Ojalá algún día - Patricia A. Miller - E-Book

Ojalá algún día E-Book

Patricia A. Miller

0,0

Beschreibung

La Universidad de Chicago ha depositado en Thomas Gallagher la importante labor de documentar el trabajo de una ONG en Leticia, Colombia. Thomas, con poca experiencia como periodista, pero muchas ganas de aventura, acepta el reto para demostrar que no es el niño de mamá de sus hermanos piensan que es. Su estancia en el Amazonas se ve desbaratada cuando, un torbellino italiano, desordenado, y borde se une al equipo. Y es que Isabella Bellini ha llegado a Colombia dispuesta a dar el cien por cien de ella misma, algo que no puede hacer con frecuencia. Su familia no la entiende, su vida es un desastre, su opinión no cuenta para nadie y lo último que necesita es la compañía de un americano obsesionado por la limpieza y el orden. Ignorarse está descartado. Enamorarse es inevitable. Estar juntos es… ¿imposible?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
- 1 -
- 2 -
- 3 -
- 4 -
- 5 -
- 6 -
- 7 -
- 8 -
- 9 -
- 10 -
- 11 -
- 12 -
- 13 -
- 14 -
- 15 -
- 16 -
- 17 -
- 18 -
- 19 -
- 20 -
- 21 -
- 22 -
- 23 -
- 24 -
- 25 -
- 26 -
- 27 -
- 28 -
- 29 -
- 30 -
SEGUNDA PARTE
- 31 -
- 32 -
- 33 -
- 34 -
- 35 -
- 36 -
- 37 -
- 38 -
- 39 -
- 40 -
- 41 -
- 42 -
- 43 -
- 44 -
- 45 -
- 46 -
- 47 -
- 48 -
- 49 -
- 50 -
- 51 -
TERCERA PARTE
—52—
- 53 -
- 54 -
- 55 -
- 56 -
- 57 -
- 58 -
- 59 -
- 60 -
- 61 -
- 62 -
- 63 -
- 64 -
- 65 -
- 66 -
- 67 -
- 68 -
- 69 -
- 70 -
- 71 -
- Epílogo uno -
- Epílogo 2 -
- AGRADECIMIENTOS -

Título original: Ojalá algún día

©️ 2023 Patricia A. Miller

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: febrero 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

PRÓLOGO

Bolgheri, provincia de Livorno. 2 de junio de 1890

Fabrizia Bellini no sería testigo de aquella nueva década ni del fin de siglo. Iba a morir, y los culpables de que la vida se le escapara entre lamentos se habían reunido en torno a su cama a esperar ese momento.

Sus cinco hijos varones, doce nietos y algunos de sus biznietos aguardaban con inquietud, pero sin pena.

La odiaban y ella lo sabía.

Murmuraban a todas horas; susurros tan desagradables que a Fabrizia le rechinaban los dientes. Cuchicheos que se interrumpían de golpe cuando la anciana daba señales de estar despierta. Miraban el reloj de pared sin cesar, como si así pudieran hacer que el segundero avanzara más deprisa.

No la dejaban sola por miedo a que se levantara y retomara el control de la casa y de sus patéticas vidas.

«Ojalá pudiera hacerlo una última vez», pensó, cansada, la matriarca.

Pese al calor propio del final de la primavera, sumado al que emanaban los cuerpos orondos de la estirpe Bellini, la tenían tapada hasta el mentón.

—Para que no se le escape el alma, mamma.

Su alma volaría igual antes o después, y tal vez esa fuera la única recompensa de la muerte: dejaría la tierra que tanto amaba para volver a los brazos del hombre al que quiso mucho más.

Su caro, su amore.

«Ay, Massimo, me dejaste en medio de una guerra que hoy abandono con angustia», rezó. Si de ella dependiera, viviría cien años más con tal de que las hienas que había criado bajo su techo no pusieran un dedo en las vides.

Habían acabado con el legado de sus antepasados, habían reducido a cenizas y podredumbre el trabajo de generaciones. Los Bellini respetaban las tradiciones y vivían por la tierra, para elevar el espíritu. El premio a tanto sacrificio tenía el color de la sangre real: rojo, casi negro, y hasta la mismísima Casa de Saboya reclamaba los vinos que producían para deleite del rey.

«Pero eso ya no sucederá más», Fabrizia emitió un suspiro.

Quiso derramar una lágrima, pero estaba seca. Podía oler el hedor que desprendía su cuerpo, el aroma de la muerte, tan nauseabundo que ni el agua perfumada lo ocultaba. Su mente vagaba más entre los muertos que entre aquellos avariciosos.

—Tenemos que vender rápido y a buen precio —le susurró el mayor de sus nietos a su padre—. Nadie sabrá que la viña ya no vale nada si lo hacemos antes de que las revueltas lleguen al campo y los trabajadores se unan a la huelga. El rey Humberto no podrá controlar la situación mucho tiempo más, padre, y ya sabe qué opina el primer ministro Giolitti de todo esto.

Eran carroñeros a la espera de un buen bocado que llevarse al buche. La sangre de su sangre corrompida por el dinero y la ambición. En cuanto ella abrazara el descanso eterno se lanzarían los unos sobre los otros para pelear por el poder, como hicieron cuando falleció su querido Massimo.

—Malditos seáis todos —musitó sin fuerza. El silencio se hizo más pesado en la habitación—. Malditos todos y maldita vuestra sangre.

—Está delirando —dijo el mayor de sus hijos—. Tranquila, mamma, descanse en paz.

—¡No! —exclamó Fabrizia con el aliento roto y los puños apretados bajo las sábanas—. Yo… maldigo a todos los hombres… de esta familia, los que están… y los que vendrán. No habrá prosperidad hasta que una Bellini plante la primera semilla con su corazón. ¡Maldigo a todos varones! ¡Los maldigo a todos!

Los grandes ventanales de la habitación se abrieron de repente. Una ráfaga de aire caliente golpeó con violencia los cristales y los pesados cortinajes ondearon con furia. Las mujeres gritaron; los hombres, sorprendidos, se afanaron en devolver la tranquilidad a la estancia. Pero ya no habría más calma en la propiedad de los Bellini.

Fabrizia murió y la desgracia cayó sobre ellos.

PRIMERA PARTE

Leticia, Colombia

- 1 -

Thomas

Leticia, Colombia. Enero de 2017

—Esto no tiene pinta de que vaya a mejorar, Dimitri —gruñí al cerrar la puerta del todoterreno. Llovía a raudales. Me sacudí el impermeable y cogí al vuelo la toalla que me lanzó el ucraniano al asiento de atrás—. No sé cómo he permitido que me metierais en esto.

—¿No querías adrenalina, Gallagher? ¿Se te ocurre una aventura mejor que sobrevivir en la selva amazónica? —bromeó Wang con su marcado acento oriental.

—Lo que quiero es vivir, capullo.

—Vivirás, pequeño saltamontes —se burló—. Si Dimitri dice que la tormenta se está alejando, es que se está alejando.

—Dimitri no fallar —alardeó el aludido.

Puse los ojos en blanco. Odiaba cuando hablaba de sí mismo en tercera persona. Sin embargo, tenía razón: Dimitri Sokolov tenía un sexto sentido para predecir el tiempo. Además, era el mejor en su trabajo, por eso estaba allí. Lo habían contratado para planificar canalizaciones y estructuras inverosímiles que abastecieran de agua potable las zonas más inaccesibles de aquella región del Amazonas. Formaba parte del proyecto que había puesto en marcha Ingenieros Del Mundo, una ONG financiada con los fondos de algunas universidades internacionales, entre las que se encontraba la mía, la de Chicago.

—En cuanto tengamos la aprobación del jefe, traeremos al equipo y empezaremos a canalizar —dijo Wang sin apartar la vista de los planos—. Aunque no hayamos podido llegar hasta los ticuna, el acceso por esta parte del río no debería darnos muchos dolores de cabeza.

