos que compartíamos beneficios desde siempre.
Papá se hizo cargo de la empresa cuando el abuelo anunció que se retiraba, y ahora ambos esperaban que yo siguiera sus pasos. No quería defraudarlos, pero iba a ser inevitable. Yo no estaba hecho para las reformas, no me gustaba pelearme con fontaneros, electricistas, carpinteros de aluminio o pintores. Lo mío era la madera a pequeña escala, los muebles, los artesonados, los sillones como los de mi jardín, los que tanto le gustaban a Robert. La artesanía, en resumidas cuentas.
Mi madre dijo en una ocasión que yo era como un escultor, que mis manos tenían el don de darle forma a los sueños. Contaba solo con doce años cuando hice mi primera mecedora con los trozos de madera que sobraron de una obra del abuelo, y ella se la quedó a pesar de mi inexperiencia.
Era incómoda, más bien fea, incluso peligrosa si teníamos en cuenta los clavos que sobresalían, pero se sentaba en ella cada tarde para mecerse mientras luchaba contra un monstruo que se la comía por dentro sin que nadie lo supiera.
Fui mejorando con el tiempo y ella incrementó sus elogios con cada mueble que mis manos aportaron a nuestra casa. Me aseguró que podría ganarme la vida con ello, y la creí.
«Cuando alguien confía en lo que hace, no necesita milagros para alcanzar el éxito».
Estaba claro que no me haría rico con mi trabajo, los nórdicos me llevaban una ventaja considerable, pero no se trataba de dinero, no necesitaba nada que no me diera Banner Elk. Era una cuestión de orgullo y de ser fiel a mí mismo.
No obstante, mis sueños tendrían que esperar. Papá me necesitaba. Él pensaba que lo mío era un entretenimiento y yo nunca lo saqué de su error.
No quería pensarlo. No el día de mi cumpleaños. A pesar de lo austero de nuestra celebración, no me apetecía darle más vueltas al asunto. Me daba dolor de cabeza.
—Por cierto, ya he oído lo de Elk Mountain —señaló Robert—. Ese viejo está como una cabra.
—Siempre lo ha estado.
—¿Y no se puede hacer nada? —Levanté una ceja y le di un trago a mi cerveza. A mi amigo le gustaba meter el dedo en la llaga—. Vale, vale, ya me callo, pero que conste que tu actitud me parece lamentable. ¡Adoras ese sitio! Podrías hacer maravillas con él.
—¿Quieres otra cerveza?
—¿Vas a invitarme a comer? —Me sonrió de medio lado.
—¿No tenías que ir a casa de tus suegros? —le recordé.
—¡Joder! ¿Qué hora es? —Era más de mediodía y saltó del sillón como si le hubieran pellizcado el trasero—. ¡Me cago en…! ¡Llego tarde! ¡Me debes un buen trozo de carne a la brasa! —gritó mientras corría calle abajo.
—¿Ese que va dando voces es Rob? —preguntó el abuelo, recién llegado en compañía de Mick, nuestro labrador, que se acercó para recibir su dosis de arrumacos—. ¿Qué le pasa?
—Llega tarde a comer en casa de los padres de Louise.
—Este chico… No aprenderá nunca. No hay que hacer esperar al alcalde —apostilló con sorna.
—¿Y papá?
—Está de camino. Se ha entretenido en casa de los Harris.
—Oh, mierda —mascullé, y me golpeé la frente con la mano—. El presupuesto de los Harris. Lo olvidé.
El abuelo emitió una risilla descarada.
—Vas a tener un cumpleaños movidito, muchacho. Tu padre no está de buen humor, te lo aseguro. Entre tu descuido y lo de Elk Mountain…
—Lo de Elk Mountain lo debe de tener furioso, joder. —El tema era tabú, no se podía hablar del lugar en su presencia, pero eso no quería decir que no se enterase de todas las noticias relacionadas con la propiedad—. ¿Sabemos quién lo ha comprado y por cuánto? —me atreví a preguntar.
El bufido que emitió el abuelo no fue muy alentador.
—El muy hijo de puta lo ha vendido por un dólar. ¡Un dólar! —se ofuscó—. A tu padre le salía humo por las orejas esta mañana. Y no, no sabemos quién es el afortunado, pero lo sabremos pronto.
Un maldito dólar. Si eso no demostraba lo loco que estaba Tobias Morton…
—Será algún ricachón de la ciudad.
—O uno de los soplagaitas del campo de golf, vete tú a saber.
—¿Podría ser Clarence Montgomery? —dudé.
—¡Ni hablar! —Mick ladró un par de veces al oír el nombre de aquella rata—. Tobias le prendería fuego a Elk Mountain antes que verlo en manos de Montgomery.
—Bueno, casi tira la casa abajo, no sería nada extraño —le recordé mientras recogía las herramientas—. Ha dejado que la propiedad se vaya a la mierda y ahora la ha regalado sin más. Bien podría habérsela dado a Montgomery para que la convirtiera en otro jodido campo de golf. Para el caso…
Lección 2:
Las raíces de quién eres viajarán contigo adonde decidas quedarte.
