Lo que tu tierra te cuenta - Carlos Bengoa Puente - E-Book

Lo que tu tierra te cuenta E-Book

Carlos Bengoa Puente

0,0

Beschreibung

«Lo que tu tierra te cuenta es un libro de viajes para cualquier época del año. Somos afortunados de tenerlo en nuestras manos». Del prólogo de Jesús M.ª Alquéza   «Una manera amena, divertida y práctica de conocer Gipuzkoa, así como un referente para excursionistas [...] que quieran encontrarse con los secretos de nuestra geografía». Del epílogo de José Ignacio Asensio, diputado de Medio Ambiente y Obras Hidráulicas, Diputación Foral de Gipuzkoa.   Con este libro descubrirás los rincones más espectaculares de Gipuzkoa, a través de un fascinante recorrido de veinte días, desde Bayona a Mutriku, en el que adentrarte en paisajes montañosos, mientras recorres ciudades y pueblos con encanto.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 536

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición: julio 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imágenes de cubierta e interiores: Carlos Bengoa Puente Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Lucía Triviño Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Carlos Bengoa Puente © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN-e: 978-84-19174-47-5

Carlos Bengoa Puente

Lo que tu tierra te cuenta

A mis queridos sherpas: Jesús María Alquézar, Enrique Villafranca, Javier Mitxelena, Carlos Saiz y Carlos Pérez Olozaga, por enseñarme todos los secretos de nuestra montaña. Y a todos mis mecenas, grandes y pequeños, que han hecho posible este libro.

Todo lo relatado está basado en hechos reales, salvo aquellas leyendas que… ¡vaya usted a saber!

Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Introducción

1. El inicio… que luego será final

2. De Bayona a Hendaya

2.1. Bayona

2.2. Biarritz

2.3. San Juan de Luz

2.4. La Corniche

2.5. Hendaya

3. Hondarribia, Irun y el Bidasoa

3.1. Hondarribia

3.2. Irun

3.3. Hondarribia de nuevo

3.4. Río Bidasoa y Baztán

4. Jaizkibel

5. De Pasaia y Oarsoaldea a Donosti

5.1. Pasajes San Juan

5.2. Oarsoaldea. Lezo, Errenteria y Oiartzun

5.3. Pasajes San Pedro

5.4. Ulia

6. San Sebastián, Tolosaldea y Goierri

6.1. Una incursión por caseríos, txalaparta y sidrerías

6.2. San Sebastián. Su paseo marítimo

6.3. Tolosa y los pueblos de Tolosaldea

6.4. Goierri y sus pueblos

7. De San Sebastián a Zarautz

7.1. Igeldo-Mendizorrotz

7.2. Orio

7.3. Aia y Pagoeta

7.4. Zarautz

8. De Zarautz a Zumaia. Urola

8.1. Los viñedos de txakoli

8.2. Getaria

8.3. Zumaia

8.4. Azpeitia. Urola

9. De Zumaia a Deba. Debagoiena

9.1. Geoparque de la Costa Vasca

9.2. Deba

9.3. Río Deba y comarca de Debagoiena

9.4. Deba de nuevo

10. De Deba a Mutriku

10.1. Mutriku

10.2. Saturraran

11. El final, que es donde empezó el inicio

Epílogo

Anexos

20 planes para disfrutar de nuestra tierra

Lo que tu tierra te cuenta… en imágenes

Mecenas

Contraportada

Prólogo

 

Lo que tu tierra te cuenta. Un destacado viaje a nuestro mundo más cercano

Viajar es un deseo del ser humano. Viajar es un placer, es pasión. Conocer otros países forma parte del recreo natural de ese ciudadano intrépido que quiere frecuentar otros escenarios de todo tipo, desde los naturales hasta los urbanos, con todos sus encantos y patrimonios.

En nuestra juventud nos desplazamos a lugares lejanos atraídos por los conocimientos que nos ofrecían y recomendaban los medios viajeros. En la madurez mejoramos y seleccionamos nuestras excursiones, dirigiéndonos a esas tierras que forman parte de nuestros ideales en muchos sentidos. Y para en el último ciclo de la vida, tras haber visitado y visto mucho, nos preguntamos: ¿Qué nos queda? Seguro que la respuesta es lo más cercano, eso que se va dejando sin razones aparentes. Porque, ¿conocemos bien nuestra tierra?

Suele ser una asignatura pendiente saber más de nuestra patria chica. Es una insensatez irnos de este mundo sin intimar con la tierra más cercana; asociada a su naturaleza, sus localidades, grandes y pequeñas, ricas y pobres, con su relevante patrimonio histórico y cultural.

Tras la excelente acogida y elogios que tuvo su primer libro 20 rutas fascinantes por el País Vasco, Carlos Bengoa, su autor,apasionado excursionista, nos presenta una segunda obra con la que nos invita a viajar también por Euskal Herria; desde los confines de Benafarroa, Saint-Jean-Pied-de-Port (en euskera, Donibane Garazi), pasando por Lapurdi hasta los límites de Gipuzkoa en Saturraran, en tren, coche o caminando en sus diferentes capítulos, por la costa y el interior.

El País Vasco, y especialmente Gipuzkoa, es una «universidad» para el viaje. Un territorio muy diverso donde se conjugan los escenarios naturales con ciudades importantes y otras localidades menores con encanto, que mantienen y conservan valores e intereses suficientemente fundamentales para ser conocidos por los inquietos ciudadanos que dedican su ocio a estos menesteres.

Cada vez somos más los que queremos salir, porque lo necesitamos para mejorar o mantener nuestra calidad de vida. Este deseo fue más que evidente durante el «tiempo de la pandemia», momento en el que se redactó oportunamente el libro que tienes ahora en tus manos y en el que se retomó el turismo de cercanía.

Me atrevo a escribir que, aunque no lo parezca, no conocemos bien nuestra orografía. Sus paisajes y pueblos de todo tipo, tamaño y condición, con sus vestigios naturales, históricos y culturales, arquitectónicos, y hasta gastronómicos. Estoy seguro de que nos vamos a enganchar a esta publicación para seleccionar escapadas para todos los gustos, porque el autor, con una narrativa de autoficción precisa y luminosa, nos ofrece destinos que deseamos y debemos conocer.

No es una guía, aunque puede valer para eso. Sus capítulos son invitaciones sencillas y fáciles, además de ser muy amenas, para leer y emular; para todo el ciudadano lector, llenas de sentido y sensibilidad; cómodas, de disfrute y contemplación, y escritas con una sabiduría que no deja nada al azar. Bengoa, a modo de conductor y consejero, nos contagia con las descripciones en su viaje, acompañado en cada momento de amigos/as y buenos fotógrafos/as, especialistas de cada rincón seleccionado para visitar, que van desde la franja costera hasta el interior del territorio. Su capítulo de Jaizkibel es tan bello como ilustrativo, pero también los relatos del Goierri o de la cumbre de Orkatzategi. No se olvida de nada en las descripciones de las escapadas, destacando en los relatos su reconocido entusiasmo, dedicación y agradecimiento con los amigos y amigas, a los que tiene muy en cuenta en el libro. Ellos no dudan en aceptar, con ganas e ilusión, las invitaciones del anfitrión. Acompañarle y ayudarle ha sido y será un reconocido placer.

Es un libro de viaje para cualquier época del año, y cerca de casa. Somos afortunados de tenerlo en nuestras manos, con un sumario que mantiene encendida la llama de la excursión en nuestra Gipuzkoa, clásica y profunda. Carlos nos da la herramienta para mejorar y mantener nuestro estilo y calidad de vida en la materia, en nuestra tierra, para que sea el lugar de inicio de la travesía; bien sea para ir en soledad, con amigos/as, en familia, o con hijos pequeños, para iniciarlos en la apasionante aventura del conocimiento a través de la excursión. El saber no ocupa lugar.

