Deja que entre el sol - Patricia A. Miller - E-Book

Deja que entre el sol E-Book

Patricia A. Miller

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Beschreibung

Nadie había mirado a Margot Addams como lo hizo aquel aspirante a bombero el verano del 71. Ella, con su ingenuidad por bandera, sus pensamientos un tanto disparatados, y un sentido de la libertad no apto para todos los públicos, descubrió la magia del primer amor en el fondo de unos ojos tan azules como el cielo en verano.  Nadie se había acercado tanto al corazón de JC Gallagher como lo hizo aquella muchacha tan ingeniosa. Él, que no creía en el amor y que solo deseaba concentrarse en su profesión para no defraudar a su padre, se dejó arrastrar por la energía de un torbellino de rostro inocente.  Nadie les dijo lo difícil que sería estar juntos; nadie les habló de los sueños rotos, del miedo que les agujereaba por dentro ni de la desilusión.  Tuvieron que ser valientes para descubrir por sí mismos si había un lugar para ellos y averiguar cómo conseguir que las dudas y la oscuridad se desvanecieran. No fue fácil, pero cuando se miraban a los ojos y se cogían de la mano, nada más importaba.  Solo había que abrir el corazón y dejar entrar el sol.

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Índice de contenido
Prólogo
1. Margot
2. JC
3. Margot
4. JC
5. Margot
6. JC
7. Margot
8. JC
9. Margot
10. JC
11. Margot
12. JC
13. Margot
14. JC
15. Margot
16. JC
17. Margot
18. JC
19. Margot
20. JC
21. Margot
22. JC
23. Margot
24. JC
25. Margot
26. JC
27. Margot
28. JC
29. Margot
30. JC
31. Margot
32. JC
33. Margot
34. JC
35. Margot
36. JC
37. Margot
38. JC
39. Margot
40. JC
41. Margot
42. JC
43. Margot
44. JC
45. Margot
46. JC
47. Margot
48. JC
49. Margot
50. JC
51. Margot
52. JC
53. Margot
54. JC
55. Margot
56. JC
57. Margot
58. JC
59. Margot
60. JC
61. Margot
62. JC
63. Margot
64. JC
65. Margot
66. JC
67. Margot
68. JC
69. Margot
70. JC
Epílogo: Margot
Agradecimientos

Título: Deja que entre el sol

© 2022 Patricia Rodríguez Huertas

____________________

Corrección: Xavier Beltrán

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: febrero 2022

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2022: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

A mi madre.

Prólogo

Springfield, Illinois. 1963 Escuela Católica de Santa Agnes

—¡Póngase en pie, señorita Addams! Necesita que alguien le enseñe disciplina y parece que Dios ha dejado en mis manos esa laboriosa tarea.

No quiso arrastrar la silla, esa era la verdad, pero el chirrido resonó en el aula, y todas las niñas se estremecieron de terror. Era un sonido espantoso y la hermana Ethel lo odiaba.

—Eso le costará un castigo más, señorita Addams. ¡Fuera!

Ni una sola de sus doce compañeras presentes levantó la mirada del pupitre, no mientras ella estuviera allí; no mientras los ojos de la monja la miraran con el brillo de la autoridad.

«Su autoridad». Una que a ella le costaba reconocer.

Le temblaron las piernas y el miedo apenas le permitió dar un paso tras otro sin tambalearse. Le suplicó al crucifijo de la pared que cayera un rayo, que sonara la campana, que alguien viniera a salvarla. Pero su ruego silencioso solo enardeció más a la hermana. Estaba furiosa y la arrastró del brazo con tanta saña que el gemido reverberó en el pasillo.

«No llores, Margot». Si lloraba, estaba perdida.

¿Qué había de terrible en mirar por la ventana? A la hermana Francine no le importaba siempre que hubieran acabado la tarea. Fuera, la primavera se había engalanado de flores y mariposas, y Margot adoraba las mariposas, adoraba verlas revolotear por el jardín y se quedaba embobada imaginando que era una de ellas y que podía ir donde el viento la llevara.

Para la hermana Ethel su actitud constituía una falta muy grave, decía que esos bichos inmundos eran el mal de Lucifer y que Margot iría derechita al infierno por culpa de su atolondrado comportamiento.

—Una criatura de Dios se muestra sumisa y obediente —masculló—, pero a ti te dieron unos ojos demasiado grandes y una curiosidad que solo tienen los siervos del mal.

Para la hermana Ethel todo lo que no era de su agrado se consideraba pecado, y las niñas, cuya mente resultaba fácilmente impresionable, creían en su visión como si fuera una verdad absoluta. Pero ¿qué había de malo en mirar el vuelo de las mariposas? ¿Qué había de malo en ser como ella? Dios la había hecho así, con la mirada despierta y la cara redonda, con ganas de cerrar los ojos al recibir los rayos del sol. Soñadora, parlanchina, enamorada de la vida…

Solo era una niña de siete años.

La segunda vez que la hermana Ethel la sorprendió mirando a través de los cristales del aula decidió imponerle un castigo ejemplar. Y con «ejemplar» quería decir que sería algo que no olvidaría jamás, ni Margot ni ninguna de las otras criaturas que se habían convertido en estatuas mientras abandonaban el aula.

Margot tropezó con los adoquines y se cayó de bruces, pero eso no detuvo a la hermana Ethel. La vara de madera, que era una prolongación natural de su mano, asomó entre los pliegues del hábito como una amenaza de lo que le esperaba si no se ponía de pie y continuaba andando. La madre Mary le había prohibido pegar a las alumnas, pero todas habían visto cómo lo hacía con las más pequeñas cuando no obedecían sus estúpidas normas de comportamiento.

—¿Necesita usted que la ayude a caminar, señorita Addams? —preguntó con una ceja levantada.

—No, hermana.

Margot se sacudió las magulladuras de las rodillas y se apresuró tras la monja. No se quejó al sentir el roce del calcetín sobre la herida que se había hecho, pero sí ahogó un gemido al ver el rumbo que tomaba la hermana Ethel.

«A la cueva de la capilla no, por favor. Allí no».

Había tantas historias acerca de lo que pasaba en las profundidades de aquel lugar que fue deteniéndose poco a poco, hasta que sus pies dejaron de obedecerle. No quería que la encerrasen tras las puertas del infierno.

La hermana mayor de Elizabeth White estuvo allí y no dejó de llorar durante días. Las chicas del último curso susurraban que allí se te comían el alma supuestamente corrompida y te condenaban a vagar para siempre por los fuegos del averno. Decían que una niña había muerto en aquel espacio sagrado y que sus huesos formaban parte de las paredes de piedra que había tras la puerta de hierro, detrás del altar.

«La puerta del infierno».

—No —musitó sin poder contener las lágrimas. Margot quería irse con su mamá.

—¿Ha dicho usted algo? —La hermana se detuvo y la desafió por encima del hombro—. ¡Muévase o será la vara la que la mueva!

—No. —Apretó las manitas a la altura de los labios—. No lo haré más. Por favor…

—Rogar y llorar no la va a librar del castigo, pequeño demonio. Si no se mueve por las buenas, será por las malas. Ya rezará cuando le llegue la hora.

Margot dio un paso atrás y luego otro. Si echaba a correr, no podría cogerla. Todas sabían que las hermanas no eran muy propensas al ejercicio físico, y la hermana Ethel, en concreto, lo único que movía a la perfección era la mandíbula cuando comía.

Pero también sabía que terminaría por encontrarla y, entonces, sería mucho peor. No solo la encerrarían, también llamarían a sus padres y ellos la castigarían. A su madre le gustaba ese colegio, ella estudió allí y fue una gran alumna, pero las hermanas decían que Margot no se parecía a ella, que era demasiado rebelde.