Las fotos de Banner Elk no le hacían justicia al pueblo. Era mucho más bonito de lo que me pareció en un primer momento. No resultaba tan pintoresco como los que salían en las revistas de Navidad, no tenía una plaza con templete ni un sinfín de museos, ni siquiera había uno de esos carteles rimbombantes a la entrada.
Banner Elk era simple, sencillo, ahí residía su verdadero encanto.
—No te asustes cuando hables con el señor Morton, querida —me advirtió Stella Joyner, la presidenta de la asociación de comercio del pueblo y abogada de Tobias Morton, el anciano que me había regalado la propiedad por un dólar—. Es un hombre amargado que ha condenado su vida a la soledad.
—¿No tiene familia? Es extraño que haya hecho algo tan drástico, sin más.
—Créeme, cariño, no ha sido sin más. Me hizo darle muchas vueltas hasta que encontramos una solución. No quería cederla al ayuntamiento ni al estado.
—¿Y sus herederos legales?
Stella miró a un lado y a otro del aparcamiento por si había alguien cerca, y el aire misterioso de sus ojos me dio a entender que no era algo de lo que se hablara con frecuencia.
—Digamos que… no tiene familia, y será mejor que no lo menciones. A la gente no le gusta tocar este tema, y a él menos. ¿Preparada?
La señora Joyner me sonrió con benevolencia y me cedió el paso a la entrada del asilo, un pequeño edificio de ladrillo caravista a las afueras del pueblo. Las paredes estaban pintadas de un cálido tono ocre con una cenefa de hojas verdes cerca del techo. La luz entraba a raudales por los ventanales del recibidor y se reflejaba en los cristales de unas increíbles fotografías de personas mayores en blanco y negro.
—Esas fotos las hizo Louise Everett, la hija del alcalde —me explicó Stella al percibir mi asombro. Eran magníficas.
—¿Es fotógrafa?
—No, Louise y su madre son las dueñas de la librería, pero tiene buen ojo para retratar a la gente. Te la presentaré luego si te apetece conocerla. Creo que es de tu edad. Os llevaréis bien.
Me vendría de maravilla establecer contacto con los vecinos. Solo había ido al pueblo un par de días a hacer una visita de reconocimiento. Stella Joyner mencionó la posibilidad de que la propiedad necesitara «unos arreglillos» y quería verlo con mis ojos antes de aventurarme en semejante locura. Si finalmente me lanzaba de cabeza, algunas amistades no me irían mal.
—Hemos llegado —anunció Stella.
Era la última puerta del pasillo, la más aislada. Una enfermera nos esperaba con gesto serio.
—Hoy no está de buen humor —nos informó en voz baja—. Vuelven a dolerle las rodillas y casi se cae al levantarse.
Stella suspiró y advertí su titubeo. Estaba preocupada por la impresión que pudiera llevarme de aquel hombre.
—No se preocupen, estoy acostumbrada a personas mayores gruñonas. Mi abuela vivía en una residencia y me manejaba muy bien con sus amigos. ¿Tienen un poco de aceite de eucalipto o de oliva? —pregunté—. A Nana le aliviaba mucho un masaje con aceite de...
—Y a mí me iría de lujo un baño de leche de burra, como a Cleopatra, pero la vida es injusta —me interrumpió la enfermera con cierta desconfianza.
La mujer, cercana a los cincuenta años, me recorrió de pies a cabeza y miró a Stella con reprobación, pero no dijo ni una palabra más. Terminó de abrir la puerta y dejó que entráramos a ver al anciano.
Me sorprendió encontrarlo de pie. Miraba el paisaje por la ventana, inmóvil, encorvado, con la mano sobre un bastón torcido y vestido con más ropa de la necesaria en aquella época del año.
Hacía calor en aquella salita atestada de libros y discos de vinilo que se amontonaban en el suelo a falta de un lugar donde ordenarlos. Y olía raro, aunque era un olor que me resultaba familiar, a vejez, a soledad.
—Buenos días, Tobias. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Igual de muerto que ayer.
¡Qué respuesta más típica de un anciano cascarrabias! Los amigos de Nana eran mucho más originales y daban más miedo. Si quería impresionarme, tendría que hacerlo mejor.
—Yo lo veo muy lúcido para estar tan muerto, si me lo permite —repliqué.
Giró la cabeza por encima del hombro y entrecerró los ojos con curiosidad. ¡Bingo! Ya tenía su atención.
—Cumpliré cien años el mes que viene, muchacha, no me mires como si estuviera diciendo sandeces. Mis pies ya patalean a las puertas de San Pedro.
El paso de los años se había quedado reflejado en la expresión de su rostro y en la postura de su cuerpo, tan maltrecho y retorcido como cada uno de los árboles que poblaban la montaña. Sin embargo, sus ojos… Eran claros y cristalinos como el agua del río, y guardaban tanta pena y desolación como la que veía en los míos cuando me miraba en el espejo.