Conocer y conservar nuestra comunidad es un deber, y esta obra, junto a muchos otros acertados añadidos, se sirve de estos valores. El libro es una cita, no solo de consulta en momentos oportunos, también es una publicación de cabecera para leerlo en su totalidad, sin prisa, disfrutando de su cuidada y apasionada prosa, con un estilo inconfundible y bien documentado que convierte a su autor es nuestro alter ego viajero.

Jesús M.ª Alquézar

Introducción

«Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla, mientras el género humano no escucha».

Victor Hugo

Tras el confinamiento por la pandemia y un verano de andar por casa, una nueva ola —ya no sé cuál— cerró en Gipuzkoa la hostelería, y regresó el toque de queda. Con el invierno encima, el sol ocultándose muy pronto, y sin opciones de ir siquiera a una biblioteca —pues no soporto la mascarilla—, creí derrumbarme del todo. No descubro gran cosa, a muchos de vosotros os habrá pasado lo mismo, y hasta peor, pero si ya de por sí el invierno aumenta las depresiones, sumado a la desaparición de mi habitual ritmo de «ver mundo», el panorama no podía ser más desalentador. Felizmente tuvimos un noviembre con sol, de estos de veroño, que llamamos por aquí. Como no podía hacerse otra cosa que andar por tu propio municipio, el cercano monte Ulia me sirvió de terapia, y más cuando encontré un pequeño edén donde, abusando de cierta amistad con sus dueños, me colaba día tras día, al sol, sin mascarilla, en el jardín, y en sus mesitas de madera extendía mapas e imaginaba que viajaba.

Un buen día me dio por elaborar un guion de lo que podía ser un recorrido por Gipuzkoa, contando todas mis experiencias en los años de radio y, sobre todo, en los años de actividad de mi blog, Donosti City, donde he venido reflejando muchísimos rincones, miradores espectaculares, cimas de montaña, rutas o pueblos, así como un buen número de personajes que enriquecían estas vivencias. Para dar forma al posible libro y ubicar a cada protagonista en su sitio, nada mejor que diseñar paseos por la costa y ríos guipuzcoanos, todos realizados por mí en diferentes momentos durante estos cuatro años de bloguero. Montañas costeras tan espectaculares como Jaizkibel, Ulia, Igeldo, los viñedos o el Geoparque de la Costa Vasca, junto a ríos como el Bidasoa, Oiartzun, Urumea, Oria, Urola y Deba. Decidí añadir el tramo Bayona-Hendaya por un hecho que el lector apreciará enseguida, que tiene que ver precisamente con los ríos, y, además, por conocer muy bien el terreno, así como a una serie de amigos que me vendrían muy bien de anfitriones.

El guion tenía tal volumen de información que me vi sin paciencia para escribirlo todo. Paisajes, rincones, historia, leyendas, eventos, cultura, gastronomía, deportes… se sucedían uno tras otro. «Imposible resumir todo esto», pensé, y me di la vuelta a casa con cierta decepción. El siguiente día, de nuevo al sol, veinticuatro grados, y con una buena comida servida por mis anfitriones, añadí nuevos rincones, nuevos eventos. Y para el siguiente día, tres gruesos cuadernos Alpine, de los que tienen cerca de trescientos folios con cuadraditos pequeños, con tres bolígrafos de los caros decoraron la mesa de madera de mi improvisada oficina. El 30 de noviembre de 2020 terminé el último cuadradito del último folio, donde no pude ni firmar, y entre diciembre y enero pasé el trabajo a ordenador, con un enorme número de correcciones. Pasaron los meses, se cayeron varias editoriales, y el proyecto iba para la basura, no sin antes seguir descubriendo nuevos rincones, nuevos sucesos dignos de comentar que añadía como podía al texto. Hasta que en noviembre de 2021 apareció la editorial Libros.com, interesada en el trabajo, que gracias al sistema de mecenas ha podido ver la luz. Y aquí lo tienes, ya en tus manos, esperando que te sirva como referencia para conocer Gipuzkoa. A los de fuera, como novedad, y a los propios guipuzcoanos, para conocer su casa.

Y es que resulta curioso que la pandemia, por las dificultades para viajar y cierto temor a salir fuera, nos haya obligado a hacer viajes y recorridos cortos; en el caso del guipuzcoano, a conocer mucho más su tierra. Me resulta chocante hablar a mis amigos de las minas de Aizpea, en la Montaña del Hierro, o del flysch del geoparque, y que no tengan ni idea de lo que les hablo. Ya ni intento mencionarles Mitxintxola, Oianleku, la ermita de Santa Catalina, el puente Zorrola, la serrería de Larraondo o Aitzulo, pues me miran con mala cara. Tendemos a barrer para casa cuando hablamos de lo nuestro, pero muchas veces no lo conocemos.

Gipuzkoa es una provincia muy pequeña, pero de un nivel cultural y natural de primer nivel; personajes y acontecimientos históricos, parques naturales, paisajes de costa, media y alta montaña, fiestas, deportes y eventos durante todo el año, y qué decir de la fantástica gastronomía, que combina como nadie la cocina tradicional y la moderna.

El recorrido de este libro es imaginario, pues de un tirón sería difícil, así que no valoréis días, clima, mareas altas o bajas, que podrán no coincidir en el tiempo, pero todo lo escrito son vivencias y anécdotas personales reales, simuladas en los meses con más luz solar, a fin de alargar el recorrido lo máximo posible. Tened en cuenta que los días cambian entre el verano y el invierno, que las mareas suben y bajan, que hay épocas con más helechos que otras, que los viñedos lucen más en los primeros días de septiembre…, pero, si acertáis a ir a cada sitio en el momento exacto, tendréis la sensación de estar en otro mundo; sin embargo, estaréis al lado de casa.

1. El inicio… que luego será final>

 

Desde siempre me ha fascinado la bocana de Pasaia. Incluso de niño, cuando a esa edad temprana estamos más pendientes de jorobar el domingo a la familia que de fijarnos en detalles paisajísticos. Recuerdo pasar en la motora de San Pedro a San Juan, y de San Juan a San Pedro, cuando acompañaba a mi abuelo Gregorio en los paseos dominicales por el Faro de la Plata escuchando el Carrusel deportivo; o con mis padres y hermanas, en esos domingos de excursión que empezaban en el momento de meter los tuppers en la bolsa, es decir, ya al mediodía con tres o cuatro horas de retraso respecto al horario previsto por la organización. Mientras mis hermanas tambaleaban la verde motora o metían la mano en el agua para ir salpicando al personal, a mí me hipnotizaba la bocana del puerto con el horizonte atrapado entre las laderas de las montañas que años después supe eran Jaizkibel y Ulia.

Como tantas tardes, un paseo por San Juan resultaba la mejor terapia para salir de la rutina. En unos minutos se pasa del bullicio de la ciudad al ambiente tranquilo de un pueblo marinero plagado de iconos paisajísticos y culturales. Una estrecha entrada de mar, que algunos llaman fiordo, quiso unirse con el río Oiartzun, y vincularlo con la vida marinera de San Pedro, San Juan, Antxo, Trintxerpe y Lezo. Es tan hermoso este rincón de Gipuzkoa que su estampa desde los miradores colgados de sus abruptas laderas no cansa nunca. Cruzar las dos orillas en las motoras verdes y blancas Gure Antxote o Gure Torre es uno de esos momentos que jamás se olvidan. Apenas un minuto de orilla a orilla, acariciado por el salitre de un mar que se mostraba juguetón con los diques de la bocana.

