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Había pasado ocho años huyendo de su pasado, pero un buen día la encontró… Chase Serrano lo fue todo para Tana Blackstone, su primer amante y el primer hombre al que destruyó. Precisamente por eso no esperaba volver a verlo, sin embargo, un buen día Chase se presentó en la puerta de su casa en Brooklyn para exigirle que le compensara por el dolor que la familia de Tana le había causado a la suya. ¿Cómo negarse la oportunidad de redimirse? Pasar por ser su prometida durante un fin de semana parecía tarea fácil, pero ¿acaso el poderoso empresario había ideado un tortuoso plan para vengarse de ella?
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Seitenzahl: 205
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Joanne Rock
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lo que te juegas fingiendo, n.º 198 - marzo 2022
Título original: The Stakes of Faking It
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-495-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La audiencia que disfrutaba al aire libre en el Bridge Park de Brooklyn de Un tranvía llamado deseo contuvo el aliento al llegar a la última escena.Tana Blackstone estaba interpretando a Blanche DuBois, un personaje completamente opuesto a ella aun en aquella versión de la obra actualizada al siglo veintiuno, pero eso no le impidió clavar aquella última frase de femme fatale condenada:
–Siempre he confiado en la amabilidad de los extraños –declaró, pestañeando furiosamente mientras miraba al actor que interpretaba el papel del doctor cuyo trabajo era llevarse a la pobre Blanche a un hospital psiquiátrico.
Y tomando el brazo que el médico le ofrecía, Tana salió mientras el resto de actores terminaban la escena.
La obra llevaba meses en producción de aquella pequeña compañía, ya que habían tenido que aguardar a que la pandemia permitiera a los espectadores asistir a sus representaciones.
Había sido una suerte que hubieran escogido a Tana, dado su limitado currículo profesional, pero muchas otras actrices de talento se habían marchado de la ciudad o habían iniciado trabajos alternativos durante el cierre de Broadway. De hecho, ella también estaba a punto de tener que renunciar a su profesión cuando le llegó aquella oferta.
–Brava! –celebró su compañero, un hombre ya de edad con unas hirsutas cejas blancas y barba desaliñada, cuando la audiencia empezó a aplaudir entusiasmada–. Bien hecho, Tara.
–Gracias –contestó, tirándose de la falda corta y ceñida que llevaba su personaje, que en aquella versión de Blanche era una cría adicta a los clubes y a los analgésicos–. Ha sido divertido.
Y volvieron a salir a escena para recibir la ovación de la reducida pero entusiasta audiencia. La obra no tenía la calidad que se esperaba en Broadway, pero la dirección era buena y obviamente el público había echado de menos el teatro tanto como los actores durante la pandemia.
Mientras esperaba a que le llegase el turno de inclinarse para aceptar los aplausos, ovacionó al resto del plantel de actores. Era muy nueva en la ciudad, de modo que no había tenido la oportunidad de presentarse para una obra de las de Broadway, así que no podía echarlo de menos, pero sí que le habría encantado comprobar cómo se le daba una de las audiciones importantes.
Había adquirido su experiencia como hija de unos estafadores profesionales, así que llevaba toda la vida actuando. Con cinco años, se paseaba por barrios ricos con perros abandonados que su padre limpiaba y acicalaba para venderlos como mascotas con pedigrí. Ella se deshacía en lágrimas cada vez que tenía que separarse de una de aquellas mascotas temporales, pero había aprendido a identificar a las familias que tratarían bien a los perros, así que se consolaba pensando que iban a hogares mejores que el suyo.
Cuando tenía diez años, podría haber recibido el premio Tony por interpretar de manera recurrente el papel de niña perdida para que su madre pudiera robarle la cartera a la gente que se detenía a ayudarla, otro trabajo que detestaba hacer; pero no le quedaba más remedio que obedecer a sus padres porque la habían amenazado con dejarla en un orfanato.