Hice amago de ayudarlo a sentarse en el sillón frente a la ventana, pero su mirada iracunda me detuvo. Había muchos demonios ocultos bajo tanta hostilidad.
La enfermera regresó en ese momento y dejó una bandeja con tres tazas de café sobre la mesa auxiliar. También había una botellita de aceite de eucalipto que empujó hacia mí con un mohín.
—¡Otra vez esta agua sucia! —bramó Tobias—. ¿Y qué es ese frasco? ¡¿Quieres envenenarme?! ¡Eso es lo que os gustaría a todos!
Stella puso los ojos en blanco. Tanto ella como la enfermera estaban acostumbradas al carácter explosivo del anciano. A mí solo me sobresaltó un poquito, lo justo antes de entender que la desconfianza también era una consecuencia de la soledad. Y si algo había aprendido de las horas con la abuela era que ser amable abría hasta las puertas más encasquilladas.
—Nadie va a envenenarle, señor Morton. —Le dispensé unas palmaditas en la mano y me senté frente a él—. He visto que tiene varios discos de jazz muy buenos, pero no veo ninguna gramola. ¿Acaso no le gustaría escucharlos?
—Le dio un garrotazo la semana pasada —declaró la enfermera—. Es lo que sucede cuando uno no controla el genio.
Tobias rumió un par de groserías sobre lo poco que le importaba la opinión de esa mujer.
—Pues verá, le contaré un secreto. —Cogí la botellita de aceite de eucalipto y bajé la voz para hacerle una confidencia—. Los mejores saxofonistas de todos los tiempos usaban este mejunje para mantener las articulaciones de los dedos en plena forma, y si usted me lo permite, lo usaré para darle un masaje en las rodillas y que dejen de dolerle.
Stella Joyner y la enfermera ahogaron una exclamación. No era una propuesta muy normal, nadie en su sano juicio se ofrecería a darle un masaje a un hombre con cara de querer matar a alguien, pero en la residencia de Nana me enseñaron a hacerlo, se me daba bien y, por ilógico que pareciera, quería causar una buena impresión a Tobias Morton.
—¡Muchacha loca! ¡No quiero que me pongas las manos encima! —voceó, y alcanzó su bastón para golpearme, pero yo no me moví. Solo era un bravucón—. ¡Stella! ¿Quién demonios es esta mocosa?
—Ya sabes quién es, te lo dije ayer. Es Jane Pennington, la chica del concurso.
—¡Pero si no tiene edad de votar!
Contuve una risa y le subí la pernera del pantalón hasta la rodilla. Me llevé un par de manotazos y algunas amenazas más, pero seguí hablándole de los beneficios del masaje y de lo bien que se encontraría después, y cuando presioné la articulación con mis manos, Tobias contuvo un suspiro de alivio.
—Tengo veintinueve años —le expliqué, y moví los dedos sobre su piel moteada por la edad. Era muy delicada y estaba tibia—. Cumpliré treinta en diciembre. Puedo votar, conducir, beber alcohol e ir a la cárcel.
Apliqué un poco más de presión y el bálsamo empezó a desprender un agradable aroma a mentol.
—¿Qué día? —preguntó—. ¿Qué día de diciembre?
—¿Mi cumpleaños? —Asintió de manera imperceptible—. El veinte.
El único indicador de que me había oído fue un trémulo movimiento de labios y una inspiración corta. Me miraba fijamente, como si pudiera leer en mi interior, y mientras continuaba con el masaje, me dejé llevar por el embrujo de esos ojos vidriosos que parecían estar viendo un fantasma.
No fue hasta que Stella habló de Elk Mountain que Tobias volvió a fijarse en ella.
—Jane ha estado revisando las escrituras de la propiedad y mañana iremos a verla antes de decidir si se la queda.
—¡Tonterías! —gritó, y sacó un papel arrugado del bolsillo de su camisa—. ¡No puede decir que no! ¡Ella escribió esto! ¡Ella me pagó! ¡Es suya! ¡No puede decir que no, maldita sea!
—Tobias… Sea razonable, ya le dije que cabía la posibilidad de…
—¡No! —Me apartó las manos de un empellón y trató de levantarse, pero las rodillas no se lo permitieron y el esfuerzo le costó un gemido de dolor. Se sintió humillado—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera todo el mundo!
Stella suspiró, desolada. La enfermera esperaba en la puerta, habituada a sus repentinos cambios de humor. Pero el sufrimiento en los ojos de aquel anciano me pellizcó el corazón de una forma que hacía tiempo que no sentía, y me resistí a marcharme.
—¿Qué tiene Elk Mountain que es tan importante para usted, señor Morton? ¿Por qué me eligió a mí?