Era una tarde de marea muy alta, uno de esos días que parece que el pueblo va a quedar engullido por el Cantábrico. Al llegar la motora al embarcadero de San Juan se apreciaba el porqué se le llama a esta orilla de Pasaia la Venecia guipuzcoana. El nivel del mar casi rozaba la plaza Santiago, y las pequeñas olas dejaban un reguero de agua entre las mesas de uno de los afamados restaurantes colgados al mar. Un grupo de niños se lanzaba al agua una y otra vez, llenando de alegría esta plaza de estrechas casas con balcones de colores decorados con banderas rosas, pues su trainera femenina acababa de ganar una regata.

Era tan luminosa la tarde que me animé a subir hasta la ermita de Santa Ana, mirador excepcional de toda la comarca de Oarsoaldea. Varios peregrinos llegaban en ese momento comentando las incidencias de su paso por Jaizkibel, esa montaña convertida en un museo de extrañas formas y colores, que cae casi a plomo sobre las casas de San Juan. Venían desde Burdeos y calculaban llegar sin prisas a Santiago de Compostela un mes después. Tras la contemplación del paisaje, los acompañé hasta el embarcadero, bajando las empinadas escaleras que nos devuelven al pueblo. Ambos llevaban las tradicionales conchas de vieira, la calabaza y un inconfundible perfume a eau de sudor. Esperé a que subieran a la motora y continué mi paseo hacia puntas, tras disfrutar del colorido de la plaza, de los acrobáticos saltos al agua de los chiquillos, del olor a sardinas asadas, del bullicio de bares con terraza y de la figura de un clon de la vieja del visillo, que desde un segundo piso parecía anotar todo cuanto pasaba en la plaza.

Al llegar al arco del castillo de Santa Isabel, todavía habitado, el característico sonido de los remos entrando en el agua me hizo mirar a la trainera morada de San Pedro, en pleno entrenamiento. Otra estampa más de este pueblo repleto de motivos para dar trabajo a la cámara de fotos. Según me acercaba a cala Alabortza, regresaba de nuevo el inconfundible olor a sardinas a la brasa de su merendero con terracita de madera colgada al mar, en la que resulta tentador sentarse a disfrutar de la tarde. Enseguida, entre las rocas, aparece otro edén dentro del edén, su playita de arena ahora cubierta por la marea, pero que permitía a los pequeños saltar al agua haciendo el mortal y demás piruetas, como la bomba o la espaldiña, para risotadas de los presentes.

Subí despacito la empinada pista de cemento que llevaba hasta el gran semáforo de la bocana. No sin paradas para resoplar. Permití que me adelantara un runner, haciéndole ver que le dejaba pasar porque me daba la gana y no porque estuviera cansado. Ya arriba, hora de descansar junto al semáforo para beber un refresco que había comprado en una tiendita de chuches y, tengo que reconocerlo, para resoplar, una vez más. Desde allí, las vistas de toda la bahía de Pasaia son inmejorables, y más cuando va llegando la hora del atardecer, con el sol de junio iluminando las laderas de la montaña. Enfrente, Ulia, cobijando el paseo marítimo de San Pedro. Oculta un peñasco el Faro de la Plata, mi icono de iconos. A mis pies, el monte Jaizkibel resguardando San Juan antes de caer al mar tras su largo camino desde Hondarribia. Al fondo, Pasai Antxo, con las gigantescas grúas del puerto descargando chatarra de los buques. Serpentea más abajo, desde la cala Alabortza, el paseo Bonantza, por el que llegué hasta allí y por el que luego regresé.

Las trepidantes escaleras del faro de Senokozulua desafiaban las laderas de Ulia. Y mientras alguna motora entraba despacito, salía a entrenar otra trainera pintada de rojo y negro con las letras de Hibaika de Rentería que se detuvo al llegar los Facal, negros remolcadores que guiaban a un gigantesco ferry turístico. Presté atención para comprobar si era capaz de encajar por la bocana sin rozar los diques, pues tan grande era que los turistas casi quedaban a mi altura. Alguno saludaba mientras sacaba fotos y vídeos de la entrada en puerto. Pero el cielo era de un azul tan limpio que todavía me animé a subir un poco más, hasta mi txoko preferido, ese al que solo voy en días muy señalados de luz, temperaturas agradables y nula posibilidad de neblinas que ensucien el horizonte.

Por la llamada Cresta del Gallo subí hasta una roca difícil de encontrar, pero agradable, donde después de una mínima trepada acomodé las posaderas; y así, sentado en «mi sillita de la reina, la que nunca se peina», esperé con calma el momento que solo yo, y nadie más que yo, iba a contemplar. Dominaba todo el panorama un Cantábrico capaz de cargarte de energía. Ese mar que, revuelto o en calma, nunca cansa. Asomaba, ahora sí, la cúpula del faro, colgado a esa lisa pared vestida de verde por la humedad y el salitre del propio mar, acompañada de centenares de gaviotas en la hora de regreso de los pesqueros y sobre un horizonte que ya iba despidiendo al sol hasta el día siguiente. Un reguero anaranjado fusionaba al astro, cada vez más débil, con la montaña. Varios pesqueros encendían sus luces casi al tiempo que el propio faro les hacía de guardián. Con gran atención y con la cámara de fotos preparada, esperé a ver el famoso rayo verde, pero una vez más tuve que dejarlo para otro día. Hay quien lo ha visto y quien lo ha fotografiado. Hoy no. Aun así, la tarde volvía a ser maravillosa.

Ya en la llamada hora azul tocaba regresar sin prisa a San Juan, justo cuando se encendían las hogueras en su noche. Enseguida aprecié el humo de la que se quema en la cercana cumbre redondita de Mitxintxola, donde un grupo baila y danza cada año en un ritual precioso.

Al día siguiente visité la colina de Lazkaomendi, en pleno Goierri, un pulmón natural de primer orden. En la amable cumbrecita hay un merendero que, para mí, es el lugar perfecto para comulgar cada día con la naturaleza. Calculé la hora para ver el atardecer, pues el monte Txindoki, emblema de la sierra de Aralar y del Goierri, se viste de sedas naranjas. Media hora de coche desde la capital no es ningún esfuerzo, aunque para muchos sea un mundo.

El día era limpio, y alguna nube algodonosa provocada por el viento sur parecía prolongar al cielo el paisaje de prados verdes salpicados de cientos de ovejas y blancos caseríos. No había mucha gente en el Pipas, ese lujo de merendero, balcón natural a las sierras de Aralar y Aiztgorri, lo cual me extrañó, ante el espectáculo que se avecinaba. Un bocadillo de tortilla de patata y una media botellita de sidra, una combinación más que placentera mientras esperaba la puesta de sol; para qué más.

El paisaje que desde allí se ve es tan bello que prefiero no pensar en palabras que lo estropeen. Con razón la diosa Mari pasea su manto blanco por estos parajes en cada ráfaga de viento que sopla. Un rebaño de ovejas, otro más, llegaba por la estrecha carretera buscando su cabaña, con su pastor y un perro negro que no permitía que se despistara ninguna. Tan armoniosas venían que no dudaban en rozar las patas de la mesa en la que me encontraba.

Las nubes blancas fueron cambiando de color hasta llegar al rosa pintando sobre el Goierri, un lienzo que no podré olvidar. La sierra de Aizkorri, de caliza, se puso de pronto naranja, e hizo lo propio la piramidal cumbre del Txindoki. Dos cuadrillas que cenaban en el Pipas no fueron capaces de mirar el espectáculo, al punto que casi interrumpo su conversación para reclamarles atención. «Quizá sean de la zona y ya estén familiarizados con el paisaje», pensé. Me quedé hipnotizado mientras la noche ganaba terreno.

En solo dos días, dos atardeceres memorables: uno de costa, con el sol poniéndose sobre el horizonte; otro de montaña, entre caseríos, praderas, ovejas y Mari. Y en medio, un montón de historias que os voy a contar.