Cuando cumplió los dieciocho, le dijo a su padre que estaba harta de engaños y de utilizar sus dotes de actriz para que ellos pudieran sacar dinero. Ojalá se hubiera escapado un poco antes de lo que lo había hecho, porque habría supuesto no encontrarse metida en medio de una de las estafas más delirantes de su padre simplemente por vivir bajo su mismo techo. Al final, su padre acabó arrebatándole a una viuda su rancho, al mismo tiempo que el hijo de la mujer le robaba a ella el corazón.
Ahora podía limitar sus actuaciones al escenario. Al dar un paso adelante para inclinarse ante el público y recibir la ovación por su interpretación de Blanche, pensó que, por fin, estaba donde debía. El mundo del teatro era ahora su nueva familia. La audiencia estaba compuesta en su mayoría por familias jóvenes acomodadas sobre mantas, con carritos de niño a su lado, que habían pagado porque querían verla actuar, y no porque una mano hábil les estuviera limpiando la cartera. Por fin tenía algo que ofrecer a los demás. Unos cuantos silbidos y gritos de bravo le hicieron sonreír.
Se llevó los dedos a los labios para lanzarles besos, empapándose de su alegría durante unos segundos más mientras contemplaba los grupos de gente repartida por el césped. Hasta que de pronto, se topó con un hombre que estaba solo en el centro del foso de la orquesta, es decir, la extensión de hierba entre el escenario y la pista reservada a los ciclistas. Era un hombre alto y de complexión atlética, vestido con vaqueros oscuros, una camiseta vintage y chaqueta negra que se le pegó a los hombros cuando se colocó su Stetson en la cabeza. Su cabello color castaño oscuro y su piel tostada hacía que las mujeres se volvieran a mirarlo. O quizás fuera por sus ojos grises, o el mentón cuadrado sombreado por la barba.
Las rodillas se le volvieron de agua al verlo, pero no por lo escandalosamente guapo que era, no, sino porque Chase Serrano era un fantasma del pasado al que no deseaba tener que volver a mirar a la cara.
–¡Tana! –la llamó en voz baja otro de los actores para sacarla de su ensimismamiento, ya que había acaparado el foco sobre sí misma aunque fuera de un modo involuntario.
Con el corazón desbocado, salió del escenario. La cabeza le iba a mil. Sin prestar atención a la atmósfera de celebración que había a su alrededor, se abrió camino hasta el camión aparcado detrás del escenario. Tenía que salir de allí, distanciarse de la aparición que acababa de ver entre el público.
¿Cómo podía ser Chase Serrano, el ranchero que se había apoderado de su corazón tiempo atrás, el mismo cuya madre perdió su herencia a manos de un desgraciado como Joe Blackstone, su querido padre?
Bajó rápidamente la escalera que partía de la zona del escenario y corrió al camión en el que las actrices se vestían y dejaban sus pertenencias durante las actuaciones. La guardia de seguridad, antes patinadora del circuito profesional, la saludó inclinando la cabeza y abrió la puerta.
–No pensarás irte sin venir a tomar unas copas –dijo Lorraine, asomándose al interior del camión donde Tana revolvía entre un montón de jerséis y abrigos en busca de su bolso.
–Esta noche no puedo –contestó, quitándose la peluca negra y la coleta que sujetaba su melena castaña. Le gustaba teñirse las puntas de rosa, pero el color empezaba a perderse–. Lo siento, Lorraine. La próxima me apunto.
Se miró en el espejo. No es que quisiera estar bien. Precisamente preferiría que su aspecto cambiado la ayudase a no ser reconocida si de verdad era Chase a quien había visto entre el público. Sacó una toallita del bolso para quitarse el maquillaje.
¿Cómo la habría encontrado y qué podía querer? Se había marchado ya de Nevada para empezar sus estudios de interpretación en una pequeña ciudad al norte de Nueva York cuando la madre de Chase se casó con su padre y se abrieron las compuertas del infierno en el rancho. Le imaginaba en Idaho, cursando sus estudios de economía, pero podría estar en cualquier parte cuando le envió aquel mensaje de texto cruel en el que la acusaba de formar parte de la estafa y de utilizar su virginidad como distracción para que él no se diera cuenta de lo que le estaba pasando a su madre.