Mi voz más comprensiva, la que usaba con Nana cuando no quería tomarse las medicinas, resonó suave en la habitación, de mi alma a la suya. Por alguna extraña razón, el torbellino de emociones que giraba alrededor de Tobias Morton me arrastró con él e imaginé los años felices que pasó allí con su mujer, el calor de la familia, la satisfacción de un trabajo bien hecho. No me costó pensar en él como un hombre risueño, divertido, amoroso… Al contrario, fue como si lo conociera, como si supiera identificar el sonido de su risa en cualquier lugar del mundo.
Y, sin embargo, de todas las respuestas que podría haberme dado, pronunció la única a la que no encontré ningún sentido.
—Porque eres tú. Tú eres Elk Mountain, Lizzy.
***
—Tendrías que haberlo visto, Spencer. Me dio mucha pena. ¿Y por qué me llamaría Lizzy?
—¿Y qué más da cómo te llamara? ¡Le masajeaste las rodillas a ese abuelo! —Mi hermano se rio sin miramientos—. Janny, necesitas distraerte un poco con gente de tu edad.
—No seas idiota. —Me dejé caer boca arriba en la cama de la habitación que había alquilado y suspiré, aún conmovida por la visita al asilo—. Creo que volveré mañana a hacerle compañía un rato. Por cierto, estas sábanas huelen de maravilla.
Hundí la nariz en la almohada y aspiré hondo. Adelton House era una pequeña villa muy tradicional reconvertida en hospedaje para turistas. Me habían alojado en un precioso dormitorio con vistas al camino de entrada y a un encantador jardín bien cuidado. Había canela en rama en los cajones, y del perchero colgaba una pequeña casita de madera que desprendía un aroma delicioso a tarta de manzana. Perry Adelton, el dueño, me había explicado que elaboraban su propio jabón para los huéspedes, y también las velas que decoraban las mesillas. El cesto de mimbre sobre la cómoda contenía un buen puñado de riquísimas galletas de canela que, según él, eran el motivo por el que la casa olía tan deliciosamente bien. Y además sabían a gloria.
—Entonces, ¿esto quiere decir que te quedas con la propiedad o puedo disponer de tu dinero para la ampliación del restaurante? —se burló Spencer mientras yo terminaba de deshacer la maleta—. El local de al lado se vende por una miseria.
—Tienes dinero de sobra para hacer lo que quieras —le gruñí—. No voy a regalarte mi parte de la herencia y mucho menos después de hacer trampas.
—Janny… No hice trampas. Fue el destino.
—Yo creo que fue el alcohol.
—Sí, eso también, pero piénsalo: tu respuesta fue tan auténtica y tan conveniente que te ganaste la admiración de ese viejo cascarrabias. Hablabas de hacer feliz a las personas, de respirar aire puro, de sentirte como en casa... ¡Le has dado un masaje en las piernas a ese hombre sin conocerlo, por amor de Dios! ¿Cómo no va a pensar que eres perfecta?
—No soy perfecta —mascullé—. Soy… amable.
—Dijiste que sería un buen sitio donde envejecer, enamorarse y cumplir sueños. ¿No te das cuenta? —Spencer no había entendido nada. En mi respuesta no hablaba de un lugar, sino de una familia—. Pero bueno, ahora ya no importa. Estás allí, vas a hacerlo y estoy muy orgulloso de ti, pequeña.
Respiré hondo. Ojalá estuviera conmigo, a mi lado.
—Todavía no he visto la propiedad. ¿Y si no es lo que parece? ¿Y si la ha regalado porque es un asco? ¿Y si murió alguien allí y su fantasma vaga por las habitaciones? Reconócelo, me estás empujando a cometer la madre de las locuras. Mis compañeras de contabilidad me dijeron que iba a ser un suicidio. ¿Quién invierte miles de dólares en poner en funcionamiento un lugar que le ha tocado en un sorteo? ¿Y si tienen razón? ¿Y si he dejado mi trabajo para nada?
—Has dejado tu trabajo porque era un asco, y porque nadie en su sano juicio continuaría en una empresa así por una miseria de salario. Hasta yo le pago más a mis friegaplatos.
—Vale, sí, tienes razón, lo he dejado porque he querido, pero ¿y si me estoy equivocando?
—¿Y si dejas de ser tan miedica y le echas ovarios por una vez? Janny, acepta este regalo y convierte ese hostal en el mejor sitio del mundo para ir de vacaciones. Hazlo por ti y porque se lo prometiste a Nana. ¿Te acuerdas cuando decías que te pasaban cosas buenas porque papá y mamá hacían que pasaran?
—Tenía ocho años, Spencer.
—¿Y qué? ¿No te parece raro que el concurso apareciera en ese periódico, ese día, en mi restaurante, mientras conmemorábamos el aniversario de la muerte de la abuela? ¡Ni siquiera estoy suscrito! No sé qué hacía allí ni por qué.
—Sería de Dom o de tu ayudante de cocina, ¡qué sé yo! Hace tiempo que dejé de creer en las señales —mentí—. Y aunque lo hubiese sido, Stella dice que necesitará unas pequeñas reformas, lo que quiere decir que la inversión será brutal, lo veo venir. No sé si seré capaz.
