Lecciones de pasión - Wendy Warren - E-Book
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Lecciones de pasión E-Book

Wendy Warren

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Beschreibung

Hay más de una manera de seducir a un hombre. La dulce y tímida Eleanor Lippert lo había conseguido. Tenía el dudoso privilegio de ser la soltera más vieja de Oakdale... y, para colmo de males, era virgen. Ya iba siendo hora de que se deshiciera de su apariencia de colegiala y dejara salir a la mujer apasionada que llevaba dentro. El problema era que no sabía absolutamente nada de hombres y mucho menos del arte de la seducción. El rompecorazones Cole Sullivan había estado fuera de la ciudad durante los últimos doce años y se daba cuenta de cómo habían cambiado las cosas. La muchacha inocente que una vez lo había ayudado a aprobar las matemáticas era ahora una mujer que necesitaba su ayuda... para cazar a un hombre. Él siempre había admirado a Eleonor, pero aquella transformación habría sido demasiado para cualquiera... Ni un soltero empedernido como él sería capaz de resistirse.

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Seitenzahl: 165

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Wendy Warren

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Lecciones de pasión, n.º 1747 - noviembre 2014

Título original: The Oldest Virgin in Oakdale

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5577-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

OH, RALPH, eres tan guapo...! No, no me beses todavía. Quiero tocarte... ahí. ¡Sí! ¿Verdad que te gusta?

Eleanor canturreó suavemente mientras trabajaba con las manos el cuerpo de Ralph. Lo tocaba con una gran seguridad. Le gustaba lo que hacía, y tenía además mucha, mucha práctica.

–Dime algo, Ralph. ¿No es maravilloso?

Ralph giró hacia ella sus grandes ojos marrones y soltó un gemido.

–Te estás volviendo un hedonista –dijo Eleanor con una mueca mientras le daba un golpe seco y cariñoso–. Bueno, esto ya está. Pero podemos repetir mañana, guapo.

Eleanor esperó a que Ralph se estirara y luego lo ayudó a bajarse de la mesa antes de tomar el expediente que había traído consigo a la sala de curas. Sacó un bolígrafo del bolsillo superior de su bata, y en la casilla de «Diagnóstico» escribió: Artritis. Tratamiento: masaje.

Un golpecito en la puerta anunció la llegada de la ayudante de Eleanor, Chloe.

–¿Qué tal ha ido el masaje de Ralph?

Ambas miraron al animal, que torció la vista con un aire somnoliento en su cara de bull dog.

–Está mucho mejor. La señora Kaminsky quiere que le ponga cortisona, pero voy a convencerla de que no lo haga.

–Ven aquí, cariño –dijo Chloe mientras se acercaba a Ralph para colocarle una correa alrededor del cuello–. Es hora de irse a casa. La doctora Lippert tiene que ver a otros pacientes. Eleanor, tu próximo cliente está en la sala dos. Es una bóxer llamada Sadie. Quieren sacarle los ovarios.

–Gracias –dijo Eleanor dirigiéndose al lavabo para limpiarse las manos.

–La perrita es muy mona, pero no te pierdas al bombón que está al otro lado de la correa –continuó Chloe en voz baja mientras se dirigía a la puerta–. Desde luego no es de por aquí, o mi radar caza-monumentos ya lo hubiera detectado. Estamos hablando de un metro ochenta de perfección masculina. ¡El sueño de cualquier celestina!

Eleanor sintió que se le ponían de punta los nervios del estómago.

–¿Y cómo sabes que no está casado? –la retó, consciente de lo que vendría después si no le paraba los pies a Chloe en aquel instante–. Tal vez tiene cuatro hijos. O seguro que está prometido.

–Seguro que no –contestó Chloe sacudiendo su melena pelirroja–. Sus feromonas gritan: ¡estoy libre! Y si yo estuviera soltera, como algunas veterinarias de esta sala, ¿sabes lo que haría?

–Claro que lo sé –la interrumpió Eleanor sacando una toalla de papel del dispensador para secarse las manos–. Si estuvieras en mi lugar y fueras soltera, entrarías en la sala de curas y coquetearías con él. Por suerte, para la reputación de esta consulta, ni tú eres yo ni estás soltera.

Eleanor arrojó la toalla a la papelera, agarró el estetoscopio y se lo colocó alrededor del cuello.

