Lo que dicen las palabras - Eduardo López Molina - E-Book

Lo que dicen las palabras E-Book

Eduardo López Molina

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Beschreibung

"Lo que dicen las palabras" se propone dar cuenta de aquello que hacemos con las palabras, pero también de aquello que las palabras hacen con nosotros. El texto pretende poner en tensión usos disímiles de la palabra: en las obras de los trágicos griegos del siglo V a.C., haciendo hincapié en la Función Mensajero, testigo fiel encargado de narrar los hechos ocurridos lejos de la escena principal; en la obra de Platón, particularmente en el Cármides; y en la obra de Laín Entralgo sobre sus efectos terapéuticos. Encontramos en tales textos usos de la palabra ligados al cuidado, de sí y de los otros y, en el capítulo siguiente, los contrastamos con el uso que se hace de ella en la Psiquiatría contemporánea. Veinticinco siglos después, el poder psiquiátrico traba una fuerte alianza con la industria farmacéutica, desaloja definitivamente al Psicoanálisis y se nutre de la Psiquiatría biológica, las neurociencias, los enfoques cognitivo-conductuales, privatiza la enfermedad mental y busca el síntoma en el sujeto y no ya al sujeto en el síntoma. En sus manuales crecen geométricamente los trastornos de una a otra versión, en tanto se atenúan cada vez más los requisitos para decidir por un diagnóstico. Es la práctica analítica, tributaria directa de la tragedia griega, uno de los pocos escenarios, en estas nuevas condiciones de época, en los que se da libre cauce a la palabra, promoviendo condiciones que hacen posible su enunciación y la escucha atenta de los lamentos de la subjetividad.

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Armado y composición: Eduardo Rosende

Diseño general: Gerardo Miño

Correctora: Lucía López Arzuaga

Edición: Primera. Marzo de 2021

ISBN: 978-84-18095-59-7

Depósito legal: M-25451-2020

THEMA: DDT [Tragedias]; JKSM [Cuidado de enfermos mentales]; JM [Psicología]

Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© 2021, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

dirección postal: Tacuarí 540 (C1071AAL) Ciudad de Buenos Aires, Argentina

tel-fax: (54 11) 4331-1565

e-mail producción:[email protected]

e-mail administración:[email protected]

web: www.minoydavila.com

redes sociales:@MyDeditores, www.facebook.com/MinoyDavila, instagram.com/minoydavila

Ilustración de portada: Bárbara Vuillermet Molina

Siendo que el texto se inicia analizando la figura Función Mensajero en las tragedias griegas, la portada propuesta presenta las siguientes características:

La totalidad de la obra es un frontispicio de estilo griego en ruinas, invadido por vegetación. La dicotomía occidental arriba/abajo o de orden superior/inferior establece la disposición de las figuras elegidas.

En el margen inferior izquierdo hay una cornucopia, elemento que acompañaba a los faunos o sátiros en las celebraciones dionisíacas de la Antigüedad y que representa la abundancia, el desborde y el exceso, y es por esto que las frutas emergen de los límites del cuerno. A su vez, representa también la dicotomía Vida/Muerte en relación con el fin del principio de individuación de la teoría Nietzscheana. La vida, en este caso, está simbolizada en las hojas verdes de parra que brotan de las frutas.

Hacia la derecha, un casco de guerrero simboliza la caída irremediable del héroe trágico.

Una columna griega con un capitel corintio presenta un aspecto ruinoso, como los llamados Folies, expresión toma da de la Arquitectura y que designa una “locura” o “extravagancia” respecto a un elemento construido en jardines por parte de su creador.

El término folie, muy usado por los alienistas en el siglo XIX, refiere asimismo a los trastornos psicóticos compartidos. Tal es el caso del “Folie à deux” (locura de a dos) o el “Folie en famille” (locura familiar).

Los capiteles corintios, en diálogo con el tema de la caída del héroe trágico, representaron un punto culminante en la arquitectura griega y fueron los últimos en desarrollarse luego de los dóricos y jónicos.

Las columnas que se alzan a ambos lados, también con aspecto ruinoso, se ven envueltas de naturaleza ya muerta. Ambas sostienen el orden superior, el Logos para los estoicos, que gobierna sobre los hombres y sobre los dioses en la religión politeísta grecorromana.

En el margen superior, diversas plantas envuelven la escena. El verde que hace de ellas seres vivos enfatiza la importancia del dominio del orden sobre el ser.

El triángulo, sostenido por ambas columnas, presenta una larga tradición simbólica a lo largo de la cultura y es un elemento tomado por el psicoanálisis para explicar desde distintos enfoques la estructuración de la psiquis humana.