—¿Ya no te acuerdas de cuánto me costó a mí levantar el restaurante? ¿La de veces que te dije que me rendía, que montar un negocio no era lo mismo que cocinar?
—¡Pero tú amas lo que haces! —razoné—. Era cuestión de tiempo que le cogieras el ritmo. ¿Qué sé yo de hostales de montaña? ¿Qué sé yo de huéspedes, de menaje, de entretenimiento o de jabones hechos a mano? ¡Tú tienes un equipo, yo estoy sola!
—¡Pues contrata a alguien! No tienes que hacerlo todo tú. Y no estás sola, me tienes a mí, no lo olvides. —¿Cómo iba a olvidarlo? Era mi única familia, la otra mitad de mi corazón—. Confío en ti, pequeña. Haz que cada día cuente. Papá, mamá y la abuela estarían tan orgullosos como yo.
La reforma en la granja de Lee Rankin había quedado perfecta y por fin iba a poder tomarme un respiro después de muchos meses peleando con las vigas del techo y con el revestimiento exterior. Y a juzgar por la expresión de alivio de mi padre cuando Lee le hizo el último pago, despedirse de la granjera y de sus innumerables llamas, cerdos y burros también le parecía un sueño hecho realidad.
Los encargos de tanta envergadura lo dejaban exhausto, eran un nido de preocupaciones, y cuando se apostó a mi lado en la valla de la granja para contemplar el resultado, no tuve que decirle lo que pensaba al respecto.
—Sí, ya lo sé, ya no tengo edad para trabajos tan pesados. Pero no me dirás que no ha sido satisfactorio ver el cambio.
—No me salgas con esas. Me dijiste que la casa de los Cole sería el último compromiso de este calibre, y dos semanas después te habías comprometido con Lee Rankin. Allá tú con tu salud, papá, pero los dos sabemos que no estás para demasiados esfuerzos.
—¿Me estás pidiendo que me jubile y te deje el control?
—No, te estoy pidiendo que bajes el ritmo. Tienes cuatro obras menores en marcha y podrías haber cogido alguna más si no hubieras aceptado esta monstruosidad. Prométeme que no volverás a firmar contratos tan grandes.
Una llamada de teléfono muy inoportuna le impidió responderme y se alejó unos pasos para conseguir un poco más de cobertura. Mientras, pensé en la conversación que había tenido con Lee unas horas antes a expensas de mi padre. La granjera había visto mis muebles en casa de otros vecinos y me había hecho un par de encargos importantes. Una cómoda, una mesa de comedor, seis sillas… el tipo de cometido que me hacía latir el corazón al doble de velocidad. Iba a ser una gran oportunidad para defender la decisión de no hacerme cargo de la empresa familiar, que, tal y como sospechaba, cada vez se encontraba más cerca.
—Stella quiere vernos. A los dos —comentó mi padre tras una breve conversación con la abogada—. Tiene un trabajillo para nosotros, no me ha dado detalles.
—¿Algo importante?
—No creo, pero ahora lo sabremos.
***
—¡No, no y mil veces no!
—Theodor, sé razonable. No voy a ofrecerle el trabajo a gente de fuera estando vosotros aquí.
A mi padre se le había empezado a hinchar la vena del cuello y respiraba con pesadez. Era demasiado temperamental y la oferta de Stella le había caído como un jarro de agua fría. A mí también, para qué negarlo, pero preferí mantenerme en silencio a ver cómo se desarrollaba la reunión.
Tobias Morton había dejado clara su postura en incontables ocasiones: los Durham no pondríamos un dedo en sus tierras mientras él viviera. Tampoco lo haría nadie que se congraciara con nosotros. No había hecho más que crearse enemigos con el paso de los años, la gente hablaba de él como el loco que era, tan dañino como el mismísimo Clarence Montgomery, solo que Clarence era un hijo de puta muy listo, y Tobias un pobre viejo demente.
Pero entonces, ¿qué sentido tenía la petición de Stella? Ella trabajaba para Morton, llevaba sus asuntos legales, había sido el brazo ejecutor de esa charada de concurso y conocía la opinión que su cliente tenía de nosotros. ¿Qué había cambiado?
—Tobias Morton ya no es el dueño de Elk Mountain, al menos no lo será cuando se firmen los papeles de la venta.
—¡La venta! ¡Ja! —exclamó papá—. ¿Qué venta, Stella? ¡Ha regalado la propiedad!
—Regalado, vendido, ¿qué más da, Theodor? La cuestión es que, cuando se firmen los documentos, ya no será el propietario, y nada os impedirá aceptar…
—¡No vamos a aceptar! —rugió—. ¡Esta reunión ha terminado!
Stella me suplicó con la mirada que dijera algo sensato, por eso había insistido en que estuviera presente. Me conocía bien, sabía que yo no me movía por impulsos, que analizaba cada trabajo con la cabeza fría y tenía un sexto sentido para determinar la viabilidad de los encargos. Pero en esa ocasión no iba a poder apoyar su propuesta.