–No te preocupes, tesoro –le dijo Lorraine–. Pienso pasármelo bien de todos modos. Voy a entrarle a Stella –añadió, frotándose las uñas rojas en la camiseta con una sonrisa.
Megan, la actriz que interpretaba a la hermana de Tana en la obra, era una de las actrices más dulces del reparto, pero tenía tanta suerte a la hora de elegir pareja como el personaje de Stella Kowalski.
–¿En serio? –respondió mientras se quitaba la falda y miraba a través de la única ventana del camión por ver si divisaba al hombre que creía haber visto, pero no había sombrero alguno por allí–. Buena suerte. Si Megan es lista, se dará cuenta de que tú vales como diez de las actrices con las que ha estado saliendo últimamente.
Soltó la persiana que cubría la ventana y se metió los vaqueros cortados sin ponerse debajo las mallas que solía llevar. Tenía mucha prisa.
–¿Va todo bien? –le preguntó Lorraine, estudiando su cara cuando salió a la puerta–. Parece como si te persiguiera el diablo.
–Es que quiero evitar a alguien que he visto entre el público –admitió, más preocupada por largarse a toda prisa que por tapar su secreto–. Si alguien pregunta por mí, aunque sea el mismísimo Scorsese, te agradecería que dijeras que no sabes dónde estoy, ¿vale?
Con el ceño arrugado, Lorraine se hizo a un lado para dejarla pasar.
–Claro, tesoro. Puedo hacer que alguien te acompañe hasta la estación si quieres.
Tana salió a toda prisa mirando a su alrededor en busca de la chaqueta negra y el pelo castaño bajo el ala del sombrero de vaquero.
–Gracias. No te preocupes. Nos vemos el miércoles.
Se reprendió por no haberse puesto un sombrero aquella mañana mientras atravesaba la zona peatonal a buen paso. Hubo un tiempo en el que no habría salido de su casa sin un sombrero informal de ala ancha en la mochila, pero es que hacía tiempo que no necesitaba pasar desapercibida deliberadamente. De todos modos, los viejos hábitos resucitaron: mezclarse con un grupo, no moverse demasiado deprisa, mantener la cabeza baja.
Estaba decidiendo si meterse en el metro en la estación más cercana cuando una voz familiar le habló muy cerca:
–Hola, embaucadora.
El estómago se le encogió.
Debería haber seguido andando, pero se paró en seco, casi como si él le hubiera echado una el lazo, como hacía con las terneras díscolas. Incluso se trastabilló un poco, por lo que él la sujetó por el codo.
Ya sí que no podía escapar. Respiró hondo y miró los ojos grises del único hombre ante el que había desnudado su alma, algo que había llegado a lamentar amargamente.
–Hola, Chase.
Debía soltar el brazo de Tana Thorpe. Bueno, no, Tana Blackstone. La conoció por su alias en un primer momento. Todo en ella había sido mentira, desde su interés por la vida de un rancho hasta la tímida admisión de su virginidad. Y aunque eso había resultado ser verdad, tal y como descubrió la noche en que ella cumplía dieciocho años, su inocencia había sido confesada en el momento más beneficioso para los juegos de su familia.
Había buscado cuanta información le había sido posible sobre Joe Blackstone y su familia, el hombre que se había casado con su madre y, en un abrir y cerrar de ojos, había vendido el rancho que estaba entonces a su nombre. El patriarca de los Blackstone era un tipo creativo en sus estafas, en las que a veces involucraba a Tana, su hija, y a Alicia, la madre de Tana, que se había divorciado de él. Joe se había casado al menos tres veces más utilizando identidades falsas.
¿Seguiría Tana en el negocio familiar?
