Los cinco elementos - Yayo Herrero - E-Book

Los cinco elementos E-Book

Yayo Herrero

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Hoy nos enfrentamos a una creciente desestabilización global de los ecosistemas y de los ciclos naturales de nuestro planeta, como consecuencia de una economía extractivista y orientada a un crecimiento sin límites mundializado. Nos hallamos ante una gran crisis ecosocial. Yayo Herrero propone analizarla a partir de cinco elementos: agua, aire, tierra, fuego... y vida, para poder recuperar la memoria de lo que somos y de dónde venimos, y así desarrollar una conciencia que debería darnos fuerza para hacernos cargo del mundo como proyecto viable. Situando como prioridad la sostenibilidad de una vida digna, el gran reto es llegar a compartir casi todo bajo principios de suficiencia, reparto, cuidados y precaución. El presente ensayo es una invitación al activismo al tiempo que un canto apasionado a la vida buena en nuestro planeta.

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«En Los Cinco Elementos (Arcadia, 2021), Herrero propone un viaje por lo que nos integra y lo que nos rodea, agua, tierra, aire, fuego y vida, para mirar bien de cerca el planeta que habitamos y distanciarnos al mismo tiempo de una cultura desvinculada de lo esencial para la existencia.» SARAH BABIKER, El Salto, enero de 2022.

«Necesitamos urdir con cuidado tramas teóricas capaces de integrar las ciencias del sistema Tierra, la economía, la sociología y el resto de las ciencias humanas si queremos avanzar en esa dirección, pero lo primero que necesitamos, y con urgencia, es comunicar, y estos Cinco elementos servirán a este fin con mayor solvencia que la creciente colección al completo de profundos y sofisticados diagnósticos, polémicas y propuestas programáticas. Regálalo y pide que sea regalado a su vez una vez leído, no importa a quién.» ASIER ARIAS DOMÍNGUEZ, 15-15-15, junio de 2022.

YAYO HERRERO (Madrid, 1965) es consultora, investigadora y profesora en los ámbitos de la ecología política, los ecofeminismos y la educación para la sostenibilidad. Es licenciada en Antropología social y cultural, diplomada en Educación social e ingeniera técnica agrícola.

Su trayectoria como investigadora se ha centrado en la crítica al modelo de desarrollo y producción capitalista como una amenaza para el planeta y la vida. También es activista y colabora con diversos medios de comunicación.

En la actualidad es socia de Garúa Sociedad Cooperativa, docente en formaciones de posgrado de diversas universidades españolas y directora del consejo editorial de CTXT. Fue coordinadora estatal de la plataforma Ecologistas en Acción y directora de FUHEM. Ha escrito en libros colectivos como Cambiar las gafas para mirar el mundo (2011), La gran encrucijada (2016) y Petróleo (2018). También es coautora del libro ilustrado Cambio climático (2019), en el que despliega una narrativa divulgativa para hacer inteligible el actual colapso ecológico. Este es su primer libro en solitario.

LOS CINCO ELEMENTOS

Una cartilla de alfabetización ecológica

Yayo Herrero

 

 

 

 

 

 

Edición digital: septiembre de 2022

Primera edición: octubre de 2021

Segunda impresión: febrero de 2022

BY-NC-ND, 2021, María Sagrario (Yayo) Herrero López, por el texto © 2021, ATMARCADIA SL, por esta edición

Muntaner, 3, 1.º 1.ª

08011 – Barcelona

www.arcadia-editorial.com

Diseño de la cubierta: Víctor García Tur, a partir del diseño original de Astrid Stavro/Atlas

Composición: LolaBooks

Producción del Epub: Booqlab

ISBN: 978-84-125427-7-6

No se permite la reproducción total o parcial de esta publicación a través de cualquier medio, en cualquier lengua, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjanse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra: www.conlicencia.com

Ya que hablamos de lo fundamental…A Toño. Él ya sabe por qué.

INTRODUCCIÓN.EN GUERRA CONTRA LA VIDA

Desde que se publicase, a comienzos de los setenta, el informe Meadows sobre los límites al crecimiento, la crisis ecosocial ha adquirido cotas dramáticas. Hoy nos enfrentamos a la desestabilización global de los ecosistemas y ciclos naturales y a sus consecuencias desastrosas para la vida, los territorios, el bienestar de partes crecientes de población humana y las condiciones de vida del resto del mundo vivo.