La mano de la hermana Ethel la agarró por la nuca y apretó fuerte para hacerla andar.

—Aprenderá lo que es el respeto, señorita Addams, y luego se someterá a la ira de Dios para que Él juzgue sus pecados.

—No —gimoteó al atravesar la puerta de la vieja capilla.

Si no hubiera estado tan aterrada, se habría dado cuenta de que no era un lugar tan espantoso. No era más que piedra sobre piedra. Olía a humedad, pero también a cirios y a flores frescas. Los colores de las dos únicas vidrieras eran más intensos a contraluz, y la imagen tallada de Santa Agnes tenía un gesto apacible y esperanzador.

Pero lo que había detrás del altar era otra historia.

La hermana se persignó y le dio un fuerte coscorrón para que ella también lo hiciera. Luego, extrajo una pesada llave del bolsillo del hábito y la encajó en la cerradura oxidada de aquella puerta que daba tanto miedo.

—Así aprenderá a prestar atención, a no distraerse, a ser mejor alumna y a poner un poco de orden en esa cabeza invadida por los malos pensamientos. Rece, señorita Addams, rece. Tal vez Él se apiade de usted y le salve el alma. O tal vez no.

Oyó el sonido de los goznes oxidados como si fueran gritos en el silencio. Se tapó las orejas y apretó los ojos. Las lágrimas le mojaron el cuello del uniforme y los labios le temblaron entre pucheros e hipidos.

—Por favor, hermana, no lo haré más, se lo prometo. No volveré a hacerlo.

—Seguro que no —sentenció la monja, y la empujó dentro de aquella oscuridad espesa y pegajosa.

Margot gritó. Gritó mientras se cerraba la puerta, gritó al oír la llave girar, al no ver nada alrededor, al no saber qué pisaban sus pies. Gritó y lloró y golpeó la puerta con los puños, pero la hermana Ethel no volvió.

No supo cuánto tiempo pasó de pie, con la espalda pegada a la pared. ¿Y si había alimañas? ¿Y si allí dormían las gárgolas de verdad? ¿Y si ella también moría en ese pedacito del infierno y sus huesos se quedaban en las paredes? Se apartó horrorizada por la idea, tropezó y cayó al suelo. Por mucho que abriera los ojos, no podía ver nada, sus manos estaban mojadas, pero era imposible identificar qué las había empapado. ¿Era humedad? Allí hacía frío. ¿Y si era sangre…?

La repugnancia que sintió la puso de pie de un salto. Solo se oía su respiración, sus sollozos y todo un mundo de ruidos aterradores, cortesía de una imaginación sobreexcitada.

Odiaba a la hermana Ethel.

Odiaba aquel colegio.

Odiaba la oscuridad.

No volvería a estar a oscuras nunca.

Nunca más.

1. Margot

Springfield. Verano de 1971

Me escapé por la ventana de mi habitación mientras Richard Nixon anunciaba la cancelación unilateral de los acuerdos de Bretton Woods con las Naciones Unidas. Mis padres estaban embobados frente al televisor, como buenos republicanos, como siempre que el presidente aparecía en antena, y yo había quedado con mi amiga Dotty en el árbol junto a la parada del autobús, como cada sábado desde que ella y su familia se mudaron a la casa de enfrente, hacía ya cuatro años.

El verano aún no había llegado, pero sí el calor infernal. El fuego del asfalto me quemaba las plantas de los pies a través de la suela de las sandalias y el sudor me mojaba las axilas. Tampoco ayudaba que llevase pantalones a medio muslo, en vez de esos shorts que vestían las chicas de mi edad, y que mi madre no aprobaba. En realidad, mi madre no aprobaba nada de lo que yo hiciera.

—Tengo que volver dentro de diez minutos. —Bufé y me dejé caer junto a Dotty en el banco de piedra—. Si me llaman a comer y no estoy, no me dejarán salir hasta los veintiuno.

—¡Bah! Nixon está dando un discurso en la tele, tendremos treinta minutos de paz asegurados. Tu padre lo adora, no os sentaréis a comer hasta que haya acabado.

Tenía razón. Dotty siempre tenía razón.

Éramos las mejores amigas en la historia de las mejores amigas, pero tan diferentes como el agua y el aceite. Ella provenía de una familia de mente abierta, pintores y artesanos, almas libres que disfrutaban siendo libres, con sus extravagancias y sus disparates. Por eso Dotty era tan feliz, tan alocada, tan soñadora. Yo, en cambio, era una chica convencional sometida a las estrictas normas de mis padres. Una muchacha ejemplar por fuera, una mente inquieta por dentro.

—¿Has pensado ya qué harás cuando acabemos el curso? ¿Vendrás con nosotros?

Negué, apenada. Ni siquiera se lo había preguntado a mis padres. ¿Recorrer el país por carretera hasta San Francisco con un mercadillo ambulante? Eso solo era para hippies. Podía oír a mi madre disertar acerca de lo holgazana que era la gente como los Baker, lo mal que olían y la falta de moral que los caracterizaba. Pero los padres de Dotty no eran así, y mi madre lo sabía. No ponía reparos a visitar su casa, incluso me dejaba pernoctar allí, pero ¿de vacaciones en una furgoneta? ¡Ni hablar!

A mí, por el contrario, me parecía toda una aventura; me fascinaban las historias que contaban los Baker: dormir al raso, quemar malvaviscos, danzar bajo la luna en medio de desconocidos. Adoraba su manera de disfrutar de la vida, sin límites ni barreras.

—Me quedaré aquí y moriré de aburrimiento —respondí después de dar una breve calada al cigarrillo que Dotty le había birlado a su padre.

—No morirás de aburrimiento, Margot. Saldrás con las chicas de tu clase, haréis hogueras a la orilla del lago y os bañaréis en la piscina. Eso te dará la oportunidad de conocer a muchos chicos. —Me dio un codazo y me atraganté con el humo. ¿Estar con chicos en la piscina? Antes tendría que aprobarlo mi madre, y era casi tan improbable como que me dejara ir de vacaciones con Dotty—. Venga, no será tan malo. Tendremos un montón de historias que contarnos, nos mandaremos cartas…

Un par de bocinazos resonaron por encima de las palabras de mi amiga. Un imponente camión de bomberos amonestó a unos niños que se habían cruzado en su camino y reemprendió la marcha muy despacio, tan despacio que tuve oportunidad de ver a los ocupantes.

De verlo a él.

Oh. Dios. Mío.

Mi corazón latió a un ritmo muy extraño. Me quedé muy quieta, con la boca abierta, con la mano suspendida en el aire, con el cigarrillo humeando entre los dedos… Recuerdo que parpadeé muchas veces, la lentitud del camión era algo casi irreal. Él me miraba fijamente, como si solo me viera a mí. Y luego vino aquel gesto, aquella media sonrisa, aquel guiño que me devolvió a la realidad. La vida retomó su ritmo habitual, el camión giró en la siguiente esquina y solté la colilla al notar la quemazón en los dedos.

—¿Has visto eso? —preguntó Dotty—. Te miraba a ti.

«Me miraba a mí», me dije. Dios mío, nadie me había mirado así jamás.

—Tiene que ser la nueva dotación de bomberos de la que hablaba mi padre —supuso Dotty—. Está en Chatham Road. ¿Vamos?

—¡No! —exclamé, horrorizada—. Tengo que volver a casa. Mi madre me matará.