Finalmente y lo más importante, de presencia sutil y casi imperceptible, dentro del triángulo del frontispicio se pueden leer caracteres en griego antiguo cuyo significado es Palabra en caso nominativo. Esta elección se funda en la tesis central del presente trabajo y, a su vez, porque cada sujeto se apropia de la lengua en un acto individual de utilización para decir al mundo así como también para nombrarse a sí mismo. La palabra, como presenta el autor, es el canal de articulación entre los caminos que recorre el sujeto para no ceder a las pasiones y dar lugar a los sentimientos.

Índice de contenido
Prólogo, por Raúl Teyssedou
Introducción
Capítulo I
Poner en palabras: de la tragedia al descubrimiento del Inconsciente
Sobre el nacimiento de la tragedia
Estructura de la tragedia griega
Sobre algunas oposiciones en la tragedia
Los trágicos griegos
Acerca de la Función Mensajero en la tragedia griega
Acerca de la hybris, las pasiones, Edipo y la palabra
Consideraciones finales
Bibliografía
Capítulo II
La sociedad terapéutica y los procesos de Medicalización de la vida en la era del Realismo Capitalista
Consideraciones preliminares
Parte I: Acerca de algunas de las condiciones que hicieron posibles los procesos de Medicalización de la vida cotidiana
Parte II: Medicalizar la vida
Parte III: La Infancia amenazada
Parte IV: Algunas Propuestas generales y específicas
Bibliografía

Prólogo

Raúl Teyssedou

Dr. en Psicología Clínica(Córdoba, septiembre de 2019)

¿Por qué Eduardo López Molina, avanzado el siglo XXI, nos propone pensar las Tragedias griegas?, ¿acaso su invitación a retrotraernos a más de dos mil quinientos años para visitar a aquellos antiguos trágicos es un anacronismo?, ¿cuál es hilo con el que trenzó las obras del lejano mundo heleno con el medicalizado de hoy?, ¿qué caminos lo llevaron de la Argentina neoliberal del 2019 en la que escribió las líneas que aquí se presentan, a la democrática Atenas del siglo V a. de c.?, ¿será que él viajó a buscar en las viejas Tragedias griegas el antídoto al que siempre se recurre cuando el sujeto se encuentra amenazado?

Lo cierto es que, al leer las páginas de este libro, con el poeta, se puede decir que el autor “es prisionero / (La sentencia es de Omar) de otro tablero. / De negras noches y de blancos días / Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza. / De polvo y tiempo y sueño y agonías?”.

Pues, la sugerencia de Eduardo López Molina a seguir sus pasos nos llevará hasta donde veremos a un rudimentario sujeto asomarse desgarrado por la desamparada singularidad con la que debe enfrentar a un absoluto que lo abandona. Momento crucial en el cual hallaremos al endeble sujeto en sus primeros tropiezos, condenado a errar, lanzado a re-ligar, a hacer religión, en la intemperie, sin la monolítica cosmogonía con la que, poco antes, en férrea comunidad, se supo proteger ante el asombro de existir. Allí, donde la sabida vulnerabilidad de la carne humana se desligó del Todo que imponía su indiscutible ubicación en el orden que regía la vida de los escasos habitantes en la Tierra, el sujeto aparece arrojado al mundo como un singular hecho de ineludible soledad y vacío. El otrora cuerpo gozado por un cerrado universo colectivo, fue impelido a gozar. Cuando la solidez de la mitología cosmogónica se partió, desde esa división o fisura fue parido el sujeto. De la grieta abierta en el enunciado mítico surgió la enunciación o el sujeto hablante, portador de palabra y de voz hecha singularidad.

Con Claude Lévi-Strauss, mirando a lo lejos, aún podíamos registrar algunos de los puñados de humanidad esparcidos entre los tristes trópicos con sus pocos sonidos bucales exigidos a transformar en realidad la incierta e inefable vastedad del real. Fue el lugar y el momento en donde el antropólogo visualizó a nuestros antepasados construyendo con lo crudo y lo cocido holofrases, amasando, moldeando o tallando metáforas con la miel y las cenizas, tan pobres de palabras con las cuales nombrar tanto que los aproximaba a una vida poética. Quizá por eso, Jorge Luis Borges los pensó fabricando con los sueños el primer objeto estético con que los humanos mutaríamos lo monstruoso en maravilloso.

El goce sexual prohibido entre ellos por las rígidas estructuras elementales del parentesco para alimentar la incipiente división social del trabajo que les aseguraba la sobrevivencia, con los antiguos griegos, se volvió trágico, en tanto goce negado por los dioses, motivo de pasiones, desmesuras o hybris. La sólida, unívoca y comunitaria explicación del mito con el que esos rústicos ancestros se resguardaban de la cotidiana sorpresa de vivir, en aquella Grecia se convirtió en un relato trágico del Poder. Punto donde el perfecto mecanismo de relojería de aquellas pequeñas comunidades o lejanas organizaciones humanas se alteró ni bien ellas se constituyeron en termodinámicas o, propiamente hablando, en sociedades. Momento donde encontraremos al hombre desnudo tratando de cubrir su inaugurada intemperie de sujeto con los tejidos de las Tragedias y con ellos, luego, vestirse, gracias a la confección de la Filosofía, con los ropajes del sujeto de la Razón (Logos) que lo llevará, con el Código de los antiguos romanos, a calzar sus pies en el sujeto económico del status o la propiedad con los que, después, caminará, vía el posterior cristianismo, hacia el elegante traje de la libertad, la responsabilidad y la culpa. Tal vez por esto Lévi-Strauss llegó a afirmar que el sujeto era un invento cristiano y, por lo tanto, fuera de su interés puesto en los pueblos sin escisiones. No obstante, en la naciente termodinámica Moderna, aquel sujeto nacido desamparado y singular, una vez decentemente vestido y bien protegido, fue presentado por Emmanuel Kant con las luces del “deber ser” de la Razón pura y práctica.