Señaló un punto en el mapa y se ajustó las pequeñas gafas que se le deslizaban hasta la punta de la nariz. Wang Liu era un cerebro de la mecánica, de la electrónica y de cualquier cosa con cables, circuitos y electricidad. No medía más de un metro sesenta, era escuálido como un gato callejero, pero resistente como una maldita vara de bambú. Cuando se ponía de pie junto a Dimitri parecían una broma. Eran tan opuestos que resultaba imposible no sonreír.

Y luego estaba yo, un joven periodista de veintiséis años que no tenía nada que ver con la ONG, que ni siquiera sabía cómo había llegado a hacerse amigo de un par de locos ingenieros en medio de una ciudad como Leticia, si es que a aquel lugar se le podía llamar ciudad.

Era la primera vez que salía de los Estados Unidos y me había metido de lleno en un proyecto que me quedaba grande. No me daba vergüenza reconocerlo. Recién licenciado, sin experiencia, sin mundo a la espalda… Para la universidad era mano de obra barata, pero ¿qué más daba? Acepté los riesgos encantado. Necesitaba demostrar que, debajo del aspecto de chaval prudente, había un hombre con espíritu aventurero.

La universidad de Chicago me envió a Leticia a documentar su inversión. El cambio climático era mainstream. Las desafortunadas declaraciones de Donald Trump sobre sus efectos y las burlas que había proferido contra los defensores de la agricultura sostenible en uno de sus improvisados discursos, habían puesto de moda los reportajes medioambientales.

—Es un filón, Gallagher —había argumentado mi redactor jefe, Roger Miller—. Tu gran oportunidad.

Debía pegarme al equipo de trabajo de Derek Bolton como una sombra y elaborar varios reportajes para la prestigiosa revista de investigación de la Universidad de Chicago.

Era un orgullo que me hubieran elegido a mí. O una locura, según a quién le preguntara.

—Ir y volver, ir y volver. Habíais dicho que sería un paseo —me quejé de nuevo—. «Para que no pase como la semana pasada con el poblado de los yaguas». —Imité la voz de Wang mientras me secaba el pelo con la toalla.

—Encontrar senda ticuna. Mejor antes que mañana. No perder tiempo o Bolton cortará huevos. Dimitri aprecia mucho huevos —se justificó el grandullón—. Mejor comprobar. Pequeño Gallagher quería venir y aquí viene. No es culpa Dimitri que jeep romper. Tampoco lluvia es culpa Dimitri.

Tenía razón, no era culpa de nadie. La tormenta nos había sorprendido mientras Wang arreglaba la correa de distribución. Una desastrosa casualidad.

La radio de Dimitri emitió un par de pitidos y la voz de Derek Bolton rivalizó con el ulular del viento. Hacía horas que intentábamos establecer comunicación sin éxito y, aunque ninguno lo quisiera admitir, estábamos empezando a preocuparnos.

—¡¿Os habéis vuelt… ocos?! ¡Dije que …ada de salir hoy, …dita sea! —Nos miramos los tres con culpabilidad y nos encogimos de hombros.

—Está todo controlado, jefe —respondió Wang—. Ya hemos reconocido el terreno. Así adelantamos trabajo. Esto empezaba a ser muy aburrido.

—¿…urrido? ¡Mald… chino del d…onio! —gritó Bolton con su característico mal humor—. Mañana po…eis continuar con el t…bajo.

—Eso suena interesante. ¿Sabemos algo del ingeniero agrónomo? —preguntó Wang—. Ya sabes que vamos…

—Sí, lo sé. Si n… pasa …ada, llegará …nas… as… —Las interferencias hicieron incomprensibles las palabras de Derek—. Desviaron vuelo por tor…enta. Tendréis m… con detall… para pon… día.

—Te estamos perdiendo, Derek —dije al intercomunicador.

—¡¿Gallagher?! ¡M…dita sea! ¿Qué c…ño haces tú ahí?

—Cosas del reportaje, jefe.

Bolton había dejado claro desde el primer día que yo no formaba parte del proyecto. Mi presencia lo molestaba y me consideraba una carga. Quizá al principio lo fui, pero después de un mes entre la gente del equipo, ya no era el pardillo de turno, y él lo sabía. Me sermoneaba a diario, siempre las mismas advertencias, y cuando se había desahogado, me palmeaba el hombro y me invitaba a una cerveza. Era un tipo muy raro.

—¡Te dije que te… antuvieras en zona seg…ra, coj…nes! ¡¿Es que na…e respeta mis ór…enes? ¡Tú no puedes es…ar ahí!

—Pequeño Gallagher a salvo, jefe. No problema —me defendió Dimitri.

—¡Volved aquí de …iato, joder!

—En cuanto pare la tormenta —le aseguró Wang. Más interferencias molestas—. ¿Bolton? ¿Hola?

—No te …igo… bien, Wang. La sss…ñal no es…

—Dimitri esperar que nuevo ingeniero venga con deber hecho —comentó el ucraniano—. Hemos perdido tiempo precioso.

—Vamos …tante bien, Dimit… L… nue… stá al tant… todo. Viene… Italia y se… en… hotel. Es …na profff…nal con …ncia

—Está claro, ¿no? —ironicé, y los chicos rieron—. ¿Derek? ¿Sigues ahí?

La comunicación se cortó y una nueva ráfaga de aire sacudió el todoterreno.

—Italiano, ¿eh? Vamos a parecer un chiste: un americano, un ucraniano, un chino y un italiano van por en medio de la selva… —bromeó Wang.

—¡Primero bebé americano, ahora espagueti!

—Yo también te quiero, camarada.

Dimitri era así, no podía cabrearme con él por mucho que me tocara las narices. Sabía perfectamente que yo no era ningún niño y que me manchaba las manos más de lo que debía. Pero a su lado, cualquiera parecía un señorito de alta cuna.

Provenía de una de las regiones más duras de Ucrania, al norte del país. Para él, si no bebías vodka para desayunar, eras un enclenque. No obstante, detrás de ese bloque de hielo había un tipo de treinta y nueve años con un corazón de oro, frío como un témpano, pero de oro.

—Si el espagueti ha aceptado formar parte de esto debe de saber dónde va a meterse. No creo que sea un problema. Además, lo necesitáis para continuar con el trabajo —les recordé—. Sin ingeniero no hay abastecimiento ticuna, y sin abastecimiento yo me quedo sin reportaje.

Ambos resoplaron al unísono y centraron la atención en el plano de la zona. Su actitud me arrancó una sonrisa porque, aunque eran como el agua y el aceite, pasaban tanto tiempo juntos que se habían mimetizado. Eran dos tíos formidables y se habían convertido en mi familia.

El equipo que dirigía Derek Bolton estaba integrado por más de veinte personas de diferente nacionalidad, todos tenían su función, aunque, en realidad, las cabezas pensantes del proyecto eran Wang Liu y Dimitri Sokolov. También Cliford Rowling, el ingeniero agrónomo británico más insolente del mundo, pero había tenido la mala suerte de contraer un virus estomacal grave y lo habían evacuado hacía una semana. El trabajo estaba parado desde entonces y mi primer reportaje para la universidad también.

La llegada del ingeniero italiano iba a suponer una inyección de energía para el equipo y a mí me permitiría practicar un poco el idioma. Estudié italiano en la universidad y para lo único que me sirvió fue para traducirle a mi hermano Austin documentos de sus clientes europeos y para entretener a mi amigo Charlie, el camarero calabrés que trabajaba en el bar que había debajo de mi apartamento.

—¡Hora marchar! —anunció Dimitri con una sonrisa deslumbrante—. Dimitri nunca equivoca.