—¡Venga, Margot, hagamos algo divertido! Es sábado, Nixon aún estará un buen rato hablando, y me aburro —se quejó con tono lastimero—. No te vayas, por favor. Mi madre quiere que hagamos atrapasueños, y me obligará a ir a por las plumas de las gallinas de la señora Blosom.

—En otra ocasión, te lo prometo. Además, ¿qué pensarán de nosotras si nos presentamos en el parque de bomberos? No es propio de…

—Bla, bla, bla, detesto cuando hablas como tu madre. Me gusta más la Margot atrevida. ¡Iremos mañana! —decidió—. Nos veremos aquí cuando vuelvas de la iglesia.

Lo pensé un segundo y asentí.

—Solo un paseo.

—Solo un paseo —aceptó Dotty con una pícara sonrisa—. Prometido.

2. JC

«Novato, novato, novato», estaba harto de esa palabra. Y también estaba harto de que el nombre de mi padre saliera en todas las conversaciones. No hacía falta que nadie me recordara que James Curtis Gallagher era un héroe. ¡Yo vivía con él!

Quise ser como él desde la primera vez que lo vi con uniforme. Pero nunca imaginé que ser hijo del bombero más cualificado de Springfield pudiera ser tan duro. No me medían con el mismo rasero que a los demás; a mí se me exigía el doble, porque era un Gallagher. Tampoco ayudaba que mi padrino fuera el jefe de distrito Traveller. John me apretaba demasiado, me había puesto bajo las órdenes de uno de los capitanes más tiranos del cuerpo porque, según él, se me tenía que curtir la piel. ¡Y un cuerno! Lo único que estaba consiguiendo era que regresara cabreado a casa después de cada servicio.

Di un portazo al llegar y subí las escaleras hasta mi cuarto. No tenía ganas de ver a nadie, no estaba de humor para sentarme a cenar. Mi padre me preguntaría cómo había ido el día y yo no podría ocultarle que había sido uno de los peores de mi vida.

Me habían humillado, se habían reído de mí porque era el maldito novato de la compañía, me habían gastado una broma que no tuvo gracia y terminé sentado delante del capitán balbuceando como un niño. ¡Si hasta había sentido el nudo en la garganta que precede a las lágrimas!

Apreté la cara contra la almohada y ahogué un grito de frustración. Descargar puñetazos contra el colchón no me alivió en absoluto, pero era mejor que hacerlo contra la pared o contra el rostro de Charlie Flint, el capullo que me había endosado aquellos maniquíes como si fueran víctimas. Creí que había hecho una heroicidad, pero solo fue una pérdida de tiempo y el motivo de las burlas de todos mis compañeros.

Mi madre llamó a la puerta de la habitación y puso fin a mi momento de autocompasión.

—Te he traído algo de cenar —musitó, insegura—. ¿Estás bien?

Encendí la luz de la mesilla y me conmovió su aspecto: había estado llorando. Los ojos hinchados y la nariz enrojecida la delataron.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está papá?

Un encogimiento de hombros fue la única respuesta que recibí. Se entretuvo unos segundos en ordenar la ropa que yo había dejado tirada de cualquier forma y le di el espacio que necesitaba. Era una mujer fuerte, decidida, valiente, salvo cuando tenía que enfrentarse al miedo de perdernos a papá o a mí.

No obstante, no podía haber pasado nada grave, o yo lo sabría.

—Tu padre ha ido a ver a un compañero de otra unidad. Nada importante.

—Y, entonces, ¿por qué estás así?

Volvió a encogerse de hombros y no la presioné. Formaba parte de su manera de protegerse, por si algún día era el teléfono de nuestra casa el que sonaba en el silencio de la noche. Por si los siguientes éramos nosotros.

Me levanté de la cama y la abracé con cariño. Ojalá hubiera podido prometerle que todo iba a ir bien, que no tenía que preocuparse. Pero no podía hacer eso, no podía mentirle. La nuestra era una profesión de riesgo, donde cualquier imprevisto podía alterar el curso normal de nuestras vidas para siempre. Mi padre y yo lo sabíamos y ella también, lo había aprendido a la fuerza.

La estreché más fuerte cuando la oí suspirar. Me dolía su congoja. Me sentía responsable de buena parte de su preocupación. Ella eligió amar a un bombero, fue su decisión, pero seguir los pasos de mi padre fue la mía, y le había causado una herida que no tenía alivio ni cura, que era para siempre.

—Creo que cenaré abajo contigo y después podemos ver el nuevo episodio de la familia esa que tanto te gusta. ¿Cómo se llaman?

—La tribu de los Brady —respondió más animada—. Me encanta la criada.

Y a mí me encantaba verla sonreír de nuevo.

3. Margot

—¿Has hecho brownies para los bomberos? —preguntó Dotty, sorprendida—. Vaya, chica, ayer solo querías dar un paseo y hoy pretendes meterte en la boca del lobo.

—Solo es un detalle. Somos chicas educadas.

Había escondido unos cuantos trozos de brownie en una servilleta para que mi madre no los viera. Por muy amable que fuera el gesto, a mamá se la hubieran llevado los demonios de haber sabido quién se los comería.

Caminamos cogidas del brazo hasta el 2502 de Chatham Road. Llevábamos vestidos de domingo, zapatos limpios y una amplia diadema que mantenía perfecto nuestro pelo enlacado. Dotty estaba preciosa, yo solo era una chica del montón. No podía competir con sus grandes ojos azules ni con el rubio natural de un ángel. Mi mirada oscura no era cautivadora, tenía la boca demasiado grande, una melena indomable y unas caderas de talla extra large. Mi mejor baza era mi ingenio, pero eso no sería suficiente para encandilar a nadie.

Además, me quedaba en blanco cuando me ponía nerviosa y solo decía tonterías. A los chicos guapos no les gustaban las tonterías.

—Es un lugar bonito, ¿no te parece? —comentó Dotty al llegar.

Arrugué la nariz y me salió una mueca de asco. Aunque fuera de nueva construcción, aquel sitio solo era una mole de ladrillos rojizos con unos cuantos árboles alrededor.

—Es horrible. Huele a combustible y a goma quemada.

—La belleza está en el interior, Margot.

«Literalmente», pensé. Si el muchacho del camión estaba allí, la frase habría dado en el clavo.

—¿Buscáis a alguien? —preguntó un afroamericano recién salido de ninguna parte—. ¿Necesitáis ayuda?

—Nosotras… No… Solo hemos…

—Hemos venido a daros la bienvenida al barrio —intervino Dotty. Se acercó a mí, me quitó el hatillo de brownies y se los ofreció al bombero—. Los ha hecho mi amiga. Están muy buenos.

El hombre nos miró un poco confundido, pero la sonrisa de Dotty lo conquistó y terminó por sonreír él también.

—Vaya, gracias. No teníais por qué hacerlo. —Se volvió hacia el interior del parque y silbó fuerte—. ¡Eh, muchachos! Tenemos visita.

Cinco hombres de diferentes edades acudieron a la llamada, pero ninguno era el chico que yo había visto. Dotty habló con ellos y les sacó algunas carcajadas, mientras yo, en segundo plano, me retorcía la tela de la falda, incómoda con la situación.

—¡Novato! Si no vienes, te quedas sin bizcocho —gritó uno de ellos.

El chico apareció y mi cuerpo reaccionó con un súbito bochorno.

Era tan perfecto…

Llevaba un mono de trabajo en el que no cabía ni una mancha de grasa más, se limpiaba las manos con un trapo negro como el carbón, iba despeinado y con la cara sucia, pero todo eso lo hacía aún más atractivo.