Desde aquél nacimiento del pensamiento trágico griego en lo que significó el paso de una organización humana regida por coordinados engranajes de relojería (tribal y sin escisiones, o sea sin el problema de la razón y la verdad) hacia otra termodinámica (rigurosamente hablando; sociedad con divisiones o disensos), según la conceptualización de Lévi-Strauss, y donde comenzó a prefigurarse esa encrucijada de lo general con lo singular intermediados por lo particular que conformará los orígenes del silogismo, llegó el sujeto a este presente neoliberal en el que Eduardo López Molina lo ve en riesgo de ser borrado, particularmente, por el ejercicio de la Psiquiatría de los DSM asociada a la poderosa industria farmacológica.

Posible riesgo como consecuencia del malestar (en la cultura) o de la insoportabilidad humana por sobrellevar el desamparo que pulsa y divide la condición de ese sujeto inaugurado por los trágicos griegos. De ese desgarro singular atestigua el dolor de Agamenón cruzado por lo general que le demanda la vida de su particular amada hija Ifigenia. Cruce no muy distinto en el que se halla la joven designada para el sacrificio cuando, desde su singularidad sufriente, se resigna a lo que ordena la Grecia como generalidad.

Allí, en esa encrucijada, está el héroe trágico, porque no hay tragedia sin él, como tampoco héroe sin tragedia. En ese sujeto se asienta la trama. Su presencia habla de la singularidad del sufrimiento del sujeto en la escena, pero, también, del modo con que otras semejantes singularidades podrían prevenirse de padecer. Para eso, la Tragedia ofrece el modelo del sujeto de la mesura (diké), el apolíneo de la moral y la razón (logos), el del castrado a un goce que los dioses, sus únicos propietarios, han negado a los finitos mortales. Será el sujeto dispuesto al goce por los ideales de la virtud, el impedido a gozar de lo prohibido vía una pasión o desmesura (hybris) dionisíaca por la que, en su doliente singularidad, recibirá el castigo de ser gozado por las divinidades que sentencian.

Aun así, ese sujeto ideal del “deber ser” virtuoso, racional y mesurado sabe, como el inconsciente freudiano, que su constitución es tan inseparable de lo siniestro como el deseo de la ley. Por eso, antes que el horror asome y con él se desbarate la escena (acting-out), el Mensajero que aquí le interesa a Eduardo López Molina, como aquellos “facilitadores” de los que hablaba Freud, provee los significantes (o “representaciones-palabra”) con los cuales lo reprimido (o “representación-cosa”) entrará a la escena (acting-in) hecho lenguaje y, por lo tanto, dispuesto a generar significaciones y sentidos. Así, entonces, lo que no se puede ver, lo que no se muestra, el “más allá”, la verdad, lo que está fuera de lo simbólico, la otra escena freudiana de la cual, en la Tragedias, nos anoticia el Mensajero, logra ser hablada e introducirse en la cultura como un saber que, por provenir de una función, fija una singularidad abierta a las series constitutivas del sujeto deseante. Mas, tras ese decir o enunciación aflorará el Coro para afirmar el enunciado que debe regir al sujeto ideal de la virtud y la mesura.

Además, será a través de las figuras de los reyes que en las Tragedias no sólo se patentiza la presencia de la sociedad termodinámica y dividida de aquella antigua Grecia sino, también, el modo de justificar el ejercicio del Poder y su costo. Esos nobles de entonces eran los encargados de corporizar los ideales morales de la mesura (diké) como, a la vez, de padecer las penas desencadenadas por las transgresiones a las prohibiciones impuestas por los dioses. Por lo tanto, con las Tragedias, el Poder se constituye como sede del ideal moral y, a la vez, del acatamiento a los límites impuestos a las pasiones por las leyes divinas para mantenerlo y ejercerlo ante sus gobernados.