Soltó su brazo, pero no pudo dejar de mirarla con el ceño fruncido. No podía ser de otro modo, tratándose de la mujer que le había privado de su derecho de nacimiento. A su alrededor, un montón de gente salía del parque en dirección al metro a la escasa luz del atardecer, sorteando ciclistas y corredores. También pasaron unas cuantas personas con sus perros, adornados con correas y collares que desprendían luz.
A pesar del trasiego, el mundo de Chase se había reducido a aquella ladrona. Era pequeñita y delicada, con unas facciones tan dulces que parecía la princesa de un cuento. Pómulos marcados, boca de labios gruesos y rosados y unos ojos marrón chocolate. La veía algo diferente con las puntas del pelo teñidas de rosa, algunos tatuajes más en las muñecas y un brillante en una aleta de la nariz. Incluso la ropa distaba mucho de ser las simples camisetas y vaqueros que llevaba aquel verano, ocho años atrás. Ahora llevaba unos vaqueros cortados con un cinturón de hebilla voluminosa, botas militares tan arañadas que parecían haber pasado de verdad por una guerra. Su camiseta blanca llevaba una araña sobre un fondo que parecía sacado de una obra del Escher más surrealista, y sabía que el atuendo no lo había utilizado para la obra en que la había visto actuar.
No le había sorprendido comprobar que era una actriz talentosa. De hecho, cada minuto que habían pasado juntos había sido una pantomima.
Qué lástima que la rabia que aún sentía no le impidiera notar su innegable atractivo.
–Tenemos que hablar –dijo, y señaló al otro lado de donde se encontraban–. Mi hotel está por ahí.
–Gracias, pero nada de hoteles en la primera cita –respondió ella con cinismo–. ¿Cómo me has encontrado?
–¿Eso importa? Si a ti te da igual que hablemos de tu pasado delictivo en mitad de la calle, por mí bien, pero tendríamos más intimidad en un rincón tranquilo del bar de la azotea que tiene el hotel.
–No hay nada que puedas decirme que no se pueda pronunciar en el banco de un parque –replicó con una gélida sonrisa, y señaló un banco vacío bajo unos árboles–. Dentro de cinco minutos, tengo que irme. Es el tiempo que tienes.
Sin esperar respuesta, se dirigió al banco. Las luces del parque ya estaban encendidas e iluminaban alrededor de la base del árbol, pero el resto quedaba en penumbra. Tana dejó el bolso en el suelo, se sentó en el banco y cruzó las piernas mirándolo expectante.
Así no era como se había imaginado aquel encuentro, pero iba a tener que conformarse. Si ella quería hablar en un parque, así iba a ser.
–Me vas a ayudar –dijo, sentándose a su lado.
–Es que soy muy amable.
–Los dos sabemos que nunca podrías pagarme lo que me debes, así que quiero dejar claro que no te estoy pidiendo ayuda, sino que te la exijo.
Tana no le había estado mirando, pero aquellas palabras hicieron que pusiera sus ojos castaños en él.
–Yo ya no sé dónde está mi padre así que, si eso es lo que quieres saber, te vas a llevar una buena desilusión. Ni siquiera mi madre pudo localizarlo para notificarle que se divorciaba de él.
–No he venido para eso –replicó, aunque era interesante que pensara que podía interesarle. ¿Estaría enterada de que había recuperado el rancho y que había logrado amasar el doble de la fortuna de su padre?–. La policía se ocupará de él, si alguna vez aparece.
–¿Cómo está tu madre? –preguntó Tana de golpe.
–Mejor sin tu padre en su vida –respondió él con frialdad–. Hice que se marchase de Nevada en cuanto tu padre desapareció para que no se viera rodeada de recuerdos de su falsa familia.
Tana bajó la mirada. No es que la creyera capaz de arrepentirse, pero tampoco había concebido aquel encuentro como una ocasión para arremeter contra ella. El día en que Tana Blackstone aceptase su culpa no tendría nada que ver con todo aquello. De hecho, se había librado de ser acusada porque ella misma había puesto en conocimiento de la policía que su padre estaba utilizando un nombre falso en Nevada y, desde el punto de vista de la ley, ella no había participado materialmente en la estafa de la tierra.