La tormenta y el viento cesaron, tal y como había pronosticado. Entre las nubes se colaron un par de rayos de sol que me impactaron en la cara al salir del vehículo. Olía a naturaleza, se oía el trinar de los pájaros exóticos, la humedad era fresca y el calor no tardaría en apretar, como era habitual. Los colores de la selva amazónica brillaban tras la lluvia. El nudo de temor que se me había formado en las tripas desapareció.

Aquel lugar era extraordinario.

«El escenario perfecto para una novela», pensé, entusiasmado.

Cuando me ofrecieron la posibilidad de ocuparme de aquel proyecto, muchos meses antes de viajar a Colombia, empecé a desarrollar una historia de misterio y aventuras que no terminó de arrancar. Yo no era escritor, no había sentido nunca esa vocación, pero me encontraba muy cómodo organizando la documentación de los reportajes, y mi mente me llevaba mucho más allá de la aburrida realidad.

Lo dejé estar después de atascarme en varios puntos de la trama, pero volví a retomarla al llegar a Leticia. Una de esas noches en vela, más preocupado por las tarántulas que por el cansancio, mi mente hizo clic y las ideas fluyeron con soltura hasta llenar algunas páginas. De los tres mil caracteres pasé a los veinte mil; luego a los treinta mil y, sin darme cuenta, superé los cincuenta mil y la historia cobró vida. No le dedicaba tanto tiempo como deseaba, a veces el cansancio podía conmigo, pero adoraba que los dedos volaran por el teclado, me resultaba embriagador el sonido de las teclas, y cuando lograba superar una escena complicada, sentía una emoción inexplicable.

Me sentía muy vivo y menos solo. Sobre todo, menos solo.

Cuatro horas después regresé a la casa donde me hospedaba. No era gran cosa: pequeña, vieja y húmeda, como todo en Leticia. La fachada estaba pintada de un descolorido tono rosa y un plástico sustituía al cristal de una de las ventanas. No había paredes. Tan solo una cortina que separaba el cuarto de baño de lo demás. Una cama antigua, con dosel, una mesilla y una estantería con un microondas amarillento era todo el mobiliario. En el armario empotrado apenas cabía mi ropa bien doblada y el grifo del fregadero goteaba. La cafetera que me regalaron mis hermanos las últimas navidades era lo único que funcionaba con precisión.

—¡Oh, mierda! ¡Otra vez goteras, no! —protesté al atravesar la puerta de entrada.

Me froté la cara y fui a por un cubo. El casero me había asegurado que el problema estaba resuelto, pero era evidente que no.

—Tendría que haber subido yo al tejado —me reprendí—. Esto es lo que pasa cuando le confías el trabajo a alguien que no sabe distinguir un trapo de una esponja. ¿Tan difícil era tapar el jodido agujero? ¡No era mucho pedir! Mi madre lo habría arreglado con los ojos cerrados y una sola mano.

Imaginé la escena y me eché a reír. Dios mío, la añoraba muchísimo. Los añoraba a todos: a los mellizos, al gruñón de Tyler, a papá, a mamá… No tenía demasiadas oportunidades de hablar con ellos, las comunicaciones en Leticia dejaban mucho que desear, pero había encontrado un bar en la ciudad vecina con una conexión wifi aceptable y me pasaba la semana esperando a que llegara el domingo para verlos por videollamada.

Pero nunca era suficiente. La soledad era una compañera traicionera.

—Basta de hablar solo, Gallagher —me dije mientras colocaba bien el cubo—. Tienes cosas más importantes de las que ocuparte.

Como adecentar la casa, por ejemplo. Me gustaba que todo estuviera en orden y limpio, era mi pequeña manía.

Media hora más tarde, ya duchado y satisfecho, me deshice de la toalla que llevaba en la cintura y me tumbé en la cama sin dejar de darle vueltas a lo mismo: por muy agotado que me sintiera, hubiera dado cualquier cosa por contarles a mis hermanos lo increíble que había sido quedarse tirado en medio de la selva bajo la tormenta.

Me quedé dormido con una sonrisa triste en los labios hasta que unos fuertes golpes me despertaron. El reloj de la mesilla se había quedado sin pila, la luz no funcionaba y fuera volvía a llover con fuerza. Lo habitual, nada por lo que alarmarse.

Di media vuelta en el colchón y oí los golpes una vez más. Estaban llamando a la puerta. Me dirigí a la ventana para echar un vistazo, pero solo alcancé a ver una silueta oculta bajo una capucha y una maleta de dimensiones colosales.

Me volví a enrollar la toalla en la cintura y, en cuanto abrí la puerta, un torbellino de lluvia y gritos se adentró en la casa, dejando a su paso un reguero de agua y palabras malsonantes.

Y bajo toda aquella mala leche, estaba ella.

Y ya nada volvió a ser igual.

- 2 -

Isabella

—Maledetta tormenta e maledetto hotel del cazzo! E maledetto progetto nel culo del mondo! Chi cazzo me l’ha fatto fa’ a mettemi in una situazione di merda come questa? Chi? Si, la mi’ nonna lo diceva: la gatta frettolosa fa i figli ciechi. Tutto di merda dall’inizio! Tutto un casino! Però, chiaro, non mi rimane un’altra alternativa, vero? O mangi ‘sta minestra o salti la fines… tra. —La luz de una linterna iluminó el interior de la casa y el aire se me quedó atascado en la garganta al ver al hombre que había ante mí—. Dio mio!

Llevaba una toalla en la cintura que se le escurrió al retroceder y, durante una milésima de segundo, se quedó desnudo. ¡Desnudo como el mismísimo David de Miguel Ángel!

—¿Hola? —dijo él, confundido.

—¿Puedes…? —Le señalé la entrepierna para que se cubriera mejor y él reaccionó de inmediato.

—¡Oh, sí, claro! ¡Lo siento!

Echó mano de un bóxer que había en una silla y dio un par de vueltas alrededor de la cama hasta que encontró una camiseta. Las mejillas me ardían con tanta violencia que las gotas de lluvia que me caían por el rostro se secaron al instante. ¡Qué bochorno!

—Vale, y ahora que los dos estamos vestidos… —El americano cerró la puerta de un puntapié y se cruzó de brazos. Su desconcierto dejó paso a un ceño fruncido—. ¿Quién eres tú?

—Yo… Soy Isabella. Isabella… Martelli.

—Bien, Isabella Martelli. Ya es un comienzo. ¿Te has perdido? ¿Estás en apuros?

—¿En apuros? —repetí. Él levantó una ceja—. No, voy a dormir aquí.

Emitió una especie de carcajada de incredulidad que avivó mi indignación.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Que qué me hace pensar…? ¿Estás de broma? —Debía de estarlo, era la única explicación. Señalé al exterior, donde llovía a cántaros, y luego me señalé a mí misma, calada hasta los huesos—. Es de noche, no tengo habitación, está lloviendo…

Me deshice del impermeable que me habían prestado en el hotel y me escurrí el pelo. No le hizo mucha gracia el pequeño charco que se formó a mis pies.

—¿Esto es cosa de Dimitri? —preguntó al tiempo que colocaba la toalla en el suelo para secar el agua—. ¿Te ha pagado para que vengas a hacerme un servicio?

—¿Un servicio? —Parpadeé varias veces. Algo se me escapaba—. No sé quién es Dimitri, pero sí sé quién es… Espera, ¿qué quieres decir con un servicio?

—Ya sabes: uno rapidito, un desahogo. ¿Un polvo?

¡Era el colmo! ¿El neandertal americano creía que yo era una fulana? Pero ¿dónde demonios me había metido Derek Bolton? Me dijo que estaría bien atendida con este hombre y ¡él me tomaba por una puta!

Mi reacción le dio la respuesta. Le lancé el impermeable a la cara y le hice una peineta.

—¡Vaffanculo, americano! ¡Si crees que voy a pagarte la estancia con sexo prefiero dormir a la intemperie! ¡Cretino! Bolton va a tener que darme muchas explicaciones.