De aquí que aquellas iterativas formas mitológicas con las que los pueblos de “relojería” explicaban la reconocida incógnita de vivir, con las Tragedias y sus novedosos haces opositivos transitando entre las idealizaciones de lo virtuoso y racional (Logos), se convierten en una explicación del Estado y la convivencia dentro de una sociedad dividida y cruzada por intereses. Con ellas, lo general, hecho designio divino, trama tejida y decidida por los dioses, destino ineludible e inmodificable, dictamina el orden del Poder como el modo en que los humanos deberán transitar sus escasas existencias por la Tierra. Mas, también, gracias a las Tragedias, esas inefables poquedades singulares se encontrarán nombradas y, por lo tanto, denegando sus inevitables soledades y castraciones, bajo la fantasmagórica forma de un destino se creerán acompañadas por un conjunto de deidades. Allí supondrán la presencia del significante que les falta en el saber de lo absurdo de vivir errante.

Por esto, más que de lo trágico de la existencia, es pertinente hablar de una existencia trágica o de un posicionamiento trágico ante la existencia, en tanto no siempre el existir (ex-stare; estar fuera, para Martin Heidegger) fue trágico ni necesariamente lo tiene que ser. Al punto que Jacques Lacan decía que el fin del análisis es destituir la tragedia (“Novela o Mito Familiar del Neurótico”) y, obviamente, con ello, al sujeto o al héroe de su trama. Idea consecuente con la definición freudiana de la neurosis como religión privada y de la cual los humanos, a pesar de los sufrimientos que ella implica, se resisten a dejar frente al angustioso desamparo gestado por la ausencia que empuja a la subjetivización y al deseo cifrados por el equívoco, el mal entendido o la falta. De ahí que Freud hablaba de los beneficios primarios y secundarios del síntoma. Tragedia o destino como saber o sentido con el cual explicar lo incierto y protegerse ante la siempre amenazante angustia, aunque las ofrendas exigidas adquieran el tamaño de las garantías demandadas.

Por esto, y aun cuando la Tragedia y la Filosofía que le devino, dejaron entreabierta la puerta del sujeto deseante o amante (Platón; “El banquete” y “Fedro”), ambas, al idealizar al sujeto apolíneo del Logo o de la Razón, denegaron aquél sujeto movido por las pulsiones dionisíacas, algunas veces irrefrenables y cargadas de pasiones, en el que se detuvo el Psicoanálisis. Denegación nada ingenua pues con ella se pretendió desubjetivizar lo que la angustia y la división del sujeto singular y deseante subjetivizó. Allí, podemos visualizar la colonización que el ejercicio el Poder del momento hizo de la subjetividad. De aquí que, entre otros motivos, Nietzsche, en “El origen de la tragedia”, a Sócrates lo llamó “el primer hipócrita de la humanidad”.

No obstante, en ese sujeto apolíneo del “deber ser” que desde las tragedias griegas se fue plasmando hasta arribar a la moral kantiana, no cesa de pulsar la falla del deseo que mueve su equívoco o mal entendido constante, y tal cual lo presentan las Tragedias al errar ante la norma de la moral donde el Mensajero lo quiere introducir. El deseo es la anormalidad, tanto como su efecto el hablante(ser). Anormalidad surgida de la función significante que nos subjetivizó como sujetos escindidos y que hoy, desde los grandes medios de comunicación, pretenden obviar al imponer el discurso del enunciado o de la normalidad en desmedro de la enunciación como no lo hicieron, desde su dimensión ética, las Tragedias griegas en el siglo V antes de Cristo.

En estos tiempos, la hegemonía neoliberal, movida por la incesante extracción de plusvalía que exige el capital financiero internacional, impone un atropellador ritmo de plus de goce permanente contra los objetos de deseo (o de placer) que se levantan como topes. Como ejemplo, es pertinente recordar que, en Argentina, por la década del 90 del siglo XX, ese capital, a través de un nuevo rico llamado Marcelo Tinelli, frente a las cámaras de televisión, desde una alta grúa dejó caer un enorme peso sobre un modesto Fiat 600 cuando se acercaba su incauto propietario. Mas, cuando éste, entre la sorpresa y el dolor, reclamó por la total destrucción del auto, como respuesta recibió que era una “jodita para Tinelli” y, por lo tanto, que se le pagaba con creces el valor comercial del vehículo. Allí, con lágrimas en los ojos, el indignado damnificado exclamó; “¡pero adentro estaban colgados del espejo (retrovisor) los zapatitos de mi hija cuando tenía dos años y ustedes me los destruyeron, ninguna plata me los devolverá!”. Obviamente, esta frase, también, fue motivo de risa entre el conductor y su equipo televisivo; ¿cómo alguien podía poseer la dignidad de preferir unos gastados zapatos de la hija a una tentadora suma de dinero?

Es evidente que el capital financiero mundial destruye los objetos de goce que el capitalismo mercantil ofrece para la realización, más o menos pasajera, de deseos y placeres (autos u otras pertenencias amadas) y, por eso, en ese exitoso programa de televisión, pornográficamente, ante la vista de todos y sin ocultamientos, el deseante consumidor del Fiat 600 se transformó en un objeto de goce consumido por aquél. Por lo tanto, el neoliberalismo, con su veloz destrucción de los fetiches donde se adhiere el deseo, ha extremado el reconocimiento que todos los objetos del mundo, sean humanos o naturales, tienen un precio acorde a las utilidades y a los goces que demanda su mecanismo termodinámico.