Pero eso no quería decir que fuera inocente.
–Bien.
Su respuesta quedó casi ahogada por el silbato de un ciclista que pasó cerca. Un perro pequeño que iba suelto pasó por delante de la bicicleta y su dueño salió corriendo tras él.
Chase recordaba bien la sensación de no alcanzar nunca el objetivo pero, afortunadamente, esos días habían quedado ya atrás. Reclamar la fortuna de su padre le había ayudado a deshacerse de parte de la furia que el paso de los Blackstone por su vida había dejado.
Solo le quedaba una última pieza para poder restaurar su derecho de nacimiento.
–Sé que dispones de poco tiempo, de modo que voy a ir al grano.
Tana se volvió más hacia él. Alerta. Curiosa.
–Me he pasado casi la totalidad de los últimos cho años recuperando lo que tu padre le robó a mi familia. El dinero, por supuesto, pero lo más importante para mí: la tierra.
–¿Has podido comprar Cloverfield?–preguntó, abriendo mucho los ojos y jugando con una gruesa pulsera de metal que llevaba en la muñeca.
El gesto le recordó la interpretación que había hecho del personaje de Blanche DuBois y por qué le había parecido tan frágil. ¿Acaso pensaba que podía fingir ser una persona distinta de la farsante dura y fría que él sabía que era?
–Ofrecer mucho más de su valor me ha ayudado en la tarea –respondió, fracasando en el intento de contener la ira–. Pensé que todo se acabaría al conseguir de nuevo su propiedad.
–Pero no te basta.
Se apoyó en el respaldo del banco sin dejar de mirarlo.
A su espalda, las luces del Manhattan, al otro lado del río, componían un brillante telón de fondo.
–Podría haberlo hecho si la parcela hubiera sido la misma que mi padre quería legarme cuando cumpliera los veintiuno.
Tana arrugó el entrecejo y el brillante reflejó por un instante la luz.
–No entiendo. Creía que mi padre le había vendido toda la propiedad a un criador de caballos de Tennessee.
–Yo también lo pensaba. Tan seguro estaba que dejé que un agente se ocupara de cerrar el trato en mi nombre –en aquel momento estaba fuera del país por negocios. Tenía una disputa abierta con un poderoso vecino que se había aprovechado de la odisea que estaba viviendo su familia aquel verano–. Fue el invierno pasado, cuando fui en persona a visitar la propiedad, cuando me di cuenta de que una pequeña porción de la parcela original no se había recogido en la compra.
–No comprendo. ¿Por qué iba a vender la mayor parte del rancho y no todo? ¿De quién es ese trozo?
Chase la estudió detenidamente, desde la cadencia de su voz hasta la expresión de su mirada en busca de algo que la traicionara. Había leído mucho sobre estafadores y los engaños que montaban para comprender cómo le habían arrebatado su fortuna pero, a pesar de sus estudios, no pudo ver ninguna pista de que ya supiera lo que iba a decirle.
–Eso es lo más gracioso de todo. Resulta que esa parcela está en un fideicomiso para ti.
Hubo un instante de silencio.
–Eso es imposible –contestó, y sintió un escalofrío–. Te aseguro que no soy dueña de nada, ni en Nevada, ni en ningún otro sitio. Puedes verlo en mi declaración de la renta.
–Lleva en un fideicomiso estos ocho años, y se han ido pagando los impuestos religiosamente.
Le había costado meses hacerse con esa información porque las escrituras estaban a nombre de una empresa fantasma. En condiciones normales no habría podido seguir el rastro hasta ella porque a esas empresas se les pagaba bien por su discreción, pero es que no había reparado en gastos para obtener la prueba que necesitaba.
Ella negó con la cabeza.
