Sobre las luces de Chicago - Patricia A. Miller - E-Book
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Sobre las luces de Chicago E-Book

Patricia A. Miller

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Beschreibung

La muerte de mi padre me ha traído de nuevo a Chicago, donde solo he encontrado problemas: he tomado las riendas de la empresa familiar, que está ahogada por las deudas, he descubierto secretos que jamás hubiera imaginado y reconozco que tengo serias dificultades para mantenerme alejada de él: Tyler Gallagher. Un bombero insoportable cuyo cinismo me impulsa a correr en sentido contrario. Soy Alice Jane Lynch y así empezó todo. Han pasado diez años desde que Alice me abandonó; de repente ha vuelto para colarse en mi casa, en mi familia… y, aunque no parece la misma niñata caprichosa que yo conocí, no me fío de ella. No sé cómo lo hace, pero ella solita se basta y se sobra para acabar con mi paciencia, con mi sensatez… y con mi fuerza de voluntad. Soy Tyler Gallagher y aquí empieza nuestra historia.

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Ín­di­ce de con­te­ni­do
Pró­lo­go de Ty­ler
1. Ali­ce
Ese per­so­na­je cruel
2. Ty­ler
El puto chó­fer de Miss Daisy
3. Ali­ce
Los me­jo­res olo­res de mi vida
4. Ty­ler
Bien­ve­ni­da a Chica­go
5. Ali­ce
Esa mi­ra­da
6. Ty­ler
Bai­lar con el dia­blo
7. Ali­ce
Un bo­chor­no­so epi­so­dio
8. Ty­ler
Por­que qui­se. Y pun­to
9. Ali­ce
Un li­bro abier­to
10. Ty­ler
Se­guía ahí
11. Ali­ce
Nada bueno
12. Ty­ler
La Ali­ce que yo co­no­cía
13. Ali­ce
Ni cuen­to ni lá­gri­mas
14. Ty­ler
Ya no es­ta­ba
15. Ali­ce
La per­fec­ción era im­per­fec­ta
16. Ty­ler
So­bre­vi­vir al hu­ra­cán Ali­ce
17. Ali­ce
Va­cía de mí
18. Ty­ler
Las ma­nos lle­nas
19. Ali­ce
La es­pe­cia­li­dad de la casa
20. Ty­ler
Ve­nus y Vul­cano
21. Ali­ce
Sa­bi­du­ría po­pu­lar
22. Ty­ler
Las tres mu­je­res de mi vida
23. Ali­ce
Mu­jer in­fiel
24. Ty­ler
Zoom
25. Ali­ce
La pri­me­ra vez
26. Ty­ler
Di­jis­te que sí
27. Ali­ce
So­ñan­do des­pier­ta
28. Ty­ler
La mis­ma paz que ha­bía en mi alma
29. Ali­ce
Mil pe­da­zos
30. Ty­ler
Has­ta el úl­ti­mo la­ti­do
31.Ali­ce
Ca­var pro­fun­do
32. Ty­ler
Mi ima­gen fa­vo­ri­ta
33. Ali­ce
Don­de tú es­tés
34. Ty­ler
Lo veo en tus ojos
35. Ali­ce
Un brin­dis de be­sos
36. Ty­ler
Ha­bla con­mi­go
37. Ali­ce
Otra ver­sión de no­so­tros
38. Ty­ler
Una pa­la­bra no di­cha
39. Ali­ce
Como en los días de llu­via
40. Ty­ler
Me equi­vo­qué
41. Ali­ce
Lo que se de­cía y lo que no
42. Ty­ler
Cas­ti­llo de nai­pes
43. Ali­ce
Un mi­llón de ra­yos de sol
44. Ty­ler
La más mor­tal de las flo­res
45. Ali­ce
Bajo un pa­ra­guas ne­gro
46. Ty­ler
Ti­ri­tas má­gi­cas
47. Ali­ce
Como si fue­ra el úl­ti­mo día
48. Ty­ler
Ha­cer an­dar a las pie­dras
49. Ali­ce
Te guar­da­ré los si­len­cios
50. Ty­ler
No más días sin ti
Epí­lo­go de Ali­ce
Agra­de­ci­mien­tos

«Cual­quier for­ma de re­pro­duc­ción, dis­tri­bu­ción, co­mu­ni­ca­ción pú­bli­ca o trans­for­ma­ción de esta obra solo pue­de ser rea­li­za­da con la au­to­ri­za­ción de sus ti­tu­la­res, sal­vo ex­cep­ción pre­vis­ta por la ley. Di­rí­ja­se a CE­DRO (Cen­tro Es­pa­ñol de De­re­chos Re­pro­grá­fi­cos). Si ne­ce­si­ta fo­to­co­piar o es­ca­near al­gún frag­men­to de esta obra (www.con­li­cen­cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

_______________

Tí­tu­lo ori­gi­nal: So­bre las lu­ces de Chica­go

© 2020 Pa­tri­cia A. Mi­ller

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Di­se­ño de cu­bier­ta: Eva Ola­ya

Fo­to­gra­fía de cu­bier­ta: Shut­ters­tock

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1.ª edi­ción: mar­zo 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2020: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Prólogo de Tyler

Di­ciem­bre de 2007

Aque­lla risa fue la glo­ria y mi per­di­ción. Re­so­nó por el pa­si­llo a os­cu­ras mien­tras ti­ra­ba de mi mano, cada vez con más ne­ce­si­dad. Me apre­tó los de­dos para que no me echa­ra atrás, como si eso fue­ra a ser po­si­ble. Ali­ce no so­por­ta­ba el re­cha­zo y, en los úl­ti­mos días, yo le ha­bía ser­vi­do una ra­ción ex­tra. Le ha­bía dado un ul­ti­má­tum: te­nía que to­mar una de­ci­sión.

Era una chi­ca in­tré­pi­da, atre­vi­da, des­ca­ra­da y con las co­sas cla­ras. Cuan­do en al­gu­na oca­sión se de­ja­ba caer por el par­que de bom­be­ros, mis com­pa­ñe­ros solo veían en ella a una mo­co­sa mi­ma­da. Siem­pre con sus mi­ni­fal­das, siem­pre con sus cur­vas ten­ta­do­ras, siem­pre con la mi­ra­da bri­llan­te y los la­bios hú­me­dos.

Te­nía a su dis­po­si­ción la for­tu­na que ha­bía ama­sa­do su pa­dre en el ne­go­cio del trans­por­te de mer­can­cías. Y era la niña de sus ojos, la hija mi­ma­da de un ma­tri­mo­nio que de­ci­dió for­mar una fa­mi­lia de­ma­sia­do tar­de y que qui­zá no em­pleó su­fi­cien­te mano dura con ella. Ali­ce siem­pre con­se­guía lo que que­ría, cuan­do que­ría y como que­ría.

Mal­di­ta la hora en que puso sus ojos en mí.

Mal­di­ta la hora en que mi co­ra­zón se rin­dió a ella.

—Va­mos, ha­ble­mos en un lu­gar más tran­qui­lo —me apre­mió en un su­su­rro.

Mi cuer­po la ado­ra­ba. Su fra­gi­li­dad era solo una más­ca­ra y eso me em­pu­ja­ba a desear­la to­da­vía más. De­trás de la apa­rien­cia de jo­ven­ci­ta obe­dien­te se es­con­día una sal­va­je de pen­sa­mien­to lu­ju­rio­so. Su fe­mi­ni­dad es­ta­ba en ple­na efer­ves­cen­cia y sa­bía usar sus ar­mas. Era muy apa­sio­na­da y se en­tre­ga­ba al sexo, al pla­cer y al de­seo con suma vehe­men­cia.

Solo yo sé cuán­to la qui­se y cuán­to la odié por con­ver­tir­me en un hom­bre vul­ne­ra­ble.

Me besó al lle­gar a las puer­tas do­bles de ma­de­ra que ha­bía al fi­nal del co­rre­dor. No pue­do de­cir que me sor­pren­die­ra, su son­ri­sa de me­dio lado no au­gu­ra­ba una con­ver­sa­ción con­ven­cio­nal, pero sí la creí cuan­do me dijo que pre­ten­día acla­rar las co­sas, y me dejé lle­var. Ce­rró la puer­ta y se desató el apo­ca­lip­sis.

—Pen­sé que que­rías ha­blar —dije tras unos fre­né­ti­cos mi­nu­tos que de­di­ca­mos a de­vo­rar­nos mu­tua­men­te. To­da­vía que­da­ba algo de cor­du­ra en mi ce­re­bro.

—Lue­go.

Fue todo lo que re­ci­bí por res­pues­ta.

El dor­mi­to­rio es­ta­ba tan a os­cu­ras como el pa­si­llo, pero la ilu­mi­na­ción del ex­te­rior, que se co­la­ba en­tre las pe­sa­das cor­ti­nas, lo su­mía en una agra­da­ble pe­num­bra, la jus­ta para com­pro­bar que aque­lla ha­bi­ta­ción era más gran­de que mi pro­pio apar­ta­men­to.

—Aquí na­die nos mo­les­ta­rá. Es el dor­mi­to­rio de los pa­dres de Hugh, pero es­tán de via­je. Y… ¿sa­bes lo que me vol­ve­ría loca? —pre­gun­tó con su voz inocen­te al tiem­po que des­abro­cha­ba con len­ti­tud los bo­to­nes de mi ca­mi­sa—. Que me fo­lla­ras en esta cama. —Me pi­lló des­pre­ve­ni­do, así de idio­ta era yo, y con un leve em­pu­jón me hizo caer so­bre la col­cha de seda—. Te he echa­do de me­nos, Ty­ler, y algo me dice que tú a mí tam­bién.

Su mano aca­ri­ció la erec­ción que tan dig­na­men­te ha­bía so­por­ta­do du­ran­te la no­che a tra­vés de la tela de los pan­ta­lo­nes. Des­de el mis­mo ins­tan­te en que la vi en la fies­ta supe que ha­bía sido un error acep­tar su in­vi­ta­ción y mi cuer­po se en­car­gó de re­cor­dár­me­lo. Pero no me fui. Pese a en­con­trar­me en te­rreno enemi­go, pese a sa­ber que sal­dría mal­pa­ra­do, pese a todo… me que­dé.