Tiempos donde aquél mencionado conductor televisivo, además de continuar con sus “joditas” con las que gozaba de otros, a escasos centímetros de la cámara, en un solo movimiento y bajo una vulgar presión, llenaba con un gran alfajor el enorme agujero de su boca. Parecía una grosera imitación del Saturno de Goya, salvo que no eran sus hijos los comidos sino los espectadores que el Mercado devoraba. Mas, si alguien que lo veía estaba vacío, y por la tasa de desempleo creciente eran muchos, debía repletarse consumiendo como él o, de lo contrario, sin consumir, quedar excluido o desechado.

Por entonces, a los espacios de interrogación y de deseo como son las escuelas, el imperioso plus de goce fagocitado por el ritmo de la plusvalía neoliberal, los mutó en sitios para la admiración de shoppings donde consumir y llenarse. No obstante, en un genial acto artístico, Charly García se arrojó desde lo alto de un edificio hacia una piscina que no todos veían. De ese modo, donde algunos creyeron ver un suicidio, el artista denunció que, a pesar de tanto consumo, aún en el neoliberalismo, hay un vacío que eróticamente resiste a la completitud de la muerte. Verdadero acto por la erogenización del sujeto ante la correntada de goce que lo sumerge y ahoga. Salto a un lazo social invadido por un economicismo que, gobernado por la ley de la oferta y la demanda, mueve los cuerpos de los consumidores-consumidos al borde de la exclusión y el desecho. Anormalidad del deseo ante un hegemónico discurso sin sujeto singular y de la enunciación, desubjetivizador o colonizador de subjetividades a través del consumo y la entrega al goce del Mercado que fabrica cuerpos afásicos y portadores móviles de enunciados.

Porque el capitalismo financiero mundial, después de la caída del mundo soviético sin que se disparara un misil, con Freud supo que no hay nada más revolucionario que el deseo y, por ende, con su frenesí por la extracción de plusvalía, transforma la anormalidad del deseo en normalidad de goce. Su imperativo a gozar o a consumir apunta contra el “deber ser” del sujeto apolíneo de las antiguas Tragedias como, también, contra su inseparable opuesto, el héroe trágico, para, así, subsumirlos en un “deber tener” con el cual gozarlos y consumirlos dentro de la generalidad llamada Mercado.

Asimismo, desaparecidos aquellos deseados ideales que los trágicos griegos impartieron con sus exaltadas virtudes morales y que Kant supo racionalizar para regir la vida práctica de los hombres desde la Moderna termodinámica del Estado burgués, el capitalismo financiero mundial, también llamado neoliberalismo, decretó la muerte de la Tragedia y, de ahí, la defunción del sujeto, tanto del apolíneo como el de la singularidad. Por eso, requiere desubjetivizar o, en términos de Michel Foucault, colonizar las subjetividades, y tal como él definió al Poder como ejercicio. La tarea está en marcha; borrar la historización de los sujetos y sus espacios, quitarles memoria, convertirlos en amnésicos, mutar sus deseos en goces por medio de los cuales el consumo no se detenga en topes y la continuidad de la extracción de la plusvalía con que satisfacer el goce del Mercado se garantice. En palabras de Lacan, esto implica transformar a los cuerpos y al mundo en general de “plusvalía contable” a “plusvalía encarnada”.

Entonces, la pregunta neurótica cruzada por las dudas e incertezas del deseo sobre; ¿qué quiere el Otro?, o ¿qué desea el Otro de mí?, equivalente a; ¿me quiere el Otro? o ¿cómo me quiere el Otro?, hoy el Mercado impone la certeza de cómo ese Otro goza consumiendo a los consumidores que consumen las certezas incesantemente ofrecidas para sus goces. Como en el reino de la desubjetivización psicótica, el goce del Otro cierra la tachadura o la castración con la que Lacan lo representaba para afirmar que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. En el mundo del capitalismo financiero internacional, como no hay Tragedia ni apolíneos o virtudes morales, gobiernan las certezas, desaparecen las singularidades deseantes o hablantes, se impone el enunciado, queda sólo la generalidad.

Y, si acaso los consumidores o gozadores de objetos de consumo se restringen, tal como se evidenció en estos últimos años en Argentina, ese Otro llamado Mercado no deja de gozarlos y consumirlos vía deudas u otras formas de extracción de plusvalía. Para el capital financiero internacional, todo el suelo del país (o del mundo) y sus habitantes son objetos de goce a ser usados, descartados y tirados como desechos o basuras sobrantes, polución de la gran máquina termodinámica.