2. De Bayona a Hendaya

 

Luz radiante para este primer día de junio. Tengo en el estómago ese cosquilleo habitual del inicio de una aventura cuando a las 08:30 de la mañana llegamos a la preciosa estación de Bayona, un elegante edificio de piedra dominado por la torre del reloj y sus tres grandes arcos, en los que se mencionan los principales destinos: Burdeos, Hendaya y Toulouse. Me acompaña mi amigo Jesús María Alquézar, tras hacer juntos el fascinante recorrido de ida y vuelta en el tren de Bayona a Saint-Jean-de-Pied-de-Port (Donibane Garazi). Tantas veces me ha hablado de él que ha sido una buena idea hacer un día de etapa prólogo por la campiña francesa, excusa perfecta para iniciar la aventura en la misma estación de Bayona. La noche del día cero dormimos en un hotel cercano a la estación, por lo que a primera hora de la mañana, como hay que hacer siempre en cada ruta, iniciamos la travesía Bayona-Mutriku.

Jesús Mari es, sin duda, una de las personas que más conocen nuestra geografía. Durante muchos años fue presidente del Club Vasco de Camping, un referente de nuestra montaña; ahora, ya jubilado, es socio de honor, y dedica su tiempo a seguir explorando cada cumbre. Es además un gran comunicador, pues colabora en casi todos los medios de información local, tanto de prensa escrita como de radio, por lo que su firma y su voz son muy conocidas entre los amantes de la naturaleza. Con él empecé mis caminatas por Jaizkibel, que han terminado por ser una puerta abierta en mi blog, Donosti City, en el que también colabora con excursiones a pie o en bicicleta, muy seguidas, en la pestaña dedicada a la montaña. Nunca mejor dicho, ha sido como la luz de una linterna alumbrando el camino, por lo que no he dudado en empezar con él la aventura y pedirle numerosos consejos antes de partir.

En la misma entrada de la estación nos espera Marko Sierra, ingeniero agrónomo y un gran conocedor de nuestra tierra desde el punto de vista científico. Marko es una de esas personas que derrocha entusiasmo cada vez que, desplegando mapas y gráficos, nos cuenta cosas que sabe que desconocemos.

2.1. Bayona

Tras las últimas lluvias de mayo baja el Adur caudaloso dividiendo en dos una Bayona llena de luz, tanto en su parte moderna, que queda en la margen derecha, como en el precioso casco antiguo de su margen izquierda, con casas y calles que parecen de juguete y que cobran especial vida con las luces de colores en la Navidad. A esta parte antigua llega otro río más pequeño, el Nive, procedente de la mágica cueva de Harpea, bajo las inclinadas laderas del Errozate, otro rincón del Pirineo de obligada visita. Resulta emocionante ver el cruce violento de los dos ríos a la altura del pont Saint-Esprit.

Fue Bayona en sus inicios un castrum romano fortificado de nombre Lapurdum, un relevante enclave defensivo que controlaba la zona de paso del curso bajo del río Adour. Formaba parte de la Novempopulania, provincia romana fundada por Diocleciano a finales del siglo iii. Como Bayona, fue fundada en el 950, y su nombre parece derivar del latín baia («gran extensión de aguas»), una asociación motivada por el caudal de los ríos y la cercana presencia del mar. También pudo venir su nombre del euskera: ibaiona («buen río»), o ibaiune («lugar del río»). Lo que queda claro es la importancia del río Adur (Adour, en francés; Aturri, en euskera), que nace en el Pirineo Atlántico. Hasta 1562 vertía sus aguas unos treinta kilómetros al norte, en Capbreton, pero se modificó su desembocadura, pues los propios habitantes de Bayona, interesados en salir directamente al mar, pidieron permiso al rey Carlos IX de Francia para desviar el curso de este caudaloso río. Entre 1562 y 1578 se llevó a cabo esta gran obra, que desplazó el curso del río desde dos kilómetros tierra adentro, con gran anchura y profundidad.

Mientras Marko nos cuenta esta anécdota, salimos los tres por la misma puerta de la estación hacia la place Perriére y la place de la République, y cruzamos el puente de Saint-Esprit sobre el río Adur, cuyas aguas golpean con estrépito los pilares del puente.

Entramos en la Bayona antigua apreciando al fondo la silueta de la catedral gótica de Santa María, con sus visibles y esbeltos campanarios, y enseguida llegamos a la placedu Réduit, con la estatua del cardenal Charles Martial Lavigerie, que, hay que reconocer, impone, por no decir una palabra malsonante. Nacido en Bayona en 1825, fue un misionero y cardenal católico francés, fundador de la Orden de los Misioneros de África, conocida como Padres Blancos, que promovió una campaña antiesclavista. Suya es la frase: «Para salvar el interior de África, hay que provocar la ira del mundo»; y esa ira es lo que refleja la imponente escultura, así que, por si acaso, me alejo de la lanza que sujeta con energía Lavigerie evitando pasar por debajo.

Como es hora de desayunar, paramos en la terracita de un bar entre el pont Marengo y el pont Pannecau, disfrutando de la típica estampa de esta parte de Bayona a la que el río Nive (Errobi, en euskera) da un toque veneciano, o de canales holandeses con estrechos edificios de fachadas color rojo reflejadas en las aguas. Justo entre estos dos puentes es tradicional en Navidad la suelta de farolillos o lanternes, con un buen espectáculo de sonido y fuegos artificiales que recuerdo con satisfacción al venir con varios amigos en las pasadas navidades.

Tras una breve introducción hablando de fútbol, algo habitual en mis tertulias culturales, gastronómicas y recreativas, les pido que presten atención a un tema que les quiero comentar. Le recuerdo a Marko que en una excursión en catamarán desde Hondarribia a Biarritz contemplando la costa francesa nos contó el porqué de esa fina neblina que suele verse en el horizonte en días de calma, tanto de mar como de vientos, y que tantas veces observo desde mi casa en el paseo de Salamanca de San Sebastián, justo donde el río Urumea entrega sus aguas al mar. Desplegando sus mapas, que para eso ha venido Marko, y desplazando las tazas de café hasta el borde de la mesa, hasta el punto de tener que sujetar una antes de que caiga al suelo, nos explica que hace millones de años este Adur que acabamos de cruzar encajaba en la llamada fosa de Capbreton. Su profunda cuenca de más de 4000 metros de profundidad llegaba hasta Santander, y todos los ríos conocidos de la costa vasca y cántabra eran sus afluentes: Ugarana, Bidasoa, Oiartzun, Urumea, Oria, Urola, Deba, Lea, Artibai, Oka, Ibaizabal, Cadagua, Asón. Esa cuenca es tan profunda que la diferencia de temperatura del agua genera esa fina neblina visible desde las costas de Bayona, Biarritz, Gipuzkoa, Vizcaya y Cantabria.

Por si fuera poco, el gigante Adur nace en el macizo de Néouvielle, junto al Pico de Midi de Bigorre, uno de mis referentes paisajísticos de altísima montaña y de mi pasión por el ciclismo, pues bajo este pico pasa la carretera del Col du Tormalet, con sus 2134 metros de altitud. Este gran puerto es el más afamado del Pirineo en la historia del Tour de Francia, sobre todo si se sube desde Luz Saint Sauver, otra localidad muy vinculada al ciclismo, pues enlaza también con las subidas a Luz Ardiden o a Gavarnie, con su imponente circo glaciar, narrado por Victor Hugo. Aprovecho para recordar a mis amigos que desde la otra vertiente del Tourmalet, la que viene de Sainte Marie de Campan, se encuentra a cinco kilómetros de la cima la estación de esquí de La Mongie, desde donde sale un teleférico en dos estaciones hasta el observatorio del Midi de Bigorre, a 2877 metros de altitud. El teleférico es de cortar la respiración, pero una pista para operarios sube desde la cumbre del Tourmalet hasta el Midi, a través del Col de Sencours. Hubo rumores de un final de etapa del Tour de Francia en el Midi, pero por ahora no ha sido así. Si se obtienen los permisos necesarios, que será difícil, sería, sin duda, el escenario más grandioso que se pueda recordar.