–Es casi mediodía –continuó diciendo sin prestar atención al aire ofendido de Chloe–. ¿Por qué no sales a comer algo que te tranquilice, como una sopita... y un Valium?

–Muy bien. Bromea todo lo que quieras –respondió Chloe–. Pero no creo que tu vida social sea para tomársela a risa. Llevo trabajando aquí casi un año y medio, y no te he visto tener ni una sola cita en todo ese tiempo. Le dije a mi primo Frank que te llamara. Te dejó cuatro mensajes, y nunca le respondiste.

–Bueno, le pido disculpas –dijo Eleanor con aire compungido–. Estaba muy... muy ocupada.

–¿Hace cuánto que no tienes una cita? –preguntó Chloe entornando los ojos con escepticismo.

Eleanor trató de no parpadear. No quería tener aquella conversación. Llevaba todas las de perder. Aun así, levantó la barbilla y comenzó a hablar con firmeza.

–Chloe, esto es una clínica veterinaria, no un pub. Nuestros clientes esperan encontrar dignidad, atención y profesionalidad. Y eso es exactamente lo que vamos a proporcionarles –dijo dirigiéndose a la puerta–. Y ahora, por favor, tenemos un paciente esperando en la sala dos. Tratemos de centrarnos en el trabajo.

–Vámonos, Ralph –repuso Chloe sacudiendo la cabeza como si diera el caso por perdido–. Sabemos cuándo molestamos.

Su ayudante se encaminó con el bull dog por el pasillo, mientras Eleanor cerraba la puerta tras ella y se detenía un instante para tomar aire. Aquella situación se estaba repitiendo demasiadas veces últimamente. Chloe, sus padres, incluso la señora Pierce, la de la tintorería. El otro día, la buena señora le había mostrado una chaqueta azul de entre las prendas que tenía en el mostrador.

–Es de un abogado –le había comentado señalándola–. Muy atractivo.

Eleanor se preguntó qué le pasaba a todo el mundo. Tenía solo veintiocho años, por el amor de Dios. No era demasiado mayor para estar soltera en el siglo XXI.

Se metió las manos en los bolsillos de la bata para comprobar que llevaba el material apropiado, se ajustó las gafas a la nariz y comenzó a caminar por el pasillo.

Al llegar a la entrada de la sala dos, se detuvo unos instantes para colocarse el pelo rubio color ceniza detrás de las orejas. Tal vez había descuidado algo su vida social. Pero tenía una carrera por la que preocuparse. Y además, era buena en su trabajo, eso nadie podía negarlo. Allí era donde más cómoda se sentía. Le daba la confianza que no encontraba en otros aspectos de la vida. Cuando ayudaba a los animales y a sus dueños, se sentía muy afortunada.

Sintiéndose mejor, Eleanor agarró el picaporte de la puerta y entró en la sala de curas con ánimo de conocer a sus clientes, al humano y al canino.

–Buenas tardes. Espero no haberlos hecho esperar demasiado. Soy la doctora Lippert y yo... yo...

Los ojos de Eleanor se agrandaron con sorpresa tras los cristales de las gafas. Se le secó la boca, y, al parecer, también el cerebro. Las palabras que iba a pronunciar salieron volando. Ella no tenía un «radar de monumentos» como Chloe, pero no le hacía falta para darse cuenta de que delante de ella, al lado de la camilla de acero en la que había subida una cachorrita de bóxer, estaba el hombre más atractivo que había visto jamás.

Tenía el pelo oscuro, tan negro como la tinta china y ligeramente ondulado, que enmarcaba un rostro que parecía sacado de la portada de una revista de cine. Las cejas, oscuras como la noche, enmarcaban unos ojos tan azules como una mañana de gloria, y aquella sonrisa... Un escalofrío le recorrió los brazos de arriba abajo. Lentamente, la sonrisa de Eleanor se volvió líquida y comenzó a fluir como un río perezoso, curvándose en un gesto demasiado íntimo para la ocasión.

Observó el expediente que llevaba en las manos, y se sacudió mentalmente la cabeza. Estaba mareada, sentía como si en lugar de cerebro tuviera una pantalla de televisión estropeada.