Em­pe­cé a pa­sar­lo bien des­pués de la se­gun­da cer­ve­za, co­no­cía a va­rios in­vi­ta­dos y no me cos­tó in­te­grar­me. Se­guí sus mo­vi­mien­tos du­ran­te la ve­la­da y apa­gué mi sed de ella con más al­cohol. Creí que lo ha­bía lo­gra­do has­ta que salí del cuar­to de baño y la en­con­tré es­pe­rán­do­me en el pa­si­llo.

No sé bien en qué mo­men­to dejé de pen­sar con cohe­ren­cia. No sé si fue cuan­do se acer­có y me besó en la co­mi­su­ra de los la­bios o cuan­do su dedo re­co­rrió el con­torno de mi bra­zo. Tal vez fue cuan­do sus ojos pro­fun­dos bri­lla­ron por el de­seo o por el al­cohol, no lo sé, pero mi de­ci­sión de no vol­ver a to­car­la se hizo añi­cos cuan­do me tomó de la mano y me in­vi­tó a se­guir­la.

Ce­rré los ojos al sen­tir sus la­bios con­tra la piel des­nu­da de mi pe­cho, ins­pi­ré con fuer­za e in­ten­té re­cor­dar los mo­ti­vos por los que ha­bía de­ci­di­do huir de aque­lla re­la­ción.

Ali­ce era una ma­ni­pu­la­do­ra.

Ali­ce era una em­bus­te­ra.

Ali­ce era tó­xi­ca.

Ali­ce es­ta­ba com­pro­me­ti­da.

«O él o yo», le dije des­pués de sa­ber la ver­dad. Mi her­ma­na ha­bía anun­cia­do fe­liz­men­te que Ali­ce, su ma­ra­vi­llo­sa y me­jor ami­ga Ali­ce, se ha­bía pro­me­ti­do con un jo­ven de la alta so­cie­dad ca­li­for­nia­na y yo por poco me atra­gan­to en ple­na co­mi­da fa­mi­liar. Na­die sa­bía lo nues­tro y en ese mo­men­to en­ten­dí por qué. Lle­vá­ba­mos más de tres me­ses vién­do­nos y ni si­quie­ra sa­bía que ella tu­vie­ra no­vio.

Ob­ser­vé cómo su boca des­cen­día por mi ab­do­men y sus ma­nos se ha­cían car­go de mi cin­tu­rón. La me­le­na lisa que siem­pre lle­va­ba re­co­gi­da en una co­le­ta alta, aho­ra le caía en on­das des­cui­da­das so­bre los hom­bros; el im­pul­so de en­re­dar mis de­dos en ella y so­me­ter­la a mi vo­lun­tad me ace­le­ró la res­pi­ra­ción. Apre­té los pu­ños a los cos­ta­dos, in­mó­vil, y per­ci­bí con cla­ri­dad el mo­men­to en que mi de­ter­mi­na­ción sal­ta­ba por los ai­res. Cuan­do Ali­ce cayó de ro­di­llas en­tre mis pier­nas y se hizo car­go de mi erec­ción no pude so­por­tar­lo más.

Soy hu­mano y, como di­ría mi ma­dre: «Un hu­mano muy ton­to».

Fue el me­jor sexo de mi vida. Su­cio y sal­va­je pri­me­ro. Sua­ve y de­li­ca­do des­pués. Len­to, las­ci­vo. En al­gu­nas oca­sio­nes, in­des­crip­ti­ble; en otras, per­fec­ta­men­te de­fi­ni­do. Ju­ga­mos con nues­tros cuer­pos y nos di­mos el ca­pri­cho de aguan­tar. La aca­ri­cié como si fue­ra mía, le brin­dé el mis­mo pla­cer que ella me ha­bía dado a mí, la em­bria­gué de de­seo para que no ol­vi­da­ra nun­ca quién la ha­cía en­trar en com­bus­tión y la lle­vé del cie­lo al in­fierno con cada pul­ga­da de piel que hun­dí en ella. Era mi Ali­ce, la chi­ca que rom­pió to­das mis de­fen­sas y le­van­tó las mu­ra­llas de nues­tro mun­do jun­tos. Y yo era su Ty­ler y le iba a pe­dir que se ca­sa­ra con­mi­go.

Me ha­bía enamo­ra­do de ella.

—¿Qué pa­sa­rá con tu com­pro­mi­so? ¿Cuán­do ha­bla­rás con Hugh? —qui­se sa­ber des­pués de que nues­tras res­pi­ra­cio­nes se acom­pa­sa­ran con cal­ma.

Di por he­cho que me ha­bía ele­gi­do a mí, que ha­cer el amor de nue­vo era su res­pues­ta al ul­ti­má­tum, y aque­lla no­che, sin más de­mo­ra, le ofre­ce­ría mi vida en­te­ra.

Ilu­so.

—¿Qué quie­res de­cir? —pre­gun­tó Ali­ce mien­tras re­pa­sa­ba con un dedo mis ab­do­mi­na­les.

—Ya sa­bes lo que quie­ro de­cir —pro­tes­té, in­có­mo­do—. Ten­drás que ex­pli­car­le lo nues­tro, anu­lar el com­pro­mi­so…

—¿Por qué ten­dría que ha­cer eso? —Se apar­tó de mí como si la hu­bie­ra agre­di­do y pa­seó su des­nu­dez has­ta el cuar­to de baño de la ha­bi­ta­ción—. Voy a du­char­me. ¿Vie­nes?

Juro por Dios que tuve ga­nas de es­tran­gu­lar­la, pero su gui­ño man­tu­vo en­cen­di­das mis es­pe­ran­zas y mi de­seo. No iba a re­nun­ciar a ella. Ali­ce me que­ría. No lo ha­bía con­fe­sa­do, pero yo lo sa­bía, si no no se­ría ca­paz de en­tre­gar­se a mí de aque­lla ma­ne­ra.

¡Ton­to!

La hice mía en la du­cha con brus­que­dad, con ira con­te­ni­da, y cuan­to más fuer­te so­na­ban sus ge­mi­dos, más cie­go me vol­vía yo. Aque­llo no era amor; era lo­cu­ra, de­ses­pe­ra­ción, an­sie­dad y ne­ce­si­dad. Era lo que ella que­ría. Para amar ya te­nía a otro, pero eso yo no lo en­ten­dí has­ta mu­cho des­pués.

—Dime que me quie­res, Ali­ce. ¡Dilo! —le ro­gué en­tre ja­deos y fe­ro­ces em­bes­ti­das—. Dime que te ca­sa­rás con­mi­go.

Me besó con la boca abier­ta y un ham­bre in­con­tro­la­ble. Noté el sa­bor de su de­ses­pe­ra­ción y lo con­fun­dí con amor. Dijo «sí», lo oí, dijo sí mien­tras se co­rría, dijo sí mien­tras lo ha­cía yo. Dijo sí todo el tiem­po. Aque­lla no­che fui el hom­bre más fe­liz del mun­do, el más afor­tu­na­do… y el más idio­ta.

In­clu­so des­pués de ver­la be­sar a un Hugh An­der­son muy bo­rra­cho y ser tes­ti­go de cómo se mar­cha­ba con él por el mis­mo pa­si­llo que ha­bía­mos re­co­rri­do no­so­tros, se­guí cre­yen­do en mi bue­na suer­te. Ha­bía di­cho que sí.

Era la mu­jer de mi vida.

Era la fu­tu­ra ma­dre de mis hi­jos.

Era el sue­ño de cual­quier hom­bre.

Y era mía.

Ali­ce se mar­chó a Los Án­ge­les una se­ma­na más tar­de. Su pro­me­ti­do se pre­sen­ta­ba a se­na­dor por el es­ta­do de Ca­li­for­nia; era un jo­ven re­pu­bli­cano con un fu­tu­ro po­lí­ti­co muy pro­me­te­dor, o eso leí en la pren­sa, y ella ha­bía sido edu­ca­da para ir del bra­zo de un hom­bre así, como en una jo­di­da no­ve­la vic­to­ria­na.

Lo eli­gió a él y eso me des­tro­zó a mí.

La lla­mé de ma­ne­ra ob­se­si­va, la bus­qué como un sa­bue­so, fui tras ella para obli­gar­la a con­fe­sar la ver­dad: que solo yo po­día ha­cer­la fe­liz, que me ama­ba a mí. Pero no pude lle­gar a Ali­ce, me anu­ló, me sacó de su vida sin con­tem­pla­cio­nes. No iba a vol­ver. Se ha­bía aca­ba­do.

El do­lor dejó paso al va­cío y el va­cío a la frial­dad. ¿Y qué si me ha­bía roto el co­ra­zón? No me ha­cía fal­ta para nada.

No me ha­cía fal­ta para so­bre­vi­vir.

1. Alice

Ese personaje cruel

Enero de 2018. Diez años des­pués…

La co­pia del tes­ta­men­to de papá me pe­sa­ba en la mano como una to­ne­la­da de pa­pe­les lle­nos de le­tras sin sen­ti­do. Su­je­té el do­cu­men­to con tan­ta fuer­za que, sin dar­me cuen­ta, atra­ve­sé uno de los fo­lios con las uñas, jus­to en el lu­gar don­de po­nía mi nom­bre: Ali­ce Jane Lynch.

—Gra­cias por ha­ber­se des­pla­za­do has­ta Sa­cra­men­to para la lec­tu­ra del tes­ta­men­to, se­ñor San­ders. Aho­ra si me dis­cul­pa… —Que­ría que sa­lie­ra del des­pa­cho y se lar­ga­ra de mi casa cuan­to an­tes.

Me pre­sio­né el puen­te de la na­riz y ce­rré los ojos. Es­ta­ba ago­ta­da.