Solo tuve ojos para sus ojos. Eran de un azul intenso, limpio, como el del cielo de Springfield en verano. Le caía un mechón en la frente y me di cuenta de que no lo llevaba a la moda como sus compañeros. Nada de grandes patillas, nada de medias melenas, nada de rizos a lo afro, no. Él lo llevaba corto de los lados y más largo por arriba, como Jim Stark en Rebelde sin causa.

Suspiré, y debió de ser un suspiro enorme porque todos se rieron.

—Parece que a nuestro novato le ha salido una admiradora.

Me puse tan roja como la carrocería del camión. Él seguía sin inmutarse, continuaba limpiándose las manos y me miraba con el ceño fruncido, como si le molestara mi respiración.

Uno de sus compañeros le ofreció un trozo de brownie, pero él lo rechazó.

—No me va el dulce. Soy más de salado —pronunció con una voz tan profunda que se me erizó el vello de la nuca.

—No les hagas ese feo a las chicas, hombre. Los han hecho para nosotros.

—Los ha hecho Margot —insistió Dotty.

—Sí, eso, los ha hecho Margot —se burló un bombero que imitó el tono jovial de mi amiga.

A él se le dibujó una sonrisa en los labios y, sin apartar la mirada de la mía, alargó la mano, cogió un brownie, lo mordió y lo volvió a dejar.

Era de mala educación observar a la gente cuando comía, pero yo lo miré a placer mientras masticaba. Lento, muy lento, como todo lo que hacía.

—Demasiado dulce —murmuró—. Vuelvo dentro, chicos. Señoritas. —Inclinó la cabeza a modo de despedida y desapareció por donde había llegado.

Me quedé tan desolada que no presté atención a la charla de Dotty de regreso a casa. Para ella la visita había sido fascinante, para mí fue una humillación.

4. JC

¿Bizcocho de chocolate? ¿Niñas atolondradas en la puerta del parque? No pensaba caer en otra broma más. Lo último que me faltaba era que el capitán me pescara perdiendo el tiempo cuando me había ordenado que le sacara brillo a la carrocería del camión bomba.

—Así no conseguirás echar un polvo en la vida, novato —advirtió Charlie Flint—. Podrías haber sido un poco más amable con las chicas.

—Eran dos niñas —gruñí.

—¡Como tú! —exclamó O’Connors, y me palmeó la espalda tan fuerte que por poco doy con la frente en el camión—. Pero las niñas crecen y se hacen mujercitas. La rubia estará cañón dentro de un par de años.

—Demasiado espabilada para el novato —apuntó Ross—. Le iba más la morena. ¿Habéis visto cómo lo miraba? ¡Quería comerte!

—Si es verdad que ha hecho estos bizcochos, cásate con ella. —Bernard Campbell dio otro bocado al brownie que sostenía en la mano y gimió con teatralidad—. Si vuelve por aquí, dile que te dé la receta. Mi mujer tiene que aprender a preparar esta maravilla.

Esas dos chicas les dieron material para tocarme las narices un día más. Las imitaron hasta doblarse de la risa, me lanzaron besos, incluso me hicieron reír con sus payasadas. Cuando advirtieron que sus bromas ya no me molestaban tanto, se relajaron un poco.

—Y, entonces, ¿cómo es tu mujer ideal, novato? —quiso saber Ross mientras preparaba una nueva cafetera.

—No tengo una mujer ideal —respondí.

—Pero algún día querrás sentar la cabeza, ¿no?

—No.

No entraba en mis planes formar una familia, ni pronto ni tarde, y no entendí por qué aquella confesión les causó tanto impacto, no era tan extraño.

Me miraron como si hubiera jurado en vano y sacudieron la cabeza, en señal de desaprobación.

—¿No quieres casarte y tener hijos? —insistió Ross en nombre de todos.

—¿Y dejar viuda y huérfanos si me pasa algo? No, gracias.

—Vaya, chico, eso dice mucho de ti —dijo Campbell con el ceño fruncido.

—O muy poco —añadió O’Connors—. No llevas ni medio año en el cuerpo y ya dudas de tus posibilidades.

—No dudo de mis posibilidades, es solo que…

—¡A lo mejor le van los hombres! —exclamó Flint.

Me dieron ganas de estamparle el puño en la cara. Por suerte, los demás no le rieron la gracia.

—Dejad al chico en paz —intervino Joe Burnham desde su sillón frente al televisor. Era el mayor de la compañía y el único que nunca entraba en el juego de sus compañeros—. Cuando llegue la mujer adecuada, lo sabrá.

—Y, si no llega, su mamá seguirá limpiándole los calzones cuando se cague encima —voceó Flint.

Apreté los puños, dispuesto a partirle la nariz. Estaba harto. Pero un aviso de incendio lo libró de terminar sangrando como un cerdo. Y a mí me salvó de poner fin a mi carrera como bombero.

5. Margot

El despido de la señorita Carpenter, nuestra profesora de Educación Física, a una semana de terminar el curso, causó tal revuelo en el instituto que no se habló de otra cosa en toda la semana. Sus ideales no iban en consonancia con el colegio católico en el que yo estudiaba; había normas no escritas entre el profesorado, y ella se las había saltado todas por el simple hecho de hablar sin pelos en la lengua con las alumnas.

Fue una noticia terrible. Era la mejor persona que había conocido en mis dieciséis años.

—Se lo tiene merecido —dijo mi madre mientras disponía las láminas de lasaña en una bandeja—. Me han dicho que las niñas de primer curso la vieron en las duchas del vestuario ¡desnuda! ¡Qué vergüenza!

—¡Oh, sí, qué vergüenza! —ironicé. Picoteé unos trocitos de queso que había en un plato, pero mi madre lo apartó con un gruñido—. Debería ducharse vestida. ¡Qué desfachatez!

—¡Margot! Te prohíbo que me hables en ese tono. El sarcasmo no es propio de una señorita. —Emitió un suspiro de exasperación y se llevó la mano a la frente—. No sé por qué me esfuerzo en hacerte comprender. ¡Eres una niña!

—No soy una niña, madre. Y la señorita Carpenter era…

—¡Da igual! No quiero seguir hablando de esa mujer. El claustro ha hecho bien en cesarla. No era una buena influencia. —Quise protestar, pero no me dejó—. ¡No, Margot! Ni una palabra más. Me has provocado jaqueca. Prepara la comida, voy a echarme un rato.

Así terminaban todas las conversaciones con mi madre, con jaqueca, con censura, con prohibiciones que solo conseguían que me interesara más por los temas que ella evitaba. ¿Por qué no podía ser como la madre de Dotty? Con la señora Baker se podía hablar de todo, incluso de sexo.

También se podía hablar de todo con la señorita Carpenter. De hecho, era algo que algunas alumnas hacíamos con frecuencia.

—Tenéis que pelear por lo que deseáis en la vida, chicas. Sed persistentes —nos dijo—, sea cual sea el objetivo, no dejéis de perseguir vuestros sueños.

Su consejo me caló hondo. Pelear por lo que quería era mejor que esperar sentada. Si no hacía algo, un día me levantaría de la cama y me habría convertido en mi madre.

Ese pensamiento me sobresaltó. Cualquier chica desearía ser como Margaret Addams. Era una mujer guapa, distinguida y se había casado con un hombre atractivo con un buen sueldo. Vivía en un barrio muy próspero y se jactaba de ser una buena esposa, una buena madre y una ciudadana comprometida con las necesidades de los más desfavorecidos. Era la forma elegante que tenía mamá de definirse a sí misma delante de sus amistades. Y sí, era buena esposa, tan buena como cabía esperar. Y sí, también era solidaria: donaba toda la ropa vieja a los pobres. Pero buena madre… Una buena madre no se arrepentía de haber tenido una hija avispada.

No, definitivamente, yo no sería nunca como ella.