Tiré de la maleta en dirección a la puerta con toda la dignidad que pude reunir. No solo me habían desalojado en plena noche, sino que, además, me habían enviado a casa de un idiota desnudo que me estaba confundiendo con una ramera de medio pelo.

—¡Espera! ¿Has dicho Bolton? ¿Derek Bolton? —Se interpuso en mi camino e impidió que alcanzara la puerta—. ¿De qué conoces a Derek Bolton?

—¿De qué crees tú que conozco a Derek Bolton? —contraataqué con insolencia—. ¡¿De qué puede conocer alguien como yo al maldito Derek Bolton?!

—Pues no lo sé, la verdad, pero…

—¡Es el director de mi proyecto, grullo americano!

—¡Oh, no, no, no! No puede ser. Tú no puedes ser la persona que esperamos.

Su risa me ofendió de nuevo. Esa expresión de incredulidad en su rostro me retorcía las entrañas. Me recordaba tanto a mis hermanos…

—¿Qué te apuestas a que sí? —lo encaré con chulería—. ¿Y qué te apuestas a que seguís esperando? Me vuelvo a mi casa en el primer avión que salga hacia Bogotá. ¡O en barco hasta Brasil!

—No habrá avión a Bogotá hasta… uf, vete tú a saber —me informó muy tranquilo. Abrió un armario con toda la calma y me tendió una toalla—. Tampoco habrá barco hasta el viernes.

—Llamaré a la embajada. Me sacarán de aquí.

—No esta noche. Venga, vamos, suelta la maleta y sécate. No querrás coger un catarro. Además, hasta mañana no podrás solucionar nada y no voy a dejar que duermas ahí fuera.

Encendió un par de linternas más y algunas velas que iluminaron todo cuanto había que ver. Era una única estancia de no más de treinta metros cuadrados, pero olía mejor que la recepción del hotelucho inundado. Sin embargo, apenas había espacio para la maleta, ¿dónde se suponía que iba a dormir yo?

—Solo para que no quede ninguna duda —dijo con cierta desconfianza—: ¿Eres la persona que va a sustituir a Cliford Rowling? ¿Tú eres el ingeniero agrónomo italiano?

—En realidad, soy la ingeniera agrónoma italiana que viene a salvaros el culo —puntualicé.

—El equipo va a flipar cuando te vea. Eres una… —Se lo pensó dos veces antes de continuar, pero me hubiera gustado que terminara la frase. ¿Qué problema tenía? ¿Que era una mujer?—. Eres muy joven.

—¿Eso es un cumplido o un obstáculo para ti, americano?

—Me llamo Thomas.

—Oh, certo! Sei il piccolo Thomas Gallagher —pronuncié con desprecio—. El periodista. Veintiséis años, primer trabajo lejos de casa… Pobre cittino americano. Debes sentirte muy solo sin papi y mami, ¿verdad? Venga, di, ¿qué pasa porque sea joven? Tú también lo eres.

—Si pretendes dormir aquí, creo que será mejor que dejes de usar ese tono conmigo, Isabella Martelli —me reprendió. En ese instante me arrepentí de haber utilizado la información que me había dado Derek Bolton para atacarlo. Pero es que me fastidiaba tanto que me infravaloraran por ser una mujer joven…—. ¿Por qué no estás en el hotel?

—La tormenta ha inundado toda la zona de apartamentos. Llamaron a Bolton para que me reubicara y él me mandó uno de esos mototaxis inmundos que me trajo aquí. Se suponía que iba a avisarte.

—Sí, suele olvidarse de detalles así. Es muy típico de Derek.

Abrió de nuevo el armario y extrajo una maraña de cuerdas que enganchó a la pared. Ató el otro extremo al poste de madera del dosel de la cama y desplegó una hamaca con aspecto de haber soportado muchas noches a la intemperie. Yo hubiera preferido que se fuera a dormir a otro lugar o que, al menos, me hubiera cambiado las sábanas, pero estaba agotada.

—Esto es lo único que hay. —Puso los brazos en jarras y admiró la hamaca como si fuera una obra de arte.

—¿Cómo? ¿Pretendes que duerma en esa red de pescar?

—Considéralo mi habitación de invitados.

Iba a decirle yo por dónde podía meterse el ingenio, pero su tendencia a la desnudez me distrajo. Se desprendió de la camiseta y dejó a la vista un torso increíble. Cuando hizo amago de quitarse los calzoncillos, se lo pensó mejor.

—Un detalle por tu parte dejártelos puestos —ironicé, y acompañé las palabras con una sonrisa falsa—. Eres de lo más hospitalario.

—¿Verdad que sí? —Sonrió—. Has tenido suerte de que Wang se dejara aquí la hamaca. No me hubiera gustado que durmieras en el suelo, por los bichos y eso.

Miré alrededor, pero no le di mucho crédito. La estancia parecía impoluta.

—Qué caballeroso.

—A tu servicio. —Su reverencia fue muy cómica, pero no le reí la gracia—. Buenas noches, Isabella Martelli, y bienvenida a Leticia.

- 3 -

Thomas

—Entró como un tornado diciendo no sé qué de un culo y una gata, os lo juro.

—¿A las tres de la mañana? —Asentí varias veces a Wang, que susurraba para no despertar a Isabella—. ¿Y dices que es la sustituta de Rowling?

—La misma, tío.

—Pero… es mucho pequeña —observó Dimitri—. Ya tenemos bebé en equipo. Tú bebé de equipo, Gallagher.

Isabella gruñó desde la hamaca y los tres retrocedimos hasta salir de la casa.

No me había atrevido a despertarla, era demasiado pronto. Wang y Dimitri habían venido a por su ración matutina de buen café y se habían encontrado con mi invitada roncando a pleno pulmón.

—¿Y qué harás? —quiso saber mi curioso amigo chino—. ¿Te la quedarás?

—¡Ni que fuera una camiseta!

—Ya me entiendes.

—No creo que pueda quedarse aquí. No hay sitio para los dos.

—Hay cama grande —apuntó Dimitri—. Caber bien.

Wang le rio el comentario. A veces tenía la sensación de que yo era el más maduro de los tres.

—Imagino que Derek le buscará un lugar para vivir —concluí.

—¡Imaginas bien, Gallagher! Ya le he encontrado un sitio mientras se soluciona el lío del hotel Anaconda. —Y aquí estaba el director del equipo, ya estábamos todos. Me palmeó la espalda y entrecerró los ojos para buscar la silueta de Isabella en la penumbra—. Te llevarás de maravilla con ella.

—Ni de coña, Bolton.

—¡Oh! Ya lo creo que sí, Gallagher. ¿No querrás que la chica duerma con el resto del equipo?

—¿Y por qué no?

—Porque es una chica y tú eres lo más femenino que hay por aquí. Además, hablas italiano. Os entenderéis bien.

Un fuerte carraspeo en el interior de la casa nos hizo enmudecer de repente. Isabella apareció con cara de haber pasado mala noche. A la luz del día parecía más joven aún. Se había recogido el pelo en una especie de moño ladeado. Tenía las marcas de la hamaca en la mejilla, se rascaba con energía un par de picaduras de mosquito que tenía en el muslo, justo donde acababan sus pantalones cortos. En aquellos intensos ojos castaños que me fulminaban, vi por primera vez el auténtico infierno italiano que me esperaba.

—¿Quedarme aquí? ¿Con este neandertal? —Sí, se refería a mí—. Dime que estás de broma, Bolton, porque no me puedo creer que haya viajado hasta la otra punta del mundo para terminar en una… una… pocilga ruinosa con un americano vanidoso.

—¿Pocilga ruinosa? —Miré a Dimitri y a Wang, consternado. ¡En mi casa se podría comer en el suelo!