—Keith, por favor…
—¿El ganador del concurso ya ha visto el sitio? —quise saber por curiosidad. Tampoco iba a cambiar nada—. ¿Ha venido al pueblo?
—Iremos esta tarde, de ahí la urgencia de esta… reunión —desveló—. Ya ha hablado con Tobias, él ha dado su aprobación. Pero ella quiere ver el lugar antes de decidirse.
—¿Ella? —me extrañé—. ¿Es una mujer?
Stella asintió.
—¡Estupendo! Otra ricachona aburrida que pretende extender sus tentáculos en la montaña. ¡Que se vaya a jugar al golf!
Ambos ignoramos el comentario de mi padre.
—Quiero ofrecerle vuestros servicios antes de que se eche atrás. Es justo, Keith. Ya sabes en qué estado se encuentran el hostal y la casa. Pero si le digo que tiene solución y que no tendrá que ponerse a buscar quien lo arregle, quizá…
—Es decir, pretendes que nosotros hagamos la reforma de un lugar en el que se nos ha prohibido entrar desde que…
—Pretendo que os reconciliéis con el pasado —me interrumpió—. Puede que Tobias no lo apruebe, pero en cuanto esa chica se decida, él ya no tendrá voz ni voto en el asunto.
Mi padre, todavía alterado por la conversación, se puso en pie, sacó un puñado de centavos del bolsillo y los tiró sobre la mesa de la abogada. Algunas monedas rodaron hasta el suelo.
—Convéncela para que firme y yo le devolveré su dólar. ¡Que vuelva a la ciudad! Nosotros nos quedamos con Elk Mountain, y cuando el viejo se muera…
—Papá, ya basta —le pedí, conciliador—. Nadie sería tan estúpido de vender por un dólar lo que vale millones. No creo que esa mujer sea tan tonta como Tobias Morton.
—Puede que lo consideres un tonto, Keith, y que haya hecho algo poco común. Pero una cláusula del contrato impide la reventa durante los próximos cinco años. Se empeñó en incluirla. Quería que fueran diez y lo convencí para dejarlo en la mitad. Jane Pennington no podrá deshacerse de Elk Mountain hasta que se cumpla el plazo.
—Eso tampoco significa que vaya a invertir en la reforma ni que vaya a poner el hostal en marcha de nuevo —señalé—. Lo más probable es que vuelva a su casa, deje pasar el tiempo y termine vendiendo el terreno por una fortuna.
—¡O por una miseria!
—Si la conocieras, si vieras cómo la miró Tobias cuando se la presenté, no pensaríais eso. Venid esta tarde a Elk Mountain Lodge, acompañadme. Hablad con Jane. Sé que tenéis un proyecto de reforma para el hostal en un cajón, os conozco. Y estoy convencida de que a ella le encantará oír lo que podéis ofrecerle.
—¡No tenemos ningún proyecto de reforma para ese maldito sitio! —bramó mi padre—. No estamos locos.
Yo sí lo tenía. Estaba a buen recaudo. A mi padre le hubiera dado un ataque de saber que perdía tiempo pensando en lo que haría con aquel lugar. No es que estuviera obsesionado, eran tan solo ideas, bocetos, dibujos y algunos planos. Había más en mi mente que sobre el papel, pero estaban ahí, y cuando alguien mencionaba el hostal, lo veía todo con claridad. Cada espacio, cada rincón, los muebles que construiría, el paisaje que ofrecería a los huéspedes. Me dejaba llevar durante unos minutos, a veces horas, me tumbaba en la cama y me recreaba en el cansancio del trabajo duro y la satisfacción de crear algo maravilloso. Solo era una pequeña debilidad.
Papá abandonó el despacho de Stella sin despedirse y dio por finalizada la reunión. Ella, que era una de las mejores personas que había conocido, me sonrió con desánimo y rodeó la mesa para darme un abrazo de despedida.
—Habla con él, Keith. Necesita este proyecto. Necesita dejar atrás el resentimiento. Dile que venga esta tarde, que conozca a Jane, que hable con ella. Le gustará esa chica, querrá ayudarla, estoy segura.
—Es complicado, lo sabes. Y no creo que su orgullo le permita ceder.
—¿Y el tuyo? Sé que no piensas igual que él, lo veo en tus ojos, Keith. Te gusta Elk Mountain.
No se trataba de gustos, sino de lo que me unía a ese sitio. Existía un vínculo que me llevaba hasta allí cuando tenía que pensar, algo que me empujaba a traspasar los límites de la propiedad y a perderme entre el follaje de los árboles y el sonido del río. Era liberador y opresivo al mismo tiempo. Inexplicable y confuso, por eso nunca me había parado a analizarlo.
Ahora ya nunca sería mío.
—Hablaré con el abuelo. Si él lo ve, papá también lo verá.
Lección 3:
No todo está en cruzar el puente; también hay que saber caer al agua.