Como en los tiempos de los antiguos trágicos griegos, la subjetividad de los sujetos singulares es el terreno de disputa elegido por el Poder para plantar allí su bandera de colonización desubjetivizadora. Ahora, como antes, en esa batalla, él cuenta con la colaboración del propio sujeto beneficiado por la represión o la denegación que aporta a los fines de alejar la insoportabilidad (o “malestar en la cultura”) de la angustia que lo constituyó en deseante, salvo que actualmente, a los ideales morales del “deber ser”, el capitalismo financiero mundial, los sustituye por los mandatos de consumo que el Mercado dicta.

Por esto, es significativo que un Papa; Benedicto XVI, en estos tiempos neoliberales haya planteado volver a las misas dictadas en latín y, así, dar lugar al triunfo del enunciado o de la afasia sobre la enunciación o el habla singular surgida de las particularidades de las lenguas locales, y tal cual lo instituyó Juan XXIII por los años sesenta del siglo pasado. Planteo vaticano que, si bien no prosperó, indica la intención religiosa por adecuarse a los efectos que logran los grandes medios de comunicación en el mundo entero al borrar la memoria y, con ello, a la singularidad del sujeto comprometido en la consigna cristiana del “arrepentíos”.

No obstante, en estos tiempos donde la palabra y la historización de la singularidad se acallan bajo la ensordecedora generalización de las autoayudas o los medicamentos dictados por los vademécums, la memoria, el deseo y el placer resisten. Aun cuando Lacan haya pronosticado que “la religión triunfará y el Psicoanálisis, a lo sumo, sobrevivirá”, en los reducidos consultorios psicoanalíticos todavía se invita al sujeto a hablar y a recordar o en los amplios espacios de las calles y plazas se reivindica la “Memoria” como, también, el derecho a la posesión de un cuerpo para el deseo de bien-estar en la vida y no reducible al goce de un Otro. Ejemplos paradigmáticos de esto es el movimiento de mujeres que sostiene un “Ni una Menos” usada y, luego, descartada por el goce sino, por el contrario, con derecho al deseo, incluido el de ser madre, como, también, las luchas por las identidades sexuales que, desde sus singularidades, resisten la nominación gozosa de un Otro incómodo sobre los cuerpos, al igual que las ecológicas por un hábitat placentero en la Tierra u otras.

En Argentina, a pesar que muchos sumergen sus singularidades en los océanos del goce de la generalidad impuesta por el movimiento del capital financiero mundial y que a la historia, si no se la borra (por ejemplo, en los billetes), se la despoja de contenido o queda reducida a monumentos vacíos e impedidos de producir significaciones, aún el Mercado neoliberal no logra desbaratar el antiguo silogismo de las Tragedias que hoy levantan las “Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”, junto a H.I.J.OS., cuando apelan a la memoria de los antepasados y/o descendientes desaparecidos.

A diferencia de la propuesta psicoanalítica de destituir la Tragedia para que, destituido su sujeto, quien porta un cuerpo se aventure a sobrellevarlo incierto, desamparado, sin más destino que el biológico y prevenido de ser gozado por una trama, el aniquilamiento de la Tragedia que impone el capitalismo financiero mundial es para que los cuerpos sean gozados por la generalidad tras las certezas de sus goces.

Claro que esta propuesta de una sociedad sin sujetos de enunciaciones, de hablantes, de abiertos a la anormalidad, al equívoco o a la errancia que imprime el revolucionario deseo, y en donde gobierne el enunciado y el goce, no se ejecuta sobre doscientos, trescientos o cuatrocientos cuerpos humanos como acontecía en los pueblos de “relojería”, sino, en sociedades de millones de habitantes y, por lo tanto, su triunfo definitivo sólo será a costa de la enorme violencia que significa la desaparición de las singularidades, y en la que, actualmente, no está ausente la química que dirige la psiquiatrización de la vida en particular.

Introducción

Lo que dicen las palabras es un intento, insuficiente, por cierto, de dar cuenta de aquello que hacemos con las palabras, pero, también, de aquello que las palabras hacen con nosotros, y lo que resulta de ello en uno y otro caso.

Palabra proviene de parábola, que es un término polisémico tomado del griego parabolé, y que se vincula con “comparación” pero, también, con “alegoría”, y su uso adquiere significaciones singulares según nos remitamos a la Lingüística, la Geometría, la Balística o al discurso religioso, como en el caso de las enseñanzas de Cristo a sus discípulos.

Las palabras articulan cuerpo, cultura y sociedad, dan una cierta dirección a las acciones llevadas a cabo por los sujetos y son la base sobre la cual se asentó el descubrimiento del inconsciente y la propia experiencia del análisis.

Nacemos en un mundo poblado por palabras. Ellas nos preceden, nos nombran, nos constituyen en tanto sujetos, pero también nos posibilitan ir más allá de lo que nuestra biografía trae como marca o nos arrojan a la más cruel de las intemperies.