El funcionamiento del capitalismo mundializado está descuajaringando las reglas dinámicas que han organizado el mundo vivo durante miles de años. La economía, sin límites, digiere velozmente minerales, petróleo, ríos, animales y personas, excreta residuos que contaminan la tierra, el aire y el agua, abre fracturas violentas entre poblaciones cada vez más desiguales y expulsa jirones de vida.

Se ha sobrepasado el pico del petróleo convencional.1 Las energías renovables, con tasas de retorno energético menores, y dependientes de minerales declinantes, no pueden sostener la dimensión de la economía actual, sobre todo si esos minerales son también demandados para electrificar el transporte y digitalizar y robotizar la economía.

Los países enriquecidos tienen huellas ecológicas que exceden sus territorios. Quienes están amparados por el poder económico, político y militar acaparan un «espacio vital» mayor del que les corresponde. El extractivismo y el cambio climático provocan expulsiones y migraciones forzosas que no han hecho más que empezar y que no son abordadas como problemas políticos, sino como problemas de seguridad. La población «sobrante» es presentada como una amenaza para tratar de justificar ética y políticamente su abandono.

La crisis del coronavirus ha puesto en evidencia la fragilidad del sistema económico capitalista. Para muchas personas esta constatación ha supuesto un verdadero shock. Otras pandemias, eventos climáticos extremos o grandes desastres han sido terribles, pero muchas las hemos vivido solo como espectadoras. A pesar de que la crisis de la covid-19 tiene muchos elementos comunes con otros conflictos ecosociales ya vividos, es la primera que hemos vivido toda la humanidad a la vez, la primera con repercusiones concretas en la vida cotidiana de todas y todos.

La emergencia sanitaria y sus consecuencias económicas se han sumado a lo que ya se arrastraba. El coronavirus nos ha sorprendido con unos servicios públicos desmantelados o inexistentes, una gran precariedad laboral, altas tasas de desempleo, elevadas cotas de violencia machista… Unas crisis se superponen a las otras, y las sociedades, lejos de buscar mayor resiliencia para afrontarlas, les hacen frente en condiciones cada vez más frágiles, injustas y violentas.

Para salir de este atolladero, situando como prioridad la sostenibilidad de vidas dignas, hay que afrontar dos grandes retos que en los imaginarios colectivos se perciben como antagónicos. El primero es la protección de todas las vidas. En términos humanos, eso supone pensar en la garantía de la vivienda, el suministro básico de energía, una alimentación suficiente y saludable, relaciones, cuidados o sentido de pertenencia a una comunidad. Se trata de asegurar un suelo mínimo de necesidades, lo que algunos movimientos sociales han denominado «plan de choque social». En segundo lugar, necesitamos recomponer metabolismos económicos y sociales que no sigan forzando la ruptura de un techo ecológico ya agrietado, sino que se centren en reducir la huella ecológica humana sobre la tierra, restauren en la medida de lo posible el funcionamiento de los ecosistemas y se acoplen a lo que es físicamente posible, de modo que la continuidad de la vida, no solo para los seres humanos sino también para el resto de seres vivos que habitan la Tierra, sea un proyecto viable.

Mientras escribo estas líneas se están produciendo importantes movimientos económicos para ver quién capta y rentabiliza las cantidades milmillonarias que la Unión Europea va a habilitar para la reconstrucción poscovid, unas cantidades que habrá que devolver y que exigirán «reformas». Dada la correlación de fuerzas actual, probablemente supondrán importantes recortes en derechos económicos y sociales y apuestas industriales que, más o menos pintadas de verde, sigan demoliendo los pilares materiales que sostienen las vidas. ¿Hasta cuándo se podrán seguir haciendo, cada quince o veinte años, inversiones absolutamente colosales para mantener un sistema que se hunde y no se sostiene? El reto está en asegurarse de que lo que hagamos a corto plazo no impida la consecución de objetivos razonables a medio plazo.

Toda esa inversión millonaria debería canalizarse a través de un sistema de indicadores multicriterio que integre el bienestar y la seguridad de los seres vivos y la necesidad de reducir drásticamente la huella ecológica global.