–Soy... soy la doctora... –comenzó a decir mientras se subía las gafas con un dedo, sin dejar de mirar el expediente que tenía entre las manos–. Bueno, Sadie, voy a dejarte estéril.

Eleanor se dio la vuelta y colocó los papeles encima de la mesa. Se metió las manos en los bolsillos de la bata, sacó una pluma, la dejó caer, se agachó a recogerla y se golpeó la cabeza con la esquina de la mesa.

–¿Se ha hecho usted daño? –dijo aquella voz masculina con preocupación.

–No, estoy bien –repuso Eleanor tocándose la frente–. Estoy bien.

Con la sonrisa congelada, se dirigió hacia su paciente evitando la mirada de aquel hombre. Levantó el estetoscopio y lo colocó en el pecho de la bóxer. Durante un instante que a ella le resultó interminable, no consiguió escuchar otra cosa que no fueran los fuertes latidos de su propio corazón. No era solo el aspecto de aquel hombre lo que la afectaba. Ni siquiera se trataba de su proverbial cautela en lo que se refería a los representantes del sexo masculino. Lo que la turbaba era el aura de aquel desconocido. Había en él algo misterioso, y que sin embargo le resultaba familiar.

Cuando sintió una mano golpeándole suavemente el hombro, estuvo a punto de darle un infarto.

–¿Sí? –dijo girándose para mirarlo con una sonrisa más falsa que un billete de tres dólares.

–¿Ha escuchado algo importante?

En aquella ocasión, la voz sonó a miel con ron. Y también francamente divertida.

–No, todavía no –replicó Eleanor tragando saliva.

Aquel hombre echó las manos por encima de su cuello. Instintivamente, ella se inclinó hacia atrás. Sin sospechar su desconcierto, él agarró los brazos del estetoscopio y se los colocó en las orejas, el sitio en el que deberían estar.

–¿Mejor así? –preguntó él alzando una ceja.

Eleanor se puso completamente roja, de la cabeza a los pies. Se sentía humillada, y estaba furiosa consigo misma, con aquel hombre y con Chloe. Frunció los labios y se concentró en el trabajo. Con una concentración que no daba pie a ninguna charla, escuchó el corazón de Sadie, la miró los ojos y le examinó el pelaje. Se negó a pronunciar ni una sola palabra más, y en ningún momento dirigió la mirada hacia aquel hombre mientras llevaba a cabo el examen.

–Su estado de salud general parece bueno –murmuró Eleanor en voz baja, sin mirarlo–. Pero está un poco delgada ¿Con qué la alimenta?

–Hamburguesas y patatas fritas. Pero sin ketchup.

–¿Está bromeando?

–¿Por qué? ¿Cree que le gustaría el ketchup?

Eleanor levantó finalmente la vista, y se encontró con que en aquellos ojos azules había un brillo de alegría. También sonreía abiertamente con los labios.

–Ya sabes cómo me gusta a mí el ketchup, «profe».

«Profe». Eleanor tuvo una sensación de déjà vu tan intensa, que la dejó mareada.

Solo una persona en el mundo la había llamado «profe» en toda su vida. Solo una persona en todo el planeta.

Parpadeando detrás de las gafas, Eleanor lo miró de frente. Luego bajó la vista al expediente y volvió a alzarla de nuevo. No podía ser él...

–¿Colvin?

La mano que estaba acariciando a Sadie se detuvo de inmediato.

–Hace doce años que nadie me llama Colvin... Eleanor Gertrude –dijo aquel hombre cruzándose de brazos con el ceño fruncido.

A Eleanor le dio un vuelco el corazón. Era él. Colvin, o mejor dicho, Cole Sullivan.

–¿Cuándo has vuelto? –preguntó casi sin aliento.

–Hace un par de días –contestó él con expresión pícara–. ¿Me has echado de menos?

Impresionada, Eleanor solo pudo quedarse mirándolo fijamente. El corazón le latía acaloradamente. ¿Echarlo de menos? Hacía doce años que no lo veía. Si Cole Sullivan había pasado por Oakdale en algún momento después de su graduación, ella no se había enterado. Ni habían hablado, ni había sabido nada de él.

Pero aquello no era de extrañar. No se habían separado en términos muy amigables. Debería haberlo reconocido por la pequeña cicatriz que tenía en el mentón. Se la había hecho ella.