—Es provisional, Isabella —la apaciguó Bolton—. En el hotel me han asegurado que en una semana podrán…

—¡Una semana! —Se llevó las manos a la cabeza y pensé que se iba a tirar del pelo como una demente—. ¿Me estás diciendo que voy a tener que compartir esta ratonera durante una semana?

—Casa Dimitri y Wang más ratonera —comentó el ucraniano.

—Tú puedes meterte al chino en el bolsillo, ¡yo he dormido en una red! —gritó—. Hay mosquitos, ruidos, bichos… ¿Y quién demonios sois vosotros?

La voz de Isabella empezaba a ser chirriante. Hasta un inexperto en mujeres como yo sabía que estaba a punto de explotar. En cierto modo, su temperamento me recordaba al de mi hermana MC, solo que a esa mujer no estaba dispuesto a pasarle ni una. Si Derek no la ponía en su sitio, lo haría yo.

—Tranquilízate, por favor —intentó calmarla de nuevo Bolton—. Haré que te traigan un colchón y una mosquitera. Lo pondremos todo junto a la cama de Thomas y asunto resuelto.

Isabella bufó, exasperada, pero resignada.

Todos me miraron con una mezcla de compasión y picardía. Convivir con ella iba a ser un infierno, y Bolton no me había dado la posibilidad de negarme. Tampoco quería parecer un niño mimado que se enfadaba si invadían su espacio. No me hacía gracia, pero solo sería una semana.

—Mírale el lado bueno, Thomas —comentó Wang un par de horas más tarde, cuando íbamos de camino al lugar donde debía reunirse el equipo—. No te aburrirás.

—Eso me temo —murmuré.

—Habla mucho rápido —observó Dimitri.

—Y tiene la lengua afilada como una navaja —apuntó el chino—. ¡Yo no quepo en tu bolsillo!

Dimitri se miró la camisa, observó a Wang y se encogió de hombros mientras conducía por el sendero.

—Comerá a bebé Gallagher de bocado, ¿apuestas? Antes de semana, él dormir en colchón suelo y ella en cama.

—Lo veo —aceptó Wang.

—¡Eh! Sabéis que estoy aquí, ¿verdad? —protesté desde el asiento trasero del todoterreno—. Ni por todo el oro del mundo voy a cambiarle la cama, que quede claro. Bastante es que la tengo que soportar. No lleva ni un día en la casa y ya hay cosas suyas por todas partes. ¡Hay pelos en el lavabo, joder!

¡Oh, Dios! Había sonado como un pedante de manual.

Mi madre me había enseñado a ser empático, pero no me había puesto en la piel de Isabella ni un segundo y me sentí un poco culpable. La había insultado. La había confundido con una prostituta y luego le había dicho que era demasiado joven.

Era tonto de remate, y me sentí más tonto todavía cuando bajé del todoterreno y la vi en medio del ajetreo del equipo. La observé durante unos minutos. Estaba en su elemento, hablaba español con los indígenas como si llevara toda la vida entre los ticuna. Sabía lo que se hacía y cómo manejar la situación. Tan pronto se metía en una zanja de metro y medio como estudiaba unos planos con la misma minuciosidad que Wang. No era la italiana remilgada que me había imaginado. Se estaba metiendo al equipo en el bolsillo con su trabajo y su sonrisa encantadora.

Aunque conmigo no le sería tan fácil.

- 4 -

Isabella

No había tenido ni un segundo de paz para disfrutar de aquel retiro que me había autorregalado, por fin. Llevaba tantos años diciéndome que algún día dejaría Bolgheri para hacer algo por mi cuenta que, cuando lo hice, sentí miedo. Pero allí estaba, en Leticia, capital del departamento del Amazonas, y llevaba cinco días metida en el barro preparando las zanjas por las que pasaría la canalización del agua hasta el poblado ticuna. Era apasionante porque, cuando eso sucediera, podría empezar con lo que realmente había ido hacer. Lo mío era la agricultura sostenible, las nuevas formas de cultivo, el aprovechamiento de los recursos naturales sin que el terreno explotado se convirtiera en devastación. Mi mente funcionaba a mil por hora cuando veía lo que había a mi alrededor. La pasión que se había ido apagando durante los últimos años empezaba a resurgir con tanta fuerza que quemaba.

Me unté de repelente de mosquitos y me senté en las escaleras de la puerta de mi hogar provisional a disfrutar del sábado de descanso con un refresco de soda.

Thomas, que se había pasado toda la mañana tecleando en el ordenador, se desperezó en la puerta y me mostró una nueva perspectiva de sus abdominales.

—¿Contemplando las vistas? —preguntó.

—Nada interesante —respondí con sequedad.

—En ese caso, tal vez podrías ordenar tus cosas. Hay una montaña de ropa sobre el colchón.

—Sí, es lo que pasa cuando no hay sitio en el armario.

—¿Y tenías que la sacarla toda de la maleta? Solo vas a estar aquí un par de días más. No deberías ponerte tan cómoda.

—Si me hubiera puesto cómoda, estarías durmiendo con Dimitri y Wang.

—¡Faltaría más! —exclamó con un tono que me curvó los labios en una sonrisa, aunque no dejé que él la viera.

—¿No tienes que ir a ningún sitio, americano? ¿Al bar, quizá?

—¿Me estás echando?

—Sí, me estás estropeando el único momento de tranquilidad que he tenido en seis días.

—Me alegra ser de ayuda.

Lo aniquilé con la mirada y, por alguna extraña razón, él lo interpretó como una invitación a sentarse a mi lado.

—Deberías venir a conocer a Fernando. Su bar es toda una institución en Leticia. Ya sé que quieres estar sola, pero a partir del lunes, cuando vuelvas al hotel, tendrás más tiempo para ti. Mientras, deberías relacionarte un poco, te ayudará a sobrellevar las primeras semanas aquí, créeme.

—Pierdes el tiempo. Ve a disfrutar de tu sábado de birras y deja de sermonearme.

—Es solo un consejo.

—¿Y quién te lo ha pedido?

Thomas se estaba exasperando y eso me divertía. Aunque, a juzgar por su forma de responder a mis provocaciones, a él también le gustaba el juego.

—Creo que lo necesitas.

—¿Por qué? ¿Te doy pena o algo así?

—Algo así.

—Pues vete al bar, pequeño Gallagher, puedes estar tranquilo. No voy a ponerme a llorar. Me gusta estar sola, así pienso con más claridad.

—¿Y en qué piensas?

«En mi casa, en mi familia, en mis problemas, en mi incapacidad para enfrentarme al destino…».

—En lo valioso que es lo que estamos haciendo aquí —mentí—, en la responsabilidad que tenemos…

—¿Trabajo? ¿De verdad piensas en el trabajo cuando no estás en el trabajo? —se sorprendió—. ¿No hay nada más importante? No sé, familia, amigos, un novio, quizá.

—¿Intentas averiguar si tengo pareja? ¿Me estás tanteando?

—¡No! No, por Dios, ni loco. No te ofendas, pero no eres mi tipo.

Ya, no era el tipo de nadie, pero me guardé el comentario. Lo último que necesitaba era la compasión de un americano pagado de sí mismo. Y sí, prefería pensar en el trabajo antes que en mi familia, en Dante o en Lucia. ¡Lucia estaba tan enfadada!

No me despedí de ella, no me gustaba decir adiós. Era mi mejor amiga, mi compañera de correrías y mi persona favorita, pero no me entendía. En el fondo, ella creía que mi destino estaba escrito y que no podría evitarlo por muy lejos que me marchara. Tal vez tuviera razón, pero no quería oírlo de nuevo. Le mandé un mensaje aséptico antes de partir y, desde entonces, nada.

«Tampoco es que aquí haya muchas oportunidades de hablar con la civilización. Y la diferencia horaria tampoco ayuda», pensé para justificar que, en el fondo, estaba huyendo.