—En­tien­do su con­go­ja, se­ño­ra An­der­son, pero debe to­mar una de­ci­sión. Esto no es algo que pue­da pos­ter­gar.

La cen­su­ra en el tono de voz de Rob San­ders me abo­fe­teó y a pun­to es­tu­ve de echar­lo de mi casa sin nin­gún mi­ra­mien­to. ¿Quién se ha­bía creí­do que era? ¿Quién era él para de­cir­me qué de­bía o qué no de­bía ha­cer? Solo era el abo­ga­do de la com­pa­ñía des­de ha­cía poco más de dos años, más o me­nos des­de que su pa­dre fa­lle­ció. El vie­jo San­ders era un ca­brón malna­ci­do, con muy ma­las pul­gas y una repu­tación bas­tan­te du­do­sa, pero ha­cía buen equi­po con papá.

—Hace dos días que en­te­rré a mi pa­dre. Me cues­ta to­mar de­ci­sio­nes aho­ra mis­mo. Sabe de so­bra que no es­toy al tan­to de los por­me­no­res del ne­go­cio. Ne­ce­si­to un poco de tiem­po para es­tu­diar el con­te­ni­do de es­tos do­cu­men­tos y po­ner­me al día. —No creí que hi­cie­ra fal­ta ex­pli­car lo evi­den­te, pero, al pa­re­cer, a Rob San­ders le cos­ta­ba em­pa­ti­zar con mi si­tua­ción—. Es­toy se­gu­ra de que no será di­fí­cil man­te­ner la em­pre­sa en stand by un tiem­po has­ta que de­ci­da qué ha­cer. Mien­tras tan­to, si hay algo que pre­ci­se de una aten­ción ur­gen­te, pue­de us­ted ha­blar con el se­ñor Rus­sell.

Theo­dor Rus­sell, el pri­mo Teddy, era quien ten­dría que ha­ber he­re­da­do KME World­Wi­de Inc., no yo. Era la mano de­re­cha de papá, el di­rec­tor ge­ren­te, la per­so­na que más sa­bía del ne­go­cio del trans­por­te de mer­can­cías en Chica­go des­pués de Jef­fer­son Lynch. Jun­to a Bret McAllys­ter y el pa­dre de San­ders, for­ma­ban un nú­cleo irrom­pi­ble. En­ton­ces ¿qué lo­cu­ra ha­bía lle­va­do a mi pa­dre a de­jar­me como úni­ca he­re­de­ra de to­dos sus bie­nes y pro­pie­da­des?

—¿Man­te­ner la em­pre­sa en stand by? En­tien­do. —Noté cier­ta hi­la­ri­dad en su reac­ción, pero su ros­tro con­ti­nua­ba se­rio—. Doy por he­cho que no tie­ne in­ten­ción de tras­la­dar­se a Chica­go, ¿ver­dad?

—No in­me­dia­ta­men­te. Ten­go asun­tos que re­sol­ver.

—Es ló­gi­co —dijo con con­des­cen­den­cia—. Us­ted tie­ne su vida aquí. No creo que el se­na­dor An­der­son esté en dis­po­si­ción de aban­do­nar su car­go para res­pon­sa­bi­li­zar­se de KME.

—¿Y por qué iba mi ma­ri­do a ha­cer una cosa así con algo que es mío por he­ren­cia? —Puse en él toda mi aten­ción—. ¿Cree que no soy ca­paz de ges­tio­nar el ne­go­cio yo sola?

Le­van­tó una ceja con una in­so­len­cia que me re­vol­vió las tri­pas.

—Lo que creo, se­ño­ra An­der­son, con to­dos mis res­pe­tos, es que aho­ra mis­mo no es us­ted cons­cien­te de la si­tua­ción que atra­vie­sa la com­pa­ñía.

—Solo le he pe­di­do un poco de tiem­po. Creo que es com­pren­si­ble.

—KME no tie­ne ese tiem­po. Ne­ce­si­ta que al­guien tome las rien­das de in­me­dia­to. Si acep­ta mi con­se­jo, lo más ade­cua­do para la com­pa­ñía es que al­guien de den­tro se en­car­gue de…

—No voy a ce­der­le a na­die el con­trol de la em­pre­sa —anun­cié, ta­jan­te—. Mi pa­dre me la dejó a mí por algo y pien­so ocu­par­me de esto per­so­nal­men­te.

—En­ton­ces hay co­sas que de­be­ría sa­ber ya mis­mo, no den­tro de un tiem­po.

Sus­pi­ré. San­ders era un ti­bu­rón que no res­pe­ta­ba nada.

—Ade­lan­te, ilús­tre­me.

Le pal­pi­tó un múscu­lo en la man­dí­bu­la y sen­tí su des­pre­cio como un agui­jón. La ima­gen que ese hom­bre te­nía de mí y de mis ca­pa­ci­da­des es­ta­ba ma­ni­pu­la­da por los es­te­reo­ti­pos y las ha­bla­du­rías. Era una mu­jer bo­ni­ta, de trein­ta y cua­tro años, con un ma­ri­do se­na­dor de los Es­ta­dos Uni­dos. Vi­vía en una man­sión en Ar­den Oaks, el me­jor ba­rrio de Sa­cra­men­to, y no te­nía que preo­cu­par­me por lle­gar a fi­nal de mes. La gen­te como Rob San­ders pen­sa­ba que mis afi­cio­nes eran las tí­pi­cas de una niña rica: pe­lu­que­ría, ma­ni­cu­ra, com­pras y, de vez en cuan­do, una obra de ca­ri­dad para que­dar bien ante la pren­sa. ¡Jo­di­dos pre­jui­cios! ¿Qué sa­bría él de mi vida?

Sacó un pu­ña­do de in­for­mes de su ma­le­tín y los dejó de­lan­te de mí sin nin­gu­na ex­pli­ca­ción. Su ex­pre­sión era tan som­bría que no me atre­ví a mi­rar de qué se tra­ta­ba. Es­ta­ba se­gu­ra de que me lo iba a ex­pli­car en cuan­to de­ja­ra de apre­tar los dien­tes.

—La em­pre­sa tie­ne deu­das, mu­chas deu­das, se­ño­ra An­der­son, y, por su for­ma de mi­rar­me, de­duz­co que na­die se lo ha­bía con­ta­do.

—¿Deu­das? —pre­gun­té, in­cré­du­la. Eso sí que no me lo es­pe­ra­ba—. ¿De qué de­mo­nios está ha­blan­do?

—Por si no está fa­mi­lia­ri­za­da con la pa­la­bra, las deu­das son esos com­pro­mi­sos de pago obli­ga­to­rio que se con­traen con otra en­ti­dad, ya sea el ban­co, tra­ba­ja­do­res u otras em­pre­sas.

—¿Me toma us­ted por idio­ta? —Era evi­den­te que sí. Si no hu­bie­ra es­ta­do tan al­te­ra­da le hu­bie­ra es­tam­pa­do mi post­gra­do en Eco­no­mía en toda la cara—. No es po­si­ble que KME ten­ga deu­das. Mi pa­dre era un ex­ce­len­te ges­tor.

Se en­co­gió de hom­bros y se­ña­ló el mon­tón de pa­pe­les que ha­bía sa­ca­do. Solo tuve que echar un rá­pi­do vis­ta­zo al pri­mer in­for­me para sen­tir que el mun­do se des­plo­ma­ba so­bre mi ca­be­za.

—Esto… esto es im­po­si­ble —me dije de ma­ne­ra casi inau­di­ble. Re­pa­sé con el dedo las ci­fras de la co­lum­na fi­nal, co­te­jé al­gu­nos da­tos con la in­for­ma­ción es­pe­ci­fi­ca­da en los anexos y noté como, poco a poco, los la­ti­dos de mi co­ra­zón se ha­cían en­sor­de­ce­do­res. Me qui­té las ga­fas y me apre­té el puen­te de la na­riz una vez más. Era una pe­sa­di­lla—. ¿Cómo… cómo lle­gó a esto? Yo no sa­bía nada, no pue­do ha­cer fren­te a… Yo… Esto no pue­de ser, mi ma­ri­do es­ta­ría in­for­ma­do. Él…

—Su ma­ri­do está al tan­to, se­ño­ra An­der­son. De­be­ría pre­gun­tar­le. Qui­zá pue­da ex­pli­car­le por qué no re­ci­bió apo­yo de su pa­dre en la úl­ti­ma cam­pa­ña elec­to­ral.

¡Mal­di­to Hugh! Su ima­gen y su ca­rre­ra po­lí­ti­ca eran lo úni­co que le im­por­ta­ba. Era cier­to que lo nues­tro nun­ca fue una re­la­ción con­ven­cio­nal. Yo vi en Hugh el me­dio para con­ver­tir­me en una mu­jer re­le­van­te, una gran dama de la so­cie­dad, y él me con­si­de­ró siem­pre una puer­ta di­rec­ta a la for­tu­na de los Lynch, ade­más del ac­ce­so­rio que cual­quier hom­bre desea­ría lle­var col­ga­do del bra­zo. Nun­ca qui­se una gran his­to­ria de amor, pero sí deseé la vida que él me pro­me­tía: fies­tas ex­clu­si­vas, brunchs en el club de cam­po, los me­jo­res res­tau­ran­tes, pa­seos en yate, va­ca­cio­nes en Du­bai… El amor lle­ga­ría, o eso pen­sé. Pero no lo hizo y no me im­por­tó. Am­bos te­nía­mos lo que que­ría­mos y todo iría bien mien­tras la pren­sa vie­ra en no­so­tros a la pa­re­ja per­fec­ta.

Pero las co­sas se com­pli­ca­ron. Yo cam­bié; él cam­bió.