Condimenté de más la lasaña perdida en mis aspiraciones de futuro. Quería ir a la universidad, estudiar Historia del Arte, trabajar en un museo, ser independiente, viajar, ver mundo… ¡Todo lo que horrorizaba a mi madre! Ella rezaba para que encontrara a un hombre de buena posición social que me metiera un poco de sensatez en la cabeza. Casarme, tener hijos, ser la esposa ideal… No era un mal plan, pero corrían tiempos de cambio. La década de los sesenta había impulsado muchos cambios en la sociedad, los setenta habían empezado con fuerza y yo ya me sentía parte de esa corriente de libertad que me arrastraba fuera del convencionalismo de mi familia.

Metí la lasaña en el horno y recogí la cocina mientras soñaba despierta, como pasaba la mayoría de las veces. Unos minutos después, el olor del queso fundido y del sofrito me despertaron el apetito y rebañé la sartén con un dedo para probar los restos de carne y tomate.

—Creo que me he pasado con la sal. —Volví a probarla y asentí de acuerdo conmigo misma.

Me acordé del bombero de inmediato. Al chico de los ojos del color del verano le gustaba lo salado. ¿Qué opinaría de mi comida?

«Ve a descubrirlo. Sé tú misma. Sé valiente. Sé libre, Margot».

Esperé a que la lasaña estuviera bien horneada y aproveché que mamá dormía para acercarme al parque con un buen trozo. No sabía qué iba a decir, Dotty era la que siempre llevaba la iniciativa en nuestras locuras, pero me sentí muy viva al aventurarme sola en aquella experiencia. Y muy asustada cuando me vi a las puertas del parque de bomberos.

«Dar marcha atrás es de cobardes, Margot».

No había nadie a la vista cuando entré, y mi idea de llevarle la comida a un chico con el que no había intercambiado ni dos frases empezaba a parecerme una completa tontería. Sin embargo, la curiosidad me empujó hasta las imágenes expuestas en la entrada; me entretuve demasiado y, cuando quise salir de allí, ya era tarde. El camión atravesó el portón y me impidió la retirada.

—¡Mirad quién ha vuelto! —exclamó uno de los bomberos—. Es la chica de los bizcochitos de chocolate. ¿Qué nos has traído hoy, bonita?

Bromearon sobre mi atuendo de colegiala, pues no me había quitado el uniforme, y se rieron de mis trenzas y de mi sonrojo. Pero no se acercaron a mí, tenían que dejarlo todo preparado por si surgía otra emergencia, y eso me dio la oportunidad de observarlos. Eran grandes y fornidos, con maneras toscas y un sentido del humor que no entendí, pero me parecieron simpáticos.

Todos sonrieron al verme. Todos menos uno.

—¡JC, espabila! Hay cuatro mangueras para enrollar —le ordenaron de malas formas.

«Se llama JC», me dije. ¿Qué nombre esconderían esas iniciales?

A él no le sentó muy bien el toque de atención. Bajó del camión y dio un portazo tan fuerte que me tembló la lasaña en las manos.

—¿Qué haces tú aquí? ¿No deberías estar en el colegio?

—Te he traído algo de comer. Es salado.

—¿Qué? —preguntó sin comprender.

—Que te he traído la comida —dije un poco más alto—. Dijiste que te gustaba más lo salado, así que…

—¿Me has traído la comida?

—Sí, lasaña. La he hecho yo —declaré, orgullosa, y le tendí la fuente de cristal—. Hay para dos, por si quieres que te acompañe.

Las risas de sus compañeros lo pusieron de peor humor.

—Vete a jugar a las casitas a otro sitio, ¿quieres?

Se me borró la sonrisa, me ardieron las mejillas y bajé la mirada. Estaba muy avergonzada. Podría haber salido corriendo, pero mis pies decidieron quedarse allí plantados y aumentar la humillación. Apreté los labios para que no me temblara el mentón y respiré de manera entrecortada. Yo solo quería llevarle algo de comer…

—No te preocupes, bonita, si él no se lo come, lo haremos los demás —intervino el que parecía más viejo—. Trae aquí, veamos qué es lo que huele tan bien.

Alargó la mano para coger la lasaña, pero JC se le adelantó. Emitió un gruñido de advertencia hacia su compañero y me arrancó la fuente de las manos.

—Ahora, fuera de aquí.

¿Por qué me hablaba así después de aceptar mi comida? Era muy descortés. Le fruncí el ceño y le dediqué una de mis miradas airadas. No podía ser tan grosero.

—Decir «gracias» sería lo apropiado.

Abrió los ojos, sorprendido por mi reproche, y, a continuación, los entrecerró y se acercó mucho. Demasiado. El corazón empezó a latirme más y más fuerte, las manos me sudaban, las rodillas me temblaban… Se detuvo tan cerca que pude percibir el olor de su sudor mezclado con el aroma acre que llevaba impregnado en la camiseta.

—Me da igual lo que tú creas. Fuera. De. Aquí. Ya. —Señaló el portón con ímpetu—. Este no es lugar para una niña.

—No soy una niña.

—No es una niña, novato. ¡Es toda una mujercita! —voceó otro bombero con un tono de burla muy desconsiderado—. Y te ha traído la comida. Deberías recompensarla.

—Le compraré una piruleta la próxima vez que vaya a la feria —pronunció despacio sin apartar los ojos de los míos.

«¿Cómo? ¿Una piruleta?».

Sentí que me ponía aún más colorada al tiempo que me crecía una furia incontenible en el pecho. Se estaba burlando de mí, y su comentario había desatado las carcajadas del resto de los bomberos presentes.

Ese chico era un insolente y no se merecía ni mi lasaña ni un solo segundo más de mi tiempo. Apreté los dientes e intenté alcanzar el recipiente de cristal, pero fue más rápido que yo y esquivó mis intenciones con un movimiento ágil. Lo volví a intentar con más empeño, pero solo conseguí convertirme en el espectáculo del día.

Al final, me di por vencida y salí corriendo. Sus risas me acompañaron hasta cruzar la acera y más allá de la tienda de ultramarinos de la familia Odrey. Antes de doblar la calle, miré hacia atrás y lo vi. Permanecía de pie en la puerta del parque, muy quieto, serio, con esos misteriosos ojos azules puestos en mí.

Pese a la distancia que nos separaba, nos mantuvimos la mirada unos segundos.

Después de cómo me había tratado, ¿qué hacía ahí plantado?

Me aparté una trenza del hombro con un ademán y enderecé la espalda.

«Dignidad, ante todo, Margot», me recordé, decidida.

Y luego… Luego le saqué la lengua.

Y él… Él sonrió.

6. JC

—¡No conseguirás nada si no te esfuerzas, JC! Cada día, cada noche, a cada segundo: trabajo, trabajo y trabajo. ¡Eres un Gallagher, maldita sea! Si querías relajarte y disfrutar de la vida, haberte hecho hippie.

—Me estoy esforzando, es solo que…

—¿Es solo que qué? —Los ojos de mi padre me advirtieron antes de responderle: no estaba de humor para provocaciones—. No quiero volver a oír nada más sobre ti. ¡Los Gallagher no cometemos errores! ¡Jamás!

—James… El chico acaba de empezar y…

—¡No, Hanna! —gritó—. Lleva sangre de bomberos por las venas. Lo que ha pasado hoy es inaceptable. ¡Inaceptable!

«Malditas mangueras del demonio», pensé una vez a solas.