A Dante ni siquiera le dije la verdad, aunque estaba segura de que mis hermanos ya lo habrían puesto al día de mi «pequeña escapada» al otro lado del Atlántico. De nuevo, fui una cobarde y evité enfrentarme a él. Ese «necesito tiempo» que salió de mis labios antes de irme debió sonar como un «solo podemos ser amigos» o un «ya no siento nada por ti». Pero ser valiente en los momentos críticos no era una de mis virtudes. A mí se me daba mejor romper con todo. Y con todos.

Lo mío era defraudar a la gente, a mis amigos, a mis hermanos, a mi padre…

No quería pensar en mi padre, pero la discusión que tuvimos regresó como un bumerán. Por mucho que intentara lanzarla lejos, siempre volvía y me golpeaba con más fuerza. Me ponía furiosa recordar cómo me trató. Sus palabras hirientes y su desinterés me hicieron derramar lágrimas de frustración. Me obligaron a decir cosas que ni siquiera debí pensar.

Thomas continuaba esperando una respuesta, pero no podía decirle que, en realidad, evitaba pensar en nada personal por miedo a hundirme.

—¿Te parece poco importante llevar agua potable a una zona donde sus habitantes no pueden lavarse las manos con jabón? —ataqué.

—Sí, claro que es importante, pero…

—Una de cada tres personas en el mundo no tiene acceso a agua salubre, dos de cada cinco no disponen de instalaciones básicas para el aseo personal, y más de seiscientos millones aún defecan al aire libre. ¿No te parece importante que dedique todo mi tiempo a pensar en cómo solucionar eso?

—¿Eres descendiente de la Madre Teresa de Calcuta? —preguntó con sorna.

—Mamma mia, no sé para qué me esfuerzo en hablar contigo. Para ti todo es un chiste, ¿verdad?

—No, todo no. Nunca bromeo sobre limpieza o sobre comida.

—Eres increíble, y no es un cumplido. —Me puse en pie, dispuesta a dejarlo allí con sus tonterías—. Buonasera americano.

—¡Espera! —Su mano en mi brazo me provocó un escalofrío—. Creí que tenías sentido del humor.

—Lo que no tengo es ganas de perder el tiempo con un ignoranti.

Se puso en pie justo delante de mí. Fue un movimiento tan repentino que retrocedí un paso para no quedar pegada a él. Tenía el ceño fruncido y entrecerraba los ojos como si estuviera buscando las palabras adecuadas para contraatacar.

Sin embargo, Thomas Gallagher era capaz de pasar de un estado emocional a otro en un pestañeo. Su sonrisa de listillo regresó poco a poco, el contacto de su mano se tornó suave, la tensión de su cuerpo se disipó y volvió a sentarse en la misma posición desenfadada.

—Ignoranti, ¿eh? Aunque no lo creas, hice los deberes antes de venir. —Dejó escapar una carcajada y bebió de mi botella de soda—. Hay seiscientos noventa millones de personas en el mundo que padecen hambre, penurias, catástrofes naturales… y eso no va a cambiar, te relajes o no un sábado. Solo estoy diciendo que te diviertas un poco.

—No he venido a divertirme.

—Pues descansa un poco.

—No estoy cansada.

—Mentirosa. —Su sonrisa me pareció preciosa y se le formó un hoyuelo en la mejilla muy atractivo que me distrajo de la conversación—. Has trabajado muy duro desde que llegaste, los tienes a todos comiendo de tu mano y eso es agotador hasta para alguien como tú.

—¿Alguien como yo?

—Sí, una superingeniera incombustible.

Me reí. Incluso me sonrojé.

—Las superingenieras incombustibles empleamos nuestro tiempo libre para pensar en diferentes formas de cambiar el mundo para que otros no se preocupen.

Fue el turno de reír de Thomas.

—¿Crees que no me preocupo por el planeta? —preguntó con fingida indignación. Aunque me costara reconocerlo, me estaba divirtiendo—. Me preocupa todo lo que tenga que ver con el cambio climático. Los sistemas meteorológicos están cambiando, el nivel del mar está subiendo y los fenómenos climatológicos son cada vez más extremos. El reportaje que estoy escribiendo se centra en la deforestación de zonas como esta, que son pulmones para el mundo. Será una publicación nacional.

—Falta le hace a tu país más conciencia, sí.

—¿Perdona? ¿Eso ha sido un ataque a la gestión de los Estados Unidos?

—¡Por supuesto! —exclamé—. Tu país, como primera potencia mundial, debería sentar precedente en los asuntos que conciernen a la Agenda 2030.

—¡Pero si Obama fue pionero en…!

—Sí, sí, Obama, blablablá —lo interrumpí—. El mundo entero se inclinó ante Barak Obama cuando anunció sus medidas contra el cambio climático, mucha promesa, pero no llegaron los resultados… Y ahora tenemos a las Naciones Unidas con el corazón en un puño por culpa de su sucesor.

—Vale, sí —reconoció—. Obama no hizo mucho y Trump… Dios, Trump va a cargárselo todo.

—¿Cómo es posible que tu país eligiera a alguien como Donald Trump? ¿Es que no habéis oído hablar del sentido común?

—Es nuestro sistema electoral —se justificó.

—Un sistema electoral que no tiene ni pies ni cabeza, como tantas otras cosas de tu país.

—Uy, entramos en terreno pantanoso. ¿A qué cosas te refieres?

—Pues, no sé, cosas como los concursos de comer perritos calientes o como… el béisbol, por ejemplo.

—¡Ah, no! ¡El béisbol es sagrado! Si no vas a decir nada amable, mejor cambiamos de tema.

Apreté los labios para no reírme y le hice un gesto de conformidad que él agradeció con un asentimiento.

Nos quedamos en silencio unos segundos, la conversación formal había dejado paso a una comodidad inusual entre nosotros. Me sentí bien, lo cual no dejaba de resultarme extraño.

—Me voy al bar —anunció de repente—. No vamos a arreglar el mundo quedándonos en casa el fin de semana. Además, esta noche hay combate y alguien tendrá que ayudar a Wang a traer de vuelta a Dimitri cuando se haya bebido todo el vodka del local.

—¿Noche de combate? —Thomas asintió—. ¿Qué tipo de combate?

—No sé. ¿Combate libre? —De nuevo tuve que aguantar las ganas de reír—. En el bar de Fernando hay un patio trasero donde se organizan peleas. Ya sabes: unos guantes, dos tíos y muchas hostias. La gente apuesta y gana el que tumba al otro.

—Todo muy legal, claro —ironicé—. Qué interesante.

—¿Lo ves? Vente, a lo mejor te diviertes. Y si mi compañía te molesta, me sentaré en otra mesa. Prometido.

—Es muy tentador, sobre todo si no tengo que aguantarte. Pero… no. Esta noche no.

—Tú te lo pierdes. —No había dado ni un par de pasos cuando se detuvo de nuevo y se volvió hacia mí—. Si te aburres de pensar en la paz mundial, no dudes en ordenar tus cosas para que mi casa vuelva a ser habitable.

—No entiendo esa manía tuya por el orden. A veces me parece tan ridicola…

—¿Ridícula? —Boqueó como un pez fuera del agua y se tapó los oídos. No pude aguantar la sonrisa—. No voy a seguir escuchándote. Aquí te quedas con tus pensamientos sostenibles, signorina.

- 5 -

Thomas

Una algarabía de pequeños indígenas de la zona se arremolinó en la puerta de mi casa a las cinco en punto del domingo. Isabella se balanceaba en la hamaca al ritmo de lo que fuera que sonase por sus auriculares, mientras yo recogía la casa y refunfuñaba como una vieja. No entendía como una mujer tan pequeña podía generar tal nivel de desorden.

Los domingos solían ser días tranquilos. Dimitri y Wang dormían hasta tarde y el resto del equipo hacía excursiones por la zona. Yo aprovechaba para ir al bar de Tabatinga a hablar con mi familia y para teclear las ideas que, algún día, terminarían siendo una novela.