Desde el observatorio se alcanzan unas increíbles vistas de todo el Pirineo, la costa de Las Landas, las llanuras de Pau, o mi entrañable circo de Gavarnie con sus paredes de más de mil metros de altura que parecen una parte diminuta de este antológico escenario. En el fondo de ese circo se encuentra una cascada con 423 metros de caída. Es la más alta de Francia, y la segunda de Europa tras la de Rothbach, en Alemania, con 470 metros. Eso sí, descontando las de Noruega, que tiene registradas las dieciséis más altas, siendo Vinnufosen la cascada récord, con 865 metros. Una locura. La de Gavarnie cae a través de varios saltos desde una salida de la gruta de Casteret, abierta a las laderas del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, en Aragón. Pasar un día o dos en Gavarnie, un pequeño pueblo de esta montaña pirenaica, es otra de esas experiencias que hay que vivir al menos una vez en la vida. Gavarnie deja al ser humano tan pequeño que con razón ha recogido gestas de montañeros como Charbonnieres o Henry Rusell. Gavarnie, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es un circo glaciar de 800 metros en su base, con cuatro kilómetros de extensión hasta la cima. Al otro lado de esa gran pared se encuentra el paraíso del Parque Nacional de Ordesa, que, al abrigo de sus tres sorores: el Monte Perdido, Soum de Ramond y Marboré, compone uno de los paisajes más bellos del Pirineo. Un paraíso de tal magnitud que no tengo reparos en contar que aquí nació mi afición por la montaña. No es de extrañar que el escritor francés Victor Hugo (1802-1885), autor de Los miserables, entre otros grandes libros, algunos de temática de viajes, como en En voyage. Alpes et Pyrénées, describiera Gavarnie como «el coliseo de la naturaleza. El edificio más misterioso del más misterioso de los arquitectos».

Mis amigos chascan los dedos para sacarme de la ensoñación al recordar mi paso por esta zona pirenaica tan significativa para mí. Me parece interesante enlazar en mi aventura el nacimiento de un coloso fluvial como el Adur, al que en su día llegaron a verter sus aguas nuestros ríos, junto a la alta y mítica montaña de un Pirineo que se muestra más suave en nuestra tierra. Además, mis primeras guías de viajes fueron esas obras de Victor Hugo, cronista tanto de Gavarnie como de Bayona, Biarritz o Pasaia, donde tuvo su propia casa y donde escribió hermosas líneas sobre las maravillas naturales de Jaizkibel, como espero contaros.

Apuramos café y croissant, dos ejemplares, en mi caso, para cruzar el puente hasta el cercano mercado de Les Halles, que ya bulle actividad a esta primera hora de la mañana. Entre calles llenas de encanto subimos hasta la catedral de Sainte Marie de Bayonne, comenzada en 1213, que acoge el sepulcro de San León, patrón de la ciudad. Sus dos visibles campanarios de 85 metros de altura, sus vidrieras y un bello claustro de 1240 la hicieron ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1998, y se establece como punto destacado del Camino de Santiago en Francia. La piedra es de arenisca traída en parte desde Jaizkibel, y en su interior lucen las esbeltas y elegantes vidrieras del siglo xvi en estilo Chartres, saturadas de detalles vegetales. En el momento de la visita, la luz entra hasta el pasillo central creando mágicos haces de colores.

Muy cerca de la catedral se encuentran una mezquita, un templo protestante y una sinagoga de gran importancia en Europa. Judíos sefardíes llegaron a Bayona desde Portugal huyendo de la Inquisición, y fundaron una colonia en esta parte antigua de la ciudad, donde elaboraban con maestría el placer culinario del tan famoso chocolate. Como no podía ser de otra forma, y con el consentimiento de mis acompañantes Marko y Jesús Mari, me entretengo en buscar una chocolatería que demuestre esta fama. A los pocos metros encuentro una que abre sus puertas a esta primera hora de la mañana. He de reconocer que la vista se me pierde entre toda suerte de formas y colores, a medida que el aroma me embriaga de tal manera que me resulta imposible salir de la tienda sin comprar nada. La decisión es difícil, pero salgo con una bolsita —bolsón, más bien— de bombones de licor. A los pocos metros, calle abajo, en otra chocolatería también muy vistosa, soluciono el problema de no haber comprado en la anterior unas finas barritas de diferentes colores. Y más adelante, en una calle porticada de elegantes comercios, otra chocolatería no menos vistosa me lleva a probar una nueva variedad. Magnífico placer. Invito a mis amigos, aunque uno cuyo nombre no voy a delatar renuncia al bombón, pues no le gusta el chocolate. En San Sebastián le recordaré el magnífico eslogan de la chocolatería Santa Lucía; pero ya llegaremos allí.

Entre bombón y bombón, y así hasta treinta, busco otro de los productos estrella de Bayona y sin el que no quiero irme: el jamón. Bajamos despacito mientras contemplamos edificios hasta la rue Poissonnerie, donde en el número 18 encontramos el Museo del Jamón con el taller de salazón de Pierre Ibaialde, quien nos enseña el trabajo de saladero y secado del jamón con una cata siempre necesaria. Cuenta una leyenda del siglo xiv que Gastón de Febo, conde de Foix y Bearn, perseguía con su séquito un jabalí por un bosque cercano. En su huida, el pobre animal cayó a un manantial de agua salada, hundiéndose y ahogándose. Un año después, otros cazadores encontraron muerto al jabalí, pero en perfecto estado de conservación, pues gracias a la sal de la cuenca del Adur se obró el milagro. De esa manera nació el riquísimo jamón de Bayona, del que compro unas buenas lonchas que meto en la mochila, por si acaso durante la travesía me pide un tentempié el estómago.

Hora de dejar Bayona y de despedirme de mis amigos, así que camino por la place de la Liberté, donde se encuentra el ayuntamiento, también teatro, de estilo neoclásico rematado por las seis estatuas que simbolizan las actividades económicas y artísticas. Sigo por la avenue du Maréchal Leclerc, y más tarde por la avenue de l’Adour hasta la desembocadura del río, justo donde se inicia una larga playa de cuatro kilómetros de fina arena que comunica con Biarritz, cuyo faro asoma al fondo.

Estoy en la playa de La Barre en una tarde de sol radiante, unos veinticinco grados de temperatura y un suave viento sur, más cálido y seco. Tiempo habrá para darme cuenta de lo cambiante que es el clima aquí, en el golfo de Vizcaya. Niños y mayores aprovechan para bañarse en las todavía frías aguas de finales de mayo e inicios de junio, y un grupo de jóvenes del famoso equipo de rugby Aviron Bayonnais entrena por la arena. No citar en esta tierra este deporte sería un error, pues levanta pasiones y llena estadios. Este club, fundado en 1904, ganó el campeonato de Francia en 1934 tras derrotar, ahí es nada, a los vecinos del Biarritz Olympique por 13 a 8 en el estadio de Pont Jumeaux de Toulousse. Periodos de altibajos hicieron que en 2013 y 2015 ambos clubes estuvieran a punto de firmar su fusión, sin conseguirlo. Pero ya os contaré más cosas del rugby cuando pase por Hendaya.

Es un placer entrar y salir del agua, y dejarme secar al sol caminando por la orilla mientras veo coger olas a los surfistas. La cercanía del faro de Biarritz me tranquiliza, y como voy bien de tiempo descanso un poco y aprovecho para dar cuenta de alguna barrita de chocolate antes de que el calor las derrita. Voy dejando atrás Bayona recordando las citas de Victor Hugo sobre esta alegre ciudad, como… «un lugar radiante».