Hice una mueca de dolor al quitarme la camiseta y me eché en la cama a rumiar mi propio cabreo. No había conseguido controlar la manguera cuando llegó la presión del agua y había vuelto a hacer el ridículo más espantoso delante de mis compañeros y del jefe de distrito, el maldito John Traveller, mi padrino. No había tardado ni una hora en llamar a mi padre para contarle lo ocurrido en los entrenamientos.

Cuatro meses en el cuerpo de bomberos y era la segunda vez que papá montaba en cólera por mis meteduras de pata. Él era el bombero que todos querían ser: valiente, audaz, de pensamiento rápido, tan compenetrado con el fuego como con el agua. Sus quemaduras hablaban por él. Era mi referente, la persona a la que más admiraba, y saber que lo había defraudado me dolía más que el golpe con la manguera.

—Solo está disgustado porque ha tenido un mal día —lo justificó mi madre cuando acudió a darme apoyo moral—, pero seguro que mañana se le ha pasado.

—Lo sé.

—No le ha gustado que John le hablara mal de ti otra vez. Sabe que serás un gran bombero, pero le falta paciencia, ya lo conoces. No se lo tengas en cuenta.

No lo haría, pero tampoco hubiera estado de más un poco de confianza y algún consejo que me sirviera para superar esos días en los que estaba a punto de mandarlo todo a la mierda. Él sabía mejor que nadie lo que era estar sometido a presión y que las cosas no salieran como las había planeado.

Cuando anunció que se presentaba para jefe de distrito todos pensamos que le darían el puesto. Hubiera sido lo justo. Llevaba años preparándose para subir de rango, había dejado pasar la oportunidad en un par de ocasiones en beneficio de otros compañeros con más antigüedad, pero su momento había llegado. Sin embargo, le salió un competidor en el último instante y recibió una puñalada por la espalda. Eligieron a John Traveller, su mejor amigo. No era ni la mitad de bueno ni estaba tan comprometido con el cuerpo como mi padre, pero tenía algo que no encontrarían nunca en un Gallagher: paciencia.

—¡Eh! Cámbiate. Te espero fuera —exigió mi padre desde la puerta de mi habitación. Mi madre hizo una mueca y me animó a obedecer con la mirada—. Voy a enseñarte un par de cosas, muchacho.

Desapareció en su dormitorio y lo oí bajar las escaleras unos minutos después. Lo último que me apetecía era una demostración de sus habilidades profesionales. Por más que me esforzara, yo nunca sería como él.

Aun así, no estaba en disposición de ignorar a mi padre.

—Ve, anda. Os vendrá bien —medió mi madre—. Mientras, yo iré a preparar la cena. Estoy segura de que no has comido nada decente en todo el día.

Oculté la sonrisa mientras me deshacía de la camisa. Había comido lasaña, la mejor lasaña que había probado en mi vida.

La imagen de aquella chica se quedó conmigo mientras me cambiaba de ropa. Era una niña. ¡Si llevaba hasta el uniforme del colegio, por el amor de Dios! Pero tenía agallas y unos ojos marrones muy expresivos. Lo de ser cruel sin necesidad debía de ser otro de los dones de los hombres Gallagher. No se merecía lo que le dije, y me sentí muy culpable cuando la vi salir corriendo del parque. Pero ya era suficiente molesto ser el novato de la compañía como para tener que soportar las burlas del resto de los chicos por una cría que jugaba a las cocinitas.

Era mejor que no volviera a aparecer por allí. Había hecho lo correcto.

—¡JC! —bramó mi padre desde el jardín.

Me asomé por la ventana y lo vi de brazos cruzados en medio del camino.

—Pero ¿qué demonios…?

En una mano sujetaba un guante de béisbol; en la otra, la bola. Llevaba la gorra del revés y su camiseta de los White Sox.

No solo era mi héroe: era el mejor padre del mundo.

7. Margot

David Porter nunca me había caído bien. Era el típico chico rico, problemático, expulsado de un colegio privado por mal comportamiento y que había encontrado su feudo de idiotas en el instituto público donde estudiaba Dotty. Era un par de años mayor que nosotras, y se había graduado el curso anterior, toda una proeza; incluso había entrado en una buena universidad gracias a los donativos de sus padres. Era un completo capullo, pero había que reconocerle un logro: sus fiestas de bienvenida al verano eran memorables.

Dotty y yo nunca habíamos estado en una, pero lo que se contaba de ellas era tan increíble que nadie podía reprocharnos que quisiéramos asistir más que nada en el mundo. Si no ibas a las fiestas de David Porter, no existías.

Pero nuestra suerte había cambiado por una casualidad del destino. Su novia, Martha Sullivan, era una de las alumnas de último curso de mi colegio. Una chica popular, guapa e inteligente que se había dejado enamorar por la cara bonita de David y por su cuenta corriente. Sus delirios de grandeza acerca de lo rica que era la familia Porter y lo feliz que sería cuando acabara el instituto y se casara con David daban ganas de vomitar, pero, en el fondo, Martha me resultaba simpática. Y yo a ella también.

Una tarde, a la salida del colegio, me regaló una invitación para la fiesta de su novio y me animó a que llevara a alguien más.

—Venga, date prisa o no llegaremos a ver a los chicos del equipo de rugby —me apremió Dotty—. ¡Van a bañarse desnudos en la piscina!

Me ajusté el vestido al pecho y di un par de vueltas más delante del espejo. La señora Baker tenía un guardarropa repleto de vestidos maravillosos que confeccionaba ella misma, y le habíamos cogido prestados dos particularmente deslumbrantes para la ocasión. Los zapatos de tacón también eran suyos, y los pendientes, y las pulseras, hasta la cinta del pelo era de la madre de Dotty.

—No estoy segura de que esto sea una buena idea —dudé mientras veía cómo se pintaba los labios de rojo intenso—. Si tu madre viene a ver qué estamos haciendo y nos ve…

—No vendrá. Ya has visto que tienen invitados. En cuanto se fumen dos canutos más, no podrán poner un pie delante del otro. —Me pasó el carmín y titubeé. Nunca había llevado un color tan llamativo—. Además, ¿qué más da? Mientras tus padres no se enteren, no habrá problema.

Si mis padres hubieran tenido la sospecha de que iba a una fiesta donde todo estaba permitido, me hubieran encerrado en mi habitación y hubieran tirado la llave en lo más profundo del lago Michigan.

Salvamos la ventana con cuidado de no dañar los vestidos e hicimos autoestop durante algunos minutos hasta que una camioneta se detuvo en el arcén. Era una locura, pero toda esa adrenalina que producía mi cuerpo ante lo desconocido funcionaba como una droga, y quería más. Quería experimentar, reír, bailar con los ojos cerrados y sentir las estrellas sobre mi cabeza.

Sabía que las consecuencias de mis actos podían ser fatales, pero estaba viviendo, estaba sonriéndole a la vida, y dejé de preocuparme.

Cinco horas después, estaba al borde de un ataque de pánico.

Dotty había desaparecido. No sabría decir en qué momento de la noche había ocurrido, pero me entretuve hablando con unas compañeras de mi instituto que también estaban allí y, al instante siguiente, ya no la tenía a mi lado. La casa era tan grande que al principio no le di importancia: podía estar en el cuarto de baño, charlando con alguien o bailando en alguna de las habitaciones donde la música estaba insoportablemente alta. Pero cuando la gente empezó a desvariar y la fiesta subió de tono, quise irme y empecé a buscarla.

Me recorrí cada una de las estancias y, menos a Dotty, encontré de todo: grupos que jugaban a beber todo lo que caía en sus manos, drogas que iban más allá de simples canutos y parejas a las que no les importaba que alguien como yo los sorprendiera en medio del acto sexual. Me horroricé, me agobié y me arrepentí de haber ido a la fiesta. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero jamás imaginé las cosas que vi en aquella casa.