Esa mañana, confié en que Isabella recogería por fin sus cosas y se iría al hotel. Pero cuando volví de Tabatinga todo seguía igual. Discutimos, como era habitual, y conseguí que hiciera la maleta, pero dejó un rastro de caos y destrucción a propósito solo por el placer de verme recoger como si fuera su asistenta.

—¡Vamos, Thomas, vamos! —gritaron los niños al otro lado de la ventana.

—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó Isabella al percibir el alboroto.

—Los domingos por la tarde tenemos partido. Y llego tarde por tu culpa.

—¿Partido de qué? ¿Fútbol?

—Fútbol, no, ¡béisbol! —Ella soltó un bufido y volvió a recostarse en la hamaca. Su desidia me convertía en un ser sarcástico y malicioso—. Lo sé, no es para ti. Lo entiendo. No todo el mundo está hecho para jugar al béisbol. Es un deporte complicado.

—Es un deporte absurdo.

—Eso solo lo piensan las personas ignoranti que no conocen el juego. Pero tranquila, a los europeos os va más dar patadas a un balón, algo mucho menos absurdo, por supuesto.

Gruñó y se colocó de nuevo los auriculares con esa dichosa música italiana a todo trapo. Sin embargo, su mirada me siguió por la habitación con una curiosidad que yo mismo había espoleado. Saqué mi gorra, el bate, el guante y la bolsa de bolas que guardaba en el fondo del armario y me dirigí a la puerta, donde Wang y Dimitri ya esperaban con los pequeños. Antes de abrirla, Isabella se puso en pie y emitió un suspiro de rendición muy teatral.

—Va bene. A ver qué misterios esconde el maldito béisbol.

El partido de los domingos tenía lugar en el parque Santander, en el centro de Leticia. Usábamos las viejas canchas de fútbol infantil como campo, las bases eran almohadas rotas, y el punto de bateo estaba marcado con una x de tiza azul. Allí no importaban las posiciones ni las estadísticas, lo único que contaba era batear, correr y recuperar la bola, siempre que no fuera directa al lago. El ensordecedor ruido de los loros que venían en bandadas a buscar su sitio para dormir en los árboles del parque creaba un efecto de ovación que entusiasmaba a los niños.

—Tú traes chica, tú la quedas —impuso Dimitri al hacer los equipos.

—Pero yo no la he traído, ha venido ella. Además, eso no es justo. ¡No sabe jugar! ¡Odia el béisbol!

—Tú enseñas bien. Bebé Gallagher es fuerte. Poder con ella.

Me resigné. Era una pérdida de tiempo discutir con Dimitri.

Isabella esperaba con impaciencia cuando me acerqué para explicarle lo más básico.

—Esto es un bate y esto es una bola.

—Hasta ahí llego.

—Bien, es importante que sepas diferenciarlos. No queremos que le lances el bate a nadie. Sería muy doloroso.

Me lo arrancó de las manos y adoptó una postura tan cómica que hasta los niños se rieron de ella. Le mostré cómo sujetarlo para batear correctamente y la cercanía me reveló cierto aroma a hierbas y a tierra que no había percibido hasta el momento.

«Si se da cuenta de que le estás oliendo el pelo, te dará una patada en los huevos».

Isabella no tardó en cogerle el truco al balanceo de caderas y a la posición del codo, aunque lo de acertar a darle a la bola era otro cantar.

Después de un par de carreras con los niños, pasamos a la segunda lección: lanzar.

—Tienes que sentir la bola en la palma de la mano. La piel es suave y las costuras ásperas; te ayudarán a que no se te escape antes de tiempo.

—Sería una pena darle a alguien en la cabeza y tumbarlo sin querer, ¿no?

Provocación, provocación, provocación. Esa mujer era pura provocación.

—Tampoco le harías mucho daño. Tienes brazos flacuchos. No tumbarías ni a un mosquito.

—Gallagher gustaría que Isabella tumbara —oí que le decía Dimitri a Wang con una risilla.

—¿Brazos flacuchos? —Ignoró las risas, pero no mi respuesta—. Non sai cosa stai dicendo, americano. Yo lanzo, tú bateas. A ver quién tiene los brazos más flacuchos.

Nuestro desafío se convirtió en un espectáculo. Me dirigí al punto improvisado de bateo, me puse la gorra del revés y adopté mi postura más profesional. Me hubiera apostado mi colección de cromos de las Grandes Ligas a que el lanzamiento se le quedaba corto. No me había dejado que le explicara cómo colocarse para darle efecto a la bola, ni cómo acompañar el tiro con el brazo para llegar más lejos. No, Isabella Martelli era una orgullosa que no aceptaba consejos de nadie cuando se sentía ofendida, por lo que no tenía de qué preocuparme.

Y, de pronto, ¡zas! La bola pasó por delante de mi cara a una velocidad digna de un lanzamiento de mi hermana MC.

—¡Strike uno! —gritó Wang, que actuaba como receptor. Se quitó el guante y se frotó la mano.

—¿Qué dices ahora de mi brazo flacucho, Gallagher? Ni la has visto pasar.

«Italiana del demonio».

—A ver si eres capaz de repetirlo, preciosa —murmuré para mí mismo.

Me preparé, fijé la mirada en la mano que sostenía la bola y ¡zas! Un nuevo strike.

«¡Joder!».

—¿Quieres más, americano, o prefieres ir ya a lamerte las heridas?

—Te queda un lanzamiento, signorina. Luego dejaré que vayas a ponerte hielo en ese hombro. Debe de dolerte después de dos bolas penosas.

Provocación, provocación, provocación. Cómo me divertía provocarla.

La tercera bola no llegó con la intensidad de las dos primeras y me permitió golpearla con toda mi técnica. No me esforzaba tanto en batear desde las últimas navidades en casa, cuando me propuse dejar en evidencia a mi hermano Tyler en el partido familiar.

La pelota salió disparada hacia los árboles que albergaban a los loros chillones, y yo corrí de base en base pavoneándome como una estrella del béisbol en un home run decisivo. Choqué las manos de los niños que me salían al paso, me reí de Dimitri, que miraba boquiabierto al cielo a la espera de que la bola apareciera, y me marqué un bailecito absurdo frente a Isabella, que me esperaba de brazos cruzados sobre la última base.

—¿Era necesario este espectáculo tan pueril?

—¡Por supuesto! Forma parte del juego. Pero, tranquila, no espero que lo entiendas. Es demasiado para ti.

—¿Demasiado para mí? ¡Pero si te he dejado cazando moscas con las dos primeras bolas! —objetó, gritona—. ¿Por qué no reconoces que te ha sorprendido para que me pueda ir satisfecha? ¿O tus prejuicios no te permiten reconocer que lo he hecho mejor de lo que esperabas?

—¿Prejuicios? ¿Prejuicios sobre qué, exactamente?

—¿Sobre qué va a ser? Sobre mí, sobre mi capacidad. Mujer, joven, brazos flacuchos… ¡No paras de juzgarme! Empiezo a pensar que tienes un problema con el sexo opuesto.

Aquello me noqueó. Ya no estábamos en la fase de provocación, ella parecía dolida y me acusaba de algo que no era cierto.

—¿Yo prejuicios? ¿Prejuicios contra las mujeres? —Me acerqué a ella, muy molesto, y le quité la bola que sostenía en la mano—. Mi hermana MC es bombera en una de las unidades de más actividad de Chicago y juega al béisbol desde antes de saber andar. Puede lanzar una bola a una velocidad diez veces más rápida que yo, batea cualquier cosa que le lances y te sorprendería verla correr en un campo de béisbol de verdad —enumeré, remarcando cada punto con dedos tensos—. No tengo prejuicios de ningún tipo contra las mujeres, creo que sois capaces de hacer lo que os propongáis. Mi madre y mi hermana han sido el mejor ejemplo que he podido tener. —Di un paso atrás para tomar distancia. No me había dado cuenta de lo cerca que estábamos hasta que la brisa tropical de la tarde ondeó su pelo y me rozó el brazo—. Siento haberte dado una impresión equivocada, algo muy habitual últimamente.