Nin­guno de los dos es­ta­ba sa­tis­fe­cho con la men­ti­ra que vi­vía­mos y eso nos em­pu­jó a co­me­ter erro­res y a dar rien­da suel­ta a toda nues­tra frus­tra­ción. Sí, lo con­fie­so, le fui in­fiel, bus­qué en las ca­mas de otros el ca­lor que mi ma­ri­do no es­ta­ba dis­pues­to a dar­me, tal cual hizo él, y, le­jos de con­si­de­rar nues­tros com­por­ta­mien­tos una ofen­sa, de­ci­di­mos lle­gar a un acuer­do que nos be­ne­fi­cia­ra a am­bos.

Aun­que pu­die­ra pa­re­cer una lo­cu­ra, nues­tros erro­res nos unie­ron más. Nos con­ver­ti­mos en ami­gos, en la cla­se de ami­gos que se co­no­cen a fon­do y se guar­dan se­cre­tos in­con­fe­sa­bles.

Ha­cía años que vi­vía­mos jun­tos sin es­tar re­vuel­tos, pero no ha­bía­mos ha­bla­do de di­vor­cio más que en un par de oca­sio­nes, en las que ha­bía­mos lle­ga­do a la con­clu­sión de que era me­jor es­pe­rar. A Hugh no le in­tere­sa­ba un es­cán­da­lo así y a mí me daba igual. A fin de cuen­tas, todo lo que te­nía lo ha­bía con­se­gui­do gra­cias a él. Salí hu­yen­do del pa­ra­guas de papá para me­ter­me en el de un ma­tri­mo­nio de mi con­ve­nien­cia. Yo no que­ría ha­cer­me car­go de KME en­ton­ces, es­tu­dié para man­te­ner con­ten­to a mi pa­dre, para que su car­te­ra per­ma­ne­cie­ra abier­ta. Él pre­ten­día que con­ti­nua­ra con su le­ga­do y yo solo desea­ba te­ner la vida de lujo con la que siem­pre ha­bía so­ña­do. Y la con­se­guí, pero la con­fian­za del hom­bre al que más que­ría se que­dó por el ca­mino. Papá nun­ca vol­vió a ver­me como a su dig­na su­ce­so­ra, me dio por per­di­da y se afe­rró a Hugh. Ha­bía de­po­si­ta­do en él toda su con­fian­za para que ges­tio­na­se el sal­to de KME al mer­ca­do in­ter­na­cio­nal y el tra­ba­jo se iría a la mier­da si nues­tra re­la­ción aca­ba­ba.

Tal vez pen­só que su yerno tra­ta­ría con más es­ti­ma aque­llo a lo que yo ha­bía re­nun­cia­do.

Sí, fui una idio­ta. Y aho­ra es­ta­ba ca­brea­da y de­cep­cio­na­da, pero, por en­ci­ma de todo, es­ta­ba muy tris­te.

Res­pi­ré hon­do, vol­ví a po­ner­me las ga­fas y en­de­re­cé la es­pal­da.

—Po­dría de­cla­rar sus­pen­sión de pa­gos y ce­rrar KME, algo que me aho­rra­ría mu­chos do­lo­res de ca­be­za.

—Sin duda, aun­que ten­dría us­ted que en­fren­tar­se a las de­man­das de más de un cen­te­nar de tra­ba­ja­do­res.

—Cier­to.

—Le diré lo que po­de­mos ha­cer. —San­ders se puso en pie y tiró de los pu­ños de la ca­mi­sa bajo la cha­que­ta para re­cu­pe­rar el por­te dis­tin­gui­do—. Deje que yo me ocu­pe de la em­pre­sa jun­to al se­ñor Rus­sell y el se­ñor McAllys­ter mien­tras us­ted jue­ga al golf o acu­de a al­gu­na gala be­né­fi­ca. Su nom­bre será el que fi­gu­re como di­rec­to­ra de la com­pa­ñía. Le ha­re­mos lle­gar cual­quier do­cu­men­to que ne­ce­si­te su fir­ma y lis­to.

—Gra­cias, se­ñor San­ders. Tan­ta con­si­de­ra­ción me abru­ma.

Yo tam­bién me puse en pie y re­co­gí la mesa has­ta que to­dos los in­for­mes es­tu­vie­ron en un mis­mo mon­tón. Es­ta­ba a pun­to de dar un paso de­ci­si­vo, uno tan im­por­tan­te que sa­cu­di­ría la tie­rra a mis pies. Pue­de que, en se­cre­to, hu­bie­ra es­ta­do es­pe­ran­do una se­ñal así, algo que me hi­cie­ra reac­cio­nar y me obli­ga­ra a aban­do­nar la vida va­cía y su­per­fi­cial que ha­bía lle­va­do has­ta en­ton­ces. Ten­dría que po­ner­me al día con mu­chos asun­tos, des­em­pol­var mis co­no­ci­mien­tos em­pre­sa­ria­les, pe­lear con­tra hom­bres en un mun­do de hom­bres, pero lo ha­ría. Así lo ha­bía de­ja­do es­cri­to mi pa­dre por al­gún mo­ti­vo y no iba a vol­ver a de­frau­dar­lo.

—Aho­ra le diré lo que va­mos a ha­cer, se­ñor San­ders: le con­ce­do has­ta fi­na­les de mar­zo para in­ten­tar ave­ri­guar qué de­mo­nios ha pa­sa­do con las cuen­tas de la com­pa­ñía. En­car­gue un es­tu­dio fi­nan­cie­ro ex­haus­ti­vo, con­tra­te una au­di­to­ría o há­ga­lo us­ted si está ca­pa­ci­ta­do para ello, pero cuan­do lle­gue a Chica­go quie­ro co­no­cer a fon­do dón­de es­tán los agu­je­ros que han de­ja­do a la em­pre­sa en esta si­tua­ción. Ne­ce­si­to un par de me­ses para po­ner en or­den mis asun­tos aquí an­tes de tras­la­dar­me y ese es el tiem­po que va a te­ner us­ted. Ha­bla­ré per­so­nal­men­te con Bret McAllys­ter y con el pri­mo Teddy. Mi in­ten­ción es que si­gan es­tan­do a la ca­be­za de KME por­que mi pa­dre así lo que­rría. Y us­ted qui­zá desee se­guir man­te­nien­do su pues­to. Si es así, es­ta­ré en­can­ta­da de te­ner­le a bor­do. Si no, es li­bre de mar­char­se.

—No está ca­pa­ci­ta­da para ha­cer­se car­go de KME, no tie­ne ni idea de cómo fun­cio­na el ne­go­cio.

—Apren­de­ré —ase­gu­ré con fir­me­za—. Sé ha­cer mu­cho más que ju­gar al golf y asis­tir a ga­las be­né­fi­cas, se lo ase­gu­ro. Esa em­pre­sa era la vida de mi pa­dre y voy a ha­cer­me car­go, le gus­te a us­ted o no. Y aho­ra, le rue­go que me dis­cul­pe, pero ten­go un mi­llón de co­sas que ha­cer.

En cuan­to oí el so­ni­do de la puer­ta me des­plo­mé con­tra la bu­ta­ca y co­men­cé a tem­blar. El des­pa­cho pa­re­ció tra­gar­se todo el oxí­geno y por mu­chas bo­ca­na­das de aire que to­ma­ra nin­gu­na me lle­ga­ba a los pul­mo­nes. Los ojos se me lle­na­ron de lá­gri­mas, la san­gre me ru­gió en los oí­dos y la gar­gan­ta se me ce­rró an­tes de sol­tar el pri­mer so­llo­zo.

No me ha­bía per­mi­ti­do llo­rar des­de la no­che en que me die­ron la trá­gi­ca no­ti­cia: un in­far­to ful­mi­nan­te ha­bía aca­ba­do con la vida de mi pa­dre. Ha­bía­mos ha­bla­do unos días an­tes y la con­ver­sa­ción no ha­bía aca­ba­do bien. Me en­fa­dé con él por in­sis­tir una vez más en que arre­gla­ra mis di­fe­ren­cias con Hugh. ¡Ni si­quie­ra qui­so sa­ber los mo­ti­vos por los que me ha­bía se­pa­ra­do! A él solo pa­re­cía im­por­tar­le la ex­pan­sión de KME. Le dije co­sas ho­rri­bles, le eché en cara que no hu­bie­ra pe­lea­do por mí cuan­do de­bió ha­cer­lo. Me dejó sa­lir­me con la mía de­ma­sia­do pron­to e igual de pron­to en­ten­dí que mi ma­tri­mo­nio ha­bía ser­vi­do a las mil ma­ra­vi­llas a sus pro­pó­si­tos. Para él solo fui una transac­ción más, la mo­ne­da de pago para sal­var su ne­go­cio, un ne­go­cio que se iría a la mier­da si yo de­ci­día aban­do­nar a Hugh.

Un miem­bro de se­gu­ri­dad lo en­con­tró des­ma­ya­do en el sue­lo de su des­pa­cho y, cuan­do lle­gó la am­bu­lan­cia, ya era tar­de. Fue el pri­mo Teddy quien me lla­mó y quien se hizo car­go de la si­tua­ción, aun­que mi pa­dre siem­pre tuvo cla­ras sus úl­ti­mas vo­lun­ta­des y ni si­quie­ra tuve que des­pla­zar­me a Chica­go. Lo ha­bía dis­pues­to todo de an­te­mano para que sus res­tos des­can­sa­ran jun­to a los de mamá, en el aco­ge­dor ce­men­te­rio de Lo­ve­land, en el con­da­do de La­ri­mer, Co­lo­ra­do. Allí na­cie­ron, cre­cie­ron y se enamo­ra­ron. Allí vi­vie­ron sus pri­me­ros años de ma­tri­mo­nio has­ta que de­ci­die­ron dar el sal­to a una gran ciu­dad. Te­nían tan­tos re­cuer­dos de aquel lu­gar que, a ve­ces, cuan­do ha­bla­ban de tiem­pos pa­sa­dos, me daba la sen­sa­ción de ha­ber vi­vi­do aque­lla épo­ca en pri­me­ra per­so­na y no a tra­vés de sus mi­les de his­to­rias.

No vol­ve­ría a es­cu­char­los. Me ha­bía que­da­do sola.