Y así lo demuestran sus populares fiestas de finales de julio y primeros de agosto, capaces de atraer cada año a un millón de visitantes. Un miércoles por la noche, la mascota de las fiestas, el Rey León, en recuerdo al patrón de la ciudad, tira las llaves desde el balcón del ayuntamiento dando inicio a unas intensas fiestas de cinco días y cinco noches. Estas no son sino una versión de los Sanfermines de Pamplona, con idéntico uniforme blanco y pañuelo rojo, y donde los toros también tienen protagonismo. Los niños despiertan cada mañana al Rey León, basado en una figura de cómic, hay tamborradas, desfiles, deportes vascos como la cesta punta, así como danzas y bailes vascos, y hasta un campeonato mundial de tortillas de pimiento rojo. Una pena no poder vivir estas fiestas, pero me conformo con imaginarlas mientras por la misma orilla de la playa voy llegando al faro de Biarritz.

En realidad, voy enlazando una serie de playas separadas por espigones que van formando las conocidas playas de Anglet (Angelu), con nombres tan sugerentes como La Barre, Cavaliers, Dunes, l’Ocean, la Madrague y Petit Madrague, Marinela, Sable d’Or, du Club, y la última de todas, pegada al mismo faro, llamada plage de la Chambre d’Amour, donde cuenta la leyenda que una joven pareja se ahogó sorprendida por la marea mientras se ocultaba en una cueva. Por si acaso, procuro pasar de largo a paso ligero mientras cato otro par de bombones para suavizar tan triste recuerdo.

2.2. Biarritz

El sol va bajando poco a poco cuando llego al imponente faro de Biarritz, construido en 1834, dominando el cabo Heinsart con sus 74 metros de altura. Atrás he dejado esa larga playa que une Bayona con Biarritz a través de Anglet. Es curioso ver cómo va cambiando el paisaje desde las llanuras arenosas de Las Landas, con playas y bosques visibles desde el mirador del faro que se extienden 200 kilómetros hasta Burdeos.

A partir de Biarritz iremos encontrando pequeños acantilados pegados a la carretera, primero hasta San Juan de Luz, y de ahí hasta Hendaya, por la llamada Corniche. A partir de Hondarribia es el turno de las montañas más esbeltas de Jaizkibel, Ulia, Igeldo… por donde pasaré dentro de unos días. Si miramos al interior, los bosques de pinos dan paso a pequeñas colinas de prados muy verdes que parecen trepar, como su teleférico, hasta la piramidal cumbre del monte Larun (La Rhune) con sus 905 metros de altitud; primera gran montaña que veremos si venimos desde Burdeos. En este bello espectáculo paisajístico se salpican pequeños pueblos de tejados y fachadas de colores verdes y rojos, como Ascain, Espelette, Sara o Ainhoa, que crean escenas rurales muy recomendables.

La hora de mi llegada al faro es la ideal. Días antes tuvimos lluvia por toda la zona, y preferí esperar a que el pronóstico del tiempo, tan importante aquí, asegurara sol y la entrada de un viento sur que siempre aporta más calor y menos humedad. Acerté de pleno, porque la tarde es un lujo que tenemos a un paso de casa y que no solemos valorar. El sol, ya más cerca del horizonte, no molesta tanto a la vista, y su luz es más tenue.

Imaginaos la estampa que contemplo desde este faro, cuya luz, dicen, suele verse en Bermeo. Apoyado en una rústica valla de madera, tengo a mi espalda esas largas playas y bosques de Las Landas, distinguiendo la desembocadura del Adur y los cuatro kilómetros de playa que unen Bayona con Biarritz. Al frente, más allá de Biarritz y la costa de La Corniche, la silueta de Jaizkibel con el sol posándose a esta hora sobre otro faro, el de Higuer, guardián de la localidad de Hondarribia. Hacia el interior, emerge otra silueta inconfundible, la del único macizo granítico de Euskal Herria, la Peña de Aia con su forma de corona sobre la bahía de Txingudi. Más cerca, el piramidal Larun domina las colinas que van cayendo hacia Urrugne, Saint Peé sur Nivelle, Ascain, Ciboure y Saint Jean de Luz. Cumbres y prados se van pintando de naranja por capricho de un sol cada vez más bajo, al tiempo que algodonosas nubes que mece el viento pasan del blanco al rosa, y del rosa al rojo. Un mar casi en calma también cede su color azul claro al más oscuro mientras un trazo dorado une el sol con la misma playa. Varios veleros esperan la hora de la puesta del sol, y dos grandes pesqueros buscan el puerto de San Juan de Luz. Una suave brisa mece a las gaviotas, rivalizando con los últimos surfistas a lomos de unas olas que, a medida que se levantan, filtran el sol convirtiéndose en pequeñas paredes de mar verde esmeralda. Justo a mis pies, la playa de Miramar con su pequeño acantilado rocoso, ahora plateado, unido más adelante con la más famosa Grande Plage, donde empezamos a ver pintorescas rocas emergiendo del mar, más descaradas todavía a la altura de la Rocher de la Vierge (la Roca de la Virgen). Reconozco que este espectáculo gana también enteros en un día de temporal con grandes olas, pero hoy lo prefiero así, tranquilo, amable, un buen presagio para una aventura por la costa.

A la hora prevista llegan mis amigos Wilco Westerduin y Coralie Maurs, que acaban de inaugurar en el cercano Hôtel Le Régina, afamado cinco estrellas de Biarritz, la exposición de su libro de fotografías Planet Basque. Wilco es un simpático fotógrafo freelancer holandés, afincado desde hace unos años en Biarritz, enamorado de su luz, de su ambiente… y de Coralie, un encanto de mujer, siempre detallista. El libro es un paseo fotográfico muy curioso por el País Vasco, en el que destacan sus fascinantes imágenes de San Juan de Gaztelugatxe, las Bardenas Reales, el flysch del geoparque, la montaña vasca, y entre otras muchas, una foto de Biarritz sacada desde el mismo sitio en el que nos encontramos ahora. Tiene Wilco gran facilidad en buscar escenas que a los demás se nos escaparían, aparte de un oportunismo difícil de conseguir. A la pareja añadiré en media hora a don César Toledo, propietario del Hôtel de Silhouette y de la pastelería Miremont, otro guía muy apropiado para mi estancia en esta localidad, que resulta difícil de describir por tanta belleza. Solo su paseo marítimo es digno de un relato comparable al de San Sebastián y su bahía de La Concha, por la cantidad de detalles e historias que van apareciendo. Con razón reyes, zares, reinas y emperatrices eligieron Biarritz como lugar de vacaciones. Un paseo marítimo azotado por las olas con violencia en los duros días de temporales, callejuelas laberínticas que suben y bajan, pero donde resulta imposible perderse, pues el olor a salitre siempre nos llevará al mar (Foto 1).

Ya con el sol oculto, todavía apura Wilco para sacar otra foto desde el mirador del faro, y como la marea ya está bastante alta, bajamos por el paseo que une el Hôtel Le Régina con otro referente del turismo como es el Hôtel du Palais, donde Napoleón III fijara su residencia. Unos metros antes de este último, veo la capilla imperial dedicada a la mejicana Virgen de Guadalupe. Enseguida entramos en el paseo de la Grande Plage, repleto de tiendas, cafeterías y más hoteles, donde siempre me ha llamado la atención esa mezcla de surfistas con sus neoprenos y tablas junto a señores vestidos como en la belle époque, con sus trajes blancos y canotiers, alguno con bastón incluido.