Sabemos que lo que evidencian los datos de la mejor ciencia disponible es que la reducción de la esfera material de la economía es simplemente un dato, no una opción. La economía decrecerá materialmente, sí o sí. El asunto es que lo haga dejando mucha gente atrás o a través de una transición justa que debe ser planificada y explicada.

Necesitaríamos que la economía y la política se centrasen en la resiliencia y la protección, que no están garantizadas si la prioridad es el crecimiento económico y los beneficios privados.

En este momento de crisis, con una situación urgente y cada vez más complicada, parece imposible que muchas personas puedan –podamos– ver más allá del capitalismo. Cuando tenemos que pensar en cómo ponerlo todo en marcha de nuevo y de la forma más rápida posible, lo único que se nos ocurre es la tríada ladrillo-turismo-automóvil, esta vez verdes o inteligentes. En contra de la mejor información científica disponible, una parte del poder político y económico sueña con el crecimiento verde, aunque carezca de respaldo empírico y suponga una apuesta por las falsas soluciones niegue la realidad e impulse un capitalismo del desastre.

El futuro inmediato se inscribe en la era de las consecuencias. Consecuencias de decenios de guerra contra la vida. Un futuro en el que los límites físicos, el cambio climático y las pandemias serán –son ya– la normalidad. Podemos querer no verlo, no mirarlo, pero la situación no es otra por ignorarla.

La cuestión es que, incluso en ese marco, es posible trabajar y cooperar para que todas y todos tengamos la posibilidad de disfrutar de vidas buenas y dignas. El gran reto será aprender a compartirlo casi todo bajo principios de suficiencia, reparto, cuidados y precaución.

La cultura occidental ha evolucionado los últimos siglos mirando a la tierra y a los cuerpos como si estuviera fuera y por encima de ellos. Nuestras economías han crecido divorciadas de la trama de la vida en la que, sin embargo, inexorablemente se inscriben. Ahora ya no hay atajos y necesitamos estimular formas de racionalidad que favorezcan relaciones de apoyo mutuo entre seres humanos, y con la tierra supone pensar en marcos alternativos, centrados en la reciprocidad, la democracia radical y la cooperación, que involucren a todas las personas, tanto en el terreno de los derechos como en el de las obligaciones. Si convenimos que necesitamos una identidad ecológica basada no en la enajenación del mundo natural (cuerpo y tierra), sino en la conexión con él, la apuesta sería reorientar el metabolismo social de forma que podamos esquivar –o al menos adaptarnos a– las consecuencias destructivas del modelo actual, tratando de evolucionar hacia una visión antropológica que sitúe los límites físicos naturales y humanos y la inmanencia como rasgos inherentes para la existencia de las personas. El difícil reto es conseguir que las personas deseen este cambio. Hay quien intenta trabajarlo desde el planteamiento de «todo lo que podemos ganar». Yo creo que se puede ganar mucho, pero también que es necesaria la conciencia de que junto a lo que debe ir a más, hay que tener en cuenta lo que debe ir a menos.

Resulta crucial desarrollar una identidad ecodependiente e interdependiente, una conciencia terrícola que permita que las personas sepan y sientan que son vida, agua, aire, tierra y fuego. Y que además es hermoso serlo. En nuestras latitudes, se trata de una tarea de pedagogía popular a realizar casi puerta a puerta con diferentes lenguajes. Para poder cambiar, necesitamos recuperar los mitos y ficciones, y componer otro relato cultural más armónico con la materialidad humana. Hace falta ciencia e información, pero también arte, poesía y pasión.

En este libro he querido compartir el sentimiento de pertenencia a la vida que me mueve en el trabajo activista. Para mí, unirme con otros y otras para conseguir mejores vidas para todas las personas no es algo diferente a luchar para que el aire que respiramos o el agua que bebemos estén limpios; no es diferente a conseguir que las vidas de los animales sean respetadas, que los suelos estén protegidos o que el futuro sea algo que se pueda mirar sin miedo. Para mí, el conflicto de clase tiene que estar conectado con la materialidad de la tierra y de los cuerpos.

La conciencia de ser vida, en nuestro caso animal, es uno de los primeros pasos para repensar el mundo en clave ecosocial. Nos referimos a entender, valorar y querer las diferentes formas de vida y reconocernos como partes de una red formada por tierra, plantas, bacterias y luz.