El mó­vil vi­bró so­bre la mesa y, en­tre lá­gri­mas, dis­tin­guí el nom­bre de Hugh. No po­día ha­blar en ese mo­men­to, es­ta­ba ca­brea­da con él, con mi pa­dre, con la vida, pero, so­bre todo, con­mi­go mis­ma.

Apo­yé la fren­te en la mesa, de­rro­ta­da. Ya daba igual lo que Hugh hi­cie­ra, lo im­por­tan­te era lo que iba a ha­cer yo. En­fren­tar­me a una em­pre­sa en ban­ca­rro­ta no en­tra­ba en mis pla­nes. ¿Qué sa­bía yo de di­ri­gir un ne­go­cio como aquel? Pero, por al­gu­na ra­zón que no com­pren­día, mi pa­dre ha­bía cam­bia­do el tes­ta­men­to y el pri­mo Teddy se ha­bía que­da­do fue­ra del le­ga­do fa­mi­liar. Aún no ha­bía en­ca­ja­do lo que eso iba a su­po­ner, pero lo des­cu­bri­ría pron­to.

Iba a vol­ver a Chica­go.

Con poco más de trein­ta años me ha­bía con­ver­ti­do en una de esas se­ño­ras con ves­ti­dos de pun­to y co­lla­res de per­las, de las que ha­cen tar­tas de fru­tas para ac­tos be­né­fi­cos y lu­cen blan­cas son­ri­sas mien­tras sus ma­ri­dos las ma­ne­jan como a mu­ñe­cas de ex­po­si­ción. Sal­vo que yo ja­más pre­pa­ra­ba tar­tas, mis per­las no eran au­tén­ti­cas y mi son­ri­sa se ha­bía es­fu­ma­do ha­cía tiem­po.

Tan solo era un frau­de, una men­ti­ro­sa que lan­za­ba bien le­jos los za­pa­tos de ta­cón en cuan­to tras­pa­sa­ba la puer­ta de casa, una casa in­de­pen­dien­te de la de mi ma­ri­do, un ma­ri­do tan men­ti­ro­so como su es­po­sa. Si hace diez años me hu­bie­ran di­cho que pre­fe­ri­ría unos va­que­ros y una su­da­de­ra an­tes que un ves­ti­do de di­se­ño ex­clu­si­vo, me hu­bie­ra reí­do a car­ca­ja­das. Era in­creí­ble cómo ha­bía cam­bia­do mi vida y cómo ha­bía cam­bia­do yo.

Me re­fu­gié en la ca­li­dez de mi dor­mi­to­rio y me tum­bé so­bre la cama. Si de mí de­pen­die­ra, no sal­dría de allí ni en un mi­llón de años. Enero no me ha­bía traí­do nada bueno y el pro­nós­ti­co para los pró­xi­mos me­ses se pre­sen­ta­ba tan desa­pa­ci­ble como el ven­da­val que ha­cía gol­pear las ra­mas con­tra la ven­ta­na. Cómo odia­ba los días de llu­via. Ja­más me ha­bían traí­do nada bueno.

Oja­lá todo fue­ra un mal sue­ño.

Alar­gué la mano para apa­gar la luz y mis de­dos tro­pe­za­ron con el so­bre sa­ti­na­do que ha­bía de­ja­do allí por la ma­ña­na. El des­tino, ese per­so­na­je cruel que se in­ter­po­nía en mi vida cuan­do me­nos lo ne­ce­si­ta­ba, se ha­bía em­pe­ña­do en en­viar­me las se­ña­les que guia­rían mis pa­sos a par­tir de aho­ra. Mi ami­ga Me­gan iba a ca­sar­se en Chica­go. El hom­bre de su vida apa­re­ció en el peor mo­men­to y su his­to­ria de amor no fue fá­cil, pero lo ha­bían su­pe­ra­do y es­ta­ban dis­pues­tos a po­ner un bro­che de oro a su re­la­ción. Me sen­tía muy fe­liz por ella, pero, en el fon­do, tam­bién no­ta­ba ese pe­lliz­co de en­vi­dia que me re­cor­da­ba que yo ja­más ha­bía te­ni­do algo así, que no sa­bía lo que era es­tar enamo­ra­da, que nun­ca le ha­bía dado im­por­tan­cia al amor y aho­ra qui­zá fue­ra tar­de para en­con­trar­lo. Ha­bía pres­cin­di­do de las co­sas sen­ci­llas, de los pa­seos al atar­de­cer, de las ma­nos en­tre­la­za­das o de la com­pli­ci­dad de un beso.

Tomé nota men­tal de lla­mar a Me­gan en los pró­xi­mos días, cuan­do me en­con­tra­ra me­nos con­mo­cio­na­da y tu­vie­ra cla­ro qué de­cir­le. No es­ta­ba de hu­mor para una boda, pero era la úni­ca ami­ga de ver­dad que con­ser­va­ba, una que no se mo­vía por in­tere­ses y a la que no le im­por­ta­ba el nú­me­ro de ce­ros de mi cuen­ta co­rrien­te.

Nos co­no­ci­mos en una tien­da de len­ce­ría cuan­do in­ten­ta­ba com­prar­se algo para sor­pren­der al hom­bre con el que ha­bía em­pe­za­do a ver­se. Te­nía un gus­to pé­si­mo y la de­pen­dien­ta no la tra­tó de­ma­sia­do bien. Por pri­me­ra vez en mi vida, vi más allá del as­pec­to de una per­so­na, pasé por alto sus ma­ne­ras mas­cu­li­nas y ese mas­car chi­cle que me po­nía tan ner­vio­sa. No me acer­qué a ella con la in­ten­ción de en­ta­blar una amis­tad, fue más una obra de ca­ri­dad, pero su­ce­dió, nos caí­mos bien, la in­vi­té a al­gu­nas fies­tas y ella me lle­vó a ba­res de mala muer­te don­de yo des­en­to­na­ba. Éra­mos como el agua y el acei­te, y tal vez por eso con­ge­nia­mos. Su di­mi­nu­to apar­ta­men­to se con­vir­tió en mi lu­gar fa­vo­ri­to por­que allí, en me­dio del caos de Me­gan, po­día ser yo mis­ma. No ha­blá­ba­mos de moda ni de qué co­lor de pin­tau­ñas iría a con­jun­to con el bol­so, no im­por­ta­ba cuán­tas gra­sas sa­tu­ra­das tu­vie­ra una ham­bur­gue­sa com­ple­ta o el nú­me­ro de ga­lle­tas de man­te­qui­lla que era ca­paz de co­mer­me. Ha­blá­ba­mos de pro­ble­mas, de sen­ti­mien­tos, de nues­tras fa­mi­lias y de cómo veía­mos el fu­tu­ro. Ha­blá­ba­mos de co­sas de las que no po­día ha­blar con mi círcu­lo de amis­ta­des y, du­ran­te algo más de un año, for­ja­mos un lazo que se man­tu­vo ata­do in­clu­so des­pués de que me mar­cha­ra a Los Án­ge­les.

No nos ha­bía­mos vuel­to a ver más que en un par de oca­sio­nes se­ña­la­das, pero nos bas­ta­ba con una sen­ci­lla lla­ma­da de te­lé­fono para re­cu­pe­rar el tiem­po per­di­do; unos mi­nu­tos de char­la eran su­fi­cien­tes para sa­ber que po­día­mos con­tar la una con la otra, pese a la dis­tan­cia que nos se­pa­ra­ba.

Ya con la luz apa­ga­da y arre­bu­ja­da en­tre las man­tas, co­men­cé una lis­ta men­tal de las co­sas a las que de­bía dar prio­ri­dad: el di­vor­cio se­ría la pri­me­ra. Po­ner­me al día con los pro­ble­mas de la em­pre­sa me cos­ta­ría un poco más, pero de­bía con­fiar en mí mis­ma y en mi ca­pa­ci­dad para afron­tar nue­vos re­tos.

—Ten­dré que ven­der esta casa —su­su­rré con la­bios tem­blo­ro­sos y un nue­vo do­lor en el co­ra­zón.

Iba a año­rar es­tar en Kin­kaid Way, le­jos del bu­lli­cio de la ciu­dad. Era el lu­gar en el que me re­fu­gia­ba de todo, aun­que la ma­yor par­te del tiem­po me vie­ra obli­ga­da a vi­vir en la casa de Ar­den Oaks, nues­tra re­si­den­cia ofi­cial. Pero, por mu­cha pena que me die­ra des­ha­cer­me de la pro­pie­dad, iba a ne­ce­si­tar cual­quier in­gre­so ex­tra para ha­cer fren­te a la si­tua­ción de KME. Tam­bién ten­dría que ha­cer algo con la re­si­den­cia de mis pa­dres en Chica­go, tal vez con­tra­tar un agen­te in­mo­bi­lia­rio para que se hi­cie­ra car­go de ven­der­la, como ha­bía su­ge­ri­do San­ders en al­gún mo­men­to de nues­tra con­ver­sa­ción. Siem­pre po­dría al­qui­lar algo un poco más pe­que­ño. Al fin y al cabo, es­ta­ba sola…

Sola y muy per­di­da.

2. Tyler

El puto chófer de Miss Daisy

—¿Des­pe­di­da de sol­te­ro? ¿Club de strip­tea­se? —pre­gun­tó Nick a pun­to de atra­gan­tar­se con la cer­ve­za. Aus­tin lo miró con su son­ri­sa de me­dio lado y yo puse los ojos en blan­co—. ¡Ni ha­blar!

—Pién­sa­lo, Sla­ter, será la úl­ti­ma vez que pue­das es­tar ro­dea­do de tías li­ge­ras de ropa sin que mi her­ma­na te cor­te los hue­vos —ar­gu­men­tó Aus­tin mien­tras daba cuen­ta del se­gun­do taco me­xi­cano, es­pe­cia­li­dad del res­tau­ran­te que ha­bía fren­te a mi edi­fi­cio de apar­ta­men­tos—. ¿Tú qué di­ces, Ty­ler?