Dotty apareció tambaleante y con los zapatos en la mano cuando ya me había dado por vencida. El cielo empezaba a clarear, la música ya no sonaba tan fuerte y había más cuerpos dormidos que en movimiento. Estaba despeinada, tenía el maquillaje corrido y parecía a punto de perder el conocimiento, pero sonreía, y eso me tranquilizó.

—Me has dado un susto de muerte. Pensé que te habías ido sin mí —la regañé mientras cargaba con ella de camino a la puerta—. Tenemos que volver a casa.

—¡No! ¡A casa no! ¡Que siga la fiesta! Aún es pronto.

—No es pronto, es temprano, Dotty. Está amaneciendo.

—¡Pues veamos salir el sol! —gritó. Levantó las manos, animada, y por poco se me cae al suelo—. El chico con el que he estado me ha dicho que él y sus amigos iban a ir…

—¿Has estado con un chico? —Asintió con un movimiento brusco de cabeza que la despeinó todavía más—. Y… ¿de qué habéis hablado? He estado más de una hora buscándote.

Se le escapó una risa ebria.

—Pues… hablar, hablar…

Volvió a reír y me imaginé a qué se debía. No era tan ingenua. Ya sabía lo que pasaba en ese tipo de fiestas.

—¿Has tomado drogas? ¿Eso es lo que has estado haciendo con ese chico?

Incluso bebida me puso los ojos en blanco y se golpeó la frente con la palma de la mano. Y, entonces, me di cuenta de que me estaba diciendo algo diferente. Sí, había tomado más combinados de la cuenta; sí, había consumido drogas; pero el motivo de su ausencia era otro.

—¿Has practicado sexo con…? —Asintió e hipó—. ¿Todo el rato?

—Tooodo el rato.

Enmudecí. No sabía qué decir. Por alguna extraña razón adolescente, siempre pensé que hablaríamos del momento antes de que pasara y que perderíamos la virginidad el mismo verano, pero era evidente que Dotty no pensaba igual que yo. Dotty siempre había tenido su particular forma de encarar la vida, pero esto había sido un golpe difícil de encajar.

Me sentí traicionada por mi mejor amiga.

—Tendremos que andar hasta la parada más cercana y volver a casa en autobús —gruñí mientras ella trataba de bailar—. Dame el bolso, vamos a necesitar dinero.

Busqué los veinte dólares que habíamos reunido entre las dos y empecé a sentirme mareada al no encontrar más que la barra de labios.

—¿Dónde está el dinero? ¿Qué has hecho con él?

—Ácido —balbució, y abrió mucho los ojos para mirarlo todo alrededor—. Alucinante.

—¡Dotty, mírame! —Le di un par de palmaditas en la mejilla para que me hiciera caso—. ¿Te has gastado todo nuestro dinero en LSD?

Su risita me revolvió las tripas. La dejé desmadejada en el bordillo y di un par de vueltas arriba y abajo para tranquilizarme. Tenía que pensar rápido, porque si la señora Baker entraba en la habitación y no nos veía allí pondría el vecindario patas arriba, mis padres se enterarían y me mandarían a un internado o algo peor.

Se me escaparon un par de lágrimas, pero me las limpié a manotazos. No era el momento de hacer un drama. Había más de seis millas hasta nuestra casa; necesitábamos una solución.

8. JC

La camarera del bar de Riverton me había dejado con una sonrisa en los labios después de una noche más para olvidar. La chica era atrevida, y que viviera en el apartamento de arriba de aquel tugurio me había ayudado a decidirme. Pero en cuanto habló de desayunar salí corriendo de la cama. Creí que lo había dejado claro antes de acompañarla: solo sería un revolcón o dos. Nada más.

Busqué una emisora con música animada para no quedarme dormido antes de llegar a casa, y cuando devolví la vista a la carretera me vi obligado a dar un volantazo. Había dos chicas en el arcén haciendo autoestop. Las conocía.

—¡Maldita sea! —Frené y di marcha atrás para comprobar que la falta de sueño no me estaba afectando.

Margot tiró de la mano de la rubia, que no parecía muy lúcida. Llevaban vestidos demasiado llamativos para dos niñas tan jóvenes, iban demasiado maquilladas y tenían aspecto de haber pasado la noche fuera.

—Gracias, gracias, gra… ¡Tú! —gritó Margot y dio un paso atrás.

—¿Se puede saber qué hacéis tan lejos de casa a estas horas? ¿Es que os habéis vuelto locas? —Ninguna respondió. Margot se miraba la punta de los zapatos, la rubia empezaba a palidecer—. Sé que me voy a arrepentir de esto, pero vamos, subid. No os puedo dejar aquí, en medio de ninguna parte.

El interior del Buick se llenó de la mezcla de sus colonias y del tufo a alcohol que desprendía la rubia. Margot se sentó a mi lado sin pronunciar ni una palabra, pero cuando me incorporé a la carretera la oí suspirar de alivio y yo también suspiré.

—¿Qué ha pasado?

—Dotty ha bebido mucho —murmuró.

—Sí, eso ya lo veo. —La aludida dormitaba en el asiento de atrás con la boca abierta—. ¿Y tú? ¿Has bebido?

—Solo un poco.

—Solo un poco, ¿eh? ¿Drogas? —Negó con la cabeza con demasiada efusividad. Ella tal vez no, pero su amiga iba hasta arriba. Lo noté nada más verla. Tenía las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían negros en vez de azules—. ¿Por qué no estáis en casa?

—Había una fiesta con chicos del instituto.

—¿Con alcohol y drogas? —me extrañé—. ¿Seguro que van al instituto?

Margot se encogió de hombros y echó un vistazo rápido a su amiga. Estaba asustada y no quería presionarla.

—¿Dónde os llevo?

—A casa de Dotty. —Memoricé las señas. Estaba muy cerca del parque de bomberos.

—¿Y vuestros padres saben que habéis ido a esa fiesta o esto es una de esas locuras de adolescentes? —Su forma de mirarme, cohibida, me dio la respuesta, pero en vez de enfadarme me reí—. Cuando te escapas para ir a sitios de mayores, debes estar segura de saber cómo regresar. Aunque lo mejor será que no volváis a repetirlo hasta que tengáis edad para salir de casa solas.

Mi reproche jocoso no le sentó bien. Se enderezó en el asiento y frunció el ceño.

—Lo teníamos todo planeado, no somos estúpidas. —Levanté una ceja ante la evidencia. Algo les había salido muy mal si estaban en una situación así—. Íbamos a coger el autobús, pero Dotty se gastó el dinero.

—Y pensaste que sería buena idea volver andando, ¿no?

—Alguien hubiera parado antes o después. No era tan descabellado, solo había que seguir la interestatal.

Solté un resoplido de consternación y negué en silencio. Eran dos inconscientes, les podría haber pasado cualquier cosa. Iba a insistir en ese hecho cuando la rubia se despertó pidiendo agua.

—Podrás beber toda la que quieras cuando llegues a tu casa, bonita.

Empezó a lloriquear y a balbucir incoherencias. Lo mismo se reía que se sorbía los mocos, igual miraba al frente con los ojos muy abiertos que dejaba caer la cabeza hacia delante en medio de una maraña de cabellos rubios. Tenía su gracia, no podía enfadarme con ellas. Yo también había vivido esa época de desafío constante a las normas.

—No hace falta que nos lleves hasta la puerta —dijo Margot, temerosa—. Puedes parar aquí.

—¿Tienes miedo de que os vean y se lo digan a vuestros padres? —Tragó con dificultad y miró hacia otro lado, pero le hice caso y detuve el coche—. Ya veo. ¿Tú también vives en este barrio?