Él la pilló mirándola, y se pasó los dedos por aquella marca de doce años de antigüedad.

–¿Sabes?, todavía me duele.

–Te lo merecías –replicó Eleanor, soltando lo primero que se le vino a la cabeza.

Cole echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada, riéndose con todo el cuerpo.

–Tienes razón, profe. Me lo merecía.

Eleanor sintió en su interior una oleada de sentimientos que no logró identificar, y tampoco quería hacerlo. Rápidamente, se dispuso a mirar el expediente de Sadie.

–Así que la has traído para vaciarla –dijo aclarándose la garganta.

Cole entornó los ojos y, cruzándose de brazos, se apoyó en la camilla mientras observaba a Eleanor detenidamente. No tenía ninguna prisa por contestar, como si estuviera decidiendo si aceptar o no aquel giro tan brusco de lo personal a lo profesional.

–Me encontré a la perra hace unos días en la carretera, cuando venía hacia aquí –dijo finalmente sin apartar la vista de Eleanor–. No tenía collar.

–Seguramente la abandonaron –murmuró ella mientras descubría unas cicatrices en el costado del animal.

–Y la maltrataron de paso –dijo Cole con aspereza pasando distraídamente la mano por la espalda del animal–. Encontré tu nombre en la guía. Eleanor Lippert, médico veterinario. ¿Es tuya la clínica?

–Sí.

–Estoy impresionado –dijo Cole con aprobación mientras asentía lentamente con la cabeza.

Un escalofrío de placer recorrió la espina dorsal de Eleanor, pero rechazó bruscamente aquella sensación.

–Puedo vaciar a Sadie esta tarde –dijo, obligándose a concentrarse en el trabajo–. Le pondremos anestesia general.

Eleanor escribió algo en el expediente, y se dio cuenta de que Cole había puesto Los Ángeles como su lugar de residencia permanente. ¿Sería allí donde había estado todos aquellos años?

–Entonces ¿no le va a doler?

Eleanor levantó la vista. La mano que había estado acariciando la espalda de Sadie estaba ahora colocada en su cabeza, y la perrita había acomodado la mandíbula sobre ella.

–No –contestó, sonriendo al ver su expresión de alivio–. Es una operación muy segura. Nos quedaremos con Sadie esta noche. Puedes recogerla mañana. Cerramos a las seis.

–¿Estás casada, Eleanor?

–Yo... yo... no.

–¿Vives con alguien?

Tras tres intentos fallidos, Eleanor consiguió colocar finalmente el bolígrafo en el bolsillo superior de la bata.

–¿Por qué lo preguntas? –logró decir tratando de aparentar naturalidad.

–Por precaución. Si salimos a cenar para recordar los viejos tiempos, ¿habrá alguien que pueda sentirse molesto?

Eleanor negó lentamente con la cabeza.

–Muy bien –asintió él–. Os recogeré a ti y a Sadie mañana a última hora.

–Bueno, yo...

–Pórtate bien con la doctora, Sadie –la interrumpió él acariciando a la perrita.

Cole pasó por delante de Eleanor y agarró el picaporte antes de volver la vista atrás para mirarla.

–Ya sé que estarás trabajando, pero trata de ser puntual –dijo mirándola con firmeza–. Cuando tengo hambre, puedo ser un auténtico demonio.

Capítulo 2

DESPUÉS de doce años conduciendo, a Eleanor nunca le habían puesto una multa, pero aquel día se saltó un stop yendo del trabajo a su casa.

Una vez dentro de su apartamento, dejó las llaves, el abrigo y la cartera encima de un taburete, la bolsa con comida china en la encimera de la cocina y, contrariamente a lo habitual, no le hizo ningún caso a su gato, Gus, que maulló protestando mientras ella iba derecha al armario del pasillo.

Eleanor abrió la puerta del armario y se puso de puntillas. Comenzó a sacar sombreros, guantes y demás complementos invernales, lanzándolos al suelo hasta que sus manos dieron con una caja de cartón situada al fondo del maletero. La bajó con cuidado al suelo y, tras revolver en ella, encontró lo que buscaba.

«Oakdale 1990». El libro de su graduación.