El todoterreno de Stella Joyner realizó un brusco giro en la carretera y se adentró por un sendero que yo no hubiera advertido ni con una señal de neón. En otro tiempo debió de ser un camino bien acondicionado de tránsito frecuente. El vallado de madera estaba oculto por la maleza del bosque, las ramas de los árboles habían formado una especie de bóveda sombría y los temporales de nieve, viento y lluvia habían dejado troncos caídos por doquier.
—Que no te impresione el aspecto del camino. En cuanto se pode un poco, quedará como nuevo.
¿Podar un poco? Lo decía como si solo le hiciera falta un par de tijeretazos aquí y allá. Ningún vehículo sin tracción a las cuatro ruedas podría aventurarse por allí.
Nos detuvimos en una pequeña explanada rodeada por un espeso bosque de arbustos más altos que yo, y lo primero que me llamó la atención fue el ambiente sosegado, la extraña calma que se respiraba, la combinación de aromas húmedos con la musicalidad del agua del río cercano y del vaivén de las hojas. No se veía nada más allá de los matorrales, pero lo intuí en mi imaginación al cerrar los ojos y levantar el rostro al cielo.
—Vamos por aquí, Jane. Pasaremos por el puente para que veas lo bonito que es el hostal desde esa perspectiva. —Señaló un nuevo sendero entre arbustos y apartó algunas ramas para que pudiera pasar sin dificultad—. El camino de vehículos continúa un poco más allá, casi hasta la casa, pero solo lo usaban para carga y descarga. Elk Mountain Lodge siempre fue un remanso de paz imperturbable, por eso era tan conocido.
—Me sorprende, la verdad. ¿Qué pasó?
Llegamos a un modesto puentecillo de troncos que atravesaba un riachuelo sin demasiado caudal. La madera estaba podrida y crujió al soportar el peso de ambas, pero Stella se detuvo allí en medio, no le preocupaba que pudiera romperse.
—La vida a veces nos da lecciones que nos cuesta aprender por las buenas. Y nos empeñamos en culpar a los demás cuando los únicos responsables somos nosotros —respondió, enigmática—. Tobias no tomó las decisiones adecuadas y, un buen día, perdió la cabeza y lo mandó todo al garete. Se destruyeron muchos empleos cuando decidió cerrar el hostal. Algunos tuvieron que marcharse a trabajar a Boone o a poblaciones cercanas.
—¿Y nadie fue capaz de convencerlo?
—Hablar con Tobias Morton es como darse cabezazos contra una roca —dijo un hombre detrás de nosotras. Era un anciano de mirada directa y rostro afable. Se quitó la gorra que le cubría la calva y me tendió la mano—. Soy Abraham Durham, señorita…
—Pennington. Jane Pennington.
Stella se mostró sorprendida por unos instantes, pero su sonrisa se ensanchó en cuanto acepté el saludo de aquel extraño.
—Abraham es un buen amigo y vecino del pueblo —me explicó la abogada con cierta cautela—. Él conoce Elk Mountain mucho mejor que yo, aunque no era el Durham que esperaba —añadió en un susurro.
—¿Trabajó usted aquí, señor Durham?
—Desde la primera piedra, muchacha. Primavera de 1960, yo tenía treinta años. —Su respuesta, cargada de nostalgia, me pesó en el corazón—. Pero vamos, vamos, si me permiten que las acompañe en su visita… Estoy seguro de que su nueva propiedad le va a encantar, señorita Pennington.
—Bueno, aún no he firmado los papeles. Quería ver el sitio antes.
—Siempre es conveniente comprobar que lo que se compra es lo que uno espera. Adelante.
Vi la casa nada más dejar atrás el río. Elk Mountain Lodge. Dios mío, era preciosa. Una construcción imponente de madera y piedra enmarcada en un paisaje boscoso arrebatador. Los rayos del sol de media tarde incidían en los cristales de las ventanas y le robaban guiños luminosos que me parecieron mágicos. Mis ojos se volvieron ávidos espectadores de la belleza de los detalles, me temblaron las manos por la necesidad de acariciar la barandilla que daba la vuelta a la casa. El corazón se saltó algunos latidos y se me formó un nudo en la garganta. Había dejado de respirar, el aire se había evaporado igual que el resto del entorno, solo estábamos aquella casa, yo y un millón de emociones que jamás había sentido. Las cortinas se mecían en la balconada superior, la chimenea despedía nubes de humo blanco con olor a leña, había bizcochos en una ventana y gente sentada en cómodos sillones. Reían y charlaban mientras un grupo de niños correteaba alrededor. Más allá de la puerta principal, una mujer rolliza aleccionaba a un grupo de huéspedes en el arte de hacer mermeladas al tiempo que degustaban sidra caliente y brindaban por…
—Jane, querida, ¿te encuentras bien?
Parpadeé varias veces y miré a Stella y al señor Durham con los ojos muy abiertos. Iban por delante de mí, se habían detenido a unos pasos de la entrada y me observaban con preocupación.