Mientras esperamos a don César, nos sentamos a tomar un café en la terraza del Casino Municipal y aprovecho para repasar con Wilco y Coralie más fotografías de otro de sus libros, Pyrénées abandonnées. Sigo pensando que tiene un don especial para captar el momento exacto, como demuestra en las fotos de las ruinas de Belchite bajo un inmenso arco iris. Enseguida aparece César Toledo, como lo imaginé, de blanco impoluto, canotier y bastón; viva imagen de la Biarritz de la belle époque. Inquieto, vivaracho, mirando a derecha e izquierda, y hablando casi sin parar desde que se sienta a tomar un pastis, típica bebida francesa que me he resistido siempre a probar. El pastis es un anís tradicional de Marsella con un 40-45 en su grado de alcohol. La palabra proviene del occitano provenzal pastis, que significa «paté o mezcla», así como «aburrimiento, situación desagradable o confusa». Pero la charla con mis tres amigos, aderezada por alguno de los bombones que he traído de Bayona, no es nada desagradable, así que optamos por cenar en la misma terraza del Casino. Pedimos un buen número de sándwiches, cervezas y por primera vez en mi vida, justo es reconocerlo, un pastis que no me desagradó como pensaba.

Me llama la atención la historia del Hôtel de Silhouette que me cuenta don César, hotel cuatro estrellas ubicado en el típico barrio del mercado de Biarritz y muy cerquita del mar. Fue una de las mansiones más antiguas de Biarritz, datada en el año 1600, que aún hoy sigue conservando ese ambiente histórico en la decoración de sus jardines, terrazas y salones, donde suelen hacerse exposiciones. Fue residencia de Étienne de Silhouette, nombrado en 1759, en plena Guerra de los Siete Años, ministro de finanzas de Luis XV. Como sucede y sucederá siempre a la hora de las finanzas, sea cual sea la época de la historia, no fue un personaje popular; así, a las caricaturas de las revistas de época que ridiculizaban los impuestos se las bautizaba como a la silhouette. Fue a partir de entonces cuando el apellido del impopular ministro hizo su entrada en el vocabulario de la lengua francesa, en referencia a las siluetas. En la entrada del actual hotel podemos ver el blasón tallado en piedra. Decido aceptar la invitación de don César para hacer noche en esta mansión y caigo rendido en la cama de mi lujosa habitación tras quince intensas horas.

Un Cantábrico enfurecido con olas gigantescas. Un barco a la deriva intenta entrar en puerto azotado por las olas. Las afiladas rocas parecen arrecifes que van a partir el barco con total seguridad. Todos los que contemplamos la escena desde el acantilado sabemos que no hay opción de que esos bravos marineros se salven. Olas de cinco metros por encima de rocas, peñascos y del propio barco. Las negras nubes cierran el horizonte en el que las gigantescas olas dibujan castillos, y una bruma espesa funde la escena. De pronto, un rayo castiga a la roca que sobresale de la pared del acantilado iluminando el mar como si fuera un camino celeste. El cielo se abre dejando nubes amontonadas a los lados, y por el camino que marca la luz las aguas se amansan, y el barco las cruza llegando a puerto, como si de un día normal se tratara. Biarritz y la Roca de la Virgen acababan de nacer ante los vítores de cuantos nos agolpamos en el acantilado.
Despierto de este bonito sueño ayudado por un pajarillo juguetón que ya cantaba con los primeros rayos de sol. Madrugar en esta época del año con el día tan largo, salir a pasear sin gente con las primeras luces del día y que el escenario sea Biarritz es una invitación para quedarse a vivir aquí. Como no será posible, aprovecho el día al máximo, así que para las 07:30 de esta espléndida mañana ya estoy de nuevo en pie dispuesto a gastar la batería de la cámara de fotos.

Biarritz (Miarritze), ciudad cara al mar, fue un pueblo pesquero; como muestra, su escudo con una gran barca ballenera, símbolo de la ciudad. Las primeras casas surgen en torno al barrio de la iglesia de San Martín y el puerto pesquero, Port Vieux, defendido por el castillo de Belay. Alcanzó gran fama en 1854, cuando la emperatriz Eugenia de Montijo, a la que luego bendeciré, esposa de Napoleón III, hizo construir un palacio en la playa, hoy día conocido como Hôtel du Palais. Gracias a ello, Biarritz pasó a ser una ciudad-balneario de gran éxito turístico, muy frecuentada por los zares rusos y la realeza francesa. Ese pequeño pueblo pesquero fue dando paso a calles con palacios y mansiones como la del hotel donde he dormido. Más tarde, para darle otro toque diferente, Biarritz se convirtió en cuna del surf. Todo se conjuga con armonía en esta llamada «Reina de las playas, y playa de los Reyes». Y así veremos esa curiosa mezcla de pescadores, de casas burguesas y de surfistas en bañador hasta la rodilla.

Esta maravilla de la costa fue destino preferencial del surf europeo en 1957 gracias a sus grandes playas de muy buenas olas y, sobre todo, a la cercana ola de Belharra, una de las más grandes que puedan surfearse en todo el mundo, pegada a los acantilados de La Corniche. Desde pequeño me apasionan el mar, sus olas, y las fotografías de la práctica de surf, y me viene a la memoria aquel txampero de madera con puntiagudas esquinas. Todavía guardo en mi espalda la cicatriz de aquella tabla, cuando en mi infancia cuatro locos sin neopreno nos lanzábamos al agua en la playa de Gros, ahora Zurriola, en una época en la que el surf todavía no estaba de moda en Donosti. Hoy, la Zurriola es un hervidero de escuelas de surf, además de una playa distinguida que da un toque especial a este barrio de moda en la capital. Lástima de achaques en la espalda que me impiden seguir desde el agua este bello deporte…, pero me compensa el vivir en la desembocadura del Urumea junto a la Zurriola. Recuerdos que me vienen a la memoria según me acerco por la parte alta del acantilado a la famosa plage de Côte des Basques.

El sol ya ha salido sobre Las Landas, y un puñado de surfistas toman las primeras olas, grandes para esta época, con su cresta peinada hacia atrás al venir viento de tierra, e iluminadas por el sol según va ganando altura. Bajo a la arena para sacar fotografías de este espectáculo visual y sigo el paseo que bordea el mar hasta llegar al centro de la ciudad, pues este es uno de los paseos marítimos más recomendables y fotogénicos que se pueden encontrar. Enseguida, una pequeña roca que sobresale hacia el mar nos muestra la Villa Belza, con una bella torre tipo castillo medieval. En 1923, por aquello de la presencia de la nobleza rusa en Biarritz invitada por Eugenia de Montijo, fue un restaurante ruso y un cabaret que posteriormente se abandonó, sufriendo incluso un incendio, hasta que se restauró en 1997 y fue clasificada como Patrimonio Cultural.

Un poco más adelante aparece otro rinconcito de enorme belleza: el puerto antiguo o Port Vieux. Su pequeña playita se encuentra ahora vacía, y el baño es tan tentador que no lo dudo, así que a las 08:00 de la mañana, en compañía de dos gaviotas, una de las cuales me mira como con recelo, entro en el agua y me dejo arrastrar por varias olas.

A escasos metros se encuentra la Virgen de la Roca, probablemente el lugar más fotografiado de Biarritz, cuya leyenda recordé mientras soñaba. Data de 1865, y su islote queda unido a tierra por un puente construido por Eiffel, llamado tanto Puente Eiffel como Puente Napoléon III. Puente y roca, roca y puente, forman un conjunto armonioso colgado al mar sobre el que domina una verde explanada ajardinada.

A su vuelta distingo otro puerto, el de los pescadores, coqueto y pequeño, con diques que entran y salen formando curiosos espacios donde ver saltar las olas es otro espectáculo más. Un recuerdo del pasado pesquero de Biarritz que ahora se convierte en un rincón agradable con restaurantes donde comer pescado fresco o marisco.