—MC le cor­ta­rá los hue­vos igual y lue­go irá a por ti —res­pon­dí con poco en­tu­sias­mo—. No le tem­bla­rá el pul­so por­que seas su her­mano fa­vo­ri­to.

—¡No se en­te­ra­rá, eso es lo me­jor! Será como cual­quier otro vier­nes de béis­bol solo que no ire­mos a co­rear a los Sox pre­ci­sa­men­te. Co­noz­co un club muy se­lec­to, con unas mu­je­res que te de­jan con ga­nas de vi­vir mil vi­das…

Nick vol­vió a ne­gar y el bu­fi­do de frus­tra­ción de Aus­tin me hizo son­reír. Si mi her­mano Tho­mas hu­bie­ra es­ta­do pre­sen­te, la de­ci­sión hu­bie­ra es­ta­do más equi­li­bra­da. Pero el pe­que­ño de la fa­mi­lia es­ta­ba per­di­do en la sel­va ama­zó­ni­ca en pleno re­por­ta­je para la uni­ver­si­dad y, con toda se­gu­ri­dad, no re­gre­sa­ría a Chica­go has­ta la boda de MC y Nick.

—En­ton­ces ¿qué pro­po­néis? Algo ha­brá que ha­cer, ¿no? —in­sis­tió Aus­tin—. ¿Qué tal un via­je a Las Ve­gas? Un poco de Black Jack, un poco de es­pec­tácu­lo, tías en tan­ga, bai­les sen­sua­les…

—¿Es­tás se­gu­ro de que este tío es de tu fa­mi­lia? —me pre­gun­tó Nick, tan har­to como yo del par­lo­teo de mi her­mano.

Me en­co­gí de hom­bros y di­si­mu­lé una son­ri­sa. La ba­ta­lla con­tra Aus­tin ten­dría que li­brar­la él so­li­to. Yo ya ha­bía vi­vi­do su­fi­cien­tes ini­cia­ti­vas de los me­lli­zos como para sa­ber que, si algo se les me­tía en­tre ceja y ceja, no pa­ra­ban has­ta con­se­guir­lo. Aho­ra Nick no solo iba a ca­sar­se con MC, tam­bién ten­dría que ha­bi­tuar­se a la lo­cu­ra de la otra mi­tad de su fu­tu­ra es­po­sa. No pude evi­tar com­pa­de­cer­me de él. Era un tipo res­pe­ta­ble, tra­ba­ja­dor, un lis­to de co­jo­nes, todo ha­bía que de­cir­lo, pero un buen tío. Qui­zá nues­tros ini­cios no fue­ron muy bue­nos, pero eso era agua pa­sa­da. Aho­ra, Ni­cho­las Sla­ter tam­bién era mi fa­mi­lia y ade­más un buen ami­go.

Un ines­pe­ra­do men­sa­je de cier­ta ru­bia me dio la ex­cu­sa per­fec­ta para lar­gar­me de una vez. Bren­da Ayers, la sa­ni­ta­ria del par­que 45, es­ta­ba muy in­tere­sa­da en re­vi­sar con­mi­go el in­for­me de la in­ter­ven­ción en la que ha­bía­mos coin­ci­di­do la se­ma­na pa­sa­da. Tam­bién es­ta­ba muy in­tere­sa­da en otros as­pec­tos que nada te­nían que ver con el cuer­po de bom­be­ros de Chica­go, pero sí con el mío.

—El tra­ba­jo me lla­ma —me ex­cu­sé.

Te­cleé una res­pues­ta afir­ma­ti­va y dejé un par de bi­lle­tes so­bre la mesa an­tes de le­van­tar­me.

—¿Adón­de vas? ¡Pero si hoy no tie­nes turno has­ta la no­che! No he­mos de­ci­di­do nada aún, Ty­ler —se que­jó Aus­tin.

—Es­toy con­ven­ci­do de que en­tre Nick y tú lle­ga­réis a un en­ten­di­mien­to ra­zo­na­ble. Eres abo­ga­do, her­mano. De­mues­tra que tus ar­gu­men­tos son bue­nos tam­bién fue­ra del tri­bu­nal.

—Lo tie­ne di­fí­cil —mur­mu­ró Nick con una mano so­bre la boca.

—Ya me con­ta­réis el re­sul­ta­do. Ten­go pri­sa. —Mi son­ri­sa me de­la­tó.

—¿Es por una tía? —pre­gun­tó mi her­mano, in­dig­na­do—. Nos de­jas por una tía, ¿ver­dad? ¿Quién es? ¿La sa­ni­ta­ria? ¿Cómo se lla­ma­ba? ¡Oh, Dios! Esa chi­ca tie­ne un culo de los que no quie­res sol­tar ja­más. ¿Cómo era? ¿Ta­nia? ¿Tara?

—Ta­tia­na. Y no, no es ella. —De sa­ni­ta­rias iba la cosa.

Me subí la cre­ma­lle­ra de la ca­za­do­ra y me ajus­té la bu­fan­da, el frío del mes de fe­bre­ro era ca­paz de co­lar­se has­ta el mis­mí­si­mo tué­tano. Bren­da vi­vía en el ex­tre­mo opues­to de Chica­go y mi ca­mio­ne­ta es­ta­ba en Rock­ford des­de ha­cía una se­ma­na. Mi pa­dre se ha­bía car­ga­do la trans­mi­sión de su co­che y mi pick up siem­pre era el co­mo­dín. No me im­por­ta­ba, yo dis­po­nía de la niña de mis ojos, una Su­zu­ki GSX, mu­cho más rá­pi­da y fá­cil de apar­car.

Cuan­do me puse el cas­co y es­cu­ché el ron­ro­neo del mo­tor, un agra­da­ble cos­qui­lleo me re­co­rrió la es­pal­da has­ta la yema de los de­dos. Ado­ra­ba la sen­sa­ción de li­ber­tad que me pro­vo­ca­ban aque­llas dos rue­das so­bre el as­fal­to o tal vez mi emo­ción te­nía que ver con lo que me es­pe­ra­ba en casa de Bren­da. Era un hijo de puta con suer­te, no me ca­bía nin­gu­na duda.

***

Lle­gué al par­que de bom­be­ros con el tiem­po jus­to para cam­biar­me an­tes de mi turno. La tar­de ha­bía sido sal­va­je y mi son­ri­sa era bue­na prue­ba de ello.

—¡Ga­llag­her! —gri­tó el asis­ten­te del ca­pi­tán des­de el pa­si­llo de los ves­tua­rios—. Tie­nes una lla­ma­da. ¡Es tu her­ma­na!

¿Y qué dia­blos que­ría MC aho­ra? Ter­mi­né de guar­dar mis co­sas en la ta­qui­lla y me tomé mi tiem­po has­ta lle­gar a la ofi­ci­na. El nú­me­ro re­fle­ja­do en la pan­ta­lla di­gi­tal de la cen­tra­li­ta no era el de su mó­vil, sino el de la 52, el par­que de bom­be­ros en el que ella tra­ba­ja­ba.

—Es­pe­ro que sea algo im­por­tan­te, enana —dije nada más su­je­tar el au­ri­cu­lar con el hom­bro—. Si me di­ces que es so­bre la boda, te de­nun­cia­ré a tu ca­pi­tán. Es­toy se­gu­ro de que a Grant le en­can­ta­rá sa­ber que usas los re­cur­sos del par­que para cues­tio­nes par­ti­cu­la­res.

—Ca­pu­llo —mas­cu­lló y me hizo reír—. No es so­bre la boda.

—Vale. Dis­pa­ra, en­tro aho­ra y ten­go que ha­blar de al­gu­nos asun­tos con los del turno an­te­rior an­tes de que se lar­guen. ¿Qué pasa?

—Ne­ce­si­to… ne­ce­si­to un fa­vor… per­so­nal.

—MC… —le ad­ver­tí.

—¡Vale, sí, es so­bre la boda! —ex­cla­mó, en­fa­da­da—. ¡No pue­do ha­cer­lo yo todo, ¿sa­bes?! Nick está ocu­pa­do con un nue­vo es­tu­dio mé­di­co, Tho­mas está per­di­do por la sel­va y Aus­tin está de un ton­to subido que no lo aguan­to. A lo me­jor cree que com­por­tán­do­se como un gi­li­po­llas no me voy a en­te­rar de lo de la des­pe­di­da de Nick. ¡Un club de strip­tea­se, por fa­vor!

Dios, cómo ado­ra­ba a mi her­ma­na. Era igual de in­so­por­ta­ble que el res­to de la fa­mi­lia, in­clu­so más, pero era ex­tra­or­di­na­ria y ha­bía en­con­tra­do en Nick la hor­ma de su za­pa­to.

—Deja de llo­ri­quear, ne­na­za —la pin­ché—. Ve al grano.

—¿Se lo con­ta­rás a Grant? Ya sa­bes que esto de la boda lo tie­ne un poco jo­di­do.

¿Tal vez por­que fui­se su pro­me­ti­da an­tes de co­no­cer a Nick? Me mo­ría de ga­nas de sol­tar un co­men­ta­rio así, pero me mor­dí la len­gua. Fue­ron las in­fi­de­li­da­des de mi que­ri­do ami­go, el ca­pi­tán Grant Ho­gan, las que aca­ba­ron con la re­la­ción.

—MC, tie­nes dos se­gun­dos para con­tar­me lo que sea que quie­res an­tes de que cuel­gue.

—Ne­ce­si­to que re­co­jas a mi ami­ga AJ en el ae­ro­puer­to el pró­xi­mo vier­nes —sol­tó sin res­pi­rar. Cuan­do ya iba a ne­gar­me en re­don­do, pro­si­guió—. Y lue­go, el día de la boda, tie­nes que lle­var­la al ho­tel.

—¿Qué soy yo, el puto chó­fer de Miss Daisy? Que coja un taxi.

—Le dije que me en­car­ga­ría de todo. No quie­ro que esté sola. Su pa­dre aca­ba de mo­rir y no se en­cuen­tra muy bien. Y tú es­tás li­bre.