—Ahí enfrente. —Señaló una bonita casa blanca con cuidados parterres y mariposas de papel colgadas de las ramas del viejo árbol del jardín. Era tan encantadora como ella—. Gracias por traernos. Estoy…, estamos en deuda contigo.

—Sí, gr-graciasss —murmuró Dotty.

A continuación, sufrió un espasmo y vomitó sobre el asiento trasero de mi precioso Buick GSX.

—¡Oh, no! —exclamó Margot. Se llevó la mano a la boca y abrió tanto los ojos que su expresión me recordó a un búho. Yo cerré los míos y pedí paciencia—. Lo limpiaremos.

—No hace falta —negué, resignado—. Ahora, salid del coche.

—No te enfades, por favor. Si me das algo con que limpiarlo, lo dejaremos todo como nuevo —insistió, mientras su amiga emitía pequeños ronquidos.

—No estoy enfadado, pero lo estaré si no os vais a casa ya.

—Es que no quiero que te quedes con una imagen así —se excusó, apenada, y me entraron ganas de decirle que estaba muy bonita cuando hundía los hombros y bajaba la mirada al regazo—. Haré lo que sea, JC, te lo prometo. Te compensaré, te daré lo que me pidas…

—Te compensará con su virginidad —balbució Dotty, de vuelta a la consciencia.

—¿Qué? ¡No! —gritó, y se sonrojó con intensidad.

Su inocencia era encantadora y su expresión de desconcierto me provocó una sonrisa que no pude disimular con nada. Apreté los labios para no reírme más mientras ella no atinaba con la manilla para escapar de semejante situación. No me miró mientras ayudaba a Dotty a salir del coche ni tampoco cuando cerró la puerta. Pero sí lo hizo antes de entrar en casa, y yo volví a sonreír.

No sé qué me pasaba con esa niña. Era inexplicable.

9. Margot

Una noticia terrible sacudió mi mundo y el de la música unos días después de aquella horrorosa fiesta en casa de David Porter: Jim Morrison acababa de sufrir un infarto en su apartamento de París. Su corazón se paró y para mí fue como perder un trozo de mi juventud.

—Es tan injusto. Primero Janice, luego Jimi y ahora nuestro querido Rey Lagarto —me lamenté con Dotty, que se había quedado al otro lado de mi ventana.

—Mis padres están muy afectados. Papá no ha dejado de mirar las fotos que se hicieron en el último concierto. Ya sabes cuánto lo admiraba.

Volví a poner The end en el tocadiscos y nos quedamos mirando el movimiento de las nubes durante un buen rato. No me podía imaginar un mundo sin él.

Dotty se encendió un cigarrillo al terminar la canción y se sacudió la pena con un par de profundas caladas. La noticia de la muerte de Morrison había sido el único motivo por el que le había abierto la ventana, pero después de compartir la tristeza y un par de canciones de nuestro ídolo, me parecía absurdo cerrarle la cortina como había hecho los días anteriores.

—Ya no estás enfadada conmigo, ¿verdad?

Sí que lo estaba, pero no tanto.

—Me dejaste sola, te acostaste con un chico, te gastaste nuestro dinero en ácido y le dijiste a JC que le compensaría con mi virginidad… Tengo motivos para estar cabreada un mes entero.

—Vale, vale, no me porté bien. Fui una irresponsable y te avergoncé. Lo siento, pero me perdonas. ¿A que sí? —Me dio un empujoncito que me hizo sonreír—. Además, te mueres por preguntarme cómo fue… eso.

—No es verdad —mentí. Quería saber hasta el último detalle de su primera vez—. Bueno, quizá un poco. Seguro que no fue para tanto.

—No, fue mucho mejor. —Me guiñó un ojo y se acomodó mejor en la ventana—. ¿Sabes ese lunar en forma de corazón que tengo aquí? —Se señaló bajo el pecho y yo asentí—. Pues lo volvió loco.

—Pero ¿loco mal? —pregunté, inocente.

—No, Margot. Loco bien.

El relato de su noche y de lo que experimentó en la habitación de invitados de la mansión de David Porter me provocó un cosquilleo por todo el cuerpo. Dotty no escatimó en detalles, algunos demasiado explícitos, y me imaginé cómo sería vivirlo en primera persona. Me sonrojé al pensar en JC haciendo y diciendo todas esas cosas sucias y medio perversas, y me removí incómoda por las sensaciones que me burbujeaban en el vientre y un poco más abajo.

—¡Vamos a ver al bombero! —propuso de pronto. Dio un salto y apagó la colilla.

—¡No! ¿Por qué? —Las mejillas se me encendieron. Me daba vergüenza verlo después de lo que había pasado.

—Le debemos una disculpa.

—Tú le debes una disculpa: vomitaste en su coche. Yo no le debo nada.

—¡Eh! A ti también te trajo a casa —señaló.

No tenía defensa para eso, pero no quería volver a hacer el ridículo delante de él y de sus compañeros. La última vez que estuve en el parque me prometí que no volvería a cometer el mismo error, pero Dotty tenía razón. Era justo que fuéramos a disculparnos.

Mi madre irrumpió en la habitación con el ceño fruncido y los utensilios de limpieza bajo el brazo.

—¿Eso que huelo es tabaco? ¿Estáis fumando?

—No, señora Addams —murmuró Dotty mientras aplastaba la colilla en la hierba bajo la ventana.

—Bien. —Me tendió un par de bayetas y un espray para muebles—. Limpia esto, por el amor de Dios. Y tú deberías hacer lo mismo, Dorothy. —Dotty sonrió y extendió la mano para recibir otro paño—. En tu casa, querida. Limpia en tu casa. Margot no irá hoy a ninguna parte hasta que esta habitación quede reluciente como un espejo.

—¿Y luego? —insistió Dotty y me guiñó un ojo con complicidad—. Habíamos pensado en ir a comer un helado.

—Luego tampoco podrá ser. La mujer del párroco ha pedido nuestra ayuda para la colecta de ropa usada y debemos ir a la iglesia.

—Pero mamá…

—¡«Pero mamá» nada! Tenemos un compromiso con la sociedad más importante que andar por ahí haciendo quién sabe qué. —Le dio la espalda a Dotty para que no la oyera y susurró—: Dios sabe que pasar tanto tiempo en compañía de Dorothy Baker no es bueno para el alma de una chica como tú. Despídete de ella y ponte a limpiar.

Desde que conocí a JC, ir a la tienda de ultramarinos a hacer la compra me producía una agradable inquietud. Los grandes ventanales donde se alineaban las cajas registradoras ofrecían una maravillosa panorámica de la entrada al parque de bomberos y de la actividad de los chicos en el exterior.

No había vuelto a ver a JC desde que nos recogiera en la carretera y me quedé embobada mirándolo jugar a baloncesto con sus compañeros, como si jamás en mi vida hubiera visto a un hombre sudado sin camiseta.

«En realidad no lo has visto nunca», pensé con la boca seca.

—Oye, si no vas a pagar, lárgate —me regañó la dependienta después de repetirme tres veces el total de la compra.

Solté el puñado de billetes arrugados, esperé el cambio sin apartar la mirada de la cancha de básquet improvisada y cargué las dos bolsas de papel repletas hasta arriba.

No había dado ni dos pasos en la acera cuando sus ojos coincidieron con los míos y las bolsas se me cayeron al suelo de la impresión.

—Oh, no, no, por favor. ¡Maldita sea! —mascullé—. Que no me haya visto, que no me haya visto…

—Creo que esto es tuyo —oí a mi espalda, y contuve la respiración.