Hay palabras que cuidan a uno mismo y a los otros, palabras que alojan, enamoran, seducen o convencen, y hay otras que des-cuidan, des-alojan y que dejan al sujeto inmerso en el abandono y el sin-sentido. Palabras de-subjetivantes y que generan, en aquel que las recibe, una suerte de identidad deteriorada (soy depresivo, soy hiperkinético…).

Ya los pueblos semíticos (asirios y babilonios, sobre todo) les otorgaban una importancia extrema y actuaban convencidos de que servían para curar enfermedades y que, además, dotaban de una fuerza casi mágica a aquel que sabía el verdadero nombre de las cosas.

Sobre su uso terapéutico hallamos también fuertes testimonios en la cultura greco-latina, tanto en las tragedias como en los relatos épicos (la Ilíada, la Odisea, la Eneida), así como en la Filosofía (Cármides, o de la templanza, de Platón).

El texto de Pedro Laín Entralgo da cuenta justamente de su poder curativo, y por eso lo llama La curación por la palabra en la antigüedad clásica (1958). De esto trata este libro1. De palabras que hablan de las palabras, que curan al ser pronunciadas o que acompañan al pharmakon (término que presenta dos acepciones, como remedio o como veneno).

El primer capítulo, “Poner en palabras: de la tragedia al descubrimiento del Inconsciente”, se dedica a indagar la Función Mensajero en el teatro griego.

Las obras trágicas, las 33 que aún se conservan de Esquilo, Sófocles y Eurípides, presentan –tanto en el ciclo tebano como en el que remite a la guerra contra Troya– los crímenes más horrorosos: parricidio, matricidio, filicidio, uxoricidio, infanticidio, suicidio u homicidio, al tiempo que advierten sobre los riesgos que implica, para la vida de los hombres, el dejarse arrebatar por la hybris, pero nunca muestran la escena violenta a su público, sino que es un Mensajero, testigo privilegiado, el que cuenta lo sucedido. Pone en palabras el acto homicida, lo baña de lenguaje.

El recorrido argumentativo permite encontrar pistas que muestran la fuerte influencia que tuvo el teatro griego en el surgimiento del Psicoanálisis, dando cuenta de que éste le debe mucho a la tragedia, y así lo reconoció el propio Freud en muchos de sus artículos.

En el segundo capítulo, en cambio, “La sociedad terapéutica y los procesos de Medicalización de la vida en la era del Realismo Capitalista”, se analiza el uso que los manuales de Psiquiatría hacen de la palabra, tratando de imponer un lenguaje especializado para dar cuenta de acciones propiamente humanas: así, la inquietud infantil en épocas de aceleración del tiempo y achicamiento del espacio pasa a denominarse hiperkinesia, el duelo normal depresión, y las fallas en la memoria que aparecen después de los 50 años, trastorno cognitivo menor.

Los procesos de medicalización, patologización y estigmatización de la cotidianeidad, gerenciados desde la torre de Virginia en EE.UU., han transformado al sujeto de la tragedia clásica en un enfermo, una excrecencia de los manuales de Psiquiatría que construyen intrincados sistemas clasificatorios supuestamente objetivos, y que buscan en la privacidad del sujeto, la causa del mal que lo aqueja. Dejan de lado toda otra consideración que vaya más allá del plano molecular.

Su capítulo más cruel es aquel que trata sobre los supuestos trastornos que afectarían a millones de niños, pre-adolescentes y adolescentes.

Estos son manuales financiados por los grandes laboratorios que fabrican enfermedades y estados de ánimo, a tono con las nuevas condiciones de época, y que incluyen a todo el universo de sujetos exceptuando, por supuesto, a los propios autores.

Manuales que deben más a M. Friedman que a S. Freud, E. Bleuler o H. Ey.

El capítulo se cierra con algunas recomendaciones generales, algunas dirigidas al Estado, y otras a ser tomadas en cuenta por la escuela.

Vivimos en una sociedad que medicaliza aquello que ella misma produce, y es justamente en ese punto en el que hay que intervenir decididamente porque, como decía J. P. Sartre,

Habremos de ser lo que hagamos, con aquello que hicieron de nosotros. (Citado en Romero, 2005).

Capítulo I

Poner en palabras: de la tragedia al descubrimiento del Inconsciente

Clitemnestra: Lo que ha de ser, será. (Eurípides)