Recogí la bolsa de pelotas y se la di a Wang para que continuara jugando con los niños. Yo ya no tenía ganas. Me sentía incómodo y necesitaba alejarme de la italiana tanto como me fuera posible.

Por suerte para mí, Derek Bolton estaba al caer. Él la llevaría de vuelta a su habitación de hotel y todo volvería a la normalidad.

O eso creía.

- 6 -

Isabella

No había habitaciones disponibles.

Bolton se presentó horas más tarde con la noticia y me entraron ganas de llorar. El hotel se había visto obligado a cerrar la parte dañada por la tormenta. Las reparaciones afectaban a la estructura y el problema tardaría semanas en resolverse.

—¡Pues que me asignen otra habitación!

—¿En plena temporada alta? —me recordó—. Hay turistas haciendo cola de aquí hasta Puerto Nariño para alojarse en la zona. Está todo completo.

—¿Y otro hotel?

—Completo, lo siento. Tuviste suerte al reservar una habitación con tan poco tiempo. La universidad de Thomas tuvo que alquilar una casa…

—¡No me hables de Thomas! No quiero saber lo bien que lo hace todo —me exalté y di un par de vueltas sobre mí misma con las manos en las caderas porque si me quedaba quieta me vendría abajo—. Búscame una solución, Derek, te lo ruego.

—¡Es que no sé qué quieres que haga, Isabella! Ya he hecho todo lo que estaba en mi mano, le devolverán el dinero a la universidad, pero no puedo hacer más. No es mi función resolverle la vida a la gente del equipo. Habla con tu coordinador del rectorado y que lo solucionen ellos.

Regresé a casa de Thomas agotada psicológicamente, pero preparada por lo que pudiera pasar cuando le dijera que no podía irme. Estaba avergonzada. Me había equivocado con él, no debí acusarlo de aquella manera. La forma de hablar de las mujeres de su familia me removió muchos sentimientos. Había auténtica devoción y una nostalgia que envidié.

Llamé a la puerta antes de abrir con mi propia llave. Thomas estaba sentado en la cama rodeado de las notas de alguno de sus reportajes. Era tan organizado y metódico que me daban ganas de lanzar los papeles al aire. Avancé hasta el colchón que había en el suelo, me dejé caer y me hice un ovillo.

En algún momento entre querer explicarle a Thomas por qué estaba de nuevo allí y lamentarme en silencio por mi mala suerte, debí de quedarme dormida. Cuando desperté era noche cerrada y yo seguía en la misma posición, salvo por un detalle: la mosquitera de la cama de Thomas me cubría a mí en vez de a él, que dormía a pierna suelta.

Lo miré durante un buen rato, contemplé su respiración pausada y constante, me deleité con la forma de su cuerpo, tan perfecto. Ya no dormía desnudo, era algo que debía agradecerle, aunque la visión de Thomas Gallagher como su madre lo trajo al mundo había sido un pensamiento más recurrente de lo que me gustaba admitir.

Me atraía el color de su pelo, la tonalidad castaña me recordaba a las hojas secas de la vid, y cómo le caía sobre los ojos cuando sacudía la cabeza. Era un chico guapo, tenía ese tipo de belleza que ninguna mujer podía ignorar, con un aire de inocencia muy seductor y una mirada risueña y canalla al mismo tiempo. Se mordía el labio inferior cuando estaba de broma y ese gesto, que al principio me parecía infantil, ya no lo era tanto después de una semana. Hacía que mi atención fuera directa a sus labios y que mi mente imaginara las cosas que podría hacer esa boca…

«Dios mío, no pienses en eso».

Me removí, incómoda, y golpeé el vaso vacío que había junto al colchón. Thomas se sobresaltó y se sentó en mitad de la cama, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz ronca.

—Las dos, más o menos.

—¿Y qué haces despierta? Duérmete.

Se tumbó de nuevo y se cubrió los ojos con un brazo.

—Gracias por… esto —susurré y sacudí un poco la mosquitera.

Él me dio la espalda. Los ojos se me fueron a su trasero de manera automática. ¡Era un trasero divino!

—Mañana te compras una. Con dar de cenar a los mosquitos una noche tengo suficiente.

—Thomas, yo…

—Mañana. Duérmete.

No pude hablar con él a la mañana siguiente, ni a la siguiente tampoco. Mentiría si dijera que no tuve ocasión. La tuve, pero no me atreví. Nos movíamos por la casa sin mirarnos, sin tocarnos, incluso empecé a ser un poco menos desordenada para no ver su gesto ceñudo cada vez que entraba por la puerta. Se lo debía. Derek Bolton le explicó la situación y él la acató, aunque yo le molestaba, lo percibía.

Mientras tanto, cada día de trabajo era un paso de gigante en un proyecto que empezaba a dar resultados. La canalización del agua iba a buen ritmo, las extensiones de tierra que estábamos preparando para los cultivos se encontraban en fase de abono. En cuanto llegara el momento de la siembra nos despediríamos de los ticuna y nos pondríamos manos a la obra con los poblados de los inga.

—Isabella —me llamó Derek el miércoles nada más llegar al poblado—, ¿has hablado con la universidad para solucionar lo del alojamiento? Thomas me está presionando y…

—Lo intentaré a la hora del almuerzo, pero no puedo asegurarte nada. Su presupuesto no incluía contratiempos y ahora todo es mucho más caro. Si desde aquí no podemos encontrar una solución más económica…

—Lo más económico es que te lleves bien con Thomas y te beneficies de su hospitalidad. Él estará aquí un par de meses más, luego ya se verá.

El problema era que a Thomas no le hacía ninguna gracia la situación y no podía culparlo. Era una casa diminuta.

Aproveché que algunos de los intérpretes tenían que volver a la ciudad para ir con ellos hasta Tabatinga. Wang me había recomendado un bar con conexión wifi y no fue difícil encontrarlo. Sin embargo, la respuesta del rectorado fue tan rotunda como desalentadora: no podían invertir más de lo que ya habían destinado al proyecto. O me costeaba un alojamiento por mi cuenta o regresaba a Italia, a Bolgheri…

«No puedo volver. Todavía no».

Le había plantado cara a mi familia y, a pesar de que me sentía muy mal por cómo habían terminado las cosas, estaba orgullosa por haber conseguido lo que me había propuesto. ¿Qué imagen iba a ofrecer si volvía a casa después de una semana? Sería como darles la razón, como admitir que, en el fondo, no era más que una rebelde sin causa.

Malditos fueran todos. No tendría que ser así, no debería odiar mi propia tierra, pero ellos lo lograron. Tenía veintiséis años, miles de ideas, y ni uno de mis hermanos me apoyó cuando quise proponérselas a mi padre. Ni uno de mis cuatro hermanos mayores, todos hombres, prepotentes y cargados de razón.

«Tú no los odias, Isabella», me dije con el corazón un poco más roto, y para demostrarme que era cierto, abrí una pantalla de videollamada y contacté con Tiziano, el más comprensivo.

—¡Por el amor de Dios, Isabella! Hace más de una semana que esperamos noticias tuyas, ¿es que no tienes un poco de conocimiento? ¡Estábamos preocupados!

—Aquí no es fácil comunicarse —me excusé, pese a no tener justificación—. Las conexiones son un poco limitadas.

—Ni un mensaje ni un correo electrónico, ¡nada! Podría haberte pasado algo y no nos hubiéramos enterado —me regañó—. A veces pienso que padre tiene razón al tratarte como a una niña.