–¿De verdad crees que estaría viviendo de fideos chinos y palomitas en la ciudad más cara del mundo si pudiera permitirme vender una propiedad? Aún estoy pagando mi préstamo de estudiante a la universidad, Chase.
Sabía que era cierto, pero también sabía que, como hija de un estafador, conocería un par de trucos para ocultar lo que no quisiera que se supiese.
–Te aseguro que ese fideicomiso es para ti. No sé por qué no se habrán puesto en contacto contigo, pero puedes reclamarlo legalmente cuando quieras.
–Genial. Si me haces el favor de darme los datos de contacto, iré a transformarlo en dinero de inmediato. Por supuesto la tierra es tuya en primer lugar, así que te la devolveré –sacó del bolso una tarjeta con sus datos y se la entregó–. Ahora tengo que irme –añadió, haciendo ademán de ponerse en pie.
Chase puso la mano en su rodilla. Solo pretendía llamar su atención para que no saliera corriendo, pero bastó con rozar su piel para sentir una descarga eléctrica en el brazo.
–Espera. Eso no es todo –dijo, y vio que ella se ponía una mano en el lugar que él la había tocado–. Necesito que vengas a Nevada conmigo para el papeleo.
–¿Por qué? ¡Pero si acabas de decirme que le has encargado a un agente la compra de la tierra! ¿Por qué tengo yo que ir en persona?
–Es que es más complicado.
Y era verdad. Pero además tenía otras razones para querer que volviera con él. Planes mayores que aún no estaba preparado para compartir.
–No puedo marcharme de Nueva York ahora. Tengo mi vida aquí. Estoy actuando en una obra y…
–En primer lugar, he estado viendo el calendario de la compañía y no tienes que actuar en la fecha que yo necesito que vengas conmigo. Y, en segundo, estás en deuda conmigo –dejó que el peso de esas palabras calase–. Tú y tu padre robasteis a mi madre, Tana. No hay otro modo de decirlo.
–Eso no es verdad –respondió, mordiéndose un uña–. Yo no he robado a nadie. Solo tuve la mala suerte de seguir viviendo bajo el mismo techo que mi padre aquel verano.
–Entonces fue mala suerte para los dos –le recordó. No estaba dispuesto a soltarla del anzuelo–, porque me serviste de distracción mientras tu padre se lo quitaba todo a mi madre.
Tardó un instante en responder.
–Para que conste voy a decirte que mi objetivo nunca fue el de distraerte –respondió, soltando chispas por los ojos–. Y suponiendo que pueda tomarme el tiempo necesario para viajar, ¿cuándo tendría que irme?
Se puso de pie y se colgó el bolso.
Él también se levantó. Quería mantener la conversación relajada en la medida de lo posible para prepararla para la petición más importante de todas.
–Este fin de semana. Tenemos que volar el viernes por la tarde.
–¿Dentro de tres días?
–Sí. Tu obra no se va a representar gracias a la feria del libro que se organiza el fin de semana.
Había hecho los deberes.
–No entiendo qué…
–Yo tampoco entendí que desaparecieras de mi vida como lo hiciste, pero nada cambió que no lo entendiese.
Tana miró al horizonte, como si allí estuviera la respuesta.
–Está bien. Iré –se apartó un mechón de pelo y raspó la tierra con las botas como quien pretende salir corriendo–. Envíame un mensaje con los detalles y nos reuniremos en el aeropuerto.
Sintió un gran alivio. Necesitaba su ayuda, y sabía bien que podría haberle rechazado.
–Sé dónde vives. Enviaré un coche a buscarte, pero… Tana.
El corazón se le estaba desbocando al ser consciente de que estaba a punto de recuperar el legado de su familia. Tan cerca ya de cumplir la venganza que tenía planeada contra los Blackstone.
–Sí? –preguntó con impaciencia.
Quizás no estuviera bien disfrutar con su incomodidad, pero había perdido demasiado a manos de su familia, así que saboreó el momento antes de dar la información final.
–Vas a venir fingiendo ser mi prometida.