—El vier­nes ten­go turno do­ble, así que ol­ví­da­lo —dije con la vis­ta fija en el cua­dran­te de las bri­ga­das.

—De acuer­do, pues la lle­va­rás al ho­tel el sá­ba­do, ¿ca­pi­to?

—Re­pi­to: que coja un jo­di­do taxi.

—No seas gro­se­ro. No te es­toy pi­dien­do que te ca­ses con ella, solo tie­nes que re­co­ger­la en su casa y lle­var­la al ho­tel. Te man­da­ré su di­rec­ción.

La se­ñal de avi­so sonó en el par­que de la 52 y MC mal­di­jo de una for­ma muy poco fe­me­ni­na. Mas­cu­lló una des­pe­di­da rá­pi­da, un «te quie­ro» más rá­pi­do aún y col­gó sin dar­me op­ción a res­pon­der que yo tam­bién la que­ría. No creo que lo es­pe­ra­ra de mí, era el úni­co Ga­llag­her que ja­más ex­pre­sa­ba sus sen­ti­mien­tos, pero en las úl­ti­mas se­ma­nas, con el ro­llo de los pre­pa­ra­ti­vos para el gran día, la re­la­ción con mis her­ma­nos se es­ta­ba es­tre­chan­do y, le­jos de sen­tir­me ago­bia­do, de­bía ad­mi­tir que es­ta­ba dis­fru­tan­do con sus mues­tras de afec­to.

La alar­ma de mi par­que rom­pió la cal­ma en la cen­tra­li­ta. Se re­que­ría una am­bu­lan­cia y a la 13 en un in­cen­dio a po­cas man­za­nas de allí. Era hora de de­jar a un lado las ton­te­rías sen­ti­men­ta­les y po­ner­se a tra­ba­jar.

3. Alice

Los mejores olores de mi vida

Allí es­ta­ba de nue­vo, im­po­nen­te, ma­jes­tuo­so. Mi ho­gar.

Los ojos se me inun­da­ron de re­cuer­dos y el co­no­ci­do do­lor de la nos­tal­gia me apu­ña­ló una vez más el co­ra­zón mien­tras el ta­xis­ta sil­ba­ba de ad­mi­ra­ción.

La va­lla ex­te­rior se abrió en cuan­to te­cleé el có­di­go en la apli­ca­ción del te­lé­fono y, casi al mis­mo tiem­po, me en­tró una lla­ma­da de Me­gan.

—¿Has lle­ga­do ya? ¿Ha ido bien el vue­lo? Ay, me mue­ro de ga­nas de ver­te y dar­te un abra­zo. ¿Cómo te en­cuen­tras?

Se me es­ca­pó la risa y tam­bién las lá­gri­mas. Vol­ver a casa se ha­cía un poco me­nos do­lo­ro­so con la voz de Me­gan pe­ga­da al oído. Aun así, cuan­do miré ha­cia los gran­des ven­ta­na­les de la plan­ta baja, los ojos se me em­pa­ña­ron to­da­vía más. Mi ma­dre so­lía apar­tar las cor­ti­nas para ver­me lle­gar a casa de re­gre­so del co­le­gio mien­tras me son­reía con dul­zu­ra. Era tan bo­ni­ta y des­pren­día tan­ta luz… La eché de me­nos des­de el mis­mo mo­men­to en que es­ca­pó de sus la­bios su úl­ti­mo sus­pi­ro y, aun­que ya no era tan duro pen­sar en ella, to­da­vía me aho­ga­ba cuan­do des­per­ta­ba en mi­tad de la no­che y era cons­cien­te de que nun­ca más vol­ve­ría a dis­fru­tar de su com­pa­ñía ni de sus pa­la­bras de alien­to. Des­de ha­cía un tiem­po, esa mal­di­ta sen­sa­ción se ha­bía he­cho más pro­fun­da y con­vi­vía con­mi­go para re­cor­dar­me que es­ta­ba sola, que ya no te­nía a na­die.

—Aca­bo de lle­gar aho­ra mis­mo —res­pon­dí in­di­cán­do­le al ta­xis­ta con un ges­to dón­de de­jar las ma­le­tas.

Pa­gué la ca­rre­ra y, al ce­rrar la puer­ta, agra­de­cí te­ner a mi ami­ga al te­lé­fono. No hu­bie­ra po­di­do so­por­tar el si­len­cio de aque­lla casa.

Todo es­ta­ba su­mi­do en una in­quie­tan­te pe­num­bra, solo in­te­rrum­pi­da por al­gún haz de luz que se co­la­ba en­tre las cor­ti­nas. Olía a ce­rra­do, pero el per­fu­me flo­ral que mis sen­ti­dos re­cor­da­ban to­da­vía flo­ta­ba en el aire, como si se ne­ga­ra a aban­do­nar la casa. San­ders se ha­bía en­car­ga­do de re­dac­tar los con­tra­tos de cese del per­so­nal do­més­ti­co y me dio mu­cha pena ver los mue­bles cu­bier­tos por sá­ba­nas. Cau­sa­ban una vi­sión fan­tas­ma­gó­ri­ca.

—Todo tie­ne un as­pec­to tan tris­te…

—Ya me ima­gino, no debe de ser fá­cil. Por eso era bue­na idea que al­guien de mi fa­mi­lia te re­co­gie­ra, para que no es­tu­vie­ras sola en este mo­men­to —me re­cor­dó—. Tam­bién po­drías ha­ber acep­ta­do mi in­vi­ta­ción y ha­ber­te que­da­do en mi casa, pero como eres tan ca­be­zo­ta…

—Tu casa debe de ser un caos aho­ra mis­mo y tam­po­co ne­ce­si­to chó­fer, Me­gan —in­sis­tí, como las mil ve­ces an­te­rio­res en que ha­bía su­ge­ri­do que me acom­pa­ña­sen a casa des­de el ae­ro­puer­to—. Esto es algo que pre­fie­ro ha­cer sola. Me­jor an­tes que des­pués. A fin de cuen­tas, ten­go que dor­mir aquí has­ta que en­cuen­tre un apar­ta­men­to.

—Vas a ven­der­la, ¿no? Qui­zá sea lo me­jor.

—Sí, es lo me­jor, pero due­le.

Des­co­rrí los pe­sa­dos cor­ti­na­jes y le­van­té un ejér­ci­to de mo­tas de pol­vo, las úni­cas in­qui­li­nas des­de que papá mu­rió.

—¿Es­tás pre­pa­ra­da para el gran día? —le pre­gun­té para dis­traer mis pen­sa­mien­tos.

—¡No! Bueno, sí, pero hay tan­tas co­sas que ha­cer aún y Nick está tan lia­do… Pue­de que aca­be ma­tan­do a al­guien an­tes de ma­ña­na. Mi ma­dre está in­so­por­ta­ble, mis her­ma­nos me rehú­yen… —llo­ri­queó—. No que­ría co­ger­me días li­bres en el par­que para no jo­der­le los tur­nos a Grant, pero no me ha que­da­do más re­me­dio. Si no me ocu­po yo de los de­ta­lles, na­die lo hace.

—Todo va a sa­lir bien —la tran­qui­li­cé. Es­ta­ba se­gu­ra de ello—. Será una boda ma­ra­vi­llo­sa.

—Me ale­gro mu­cho de que es­tés aquí y de que va­yas a que­dar­te, Ali­ce —dijo con un sú­bi­to cam­bio de tono en la voz—. Te echa­ba de me­nos.

—Y yo a ti, fu­tu­ra se­ño­ra de Ni­cho­las Sla­ter —bro­meé. Sa­bía cuán­to le mo­les­ta­ba que la lla­ma­ra así.

—Sí, muy gra­cio­sa —iro­ni­zó—. Oye, esta no­che te­ne­mos cena fa­mi­liar en un res­tau­ran­te del cen­tro. Si no es­tás muy can­sa­da y te ape­te­ce ve­nir…

—Me en­can­ta­ría, pero no se­ría una bue­na com­pa­ñía. Es­toy muer­ta.

—Lo sé, lo sé, des­can­sa, ¿vale? Ma­ña­na te re­co­ge­rá Ty­ler so­bre las cua­tro para lle­var­te al ho­tel.

—¿Ty­ler? —«Ay, Dios», pen­sé—. Ya te he di­cho que no es ne­ce­sa­rio, de ver­dad. —La oí chis­tar para ha­cer­me ca­llar y ce­rré los ojos con fuer­za—. Vale, vale, tú ga­nas.

Un rato des­pués de col­gar, aún me ron­da­ba la ca­be­za la men­ción a Ty­ler. Te­nía un vago re­cuer­do de él, un re­cuer­do dis­tor­sio­na­do por el tiem­po, pero, como cual­quier cosa que se con­ser­va con ca­ri­ño, guar­da­ba en la me­mo­ria cier­tos ges­tos de aquel chi­co im­pe­tuo­so: su son­ri­sa la­dea­da, el bri­llo de una mi­ra­da, su for­ma de in­cli­nar la ca­be­za para pres­tar aten­ción, la mano en la nuca cuan­do se po­nía ner­vio­so… Fue un aman­te so­bre­sa­lien­te, pero lo nues­tro, esa re­la­ción a es­con­di­das, trans­gre­so­ra y pe­li­gro­sa, lle­gó en un mo­men­to equi­vo­ca­do.

¿Qué ha­bría sido de su vida? Lo úni­co que sa­bía por Me­gan era que se­guía sien­do bom­be­ro en el mis­mo par­que que ha­cía diez años. Pero ¿y lo de­más? ¿Se­gui­ría vi­vien­do en aquel di­mi­nu­to apar­ta­men­to en En­gle­wood? ¿Es­ta­ría ca­sa­do? Se­gu­ro que sí, era de­ma­sia­do bueno para se­guir sol­te­ro. Ade­más, le gus­ta­ban los ni­ños. Y el béis­bol.