—Señorita Pennington, ¿necesita ayuda? —insistió el anciano.
¿Ayuda? ¿Por qué iba a necesitar…?
Y, de pronto, al dirigir de nuevo la vista a la casa, la realidad me golpeó con tanta violencia que no pude más que retroceder espantada.
—P-pero… ¿qué es esto? —musité—. N-no… no puede ser.
Un montón de palos y piedras, eso fue lo que vi. Vigas caídas, ventanas rotas, barandillas destrozadas y matorrales que crecían por doquier. Una monstruosidad engullida por las ramas, olvidada de la mano de Dios y del hombre.
—No es tan grave como parece, se lo aseguro. —Abraham Durham intuyó mis pensamientos y se acercó a mí para reconfortarme—. No digo que no vaya a necesitar trabajo y que su aspecto no sea lo que esperaba, pero tiene remedio. Vamos, se la mostraré.
No había duda de que la casa, en algún momento del pasado, tuvo que ser espectacular, pero el paso del tiempo, las inclemencias y la falta de cuidado la habían convertido en una pesadilla monumental. Ni rastro de cortinas ondulantes, bizcochos en la ventana o gente feliz, nadie pondría un pie en aquel lugar. Era imposible.
—El revestimiento de madera necesitará unos cuantos arreglos, pero nada desorbitado. Estoy seguro de que será pan comido para el carpintero.
Abraham le guiñó un ojo a Stella.
—Oh, sí, el carpintero de los Durham es el mejor del condado. Él se encargará de todo. ¡Incluso del mobiliario! Te enamorarás de sus muebles en cuanto los veas.
—Va a hacer falta algo más que muebles bonitos para adecentar este sitio, Stella. Mira el interior —le indiqué la ventana más próxima—. No se salvan ni las paredes. No quiero pensar en la electricidad o la fontanería. ¡Esto no son unos arreglillos de nada! ¡Esto es una ruina!
—Es posible que haya que cambiar el cuadro eléctrico y el cableado —intervino Abraham—, pero no debes preocuparte por las cañerías. Son fuertes y robustas, como todas las de la zona. En las regiones alpinas no nos andamos con tonterías, muchacha.
Al menos no todo estaba mal, un mínimo consuelo dentro del mar de problemas al que me enfrentaría si aceptaba quedarme.
Hicimos un recorrido por el perímetro exterior de la casa y Abraham fue enumerando algunas reparaciones menores que harían falta para reforzar la estructura principal. A su manera de verlo, todo era sencillo, fácil, posible y aceptable. Bajo mi punto de vista, el desastre estaba servido y nadie podría salvar aquel lugar de los crueles mordiscos de la naturaleza.
—¿Eso… eso son manzanas? —pregunté al ver el montón de frutos al pie de un árbol. Las ramas estaban enmarañadas con otros arbustos y me llevé la mano a la nariz al percibir el inconfundible olor de la fruta podrida.
—¡Por supuesto que son manzanas! —celebró Abraham Durham. Estiró la mano, arrancó una de las que aún se sostenían en la rama y le dio un buen bocado—. Rojas como la sangre y dulces como el almíbar. Red Delicious, sin duda alguna.
—Podrás hacer tu propia compota —se entusiasmó la abogada—. Esta variedad de manzanas es perfecta.
¿Compota? Mi hermano se habría partido de la risa.
Al llegar a la parte de atrás, el señor Durham maldijo entre dientes.
—¡Vaya, hombre! Esto sí que no me lo esperaba.
Miré hacia donde se dirigían sus ojillos y se me escapó una risa nerviosa y un poco irónica. Uno de los tejados laterales se había hundido por completo.
—Tuvo que ser este invierno —supuso Stella—. Las nevadas fueron terribles y hubo muchos problemas de este tipo en el pueblo.
—Es decir, que habrá que cambiar el techo también —concluí.
—No todo el techo, jovencita —me contradijo Abraham, y señaló el punto más alto de la casa—. Mira allí arriba, ¿ves esos cambios de color en la inclinación principal? Los produce la acumulación de nieve y el deshielo. Si el tejado corriera peligro de hundirse, esas líneas serían manchurrones negros de agua y suciedad acumulada, y entonces sí que habría que preocuparse. Pero tal cual está, con reforzar el entramado de vigas interior y cambiar el aislamiento será suficiente. Unas cuantas tejas bien colocadas y listo.
—Parece usted muy seguro de lo que dice, pero entiéndame, yo soy una simple contable. Lo único que sé es que el techo se ha hundido, ¿quién me dice a mí que no pasará lo mismo en otra parte?
—Abraham ha trabajado toda su vida en la construcción de este tipo de casas, Jane. Si él te lo dice, seguro que es así.
El anciano se alejó unos pasos, calibrando la gravedad del derrumbamiento. Era un hombre muy agradable que, a pesar de sus reiteradas menciones a mi juventud, no me trataba como si fuera boba. Eso me gustó. También su optimismo, era sincero.