Por encima del puerto se encuentra la emblemática Plaza de Sainte Eugenie, con su iglesia neogótica de fines del siglo xix y principios del xx, construida sobre una primera capilla del año 856, de estilo romano-bizantino. Merece la pena una visita a su interior, cosa que, al estar cerrada, ahora no puedo hacer. Desde esta bella iglesia sigo paseando por la Grande Plage contemplando sus hoteles y casinos hasta llegar al Hôtel du Palais. Un poco más arriba encuentro la iglesia ortodoxa de estilo bizantino, donde oficiaba misas la nobleza rusa, y ya más arriba, el Hôtel Le Régina junto al faro y la plage de Miramar, donde ayer quedé con Wilco y Coralie.

De regreso al hotel veo que me sobra algo de tiempo, y aprovecho para ver el jardín público. Muy cerca encuentro un maravilloso mercado que ya empieza a bullir de gente comprando pescado, caza, foie, queso, verduras, comida preparada… Todos los miércoles se organiza a su alrededor un vistoso mercado nocturno. A esta hora de la mañana ya hay clientes que piden el desayuno tradicional aquí, pero también observo un buen número de gente degustando unas ostras en el Nopal, un zumo con pastel de plátano en el Milwuakee Café, una tortilla de trufa en la Maison Balme, y hasta sushi en el Caro. Se me van los ojos ante el estallido de aromas y colores, pero me voy al hotel, donde ya me esperan para desayunar César, Wilco y Coralie, a quienes convenzo para ir directamente a la pastelería Miremont, propiedad del primero. Gran ocasión para tomar el petit déjeneur recordando a zares y princesas; es más, tengo la impresión de que no va a ser precisamente petit, al menos para mí.

El solo hecho de ver el escaparate ya me da vida al cerebro, ilumina mis ojos y, supongo, alegra mi cara, pues enseguida me pregunta César qué voy a tomar. «Miremont Patisserie Confiterie», cartel que se mantiene tal cual desde que en febrero de 1872 iniciara su aventura este salón de té, pastelería, confitería y heladería, creado por un joven pastelero de Saint Moritz, de nombre Etienne Singher. En su obra Confesiones de medio siglo, Maurice Rostand escribió: «A las cinco en punto hay en Miremont menos pasteles que reinas y menos babas de ron que grandes duques». Al rey Alfonso XIII le encantaba degustar la tarta de trufas confitadas, convirtiendo a Miremont en el proveedor de la Casa Real en España, cosa que también hizo la reina de Inglaterra. La reina Amelie de Portugal, según cita la Gazette de Biarritz, tomaba el té con el macaron de almendras lo más cerca posible del ventanal, para poder decir que tenía el mar a sus pies. Otra reina, Nathalie de Serbia, encargó las catorce variedades de caramelos suaves con mantequilla fresca de la casa para ofrecerlos a los hijos de sus parientes. Tal es la historia de Miremont que la atmósfera de su interior la llevó a ser catalogada en el 2006 como Patrimonio de la ISMH (Inventario Complementario de Monumentos Históricos). Es difícil mejorar un desayuno en un sitio con tanta historia y nivel, así que es ahora cuando aprovecho para dar cuenta de un buen trozo de pastel ruso, en esta ocasión bañado en chocolate. Y de nuevo cito a la emperatriz granadina Eugenia de Montijo, quien, invitada a la Exposición de París de 1855, llevó en su séquito a cocineros españoles que elaboraron como postre un pastel a base a almendras; tanto gustó al zar Alejandro II que lo llamaron pastel ruso, para mi felicidad absoluta.

El bueno de don César, viendo que el tiempo se me echa encima y que llega la hora de partir a San Juan de Luz, comete el error de invitarme a algún pastel para alegrar el camino que me queda hasta Mutriku. En realidad me dice hasta San Juan de Luz, la siguiente localidad, pero como le entiendo Mutriku, último punto del recorrido, hago de tripas corazón y opto por los pistachos rusos, la boina vasca, unos frijoles caribeños, un pastel vasco con cereza itxassou, las catorce variedades de caramelos —por no dejar en mal lugar a la reina Nathalie de Serbia—, barras de chocolate caliente negro, macarons y, cómo no, el pastel ruso, con aleluyas a la granadina Eugenia de Montijo y a todo su séquito de cocineros. Entre risas de las camareras y con la mochila a reventar —todavía quedaban bombones y lonchas de jamón de Bayona, bien conservados al hacer noche en la neverita de mi habitación— me dirijo al puerto de pescadores, desde donde Wilco y Coralie me llevarán en su motora hasta el siguiente destino. Otro placer que quiero darme es ir de Biarritz hasta San Juan de Luz por el mar y evitar el sendero que en otras ocasiones ya he realizado. «Vuelve cuando quieras», me dice César Toledo al despedirme. Comete un nuevo error. Apunto en mi agenda hacerlo una vez al mes, siempre que coincida abierta la tal Miremont.

Ya en la motora me esperan Wilco y Coralie, que me tocan la bocina. El primero, al timón, está vestido de marinero. La segunda viste unas bermudas, una camiseta corta de algodón en la que se lee algo tan original como «Vive Biarritz» y una apropiada gorra azul marino con alguna insignia dorada. Para no desentonar, me dan otra gorra que me hace sentir capitán general del buque escuela Juan Sebastián Elcano, pero, sobre todo, tengo el sentir del pescador, el de los orígenes de Biarritz, el de la historia de la realeza, de los surfistas, de la Biarritz de la belle époque, que tendrá su gran semana dentro de un par de días, pues celebra la fiesta de Les Années Folles, los años aocos, donde todo el mundo se disfraza como en aquellos años. Y, al igual que Bayona, Biarritz también luce con mimo en la Navidad, con bellos espectáculos de luz y sonido. Victor Hugo escribió que «terminará Biarritz poniendo rampas a sus dunas, escaleras a sus precipicios, quioscos en sus rocas, bancos en sus grutas y pantalones a sus bañistas». Y acertó.

Son las once de la mañana y salimos en la motora rumbo a otra localidad de postal. Luce el sol, y las olas mecen la Ugarana en su recorrido por una costa donde ya asoman pequeños acantilados que me acompañarán hasta Hendaya. A sus pies, una larga serie de calas y playas de los pueblos de Bidart y Guethary, que empezando por Ilbarraitz, todavía en Biarritz, pasan por Erretegia, Centre, Uhabia, Parlamentia, Alcyons, Port, Zenit, Maiarko y Erromardi. En cuarenta minutos llegamos a la bahía de Donibane Lohizune, San Juan de Luz, otro espectáculo más que gana enteros desde el mar. Entre dos alargados diques, un estrecho paso invita a las embarcaciones a navegar, flanqueadas por el fuerte de Sokoa y su pequeña playita, Lerfort.

2.3. San Juan de Luz

La gran bahía aparece como un lago gigante en el que decenas de windsurfistas juegan con el viento sorteando varios pesqueros que salen a faenar. Una colina pequeña delimita la bahía con casas blancas de tejados rojos. Es la vecina Ciboure, donde nació el músico Ravel. Y en el otro lado, dividido por el río Ugarana, que da nombre a nuestra motora, se encuentra este luminoso pueblo, San Juan de Luz, con su pintoresco puerto, sus calles de bellos escaparates, su gran playa y su río salpicado de barquitas de colores que se reflejan junto a las grandes montañas de Larun y la Peña de Aia. Es San Juan de Luz otro pueblo de juguete unido al mar y a la montaña que se convierte en destino obligado del turismo, pero también en un remanso de paz para quienes solemos huir del mundanal ruido, un lugar muy tranquilo para pasear en los meses de poca afluencia de visitantes o en las primeras horas del día.