Y le gus­ta­ba yo. Pero eso era par­te del pa­sa­do.

***

Fue ex­tra­ño mo­ver­me por la casa con tan­ta cal­ma. El sa­lón, que en otro tiem­po me pa­re­ció la es­tan­cia más pre­cio­sa que ha­bían vis­to mis ojos, me re­sul­tó an­ti­cua­do esa no­che. La de­co­ra­ción que que­da­ba a la vis­ta era ho­rren­da, aun­que no tan­to como la que con­ti­nua­ba es­con­di­da bajo las sá­ba­nas. Sin em­bar­go, al pa­sar a la co­ci­na me lle­vé la mano al pe­cho y pre­sio­né para ali­viar la emo­ción. Ha­bía ha­bi­do tan­ta ter­nu­ra en aquel es­pa­cio que ni el paso del tiem­po ha­bía lo­gra­do bo­rrar­la. Mi pa­dre fue un gran co­ci­ne­ro y hu­bie­ra po­di­do ga­nar­se la vida con ello de no ha­ber sido por la pa­sión que sen­tía por su em­pre­sa. Al­re­de­dor de aque­lla pre­cio­sa isla de már­mol blan­co ha­bía­mos bro­mea­do, reí­do y dis­cu­ti­do casi a dia­rio. De allí ha­bían sa­li­do los me­jo­res olo­res de mi vida: a tor­ti­tas de do­min­go, a café de lu­nes, a pos­tres que aún me ha­cían sa­li­var de pen­sar­los, a pavo de Na­vi­dad…

Aca­ri­cié la en­ci­me­ra, aho­ra sin vida, des­pro­vis­ta de man­chas y uten­si­lios; con­tu­ve el im­pul­so de abrir los ar­ma­rios a sa­bien­das de que den­tro no en­con­tra­ría nada que me re­cor­da­ra a ellos, y me sen­tí la peor hija del mun­do por ha­ber per­mi­ti­do que el or­gu­llo me hu­bie­ra ale­ja­do del úni­co si­tio que siem­pre se­ría mi ho­gar. Mi dul­ce ho­gar.

Ha­bía tar­da­do diez años en dar­me cuen­ta de algo tan im­por­tan­te.

Tras ins­pec­cio­nar el res­to de la casa y des­ha­cer par­te del equi­pa­je, me puse ropa có­mo­da, hice gala de toda mi des­tre­za para en­cen­der la cal­de­ra y co­nec­té la ca­le­fac­ción. No me ha­bía dado cuen­ta del frío que ha­cía has­ta que salí de mi dor­mi­to­rio y una nu­be­ci­lla de vaho se me es­ca­pó de los la­bios. Hu­bie­ra dado cual­quier cosa por un buen fue­go en la chi­me­nea de la sala de es­tar, pero iba a te­ner que con­for­mar­me con ta­par­me has­ta el men­tón a la es­pe­ra de la piz­za y el cal­do de po­llo que ha­bía pe­di­do por te­lé­fono. Mi par­ti­cu­lar cena de bien­ve­ni­da.

Debí de que­dar­me dor­mi­da des­pués del con­si­de­ra­ble atra­cón. Cuan­do abrí los ojos, el te­nue res­plan­dor de la ma­ña­na me pro­vo­có un que­ji­do y me cu­brí la ca­be­za con la man­ta para de­jar de es­cu­char el mo­les­to so­ni­do que me ta­la­dra­ba la ca­be­za. Pa­sa­ron unos se­gun­dos has­ta que des­cu­brí que era el tono de lla­ma­da que le ha­bía asig­na­do a Hugh el que me mor­ti­fi­ca­ba. En el re­loj del sa­lón aún no ha­bían dado las diez, las ocho en Sa­cra­men­to. Te­nía un ex­ma­ri­do muy ma­dru­ga­dor, la ver­dad.

—¿No has oído ha­blar de la di­fe­ren­cia ho­ra­ria? —pre­gun­té ador­mi­la­da.

Aho­gué un bos­te­zo con­tra la mano y me per­mi­tí re­mo­lo­near en la co­mo­di­dad del sofá.

—No me ven­gas con esas, en Chica­go hay dos ho­ras más que en Sa­cra­men­to.

—Tou­ché! —le con­ce­dí con una ri­si­lla—. ¿Qué pasa?

—Pues pasa que no pue­des ha­cer las co­sas sin avi­sar­me, Ali­ce. Ya sa­bes cómo fun­cio­na mi vida.

«Uy, el se­na­dor An­der­son está mo­les­to», pen­sé. Su­pon­go que por el so­bre que le man­dó mi abo­ga­do an­tes de que me fue­ra de Sa­cra­men­to.

—Si te re­fie­res a los pa­pe­les del di­vor­cio, solo tie­nes que fir­mar don­de pone tu nom­bre —le ex­pli­qué como si fue­ra un niño pe­que­ño.

—¡Te­nía­mos un tra­to, mal­di­ta sea, Ali­ce! ¡No pue­des ha­cer­me esto!

Ni me in­mu­té. Sus gri­tos eran tan fal­sos como al­gu­nas de las pro­me­sas que ha­cía en sus mí­ti­nes. Ha­bla­ba su or­gu­llo he­ri­do y sa­bía que an­tes o des­pués se arre­pen­ti­ría de ser des­agra­da­ble con­mi­go. La ima­gen que Amé­ri­ca te­nía de su se­na­dor por Ca­li­for­nia, uno de los más pro­me­te­do­res en po­lí­ti­ca, era de un hom­bre con­tun­den­te, se­rio, des­pia­da­do en sus ne­go­cia­cio­nes; pero tan solo era una más­ca­ra que ha­bía ido per­fec­cio­nan­do con los años.

—Oh, ya lo creo que pue­do. ¿Y sa­bes por qué? —No es­pe­ré a que res­pon­die­ra, no que­ría es­cu­char ni una ton­te­ría más—. Por­que a la pren­sa le en­can­ta­ría nues­tra his­to­ria: «La in­creí­ble men­ti­ra de un ro­man­ce», po­dría­mos lla­mar­la. Es­toy con­ven­ci­da de que eso des­pe­ja­ría las du­das de to­dos los que aún se pre­gun­tan por qué el se­na­dor más con­ser­va­dor de la Cá­ma­ra no tie­ne una gran fa­mi­lia fe­liz con hi­jos y más hi­jos. Aun­que aho­ra que lo pien­so… Qui­zá les in­tere­se más co­no­cer cier­tos as­pec­tos de la fi­nan­cia­ción de tus cam­pa­ñas que tu ga­bi­ne­te ha sa­bi­do man­te­ner ocul­tos…

—¿Me es­tás ame­na­zan­do? No te re­co­noz­co —mas­cu­lló.

—Fir­ma los pa­pe­les, anda.

—¿Qué di­ría tu pa­dre? —Ape­lar a la me­mo­ria de Jef­fer­son Lynch no iba a ser­vir­le de nada—. Es­ta­ría tan aver­gon­za­do…

—Deja a mi pa­dre en paz, por fa­vor. Esto es en­tre tú y yo. Ya no te­ne­mos que fin­gir nada. Se aca­bó, Hugh, se aca­bó la far­sa. Aho­ra que es­toy al fren­te de KME lo que me­nos ne­ce­si­to son más pro­ble­mas. Ten­go que cen­trar­me en le­van­tar la em­pre­sa.

—Pues si no quie­res más pro­ble­mas, ¿por qué di­vor­ciar­nos? Yo po­dría ayu­dar­te con la ges­tión.

—No.

—Ali­ce… —se exas­pe­ró—. Solo eres una niña con un ju­gue­te nue­vo que no sabe dar ni un paso sin un bol­so de Guc­ci col­gan­do del bra­zo. ¿Qué ha­rás cuan­do no te que­de di­ne­ro ni para com­prar­te unas bra­gas de se­gun­da mano?

—Pues iré sin bra­gas. A lo me­jor eso tam­bién le in­tere­sa la pren­sa—aña­dí con fin­gi­da inocen­cia. A con­ti­nua­ción, re­cu­pe­ré mi tono más ca­te­gó­ri­co y puse el pun­to fi­nal—. Fir­ma los pa­pe­les, sa­bes que no tie­nes op­ción. No hace fal­ta que lo ha­gas pú­bli­co y si se en­te­ran y te pre­gun­tan, di que te­nía­mos in­com­pa­ti­bi­li­dad de ca­rac­te­res, cuén­ta­les que se aca­bó el amor o lo que se te ocu­rra. Si te por­tas bien, tal vez con el tiem­po su­fra una am­ne­sia que bo­rre al­gu­nos de los re­cuer­dos que guar­do en mi me­mo­ria. Te pue­do ase­gu­rar que mu­chos de ellos desea­ría arran­cár­me­los de cua­jo.

—Me quie­res de­ma­sia­do para sa­car a la luz mis tra­pos su­cios.

—Pon­me a prue­ba.

—Tú tam­bién fuis­te in­fiel, yo po­dría ha­cer lo mis­mo.

—¿Y quién sal­dría per­dien­do si se su­pie­ran mis aven­tu­ri­llas? ¿A quién se­ña­la­rían?

—Ali­ce… No me ha­gas esto.

—Sa­bes tan bien como yo que es lo me­jor, que de­be­rías re­plan­tear­te tu fu­tu­ro en la po­lí­ti­ca y que no te hace bien se­guir…

—¡Ya lo sé!

—Pues, si lo sa­bes, em­pie­za por fir­mar el di­vor­cio. Es más fá­cil que te ade­lan­tes a la pren­sa an­tes de que se haga ofi­cial que es­toy en Chica­go y que pien­so que­dar­me.

—Eres muy cruel. Sa­bes que mi si­tua­ción es…

—Ya sé cuál es tu si­tua­ción. Y ha­blan­do de eso, ¿has ido a ha­cer­te…?

—¡No cam­bies de tema, mal­di­ta sea! Pro­mé­te­me que no…

—Adiós, Hugh.

Col­gué. Sin más.