Afrontar una investigación acerca de la tragedia griega (sus comienzos, desarrollo, los autores clásicos y la función social, religiosa, moral y política que tuvo) es un desafío enorme, inalcanzable para quien no tiene una formación especializada al respecto. Poco es lo que podría agregarse a lo que los expertos ya escribieron profusamente durante siglos. Pero tamaña osadía, o mejor aún, para ser consecuente con el tema, tamaña desmesura (hybris) tiene una justificación. En realidad, en este particular caso lo que guía esta indagación es la pregunta por la Función Mensajero, en tanto es aquel personaje que anoticia de los hechos terribles o gratos acaecidos en “otra escena”, otro lugar, otro topos donde, en gran parte, lo que ocurre es el crimen en todas sus variantes, como la antropofagia, el asesinato, la venganza y los hechos más ominosos: filicidio (como en las tragedias Medea, Ifigenia), parricidio (Edipo rey), matricidio (Orestes y Electra), uxoricidio (Electra, Agamenón, Orestes) o suicidio (Edipo Rey, Antígona). La pregunta por esta función interesa por sus fuertes vinculaciones con algunos de los planteos centrales del Psicoanálisis, teoría para la cual también cumple función esencial la palabra –dicha, no dicha, mal dicha, dicha a tiempo o a destiempo, plena o vacía, dicha de más o ausente– y el posicionamiento frente a lo trágico de la existencia.

Sabido es que los griegos no mostraban las escenas violentas al público. Alguien, un testigo, un otro, era quien lo ponía en palabras, y ese es el aspecto central que a este artículo interesa.

Una cuestión significativa a tomar en cuenta es que las tragedias griegas tratan menos de los sentimientos que de las pasiones. Un tema recurrente es mostrar que, si el sujeto se deja aprisionar por éstas, queda obnubilado y actúa irracionalmente. La hybris es el tema, una desmesura que anula la razón, corrompe la virtud y falsea la verdad.

El orgullo extremo y desafiante para con los dioses (Prometeo), la venganza (Clitemnestra, Orestes, Fedra), la ambición de poder (Eteocles y Polinice), la ira (Áyax) o los celos (Medea) dan cuenta de ello, y esa lección moral dirigida a los espectadores les advierte sobre los peligros que acarrea caer en alguna de esas pasiones inmanejables. En este punto, también puede hallarse una articulación con el proceso de constitución del sujeto explicado por el Psicoanálisis, proceso complejo que comienza mucho antes de que éste advenga al mundo y que da cuenta de que no se nace siendo sujeto, sino que esto ocurre en el marco de una trama intersubjetiva, postura muy alejada de las versiones evolutivistas o light del Psicoanálisis, que quieren reducir tan compleja travesía a las fases de evolución libidinal. En ese proceso, la madre es quien cumple la crucial función de hacer de las pasiones –que irrumpen en una subjetividad en ciernes, sobrepasando sus posibilidades de metabolización– sentimientos, al nombrarlas, diferenciarlas y ponerlas en palabra, y así habilita a ese niño o niña como un sujeto de lenguaje que progresivamente podrá dominar aquello que siente, pero no al punto de aprisionarlo.

La mesura aparece, entonces, en la tragedia griega y en la constitución de la subjetividad como bisagra entre, por un lado, la pasión desbocada y ciega que aprisiona la razón y, por el otro, los sentimientos que hacen posible el amor, la amistad, la hospitalidad, el autocontrol y la convivencia con los semejantes.

Los estudios especializados muestran que el esquema tipo de toda tragedia representa a un héroe que acomete acciones impropias de la condición humana, que intenta acceder al mundo de los dioses, y por ello es castigado severamente.

Doble lección: para el héroe, que no debe ser arrogante y no ha de intentar trascender su condición y destino humano, y para el espectador, que asiste a una puesta en escena que procura ser ejemplificadora.

La osadía humana es penalizada de tres maneras: de un modo “retributivo”, que implica que la pena debe ser equivalente al daño causado en la acción desmesurada (Prometeo, Sísifo) y, en este sentido, la pena misma es un fin y no un medio para conseguir un bien. Pero, también, en un segundo sentido, es afirmación del poder de los dioses y de la fuerza del destino, porque la hybris es la negación de uno y otro orden. Aquí la pena se concibe como “reacción”, como un instrumento que restablece el orden sin fines utilitarios posteriores. En un tercer sentido, constituye también un modo de prevenir crímenes futuros, ya como amenaza o como sanción “ejemplificadora” que ejerce una cierta coacción psicológica sobre el sujeto, en este caso, el público que asiste a las representaciones.

A partir de lo anteriormente mencionado, se observa que en la tragedia no se juega solamente una cuestión ritual o religiosa sino, además, profundamente política, en tanto se trata de la puesta en escena de una poderosa herramienta de educación colectiva dirigida a todos y cada uno de sus ciudadanos.No es “teatro popular”. Está dirigido a lo popular, está direccionado hacia lo popular para formar conciencias y enderezar conductas, y también para imponer una tradición y generar cohesión, pertenencia e identidad, reconociéndose como atenienses que viven en el marco de una democracia que ha dejado atrás las tiranías, los gobiernos de un solo hombre.

Según Hauser, A. (2004), el teatro griego no puede ser entendido en términos de teatro popular. Se trata, expresa, de un teatro con fuerte contenido político, y sus personajes se expresan políticamente. Héroes y hombres del pueblo aprenden que no deben cometer el error de la hybris, pues su moiraconsiste en no intentar acceder a la areté