Necesitamos la utopía. Ya tenemos una ración suficiente y necesaria de distopía para darnos cuenta de dónde estamos. Ahora tenemos que centrarnos en la configuración de utopías cotidianas para intentar que nuestros horizontes de deseo sean compatibles con los límites físicos del planeta y la justicia.

La mutilación de la imaginación es un enorme escollo para que nazca la utopía. En La gran transformación, Karl Polanyi dijo que el capitalismo desregulado corría el riesgo de transformarse en un fundamentalismo religioso. Creo que una buena parte de la sociedad ha interiorizado un dogma peligroso: el de que merece la pena sacrificarlo todo con tal de que la economía crezca. Desde esa perspectiva, es difícil imaginar una forma diferente de vivir juntas.

Por eso he intentado recordar dónde está lo que no puede faltar. El agua, la tierra fértil, el fuego, el aire, la trama que sostiene la vida. Esas son las cuestiones de las que no podemos escapar y que quedan ocultas y orilladas, cuando lo que se coloca en el altar es el dinero.

Esta pretende ser una pequeña contribución, una especie de cartilla de alfabetización ecológica para recuperar la memoria de lo que somos y de dónde venimos. Espero que haciéndonos fuertes en esa memoria sentida y viva podamos encontrar la fuerza para hacernos cargo del mundo.

1

AGUA

Somos agua. El 83 % de nuestro cerebro, el 75 % del corazón, el 85 % de los pulmones y el 95 % de los ojos son agua. Si nos escurren, después de eliminar el agua, queda bien poco. Así visto, podríamos decir que nuestra mirada, pensamiento, respiración y latidos dependen del agua. El 71 % del planeta Tierra está cubierto de agua. Solo un 2 % de ella es agua dulce y la mitad está accesible, la otra mitad está retenida dentro de los glaciares.

La cantidad de agua que hay hoy en la Tierra es la misma que había en el año 1800, pero la población humana ha pasado de los mil millones de personas que había en aquel momento a más de 7 700 millones en la actualidad y con unos estilos de vida, sobre todo en los países más enriquecidos, mucho más consumidores de agua.

Nadie fabrica el agua. Ninguna economía ni tecnología producen agua. Es la propia dinámica auto-organizada de la naturaleza la que se encarga de regenerarla. Lo que a veces se denomina, de forma un tanto engañosa, producción de agua es, en todo caso, su tratamiento químico para potabilizarla o embotellarla y transportarla.

El Sol calienta la Tierra y su calor evapora el agua del mar, de los ríos, mares y pantanos. Derrite los hielos que pasan a ser agua líquida, que, después, también se transforma en gas y se evapora. El agua evaporada se condensa formando nubes, que no son más que gotas de agua suspendidas que pueden volver a la tierra en forma de lluvia, granizo o nieve. El agua no vuelve al mismo sitio porque el viento hace viajar a las nubes y por tanto el agua cae en cualquier otro lugar.

Al caer, se volverá a filtrar en la tierra y acabará de nuevo en ríos, mares o lagos; formará parte de cuerpos vegetales, de animales, de hongos… Este proceso se repite en innumerables ocasiones. Esa repetición sucesiva se llama ciclo del agua. Es posible que el agua que hoy compone en un 95 % nuestro ojo o en un 85 % nuestro pulmón sea la misma que beberá alguna tataranieta dentro de muchos años.

Ninguna sociedad, ningún ser vivo, perdura sin agua. Todas las grandes civilizaciones nacieron a la orilla de ríos o de grandes lagos. La mayor o menor disponibilidad de agua ha definido y modelado culturas.

No solo usamos el agua para beber. Esta es en realidad una necesidad muy pequeña. De los alimentos a la ropa, de la energía al papel, del turismo al transporte, de las medicinas a los refrescos, del cemento a las acuarelas… todos los bienes y servicios que utilizamos necesitan agua.

El agua es finita. Es verdad que es un bien renovable, pero no se renueva a la velocidad que le gustaría al metabolismo agrourbano-industrial, sino que se regenera a la velocidad del ciclo del agua, que tiene un ritmo muy diferente al del proceso económico. El resultado del choque entre los tiempos de los ciclos que sostienen la vida –como el ciclo del agua–, y los tiempos de la economía convencional, es lo que llamamos crisis ecológica.