Todo el álbum olía a humedad. Sentada sobre los talones, Eleanor pasó el dedo por el polvo que cubría las letras doradas. El corazón le latía con fuerza. Abrió la tapa y comenzó a pasar las hojas rápidamente hasta que llegó a la página de los estudiantes cuyos apellidos comenzaban por «S». Y allí estaba: Sullivan, Colvin Orson.

Cole la miraba desde una foto en blanco y negro del tamaño de una bolsa de té, exactamente como lo recordaba.

–Cole –murmuró Eleanor paladeando el sonido de aquel nombre después de tantos años.

Sacudió la cabeza. Estaba claro por qué no lo había reconocido.

En el instituto, Cole llevaba el pelo cortado a lo militar, sin dar ninguna pista de los mechones de ébano tipo Sansón que lucía ahora. Por aquel entonces había sido además bastante delgado, con la complexión fibrosa típica de un adolescente, nada que ver con la musculatura en la que se había transformado su cuerpo.

Cole había acudido a ella para que lo ayudara con las clases durante su último año de instituto. Trabajaba por las noches en la misma fábrica empaquetadora que su padre. Cole se enfrentaba a retos que los demás estudiantes de Oakdale no podían ni imaginarse. Había mañanas en las que estaba tan cansado, que apenas podía mantenerse despierto en clase. Cuando llegaron los exámenes de la primera evaluación, se dio cuenta de que corría el peligro de suspender matemáticas y ciencias, y por eso se acercó a Eleanor un día en el comedor de la escuela.

Ella estaba sentada con un grupo de compañeras que, al igual que ella, tenían más éxito como estudiantes que en la vida social.

–Necesito una beca para la universidad –le espetó Cole directamente con cierta brusquedad.

Se había colocado frente a ella, y Eleanor había estado a punto de atragantarse con el bocadillo. Él nunca había hablado con ella antes. Muy pocos chicos habían hablado con ella. No era exactamente que no fuera popular. Más bien era invisible.

–¿Cómo? –se las arregló para decir ella parpadeando tras las gafas.

Cole se colocó las manos en los bolsillos de su chaqueta azul, que dejaba al descubierto una camiseta blanca descolorida a fuerza de lavados.

–Necesito una beca –repitió sin apartar la vista de Eleanor, aunque ella sabía que sus amigas estaban también conteniendo la respiración–. Pero tengo que subir la nota en matemáticas y en ciencias. No puedo pagarte, pero el señor Howell dice que te subirá la nota en el examen final de física. ¿Quieres darme clases?

Eleanor trató de tragar el trozo de bocadillo que tenía en la boca, pero se atragantó de nuevo. Agarró un cartón de leche y se bebió todo el líquido que pudo.

–De acuerdo –dijo mientras colocaba el cartón de nuevo en la bandeja.

Aquella fue sin lugar a dudas la mejor decisión de toda su vida.

Un maullido lastimero de Gus atrajo su atención. Eleanor colocó con cuidado el libro en el suelo y abrazó al enorme gato naranja.

–¿Qué crees tú que ha estado haciendo todos estos años, Gus? –murmuró.

El gato comenzó a ronronear mientras utilizaba su barbilla para rascarse la nariz, y Eleanor exhaló un profundo suspiro.

Cole le había dado lo que nadie le había dado nunca. La oportunidad de verse a sí misma como alguien especial. Nunca olvidaría el día en que Cole colocó encima de la mesa el bolígrafo durante una de sus sesiones de estudio en la biblioteca, apoyó el codo sobre el pupitre y la miró fijamente mientras ella describía al detalle la transpiración de las plantas.

–Oye, profe –murmuró él con admiración disimulada, llamándola con el sobrenombre que le había puesto–. ¿Cómo es que sabes tanto?

Apretando la nariz contra el pelaje de Gus, Eleanor cerró los ojos. Que Cole Sullivan la admirara había sido como estar en el cielo. Hasta que ella lo estropeó todo.

Gus soltó un maullido, alertando a Eleanor de que lo estaba abrazando con demasiada fuerza y su paciencia respecto a la cena estaba llegando a un límite.

Con el gato en brazos, Eleanor se puso de pie y caminó hasta la cocina, dejó a Gus en el suelo y le llenó el cuenco de comida.

–Me dejé llevar por la imaginación, Gus.

Y por culpa de aquello, vivió la mayor de las humillaciones.